Capítulo segundo

VIDA O MUERTE

Finalmente, se marcharon, todos excepto una mujer y un chiquillo. La mujer estaba buscando algo en el agua, tal vez un pez. El chiquillo estaba sobre una roca, unos ocho pies más allá, era un rapaz, y tenía un barrigón simpático. Los miré a él y a ella.

Me sentía mal y estaba hambriento, y sangraba por causa de los murciélagos. El olor de la selva estaba en mis pulmones, por consiguiente no podía decir si el aire estaba henchido de jungla o si yo estaba respirando selva como si fuera vegetación. Es una sensación extraña. Si uno no lo ha pasado no lo puede comprender.

Bien, sentí que se trataba de todo o nada. La mujer no podía matarme, y el chiquillo tampoco. Y yo me tenía que dar a conocer y conseguir algo que comer.

Salí a la arena.

—Hola —dije.

El chiquillo estaba en cuclillas. No pareció saltar. Simplemente voló por el aire y se dirigió a la espalda de su madre. Sus manos se clavaron en sus hombros y su cabeza se apretó contra su piel, con los ojos abiertos girando hacia mí, pero sin mover la cabeza.

La madre dio tres saltos en la arena y entonces se echó a volar y se colgó en la rama de un árbol. La vegetación era tan espesa que les perdí de vista. Pude oír muchos chillidos de mono en los árboles y luego oí una voz chillona de mujer hablando a los monos. Podría explicar cómo se hacia entender con chillidos de mono.

No, no puedo recordar palabra del lenguaje de los monos. No obstante, podía hablar a los monos. Pero alguien lo logró. Voy a hablarle de eso. Estoy hablando de la enfermedad del sueño y de cómo me sobrevienen los recuerdos después de haber estado dormido.

Tal vez son sueños, pero tal vez no lo sean. Si son sueños, ¿cómo puede ser que, cuando me encontré en el Cabo de la Costa del Castillo, no podía recordar dónde había estado? Me llevaron allí a tirones, y nadie sabe qué trecho me llevaron. Me dejaron en la noche oscura. Pero, a la mañana siguiente había huellas, y eran huellas como nadie había visto jamás.

Hay cosas extrañas en África. Y eso era cuando yo era un joven ardiente, recuérdelo. También era un muchacho decidido y valiente. No había atacado nada, ni siquiera la costa oeste de África en una balsa, y los guerreros fanti; pero voy a ir directamente al grano.

Bien, la mujer se escabulló y los monos vinieron. Me rodearon, quietos en los árboles y me chillaron en el lenguaje de los monos. Hubiera deseado ser como la mujer y haber podido hablarles. Pero los monos no tienen muchas palabras. Gran parte de su lenguaje se reduce a sonidos con diferentes entonaciones. Las hormigas podían hablar, pero rozándose las antenas.

Sí, había hormigas, grandes, hormigas lanudas con antenas de dos pulgadas que edificaban casas con ramas. Las construían de treinta pies de altura, y algunas de las ramas eran de media pulgada de diámetro y de seis u ocho pulgadas de largo. Tenían las hormigas salvaguardando el montón de oro y nadie excepto el Kk-Kk, el alimentador, y el orfebre podía acercarse.

De todos modos, el orfebre sólo era un esclavo. Lo habían capturado a un traficante de esclavos que desembarcó. Los demás murieron de fiebre, pero los nativos habían dado al orfebre una medicina que lo había curado. A partir de entonces, no podía caer enfermo. Podían haber hecho lo mismo conmigo, pero el hombre-mono era mi enemigo. Quería a Kk-Kk para él.

Finalmente, volví a oír los pasos en formación y aparecieron los guerreros. Llevaban lanzas y pequeños arcos con largas flechas. Las flechas eran tan delgadas como un lápiz. Parecían incapaces de hacer el menor daño a nada, pero tenían un curioso color en las puntas, una especie de algo reluciente.

Más tarde, averigüé que allí era donde les untaban el veneno y que el veneno endurecía la madera. Una herida con una de aquellas flechas podía matar a un hombre o a una bestia. No perjudicaba, sin embargo, para que la carne de la víctima fuera comida. Ni de hombre ni de animal. Comían de ambos.

Vi que me tocaba hacer un discurso. Todos los hombres miraban serios y dignos. Eso es, todos excepto el hombre-mono. Se puso a hacer cabriolas alrededor. Su impulso no resultaba bastante para sus dos pies y tuvo que inclinarse y apoyar se en los nudillos de sus manos para mantenerse firme. Podía moverse sobre la tierra como el viento. Sus brazos eran largos, largos y velludos, y el interior de sus patas era arrugado y grueso y negro.

De todos modos, hice un discurso.

Les dije que yo era horrible, y que era delgado y que, tal vez, aquellas mordeduras de murciélago me habían envenenado, por tanto no les recomendaba que me cocinaran. Les dije que era un amigo y que no había ido allí para molestarles sino para escapar del barco grande que estaba allá a lo lejos de la costa.

Creí que me entendieron porque algunos de ellos miraban al barco. Pero después descubrí que no. Miraron el barco, y me miraron a mí, y vieron el agua salada seca en mis ropas, y eso es todo.

Terminé mi alocución. No podía esperar que aplaudieran, porque tenían arcos y flechas, pero pensé que quizá sonreirían. Formaban un grupo gracioso, todos apiñados en círculo, desnudos y con aspecto grave. Y todos tenían tres marcas en cada mejilla. Les hacía parecer violentos.

Entonces, el hombre-mono dio una especie de brinco y se lanzó como una centella entre los árboles, y los monos lo rodearon y daban chillidos, y él también, y en alguna manera pensé que estaba explicando a los monos cosas de mí.

Quizá lo estaba haciendo.

Y entonces oí la voz de una chica que provenía de la selva, detrás de mí, y hablaba buen inglés.

—Cállese y hablaré con mi padre —dijo.

Puede imaginarse cómo me sentí oyendo una voz inglesa en aquellas circunstancias, y sabiendo que era la voz de una chica. Pero comprendí que no era una mujer blanca. Podía adivinarlo por el sonido de la voz, porque era algo así como si la lengua no pudiera chocar con el paladar, pero los labios hacían el habla suave.

Y entonces se produjo una violenta charla en la jungla.

Después de esa charla hubo un silencio, y entonces volví a oír la voz de la chica.

—Han ido en busca del orfebre. Él le hablará a usted.

No vi quién se había marchado, y no sabía quién era el orfebre. Me volví e intenté ver entre la selva, pero todo lo que pude ver fueron hojas, troncos y lianas. Había un espeso vapor azul que se asentaba por todos los alrededores, y arriba, el aire era blanco y ascendía, blanco con polvo del Sahara. Pero abajo, el olor a selva se ceñía sobre la tierra. A mi alrededor el círculo permaneció desnudo y silencioso. Nadie se movió.

«¿Quién era el orfebre? —me preguntaba—. ¿Quién era la chica?»

Entonces, oí pasos detrás de mí y la selva se apartó. Olí algo ardiendo. No era tabaco, no de la clase que nosotros fumamos, pero tenía una especie de aroma de tabaco.

Salió un hombre al círculo, fumando una pipa.

—¿Cómo está usted? —dijo, y me tendió la mano.

Era un hombre blanco, al menos en parte, y llevaba puestas unas curiosas ropas. Estaban hechas de pieles. Pero estaban cortadas como por un sastre. Incluso tenía un sombrero de piel con ala dura. Había confeccionado el ala dura con piel verde curtida.

Fumaba una pipa de arcilla y tenía una mirada ausente, en blanco, algo así como un hombre que ya no tenía sentimientos, que sólo era un hombre-máquina.

Chocamos las manos.

—¿Me van a comer? —pregunté.

—Seguro —dijo.

Fumó largamente antes de hablar, y entonces sacó la pipa de su boca y afirmó con la cabeza.

No resultaba muy halagüeño.

—Tenga esperanza —dijo una voz que provenía de la selva, la voz de la chica. Parecía que estuviera allí plantada muy cerca, cerca y en un puesto fijo, pero yo no podía verla.

Hablé al hombre de la pipa. Le dirigí un discurso. Se dio la vuelta y se dirigió a los hombres del círculo, que no dijeron nada.

Finalmente, un viejo gruñó y, puesto que el gruñido era una orden, todos se pusieron en cuclillas encarados hacia mí.

Entonces, la chica que estaba en la jungla emitió unos ruidos chillones. El hombre parecía estar escuchándola. Los otros no escuchaban nada. Solamente me miraban fijamente, y la expresión era la misma en todos los rostros. Era una especie de curiosidad, pero no era curiosidad por ver cómo era yo. Sentí que era curiosidad por saber cómo sabía.

Entonces, el orfebre desmenuzó unas cuantas hojas marrones dentro de la pipa, encima de las ascuas del contenido del otro relleno de la pipa.

—La chica le está reclamando como esclavo —dijo.

—¿Quién es la chica? —le pregunté.

—Kk-Kk —dijo, y yo no supe si me decía un nombre o me advertía que me callase.

Bien, pensé que más valía ser un esclavo que un estofado, por lo tanto me callé.

Entonces, el hombre mono empezó a dar chillidos desde su árbol.

Los demás no lo miraban, pero pude advertir que estaban escuchando. Cuando hubo terminado, la chica chilló algunas palabras más.

Entonces, el hombre-mono replicó, y la chica contestó a su vez. El tipo de la pipa fumaba y expulsaba el humo por la nariz. Sus ojos estaban fatigados y su ceño fruncido. Era un tipo extraño.

Finalmente, el viejo que había gruñido y los había hecho agacharse profirió otro gruñido. Todos se pusieron en pie.

«Éste es el momento crítico —me dije—. Se trata de ser un esclavo blanco o un pedazo de comida».

El viejo me miró. Entonces absorbió los labios dentro de su boca hasta que su cara quedó totalmente arrugada. Frunció sus ojos sin párpados y gruñó por segunda vez. Entonces, todos se marcharon. Pude oír sus pies retumbando a lo largo del duro camino de la jungla, sobre una senda que había sido azotada duramente por millones de pies desnudos. Más tarde averigüé que aquella senda había sido utilizada durante más de cien años, y que el rey había hecho una ley que obligaba a recorrerla todos los días. Era la única forma de mantener el suelo firme.

«Me parece que soy comida», me dije. Supuse que el orfebre me lo hubiera dicho, en caso de que fuera a ser un esclavo. Pero se había marchado con los demás y no dijo palabra.

El hombre-mono seguía hablando al grupo. No caminaba por el sendero sino que se movía por los árboles, sosteniéndose en las ramas, por encima de las cabezas de los demás, y sin cesar de hablar, y sus palabras no parecían alegres. Tuve la sensación de que estaba rabiando como un mono que le mira a uno comiéndose un coco.

Pero el viejo le gruñó y él se calló como una almeja. Creo que estaba loco. Digo esto porque se lanzó a través de los árboles, fijado en la persecución de dos monos. Y casi los atrapó. Sonaban como un torbellino entre las ramas. Luego, los sonidos menguaron y finalmente todo quedó en silencio y quietud.

Miré a mi alrededor. No había nadie a la vista. Yo estaba allí, al borde de la playa, muy cerca del margen de la jungla, y todo estaba quieto y callado.

Entonces se oyó un crujido que venía de la maleza de la jungla y ella salió.

Llevaba una falda de hierba liada, y sus ojos eran graciosos, de una expresión líquida.

Sus ojos eran así.

—Soy Kk-Kk, la hija de Yik-Yik, y la guardiana del montón de oro —dijo—. Aprendí a hablar el idioma del orfebre. Tú también hablas el mismo idioma. Eres mi esclavo.

—Gracias, Dios mío, que no sea comida —dije. Eso fue antes de que ese doctor sabelotodo descubriera las calorías en la comida. De todos modos creo que, por aquel entonces, no reunía ni la mitad de esas calorías y, mucho menos, podía resultar un alimento completo para un gtwaeero nativo.

—Serás mi esclavo —dijo—, pero si pagas con pieles a mi padre, podrás obtener tu libertad y serás guerrero.

—Nunca fui esclavo de ninguna mujer —le dije, ya que soy uno de esos que siempre han evitado que les lleven al altar—, pero prefiero ser tu esclavo que el del viejo del barco que hay allá afuera.

Había algo retraído en ella, y aun algo orgulloso y digno.

—Prometí mi parte de la próxima captura a cambio de comprarte a la tribu —concluyó.

—Gracias —le dije al ver que me correspondía decir algo, pero me preguntaba si un hombre blanco libre debía agradecerle a una mujer que le hubiera hecho su esclavo.

—Vamos —dijo, y, volviéndose, emprendió la marcha.

Tuve más de una oportunidad de estudiar su espalda. Era ágil, grácil, y era una muchacha bien formada. Había algo especial en ella, un gracioso sesgo de sus hombros al caminar que mostraba que era de la realeza y lo sabía. Es gracioso cómo la gente tiene ese pequeño toque de distinción sin importar donde estén ni a qué linaje pertenecen. Tan pronto tienen sangre real lo poseen. Los he visto en todas partes.

La seguí jungla adentro, por debajo de las ramas, donde ya no había luz solar; pero el día estaba lleno de luz verde.

Finalmente, atravesamos la jungla hasta parar en un gran claro. Alrededor de todo el claro había cabañas y un gran fuego en el centro. La gente de la tribu estaba allí haciendo sus labores en grupos de dos o tres como si nada hubiera ocurrido. Yo ya era un miembro de la tribu, el esclavo de Kk-Kk.

La mayor parte de las mujeres me miraban fijamente, y los chiquillos salían corriendo cuando me veían mirarlos; pero eso fue todo. Los hombres no me hicieron caso.