Capítulo tercero

TESORO ANACRÓNICO

El Viejo Tuerto estaba peleando en su última batalla. Su gran hacha de piedra yacía fuera de su alcance, el mango roto, tras haber sido arrancada de su mano por el empellón recibido del soberbio felino. Su cuerpo estaba magullado y en uno de sus hombros había una profunda herida de la que un reguero carmesí resbalaba hasta su velludo pecho.

Huir era inútil. El Tuerto sabía que no podía ganar distancia al Diente de Sable. Sólo podía hacer una cosa: quedarse y luchar. Así, con los hombros arqueados y las manos listas para entrar en acción y su único ojo brillando perversamente, el hombre neandertalense se encaró con el felino.

El animal resopló, enroscando la cola, encogiéndose y disponiéndose a saltar. Sus largos y curvos colmillos cortaron el aire con rabia.

El Tuerto no se engañaba acerca de lo que iba a ocurrir. Había matado muchos dientes de sable en su vida. En compañía de otros de su mismo rango, había afrontado la carga del gran oso de las cavernas. Había asaltado y derribado al colosal mamut. En otro tiempo, el Tuerto había sido un gran cazador, un guerrero invencible. Pero ahora se encontraba en el declinar de su vida. Era un hombre con las manos desnudas frente a la dentadura y las zarpas de un tigre diente-de-sable. El Tuerto sabía que iba a perecer.

Un seco crujido se escuchó a espaldas del felino y el diente de sable se volvió rápidamente, dispuesto a afrontar este nuevo peligro venido de atrás. El Tuerto se enderezó y quedó a la expectativa.

Conrad Yancey, en pie al borde del matorral, alzó lentamente su rifle.

—Considero que esto ha ido demasiado lejos —dijo—. Un hombre tiene que velar por los intereses de su propia especie.

Sorprendido, los bufidos del gran felino se convirtieron en una manifestación de odio y miedo.

Yancey ajustó el punto de mira contra la fea cabeza y apretó el disparador. El diente de sable dio un salto en el aire, bramando de rabia y terror. El rifle disparó de nuevo y el felino quedó tieso, reculando sobre sus patas traseras, cayendo hacia atrás, dando en el cuello y vomitando gruesos chorros de sangre.

Por encima del cuerpo de la bestia, el Tuerto y Yancey intercambiaron sendas miradas.

—Organizaste una pelea de miedo —dijo Yancey al neandertalense—. Te estoy viendo desde hace un rato. Suerte que estaba cerca para echarte una mano.

Petrificado por el terror, el Tuerto permaneció inmóvil, observando fijamente. Las aletas de su nariz se agitaron mientras olisqueaba los extraños olores, que venían con el extraño, y su lanza resplandeciente. La lanza, cuando habló con aquella voz de trueno, había difundido también su propio olor, un olor que aturdió la sensible nariz del Tuerto y también su garganta, obligándolo casi a toser.

Yancey avanzó lentamente un paso de tanteo hacia el neandertalense. Pero cuando la criatura se dispuso como para huir, aquél se detuvo en seco y quedó quieto, casi sin respirar.

Yancey advirtió que el ojo izquierdo del neandertalense había sido arrancado por el inconfundible empellón de una garra. Profundos rasguños y una tortuosa malformación en la zona que quedaba sobre el pómulo le indicaron que se había entablado una terrible batalla en el yermo.

De poca estatura y visiblemente encorvado, el neandertalense era un modelo de fuerza desmañada. Su cabeza, echada hacia delante, formaba ángulo con los hombros. El cuello era grueso como un árbol. Los brazos, muy largos, le colgaban casi hasta las rodillas de las arqueadas piernas y todo su cuerpo aparecía completamente cubierto de pelo. Sus espesas y enormes cejas estaban blanqueadas como si fueran de nieve y por algunas zonas de la densa capa de pelo que cubría al hombre se veía la huella del gris y el blanco.

—Un macho cabrío viejo —dijo Yancey, medio para sí mismo—. Ya en declive. Algún día será demasiado lento y un felino lo liquidará.

Conrad Yancey dio otro paso hacia delante y esta vez, erizándose con terror, el neandertalense se dio la vuelta con un extraño y ahogado aullido de miedo, y corrió colina abajo hasta sumergirse en un denso matorral.

De vuelta al campamento del tractor de tiempo, Yancey contó la historia de la batalla entre el hombre de las cavernas y el felino, cómo la presenció y cómo, finalmente, tuvo que entrometerse para salvar la vida del hombre.

Pero también los otros traían sus relatos. Cabot y Cameron, adentrándose juntos unas cuantas millas hacia el este, habían recibido la carga de un mamut irritado, habiéndolo detenido sólo tras haberle empotrado cuatro proyectiles de grueso calibre. Pascal, que se había quedado en el tractor, había espantado a un oso de las cavernas e informó que un grupo de cinco lobos furtivos había patrullado por el campamento durante toda la tarde. Había matado a dos y el resto había podido escapar, dispersándose.

Era aquélla una tierra llena de caza abundante; una tierra donde regía la única ley de la garra y el colmillo, donde los grandes animales hacían de los pequeños sus presas y, en réplica, servían de presa a otros animales más grandes aún. Una tierra sin habitabilidad humana, donde los escasos neandertalenses que se veían tenían que refugiarse en profundas y oscuras cuevas. Una tierra sin principios humanos y exenta de la apaciguadora mano de la civilización.

Pero también, en aquel primitivo yermo que más tarde sería las Islas Británicas, existía la caza más grande que jamás vieran Yancey y Cabot. Dispararon en defensa propia más a menudo de lo que lo hicieron para procurarse caza. Descubrieron que un oso de las cavernas necesitaba más plomo dentro que un elefante, que el diente de sable no era tan difícil de matar como pudiera haberse pensado, y que sólo la impecable puntería y los proyectiles más gruesos podían derribar al mamut.

El chisporroteante fuego de campaña, iluminando la grisácea y sombreada masa del tractor de tiempo, era la única evidencia de vida civilizada en aquel sombrío mundo, mientras una luna de sangre se elevaba sobre el horizonte del oriente, derramándose sobre una tierra que gruñía y bramaba, temblaba y lloriqueaba, cazaba y era cazada.

Cuando se levantó a la mañana siguiente, Yancey vio que el Tuerto estaba espiando en el límite del campamento. Apenas había alcanzado a vislumbrar al personaje anciano, acurrucado en un matorral, acechando el campamento con su único ojo. Desapareció tan rápidamente, tan en silencio, que Yancey parpadeó, creyendo a duras penas que se había marchado.

Aquel día, Yancey y Cabot le vieron varias veces en la campiña, siempre acechando y en actitud de espía.

—Tal vez —sugirió Cabot— esté reuniendo el coraje necesario para venir y agradecerme el haberle salvado la vida.

Yancey gruñó.

—Mierda, tuve que hacerlo, Jack —dijo—. No es más que un animal, pero, sin embargo, es un hombre. Tenemos que congeniar con nuestra propia especie en un lugar como éste. Se portó muy valientemente el viejo tunante. Estaba allí, listo para batirse con aquel felino con las manos desnudas.

De vuelta al campamento, Pascal opinó científicamente.

—Es sólo curiosidad natural —dijo—. El primer destello de inteligencia. Estará imaginándose cosas, si puede. Con su cerebro de limitado poder, el viejo tipo está haciendo un duro esfuerzo mental.

—Quizá te haya reconocido como uno de sus descendientes. Bisnieto de la centésima generación tal vez —se burló Cameron.

—La raza Neandertal no es antepasada del hombre —protestó Pascal—. Se extinguió o fue extinguida por la de Cromagnon que vendrá al cabo de diez o veinte mil años. Los neandertaloides fueron sólo una clase de callejón sin salida. Un experimento que no salió bien.

—No obstante, parecen jodidamente humanos —protestó Yancey.

El Tuerto se convirtió en un accesorio del campamento. Acechaba en torno al tractor, siguiendo a Yancey cuando éste salía. Poco a poco aumentó su osadía. Se dejaba comida donde pudiera encontrarla y la trasladaba hasta los matorrales. Más tarde dejó de molestarse en trasladarla. Ante la mirada de los cazadores, se sentaba sobre sus ancas, la cogía, la desgarraba, resoplando suavemente, masticaba grandes y sangrientos bocados de carne.

Vagaba en torno al campamento como un perro, al parecer complacido con la vida fácil que había encontrado. Se aproximaba desde los matorrales que rodeaban el campamento, se sentaba justo fuera del círculo de luz de la fogata y aguardaba los pedazos de comida que se le arrojaban.

Al final, aparentemente convencido de que nada tenía que temer de aquellas extrañas criaturas, se adentró en la zona de la fogata, se sentó con los hombres, parpadeó ante las llamas y chapurreaba con excitación.

—Tal vez posea un lenguaje —dijo Pascal—, pero si lo tiene debe ser muy primitivo. Como mucho, no más de una docena de palabras.

Le gustaba rascarse la espalda y gruñía como un perro contento. Siempre pedía terrones de azúcar.

—Es como un animal doméstico —dijo Cameron.

Pero Yancey negó con la cabeza.

—Algo más que un animal, Hugh —dijo.

Pues entre Yancey y el viejo neandertalense se había establecido algo cercano a la camaradería. Cuando el viejo Tuerto traspasaba el círculo del campamento, se sentaba siempre junto a Yancey. Y su parloteo se dirigía también a Yancey cuando aquél lo manifestaba. Durante los días en que acechaba los pasos de Yancey como una sombra, a veces aparecía abiertamente para reunírsele, tambaleándose con su torpe caminar.

Una noche Yancey le dio un cuchillo, medio preguntándose si el Tuerto sabría lo que era. Pero el Tuerto, en aquel excepcional pedazo de metal pulido, reconoció algo parecido al hacha manual que él y su gente usaban para desollar los animales que mataban.

Dando vueltas al cuchillo una y otra vez, el Tuerto babeó con evidente alegría. Chapurreó con excitación a Yancey, poniendo sobre el hombro de éste una amable zarpa. Luego, levantándose, salió del campamento y se adentró en la oscuridad. En su marcha no produjo ni el ruido de una rama que se rompe.

Yancey se frotó los ojos.

—Me pregunto para qué se habrá levantado el viejo loco —dijo.

—Habrá ido a probar su nuevo cuchillo —sugirió Cabot—. Una cosa así pide a gritos rebanar una garganta.

Yancey escuchó el gemido del diente de sable en la maleza a una distancia relativamente corta, y el bramido del mamut junto al río.

Sacudió la cabeza lúgubremente.

—Espero que se ande con tiento —dijo—. Se está haciendo viejo. Ese diente de sable puede acabar con él.

Pero al cabo de quince minutos, el Tuerto estaba de vuelta. Penetró en el círculo de la fogata tan cautelosamente que los hombres no advirtieron su proximidad.

Mirando por encima del hombro, Yancey le vio en pie tras él. El Tuerto esgrimía en alto su puño cerrado, pero en el puño había algo que brilló reflejando la luz de la fogata.

Pascal contuvo la respiración.

—Te ha traído algo —dijo a Yancey—. Algo a cambio del cuchillo. Nunca lo habría creído. El principio del trueque.

Yancey se levantó y tendió la mano. El Tuerto depositó en ella el objeto brillante. Vividas llamas brotaron, hiriendo los ojos de Yancey.

Era una piedra. Yancey le dio vueltas con los dedos y vio que en su centro moraba un corazón de llamas de helado azul, mientras que de sus diversas caras brotaban colores de esplendorosa belleza. Cabot estaba junto a él, mirando.

—¿Qué es, Yancey? —musitó.

Yancey casi sollozó.

—Es un diamante —dijo—. Un diamante tan grande como mi puño.

—Pero está tallado —replicó Cabot—. No es una piedra extraída en bruto. ¡Ha sido tallada por un joyero!

Yancey asintió.

—Pues bien: ¿qué hará un diamante tallado en la Edad de Piedra? —preguntó.