Capítulo quinto
EL HOMBRE-MONO
Miré fijamente a los ojos del hombre-mono y éste me devolvió la mirada. Había leído en alguna parte que un hombre blanco goza siempre de cierta ventaja sobre las otras razas, porque hay una especie de inferioridad racial que pone a los otros en apuros.
Puede que sea cierto y puede que no. Sólo sé que me quedé mirando al hombre-mono y que él manoseó con los dedos la cuerda del arco.
Me había cogido con las manos en la masa. Una de aquellas flechas envenenadas podría ir tras de mí si escapaba. Y no tendría ocasión de salir del área mortal de su alcance.
Todo parecía negro para mí. Pero entonces ocurrió algo curioso. Pensé a la vez que se debía a mi fija mirada, a la inferioridad racial y también a todo lo contrario. Hoy día conozco la verdadera razón. Pero el caso es que el hombre-mono bajó el arco, parpadeó un par de veces, al igual que un moño hiciera al ser asaltado por alguna nueva idea, desasió entonces una de aquellas grandes garras suyas, se cogió a una rama de encima, se lanzó hacia otros árboles más altos y desapareció.
Daba la impresión de que había ido en busca de algún testigo, lo que me brindaba ocasión de enterrar el oro y asunto terminado. Pude ver que las hormigas estaban acabando los últimos restos de la comida que les había proporcionado, de modo que no tendría que preocuparme de si quedaba algo.
Cogí el oro y fui sin tardanza hacia el lugar donde había pensado esconderlo. Enterré el nuevo envoltorio con el otro y regresé luego al claro con abre de inocencia.
Sentía un gran peso en el pecho. De algún modo tenía la sensación de que el hombre-mono iba a echarme el guante. Si le daba por lanzarse a la carga contra mí, no albergaba yo la menor duda de que me iba a destrozar antes de que llegara la noche.
Pero lo más gracioso es que no se lanzó a la carga. Ni siquiera estaba por allí. Gracioso. Seguí caminando, pronuncié las pocas palabras que había captado de algunos de los guerreros y seguidamente vi a Kk-Kk.
Era una especie de vida ociosa el sobrellevarla de aquella manera. El poder comercial de los ornamentos de oro daba a la tribu ventaja sobre las cosas. No habían tenido que trabajar tan duramente. Gracioso, también, el que supieran relativamente poco acerca del oro. Pensaban que lo valioso no era el metal, sino la forma en que los orfebres lo convertían en anillos, brazaletes y cosas parecidas. Del oro como tal nada entendían.
De cualquier modo, los guerreros no tenían nada que hacer salvo cazar un poco de vez en cuando. Las mujeres hacían frente a todo el trabajo verdadero y éste, por cierto, no era mucho.
Kk-Kk y yo caminamos hasta la playa y contemplé las verdes olas que bramando se rompían en ella. Su brazo me rodeaba y su cabeza permanecía apoyada en mi hombro. Experimenté una especie de sentimiento posesivo, como si el mundo entero me perteneciera. Acaricié su cabeza y le dije que no había nada que temer, que iba a hacer algo benéfico comprándola y que superaría cualquier precio que el hombre-mono fuera capaz de ofrecer.
Se sintió curiosa, pero cuando vio que yo no quería responder pregunta alguna lo dejó estar y no habló. Era maravillosa.
Me alejé de ella cuando el sol estuvo bien alto. Sabía que para tomar su baño se adentraría en el océano con la tribu.
Aquélla era mi oportunidad. Me interné corriendo en la jungla hasta el lugar donde había dejado el oro.
Todo cuanto un hombre podía desplazar había desaparecido. No habían quedado más allá de veinte libras. El terreno había sido cavado y el oro desenterrado. Allí estaba, al sol, destacando suave y amarillentamente contra el verdoso de la jungla y el matizado marrón y ocre de la tierra.
Durante un minuto, mi corazón palpitó como loco, pero en seguida comprendí. El hombre-mono no había dado ninguna alarma. Sin duda había aprendido algo sobre el poder del oro, y cuando me vio dar de comer a las hormigas y trabajar junto al oro, se dio cuenta de que tenía un buen puñado escondido. He ahí por qué no me había arrojado ninguna flecha envenenada. Había desaparecido de mi vista y marchado hasta los árboles más altos para esperar a que yo mismo lo condujera hasta el lugar donde tenía enterrado mi botín. Desplazándose sobre las ramas de los árboles, me había seguido con la facilidad de un pájaro.
Y luego se había llevado todo el oro que era capaz de cargar. Lo había hecho precipitadamente. Ni siquiera se había detenido a enterrar el resto en algún otro sitio, o a cubrirlo con tierra suelta. ¿Por qué? Sólo había una respuesta. Se había marcado un farol con lo de comprar Kk-Kk a su viejo y había querido hacerlo bien. Habría oído hablar del hombre blanco y su campamento, concebido la misma idea que yo y planeado tomarme la delantera.
Colgando del hombro llevaba yo una bolsa de piel con un par de correas. Metí en ella el oro que había quedado y me alejé. Sabía que habría problemas con los centinelas del paso, pero no podía esperar hasta la noche. El hombre-mono podría pasar por los árboles. Tendría que confiar en mi palabrería y mis nervios.
La parte más difícil no era que me dejaran paso. Era pasar el oro. En tanto que guerrero, estaba autorizado a penetrar en la jungla para cazar, e ir y venir cuando me diera la gana. Pero las dificultades estribaban en lo que contenía mi bolsa de cuero.
Se me ocurrió entonces otra idea. El día anterior había sido muerto una pequeña especie de antílope en la jungla. Yo sabía dónde estaba parte de la carne. El oro no abultaba mucho y me aventuré a cubrirlo con algunos pedazos de la carne del animal. Era cuestión de hundirse o nadar y no podía esperar a forjar un plan.
Cogí una lanza y un escudo y caminé sendero abajo. Los centinelas cerraron y abrieron sus redondos ojos, relampagueándoles la blanca dentadura. Uno de ellos advirtió el paquete que caía sobre mi espalda y bajó su lanza mientras se acercaba a investigar.
No me comporté como si estuviera asustado. Incluso abrí la bolsa por mi cuenta e hice un sinfín de ademanes. Señalé el sol y agité la mano cuatro veces indicándoles que estaría fuera cuatro días. Luego señalé la comida y a continuación me llevé el dedo a la boca, dándoles a entender que eran mis provisiones.
Fue coser y cantar. Seguí mi camino, adentrándome en territorio hostil, sabiendo que los fantis estaban en la zona y que yo podría convertirme en rápida comida para ellos.
Una vez alcanzado el país más o menos frecuentado por los hombres blancos, el color de mi piel me protegía de las tribus. El hombre blanco causa respeto a los negros. Mata muchos negros para conseguir sus propósitos, pero al final se sale con la suya.
Lo que me preocupaba eran las primeras millas. Tenía que atravesar enteramente el país de los esos, y adentrarme en el de los nitchawas, y el caso es que tenía prisa. No podía avanzar lentamente y con precaución, ni hacer uso de los árboles como hacía el hombre-mono.
El primer día casi fui capturado. Un puñado de guerreros fantis me siguió las huellas. Dejé el camino, me adentré en la parte más espesa de la jungla y me oculté en sus oscuridades. Creí que iban a atraparme, porque aquellos mozos poseían ojos capaces de taladrar la oscuridad. No obstante, pude proseguir libremente.
El segundo día no vi un alma. Estaba penetrando en una zona más clara y abierta, más transitable y sólo yo poseía una idea general de mi dirección concreta. Había una colina que sobresalía por encima del resto de la zona, la alcancé, la escalé y trepé a un árbol.
Los vi al caer el sol: cientos de fuegos parpadeando contra el crepúsculo como diminutas estrellas. Me figuré que sería el campamento del hombre blanco.
No era prudente atravesar la jungla de noche. Hay muchos animales que han aprendido todas las costumbres del hombre y se han adaptado a sus muchas estratagemas. Les gusta el sabor de la carne del hombre y particularmente la del hombre blanco.
Durante dos horas fui caminando con los ojos atentos a la jungla que me rodeaba, escuchando suaves pasos que me perseguían. Eran animales que seguían mi pista, un poco temerosos del olor del hombre blanco, dudando un tanto si lanzarse sobre la presa y cenar a mi costa, aunque haciéndoseles la boca agua de sólo pensarlo.
Por último, llegué al campamento del hombre blanco. Pude verlo allí, sentado, barbudo y tostado por el sol. Vestía ropa blanca y estaba sentado ante un fuego con buena cantidad de sirvientes nativos que lo rodeaban preparados para servirle comida o bebida, o lo que quisiera.
Me llegué hasta él y señalé mi boca. Me había acostumbrado de tal manera a hablar a los nativos por señas que por un momento olvidé que aquel hombre hablaba mi idioma.
Le dije entonces:
—Vengo a negociar —y al decirlo, dejé caer el oro en tierra.
Se irguió de su silla de lona como catapultado.
—¡Otro! —exclamó—. ¡Y éste es blanco!
Batió palmas, hombres negros se aproximaron y me sujetaron.
—¿De dónde lo conseguiste? ¿De dónde? ¿Queda más? ¿Cuánto se tarda en ir hasta allí? —me grita, purpúrea su cara, hinchadas las venas y protuberantes los ojos.
Yo había olvidado cuánto se excita el hombre blanco cuando ve el oro.
—¡Oro! ¡Oro! —prosigue—. ¡El país debe estar hasta los topes de oro! Esta mañana rondaba por aquí un mono grande. Parecía una especie desarrollada de mono, casi un humano. Lo seguí y le disparé para guardarlo como espécimen curioso. ¿Puedes imaginarte mi sorpresa cuando vi que llevaba encima un pellejo lleno de oro?
»Y éste es el mismo oro. Lo reconocería donde fuera. Vamos, buen hombre, vente y dime si has visto alguna vez una criatura que se parezca a ese gran mono. Lo tengo conservado en alcohol y tengo intención de conducirlo intacto hasta el Museo Británico.
Tal vez pude sentirme un poco asqueado por la idea, pero realmente no había razón para ello. El tipo me estaba arrastrando hasta una gran tina. Allí estaba el hombre-mono con el agujero de un impacto en su espalda: en su espalda, imagínate. Ni siquiera le había disparado de frente, antes bien se había deslizado como una serpiente hasta saltarle por la espalda. El «espécimen» flotaba en el alcohol.
Me volví disgustado.
—Dime, dime —ruega el fulano—, ¿lo conoces? Vuestro oro procede de la misma fuente. Tal vez hayas visto a otros de la misma especie. Después de haberle disparado, sentí un ligero remordimiento, ya que podía haberme enseñado el camino que llevaba basta el depósito del oro si me hubiera contentado por capturarlo vivo. Pero primero le disparé y luego supe lo del oro.
Pensé rápidamente. Si el pájaro creía que yo sabía el origen del oro, me forzaría a que se lo mostrara, o tal vez me pegara un tiro y me inundara de alcohol. De modo que me hice el bribón.
—No, no lo conozco —le digo al otro—. Lo vi transportando un saco lleno de algo pesado. Lo seguí hasta que dejó reposar la carga y se echó a dormir. Repté entonces hasta él, vi que era oro y me dije que un hombre-mono haría poco uso de ese metal.
El otro asiente con la cabeza.
—Bien hecho, amigo mío. Bien hecho. Un mono no puede hacer uso del oro. ¿Y qué hay de ti? Posiblemente tampoco puedas tú hacer uso del oro. Puesto que admites que el tuyo era parte del oro que pertenecía al mono, deberías restaurarlo al montón original; ya me haré yo cargo de él.
Vi que el pájaro era de los que lo quieren todo a cambio de nada y me dije que no había que contender demasiado con él.
De modo que le dije que me sentiría muy honrado de hacerlo pero que quería calicós, espejos, mantas, un fusil y munición, así como unos cuantos cuchillos de caza y abalorios. Después de aquello podría quedarse con el oro.
Regateamos durante un rato, llegamos a un acuerdo, tomé conmigo dos porteadores y emprendí la marcha muy asustado, pero cargado con mis baratijas. El rifle lo llevaba yo y no hacía sino mirar por encima del hombro. Al viejo podía ocurrírsele que yo era un espécimen.
Mi regreso no tuvo problemas. Tuvimos un encuentro con los fantis, pero el ladrido del fusil los mantuvo a raya. Hice que los porteadores dejaran las baratijas a unas dos millas del lugar donde estaba acampada nuestra tribu y me deslicé hasta el paso con tres puñados de mi mercancía. Llegué hasta los centinelas, agité las manos, pasé y conseguí un par de guerreros para que me ayudaran a entrar el fardo.
Kk-Kk estaba allí, toda emperifollada, paseándose por el poblado. Es una costumbre adoptada de los fantis. Cuando una chica es ofrecida para venderla en matrimonio, se acicala con todo lo que la familia consigue y se exhibe por todo el poblado. Es un adelanto para los postores.
Sabía que Kk-Kk lo estaba haciendo para mí. Tenía que cumplir con las obligaciones de la tribu, pero sabía que yo era el único capaz de calificarse y confiaba en mis recursos para llevar a casa las habichuelas.