Capítulo cuarto
UNA INVASIÓN FANTI
Entonces llegó la noche del gran combate.
Yo estaba dormido, envuelto en mi ropaje de pieles, no por el frío, porque las noches allí son cálidas, sino para evitar al máximo la humedad y los insectos nocturnos.
Llegó un alarido de un centinela de allá arriba, en el paso, y luego un griterío bárbaro y entonces se desataron todos los infiernos.
Había un poco de luna y con su poca luz vi lo que ocurría.
Nuestros guerreros salieron a toda prisa de sus cabañas. Una cosa, no se vistieron. Todo lo que uno tenía que hacer era agarrar una lanza y un escudo, o trepar a un árbol con un arco y una flecha y eso bastaba. Ya estaba vestido y preparado para el trabajo.
Evidentemente, lo tenían ensayado, porque unos cuantos vigilaban el camino con lanzas, y se servían de gruesos escudos para protegerse de las flechas envenenadas, y otros se subían a rastras a los árboles y disparaban pequeñas flechas envenenadas al grueso de la masa de hombres que descendía por el camino.
Fue un combate curioso. No hubo ninguna detonación de arma de fuego, pero sí muchos alaridos, y entre los alaridos se podían oír los zumbidos de las flechas atravesando la noche.
Al cabo de un rato pude ver que nuestros hombres llevaban la peor parte. Yo sólo era un esclavo, y cuando comenzaba un combate, las mujeres vigilaban que los esclavos no intentaran escapar, o lanzarse a atacar a los nuestros por detrás.
Tal vez me hubiera gustado mucho escapar, pero quería hacerlo a mi modo, y clavar una lanza en la espalda de los nuestros no me parecía el modo de hacerlo. Además, no hubiera estado en mejores condiciones después de escapar. Mi piel blanca me habría traído problemas con los otros. Yo no era lo mismo que los otros esclavos, la mayoría de los cuales eran fantis. Ellos podían huir y meterse entre amigos. Si daba un paso en falso me meterían en la sartén y al fuego.
No obstante, no estaba acostumbrado a ser un espectador al margen cuando había un combate en marcha. Por tanto, eché una ojeada a la situación.
Cuando se había dado la alarma, los vigilantes del fuego habían amontonado una buena cantidad de leños sobre la gran hoguera, y toda la lucha transcurría según la luz que provenía del fuego. Los leños se habían consumido en el centro y quedaban muchos extremos flameantes con fuego en un lado y tronco en el otro.
Susurré unas pocas palabras a Kk-Kk, y entonces nos dirigimos hacia el fuego y, cogiendo los troncos, los lanzamos entre la masa de salvajes que se estaba abriendo camino entre nuestros hombres.
Les dijo algo a los esclavos y se pusieron en pie y también comenzaron a lanzar leños. No los lanzaban de todo corazón como yo y Kk-Kk, pero los lanzaban y entre todos manteníamos el aire lleno de tizones.
Era una visión fantástica, todas aquellas ascuas ardiendo, volteando y describiendo espirales en el aire, por encima de los nuestros y cayendo en medio del bloque fanti.
Me di cuenta de que había olvidado un detalle en aquello, porque estábamos descomponiendo el fuego en pedazos y en pocos minutos todo quedaría oscuro por haber lanzado toda la hoguera por el aire de aquel modo.
Uno de nuestros guerreros se había clavado a sí mismo una flecha envenenada y había quedado tendido con la lanza y el escudo junto a él. Las flechas zumbaban con viveza, y vi cómo un par de nuestros esclavos se derrumbaban formando un montón. Aquel escudo me parecía apropiado para mí, y, mientras iba en su busca, pensé que por qué no coger también la lanza. Nadie podía decirme que no lo hiciera; por tanto, los agarré a ambos y me arrojé a la refriega.
Los salvajes luchaban más o menos silenciosos después de la primera carga. Se oían muchos alaridos, pero eran individuales, aislados, no eran gritos de guerra. Tardé un buen rato en prepararme, porque cuando comencé mi carga había casi una tregua.
Me había arrancado las ropas de mis espaldas. Los pocos harapos que quedaban me los quité queriendo parecerme a los nativos tan pronto como fuera posible. Mi piel seguía siendo blanca aunque se había oscurecido un poco; de todos modos no se me podía confundir.
Nuestros muchachos estaban acostumbrados a la idea de que un hombre blanco era un esclavo, y no se hubieran lanzado sobre hombres como lo hacía la formación fanti. Probablemente, aquellos fantis incluían en su menú un poco de carne de blanco para cambiar de dieta: y alguna expedición o algo así los había barrido. Sea lo que fuere, la idea de un hombre blanco como máquina de pelear resultó buena y efectiva con ellos.
Cuando oyeron un horrible alarido y vieron un hombre blanco desnudo cargando contra ellos con una lanza y un escudo, dando alaridos como un maníaco, y con las ascuas dando vueltas por los aires, pensaron que era hora de irse.
Se agitaron un segundo, luego se pusieron a lanzar alaridos y se precipitaron en tropel hacia el camino pisándose los talones los unos a los otros.
Es algo gracioso un montón de hombres huyendo de una batalla con el rabo entre piernas. Cuando lo hacen son presa del pánico. No se atemorizan como lo harían uno o dos hombres. Es pánico, algo que los ciega y les impide pensar o sentir. Todo lo que quieren hacer es correr. Ya no luchan por nada.
Fue horrible lo que nuestra gente les hizo. Tan pronto como comenzaron a correr, los chicos con las lanzas comenzaron a matar. Y yo encabezaba el grupo. No me pregunte cómo llegué allí. No lo sé. Sólo sé que gritaba y arremetía, cuando todo el tropel fanti se dio la vuelta, y estaba ahí: jugando a pinchar como a los cerdos, con las espaldas de un montón de guerreros fantis por blanco.
Detuvimos la caza después de un rato. Ya habíamos causado bastante daño, y podía resultar peligroso adentrarse demasiado en la jungla. El grupo de vanguardia tenía que organizarse y volvió hacia nosotros, y nos extendíamos por el camino de la jungla formando un rosario.
Junté a los muchachos para regresar, y había una hilera uniforme de fantis muertos entre nosotros y la parte principal en la que había tenido lugar la batalla.
Después convocaron una gran reunión alrededor de la hoguera. Vi a Kk-Kk hablando con su viejo, Yik-Yik, y me parece que estaba muy orgullosa de su esclavo. De todos modos, Yik-Yik se absorbió los labios hasta metérselos dentro de la boca como pensativo y luego me llamó.
Me condujo al centro de un anillo de guerreros cerca del fuego e hizo un gran discurso. Entonces, cogió un escudo y una lanza ensangrentados y me pintarrajeó el pecho con una especie de pintura, y me dibujó un par de anillos alrededor de los ojos y me hizo tres rayas de pintura en las mejillas.
Entonces, todos los guerreros comenzaron a saltar alrededor del fuego, pateando, gimiendo una especie de canto misterioso. Cada pocos pasos golpeaban con sus pies el duro suelo al unísono, y las hojas de los árboles se agitaban con su estampido. Era una noche salvaje.
Kk-Kk hacía de intérprete. Me dijo que me estaban dando mi libertad y adoptándome como gran guerrero de la tribu. No había derecho que tan gran luchador fuese el esclavo de una mujer.
Bien, hay algo divertido acerca de las mujeres de todo el mundo. Hablan de paz y de historias del arrullo de la paloma, pero a todas les gusta ver una riña bien jodida. Los ojos de Kk-Kk estaban blandos y brillaban con orgullo, y noté que estaba tan orgullosa de mí como si hubiera sido mi madre o mi novia o algo así.
Y el ver aquella mirada en sus ojos me produjo algo. Me había ido encariñando con Kk-Kk sin darme cuenta. Era más que moza para su color chocolate. Y era un robusto ejemplar. Ella me había salvado desde el principio y, de no haber sido por ella, habría sido comida en lugar de esclavo. Resultaba natural que tuviera que gustarme cada vez más. Además, cuando me hice a las ideas de los nativos y todo eso, ella me pareció realmente bien.
De cualquier modo, estaba enamorado de ella… sí, y sigo enamorado de ella. Quizá me iba a hacer nativo. ¿Y qué? Hay cosas peores, y Kk-Kk era una pieza estupenda.
Oh, ya sé: ahora soy viejo. Kk-Kk es horriblemente vieja ahora, si vive, porque esos nativos envejecen rápidamente, y yo ya no soy un polluelo. Pero la sigo queriendo igual.
Bueno, un hombre blanco resulta divertido respecto a sus mujeres. No tiene paciencia. Cuando se enamora, lo hace violentamente, y quiere tener a su chica. Yo no tuve la paciencia del hombre-mono. No podía rondar así. Al día siguiente fui a ver a Kk-Kk y se lo dije.
Era la hora de la comida de las hormigas, cuando ella estaba amontonando fruta para ellas. Seguía ayudándola aunque ya no fuera un esclavo. Lo hice porque quería.
Bueno, se lo dije; sus ojos se iluminaron, y dejó caer los frutos secos en un montón y me lanzó sus brazos alrededor del cuello, dio un gritito y se puso a emitir sonidos suaves en la lengua de los monos que es el verdadero lenguaje de la tribu. Estando excitada de aquel modo, olvidó el lenguaje del orfebre y se puso a hablar en su argot.
Las hormigas se acercaron a comer la fruta, y se arrastraban alrededor de nuestros pies comiéndola. Si ella no hubiera estado tan contenta, y si yo no hubiera estado tan enamorado, ambos nos hubiéramos dado cuenta de lo que significaba que las hormigas se arrastraran junto a nosotros de aquel modo, sin morderme ni actuar con hostilidad. Significaba que me había hecho amigo de ellas a hurtadillas.
Bueno, al rato se separó y dio algunos grititos más. Luego me explicó que ella era la hija del jefe de la tribu. Y el hombre que la desposara había de ser el jefe de la tribu algún día. Eso es, tenía que ser el marido de la reina de la tribu.
Ahora, en esa tribu, los hombres compraban a sus esposas. El hombre que quisiera desposar a Kk-Kk tenía que comprar su mano a su viejo. Pero, puesto que era la hija del jefe y la futura reina de la tribu, se necesitaban más riquezas para comprar una mano que las que un hombre solo podía reunir.
Me dijo cuántas pieles y cuántos cerdos y cuánta carne secada y cuántos arcos y flechas y lanzas, y cuántas libras de tabaco nativo y todo eso, necesitaría.
No presté mucha atención a la larga lista de material que recitó. Tenía alrededor de sesenta libras de oro puro ocultas entonces, y me sentí como un millonario.
En definitiva, ¿qué era todo aquel material nativo comparado con lo que yo tenía? Era un rico para ser un común y ordinario marinero. Podía coger aquel oro en aquel mismo momento e ir a cualquiera de los mercados del mundo y comprar lo que quisiera. Sí, e incluso se han dado casos de mujeres de la más alta sociedad que se venden a sí mismas o a sus hijas —en matrimonio— por menos de sesenta libras de oro puro.
Bien, sonreí a Kk-Kk y le dije que no se preocupase. Yo compraría su mano al viejo. No me preocupaba el precio. Yo era un joven marinero y tenía sangre caliente de juventud en mis venas, y estaba enamorado de Kk-Kk, y ella estaba allí de pie con sus ojos límpidos y deslumbrados y sus brazos alrededor de mi cuello, y yo tenía sesenta libras de oro puro. ¿Qué más puede desear un hombre?
Y entonces oí un ruido y miré.
El hombre-mono estaba instalado en la rama de un árbol y nos miraba, y sus labios se movían adelante y atrás acariciando sus dientes. No decía nada, pero sus labios se abrían y se cerraban y cada vez que así sucedía, mostraba sus dientes.
Yo me erguí un poco, aunque no temía nada. En aquel momento me sentía capaz de dar una paliza a todos los hombres-mono del mundo, tanto si venían uno a uno o todos a la vez.
Kk-Kk estaba asustada. Podía sentir cómo los escalofríos recorrían sus brazos, y emitió pequeños ruidos de terror con sus labios.
No obstante, el hombre-mono no dijo nada. Cuando se percató de que sabíamos que estaba mirando, alzó sus grandes brazos, se asió a la rama de un árbol encima de él, hizo una cabriola en el espacio, atrapó otra rama con su inmenso pie, y desapareció como un torbellino por entre la selva. Todo lo que quedó fue el crepúsculo y los chillidos de un grupo de monos, y los gimoteos que hacía Kk-Kk.
Di unos golpecitos en el hombro a la muchacha. Dejemos que el hombre-mono alborote por las copas de los árboles. Le debe de hacer bien. Él no estaba en posición de comprar la mano de Kk-Kk y no parecía que fuera a estarlo nunca. Yo tenía un buen puñado de oro puro almacenado. Pensé que no habría ningún obstáculo para completar la compra.
Sin embargo, al día siguiente me di cuenta de que me hallaba frente a un problema divertido. Tenía todo el oro que había podido sacar, pero el oro no valía nada. Tenía bastante para comprar toda una curtiduría llena de pieles selectas, pero no podía usar el oro para comprar pieles. La tribu en la que me hallaba no tenía ningún interés en el oro, excepto si era para comerciar con los fantis. Y todo el comercio lo realizaba el Jefe. La costumbre tribal prohibía a cualquier otro realizar comercio alguno, incluso si tenía oro.
Empecé a ver que no era tan sencillo como creía que iba a ser.
Y, mientras, me iba enamorando más y más de Kk-Kk. Era la clase de mujer que realmente hace que los deseos del hombre lo lleven a la aventura. Quiero decir que era fuerte como un buey y grácil como una pantera. Una mujer como ésa llevaría a un hombre a cualquier parte. Y era dulce y tierna. Cuando creía que yo estaba melancólico por lo de la raza blanca y el hogar y todo eso, me hacía apoyar la cabeza contra su seno y me canturreaba tan suavemente y tan bajito como el viento sollozando entre las copas de los árboles de la jungla.
Yo quería llevármela lejos conmigo. Cualquiera podría ver que la tribu estaba condenada. El oro verdadero que les proporcionaba su poder comercial era su maldición. Los fantis deseaban aquel oro. Podían salir derrotados de una batalla, saldrían derrotados de mil, pero, mientras el montículo estuviera allí, serían invasores luchando por su posesión.
Sólo era cuestión de tiempo: la tribu sería aniquilada, derrotada, y sus mujeres hechas esclavas. No eran capaces de soportar el clima del interior. Cuatro o cinco millas del océano era su límite. Los fantis querían aquel montículo de oro. A cada instante había una batalla, y una vez terminada, había muertos y heridos. Siempre había muchos enemigos, en cambio, siempre había unos pocos menos de los nuestros después de cada batalla.
Si hubiera podido irme lejos y llevarme a Kk-Kk conmigo, junto con sendas cargas de oro, nos habríamos quedado tranquilos para toda la vida. Hubiéramos podido ir a las ciudades y medirnos con cualquiera de sus habitantes.
Pero yo sabía que iba a tener problemas para presentarle las cosas así. Tenía que llevármela, pero ella tenía la idea de que su obligación para con la tribu era sagrada. No cogería oro. Comprenda, nunca había tenido que manejar dinero, y hacía lo que creía que era correcto, no lo que iba a dar más dinero.
Mientras yo pensaba, el hombre-mono llegó al consejo bamboleándose y les dijo que iba a comprar la mano de Kk-Kk en la siguiente luna. Eso es todo lo que dijo. No les dijo de dónde iba a sacar los productos ni nada.
No obstante, era suficiente para preocuparme. Y ello afligió a Kk-Kk.
Por aquellos días circulaban grandes cantidades de rumores disparatados. Alguien decía que los ashantis y los fantis se iban a aliar para un ataque conjunto. Se habían decidido a tomar el montículo de oro.
Intenté que Kk-Kk convenciera a la tribu para que abandonaran el montículo. Sin aquel oro estarían a salvo de cualquier ataque, y de todos modos, el oro no significaba gran cosa para ellos.
Pero eran como el resto de las naciones, si alguien puede comparar una tribu con una nación. Querían su oro, aunque no les supusiera ningún beneficio. Iban a luchar por él, a perder sus vidas por él si era necesario, y entretanto sólo el dirigente tenía derecho a comerciar con el oro.
Sabían que podían vivir en paz yéndose. Debían haber comprendido que no podrían permanecer allí por mucho tiempo. Cada batalla les dejaba un poco más debilitados. Pero no, tenían que quedarse y morir por su montón de oro, y ni siquiera sabían su valor. Es gracioso tratar el oro así.
Circulaba otro rumor que me hacía cavilar bastante, y era acerca de un hombre blanco que estaba acampado a un par de días de camino a pie. Llevaba un gran grupo consigo y disparaba a todas partes y hacía prospecciones en general.
Se me ocurrió la loca idea de que si lograba deslizarme y reunirme con él con cincuenta o sesenta libras de oro podía cambiárselas por espejos, armas, sábanas y cualquier otra cosa que le pareciera un millón de dólares al viejo jefe. Entonces podría comprar a Kk-Kk y podría proponerle irnos lejos de allí.
Realmente, tenía bastante oro, pero me estaba volviendo un poco avaricioso. Quería más. El amor de una mujer como Kk-Kk debiera de haber convertido a cualquier hombre en más rico que el más rico de los reyes del mundo, pero yo era un blanco, y convertí al oro en un dios al que adorar.
De hecho, sólo había tenido esa idea de adorar a Dios los domingos cuando era chiquillo. Durante los días laborables el dios era el oro. Mi familia había sido calificada de muy religiosa al igual que todas las familias. Pero, incluso ellos, jamás habían intentado llevar la religión más allá del domingo. El oro era dios seis días por semana, y esa idea del hombre blanco arraigó en mí.
Tenía que proporcionarme un poco más de oro. Quería, por tanto podía ir al campamento del hombre blanco con todo el oro que pudiese cargar y dejar el resto atrás, enterrado esperando mi regreso.
A la mañana siguiente decidí aprovechar la ocasión y sacar un buen pedazo de cuarzo. Salí con la comida para las hormigas; todo bien; ni siquiera había pensado en tener problemas con ellas desde hacía tiempo. Habían dejado de ser una de mis preocupaciones. Caminé hacia el montículo y me puse a escarbar en el cuarzo.
Y, entonces, algo extraño me sobresaltó. Era un sentimiento de que algo me estaba fastidiando por la espalda. Me giré y allí estaba el hombre-mono sentado sobre una rama, observándome.
Estaba sobre un árbol, instalado sobre una rama, con un arco en sus manos y una flecha envenenada en la cuerda, y fue entonces cuando me di cuenta de cómo sus dedos de los pies se agarraban alrededor de la rama y lo mantenían firme. Es gracioso cómo un tipo puede fijarse en esas cosas cuando tiene una cita con la eternidad acto seguido.