Capítulo tercero
GUARDIANES DE ORO
La chica me condujo a una cabaña. En un rincón había un marco de madera con pieles de animales extendidas sobre él. Había toda clase de pieles. Conocía algunas, la mayoría me eran desconocidas.
Chilló algunas palabras afuera y se oyeron algunos grititos trémulos, y una vieja apareció trayéndome frutas.
Me senté sobre mis tobillos a la manera de los nativos y me dispuse a comer la fruta. Mi estómago todavía estaba bastante lleno de agua salada y arena, pero la fruta sabía bien. Luego me dieron media cáscara de coco llena de una especie de líquido cremoso que tenía burbujas. Me supo a algo agrio, pero tenía mucha fuerza. Diez minutos después de beberlo sentí que la garganta me estallaba. Era el efecto retardado y parecía la coz de una mula.
—Vamos —me dijo la muchacha, y volvió a tomar el camino de la abertura.
La seguí hacia la jungla, a lo largo de una senda, pasando la orilla de una laguna, y subiendo a un pequeño cañón. Allí, los árboles eran más gruesos que nunca, excepto en las mismas paredes del cañón, y, en uno o dos lugares, la roca estaba desnuda. Después de un trecho todo era roca.
Y entonces topamos con algo que me dejó perplejo. Había un peñasco de roca con una veta de cuarzo inserta. La veta estaba acribillada de oro, y en el centro era casi oro puro. El cuarzo se desmenuzaba, y alrededor, por el suelo, había pedazos dispersos. El follaje había sido barrido, y el suelo era duro. Cerca del montículo había un fuego encendido y algunos crisoles de arcilla. También había un gran fuelle hecho de gruesas y engrasadas pieles. Era un gran aparato, pero todo el aire salía por el agujero de una pequeña pieza de madera delantera. Cogí uno de los trozos de cuarzo. La roca podía desmenuzarse con los dedos, y quedó el oro en mi mano. El oro era tal cual aparecía en la roca, desparramándose formando una especie de árbol. La pieza que había desmenuzado y tenía entre mis dedos valdría cincuenta dólares como mínimo.
Hice girar mis manos rápidamente y me las apañé para deslizar el oro en mi bolsillo roto. La chica me miraba con sus graciosos ojos líquidos, pero no dijo ni una palabra.
Entre mí y el montón de oro había una gran masa de pequeños palitos. Pensé que eran astillas de madera que guardaban para el fuego. Pero finalmente desvié la mirada del montículo de oro y qué pude ver sino los palitos moviéndose. Miré de nuevo y pude ver algo más.
Era un gran hormiguero hecho de ramas y serrín. Algunas de aquellas ramas medían ocho o diez pulgadas de longitud y media pulgada de diámetro. Y el conjunto era un pulular de hormigas. Sacaban sus cabezas de los agujeros por entre las ramas.
Tienen que ser hormigas grandes, pensé; pero estaba interesado en aquel montón de oro. Debía de haber millones de dólares en él. Di un par de pasos hacia él, y entonces el hormiguero se puso a hormiguear vivamente.
Eran unas hormigas enormes cubiertas de una especie de vello blanco y salían de allí como si alguien les hubiera dado una orden.
La muchacha gritó algo en un tono alto de voz, pero yo no sabía si era a mí o a las hormigas.
Las hormigas se alinearon en dos columnas de tal vez ocho o diez cada una y comenzaron a dirigirse hacia mí formando un gran círculo yendo una por un lado y la otra por el otro.
Entonces se detuvieron. La chica se adelantó y puso sus brazos sobre mis hombros y comenzó a acariciarme pasando la mano por mis cabellos susurrando sonidos suaves a mis oídos. Pensé que quizá se había vuelto lela, y la miré a los ojos, pero no me miraban a mí, miraban a las hormigas, y estaban abiertos y llenos de temor.
Y las hormigas la miraban a ella. Pude ver sus grandes ojos mirándola fijamente. Entonces debió de decirles algo más, aunque yo no pude oír nada. Pero inmediatamente, como en un «presenten armas» en respuesta a una orden, levantaron sus largas antenas y las hicieron ondear gentilmente hacia atrás y hacia delante. Entonces la chica me tomó por el brazo y me apartó.
—Debí habértelo dicho —exclamó—. Nunca pases la línea del sendero. Las hormigas guardan el metal amarillo, y cuando uno se acerca tanto entonces atacan. No hay escapatoria de esas hormigas. Yo te saqué de ahí, por tanto, ahora puedes ayudarme a darles de comer.
Todo aquello me sonaba a locura, pero la totalidad del asunto resultaba absurdo de todos modos.
—Mira aquí —le dije a aquella muchacha—. Deseo ser el esclavo de la hija de un jefe, de momento. Pero no voy a ser el esclavo de un hormiguero.
—No se trata de eso —dijo—. Es un honor ayudar a dar de comer a las hormigas, un derecho sagrado. Tú sólo me ayudas a mí. Nunca vuelvas a acercarte tanto a las hormigas.
Pensé ampliamente. No deseaba entrar en disputa con aquellas hormigas, pero suponía que obtendría un punto de vista más preciso de aquel montículo de oro.
Me condujo a la jungla, donde había un montón de fruta secándose al sol. Era una curiosa clase de fruta y olía dulce, como naranjas en flor, sólo que tenían más olor a miel.
—Llénate los brazos —dijo.
Bueno, era mi primera experiencia como esclavo, pero no me parecía muy distinto a ser marinero, sólo que el trabajo era más fácil.
Me cargué los dos brazos con aquel material. El olor, al principio, me dejó un poco mareado, pero en seguida me hice a él. La chica también cogió un poco y se dirigió de nuevo hacia el hormiguero.
Me hizo depositar mi cargamento en el suelo y me mostró cómo alinearlo en un largo semicírculo. Pude ver cómo las hormigas observaban desde los agujeros del hormiguero, pero no hacían nada más que observar.
Finalmente, la muchacha hizo un extraño chasquido con la lengua y los dientes y las hormigas comenzaron a salir de nuevo en una especie de pulular bullicioso. En esa ocasión era por la fruta, e iban ordenadamente, como un grupo de vanidosos pasajeros de uno de esos grandes trasatlánticos. Unos parecían estar adquiriendo primero el vale para la comida mientras los demás permanecían a la espera. Entonces debió de producirse alguna señal de las hormigas, porque la chica no dijo palabra, y, no obstante, todo el primer grupo de hormigas retrocedió y se puso en guardia, y un segundo grupo de hormigas se adelantó.
Repitieron la misma operación un par de veces. Yo las observaba demasiado fascinado para decir una palabra.
Al rato, oí pasos, y el viejo orfebre apareció chupando su pipa con regularidad, una chupada cada dos pasos. Me recordó una máquina de vapor con un bajo grado de ebullición y alzando su tapadera regularmente.
No me dirigió la palabra, ni tampoco a las hormigas, pero las hormigas lo oyeron llegar y formaron en dos filas con sus antenas ondeando, y el orfebre pasó por entre las dos filas y subió hacia el montículo de oro. Una vez allí, lanzó más madera al fuego, rastrilló algunas cenizas y pateó una capa de carbonilla.
Entonces vi que tenía un martillo y una pieza de metal que parecía un hierro rojizo. Apartó una piel y pude ver un montón de terrones y filamentos de oro puro. Era una clase de oro de un amarillo escarchado, y su brillo era extraordinariamente puro.
Cogió algunas de las piezas y comenzó a martillearlas haciendo adornos.
—¿Qué hacen con eso? —le pregunté a la muchacha agitando mi mano despreocupadamente para que no pensara que estaba muy interesado.
—Hacemos comercio con las tribus —dijo—. No sirve, es demasiado blando para fabricar armas, demasiado pesado para puntas de flecha, pero ellos lo usan para ponérselo alrededor de los dedos y los tobillos. Nos dan muchas pieles por él, y, a veces, intentan conquistar nuestro territorio y apoderarse del montículo entero. Si estuviera en mi mano, cesaría de fabricar adornos. A nuestra gente no le gusta el metal, y nunca lo usa. El hecho de tenerlo aquí sólo nos trae problemas, y los fantis son gente feroz. Están liquidando entera nuestra tribu.
Asentí con tanta prudencia como una docena de mochuelos sobre una rama.
—Sí —le dije—, la mercancía siempre trae problemas. Me parece que sería mejor deshacerse de ella.
El viejo orfebre alzó la cabeza, retorció su pipa en su boca y me lanzó una mirada torva con sus ojos legañosos. Durante un minuto o dos pareció que iba a decir algo, y luego volvió a su trabajo.
Era una advertencia. En seguida comprendí que había ido demasiado de prisa. Pero tenía puesto el ojo en aquel montón de oro.
Me parece que fue un fanti quien me salvó la vida; si no hubiera sido porque le vieron a él, las hormigas habrían acabado conmigo con toda seguridad. Aquellas hormigas parecían muy feroces cuando las vi salir en formación militar, pero al oscurecer no lo parecían tanto.
Me puse a reflexionar. Ser un esclavo no me resultaba tan malo, y uno de esos días iba a meterme en la jungla y buscar un puerto. Todo lo que necesitaba tener eran unas noventa libras de oro puro en mi espalda cuando me fuera y ya no tendría que hacer de marino en mi vida.
Sentado allí en la noche cálida, mientras las otras gentes de la tribu se habían recogido dentro de sus cabañas, me puse a reflexionar. Como esclavo, no tenía cabaña. Podía dormir afuera. Si los animales atacaban, podía encender un fuego o subirme a un árbol. No obstante, había cincuenta o sesenta esclavos más, en su mayoría guerreros capturados de otras tribus, y no estaba tan mal.
Había un lugar en la jungla en el que las colmas formaban un cuello de botella, y allí la tribu tenía vigías y así los fantis no podían penetrar y los esclavos no podían salir. Atravesar la jungla por donde no había camino era imposible sencillamente.
Le sonsaqué muchas cosas de éstas a la chica, y el resto lo averigüé con mis propios ojos.
Por la noche, las hormigas no parecían tantas, y el oro parecía mucho más. Me preguntaba cómo podría hacerlo, y entonces se me ocurrió un plan. Tenía que ir a dar una vuelta al montículo muy rápidamente, recoger unos cuantos terrones de cuarzo y con ellos largarme a toda prisa. Tenía que entrar y salir antes que las hormigas pudieran emerger de su hormiguero de treinta pies. Parecía cosa hecha.
Me deslicé y me las apañé para encontrar el camino que había de conducirme al montón de oro. La jungla estaba oscura. Las estrellas estaban todas brumosas y en alguna parte del mar había tempestad. Pude oír el tronar de la espuma y oler el aroma de la jungla. No se oía nada más que el pesado oleaje.
Cuando me había descolgado sobre la balsa me había quitado los zapatos y debí perderlos cuando fui volteado por el agua, por tanto, estaba descalzo. El suelo había sido pisoteado por millones de pies descalzos y, por consiguiente, yo no hacía ruido. Lo difícil sobrevino cuando me acerqué al montículo de oro, porque no quería equivocar la ruta y toparme con el hormiguero.
No tenía por qué preocuparme. Olí el tenue aroma de tabaco y luego pude ver el brillo rojo de las ascuas contrastando con la negrura de la noche de la jungla. Eran las ascuas del fuego del orfebre. Me reí entre dientes. ¡Qué grupo tan ingenuo era esa tribu!
Y entonces, súbitamente, me di cuenta de que había alguien más en la jungla. Es esa extraña sensación que no puede describirse. No era un sonido, porque no había sonido alguno. No podía ver nada porque estaba tan oscuro como el interior de un bolsillo. Pero había algo que sencillamente me erizaba los pelos.
Me aparté, deslizándome, del sendero y me resguardé en la oscuridad de la jungla. A seis pies del camino y estaba tan oculto o mejor que si hubiera estado enterrado.
Fijé mi vista en un claro entre las hojas y observé las ascuas de la hoguera intentando ver si algo se movía.
De repente, aquellas ascuas desaparecieron. Pensé que se me había puesto delante de los ojos alguna hoja o alguna enredadera, pero no era así. Simplemente algo se estaba moviendo entre mí y el fuego. Y entonces se apartó a un lado y pude verlo; era un hombre negro desnudo precipitándose hacia el peñasco de oro. Aquel tipo trabajaba rápido. La luz de las ascuas sólo me dejaban entrever borrosamente un barullo de movimiento negro a medida que él iba astillando rocas del montículo.
Entonces se volvió y salió corriendo.
Sonreí para mis adentros. El chico había aplicado mi sistema. Era cosa de coser y cantar.
Y entonces se oyó un alarido de dolor. El negro comenzó a bailar diabólicamente, agitando sus manos y sus piernas. Llegó a colocarse justo frente a mí, como a diez pies y pude verlo cuando se movía.
Del suelo llegaba un débil rumor, y entonces sentí cosas arrastrándose. Sentí cómo la sangre se me volvía agua tibia cuando pensé en el peligro en que me hallaba. Si aquellas hormigas me encontraban allí…
Tenía miedo de moverme, y me asustaba quedarme allí…
Pero el muchacho negro resolvió el problema por mí. Se lanzó a un árbol, se puso a trepar como un mono por una liana. Arriba del árbol oí sus manos que intentaban desembarazarse de las hormigas. Y emitió un gemido grave y sostenido, una especie de chillido apagado de agonía.
No podía decir si las hormigas lo dejaban solo o si estaban vigilando al pie del árbol esperándolo.
Pero la enredadera se alzaba contra el cielo estrellado casi enfrente de mis narices. La vi débilmente perfilada a la luz de las estrellas. Y entonces noté que se estaba balanceando y ondulando. Por un momento no lo comprendí. Entonces me di cuenta de que aquellas hormigas estaban trepando al árbol.
Aquello era el final. El gemido se convirtió en un alarido y entonces empezaron a caer cosas con ruido sordo al suelo. Debía de ser la piedra de oro que el tipo se había llevado consigo, probablemente en un saco de piel colgado de su hombro.
Luego, los sonidos cesaron. Todo estaba en silencio. Pero sentí que la jungla estaba llena de actividad, una horrible actividad que me hizo entrar ganas de vomitar. Pude oler algo que debía ser sangre, y de las ramas del árbol caía un incesante goteo.
Entonces, las ascuas se reavivaron y vi un poco mejor. El suelo estaba negro y parecía un enjambre. Las hormigas iban y venían, subían y bajaban del árbol.
Finalmente, cayó algo al suelo. No pudo haber sido un hombre porque era demasiado pequeño, difícilmente mayor que un pedazo de carne de ciervo; pero la luz del fuego brilló sobre ello, y vi que el montón era todo un estremecimiento. Y seguía disminuyendo más y más. Entonces comprendí. Las hormigas estaban acabando su labor.
Me tapé los ojos con las manos, pero no pude borrar la visión. Si me movía, temía que las hormigas se lanzasen sobre mí. Yo no había traspasado la línea de la muerte, pero ¿lo sabrían las hormigas? Gemí y vomité.
Al cabo de un rato volví a mirar. El suelo estaba desierto. Todas las hormigas habían regresado a su montón de palos. El último resplandor de la hoguera iluminó un montón de huesos. Cerca estaba el resplandeciente metal amarillo: oro de las rocas que el fanti había robado.
Mareado, regresé al campo por el camino y no dije a nadie dónde había estado ni qué había visto. Seguía deseando aquel oro, pero no quería obtenerlo del modo en que había pensado.
No dormí mucho. Me dieron una piel curtida por toda cama. Tenía que arreglármelas solo para instalarme confortablemente sobre el suelo. El suelo estaba duro, pero mi litera en el barco también era dura. Era el recuerdo de aquel pequeño montón negro que se hacía más y más pequeño lo que torturaba mi mente.
Pasé aquella noche, y pasé los días siguientes; pero vi cosas que jamás debería ver un hombre blanco. Después de todo, me parece que pensamos demasiado en la vida. La vida no significaba gran cosa para aquella gente, y no la apreciaban como algo precioso.
Y yo elaboré un plan para acercarme con facilidad al montículo de oro. Como esclavo de Kk-Kk tenía que ayudarla a dar la comida a las hormigas. Era una costumbre de la tribu el que sólo la hija del jefe podía alimentar a las hormigas. Pero yo me aproximaba lo bastante para descubrir un montón de detalles.
Aquellas hormigas estaban amaestradas. Kk-Kk podía caminar entre ellas sin que hicieran el menor caso. Ella era la única que les daba de comer. También el viejo orfebre podía caminar entre ellas cuando quisiera y no le prestaban la menor atención. Estaban enseñadas así. Pero nadie más podía atravesar la línea de la muerte. Que alguien se aproxime más allá de aquel límite y ellas se arrastran afuera y comienzan su labor repugnante. Una vez se habían puesto en acción, no había escapatoria posible.
Durante la siguiente semana, las vi en acción un par de veces. Siempre se las arreglaban para acorralar al hombre contra un montículo de oro. Entonces se cernían sobre él, Cualquiera que fuera la rapidez con que intentara escapar, ya se habían entrelazado a sus piernas al intentar pasar por entre ellas. Por mucho que se esforzase no podía ir lejos, y siempre había una sólida formación de hormigas de dos pulgadas arrastrándose detrás, dispuestas a completar el trabajo.
No obstante, solamente comían una vez al día, por la tarde. Ello me indujo a pensar qué ocurriría si tuvieran dos alimentadores. No podrían distinguir cuál sería el alimentador oficial, y habían sido enseñadas a permitir que el alimentador oficial se acercase al montículo de oro.
Yo sabía dónde tenían guardado el montón de frutos secos que les gustaban tanto. Y comencé a ir al hormiguero antes del amanecer y a darles un desayuno. Sacaba un poco de fruta, por tanto no habría migajas cuando llegara el orfebre a trabajar.
Al principio, comprobé que las hormigas se mostraban suspicaces, pero comían la fruta. Había una larga y peluda que parecía ser el gran jefe que fue a dar parte a una hormiga con el torso lustroso y que parecía un rey o una reina, o algo así. Me era preciso tener buenas relaciones con el jefe. Se acercó y comió de mi mano. Entonces volvió atrás y agitó sus antenas al rey o reina, o lo que fuera, y finalmente, el viejo macho o hembra, hizo gesto de que estaba bien. Ya estaba. Ya era uno de los habituales. Podría contar cientos de pequeños detalles de cómo agitaban las antenas y de cómo se acercaban para comer. Oh, llegué a conocerlas muy bien.
Durante todo aquel tiempo, Kk-Kk me enseñaba cosas de la vida y las costumbres de la tribu. Me di cuenta de que era amistosa. Había aprendido la lengua del orfebre, por tanto, si le ocurría algo podía educar a otro tan pronto lo capturara la tribu.
Yo no sentía ningún amor especial hacia la tribu. Usted debiera haberlos visto en algunas danzas diabólicas, o verlos bajo la luna llena cuando daban un banquete a sus primos, los monos. ¡No!, estaba convencido de que cualquier cosa que le hiciera a la tribu estaba bien empleado. Sin embargo, mis sentimientos hacia Kk-Kk eran diferentes, y noté que sus sentimientos hacia mí eran diferentes a los del resto de la tribu.
Y durante todo aquel tiempo, el hombre-mono estaba celoso. Estaba enamorado de Kk-Kk y quería comprarla. En aquel país, la mujer no tenía nada que objetar de su futuro esposo, o de aquel con el que se había casado. Un hombre adquiría sus esposas comprándolas, y podía tener tantas como pudiera comprar y mantener.
Al cabo de un par de semanas, empecé a coger el oro. Al principio me limité a acercarme cada vez más a la línea de la muerte. Todavía recuerdo el sudor frío que me empapaba la primera vez que la crucé. Pero las hormigas consideraron que era un habitual, uno de los suyos. No dijeron palabra. Finalmente, caminé directo hacia el montículo, mirando el suelo tras de mí como un halcón. Entonces arranqué un poco de cuarzo desmenuzable y extraje el oro que contenía. Después de aquello era fácil.
Ninguna vez cogí demasiado, porque no quería que el orfebre echara nada en falta. No era un acaparador. Yo quería noventa libras y sólo iba a coger noventa libras, pero no estaba loco. Las iba a coger poco a poco.