Capítulo sexto

JUSTICIA AFRICANA

Mi mercancía recibió la más completa admiración. Cuando hice que la extendieran por el suelo, los ojos de los jóvenes quedaron clavados en ella hasta que les dolió la frente. La mayoría jamás había visto la habilidad para el negocio del hombre blanco. De continuo se habían mantenido aislados, a un lado los hostiles fantis y al otro el océano que rugía en la playa.

Los cuchillos dieron el golpe. Los guerreros eran lo bastante cazadores como para apreciar aquellos filos de brillante acero. Las mantas no armaron tanto revuelo, ni tampoco los calicós, pero los cuchillos, los espejos y los abalorios fueron polos de atracción que no defraudaron.

El viejo Yik-Yik alzó los ojos y removió la boca, gestos que acostumbraba a hacer cuando estaba pensando, y a continuación chapurreó un montón de palabras dignas de un mono graduado. El orfebre también estaba allí y abría y cerraba los reumáticos ojos señalando esto y aquello.

—El viejo pájaro dice que has comprado la muchacha —me dice.

Pude sentir cómo me batía el corazón. Comprar una vida era para ellos algo que se hacía y ahí acababa todo, aun cuando sucediera que se tratara luego de la reina de la tribu. Pero para mí sólo había una Kk-Kk en el mundo y ahora era mía. El único hombre que sabía mi secreto era el hombre-mono y éste estaba flotando en medio del alcohol. Podía pues instalarme en la tribu y ser feliz por el resto de mi vida.

A pesar de esto, me sentía falto de color. Mi cabeza se resentía de la luz. Cuando le daba vueltas al asunto, me parecía ir lanzado a un par de revoluciones. Y mis pies temblaban, como si no se asentaran firmemente en el suelo.

¿Y qué? ¿Acaso no iba a casarme con Kk-Kk? ¿Qué importaba estar más o menos bilioso?

Escuché entonces un griterío. Alcé la vista y vi un par de centinelas que traían un prisionero. Más comida, me dije, preguntándome si llegaría a tiempo de formar parte del banquete de bodas.

Volví a mirarlo y entonces mi boca quedó seca.

Era uno de los porteadores que había transportado mis mercancías. Probablemente se había deslizado tras de mí para dar con el oro, o bien había sido atrapado por los cazadores. En cualquier caso, estaba apañado. Cuando les dijera lo que había entregado a cambio al hombre blanco…

Agucé el oído. Uno de los nuestros hablaba fanti y quizá también lo hablara el porteador. En efecto, sí hablaba. Los oí chapurrear y el porteador me señaló y señaló luego la mercancía desperdigada por el suelo.

Lancé una mirada a Yik-Yik. Sus ojos brillaban como dos cuentas de vidrio y sus labios se retorcían hasta el punto de formar su boca todo un conjunto de contorsiones.

Dejó escapar algunas palabras y un círculo se formó a mi alrededor. El orfebre todavía estaba allí y rápidamente se propuso como intérprete, pero no hubo necesidad de seguir lo que medio decía.

De pronto, la atención se desvió a otro lado. Pareció que el viejo estaba acusando a Kk-Kk de haber traicionado a la tribu.

Al principio no comprendí muy bien, pero pronto me percaté de la situación. Kk-Kk estaba enamorada de mí. El hombre-mono, al que no amaba, había amenazado comprarla. Había un hombre blanco en la zona. ¿Qué pensar sino que ella me había dado un puñado de oro?

Intenté hablarles, pero no me escucharon. Rodeada de adornos Kk-Kk parecía haberse vuelto blanca; luego caminó hasta ponerse a mi lado.

—Encontraremos juntos la muerte —dijo, digna como la reina que había podido ser. Pero yo no tenía por qué aguantar.

Intenté decirles cómo había entrenado a las hormigas. Me ofrecí a enseñárselas. Intenté que me arrojaran como carnada a las hormigas. Pero no me escuchaban. Sólo atendían a Kk-Kk y ésta no decía una palabra ni la diría. Sólo quería morir conmigo.

Fue entonces cuando me sentí enfermo de veras. Todo el suelo empezó a darme vueltas y me sentía tan aturdido que a duras penas podía mantener los ojos abiertos. Mi cabeza estaba ardiendo y dando vueltas y me parecía como si todos los olores de la jungla se me hubieran colado en la sangre y me hundieran más y más bajo un manto de niebla selvática.

Las voces sonaban cada vez más lejanas.

Oí que el orfebre me transmitía la sentencia emitida por el jefe. Se había acercado mucho a mi oído y gritado para hacerse entender.

Parecía que poseían un curioso pan hecho con bayas y raíces. Cuando uno lo comía, perdía la memoria.

El viejo rey había decidido no matarnos, sino que comiéramos su pan y nos largáramos de la tribu, desterrados.

Puesto que habíamos delinquido contra la tribu al querer casarnos, le parecía más propio de justicia el que comiéramos king-kee, el pan del olvido, para que jamás nos acordáramos el uno del otro.

Era un castigo terrible. Si no me hubiera sentido tan enfermo, habría hecho cualquier cosa y les habría forzado a que me mataran, o habría intentado hacerme con el rifle y escapar con Kk-Kk.

Pero estaba enfermo. Sentí que me metían algo en la boca y yo lo mastiqué mecánicamente y pedí agua a gritos.

Recuerdo que vi entonces los ojos de Kk-Kk, vidriosos y anegados en lágrimas, mirándome muy de cerca. De pronto, penetré en alguna clase de sueño o estupor.

Dios sabe cuánto tardé en volver en mí. Estaba en el cabo Coast Castle. Me contaron que unos nativos me habían conducido hasta aquí en una camilla, me habían dejado frente a la puerta del edificio donde se guardan las medicinas y se habían marchado a continuación. Me encontraron allí a la mañana siguiente, atacado por la enfermedad del sueño.

Cuando desperté no pude decir quién era yo, dónde había estado ni cómo había llegado allí. Sólo sabía que quería algo y no podía decir lo que era.

Un barco llegó y me instalaron en él. El cirujano de a bordo se interesó por mi caso. Cada vez que llovía me dormía. Había algo en el olor de humedad del aire.

Me trataron como si hubiera sido un rey y me condujeron hasta Boston. Había allí un médico alemán que se había especializado en las fiebres tropicales. Me tuvieron allí seis meses estudiando mi caso.

El médico me dijo que yo era víctima de lo que él llamaba autohipnosis. Dijo que me echaba a dormir cuando llovía porque pensaba en el sueño cuando caía la lluvia.

Le conté que me subía la fiebre cuando el aire se volvía húmedo, pero él se limitó a sacudir la cabeza y a decir que aquello era autohipnosis.

Durante seis meses intentó mi recuperación, pero acabó dándome el alta como un caso fracasado.

Me dijo que fuera a California o a Arizona y me instalara en el desierto, donde llovía sólo un par de veces al año y que permaneciera en mi tienda cuando lloviera.

Seguí su consejo. Durante cincuenta años, ahora se cumplen, he estado viviendo aquí en el desierto.

Cada vez que llovía y yo olía el aire húmedo, los aromas de la jungla volvían a mí como cuando me atacara la enfermedad del sueño, y caía dormido. A veces dormía y no despertaba hasta pasadas dos semanas enteras.

Pero es un caso curioso. Ahora que ya soy viejo, la memoria comienza a volverme. Particularmente al despertar puedo recordarlo todo tal y como lo estoy contando ahora.

Por supuesto, soy un hombre viejo, nada más que una rata del desierto que escarba en la arena en busca de un poco de destello de oro. Poseo una parcela allí, en la base de la colina aquella.

¿No es divertido que me haya tenido que pasar la vida buscando oro cuando fue el robo de aquel oro lo que me causó todos los problemas? Vaya, eso lo es todo en el curso de una vida.

Claro que soy demasiado viejo para pensar ahora en esas cosas. Pero me sentí espantosamente solitario sin Kk-Kk. Puedo ver sus redondos y húmedos ojos contemplarme cada vez que despierto de uno de esos largos sueños. Me pregunto si ella habrá recuperado la memoria, ahora que ya se habrá vuelto vieja… y me pregunto si piensa en mí alguna vez.

Sí, señor. Gracias, señor. Otra taza de ese café me irá de perlas. Cuando un hombre ha estado durmiendo siete u ocho días su despertar es muy lento. Me beberé este café y luego me dirigiré a mi parcela.

Siento haberles molestado, pero aquella lluvia sobrevino muy rápidamente y de lo primero que me di cuenta es de que estaba empapado y con sueño, oliendo los húmedos aromas de la tierra y la calidad del desierto. Me arrastré hasta estas palmas y eso es lo último que recuerdo hasta que ustedes se acercaron y me ofrecieron café caliente.

No, gracias, no creo que me quede por más tiempo.

Mi tienda está allí y es muy confortable; cuando desperté esta vez me pareció que había estado con Kk-Kk en un mundo de sueños. Me gusta pensar en ella.

Hasta luego. Gracias por el café.