OÍDOS SORDOS

JUAN MADRID

«Yo ya no soy quien era, ni quien solía ser. Soy un mueble de tristeza arrumao a la pared.» (Cante escuchado a Tía Juana del Pipa, en Jerez)

La primera vez que lo vi costaba sesenta mil pesetas y estaba en un maniquí que torcía las manos en posición de querer coger algo. Más tarde lo seguí viendo a cincuenta y cinco, después a cincuenta y con las rebajas a cuarenta y cinco. Me di cuenta de que ya no bajaría de precio porque regalaban una camisa amarilla y un cinturón de cuero junto con él.

Se encontraba en una de esas boutiques de ropas de caballero en la calle Conde de Xiquena, al lado del despacho de Draper, y en cuanto lo vi supe que tenía que comprármelo. La tienda se llamaba «0h, Dandy!» y era un local pequeño con muebles modernos, póster en las paredes y un dependiente con la cabeza afeitada que gastaba bigote fino y torcía el cuello cuando miraba a la calle.

No entiendo demasiado de telas, pero ese traje parecía diferente a todos. Era gris humo, ancho de hombros y su corte perfecto se notaba en la manera de estrecharse en la cintura. En cuanto al pantalón, éste era alto de talle, ni demasiado ancho ni demasiado estrecho, con la raya perfecta y una caída formidable en los zapatos. El maniquí era de mi talla y peso y yo sabía que ese traje había nacido exclusivamente para mí.

Todos los días, cuando iba a la oficina de Draper a recoger trabajo, me acercaba a la tienda y me detenía frente al escaparate con el secreto temor de que alguien hubiese comprado el traje. Pero nunca ocurría eso. El traje lo cambiaban de lugar y de precio, pero no de dueño. Continuaba allí para que yo lo contemplase.

El día que comenzó esta historia me encontraba con la cara pegada al cristal de la boutique, pensando en cómo cambiaría mi suerte vistiendo esa tela tan maravillosa. Por aquel entonces yo me ponía el único traje que tenía, comprado por cinco mil pesetas en Almacenes Arias, después de que se quemaran. No era un mal traje, yo más bien diría que era pasable, pero era antiguo. No sé si ustedes me comprenden. Era un traje, según la moda de treinta años atrás. Una ganga, pensé yo en cuanto lo vi y me precipité a comprarlo. Lo malo era que con ese traje uno tenía aspecto de antiguo, de derrotado, de alguien que quiere pedir un favor. No sé si lo captan. Con ese traje no se podía pedir trabajo mandando. Se podía pedir curro, pero en plan pedigüeño, lo que no es lo mismo.

Bueno, estando con la cara pegada al cristal del escaparate, veo que llega una furgoneta a la tienda y la empiezan a descargar de paquetes. Uno de los sujetos que cargaban cajas se llamaba Avelino Sánchez, conocido en mis tiempos de comisaría como Dos más dos, por su afición a pasarse en su trabajo, dando un poco más de lo que pedían.

Avelino Sánchez, Dos más dos, trabajaba de rompehuelgas y matón, especializado en Comisiones Obreras y si le decían que con dos galletas bastaban, Avelino se dedicaba a romper piernas. Solía atacar con el grito de ‹«Viva España, muera Rusia!» y llegó a gozar de cierta reputación laboral. No había huelga o manifestación donde no fuera llamado.

Ahora estaba gordo y más viejo, pero era el mismo Avelino que yo había conocido. Nos dimos un abrazo y le prometí que nos volveríamos a ver.

Un problema de no poca gravedad consiste en decidir cuándo se da comienzo a una historia. A ustedes esto probablemente les importa bastante poco y no se lo reprocho, pero para mí es un asunto que me hace pensar.

Realmente el asunto del traje es importante y me acuerdo que en aquel tiempo me sorbía el coco. La verdad es que todo el mundo iba vestido de forma diferente a como yo lo hacía, todo el mundo gastaba ropa bonita y llamativa y elegante, a la moda. Yo, en cambio, llevaba ese tipo de ropa anodina que no quiere decir nada, excepto que el que la lleva está fuera, off-side. ¿Comprenden?

Y yo necesitaba estar dentro, con ellos. Quería que no me mirasen con cara rara cuando me movía por las calles o alternaba por ahí. De todos modos, lo entiendan o no, era eso lo que me pasaba y por eso comienzo esta historia aquí.

Podía haberla empezado en cualquier otro momento y la historia hubiese sido la misma u otra diferente. ¿Quién lo sabe? Esto no depende de mí ni de nadie y es mejor no darle vueltas.

Sin embargo, debo decirles que estuve tentado de comenzar esta historia cuando, una buena mañana conocí a la mujer más bonita que había visto en mucho tiempo.

Ese podía ser un buen comienzo, ¿no creen?

Avelino vivía en una chabola en los descampados de Vicálvaro, con el techo de uralita, reforzada con piedras, y paredes de ladrillos. Desde el punto de vista de las chabolas no era tan mala, las había peores.

Sólo tenía una habitación con dos camas grandes, sin hacer, la cocina, el aparato de televisión y unos cuantos muebles. El suelo era de tierra batida.

Nos pusimos a beber cerveza. Tres niños pequeños mordisqueaban bollitos azucarados y nos miraban desde la otra cama.

– Sí, Toni – me estaba diciendo Avelino -, las cosas están muy achuchadas. Y esos cabrones de la tienda me tienen sin Seguridad Social ni gaitas – suspiró -. ¿Tú te crees que esto es vida?

– No, Avelino. Esto no es vida – le respondí.

– Pues ya ves, mira cómo estoy – abarcó la chabola con las manos -. Se la tengo alquilada a un moro por diez billetes. Hemos pedido un piso de esos que están haciendo, pero me parece que no me lo van a dar. Por mi historial, ¿sabes? Ellos están ahora en el poder.

Pensé que el poder lo tenían ahora los mismos que lo tenían antes, pero no dije nada.

Avelino continuó hablando.

– Hay un proyecto para dar pisos en las afueras, pero te tienes que poner en la cola. No sé si los has visto, son unos bloques en la M – 30, unos bloques de color rojo, cinco mil viviendas al lado de la carretera. Cada una de ochenta metros – suspiró y bebió un trago del botellín de cerveza, luego continuó: – Necesito un piso de esos, Toni, no estoy acostumbrado a vivir en chabolas.

– Sí – dije yo -. Con ochenta metros estarías muy bien – observé a los niños que parecían extrañamente quietos, inmóviles -. En cuanto a mi traje, yo te daría veintiuna mil pesetas y tú me lo comprarías, eh, Avelino. No puedo pagar cuarenta y cinco papeles por ese traje, pero con el treinta por ciento de descuento que os nacen a los empleados, ya es otra cosa.

Avelino terminó de beberse la cerveza y tiró al suelo el casco vacío.

– Yo he cumplido siempre mi trabajo, yo he sido fiel a la patria, Toni, he sido casi funcionario y ahora… fíjate, los rojos están en el poder.

– Ya no hay rojos, Avelino.

– Sí que hay. A muchos de ellos les he sacudido estopa en las manifestaciones, Toni. En cuanto vean mi nombre entre las solicitudes me van a reconocer – otro suspiro -. Como si haber sido español y patriota fuera un pecado. Y me van a mandar a la mierda. En cuanto se den cuenta de que Avelino Sánchez, Dos más dos, está pidiendo un piso, se van a cachondear. Se lo dan antes a un gitano o a un moro.

Me puse a pensar otra vez en el traje. Me puse a pensar en mí mismo vistiendo esa maravilla, moviéndome por la calle con él puesto. Tenía que darme prisa para comprarlo. Cualquiera podía llevárselo y sólo había rebajas una vez al año.

– Mira, Avelino, por los viejos tiempos. Te puedo dar ahora mismo veintidós billetes – le estaba regalando cien duros – y tú me compras el traje, ¿eh, qué te parece? – hice el gesto de llevarme la mano a la cartera -. Es un favor muy grande que me haces. Para mi trabajo necesito ir bien vestido. Ahora te tratan según vayas vestido. Tengo que ponerme ese traje.

Los ojillos de Avelino parecían los de un joyero mirando anillos antes de hacerle un regalo a su criada.

– Consígueme el piso y yo te compro el traje, Toni. Tú tienes mucha mano. Tú puedes hablar de mí, recomendarme. Si me consigues el piso, cuenta con el traje.

– ¿Yo, mano? ¿Pero tú estás loco? Yo no conozco a nadie. ¿Cómo voy a conseguirte un piso?

– Eso es cosa tuya. Tú me consigues el piso y yo te regalo el trajecito. ¿Qué te parece?

Me dirigí hacia la puerta.

– Veré lo que puedo hacer, Avelino – le dije.

– Ya sabes, traje por piso, Toni – se despidió él.

Yo llevaba en el bolsillo tres facturas a nombre de Anunciación del Río, que vivía en la calle Viriato, 93, cuarto derecha. La tal Anunciación había acudido dos años atrás a una financiera, la Solvencia, S. A., de la calle Montera, a fin de comprarse un Wolkswagen Golf blanco, descapotable y con radio, un microondas y un viaje por el Lejano Oriente por valor de trescientas cincuenta mil pesetas. Doña Anunciación había pedido prestados dos millones de pesetas y sólo había reembolsado trescientas, de manera que la Solvencia, S. A., había acudido a Ejecutivas Draper para cobrar la pasta que le había prestado a Anunciación, más los intereses. La cantidad total que debía devolver doña Anunciación ascendía a dos millones novecientas mil.

Ese tipo de facturas no las cobraba yo. Esa era tarea del hijo de Draper, Armandito y de Luciano, el otro empleado. Yo me dedicaba más bien a las deudas de juego y a los desgraciados y desgraciadas que no pagaban muebles de cocina y electrodomésticos.

Cobrarle a doña Anunciación era mi anhelo.

Por eso le había quitado a Draper las facturas de encima de la mesa. Un caso como ése me daría el diez por ciento – el veinticinco por ciento era para Draper – y la posibilidad de comprarme el traje de mis sueños.

Y con ropa nueva y a la moda, Toni Carpintero tendría los mismos trabajos que el hijo de Draper y el imbécil de Luciano.

Tenía que cobrarle a la dichosa Anunciación.

Por narices.

Me abrió la puerta una mujer de unos treinta y pocos años con aspecto de haber decidido ponerse el mundo por montera y vivir, que son dos días. Llevaba el cabello a lo afro, rubio tintado y era grande y no del todo mal formada. Su rostro sonriente demostraba que había tenido una infancia feliz en un pueblo grande en Andalucía. Vestía un conjunto de pantalón y camisa de Verening, que no le habría costado menos de sesenta papeles en cualquier boutique.

Antes de que yo pudiera decirle nada, me hizo pasar a un saloncito adornado en estilo posmoderno, con unas cuantas mantas indias en el suelo. Un sofá semicircular de color morado estaba situado en medio del saloncito, frente a una mesa baja de cristal que parecía tener sólo tres patas.

– Siéntese, por favor – me dijo la mujer y caminó hacia un mueble bar que era una antigua secretaire de imitación -. Pensaba que tenían ustedes otro aspecto. ¿Le apetece tomar algo? ¿Güisqui? ¿Coñá?

Agitaba un par de botellas sin empezar.

– Un coñá – contesté y pensé: «¿Con quién me está confundiendo?»

– Un coñá – repitió ella -. Yo me tomaré un güisquicito.

Preparó las dos copas y se acercó. Se sentó frente a mí, en un sillón. Me jodio que dijera güisquicito.

– Todavía no me he acostumbrado a beber estas cosas – sonrió con una cierta timidez -. Yo nunca he bebido nada.

– Doña Anunciación, verá…

– No me llame Anunciación y menos doña Anunciación – me interrumpió -. Llámeme Anunchi – hizo un gesto abarcando el saloncito -. Me lo acabo de comprar – sonrió otra vez -. Quiero quedarme a vivir en Madrid… Me encanta Madrid. No tiene nada que ver con Puente Genil.

– También tiene un coche descapotable, un Wolskwagen – le dije.

Pareció sorprendida.

– ¡Vaya! – exclamó -. ¡Ustedes lo saben todo! – bebió un sorbito de su vaso y le salió una mueca en los labios -. Ustedes deben ser como policías, ¿verdad? Siempre investigando, siempre detrás de la gente… Me hubiera gustado mucho ser periodista, pero…

Alzó las manos en un gesto de contrariedad, detrás del cual se adivinaban largos y pesados años en Puente Genil. Se levantó de un salto y caminó hacia un rincón del saloncito donde había una mesa, también imitación antigua. Cogió un carpeta azul de elástico y me la trajo.

– Me lío a hablar y no paro. Soy una calamidad. Aquí está todo lo que he podido encontrar – le brillaron los ojos -. Vale veinte millones.

Abrí la carpeta. Había documentos, agendas viejas y fotografías. El individuo que salía en las fotos era un hombre de unos cuarenta y cinco años, con barba, regordete y con aspecto de estar contando chistes de Lepe continuamente. Tenía un rostro cuadrado y ojos azules que inspiraban confianza. Había fotos de varias épocas y en algunas se veía a ella y en otras al mismo con otros hombres.

– ¿Ve ésta? – señaló una en la que se veía al sujeto con otro hombre muy bien trajeado que fumaba un puro -. Este es Riquelme… Me acuerdo muy bien cuando se hicieron la foto, fue después de una corrida de Rafael de Paula y estaban un poco borrachos… Manolo empezó a beber demasiado, me pegaba.

– ¿Le pegaba?

– ¿Le extraña?

– Hay tíos bestias.

Otra sonrisa.

– Tenía amantes…, tías con las que se iba…, putas caras, su secretaria. Cuando empezó a tener dinero se volvió un animal – señaló al del puro -. Me acuerdo de lo que hablaron ese día… Le dijo a Riquelme que a cambio de la contrata de aguas, doscientos millones tenían que ser para el partido y veinte para él. Fíjese, veinte millones… Y a mí me daba veinte mil pesetas a la semana para que comiéramos yo y nuestros hijos, será sinvergüenza. ¿No toma notas?

– Tengo una cabeza que es un ordenador.

– ¿Un ordenador? – se echó a reír -. ¡Qué gracioso es usted!… ¿No quiere ver lo demás? En las agendas hay anotaciones muy bonitas… Manolo iba poniendo lo que le pagaban las empresas constructoras, las publicitarias, las inmobiliarias, las financieras… En fin, ahí están todos los nombres. Yo he calculado que en el último año se ha sacado, como mínimo, doscientos millones el sólito, lo que quiere decir, más de dos mil millones al partido. ¿Qué le parece?

– Mucho dinero.

Noté cómo se le demudaba la cara.

– ¿Le parece mucho veinte millones? Tenga en cuenta que nadie tiene esos documentos que ve ahí, ni las agendas con las anotaciones… Ni las fotografías… Devuélvame la carpeta.

Me la cogió de las manos y la abrazó contra su pecho.

– Si su revista no me da los veinte millones, hay otras, ¿sabe?

– Me refiero a que dos mil millones es mucho. Una cantidad bastante apreciable.

– Sí, Manolo es muy bueno, lo reconozco. El es el principal financiador del partido – su rostro tomó una actitud soñadora -. Cuando le conocí era comunista, había estado en la cárcel, en Puente Genil le adoraban los campesinos… Siempre fue… quiero decir, tiene encanto… Me enamoré de él. Luego salió del partido cuando el rollo de la territorialización de Carrillo en 1977… Y después… Bueno, todo el mundo sabe lo que ocurrió después con Manolo.

– Escuche, doña Anun…, digo, Anunchi, tengo que decirle algo, no soy periodista, pertenezco a Ejecutivas Draper – y pensé, Ejecutivas Draper para que no te escapes, pero no lo dije -. Una empresa dedicada al cobro de impagados.

Esperé la reacción. No la hubo. Me miró con los ojos perdidos, probablemente en el Manolo comunista y líder sindical de antaño.

Metí la mano en la chaqueta y saqué las facturas que había robado de la mesa de Draper.

– Usted debe mucho dinero, Anunchi. No tanto como se baraja en esos papeles, pero sí bastante… No ha pagado el viaje a Oriente, ni el coche. El horno microondas, sí. Eso sí lo ha pagado. En realidad debe dos millones novecientas mil pesetas, contando los intereses. ¿Le suena todo lo que le digo?

– ¿Es usted policía? – preguntó con voz débil.

– No, pero la policía puede venir a visitarla – mentí -. Es un delito no pagar las deudas. ¿Sabía eso?

Asintió con suavidad.

– Pienso pagarlo todo, ¿sabe? En cuanto me paguen por estos papeles, devolveré todo el dinero.

– Si me lo devuelve a mí, tendrá una rebaja – le dije -. Me ha caído usted simpática. A mí me gusta mucho la carne de membrillo de Puente Genil. Soy un sentimental.

– ¿Rebaja? ¿Qué quiere decir?

– Si firma que acepta la deuda por dos millones y medio a pagar ahora mismo, le perdono el resto. Palabra de honor.

– Pero ahora no tengo dinero. Hasta que no me paguen en la revista no tengo ni cinco. Madrid es muy caro. Cuando estaba en Puente Genil no podía sospechar lo caro que era Madrid. Algunas veces pienso que…

Se mordió los labios.

Yo esperé. Mientras tanto, saqué la factura que ya había redactado. Intenté apartar de mi cabeza el diez por ciento de dos millones y medio, mi traje nuevo…, las cosas que podía comprar, la nueva vida que me esperaba.

Le tendí la factura, junto a un bolígrafo Bic.

Ella lo firmó.

– Entonces – dijo – ¿Me quita cuatrocientas mil pesetas?

– Sí, siempre que me pague a mí.

– Pero no puedo pagarle ahora.

– ¿Cuándo?

– Cuando cobre estos viente millones… Mañana… quizás pasado mañana. Se lo prometo

Era una perita en dulce. Una recién llegada al maravilloso mundo de los cheques sin pagar. Me puse en pié.

– Vendré a verla pasado mañana. Iremos juntos al banco. ¿De acuerdo?

Le tendí la mano. Me la estrechó. Era cálida y suave, grande. Una mano de mujer acostumbrada al trabajo en la casa: lavar, planchar, prepararle la comida al marido, los niños… Una mano que había sido cuidada recientemente con cremas, pero que recordaba un pasado de agua fría.

– ¿Cómo se llama usted?

– Antonio, Antonio Carpintero.

– Qué tonta. Y lo confundí con periodista.

– Me han confundido con cosas peores.

En ese momento llamaron al timbre. Los dos nos miramos.

Apretando la carpeta, acudió a abrir. Yo fui detrás. En la puerta se encontraba un sujeto con gafas redondas y un brillo especial de rapacidad en los ojos. La sonrisa que se dibujó en su boca parecía la mueca del hurón antes de aventar una camada de conejillos. También me confundió con un periodista.

– Soy de la Diana – dijo el tipo.

– Adelante – añadió Anunchi.

– Soy un amigo de la familia – dije y, debí sonreír -. No soy periodista.

El sujeto pareció relajarse.

– Sólo he venido a decirle a Anunchi que pida veinticinco kilos por eso – señalé la carpeta -. Es pura dinamita. Ella no lo dará por menos. Y tenemos muchas ofertas. ¿Verdad prima?

– ¡Oh, sí! Tenemos muchas ofertas… Tiene que darse prisa.

La boca del sujeto se convirtió en un pastel de nata.

– Pagaremos lo que sea – dijo -. ¿Tiene fotos?

– Con Riquelme – dije yo -. Fotos con el mismísimo Riquelme en persona. ¿Verdad, prima?

– Sí, Antoñito – dijo Anunchi -. Y las agendas.

Anunchi le tendió la carpeta y el sujeto la abrió con avidez allí mismo. Lo primero que vio fue la foto de Riquelme con Manolo y sus ojos se le convirtieron en piedras chupadas.

– ¡Cojonudo! – exclamó.

Se puso a mirar los papeles.

– Aumentarán la tirada un doscientos por cien durante cuatro o cinco semanas… Los anunciantes acudirán a su revista como moscas. Veinticinco kilos no es nada comparable con lo que van a ganar ustedes. Si no firma el cheque ahora mismo nos vamos a Interviú. ¿Vale?

Al periodista se le demudó la cara.

– Espere un momento, no pueden hacer eso. Tengo que llevar todo esto a la redacción, lo tiene que ver el director.

– Déjese de tonterías. Esa carpeta no sale de aquí sin un cheque conformado de veinticinco millones.

Miré a Anunchi. Parecía divertirse mucho. El periodista se pasó una lengua blancuzca por los labios. Yo continué hablando:

– ¿Cree que los de Interviú no tendrán ya el cheque? ¿Quiere que los llamemos por teléfono?

– Espere, deje que llame antes a la redacción – miró a Anunchi -. Tendrá usted su cheque.

Anunchi señaló el saloncito con el dedo.

– Allí está el teléfono.

El periodista se dirigió hasta una mesita baja donde estaba el aparato y comenzó a marcar. El pecho de Anunchi subía y bajaba y sus mejillas se habían teñido de rojo.

Me apoyé en la puerta.

Ejecutivas Draper se encuentra en la calle Conde de Xiquena, al lado de un restaurante llamado Casa Gades y de un local para progres que fue muy famoso en tiempos pasados: el Nuevo Oliver.

Subí unas escaleras oscuras de madera barnizada y entré en las oficinas de Draper. En la puerta se encontraba la mujer de su hijo que hace las veces de secretaria. Llevaba el pelo cardado, formándole un casquete, y esta vez se lo había teñido de mechas rubias y castañas.

Se hurgaba los dientes con un clip cuando me vio entrar.

– ¿Dónde vas? – me preguntó -. Tú ya no trabajas aquí.

– Eres un encanto, Águeda. ¿Está tu suegro?

– En la oficina no es mi suegro, es el señor Draper. Y precisamente ha sido él el que me ha dicho que no te dejara entrar. Estás despedido.

Se quitó el clip de los dientes y sonrió con alegría. Su rostro alargado y pálido me pareció la fotografía de un perro hambriento.

– Eso es mejor que me lo diga él personalmente, Aguedita.

– No me llames Aguedita, gilipollas, que eres un gilipollas, muerto de hambre – otra vez volvió a sonreír -. A la calle, a la puta calle.

En ese momento salió de su despacho Armando, el hijo de Draper y marido de Águeda. Llevaba una chaqueta Clasic Nouveau que le venía un poco estrecha, camisa de Toño Dutti, firmada, y zapatos Gamper. La corbata era también de marca, pero no supe distinguirla. De todas maneras a Armandito le sentaba siempre mal la ropa. Daba la sensación de que se vestía cubriéndose antes el cuerpo con papel higiénico, no movía las articulaciones y estaba fofo.

Su gordezuela boca escupió saliva al gritarme.

– ¡Qué cono haces aquí! ¡A la calle! – señaló la puerta con el dedo -. ¡Y devuelve las facturas!

– Me ha estado insultando, Armando – le dijo Águeda -. Es un grosero, un tío basto.

Armandito se acercó a mí, un poco congestionado.

– ¡Cómo te atreves, desgraciado! – chilló -. ¡Retira lo que le has dicho a mi mujer!

– Lo retiro – dije.

Se calmó como por ensalmo y me miró sin saber qué hacer.

– ¿Podemos hablar, Armando? – añadí.

– ¡Échale a la calle! – gritó Águeda -. ¡Que no vuelva nunca más!

– No tenemos nada de qué hablar – Armando tendió la mano, le temblaba un poco -. Dame las facturas que has robado.

– ¿Dónde está tu padre?

Siguió con la mano en el aire.

– Mi padre no está. Venga, las facturas.

– Se las daré a él, Armando. ¿Cuándo vuelve?

Águeda se levantó de la mesa y dio unos pasos hacia nosotros. Tenía las piernas flacas y las caderas demasiado anchas. Lo disimulaba con una faja que apenas si le dejaba caminar.

Avanzó a saltitos y se colocó al lado de su marido.

– No dejes que se ría de tí. Tú eres el que manda – me miró con odio en sus ojillos -. Tú eres el dueño. Échalo a la calle.

Armando bajó la mano.

– No aguanto tus chulerías, Toni. Esta es una empresa seria, así que devuélveme las facturas que has robado y no vuelvas más por aquí.

– Hablaré antes con tu padre.

Di media vuelta y me dirigí a la puerta. Me siguieron las voces y las imprecaciones de Armandito y su mujer.

Fui a cenar a la Tienda de Vinos y me costó cien duros. Comí unas lentejas más que buenas y pisto con huevos revueltos, pan y media de vino. El año pasado la misma cena me hubiera costado cuatrocientas pesetas, pero todo sube y no se lo culpé a Ángel, el dueño, que me sirvió la cena.

Al terminar se sentó a mi lado.

Ángel es un hombre de casi mi misma edad, fornido y que le gusta alternar con los clientes.

– Te veo preocupado, Toni. ¿Algo va mal?

– Nada, todo marcha.

Ángel tamborileó la mesa con los dedos. El local estaba ya medio vacío. Sólo había una mesa ocupada por un grupo que reía mucho. Entre ellos distinguí a un sujeto con barbas y muy bien trajeado que me recordó a un compañero de la comisaría al que llamábamos Pandero y que era gallego. Pero podía ser él o cualquiera, de manera que seguí a lo mío.

– Toni – me dijo Ángel – ¿Por qué no te compras ropa nueva? Perdona que me meta en donde no me llaman pero con ese traje vas diciendo a voces que eres un desgraciado sin dinero…un…bueno, perdona.

– Tienes razón, pero ya sabes lo que vale un traje hoy día. Un dineral.

Ángel quería decirme algo. No era normal que se pusiera a charlar sobre mi ropa. Aguardé.

– Verás – continuó -. De vez en cuando me echo unas partiditas en un garito de la calle Barbieri.

– Lo conozco – le interrumpí.

Miró hacia la cocina, por si venía su mujer y prosiguió:

– El otro día un amiguete tuvo una mala racha y me pidió dinero prestado. No mucho, cincuenta papeles – se quedó pensativo unos instantes y retomó la conversación -. Bueno es poco dinero según se mire. Para mí es mucho. Yo tardo bastante en ganar cincuenta talegos. Me tengo que escoñar a currar para ganarlos. ¿Me comprendes?

Y me lo decía a mí. Como si cincuenta verdes no fuera la puerta que me permitiría entrar en el Paraíso.

– Te comprendo, Ángel. ¿Cómo se llama tu amiguete?

– Arostegui. Me parece que tu lo conoces, ¿no?

– ¿Le has prestado cincuenta mil pesetas al comisario Arostegui?

Asintió con gravedad.

– Pues dalas por perdidas.

Ángel me agarró del brazo.

– ¿Tú crees que Draper se encargaría de recuperarlas?

– Me parece que no, Ángel. Mira, Draper fue comisario y conoce a Arostegui. Esa es una razón para no aceptar cobrar tu deuda.

No sé si ustedes han presenciado alguna vez el desmoronamiento de la cara de un hombre. Es como si se soltaran los hilitos internos y la piel resbalara.

Eso fue lo que le ocurrió a Ángel.

– Lo sabía – murmuró -. Sabía que ese cabrón de Arostegui no era trigo limpio. He estado haciendo averiguaciones y resulta que le ha pedido prestado dinero a la mitad de los comerciantes del barrio…a Quintero, el de la frutería, a Ricardo, el del bar, a Maudes…Siempre cantidades pequeñas, diciendo que las iba a devolver enseguida. ¿Quién no le presta dinero a un comisario, Toni? Se supone que un comisario es como un juez, ¿no? Como una autoridad, alguien importante.

Me acuerdo de Arostegui. Ya lo creo. Los dos estábamos en la comisaría de Centro – que no estaba en la calle Luna, como ahora, sino detrás de los cines Luna en la plaza de Santa María Soledad – y ya practicaba ese deporte. Comía y cenaba gratis en todos los chiringuitos del distrito, jodía con las mujeres de la Ballesta y tomaba las copa que quería sin poner un duro. Pero una cosa era una cosa y otra es otra. Antes no había Brigada de Asuntos Internos en la policía, ahora sí. Y, sin embargo, Arostegui había aumentado su radio de acción.

Debía ser por continuar la tónica de los tiempos.

– Ese dinero no lo vas a cobrar en la vida, Ángel. Ponlo en el capítulo de pérdidas.

– Te puedo dar de comer gratis hasta que te mueras, Toni. Intenta sacarle a ese cabrón mi dinero.

– No te puedo prometer nada.

Me puse en pie. La única mesa ocupada parecía celebrar una fiesta. Todo el mundo estaba alegre y parecía divertirse. Una chica había pasado la pierna por encima de un sujeto que le acariciaba los muslos como si tal cosa.

Me dirigí hacia la puerta, me volví y saludé a Ángel con la mano. Su rostro parecía más desmoronado que antes.

Algunas veces las noches de Madrid parecen dulces y apacibles bajo el manto de polución. La sensación es como estar dentro de una pecera de agua turbia y espesa. Uno flota por las calles como si se moviera a cámara lenta.

Aquella noche yo caminaba por la calle Hortaleza con esa sensación. De los pubs y discotecas de moda salían chicos y chicas vestidos con la moda de la temporada próxima, ocupando las aceras, mostrando sus hermosas dentaduras y sin tocarse los unos a los otros. Era la fiesta del ver y dejarse ver.

Llegué a la confluencia de Hortaleza con la Gran Vía con el cuerpo acolchado e insensible, ajeno a los coches y al ruido. Me di cuenta de que tenía grabado en el cerebro a la chica de la Tienda de Vinos con la pierna sobre la de un hombre, dejándose acariciar. Era una mujer de unos treinta años, cabellos castaños cortos y rostro triangular, cuya boca sonreía hacia arriba, dándole un aspecto pícaro y juguetón.

La había mirado sólo unos instantes y sin embargo me parecía conocerla desde siempre. Sabía que tenía los ojos claros, entre azul desvaído y el color del cemento fresco y un cuerpo grande y sano. Estaba seguro de que sus pechos eran pequeños y de pezones grandes.

No podía saber nada de eso y, sin embargo, lo sabía.

Una mujer en una fiesta. Eso era lo que había visto.

Bajé por la calle Montera sin fijarme en las prostitutas, capaces de oler el deseo de un hombre y el volumen de su cartera a veinte metros.

Llegué a la Puerta del Sol y caminé sin darme cuenta hasta la calle de Esparteros, donde vivo. Allí miré el reloj. Las diez de la noche. Demasiado pronto para recluirme en mi casa y demasiado tarde para casi todo.

Me puse a pensar en que bar me fiarían a esas horas y no pude encontrar ninguno. Me encontraba al final de la calle Postas, dándole vueltas a la cabeza, intentando olvidarme de aquella mujer que era capaz de poner su pierna sobre la de su hombre, delante de todo el mundo.

Lo que yo necesitaba era un buen bar donde pudiera beber gratis, olvidarme de la mujer y volver a pensar en mi traje.

Alguien se detuvo a mi lado.

Me estaba mirando, arrugando los ojos. Era un hombre de unos cincuenta años, bien vestido, con algo ansioso y solitario en la mirada.

Me señaló con el dedo.

– ¿Usted no es…? – empezó – Perdone que me dirija a usted, caballero, pero me recuerda a una persona.

– ¿A quién? – contesté yo.

– A Toni Romano.

– Yo fui Toni Romano – dije yo – pero eso fue antes, hace mucho tiempo. Ahora soy Antonio Carpintero. Toni Carpintero, si quiere.

Sus ojos lanzaron unos tímidos destellos que se apagaron enseguida, como si alguien hubiera soplado en ellos.

– Yo lo he visto a usted en el Campo del Gas… 1967 o 1968… ¿No? Boxeó contra Luis Lara, para el título de España. Me acuerdo, sí. Usted ganó en el cuarto asalto por K.O. Técnico.

– He boxeado en 1967 y en 1968, pero ese combate que usted menciona, contra Luis Lara, lo perdí. Lara me tiró tres veces a la lona en el cuarto asalto – tuve que sonreír, aún me acordaba de la paliza que me atizó Luis -. Los árbitros decidieron acabar el combate. Yo era aspirante al título. Tardé dos días en poder moverme. Entonces yo era Toni Romano, ponía ese nombre en los carteles y en mi bata de ring.

– Lo siento – dijo el hombre.

– ¿Por qué?

– Por hacerle recordar viejos y malos tiempos. Lo siento de verdad. ¿Me permite invitarle a una copa?

La palabra mágica. El sésamo ábrete de todos los solitarios. La penúltima copa, amigo, nunca digas la última. Los codos en los mostradores, las palmadas de amistad eterna en la espalda.

Y después la resaca, la vieja canción.

– Está bien, se la acepto – añadí.

Fuimos a un lugar elegante donde yo jamás hubiera podido ir. Estaba en la calle Huertas y se llamaba Café del Prado. Ponían música suave y clásica y los camareros parecían recién lavados.

La mayor parte de la clientela eran mujeres solas entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años. Una edad jodida si es verdad eso que dicen de que hay edades jodidas.

Pedimos bebidas. Yo, como casi siempre que me invitan, pedí güisqui escocés con agua. Así, el güisqui tiene un distante sabor a cobre. El pidió también lo mismo, pero sin agua. Se lo bebió de un solo trago y entonces me di cuenta de que estaba borracho. Que era un borracho crónico e itinerante. Uno de esos que nunca beben en el mismo sitio.

Me sentí cazado.

Pidió otro al camarero.

– Dígame, ¿por qué no quiere que le llamen Toni Romano?

– Nunca debí ponerme ese nombre. Me dio mala suerte – bebí un sorbo, sabía a cobre y a arroyo lejano – además, siempre tengo que explicar de donde proviene el nombre.

– ¿De donde proviene? – preguntó el sujeto.

Invitar a copas da derecho a ese tipo de preguntas. Lo sé.

– De Rocki Marciano, entonces me gustaba mucho Marciano, la manera de pelear a la contra. En fin…

Volví a beber.

– Toni Romano se acabó, no quiero dar más explicaciones. Me llamo Antonio Carpintero. Puede llamarme Toni, si quiere – añadí.

– De acuerdo, le llamaré Toni. Yo me llamo Juan.

El camarero le trajo el nuevo vaso y esta vez bebió un sorbo despacio, paladeándolo. Supe que jamás volvería a tropezarme con ese tipo. Dijo:

– ¿Quiere que le cuente una historia, Toni? Me gusta contar historias.

– A mí no me gustan las historias.

– Déjeme que le cuente algo. No le llame historias, si quiere.

– No le llamaré nada.

– Eso es. No le llame nada – sonrío. La verdad es que no era un mal tipo, quizás demasiado ansioso, quizás con menos edad de la que yo le había echado. A lo mejor poco más de cuarenta. Las gafas y la calvicie incipiente, engañaban. – Vera, Toni, ¿no se ha dado cuenta de que nadie escucha a nadie? ¿De que todos hablamos a la vez? Los hombres sólo quieren dos cosas – dijo – Dos cosas principales. Por ellas mentimos, fornicamos, matamos, trabajamos, nos enfadamos, estamos tristes, invitamos a la gente… Una de ellas es ser felices, eso es lo que queremos por encima de todo. Ser felices. La otra es que nos hagan caso, hablar con los demás. No estar tan solos – volvió a beber -. Ahora nadie escucha a nadie, gritamos hasta desgañitarnos pero es inútil, nadie entiende y nadie escucha. Por eso hay tanto ruido en todas partes y por eso la música es tan estridente. Es como si nos hablásemos de espaldas. Y esto en la época de la comunicación y de la información, la época del psicoanálisis y de la introspección. Nunca se ha sabido tanto sobre el ser humano y nunca hemos estado tan separados los unos de los otros.

Me puse a pensar en la chica de la Tienda de Vinos, en aquella mujer. Empecé a mirar al tipo y a verle mover la boca, aparentemente absorto en sus palabras, pero en realidad hablando con aquella chica en la habitación de un hotel elegante. Uno de esos a los que nunca he ido y a los que nunca iré.

Ella estaba desnuda a mi lado y yo acariciaba su cuerpo con cuidado, despacio, aprendiéndomelo de memoria, respirando su olor, sabiendo que cada gesto que hiciese tendría respuesta.

Ella también me acariciaba, tranquila, segura, sin prisas, besándome como si lloviera fuera y hubiera un ventilador en el techo. De pronto, fui yo el tipo al que había puesto la pierna encima. El mismo que le había acariciado los muslos debajo de la falda en aquella fiesta.

– Sé que te quiero – murmuró ella.

– Te quiero – dije yo -. Creo que te quiero.

– Nunca pensé que podría ocurrirme esto – dijo ella -. Bésame, bésame otra vez, por favor.

La boca era como sabía que era: suave, de labios grandes, curvada hacia arriba al reírse, de dientes blancos y perfectos, una boca rosada y húmeda.

El sujeto me apretó el brazo.

– ¿Lo comprende, Toni? – Me preguntó.

Si – contesté yo -. Sé lo que está diciendo. Nadie escucha a nadie. Pero a lo mejor es que nadie tiene nada que decir y hablamos para hacer ruido, para saber que se está vivo.

– Nadie escucha, nadie entiende. Hablamos para las paredes. Es inútil, todo es inútil. ¿Otra copa, amigo?

Bebí lo que me quedaba en el vaso y me puse en pie. Se le demudó la cara, pero yo no podía hacer otra cosa. Yo tenía ya una mujer. La chica de la boca hacia arriba. Yo ya no estaba en su mismo gremio. El gremio de los solitarios.

El sujeto era demasiado orgulloso como para suplicarme que me quedara, pero vi como se formaban las palabras en su boca. Le toqué el brazo. Me despedí con la mano. Abandoné el local.

Cuando entré en mi casa sonaba el teléfono.

– ¿Diga? – dije.

Reconocí la voz inmediatamente.

– ¿Carpintero?

– Sí, soy yo – esperé, la voz pareció titubear al otro lado.

– Soy Anunchi – dijo, yo ya lo sabía -. Le he llamado muchas veces…, tres veces… Quisiera, bueno, quisiera verlo lo antes posible, me han ocurrido unas cosas que…bueno, quiero decir que no me gustaría decírselas por teléfono.

– ¿Sabes donde vivo?

– Sí, me dio usted una tarjeta. ¿Lo recuerda?

– Claro que me acuerdo, prima.

Escuché su risa como si estuviera allí mismo.

– ¡Oh, pensaba que no se iba a acordar!

– ¿Y por qué pensabas eso?

Silencio.

– ¿Quieres que nos veamos ahora? – Le dije.

– ¿Ahora? Es muy tarde, son las…

– Las doce y media. Y es muy tarde o muy temprano, según.

Otro silencio en la línea. Sentía su respiración al otro lado.

– Escucha, prima – añadí -. No soy un violador, ni un anormal. Ven a mi casa o yo iré a la tuya.

– No, a mi casa no – dijo con rapidez.

– Entonces ven a la mía. Ya tienes la dirección, ¿no? Te espero.

Colgué. Abrí el balcón que daba a la calle Esparteros, me asomé.

El frescor de la noche me dio en la cara.

El tráfico bullía en la calle Mayor y en la Puerta del Sol. La risa de un muchacho llegó hasta mí y se mezcló con la sirena de un «Z» de Seguridad Ciudadana.

Esa era la ciudad, la gran ciudad.

Llegó cuarenta y cinco minutos después. Le abrí la puerta y me quedé paralizado. Era la chica de la Tienda de Vinos quién estaba entrando en mi casa. Era el mismo rostro triangular, la misma sonrisa curvada hacia arriba, los ojos color cemento fresco.

Ella se dio cuenta de mi turbación y se pasó la mano por el cabello corto, castaño.

– ¿No me reconoce? – Preguntó – ¿Por qué me mira de esa manera?

Buscó un lugar donde sentarse. Sólo había uno: el sofá que podía convertirse en cama. Caminó hacia él y se sentó.

Prosiguió:

– No me gustaba la peluca – se ahuecó el pelo con la mano -. Me dijeron que era muy bonita, pero no me gusta. ¿Se acuerda? La peluca rubia con tirabuzones – hizo una pausa -, si no deja de mirarme de esa manera me voy a poner colorada.

Recorrió la habitación con una mirada circular y evaluativa. Ese tipo de mirada que ninguna mujer es capaz de reprimir cuando se encuentra en la casa de un hombre que vive solo.

No sé que consecuencia obtuvo, pero me pareció que se apoyaba más confiadamente en el respaldo del sofá.

Vestía un traje falda pantalón – corto o como se llame eso, de tela fina gris azulada que le hacía juego con el color de sus ojos. Me di cuenta de que era el tipo de mujer que se hace su propia ropa.

– Bueno – dijo de nuevo -. Unas veces nos llamamos de usted y otras de tú. Es mejor que unifiquemos criterios – se echó a reír, una risa franca que le dejó al descubierto la lengua y los dientes -. Me gustó mucho que me llamaras prima. Allá en Puente Genil nos llamamos primos y primas aunque no seamos parientes.

Yo no había dejado de mirarla desde que entró en la habitación. Aún seguía en la puerta con la vista clavada en ella, cuando dijo:

– Siéntate aquí, a mi lado, anda – golpeó el sofá – cama con la palma de la mano.

– ¿Quieres beber algo, Anunchi? – le pregunté.

– Vaya – exclamó -. Al fin has hablado – el labio le pareció temblar -. No, gracias, no bebo. Yo no bebo nunca. No me gusta, en realidad desde que estoy en Madrid hago cosas que no he hecho nunca. Como ésta, de llamar a un hombre a las doce y media de la noche y venir a su casa.

– Me gustas más sin peluca – le dije.

¿Cómo explicarles que ya sabía como era desnuda? Es extraño, pero lo sabía. Conocía sus pequeños pechos, la caída de las caderas hacia los muslos, la curva del vientre, el olor y el sabor de su piel, la forma de jadear y de entreabrir los labios.

Sé que no me van a creer pero me da lo mismo. La miraba, sentada en mi sofá – cama y sabía que sólo tenía que alargar la mano y besarla, que era suficiente con eso. Y sabía que ella también lo sabía.

– La peluca, el apartamento, el coche… Nada de eso es mío. En realidad…

– ¿Qué quieres decir?

Me senté a su lado. Abrió el bolso y me mostró un cheque conformado por veinticinco millones de pesetas.

– Quiero decir esto. Ya se ha terminado todo – guardó el cheque -, ya soy rica y tu me has ayudado mucho.

Aguardé a que continuara. Lo hizo:

– Ahora no sé que hacer, Manolo me ha pedido que nos veamos mañana por la noche.

– ¿Manolo? – pregunté yo – ¿Quien es Manolo?

– Mi marido… Bueno, mi ex – marido… Estamos separados, ¿no? Quiero decir, separados de hecho, pero no divorciados. El me dijo que no era bueno para su carrera política. Bueno, me ha llamado y me ha dicho que quiere verme, que me echa de menos. Y no sé que hacer. He pensado que tú me acompañes. ¿Qué te parece?

– ¿Te apetece un café?

– Sí, un cafelito.

Lo tenía va preparado. Transporté la bandeja con las dos tazas y la cafetera desde la cocina a la única habitación de mi casa que sirve para todo: dormitorio y comedor.

Bebimos el café en silencio.

– No me has dicho que te parece. ¿Me acompañas a ver a mi marido?

Le acaricié la nuca con la mano derecha y ella comenzó a jadear, y su pongo que yo también. La acerqué para besarla y ella me detuvo con la mano.

– ¿Por qué has tardado tanto? – Preguntó, en un murmullo.

Tenía sus ojos muy cerca, el aliento de su boca, la palpitación de su pecho.

La besé.

Hay cosas que a mí no me gusta contar. En una historia, cada cual cuenta lo que quiere y como quiere. De manera que no voy a decir una sola palabra de lo que ocurrió aquella noche. Si a alguien le ha ocurrido alguna vez lo que me ocurrió a mí, sabrá lo que estoy diciendo. Y si no le ha ocurrido nunca algo semejante, puede preguntárselo a sus amigos.

– Soy maestra, ¿sabes? – Me dijo en la cama – Conocí a Manolo en la campaña contra la OTAN en Puente Genil. El era partidario, naturalmente, de la integración. Es curioso, ¿verdad?

– Sí, muy curioso.

– Lo conocía de antes – sonrió en la penumbra del amanecer -. En realidad, todos en Puente Genil conocíamos a Manolo. Era el líder de los jornaleros. Me acuerdo de que cuando era pequeña escuchaba hablar en casa del valor de ese hombre, de ese comunista, como le llamaban. La guardia civil le hacía la vida imposible, le metían en la cárcel, le multaban y él, erre que erre. Creo que me enamoré de él en ese momento, siendo niña. Me lleva quince años, yo tengo treinta y cinco, pero él aparenta cuarenta y si se quitara la barba, aún menos. Todavía conserva esa cara de niño que tenía siempre.

El cigarrillo trazó una curva desde su boca hasta el cenicero que estaba sobre mi estómago.

– Ya ves – continuó -. Y cuando lo conocí era partidario de la integración en la OTAN. Claro, ya estaba en el partido. Quiero decir que salió del partido comunista y entró en el de su hermano.

– Normal. Los hermanos tiran mucho.

– Todo empezó cuando un día vinieron a verme y me ofrecieron lo que yo pidiera por los papeles de Manolo. Hasta entonces yo no sabía que todo eso podía costar dinero, ¿sabes? Me ofrecieron lo que yo quisiera.

– ¿Quiénes?

– Se llamaba Enrique, don Enrique, un mandamás del Partido Progresista, del P.P. Y yo fe dije un apartamento en Madrid y, ya ves, me lo dieron. ¿Te acuerdas del apartamento?

– Sí, me acuerdo.

– Bueno, pues me lo dieron tal como tu lo has visto, hasta con cortinas. Y a mí entró no sé qué por la cabeza, pedí el préstamo y me compré el coche y me fui de viaje al Extremo Oriente.

– Y el horno microondas.

– Y ahora tengo veinticinco millones. Y la revista Diana me ha ofrecido otros veinticinco por contar la historia de mi vida con él en diez capítulos. En realidad lo escribirán ellos y yo los repasaré por si hay algún error en las fechas.

– Te has convertido en una tía rica. Un chollo.

– ¿Me quieres?

– Sí.

– Desde que dejé a Manolo no he estado con ningún hombre, ¿me crees?

– Me lo has dicho antes.

– Don Enrique lo intentó. Era muy caballero, muy señor, muy…

– ¿Guapo?

– Pues, sí. Muy guapo. Pero no pudo. Me dijo que era el estress, que tenía muchas responsabilidades con España, con la patria. Es curioso, nacía tiempo que no escuchaba esa palabra, responsabilidad con la patria. Le decía mucho mi padre y mi abuelo. ¿Sabes lo único que quería hacer don Enrique?

– No hace falta ser un lince para adivinarlo.

– Tonto.

– Ya.

– Anda, bésame. Tú no eres como don Enrique.

– Ni lo quiera Dios. Yo no tengo patria.

– Bueno, ¿pero sabes lo que quería?

– Me lo vas a decir de todas maneras, de modo que dímelo de una vez.

– Ya te has enfado conmigo.

– No.

– ¿De verdad?

– En serio.

– Tú eres el primero con quien he hecho el amor desde hace… hace, bueno, tres años.

– Se nota.

– ¿Qué?

– ¿Qué te pedía el dichoso don Enrique?

– Que me paseara desnuda envuelta en la bandera nacional. Se ponía congestionado y…

– Ya, como en la escuela.

– Sí, como en la escuela. Pero tampoco podía. Se ponía colorado y soplaba como un tren, daba chillidos. Yo me asustaba mucho. ¿Crees que soy tonta?

– Me parece que no.

– Se bajaba los pantalones y lo hacía vestido, con chaqueta y corbata. A mí así no me gusta. Bueno, tampoco podía.

– La patria acarrea muchos sacrificios.

– En cambio, Manolo…

– No hay más que verle la cara a tu Manolo. A ése jamás le presentaría a mi hermana.

– No se cansaba nunca. Pero al final me daba asco, no me gustaba. ¿Tú me quieres?

– Yo te he inventado.

– Ahora no te entiendo.

– Es lo mismo. Ayer, un borracho me dijo que nadie entiende a nadie, que nadie escucha lo que decimos ni lo que nos dicen. Que hablamos a las paredes.

– Qué bonito, Toni.

– Sabía que te iba a gustar.

– Háblame de ti.

– Ingresé en la policía en el año 68, en la Brigada Criminal, la Pringue, se llamaba entonces. Yo había sido el peor boxeador del peso welter que había pisado la lona del Campo del Gas. Pero en aquel entonces, ser deportista fardaba mucho para las autoridades. El Delegado Nacional de Deportes me enchufó y pude ingresar en el Cuerpo Superior de Policía.

– ¿Pero para ser policía hay que tener estudios, no?

– Sí, ahora más que antes, pero de todas formas hay que tener estudios. Cuando estuve en la mili sólo tenía los estudios primarios, apenas si sabía leer y escribir. Allí conocí a un chaval, bueno ésta es otra historia… El caso es que me hizo estudiar y aprobé el cuarto y reválida. Después continué y me hice policía.

– ¿Por qué te saliste?

– No me salí, me echaron. En realidad, me gustaba ser policía. Tenías autoridad, le gente te respetaba y podías llevar traje, pistola y fumar rubio emboquillado.

– ¿Por qué te echaron?

– Por fascista.

Se incorporó en la cama. Sus ojos claros se agrandaron como las explosiones en un globo pequeño.

– ¡Eres fascista!

– No, pero cuando murió el General yo estaba relacionado con el Delegado Nacional de Deportes, que entonces era Fiscal del Supremo, un cargo. Todo el mundo pensó que yo era de su cuerda. Me ofrecieron una salida digna, la aduana de Ceuta hasta que me salieran canas. Decidí cambiar de oficio.

– Menos mal. Yo, con un fascista, no…

La besé otra vez mientras los ruidos de la calle recomenzaban y la luz trazaba cicatrices en el polvo de la habitación. Me dijo que me quería, que me amaba desde hacía mucho tiempo y que lo supo desde el primer momento en que me vio.

Y yo lo creí todo.

A Draper le seguía oliendo el aliento a puré de almejas corrompidas. Estaba sentado tras su mesa, moviendo la barriga cada vez que eructaba. Hasta mí llegaban los efluvios fétidos de su estómago.

Miró varias veces la factura que me había firmado Anunchi.

– No puedo creerlo, Toni – me dijo -. ¿Cómo lo has conseguido?

– Avisa a la financiera, mañana iré al banco con ella y cogeré los dos kilos y medio.

– Cojonudo, Toni, cojonudo. Eres un hacha, yo siempre he confiado en ti.

– Sí, por eso no quiero que me despidas después de cobrar esa pellita, Draper.

– ¿Crees que yo haría eso?

– Sí.

Volvió a eructar.

– Eres mi mejor agente.

– Quiero los mejores trabajos, como Luciano y Armandito.

– Por favor, no llames Armandito a mi hijo. Se cabrea con tu actitud y con razón, Toni. A ti te falta educación – me miró la ropa por segunda vez desde que me había sentado frente a él.

– Voy a comprarme una ropa cojonuda, de acuerdo con Ejecutivas Draper. Podré ir a ver a los financieros y toda esa gente.

– Lo pensaré.

– No, lo vas a tener que decidir ahora. Y quiero un contrato de trabajo.

Dio un golpe en la mesa con la mano abierta y se echó hacia adelante. Nunca debió hacerlo. Las almejas podridas se metieron en mi boca una detrás de otra.

– ¡Un contrato! – gritó -. ¡Tú sabes lo que dices!

Me eché hacia atrás en la silla. El hizo lo mismo en su sillón, con los ojos encendidos y el estómago subiéndole y bajándole, en una cascada de eructos fétidos.

– ¡La seguridad social nos come¡ – volvió a exclamar, pero ya sentado -. ¡Eso jamás!

– Armandi…, digo, Armando tiene contrato.

– Armando es mi hijo, socio del negocio. Es otra cosa.

– Aguedita, también.

– Es mi nuera.

– Y Luciano.

– Es amigo de mi hijo de cuando la mili.

– Está bien, Draper. Llevaré los dos kilos a la Financiera directamente y me llevaré el treinta y cinco por ciento.

Me puse en pie. Draper alargó la mano, como si parara el tráfico. Su rostro cetrino había tomado una tonalidad de masilla de fontanero.

– Espera, espera un momento. Vamos a hablar como amigos. Tú y yo somos amigos, ¿verdad? Nos conocemos desde hace mucho – sonrió, dientes amarillos como altramueces podridos me saludaron en fila -. Estuvimos en la poli, somos compañeros. ¿Qué tipo de contrato propones?

– Salario mínimo más comisiones, dos pagas al año, un mes de vacaciones pagadas. Lo que es un contrato, Draper.

– ¿Indefinido?

– Bueno, ahí podemos negociar.

– Por seis meses renovables.

– Un año.

– Está bien, por un año renovable. Pero tú me traes la pasta de esa tía. Nada de ir directamente a la financiera, eso sería una putada…

– Prepara el contrato. Mañana me pasaré por aquí.

El bar era fresco y tranquilo a esa hora, sin parroquianos. Tenía azulejos en las paredes con antiguas marcas de vinos andaluces y galletas. Antes había sido un templo del flamenco, ahora se dedicaba a ser un bar más de público joven que alborota por las noches.

Pero después de comer recuperaba el aire antiguo de colmao, esa espesura en la atmósfera que recuerda los lugares donde no pasa el tiempo, a donde se va a quedarse quieto y a beber tranquilo.

Se llama Los Gabrieles y se encuentra en la calle de Echegarai, muy cerca de la plaza de Santa Ana y de la Cervecería Alemana, donde mi padre trabajaba de limpiabotas fijo.

Recuerdo cuando era niño y caminaba por ese barrio, observando a los borrachos, intentando distinguir a mi padre. Comenzaba el recorrido por Villa Rosa, donde siempre había juergas flamencas para los señoritos estraperlistas y los funcionarios de la falange, y preguntaba por mi padre a los porteros y cuidadores.

Si no estaba, comenzaba la búsqueda por las tabernas y chiringuitos de Ventura de la Vega, Príncipe, Huertas y León. Terminaba siempre en dos lugares, La Venencia y Los Gabrieles. Si no encontraba allí a mi padre, entonces es que había muerto y lo habían llevado a enterrar.

Eso ocurrió, pero fue años después, cuando yo había dejado de ser un niño y me daba igual que se matara con sus borracheras.

Antes, lo buscaba taberna tras taberna, colmao tras colmao, soñando que no estuviese borracho, ni con mujeres ni que se hubiese pulido la paga entera. Tenía la vana esperanza de que me trataría como yo suponía que los padres corrientes tratan a sus hijos: con un cierto cariño.

En realidad, mi padre no me habló nunca. Quiero decir, me decía cosas tales como, «Antoñito, trae agua» o «Vete a casa Ciriaco a por una frasca de vino». Cuando me refiero a hablar, supongo que todo el mundo habrá entendido lo que he querido decir. Me refiero a dirigirse a mí, a contarme cosas, a preguntarme mi opinión sobre cualquier asunto.

Mi padre no me hablaba. Y yo anhelaba que me hablase. Los raros momentos que coincidíamos en casa yo me solía colocar a su lado, en silencio, esperando que se dirigiera a mí, mirándole y mirándole.

Y lo único que me decía era: «Quítate de en medio, joder».

Aún lo recuerdo alto, delgado, el rostro cetrino y chupado, el cabello negro y espeso peinado con mucha agua. Siempre vestido de negro, pantalón y camisa en verano y chaqueta en invierno, con la chapa prendida que atestiguaba que era limpiabotas fijo de la Cervecería Alemana y que, por tanto, tenía derecho a expulsar a los otros limpiabotas que intentaban colarse en el establecimiento.

Sí, lo recuerdo. Ya lo creo que me acuerdo de él, sobre todo cuando me emborracho y hago las mismas cosas que hacía él. Me acuerdo mucho de sus manos grandes y nervudas, manchadas de tinte para los zapatos, agrietadas, ásperas, fuertes cuando me sacudían en la boca y en la cabeza cuando bebía de más.

Entonces me llamaba «hijo de perra», «cabrón» y me decía que quería chuparle el dinero, que éramos peores que murciélagos – mi madre y yo – y me pegaba con sus grandes manos y me lanzaba patadas.

Y yo tenía que esconder las lágrimas, no por el dolor, que era mucho, sino por la tristeza de que me pegara y me tratara como me trataba. Era una tristeza infinita que no he sentido nunca el resto de mi vida. No recuerdo una pena tan grande como cuando mi padre me sacudía.

Por eso, cada vez que paso cerca de Los Gabrieles me acuerdo de mi padre y aprieto el paso.

No quiero tropezarme con su fantasma, acodado en el mostrador, alternando con los amigos y dos o tres mujerzuelas, soltando risotadas!

Ese fantasma no quiero verlo.

De modo que entré a Los Gabrieles despacio y me quedé mirando los mismos azulejos de siempre en las paredes.

Era como retroceder casi cuarenta años.

Arostegui se encontraba en el reservado del fondo. Estuve unos instantes mirándolo. Había engordado bastante desde la última vez que le vi. Sin embargo, continuaba con ese aire seguro de sí mismo que siempre tuvo.

Vestía bien, con elegancia y ropa cara. Y esa era, también, otra de sus características.

Me vio antes de que yo me acercara y me hizo señas para que fuera a su mesa. Se levantó y me abrazó con fuerza.

– ¡Toni! – exclamó -. ¡Tú por aquí! ¿Es una casualidad?

– No del todo – dije y me senté a su lado.

– Veinte años sin verte – me palmeó la espalda – y estás igual, chico. El mismo Toni.

– Veinte kilos más – contesté yo.

Soltó una risotada. Ese era Arostegui el simpático, el muchacho seductor que encadilaba a hombres y mujeres con sólo mirarlos.

– Me echo unas partiditas casi todos los días – dijo -. Falta el encargado del restaurante de enfrente y su hijo. Siempre somos cuatro. ¿Te apuntas?

– No, Arostegui. He venido a otra cosa.

– ¿No ha sido por casualidad? ¿Quieres decir que has venido a buscarme?

– Sí.

– Tiene gracia. Te has acordado que yo suelo venir por aquí. Eso quiere decir que te acuerdas de mí de vez en cuando, ¿no? Yo también me acuerdo de ti, Toni. Fuimos muy amigos, ¿no?

– Sí, fuimos muy amigos. Y me acuerdo de los viejos tiempos.

– Nunca debiste salirte de la policía, Toni. Ahora las cosas son diferentes. Aunque parezca mentira, ahora estamos mejor que en tiempos de Franco. Nos respetan más, somos otra cosa… profesionales, no una policía política al servicio de nadie. ¿Me entiendes?

Podía haberle dicho un par de cosas que opinaba yo sobre esa mate – ría, pero me mantuve en silencio.

Aproveché que acudió el camarero y le pedí una copita de Espléndido y un café solo.

– Arostegui… – empecé.

– Deja que te diga una cosa antes, Toni. Estoy destinado a Escoltas, ¿lo sabías?

– No.

– Saqué las oposiciones a comisario hace cuatro años, ¿tampoco sabías eso?

– Sí, me lo dijo Draper.

– Ese viejo cabrito. ¿Estás con él, no?

– Soy su chico de recados.

Otra risa seductora y amable. Otro palmeo en la espalda.

– El de siempre, eres el de siempre – de pronto se puso serio -. Tengo un trabajillo para ti… Desde que estoy en Escoltas alterno con políticos, ¿no? financieros… y hay una posibilidad para ti, muchos de ellos necesitan chóferes, hombres de confianza… y acuden a nosotros pidiéndonos referencias… Estoy colocando a algunos viejos amigos. Te puedo poner en órbita, Toni. El sueldo es agradable y el trabajo tranquilo.

– Lo pensaré.

Me miró fijamente.

– Yo también he sabido de ti, ¿sabes?

– ¿Sí?

– Sí, tu nombre ha salido a relucir. Pero ya te enterarás.

El camarero trajo el café y la copa de coñá y yo vertí un poco de licor en el café y me bebí el resto. Noté como Arostegui me miraba con extrañeza.

– Estás hecho un ligón – me dijo y sonrió -. Deja que adivine porqué estás aquí. ¿Quieres cubrirte las espaldas con don Manuel? ¿Es eso? Si quieres hablaré con él… es un tío muy campechano.

Entonces no me di cuenta de lo que estaba intentando decirme. Fui tan tonto que no lo cacé. Quizás mi suerte hubiese cambiado si en aquel momento le hubiese escuchado con más atención.

Pero no lo hice.

Todo lo que respondí, fue:

– Le debes dinero a la mitad de los comerciantes del barrio, Arostegui, y sobre todo a mi cliente, a Ángel el del restaurante. Me parece que te estás dejando las pestañas en ese garito.

Palideció. Se puso serio. Su cara cambió por completo. Me observó sin despegar sus ojos de los míos.

– Cabrón – murmuró.

– No entiendo porqué.

– No te hagas la mosquita muerta. ¿Se lo has dicho ya a don Manuel?

Parecía asustado.

– No – contesté, sin saber bien a qué se refería.

– Dame un respiro. No se lo digas a don Manuel, me puede costar el puesto – se pasó la mano por la cara -. No le digas ni una palabra a don Manuel – me agarró del brazo -. ¿Me lo prometes?

– Si le pagas a Ángel, no diré una sola palabra.

– Está bien, le pagaré… Mañana mismo le daré el dinero – volvió a mirarme -. Que tú me hagas esto, Toni… precisamente ahora, hoy, cuando he hablado maravillas de ti… defendiéndote.

No sabía de qué me hablaba. Un fallo mío. Pero lamentarse no sirve de nada ahora, después de toro pasado. Nunca aprenderé lo suficiente. Jamás.

Me bebí lo que quedaba de coñá y me puse en pie.

– Mañana, Arostegui, por favor.

– ¿Cuándo vas a cambiarte de traje, Toni? Vas vestido como en 1963.

– Adiós, Arostegui. Le pagaré al camarero.

Cuando estaba en la puerta me gritó:

– Adiós, no, hasta luego. Nos vamos a ver en seguida.

Tampoco supe de qué hablaba.

Ya era de noche y ella me abrazó largo tiempo apretándose contra mí, besándome con fuerza y llenándome de aroma a limones, creo. Apoyó la cabeza en mi hombro, relajándose por completo.

Le acaricié su cabello corto, de chiquilla. Hacía lo menos treinta años que no besaba a nadie en medio de la calle aunque fuese de noche.

Ella me miró desde muy cerca.

– Te he echado de menos – me dijo, en un murmullo – He pensado en ti todo el día, amor mío. Te amo, cómo te amo. Creo que me he enamorado de ti.

– Calla – le dije.

– Me haces muy feliz. Nunca he sido tan feliz.

La abracé con suavidad. Su cuerpo no era ni frágil ni poca cosa. Tenía las espaldas anchas y fuertes, sentía sus pequeños y duros pechos clavados contra mi chaqueta. Le acaricié el cuello y el comienzo del pelo.

Su lengua se movió despacio dentro de mi boca. Yo le mordí los labios con suavidad.

Nos separamos al cabo de unos minutos. Ella respiraba con dificultad, yo también.

Me tomó de la mano.

– ¿Nos vamos?

– Cogeremos un taxi – dije yo.

– Pero yo pago – añadió ella -. Ahora soy una chica rica.

Y le hizo señas a un taxi.

La cita con su ex marido era en la Venta del Gato, un lugar de flamenco y cante que regentaba un tal Rafael Pantoja. Se encontraba a unos cuantos kilómetros arriba de la Plaza de Castilla y era un establecimiento un poco caro, muy por encima de mis posibilidades.

Aproximadamente a los once de la noche se acercó un camarero y me habló al oído.

– Tiene listo el reservado, señor – me dijo.

Yo miré a Anunchi y ella asintió.

Nos levantamos y seguimos al muchacho de la chaquetilla que nos condujo a una habitación decorada como un colmao andaluz de principios de siglo.

Había una mesa de regulares proporciones en el fondo de la habitación con un jamón que por su aspecto y olor debía ser un Pata Negra auténtico, varias cañas de lomo, queso manchego curado, pan de pueblo, aceitunas negras, y varios tronchos de lechuga. También había catavinos y una jarra de agua, además de servilletas y cubiertos.

Nos sentamos en otra mesa y el camarero nos dijo:

– ¿Quieren que les sirva algo?

Negué con la cabeza. Anunchi hizo lo mismo y el camarero se retiró. Me cogió la mano con fuerza.

– Va a venir, lo presiento.

– ¿Y siempre hace lo mismo? ¿Cómo si fuera un Rey Mago?

– Es un personaje muy importante, no lo olvides.

En ese momento se abrió la puerta y entró Arostegui, acompañado de otros dos policías. Los tres llevaban trajes impecables Giorgio Armani y se dirigieron a nosotros sin ningún preámbulo.

Arostegui fingió no reconocerme.

Me mostró su placa.

– Buenas noches, escoltas. Disculpen – me habló directamente, mientras los otros dos no me apartaban la vista -. ¿Tiene inconveniente en mostrarme su documentación?

Se la enseñé y la miró unos instantes. Me la devolvió.

– Disculpe que le moleste otra vez. ¿Le importa ponerse en pie?

Le hice caso.

Uno de los policías que había permanecido al margen, sacó de la chaqueta un detector portátil de metales y me lo pasó por el cuerpo, de arriba abajo, varias veces. Cuando creyó que yo no podía llevar ni una cuchilla de afeitar se retiró otra vez a un segundo plano.

Arostegui, entonces, le hizo una pequeña reverencia a Anunchi.

– Señora, le ruego que nos disculpe, pero es nuestro trabajo.

– No importa, comisario – contestó ella -. Ha sido usted muy amable.

Arostegui hizo una pequeña reverencia como saludo y se retiró, seguido por los otros dos. Me volví a Anunchi.

– ¿De qué conoces tú a Arostegui? – le pregunté.

– ¿Cómo no lo voy a conocer? – respondió ella -. Es el escolta de mi marido.

– Tu ex marido – añadí yo.

– Ya está aquí – murmuró ella y me volví.

Manolo, el auténtico Manolo estaba allí, en la puerta. Y no lo había oído pasar.

Tenía mejor aspecto que en las fotografías. Era de estatura mediana, tirando a baja, de pecho ancho y fuerte, con pelo solamente en la parte posterior de la cabeza, que le confería un cierto aspecto frailuno, barba recortada y unos ojos grandes y claros como sólo poseen algunos andaluces. Sonreía abiertamente y todo él respiraba camaradería. Era uno de esos tipos que alegran siempre las fiestas contando chistes y tocando la guitarra. Quizás un magnífico vendedor de coches usados.

Se acercó a nosotros y besó a Anunchi en las mejillas.

– Buenas noches – dijo con un tono de voz modulada y flexible como un junco -. Estás guapísima, Anunchi… Madrid te sienta bien.

Alzó la mano y entró un camarero, el mismo que nos había conducido hasta allí. Pensé si no sería un agente secreto disfrazado.

– Corta de todo, ponlo en un plato y tráelo a la mesa – le ordenó -. Y una botella y unos catavinos. ¿Tomaréis vino, verdad? A mí me encanta. No suele beber, excepto este vino maravilloso.

Se sentó frente a nosotros mientras el camarero se afanaba en su tarea, como un peluquero de señoras en la cabeza de Grace Kelly.

– Bien – dijo Manolo -. Nos tenías muy preocupados, Anunchi. Toda la familia te ha echado de menos.

Anunchi continuó apretándome la mano, sobre la mesa. Su marido o ex marido, parecía no darse cuenta.

– Siempre quise venir a Madrid, Manolo.

– Me he portado mal, lo sé – se volvió a mí -. Todos somos machistas, lo reconozco. Todos… y más los del sur. Ese es un problema grave, muy grave – a Anunchi -. Te comprendo, Anunchi – a mí -. Y usted, señor Carpintero, ¿qué piensa de todo esto?

– Han pasado muchas cosas. ¿A cuál de ellas se refiere?

– Al machismo.

– ¿Quiere usted montar aquí un seminario? No lo he preparado.

Soltó una alegre y confiada carcajada. Me di cuenta de que tenía la piel lisa, tirante y suave. Una piel de niño.

– Muy bueno. ¿Y qué piensa de mí?

– ¿Le interesa saberlo?

– Sí.

– No leo los periódicos.

El camarero puso una fuente en la mesa donde el jamón, el lomo, el queso, las aceitunas y la lechuga formaban un cuadro que podía haber firmado Tapies con gusto.

El camarero se retiró y Manolo atacó el plato con ganas.

– Comed – dijo -. Son de la mejor calidad.

Yo no quería hacerlo, pero no tuve más remedio que soltarme de Anunchi y atacar el plato. Anunchi sucumbió también a la tentación \ durante unos instantes todos comimos.

– No me ha respondido – dijo Manolo con la boca llena.

– Es todo lo que puedo decirle.

– Mire, Carpintero, he sido el personaje que más ha salido en la prensa de este país, con la excepción del compañero Boyer y su mujer, Isabel Presley. No me diga que no ha oído hablar de mí.

Continúe comiendo jamón.

– Pues piensa que eres un canalla – dijo Anunchi -. Lo mismo que pienso yo. Dejarme con los niños y tú de fulanas. Eso no se hace.

Manolo levantó los brazos y abrió las manos.

– Te he dicho que tienes razón, Anunchi. Te lo he dicho desde el principio. Me he portado muy mal contigo – suspiró -. Señor Carpintero, ¿sabe usted porqué me ataca la prensa y los partidos políticos de la oposición?

No dije nada. Del jamón pasé al queso y al lomo.

Manolo continuó:

– Porque soy un recién llegado, sí, no se ría – yo no me reía, abría la boca para comer más -. La derecha de este país hace lo mismo que hago yo desde el tiempo de los Reyes Católicos y no aceptan que nosotros, que yo, un recién llegado, un hombre del pueblo, haga lo mismo que ellos.

– Son unos desconsiderados – dije yo.

– No le quepa duda. Los partidos políticos manejan grandes maquinarias, complejas organizaciones. ¿Se da cuenta? Todos los partidos, sean del signo que sean, necesitan financiación constante, mucho dinero. Podemos secuestrar gente o robar bancos, como ETA – se rió de su propio chiste -. Pero no tenemos el personal adecuado. Hoy día los partidos no tienen militantes, tienen votantes y maquinaria, ¿entiende?

– Sí – le contesté y bebí una copa de fino entera.

Prosiguió:

– Sólo el partido comunista tiene militantes, pero cada vez menos. Y también necesitan financiarse. ¿Sabe cómo lo hacen? – no esperó respuesta -. Eso lo sé muy bien porque Anunchi y yo hemos sido comunistas mucho tiempo. ¿Te acuerdas Anunchi?

– Sí, Manolo – contestó ella -. Entonces éramos más felices.

– Y más jóvenes – apartó una imaginaria mosca con la mano -. Cuando éramos amigos de los rusos cobrábamos un tanto por ciento importante de cada negocio que se hacía con Moscú. Eso lo sabían los empresarios y los banqueros. Yo era el encargado de canalizar ese dinero. Después, cuando la ruptura con la URSS, el papel lo tuvo Rumania y Corea del Norte… Hasta la CNT, ¿sabe? tenía empresas propias que le financiaban.

Hizo una pausa y bebió fino. Chascó la lengua.

– Es una tarea ingrata pero necesaria. Todos lo hacen. Pero no quieren aceptar que lo hagamos nosotros. Nos quieren ver todavía con la chaqueta de pana y pidiendo dinero a la salida de los mítines.

– Usted no lleva chaqueta de pana. Lleva un…

– No acertará la marca. Me lo hace mi sastre de Londres. Son trajes de artesanía, por decirlo así. ¿Le gusta?

– Está muy bien.

– Gracias, me lo exige mi trabajo.

Alargó la mano y acarició levemente a Anunchi. Esta, dijo:

– Toni y yo nos queremos.

– Claro, claro – contestó él -. Lo comprendo, lo comprendo perfectamente.

– ¿Usted lo comprende todo? – pregunté yo -. Yo cada vez entiendo menos. Tengo un amigo, mejor dicho, un conocido, que afirma que nadie entiende a nadie, que nadie escucha.

– La incomunicación.

Volvió a acariciar a Anunchi. Ella se dejó, pero sin hacer ningún gesto.

– Me cae usted muy bien, Carpintero. Lo sé todo sobre usted.

– Entonces sabrá que lo que le ha dicho su mujer sobre que nos queremos es verdad.

– No lo he puesto en duda. Conozco a Anunchi y sé que es verdad. ¿A qué sí, cariño, a qué es verdad?

– Sí, es verdad.

– ¿Ve? – me miró fijamente -. Es verdad. Ahora, si me lo permiten, voy a hacer que entren guitarristas y cantaores. Vamos a tirarnos una juerguecita.

– No – dije yo -. Anunchi y yo nos vamos. ¿Era todo lo que quería decirle a ella?

– ¿Qué tiene de malo un juerga flamenca? ¿No le gusta el flamenco?

– Sí, me gusta.

– ¿Y a ti, Anunchi? ¿Te gusta?

– A mí también me gusta, pero…

– Tengo que hablar, Anunchi. Decirte muchas cosas… No me importa que esté tu novio delante. Recuerda que cuando nos casamos quisimos ser como Simón de Bouvoir y Sartre. ¿Te acuerdas, cariño? Había que superar el matrimonio burgués.

– Sí – dijo Anunchi -. Teníamos que superarlo.

Yo me puse en pie.

– Gracias por el vino y las tapas – miré a Anunchi.

Ella tardó unos instantes en responder.

– Deja que me lo diga, Toni. Luego, nos vamos.

– Te lo dirá a las seis de la madrugada, después de la juerga. Y yo no estoy para juergas.

– Espérame un ratito fuera, ¿eh? – miró a su marido o a su ex marido -. ¿Vas a tardar poco en decírmelo, Manolo?

– Muy poco.

– Esperaré fuera – dije yo.

Salí al aparcamiento y encendí un cigarrillo, paseando entre los Mercedes y BMW.

Una voz surgió de uno de los coches.

– ¡Eh, Toni!

Era Dos más dos, asomado a la ventanilla de un Mercedes negro, con el aspecto de estar blindado. Sonreía y agitaba la mano.

Me acerqué a él.

– Dos más dos – dije -. ¿Qué cono haces aquí? ¿Te dedicas a robar coches oficiales?

Llevaba un uniforme gris, muy elegante y parecía limpio.

– Es mi nuevo curro. He mandado la boutique a tomar por el saco – bajó la voz -. Me lo ha proporcionado el comisario Arostegui. ¿Te acuerdas de él? Sigue tan majo como siempre. ¿Y tú qué haces aquí?

– He venido a acompañar a una señora.

Me miró con envidia.

– Te mueves tú en unos ambientes – se tocó el uniforme -. Ahora estoy con ellos, Toni, con los socialistas. Me he dado cuenta de que no se diferencian mucho de los otros – bajó la voz -. No se te ocurra decirle a don Manuel que me conoces de cuando la comisaría, ¿eh? Todavía les jode mucho que haya fascistas – me guiñó el ojo.

– Me alegro por ti, Dos más dos.

– Oye, no hace falta que me busques el piso, don Manuel me va a dar uno cojonudo, ciento veinte metros, jardín, parabólica… Un chalet adosado nada menos – su sonrisa era radiante -. Estoy mejor que antes, España progresa, Toni.

Tiré el cigarrillo en el suelo y me dispuse a esperar.

Una hora y media después tomé un taxi y me fui a mi casa. El taxi me costó tres mil pesetas y me desniveló el presupuesto para esa semana.

Me desperté al escuchar golpes en la puerta de mi casa. Me levanté del sofá cama y fui a abrir en calzoncillos. La verdad es que pensaba que se trataba de Anunchi.

Debí abrir la boca de sorpresa cuando Manolo apareció en la puerta, solo y con aspecto de acabar de levantarse después de diez horas de sueño.

– No le voy a molestar. Disculpe que venga tan temprano.

– ¿Qué hora es? – pregunté yo.

– Las siete y media.

– ¿Y Anunchi? – miré detrás de él -. ¿Dónde está?

Me tendió una carta.

– Ha preferido no venir – la agitó -. Cójala, es para usted.

Me quedé con ella en la mano.

– Dice que lo quiere de verdad. Que la ha hecho muy feliz, que nunca le olvidará. Que usted es su verdadero amor.

– ¿Eso dice?

– Sí, poco más o menos. Lo demás es literatura.

– ¿Entonces, por qué no se viene conmigo?

– Si no lo entiende, entonces no merece la pena que se lo explique – prosiguió -. ¿Quiere algo de mí? ¿Algún pariente que colocar en un ministerio? ¿Una licencia de exportación? Pida lo que quiera, se ha portado usted muy bien con mi mujer y me siento agradecido.

– No necesita nada.

– Está bien, entonces, adiós. Y no me juzgue mal.

Dio media vuelta y comenzó a bajar los escalones. Yo me quedé en la puerta con el sobre en la mano y en calzoncillos.

Manolo se detuvo, se volvió y subió dos o tres escalones.

– A propósito y perdone que le haga esta pregunta. ¿No está usted un poco loco?

– Márchese de una vez.

– Se lo digo porque Anunchi me ha estado diciendo que todo el rato usted le decía que tenía los pechos pequeños y puntiagudos y ella los tiene grandes y un poco caídos. También le decía no sé que historia sobre una sonrisa curvada hacia arriba y ella se ríe abriendo mucho la boca. ¿Está usted seguro de haber estado con Anunchi? ¿Con mi mujer? – se quedó pensativo -. Lo que más me ha mosqueado es esa obsesión por el pelo castaño y corto. A mí me gusta negro, espeso y largo, tal como lo tiene ella.

Todavía me agitó la mano para despedirse y yo, me quedé bastante rato mirando la escalera, con la carta en la mano.

Jamás me compraría aquel traje.

Nerja, mayo de 1990.

FIN

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19/12/2008