LA NOVELA NEGRA

El comprador de libros en España es una minoría que alcanza a las doscientas mil personas como mínimo y nunca sobrepasa al millón. No es el lector antiguo, ingenuo, al que pueden dar con facilidad gato por liebre. No tiene nada que ver con el lector de antaño. Ni siquiera con el lector de hace unos años. Es un lector que sabe, un lector que conoce la historia de la literatura, que es capaz de sentir placer con la lectura y que está en condiciones de escoger. Cuando compra un libro y lo lee, su capacidad receptora de mensajes ha sido condicionada con una variadísima trama cuya primacía corresponde a lo audiovisual, a la narración fílmica, al spot de televisión y a la prosa periodística, impresa u oída en la radio.

La influencia que todo ello ha producido en la técnica de la novela contemporánea, merecería mucho más espacio que el previsto en estas páginas. La relación de comunicación entre el lector y el escritor ya no se establece como el siglo XIX, por ejemplo. No sabemos cómo soñaban entonces, pero sí sabemos que ahora soñamos con imágenes cinematográficas. La prosa novelesca – de cualquier tipo de novela, policíaca o no – se ha modificado profundamente. Se ha hecho más escueta, más directa, menos descriptiva y más ágil.

Hace unos años las colecciones de novelas policiales de consumo inmediato se vendían como churros a unos lectores que acababan de acceder históricamente a la posibilidad del ocio y la lectura variada. Hoy día a las mismas colecciones de novelas policiales les saldría moho en las estanterías de las librerías.

¿Por qué?

Porque el lector ingenuo de antaño hoy está enchufando el vídeo y no compra libros. La televisión colma sus necesidades de emociones, de estremecimiento, conocimiento, gozo, etc. Un editor que no conozca esta máxima tan sencilla, está abocado al fracaso. De ahí que con una falsa óptica se sucedan las colecciones de novelas policiales que nacen, se reproducen un poco y luego mueren de muerte natural. Los editores suelen achacarlo a que aquí se lee poco. Y no es eso. Probablemente se lea poco, pero es lo que nos merecemos. La novela policíaca ya no puede ser mala, ni pasto del consumo, para eso ya está la televisión.

Hoy día apenas sí existe el lector específicamente motivado hacia las novelas de género. El que compra libros con intención de leerlos, adquiere a su autor favorito que puede ser Milán Kundera o cualquiera de los escritos que forman el censo de estos Cuadernos. Los lectores de la Novela Picaresca postfranquista no son lectores de género en su mayor parte. Puede que queden algunos forofos de la novela policial que compren todo, pero la mayoría de ellos adquieren novelas a secas. El que sean policíacas es otro asunto.

El nuevo lector post – cultura audiovisual no es tonto y sabe lo que tiene entre manos. Es un cómplice del escritor. Los dos saben de qué va el asunto y los dos asumen los guiños.

Esto de la novela negra o policial es, en el fondo, un guiño con el nuevo lector que todos llevamos dentro.

El término novela negra encierra no pocas ambigüedades y confusiones. Se suele emplear para definir cualquier relato policiaco y criminal e, incluso, para definir películas y publicaciones de terror. Es muy corriente que en periódicos y revistas – algunas especializadas y definidas como serias – se mezclen los conceptos de novela enigma, criminal, de suspense, de detectives, policíaca, negra, etc., sin ningún pudor ni preocupación por delimitar conceptos que no son englobables ni intercambiables.

El propio concepto de novela policial tiene, también, no pocos detractores que lo encuentran esquemático y poco acorde con la realidad. ¿Qué ocurre con aquellas novelas en las que no salen policías? ¿Pueden ser denominadas policíacas? Fue el crítico Salvador Vázquez de Parga el que matizó estos conceptos hasta integrarlos en lo que él llama la novela criminal o el relato criminal, término bastante aceptado por el resto de los críticos y estudiosos del tema que lo contemplan con mejores ojos que el clásico y conocido de novela policíaca o policial.

Javier Coma, uno de los mejores especialistas y sistematizadores del género, afirma que el término novela negra sólo sería aplicable a un determinado tipo de novelas norteamericanas, publicadas a partir de la década de los 20, dedicadas a… «la contemplación testimonial o crítica de la sociedad capitalista desde la perspectiva del fenómeno del crimen por narradores habitualmente especializados». Como se ve, una perspectiva muy diferente a la utilizada por los que mezclan en el mismo saco a Agatha Christie con Jim Thompsom, por ejemplo y establecen paralelismos entre el Marlowe de Chandler y el Hercules Poirot de la ya fallecida digna dama inglesa.

Para Javier Coma, por lo tanto, novela negra sería un subgénero – no peyorativo, por favor – de la novela criminal, aplicable sólo a un determinado grupo de escritores norteamericanos. En estas novelas, el acento no está marcado en el enigma del caso por resolver, en el jeroglífico a descifrar, sino en el retrato social, el estudio de los caracteres, los conflictos humanos, etc., es decir, todos los elementos que configuran una novela a secas.

En este sentido, la novela criminal que nace en 1841 con El doble crimen de la calle Morgue del ya clásico Edgar Allan Poe, tendría dos grandes divisiones: la novela de enigma, aquella en la que lo importante sería descubrir al asesino y la novela negra, con las pautas anteriormente citadas.

En realidad, todo intento de clasificar y delimitar es peligroso y a la postre inútil, porque la pertenencia de una novela cualquiera al género llamado criminal o policial es un tanto ambigua. ¿Qué criterios podemos seguir para definir a tal o cual novela como policial? La mayor parte de las veces nos guiamos por criterios externos a la propia novela. No pocas veces solemos clasificar a tal relato como policial o criminal por estar adscrito a una colección editorial de novelas policiales.

Cuando el enigma deja de ser lo importante, la clasificación se hace difícil. ¿Es Patricia Highsmith una autora de novelas policiales? ¿De las negras? ¿De las de enigma? ¿Es Chandler? ¿Es Chester Himes?

¿Qué diablos es lo que hace que determinada novela sea clasificada en este género determinado? ¿Los asesinatos, las muertes? Si así fuera, la mayor parte de las tragedias griegas serían antecedentes claros de la novela criminal, al igual que la Biblia o las Mil y una noches y el Hamlet de Shakespeare.

Para mí, lo que define una novela criminal – sea negra o de enigma o de la clase que sea – es su estructura interna. Una estructura que se repite de una clase a otra de novela y que la define.

Grosso modo, esta estructura sería:

a) Un hecho criminal, sea el que fuere, asesinato, rapto o robo.

b) La investigación subsiguiente de este hecho criminal.

c) La solución del crimen.

Participan de esta estructura El doble crimen de la calle Morgue y El largo adiós de Raymond Chandler, por poner dos ejemplos en los extremos de la línea. Gran parte de las novelas de Patricia Highsmith entrarían también en este receptáculo.

Soy consciente de la estrecha frontera entre los géneros y de lo gratuito y hasta alegre que significa empezar a colocarle puertas al campo. Sin embargo existe ya un reflejo condicionado que nos permite entender de qué hablamos cuando decimos «novela policíaca» o «novela de amor» o «novela de aventuras». Las imágenes que se forman en nuestras mentes son estereotipos de lo que entendemos por «policiaco», «de amor» o «de aventuras».

Salirse de un género es fácil – o muy difícil, según se mire – porque todo género encierra en sí mismo unos estrechos límites que se circunscriben al estereotipo. Una novela está encerrada en el marco de algún género cuando es unidimensional, cuando sólo tiene una lectura. La polisemia, la posibilidad de varias lecturas, la saca del género como si le diésemos una patada.

La isla del tesoro es una novela de aventuras, y Conrad también escribió algunas memorables novelas del género aventurero. En esto todo el mundo estaría de acuerdo. ¿Pero sólo son novelas de aventuras? ¿Está usted seguro? Lo mismo se podría decir de La Cartuja de Parma, del Quijote o de Ana Karenina.

La diferencia existente entre Ana Karenina y cualquier novela de amor de la colección «Jazmín», por ejemplo, llevaría escribir un grueso tratado de teoría literaria. Sin embargo, simplificando demasiado, diríamos que esa diferencia básica estriba en la multiplicidad de sentidos de la primera novela, de la espesura de su significación, de la polisemia que acarrea su lectura. Toda obra de creación profundiza en la realidad, desvela, reorienta el mundo y nos muestra matices que no conocíamos o teníamos olvidados.

La diferencia entre El largo adiós, de Chandler, El hombre enterrado, de Macdonald, La llave de cristal de Hammett o Un ciego con una pistola, de Chester Himes y cualquier gran novela reputada como tal en la historia de la literatura, es ya un problema de gustos, de educación cultural o de pedantería intelectual, que de todo hay. Las cuatro mencionadas – siendo de género – sobrepasan a ese género y se constituyen ellas mismas en recipientes que se explican por sí solas, sin necesidad de aplicar criterios que no sean exclusivamente literarios.

Cuando me encargaron coordinar esta colección de relatos policiales en lengua española me di cuenta de que podía contar con muchos más escritores de los trece que me exigieron por razones de espacio. Hay muchos más a ambos lados del Atlántico si consideramos la llamada novela negra como una determinada mirada, una forma de enfocar la literatura que la adscripción, sin más, a un género.

Se me han quedado muchos en el tintero. Y muy buenos. Los que hay son excelentes y todos han demostrado de sobra su valía en el campo literario. No hay ningún novel – debería haberlos, pero éste es un tema que se me escapa – sino gente curtida en el oficio de colocar palabras unas detrás de otras.

La variedad de los relatos de estos autores demuestra hasta qué punto lo policiaco no constituye un saco cerrado, ni la repetición de fórmulas. Aquí hay relato crónica, reflexión sobre la soledad, ironía despiadada, aventuras, etc., utilizándose todos los recursos técnicos y estilísticos que la Cultura Universal Literaria pone a disposición de los escritores. Por eso, el término «Cuadernos del Asfalto» me parecía más idóneo que el de «Novela Policíaca Hispanoamericana» o algo similar. El asfalto, la ciudad, o sea, lo urbano forma el fuste íntimo de estas propuestas literarias.

Nadie ha querido hacer una novela de género, las han hecho desde el género, cosa bastante diferente. El género es utilizado para los fines que persiguen y no al revés. No es una coraza que ahoga, sino un disparadero, una propuesta a partir de la cual se elabora un texto, cuyo análisis último debe hacerse a partir de él mismo. Es decir, no pre – textual, sino post – textual. De forma diferente a como gran parte de los mandarines intelectuales de este país enfocan este tipo de relatos.

Todo esto me lleva a plantearme una vieja polémica amistosa, discutida en varios congresos: ¿hay novela policíaca en España, sí o no? ¿Se trata de cultivadores de un género o de escritores que utilizan materiales de derribo?

A mi juicio esta polémica – interesante, quizás, para los colegas – carece de relevancia para los lectores o para el público en general. Es conocida la postura de Manuel Vázquez Montalbán y Carlos Pérez Marinero en el sentido de negar la novela policíaca española, matizando en cada uno de sus cultivadores un mayor o menor acercamiento al género que creó el bueno de Edgar Allan Poe allá por 1841.

Escribir es una actividad propia de insatisfechos, una actividad lúdica que es también un oficio y al mismo tiempo un psicodrama que saca fuera no pocos monstruos de varias cabezas. Es también un trabajo social que influye sobre el que escribe y sobre el que lee. Lo importante es la mirada con la que vemos las cosas y el lugar en la tribuna en donde estamos encaramados cada uno. Las palabras tienen dueño – como muy bien expresó el personaje de Alicia en el país de las maravillas – y no debemos olvidarlo.

Los dueños de las torres de marfil tienen derecho a bucear sin escafandra en cualquier mar de palabras o a pensar que la única realidad concreta consiste en lo que sueñan por las noches o en las arrugas de su rostro. Tienen absoluto derecho a inventarse todas las Regiones que aún quedan por descubrir y a volverse catatónicos tardando diez folios en abrir una ventana en el capítulo tercero.

La catatonía literaria dominante ha presentado obras muy buenas y aún puede hacer otras mejores. Lo que no es de recibo es confundir verborrea con «investigación lingüística» y escultura pura con una entrada preferente en la tribuna literaria.

En este momento, afortunadamente, hay una multiplicidad de miradas, de posiciones, sobre el acto de escribir. Esta, de «Cuadernos del Asfalto», es una de ellas.

Nadie piense que está en relación con los dioses. Lo sagrado no es el ámbito de la escritura. La actividad literaria pertenece al lugar de lo colectivo y lo público, en el fondo, una proposición para pasarlo bien, entendernos, conocer y reconocer el mundo.

La novela policíaca en lengua española no tiene tradición culta. Hay un pasado de traducciones anglosajonas y, en menor medida, francesas y muy poca producción propia.

En Hispanoamérica el panorama es aún más desalentador. Un uruguayo llamado Yamandú Rodríguez (1891 – 1957) publicaba historias policiales en revistas y periódicos argentinos en los años 30. Los grandes periódicos continentales preferían publicar traducciones de folletines que utilizar la cantera propia.

La literatura policíaca ha estado circunscrita al quiosco, paralelas a otras colecciones de tipo folletinesco, de guerra, amor, etc. Novelas de consumo abierto, solían basarse en tramas muy simples, situadas en horizontes muy ajenos. Casi siempre los Estados Unidos y firmadas con seudónimos americanizados. Los personajes eran estereotipos de cartón piedra que solían casarse con rubias esculturales después de destrozar a los malos y confesar que en realidad eran agentes camuflados del FBI.

Entre esta maraña de producción propia y de masivas traducciones foráneas, lograron colocarse obras de Hammett, Chandler y Chester Himes, pero que pasaron desapercibidas precisamente por estar englobados en estas colecciones. Nadie de la llamada sociedad literaria culta tomó en consideración esta literatura recluida en el gueto del quiosco de pipas. Una urgente revisión de esta producción literaria podría separar el grano de la paja y clarificar a determinados autores, muy estimables, por cierto.

Y con estos clisés se recibió a la nueva literatura policíaca española que surgió a partir de la muerte de Franco.

La tradición de escritores que se acercaron dignamente al relato policial y que hicieron suya la novela enigma a los Sherlock Holmes no se da en España. No hay apenas escritores dedicados a esta literatura. La cultura literaria de nuestro país ha permanecido impermeable a esas influencias, considerándolas un subgénero menor y de mera evasión.

Otra cosa es Simenon, al que se llega a respetar por su condición de extranjero y por el carácter inclasificable que poseen algunas obras suyas. Sin embargo, que yo sepa, tampoco hay escritores españoles que hayan intentado cultivar una novela policial «a lo Simenon».

En España el primer antecedente lo constituye Mario Lacruz con su excelente novela El inocente (1953) muy cercana a la estética de El Extranjero de Camus y a la novela psicológica. El fenómeno Mario Lacruz no tuvo seguidores y se agotó en sí mismo. Caso diferente es el de García Pavón con su Plinio, policía municipal de Tomelloso, y sus novelas de corte costumbrista – policial, donde la descripción de su comunidad y de su lenguaje prima sobre cualquier otra consideración y, por supuesto, sin rastro de lo que caracteriza a la novela negra en cuanto a acidez en la crítica.

En los años 70 una serie de escritores como Isaac Montero, José Antonio Gabriel y Galán y Manuel Vázquez Montalbán comienzan a utilizar determinados elementos del modelo de la novela negra.

En 1972 con Yo maté a Kennedy y en 1974 con Tatuaje,M. V. Montalbán echa los cimientos de lo que sería una de sus propuestas literarias: una novela crónica de la sociedad española, vista a través de su detective Pepe Carvalho.

También como precedente hay que apuntar la aparición, en esos años, de La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, que al mismo tiempo que utiliza los ya mencionados elementos de la novela negra, reconstruye las luchas sociales de la Barcelona de 1920, en clave de similitud con el Chicago de los mismos años.

Caso aparte es Juan Marsé, en cuya novelística está siempre presente, unas veces más y otras menos, la influencia de las novelas de intriga y suspense. En Un día volveré y Ronda del Guinardó, Juan Marsé utiliza claros resortes atribuibles a la novela negra.

Antes de 1980 aparecen dos escritores con obras marcadamente influenciadas por los clásicos del relato negro, me refiero a Andreu Martín y a Jorge Martínez Reverte.

A partir de ese año otros escritores se incorporan al censo de autores policiales españoles. Sin embargo, 17 años después de queM. V. Montalbán publicara Tatuaje el número de creadores de ficción policial no sobrepasa la veintena.

La aparición de la novela policial española está entroncada con la crisis del realismo social español. Los que tocaron la campanilla, anunciando el final del realismo social, trataron con no poco desdén cualquier intento de literatura que estuviera relacionada con la descripción de lo real, y la enumeración de los procesos que se estaban dando en la realidad social. Es decir, despreciaban lo temporal y lo histórico y no sólo eso, sino también la literatura que planteaba la comunicación con el lector como un hecho principal.

Los campanillazos que anunciaban el final del realismo social – la «berza», como era denominada – implicaban un mal disimulado desprecio por las novelas que reflejaban lo que pasaba, además de un no disimulado desdén por el cómo se reflejaba lo que pasaba. No era de recibo que las novelas tuvieran argumentos comprensibles, que la psicología de los personajes tuviera función. Lo que verdaderamente tenía importancia para la literatura era la verbalidad.

De ese modo, esa literatura basada en el vagabundeo y la caza furtiva de frases, palabras bonitas y metáforas rebuscadas, produjo una especie de catatonía paralizante, una endogamia literaria de cenáculo y suplemento literario fino: uno escribía para un puñado de amiguetes, entre los cuales, la mayoría, eran críticos del mismo suplemento fino.

A mediados de la década de los 70 empiezan a aparecer una serie de novelas ya mencionadas, en las que se presta atención a la intriga, al argumento, a la comunicabilidad con el posible lector. Entre estas propuestas aparece la novela policial o criminal o negra – o como ustedes la quieran llamar -.

En gran medida, la mayor parte de los escritores de esta propuesta narrativa han utilizado el hecho criminal o determinados elementos de la novela negra americana como truco confesado para coger al lector del cuello y meterlo dentro del relato.

La novela policial que se hace, aquí y ahora, está reintroduciendo la posibilidad de un nuevo discurso realista, superador de los antiguos esquemas de todos los realismos que en este país han sido. Creo que la poética de la novela negra ha creado las mejores claves para entender esta sociedad, en este momento determinado, en donde fundar un banco y atracarle viene a ser casi lo mismo.

En estas novelas parece que se cuenta la historia real, el auténtico mimbre de lo que pasa, el complemento de lo que sale en los periódicos y la televisión. Una especie de historia del subsuelo.

Esa operación de desguace de los elementos que formalizan la novela negra americana y su reelaboración – con todas las distancias, planteamientos diferentes, ópticas – ha creado obras verosímiles para la credibilidad del público. Él injerto de esta forma de literatura – de este género – en el tronco de la literatura española ha provocado, a mi juicio, un reverdecimiento en el panorama literario de este país, a pesar de las sonrisas, más o menos cariñosas, de los críticos y los caballeros literatos con sillón preferente.

Fueron los chicos y chicas de la rive gauche los que descubrieron en las décadas de los 40 y 50 las posibilidades técnicas y narrativas de la novela negra americana. Entre el aluvión de la literatura policial de quiosco se dieron cuenta – ellos sí – de que había importantes y novedosas propuestas literarias, auténticas obras de creación que poetizaban con un nuevo acento la vieja relación hombre – mundo.

El descubrimiento de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Chester Himes, Thompson y otros se produjo en un momento en que se debatía con fuerza el papel social del escritor ante las agresiones de la historia y del fascismo, de la creatividad y su posicionamiento con o en contra de las fuerzas ascendentes de la historia. La lectura de estos autores americanos, que mostraban la verdadera cara brutal, corrompida y explotadora de la sociedad capitalista del país más capitalista del planeta, produjo la misma emoción que cuando, 20 años atrás, descubrieron a Hemingway, Gertrude Stein o John Dos Passos.

La lectura de Hammett hace exclamar a Cernuda, asiduo visitador de todas las rives gauches, incluida la parisina: «… es un escritor para escritores, un técnico agudo en el arte de la novela y un estilista». Viniendo de quien viene, el piropo enaltece.

El mismo André Gide, tan obsesionado con la técnica de la novela, manifiesta también su admiración por el autor de La llave de cristal. En su Journal de 1942 – 1949, en la parte correspondiente al 12 de junio de 1942, escribió: «… he podido leer…, con asombro considerable, cercano a la admiración, Cosecha roja, de Dashiell Hammett, a falta de La llave de cristal libro tan recomendado por Malraux, pero que no puedo encontrar por ningún lado».

El término mismo de novela negra es francés y data de 1945, cuando Duhamel planificó para la Editorial Gallimard una colección de esas novelas de quiosco. Jacques Prévert la bautizó con el nombre de Serie Noire, aludiendo al color de las tapas de los libros y homenajeando, implícitamente, a la vieja revista americana de pulps, Black Mask – La máscara negra – donde empezaron a publicar los primeros escritores de esta variedad de literatura policial en la década de los 20.

Cuando poco después comenzaron a llegar a París filmes como The Maltese Falcon, de Jhon Huston, basado en la novela de Hammett del mismo título, Double Indemnity, de Billy Wilder, según el libro de James Cain, o Farewell My Lovely, de Edward Dimytryk, también basada en otra obra clásica del género, Adiós muñeca, de Raymond Chandler, el género negro quedó consagrado. A aquellas películas se las llamó filmes noirs, a ese cine, cine negro y a las novelas romans noirs.

Por extensión, todo relato policial que no estuviera basado en quién mató a quién, se llamó negro, término que se difundió por toda Europa, al mismo tiempo que se difundía el Plan Marshall americano, las bases conjuntas, el jazz y las hamburgueserías.

Curiosamente, en Estados Unidos, patria de todos estos escritores, no se admite el apelativo negro. A sus novelas se les sigue llamando de detectives, de suspense o criminal.

La utilización de determinados escritores españoles e hispanoamericanos – podría incluirse a otros más, de otras latitudes – de la ya mencionada poética de la novela negra, o de algunos elementos que la forman, han influido en la literatura realista, impidiendo que se agostara y creando mecanismos de legibilidad, de forma que se reproduzca el viejo placer de leer.

Como yo soy un convencido de que cada escritor es, él mismo, el lector que se merece y que en el fondo uno escribe las novelas que le gustaría leer, empiezo a dudar aquí y ahora de que en verdad se pueda hablar con toda propiedad de escritores que formen un club, llamado la literatura policíaca española.

El futuro de una novelística policíaca sería la de autodestruirse como género, escribiendo desde ella y no hacia ella. Es decir, no aceptando la unidimensionalidad que impone todo género e imponiendo muchas más lecturas de las que el propio género impone. Destruir los convencionalismos, los clisés, la misma estructura ya codificada del relato policial es tarea primordial si lo que se quiere es incluir este nuevo realismo en el tronco de la gran literatura.

La experiencia lectora es la única vía sancionadora. Si el lector al terminar la novela tiene la impresión de que sólo se ha recreado en las muertes, la investigación policial o el desvelamiento del crimen, habrá leído una obra de género que puede ser mejor, peor o regular, pero de género. Si, por el contrario, el viaje que ha realizado con el autor, a través del texto le dice muchas más cosas, produciéndole placer, habrá acertado: la obra ha saltado del género y se ha encaramado a la literatura.

Entonces, el que esto se llame «Cuadernos del Asfalto» es pura coincidencia.

Nerja, abril de 1990.