AL CALOR DE CAMPECHE

RAFAEL RAMÍREZ HEREDIA

Para tres de mis amigos de España: Juan Madrid, Fernando Martínez Laínez, Manuel Vigil.

«Ay, ay, ay ayayay, cómo me gustan las olas, ay, ay, ay ayayay, unas vienen y otras van, cómo me gustan las olas. Ay, ay, ay ayayay, cómo me gustan las olas, ay, ay, ay ayayay, las solas y las casadas, como me gustan las olas.»

(Son jalicience).

– Me lleva el demonio, siempre tienes que irte – dijo Ingenio Clausel – ¿por qué no dejas preparada la comida desde una noche antes? – continuó – sí, ya sé, ya sé, el sujeto te va a preguntar por qué haces eso.

Helena se colocaba las medias, después se levantó arreglándose el cabello, estaba sin vestido, el hombre recorrió con los ojos el cuerpo mientras le decía que no tuviera cuidado, que el encargo que ella le había dado se lo iba a cumplir, en lo único que alguna vez le falló fue en entregarle el poema que al inicio de la relación le dijo había hecho, pero eso quizá estaba olvidado, porque ya han pasado varios meses desde que el detective la conoció en casa de Marco Aurelio Oliva. La vio entrar y sin echarse para atrás ante la estatura de ella, la invitó a tomar un trago en la cocina y semanas después, cuando ambos andaban con el demonio de la calentura, él le confesó que no era escritor ni nada sino que lo había inventado para que ella se fijara en él pues en ese momento no le podía salir con que era un detective cualquiera porque de seguro la mujer lo hubiera mandado a paseo. De nuevo le dijo a Helena que se encargaría de encontrar al hijo de su hermana, sí, al hijo de Rebeca Cortés de Pradillo, y que a ella no le diría nada de la relación de ambos, mientras menos supieran de esa relación menos posibilidades tenía el marido de Helena, el sujeto, como entre los dos le decían, de enterarse y aunque la ciudad tenga más de veinte millones de habitantes no falta un delator que trate de quedar bien y ahí se tiene al marido, enfurruñado corno pantera, dispuesto a darle en la madre al detective Clausel. Al salir la mujer, Claus anotó los datos: Salustio Pradillo Cortés, estudiante desertor de la carrera de economía, desaparecido hace una semana. La madre, la hermana de Helena acostumbraba hablarle todas las mañanas al sitio donde Salustio se hospedaba en la ciudad de Campeche. El joven se dedicaba a cantar en un sitio llamado El Giovanini. Por muchas razones la madre no quiere acudir a la policía. Quedaron en que Rebeca legaría al piso del detective después de las cinco de la tarde pues antes If tenía una cita a comer en la cantina La Guadalupana con su compadre Manolo Cardona, el dueño del sitio y con Leobando Zapata, mariachi de profesión. Después de las cinco, le dijo a Helena, además le prometió ser prudente con los costes aunque el viaje debía de hacerlo en avión pues Campeche por carretera, está a 18 horas del Distrito Federal y el detective le dijo que ya no estaba para andar en esos trotes, aunque así no lo dijo cuando Rebeca, diferente en color de piel, menos alta y más gorda que Helena, entró al piso de la calle de Aguayo y miró con rabia al detective, le dijo que desde las cinco de la tarde lo estaba esperando, él farfulló una disculpa porque era obvio que no iba a decirle que la causa de su retraso eran las copas y la alegata entre Manolo Cardona y el mariachi porque Zapata. Eso no podía decírselo a Rebeca así que aceptó la mirada regañante y le pidió a Rebeca que esperara un poco, entró al baño para lavarse la boca y con ello tratar de romper el aliento alcohólico.

Rebeca, tiesa, revisa con cara de asco el piso del detective y éste finge no darse cuenta, le explica que por mediación del poeta Marco Aurelio Oliva tenía el gusto de recibirla. Después le pidió que le relatara su problema. La señora Pradillo, sin mover la cara, dio algunos datos que ya Helena le había dicho al detective y agregó que su hijo vivía con una familia en Campeche y que estaba segura de que algo malo le había sucedido pues acostumbraban hablarse todos los días por teléfono.

– Deben de pagar mucho por las largas distancias – comentó Claus. La mujer nada dijo a ese comentario ni tampoco aceptó tomarse una cubita sino que preguntó si veía difícil el caso.

– Nada puedo decirle hasta no estar sobre el asunto.

¿Por qué le decía «güerita» a su pistola? No lo sabe, si las güeritas son las mujeres rubias, en eso pensaba mientras por carga, y en autobús, mandaba su pistola, «la güerita», para que allá en Campeche la recibiera Ingenio Clausel, él mismo, por qué no, si al fin y al cabo llegaría primero, llegaría con el pensamiento clavado en Helena la mujer que ama y que vive con el sujeto, ese marido que tiene a la mujer todo el día y no como él que sólo a ratitos, como la tuvo la última mañana antes de subirse al avión, el día antes cuando Helenita le dio las gracias por ayudar a su hermana y terminaron rodando por la alfombra con la boca de la mujer metiéndose en todos los territorios del cuerpo del detective, en eso piensa mientras espera en la sala y sube al DC 9 y viaja con los ojos cerrados recordando los pechos de Helenita, (ay mi vida).

Repasó también algunos datos: Campeche es una población de menos de 200.000 habitantes por lo tanto el círculo no era grande. Allá lo buscaría un alumno de Oliva, un tal Enrique Pino a quien le dicen Pinito. El hijo de Rebeca había cantado en un sitio llamado el 303 y de ahí se pasó al Giovanini. Llevaba también una foto de Salustio y el recuerdo de Helenita, con eso era suficiente, pensó. Marco Aurelio le dijo que se fiara en todo del tal Pinito, así que por lo menos no iba a llegar en blanco.

El Baluartes, mister, dijo el taxista con el acentito ése sabroso de la gente del sureste. Subió a la 401 para enseguida bajar y preguntar sobre fa estación de autobuses. Caminando, pese al calor terrible, fue por la «güerita». Al regresar, en el loby lo esperaban tres jóvenes, uno de ellos, bajo de estatura y de ojos verdes, le preguntó si era don Ifigenio Clausel. El asintió y enseguida los muchachos invitaron una cerveza en el bar. Ahí se presentaron, uno, el de ojos verdes, era Pinito, los otros dos Gustavo Ramos y Carlos Vadillo. Explicaron que Marco Aurelio Oliva les dijo que un detective iba a trabajar en un caso en Campeche y que ellos, los tres, podían ayudarlo porque los tres, pese a tener otros trabajos, poseían un certificado de haber cursado estudios en la Academia de Investigaciones Privadas, dirigida, en Mérida, Yucatán, por el afamado investigador don Jacinto Chulím. El detective de Coyoacán no supo qué clase de academia era ésa y agregó: que primero iba a ver si necesitaba de sus servicios y en segundo lugar, aunque deberían de ponerlo en primero, era que le quitaran el don y le dijeran simplemente Ifigenio, que ese era su nombre.

El clima de la habitación 401 estaba a todo trapo, de tal manera que antes de dormir la siesta If bajó la graduación del frío y se tapó con la sábana. Puta, que helado está esto, dijo en voz alta, mientras revisaba los acontecimientos. Pensaba también que no era fácil que el detective de Coyoacán aceptara auxilio en sus tareas, pero los chicos de Campeche le eran agradables, o se estaba poniendo viejo, o el caso era lineal y tenía flojera, una flojera que de tiempo acá se le venía subiendo en el alma.

Enorme, más alto aún por la flor que usaba por sombrero, la camisa abierta hasta el ombligo y unas bermudas amplias, el tipo se acodaba en la barra del Giovanini. El sitio era un callejón con una especie de plazoleta donde se encontraba el despacho de las bebidas. Pese a que se notaba que el clima artificial de la cantina funcionaba al máximo volumen, no era suficiente, se respiraba el calor, no se desperdigaba el humo y menos los gritos. El tipo de la flor en la cabeza estaba muy entretenido en sobarle delicadamente las orejas a un hombre delgadito que también bebía junto a la barra, del lado contrario a los mariachis. Así, de una sola mirada, el Giovanini era eso y más, y a Ifigenio Clausel le dio flojera meterse de cabeza a un bar tan sórdido, tan caluroso, tan en contra de lo que a esa hora de seguro el detective de Coyoacán buscaba. Afianzo bien a la «güerita», colocada esta vez abajo de la guayabera, y pensó que los hombres nunca se iban a morir de parto.

Se sentó buscando con la vista a alguien que le sirviera el primer trago, sin querer recordó los muchos bares mugrientos que había visitado en su vida, pero por el momento, si es que la memoria no echaba cartas en el asunto, este Giovanini era el más horrendo. El detective proseguía con su observancia al tugurio (el peor de todos, ya no hay duda) medalla de oro a la horrendez, y además le vino a la mente algo diabólico que notaba por ahí, como si la espantosa costra visual no fuera sino el cascarón de otro mundo más espantoso aún, si esto fuera posible, se dijo. Y como si llamara a rebato al mismísimo Lucifer, el hombrón moreno que miró al llegar, con la flor en la cabeza, se levantó de su sitio, caminó hacia el extremo contrario de la barra, (ay Ifigenio, dónde te andas metiendo). Claus, alelado, miraba las maniobras del homosexual que más bien parecía guardia nariz de los acereros de Pistburg, que bujarro como era, con la flor amarilla en la cabeza, (carajo, además debe de estar loco) lo que le daba un aire – pensó If – de jabalí paseándose entre rosas. Al llegar al extremo de su viajecito, el hombrón regresó a su sitio, alzando el brazo, fuerte, depilado pero macizo y dejó caer su manaza sobre la espalda del delgadito que medio sonreía moviendo el hombro en señal de: ay cabrona, ya me dejaste baldado, o me gustan grandotas aunque me peguen. Se dio cuenta que de ahí, ahora, no sacaría nada así que paga y sin hacerse mucho a notar sale al bochorno de la calle y ahí respira con la sensación de haber emergido de lo hondo, de lo de más abajo.

La casa de Enzia Bertucci se encontraba en un barrio tranquilo, en la calle de Margaritas. Después de las presentaciones la joven lo invitó a pasar y le informó todo lo que el detective le fue preguntando. Que la propiedad era de los padres de Enzia, ella sólo administraba la renta del apartamento del fondo del jardín que era donde vivía Salustio. El llegó por el anuncio del periódico. Nunca daba problemas, a lo más las llamadas diarias desde la ciudad de México. No le conocían vicios ni amigos. Salustio primero trabajó en el 303 pero el lugar, por reformas, fue cerrado, de ahí se fue al Giovanini, Enzia no conocía el sitio. La chica acompañó al detective a visitar la habitación del joven Pradillo. Nada faltaba en apariencia, ni siquiera sus utensilios de aseo, nada, como si estuviera por volver de un momento a otro.

El detective regresó al hotel pensando que la madeja se iniciaba en el Giovanini, no había de otra.

El efecto del diazepán tomado antes de acostarse estaba deshecho después de la nadada en la piscina. La mañana, pese a que era temprano estaba ya calurosa, después de una larga jornada natatoria fue al restaurante a desayunar huevos a la motuleña, enseguida habló con los tres de la academia de Chulím y se quedaron de ver en bar Ojo de Pulpo a eso de las dos de la tarde. El los esperó fuera y una vez instalados frente a una mesa metálica, y con cuatro cervezas Lager bien frías, If les dijo que iba a necesitar de sus servicios: todo lo que se pudiera saber sobre Salustio Pradillo Cortés. Después bebieron más cerveza y comieron pulpos, chicharrones, pepinos con chile piquín. Antes de salir, un hombre, vestido de negro, con toda la facha de ser menonita, se acercó a venderles quesos. El tipo, mientras ofrecía sus productos, se le quedó mirando a Ifigenio. Cuando el hombre siguió su recorrido el detective preguntó sobre el asunto. Los tres le dijeron que cerca, en Hopelchén, había una comunidad menonita y que a veces sus miembros salen a vender sus quesos, de seguro este tipo es uno de ellos. Ramos, con la cerveza a flor de labios, dijo que los menonitas son unos mamones desfasados del resto del mundo. Cerca de las cuatro de la tarde, If tomó rumbo al Giovanini.

No eran ni las cinco de la tarde cuando regresó al bar del Baluartes. Fue la visita al Giovanini, sucia y mal oliente como el mismo sitio. Nadie quiso decir algo. El enorme homosexual lo remitió a un tipo que estaba apostado tras la barra, junto a la caja registradora, quien dijo llamarse Roger Tún y era el encargado. If recordaba las facciones del hombre, las miraba ahí en el bar del hotel Baluartes cuando a través de la cara sin nada especial de Roger, vio entrar a este bar, no al Giovanini, a la frescura del Baluartes, a una mujer no muy alta, rubia, de trasero más que interesante, que se sentó en una mesa del final y pidió, en buen castellano, con acento extranjero, también una Lager (guapa güerita, está muy bien, ojalá esté sola). Sin perder de vista a la recién llegada, en espera de que no arribara algún acompañante, porque en esto hay que saber ser prudentes y esperar, If le dio vueltas a la plática con Roger Tún: Dijo ser amigo de Salustio, que andaba de paso por ahí y quiso saludarlo. El encargado, con voz rasposa y grosera, le dijo que ése tal Salustio había trabajado una semana en el Giovanini pero que un día no regresó más y nada podía agregar (ay muchachita, que nadie se te acerque, ojalá y vengas sólita). De ahí, con altas y bajas en la conversa, If no lo sacó, pero el maricón, a quien llamaban Corcovado, se acercó a preguntar al encargado si había algún problema. If se adelantó con cara sonriente y sin tomar en cuenta lo amenazador del hombrón le hizo las mismas preguntas sobre su «amigo» Salustio. El detective recuerda que Corcovado no contestó sino fue Roger quien repitiera que el joven ése una tarde ya no apareció a cantar, eso es todo. If bebió, sin hablar mucho, unas cervezas más, se rió de algunos asquerosos chistes de Corcovado, pagó la cuenta y cerca de las cinco se encontraba en el bar del hotel, repasando los hechos, mirando el trasero de la rubia que regresa del servicio y él, como no queriendo, le dice salud con la mano y ella contesta con leve sonrisita lo que le sirve a If para levantarse, acercarse y sin más, como lo señalan las buenas técnicas del Conquistador sin Maestro, pide una ronda igual, lo mismo que está tomando la señorita, se sienta frente a la mesa de ella e inicia la conversación con: «no hay nada mejor, para pelearle al calor, que una buena cerveza fría, todo esto en tu honor, tan, tan».

Lo demás fue lo de menos, las rondas de cerveza fueron seguidas y en un momento, así como si todo fuera natural, él ya estaba cerca de la rubia – mi nombre es Laura Williams, antropóloga, vivo en Campeche desde hace unos tres meses, pero antes estuve en Guatemala y en Honduras, sabes, estudiando a los mayas – para acordar irse a otro lugar más tranquilo porque el bar estaba lleno.

– Podemos comprar unos tragos y subir a mi habitación, el clima es bueno (demasiado) y pasarla a gusto.

Ella no aceptó, dijo que la entendiera, que vivía en una ciudad pequeña y todo se sabe y lo que no se sabe, se inventa, así que mejor fuera a otro lado, que ella conocía uno, relativamente cerca, pero tenía auto, y sin problemas podían ir, llevarse, claro, otras cervecitas y algo de tequila para el desempance, le aseguraba que no se aburriría.

– Me llamo If, así, If, como Fifi, pero sin la F, Fifi, Ifi, If (y debo de estar bien pedo, eso de andar haciendo jueguitos de palabras con mi nombre, Ifi, Fifi, parece trabalenguas de orate) If, Laurita, mi vida.

– Debo antes ir al baño – dijo ella. Obvio, las cheves son diuréticas, él lo aceptó sin moverse pero de inmediato pensó que Laura tenía razón, así que tras de ella salió sin que la mujer se diera cuenta, sólo que If no quiso ir al baño del loby del hotel y viendo el ascensor abierto, subió y como él no era de los pendejos que dejan la llave en la administración por si salen asuntitos como el de ahora, entró a su cuarto, usó rápido el servicio para llegar antes que Laurita, pero al salir sintió el calor asfixiante en la habitación porque el aparatito estaba apagado, así que sin más abrió el contacto, todo, para que el aire frío saliera. Cuando Laura regresó al bar, él estaba de pie, pagando la cuenta.

– A la hora que quieras, mi vida.

Con el cargamento a bordo del auto de Laura tomaron rumbo hacia uno de los puntos de la bahía, ella le dijo que no habría necesidad de llegar a Lerma. Mientras manejaba bebía cerveza y él, claro, también, y le acariciaba el muslo sin que Laura, la antropóloga gringa, de fluido hablar castellano, dijera o hiciera algo. Desde la altura del cerro y del fortín, la ciudad, la bahía, se veían en verdad hermosas. El aire del mar daba una sensación de frescura. Al regresar al auto bebieron de nuevo, ella dijo que debían de ver el teatro al aire libre situado unos metros más abajo. Ahí él ya no quiso escuchar más, la atrajo hacia sí, la besó y de ahí en adelante Laurita respondió sin tapujos salvo cuando él la trató de tumbar sobre la hierba, ella dijo:

– Aquí no porque hay serpientes.

– Pasu madre, por qué no lo dijiste antes, entremos al auto – pero hacer el amor en un auto en Campeche es como hacerlo en un baño sauna y a esa hora If ya no estaba como para hacer faenas de héroe. Sin dejar de sonreír le dijo a Laura que mejor fueran a la ciudad. Tomaron una cuba libre, con mucho hielo, en un restaurante llamado El Parque y ella, con la promesa de buscarlo al día siguiente por la noche, lo dejó en la puerta del hotel cuando eran un poco más de las doce de la noche.

Al subir por el elevador se acomodó la pistola (mi güerita) y pensó que acostarse en el descampado con la gringa hubiera estado del carajo, mejor mañana o pasado, entró a la 401 y el frío, terrible, le golpeó la cara. Recordó que había abierto el aparato de clima y casi brincó para cerrar de nuevo la refrigeración. Cuando sintió que el castañeteo de los dientes amainaba, se empezó a desvestir, dejó la pistola, a su güerita, sobre el buró y prendiendo luces y televisor se sentó en la cama, pensó que mañana, temprano, sin el peso de cervezas y tequila, iría a armar todo el tinglado del pinche Salustio. Se tendió mirando la imagen en el televisor y fue en ese momento cuando de reojo vio los colores del animal. Apenas la punta de alguna parte que él sin moverse no pudo definir, como si definiéndolo importara, ¿y si había otro en otra parte? No era experto en animales y menos en los que no había visto completos, como ese que mostraba, debajo de la almohada, parte del cuerpo. La primera reacción fue levantarse de un brinco pero recordó que siempre alguien decía que a los animales, sino los molestan no hacen nada. Entonces poco a poco, con el sudor lanzado a chorros, se incorporó. Fueron movimientos en cámara lenta, milímetro a milímetro hasta que estuvo sentado. Con los músculos del tórax endurecidos. Con esa espantosa sensación de sentir el piquete, la mordida, o lo que fuera, y estaba en el cuarto piso, a lo lejos se veía lo oscuro de la noche, el televisor lanzaba mensajes y el detective Ingenio Clausel, de Coyoacán, está sentado en la cama de un hotel de Campeche, mira leves movimientos debajo de las sábanas, y ve dos colas saliendo de abajo de la almohada, no sabe si debajo de la cama estarán otros bichos, está a punto de gritar, o de brincar. Mueve casi imperceptiblemente la pierna y haciendo equilibrios se levanta y se está quieto, apretando la boca, ni siquiera respirando rápido para no alebrestar a los animales coloreados, ¿qué serán? Parado, en calzones, entre la cama y el televisor, ve sus pies desnudos, no quiere imaginarse lo que puede estar bajo la cama. En seguida, paso a paso, midiendo cada tranco, caminó hacia la puerta, al llegar a ésta la abrió para echarse a correr por el pasillo rumbo a los elevadores y aparecer, así, en calzones, gritando en el loby donde algunas personas, algunas mujeres, gritaban también al ver un tipo despeinado, semidesnudo, emitiendo obscenidades, reclamando que trajeran bomberos y patrullas, a dueños de circos, exigiendo que un grupo de personas del hotel subiera, no sólo a cambiarlo de habitación, sino a garantizarle que nunca más iba a tener animales horripilantes en su habitación. El subgerente, dos bel boy y tres curiosos, se aprestaron a visitar el 401 y después de minuciosa revisión del mismo, de la maleta negra del detective, de la ropa y de milímetro a milímetro del cuarto, descubrieron tres víboras coralillos metidas en la cama del detective. Alguien dijo que no pasó a mayores porque los animales, ateridos por el frío del cuarto, estaban muy lentos en sus movimientos y de seguro se refugiaron bajo las almohadas para entrar en calor. Pasu madre, dijo Clausel antes de acostarse en la 104, después de revisarla palmo a palmo.

Luego de comentar lo de las coralillos, los cuatro, sentados frente a una mesa del Ojo de Pulpo, se quedaron en silencio. Después llegaron a las conclusiones de que era imposible que tres bichos de esos se hubieran metido en la habitación de Ifigenio, entonces se trataba de una conjura. El asunto de Salustio ya no era tan sencillo, pensó el detective.

– Tomamos la última y nos vamos – les dijo a los de la Academia. En eso fue cuando vieron entrar al menonita del día anterior, de nuevo vendía quesos. If les hizo una seña y salieron. En la calle Pino se ofreció a seguir al tipo de negro. Muy bien, le dijo If, pero que no se dé cuenta que le pisas los talones. Si sale de la ciudad, solo fíjate qué rumbo toma.

– ¿Y si no sale?

– Hasta donde llegue, Pino.

If fue de nuevo a casa de Enzia por si sabía alguna novedad, después regresó al Baluartes, se entretuvo en ver el mar hasta que los tres de Chulím llegaron. Desembuchen, les dijo mientras prendía un cigarrillo. Pino dijo que el menonita salió de la cantina y tomó rumbo al Hopelchén, se fue en una camioneta color naranja. Gustavo Ramos explicó que Laura Williams había llegado a Campeche tres meses antes, que trabajaba en la región de los Chenes en un proyecto sobre los mayas del área, no se le conoce amante aunque se rumora que tuvo algo que ver con un poeta llamado Sergio Witz, eso es todo. Vadillo dijo que de Enzia y su familia nada se podía agregar, sólo que la chica estaba enamorada de un periodista de la ciudad de México llamado Zambrano, eso era todo. El detective de Coyoacán les dijo que al día siguiente iban a necesitar el auto de Vadillo y que se verían como a las diez de la mañana.

En la administración le dijeron que la señorita Williams le había llamado ya en tres ocasiones, que se reportara al 25449.

Es cierto, sólo en las películas se veía eso, pero tuvo que hacerlo: usó las toallas, el sobretodo de la cama y así el atado colgó unos metros hacia abajo, de tal manera que el salto fue pequeño, después se colgó usando las manos y brazos y se dejó caer a la orilla de la alberca. Como una sombra la bordeó para encontrarse atrás del hotel. Eran cerca de las 4 de la mañana y ni un alma circulaba por las calles de Campeche, aún así tomó las precauciones necesarias y se fue bien pegado a las casas. No tardó mucho en llegar al Giovanini que tenía las puertas cerradas, el letrero apagado. No obstante se apostó en una esquina y observó durante algunos minutos. El golpeteo en las sienes y la respiración agitada demostraban sus nervios, por eso le vino bien la espera.

… sobre un trozo de papel del baño tenía ya bien molido el diazepam del 10, así que cuando escuchó el sonido de la puerta, lo de la habitación estaba en orden. If dio paso al mesero que sonrió al recibir la propina. Ingenio Clausel disolvió la mitad de la pastilla en la bebida, sin echarle hielo, sólo ron y cocacola y un chorro de limón, se estuvo dándole de vueltas, así como él acostumbra a preparar las cubas libres, y esperó al observar que el polvillo blanco del diazepam se perdía en lo oscuro de la bebida. La mujer, vestida con un huipil blanco, sonriendo, apareció en la puerta. Estás muy bella, dijo él, y en seguida la invitó a pasar…

La parte escogida fue el límite entre el Giovanini y la casa blanca de la orilla norte, el ascenso no era difícil, era trepar por una ventana enrejada y de ahí en adelante iría definiendo la acción sobre la marcha.

… la antropóloga olía bien y con el antebrazo el detective supo que la gringa no usaba brasier. No te muevas, dijo, te voy a traer una cubita riquísima, te va a encantar. Y se pasó algunos momentos festinando las cubatas que hacía If, o sea él, o sea yo, le dijo. (Por si la cabrona siente algo, le dará vergüenza decir que está desagradable el trago.) Hasta ver el fondo, le dijo. Las dos cubas estaban bien cargadas de hielo y se apetecían por el calor. Laura bebió sin respirar para después alabar la manera que If tiene de preparar bebidas. Le untó el cuerpo al suyo e Ifigenio supo que esa noche iba a torear en esa plaza, más por un servicio a la causa, que por ganas…

El techo del Giovanini se extendía hasta unos árboles al fondo. Al llegar al final se mantuvo a la espera por si veía una luz o algo. El sudor chorreaba la cara y mojaba la ropa deportiva, trató de ver hacia abajo, la luna le mostró unos tambos metálicos y un patio descuidado. De nuevo se descolgó. Era un edificio bajo, de algo más de tres metros, de tal manera que cayó, flexionando las rodillas, sobre los tambos que aceptaron el golpe. Sin esperar se bajó del cilindro y con el mismo se cubrió de un posible ataque. Sentía al sudor resbalarse por la nariz, se limpió la cara con la manga derecha y siguió esperando. El silencio no era roto por nada así que Ingenio prendió la lámpara sorda. Recorrió el pasillo metro a metro así que pudo ver las ventanas enrejadas, que al filo del piso se alineaban a lo largo de la construcción. De ellas salía un leve rumor detectado hasta ese momento y al acercarse, con cuidado, olió algo agrio y muy desagradable.

… ella iba de un lado a otro de la habitación, se había quitado el huipil y sólo se cubría con un pequeño pantaloncillo transparente tipo bikini. A él se le achicaron los ojos y prendió la radio, la invitó a bailar mientras también se iba quitando la ropa. En un momento se separó y le dijo que antes se tomarían la última de esa noche para que no hubiera ninguna clase de pudores, y le dijo al oído otro de los pocos poemitas que se sabía: «a nuestro festín acudieron Baco, Afrodita y Eros, ¿y la moral? la moral no fue invitada al festejo…»

Apagó la lámpara y se acercó a una de las ventanas enrejadas. Salvo el leve rumor y el olor, fuerte, sucio, nada sucedía. Iba a prender la lámpara cuando un rostro, lívido, con los ojos abiertos al máximo, apareció del otro lado de la ventana.

… Laura a veces intentaba llevarlo a la cama y a veces seguía bailando. Los dos estaban desnudos bajo la luz de la habitación que ella no buscó apagar y él tampoco. La mujer se notaba linda, el sexo era rubio e If no pudo frenar la erección.

Por un momento los dos hombres se quedaron viendo frente a frente sin decir algo. If llevaba ya amartillada a la «güerita», la pistola brillaba un poco por la luna. El de adentro le dijo que por favor no le hiciera nada. Claus, en voz baja, con el mismo tono usado por el de adentro, le dijo: qué estaba haciendo ahí. El de adentro, flaco, con rasgos indígenas, le pidió de nuevo que no dijera nada, que ellos habían pagado ya la cuota. (¿Ellos?, ¿cuota?) Cuántos son y cuánto pagaste, si no me lo dices salgo de aquí y los mando a la cárcel – dijo tratando de que su voz sonara convincente. Por favor, señor, por favor, imploró el otro. El de adentro cantaba las palabras. (Este no es mexicano.) Te vuelvo a repetir, ¿cuántos son, cuánto pagaron, y de dónde vienen? remarcó, con la «güerita» bailando en la mano.

… tropezaron con la cama y cayeron a ella. La mujer se extendió estirando los brazos If se hincó sobre Laura y empezó a besarle los pechos. (Ay Helenita, ay Helenita.)

Somos 17 y fueron dos mil quetzales por cada uno, pero vos debes de entenderlo. El hombre hablaba en voz baja. If prendió la linterna y aluzó el interior. Sobre el suelo, en unos petates, un racimo de cuerpos al parecer dormían. El calor de adentro debía de ser insoportable. Sin dejar de ver a los cuerpos escuchó que el de adentro señalaba que venían de la frontera. Del sur. De más allá de las selvas. Refugiados, ¿verdad?, contestó Clausel. Sí señor, pero por favor no nos devuelva, se lo ruego por la virgencita.

… se bañó con agua fría para evitar el dolor en los testículos, se vistió con la ropa deportiva. Enseguida empezó a hacer el colgajo con el cual descender desde ese primer piso…

Cipriano Canchó dijo que en nombre de sus antepasados juraba no decirle nada a nadie. Dijo que llevaban ahí dentro dos días, los trajeron desde el Puesto de Refugiados cerca de la frontera con Guatemala. El trayecto fue de otros tres días hasta la finca del señor Erick. No, no sabía dónde estaba la finca, tampoco por dónde los iban a llevar, sólo tenían la promesa de que los pasarían a los Estados Unidos, al llegar allá ellos entregarían los otros mil quetzales porque al salir dieron los mil primeros.

… vestido con la ropa deportiva avanzó hacia el Giovanini…

Regresó por el mismo camino, al llegar al mar tomó por el malecón y de pronto sintió piquetitos en el cuerpo y una comezón en las piernas. Se acercó a la luz de un farol de neón y así, aun siendo casi de noche, vio el pulular de las pulgas en su cuerpo. Pasu madre, corrió hacia el hotel. Al llegar usó la puerta de atrás, la brincó para entrar a la alberca. La piscina estaba vacía de gente, en la orilla se quitó la ropa, separó a la «güerita» y su funda, también tomó las llaves del cuarto, los tres objetos fueron dejados lejos de la ropa y se tiró al agua de la piscina. La luz del día andaba rondando las casas e Ifigenio Clausel se tallaba con el agua. Al salir recogió la pistola, la funda y la llave, las colocó atrás de su cuerpo, así que los turistas yanquis, que en ese momento se arremolinaban en el loby para salir de seguro a una excursión a las pirámides de Edzná, vieron a un señor muy serio que cruzaba, vestido sólo en calzones, rumbo al ascensor. No bien había llegado al cuarto y miraba a la gringa dormir despatarrada, cuando sonó el teléfono. Dejó que la voz del otro extremo finalizara para decir:

– Me perdona señor, pero yo no tengo la culpa que usted y esos incultos gringos confundan una prenda íntima con un bañador que es el último grito de moda en París, carajo.

Y colgó el teléfono.

Laura tardó en bañarse, después con cariño, como si la noche hubiera sido tórrida, la despidió en la puerta. Habló a México con la señora Pradillo y con Helenita su hermana, y con Marco Aurelio Oliva, enseguida fresco, mirando olímpicamente a los de la administración salió. Desde la calle les habló a los tres de Chulím y quedaron de verse en el mercado para desayunar, tacos de cochinita y relleno negro. Mientras almorzaban hicieron el plan, de tal manera que al salir del mercado llevaban ya los disfraces. Ir y Ramos se cambiaron en el baño de la cantina La Colonial y después alquilaron el pequeño carro de nieves que vendía un jovencito. Les costó convencerlo pero Ramos, conociendo la manera de pensar de los del lugar, lo hizo no sin darle un buen dinero a cambio del carrito. Empujándolo los dos tomaron rumbo al Giovanini mientras Pino y Carlos se iban a conseguir el transistor y el cuchillo.

Se estacionaron frente al Giovanini fingiendo vender nieves, ahí estuvieron soportando el calor intenso aún cuando se encontraban bajo una inmensa ceiba cuyas ramas apenas quitaban un poco del sopor que los invadía. Al atardecer Vadillo, desde lejos, les hizo señas y los dos abandonaron la guardia. Todo normal, fue el comentario.

Tuvimos pocos clientes, yo me estuve tragando helados, Gustavo como si nada, sin que lo afectara el calor y a mí me aterraba, no hubo brisa, pero se tiene que aprender que en este trabajo lo mejor es la cautela, estarse horas en la calle permite reflexionar, ay Helenita, que estuviéramos metidos en la cama y no buscando a Salustio, que resultó ser de humo porque de humo es la vida y yo aquí con la ayuda de estos muchachos, qué suerte, sino me hubiera tenido que partir en dos, ojalá Pino consiga el equipo, porque no hay otro camino que el mar, ni modo que se los lleven en autobús, uh, 25 horas, no, no es posible, sin contar con los problemas en la frontera, o que los saquen en avión, ahí dejarían toda la ganancia, tiene que ser por barco, por eso escogieron Campeche, porque aquí hay menos gente que en otros puertos, es el sitio ideal, sin peligros, eso está claro, tienen que sacarlos en barco y el calor me va a quitar la saliva, como me caería bien una cerveza, pero no puedo dejar aquí solo a Gustaviño, porque no es justo. ¿Cómo iba a saber que la región de los Chenas era en Hopelchén? carajo, tragando nieves, soportando el calor y eso que apenas son las dos y ya no llego, tenía ganas de tumbarme y con ese disfraz de pendejo, que me vieran los amigos de la Guadalupana, puta, vendiendo nieves y parado como idiota, ojalá Pinito y Charly hayan conseguido un buen transistor para que Ramos lo ajuste, ay mi vida, ay Helenita, el transistor, porque sin el transistor voy a valer madre.

El calor dentro del auto, pese a que ya eran más de las 10 de la noche, era pesado y de seguro el olor nada agradable. Charly, a eso de las 9, había salido a comprar tabaco, bocadillos y refrescos. If durmió un poco cuando pasadas de las 10 y media una camioneta de color anaranjado, se detuvo a un costado del Giovanini. En la cabina dos individuos, uno de ellos bajó y caminó hacia la parte de atrás, quitó la lona contra la lluvia y dejó ver a cuatro hombres que viajaban acuchillados. Con senas los hizo bajar y los alineó junto al transporte. Uno a uno, como si esa fuera la consigna, penetraron al bar, después ese mismo hombre se acercó a la cabina, metió la cabeza en ella y con la mano hizo un movimiento de despedida. La camioneta arrancó, llevaba los faros cortos de luz y dio vuelta rumbo a la carretera hacia Hopelchén.

– Síguela – ordenó If a Charly. Los demás bajaron con mucho cuidado. – Es importantísimo que no se note que la sigues -, dijo antes de que el auto de Vadillo arrancara y fuera tras de la camioneta anaranjada.

– Creo que el arroz se está cocinando – murmuró el detective – necesitamos otro auto, tráete el tuyo – pidió If a Gustavo. Este sin hablar se echó a caminar.

– Paciencia, paciencia – repetía If – una vez dentro del auto de Ramos. Organizaron guardias pero nada sucedió sino como a las 4 de la mañana, casi media hora después de que vieran salir a Corcovado y Roger que cerraron por fuera el Giovanini, el auto de Carlos Vadillo, silenciosamente, regresó. Carlos escurriéndose por la calle entró al auto de Gustavo para informar lo que había visto.

– Magnífico, vamos cerrando la pinza – explicó Ifigenio y les dijo que él creía que por lo menos hasta la tarde de hoy mismo nada iba a suceder, sin embargo, antes de irse debía de hacer una segunda incursión. Ya sé el camino – les dijo.

Si los de la administración del hotel ya lo conocían en calzones, y de a dos veces, menos les iba a importar que lo vieran disfrazado de campesino, así que no se quitó nada, hizo una señal de saludo y se metió al elevador. La 104 estaba fresca, muy fresca, de todos modos antes de tenderse en la cama, pesado, cansado, revisó palmo a palmo cada uno de los muebles y enseguida se tumbó sin quitarse la ropa. Por teléfono les pidió que lo despertaran a las 10:30. Tuvo sueños dispares, sintió culebras y lagartijas, se comió cientos de helados de chocolate y sudó a mares, sin embargo el timbre lo incorporó de un salto para meterse a la ducha y dejar que el agua lo despabilara otro tanto. (Ay Helenita, ay mi vida.) En traje de baño, cargando una bolsa de plástico, salió a la calle. Atrás del hotel estaba el malecón así que pronto se confundió con los paseantes que disfrutaban a esa hora del mar, se sentó en una banca y esperó. Como casi siempre, tarde y corriendo, llegaron los tres de Chulím.

– Paciencia, éste es un juego de paciencia, el que se mueve no sale – y al pronunciar esto recordó que alguien usaba esa frasecita, bueno, la completa era: «el que se mueve no sale en la foto», pero If la aplicaba a la paciencia, a la espera, a la necesidad de volver a pasar muchas horas frente al Giovanini, eso es la clave, les dijo.

Después revisaron a conciencia el transmisor de señales. Esto es mi seguro de vida si creo en lo que va a suceder, les dijo. Recuerden, esto es mi seguro de vida. Después en el auto de Carlos recorrieron las posibles rutas y los posibles lugares donde debían de hacer el cambio. Todo esto en caso de que en la puerta del Giovanini no les fuera posible. Pero para eso estamos todos en este equipo, que por decisión conjunta se les amó Grupo Los Aluxes. Los duendes, en castellano, porque If no supo de momento qué cosa era eso de Los Aluxes. Se quedaron Carlos y Pino en el auto y él y Gustavo, disfrazados, se fueron a su puesto junto al carro de las nieves.

El día transcurrió más o menos como el anterior y ya al anochecer los del carrito de helados se fueron.

– Ahora viene lo bueno, cabrones – murmuró, como para sí mismo, el detective de Coyoacán.

Cuando la camioneta anaranjada llegó al Giovanini, Ingenio dejó que los que la conducían se metieran a la cantina, en seguida, pegándose a los muros de las casas, se escondió tras el árbol cercano a la camioneta. No tardó en que los hombres, muchos, salieran de la cantina y fueran subidos sin presiones de ningún tipo a la parte de atrás del camioncillo. En seguida Corcovado y el otro cerraron por fuera las puertas de la cantina para después subir a la parte delantera del transporte. Ese fue el momento, porque Ingenio salió del escondite y de un solo brinco subió a la camioneta y sin más, sin esperar la reacción de los que iban adentro, de un jalón sacó a uno de los viajeros y lo echó a la calle antes de que la camioneta aumentara de velocidad. Después, con la pistola, hizo señas de que nadie debía de hablar y en voz muy baja preguntó por Cipriano Canchó. Este, muy cerca como si esperara lo acontecido, les habló en maya, o en algo que If no pudo identificar. Los rumores, vacilantes, sordos, se acallaron para continuar la marcha en silencio por las desoladas calles de la capital campechana.

Con la cabeza gacha, pero sin perder nada de vista, If siguió tras la hilera de cuerpos que se bajaron y caminaron rumbo al muelle. No era experto en asuntos marítimos, pero hasta él se podía dar cuenta de lo añoso del barquichuelo y de lo reducido de su tamaño, de tal manera que no se sorprendió al ver las condiciones de la estiba y que él, junto a los otros 20, se apretujaran en un espacio sin ventilación y sin baños. De vez en cuando, algún rasgo, algún fragmento de la cara, alguna palabra dicha en español, porque de la lengua maya nada sabía, así que cuando los guatemaltecos hablaban maya a If se le antojaba un regreso al pasado, o estar vivo en otro sitio del planeta. Cipriano Canchó le dijo que su gente estaba inquieta por su presencia, que preguntaban por su compañero dejado en la calle, y que los hombres, tanto el extranjero como los otros dos, eran muy malos, muy malos, en especial el grandote.

– ¿Y qué me dices de la rubia extranjera, esa no es mala, o no la conoces?

Cipriano contestó que sólo habían visto al extranjero, al grandote que se la pasaba tratando de tocarles los genitales a los jóvenes y al otro señor que les hablaba en la maya, el que se llama Roger, y recordó de pronto a una señora que vive en la casa del señor extranjero, eso es todo, no conocían a nadie más. Ingenio lo tranquilizó, le pidió les dijera a los demás que el dinero pagado por el desplazado le sería devuelto íntegro, que confiaran en él, que trataba de ayudarlos, no de comprometerlos, que él no sería ningún obstáculo para que pudieran entrar a los Estados Unidos, ah, pero si alguien se le ocurría gritarle a los que en este momento ya hacían navegar a baja velocidad a la barca, no tendría más remedio que pegarles un tiro, o permitir que sus amigos, que a prudente distancia los seguían, los delataran con los guardias fronterizos y de seguro serían regresados al sitio de donde venían, o si mal les iba, a la misma Guatemala, para que se encargaran de ellos los kaibiles o los soldados del ejército.

El silencio que siguió a las palabras mayas de Cipriano indicó a Ifi – genio que por ese lado podía estar tranquilo. En un rincón de la estiba le señaló a Cipriano que lo cubriera y pudo revisar, de nuevo, el puñal largo que se pegaba a su pierna, bien fijado por las tiras de esparadrapo, la pistola Llama y el transmisor que ahora estaba apagado para no interrumpir la radio de la embarcación, en caso de que ésta fuera usada.

– Todo listo – dijo a Cipriano y en seguida consultó la brújula. La luz de una cerilla le alumbró la mano. Dos veces tuvo que hacer la operación porque deseaba estar seguro. Iban lentamente porque el barco surcaba sin brincos rumbo al Noreste. Ojo, se dijo a sí mismo. Viajaban hacia el Noreste y para allá es Europa, pero no Estados Unidos ni algún punto de la costa mexicana. Habían salido de Lerma quizá una hora antes. Calculó la velocidad y no pudo, ese vaivén suave, ese ruido de un motor viejo, traquetoso, ese olor que despiden los refugiados, o su mismo olor, el de Ifigenio y ese mareo que poco a poco le va entrando. Así que bien podían ir a seis nudos que a diez y no tenía idea de cuánto llevaba avanzado, o si aún se veía la costa. De lo que no dudó fue del avance de las horas pues por las maderas de la barca la noche se aclaraba y con el día llegará la sed, aumentará la temperatura, las ganas de vomitar, el sudor, y todas esas chingaderas que da el calor, y que los turistas nunca sienten porque están tumbados en las playas bebiendo daikiris y viéndoles las nalgas a las bañistas. Aquí en la embarcación ruinosa todo era diferente y cerró los ojos tratando de no pensar en la situación en que se encontraba. (Carajo.)

Como se imaginó, la llegada del sol trajo el completo malestar entre los 20 indígenas. Estos, según Cipriano, nunca antes habían visto el mar. Alguien, cerca de él, tenía diarrea y hacía sus necesidades en un cubo usado por varios hasta que se llenó. If le dijo a Cipriano que no tenía otro remedio el guatemalteco más que gritar demandando auxilio a los que manejaban la barca. La cara de Roger Tún se asomó por el enrejado de la escotilla alta, sin reírse dijo que uno debía de salir a tirar los desperdicios, que entendieran que no les podían permitir el paso a todos porque si una nave de la armada los detectaba, la operación se vendría abajo. Entiéndanlo, cabrones, dijo mientras abría la escotilla y le daba paso a un muchacho que llevaba el cubo rebosando de mierda y se dirigía a estribor a arrojarla a las aguas. Una hora más tarde, contoneándose, con la misma flor en la cabeza con que lo había conocido, Concovado bajó dos o tres escalones de la estiba y desde ahí, sin fijarse en nadie en particular, aventó unos panes y les pasó una olla grande con agua y un cucharón.

Por la tarde riéndose, porque la risa se escuchó aun con ruido del agua que caía, Corcovado usando una manguera, los bañaba con agua de mar. Pese a lo agresivo de la acción, la mayoría la recibió con gusto, era un refresco al anochecer y una manera de limpiar la mierda y los vómitos desperdigados en el suelo. Ya sin control alguno, como si el inicial asco se hubiera ido perdiendo para ahora aguantar todo, aceptar el olor, el líquido viscoso y entonces el agua, arrojada por Corcovado, fue como una limpia. Algunos levantaron la cara hacia el chorro, abrieron la boca, y ahí fue donde supieron que era agua de mar, que no servía más que para quitarse algo del calor y hacer correr los desperdicios hacia los rincones de la repleta estiba. Ingenio también había vomitado, primero lo hizo con vergüenza hacia los demás, pero conforme el olor y el calor aumentaban y las olas desplazaban a mayor altura a la embarcación, If perdió la cautela, se dio a repetir arcadas hasta darse cuenta que arrojaba una especie de baba amarillosa que en nada calmaba la desazón y el horrible malestar. Alguien cerca de él empezó a gritar, en maya. No le pidió a Cipriano que le tradujera lo que el tipo estaba diciendo porque lo que dijera era obvio, o era lo mismo que todos querían gritar. Fue cuando Corcovado abrió la escotilla y les lanzó los chorros de agua de mar. En seguida Roger, en español y maya, les dijo que se prepararan porque ya todo había pasado, que debían de subir a cubierta con sus cosas listas pues dentro de muy poco llegaría el barco grande que los llevará, ya sin ningún trámite. Así que a prepararse y dejar de gritar, remató Corcovado en castellano, y algunos, como Cipriano, tradujeron y distribuyeron el mensaje en repeticiones de boca a oído. Fue cuando Ifigenio hizo funcionar el transmisor de señales.

Alguien abrió las dos puertas de la escotilla, arriba se notaba el brincotear de las estrellas. El oleaje estaba calmado, o así lo percibió Ingenio, el caso es que se apretujaron para subir por la escalera estrecha. El detective se metió bien el sombrero de paja y ascendió confundido entre los demás cuerpos. Respiró hondo. Tomó el jarrito con agua que repartía Corcovado. Claus olió a yodo, a noche fresca. Con el jarro en las manos caminó hacia donde se colocaban los demás. Corcovado, con la luz de la linterna, revisó la estiba, en seguida se oyó la voz de Roger hablando en maya. La contestación fue de rostros sonrientes y asentimientos con la cabeza.

– Para allá, para allá – les dijo Corcovado, que se notaba satisfecho, risueño. La veintena de individuos fue colocada en tres hileras cerca de popa. De nuevo se escuchó la voz de Tún que lanzaba parrafadas cortas reflejadas en el mirar de la gente para todos lados, hacia los puntos del mar. (¿Qué les estará diciendo?) En seguida Corcovado trazó una línea imaginaria con el pie: hasta aquí, dijo, y los cuerpos se apretujaron entre esa línea, demarcada por el tipo enorme y la orilla de la barca. El motor ronroneaba a veces más potente de acuerdo a la subida o bajada de la ola. If estaba situado en segundo término. Hasta aquí, hasta aquí – seguía diciendo Corcovado y de seguro la orden era repetida en maya por Tún. Nada, ni una luz, ni otro ruido llegaba del mar, sólo el golpeteo de las olas y el ruido manso del motor. Corcovado tomó una larga pértiga y con ella marcó el territorio que debían de ocupar los viajeros. Roger, con algunas palabras en castellano y las demás en maya, explicó algo que If apenas entendió: otro barco, traslado, los lugares ocupados eran muy importantes para el cambio de embarcación. Corcovado también daba algunos datos. If no comprendía del todo y recordó sus lecturas juveniles de Salgari y le buscó la coherencia de que un cambio de barco a barco se tuviera que realizar por la popa, o que la maniobra en la barca se hiciese tan anticipada pues ninguna otra embarcación se veía, ya no digamos cerca, sino que ni siquiera se avistaran las luces.

Corcovado gritó que hicieran caso, que respetaran la línea y para hacerlo más patente levantó la pértiga que fue tomada del otro extremo por Roger Tún quien de seguro repetía lo mismo que el hombrón de la Flor en la cabeza. Hasta aquí, hasta aquí, decía Corcovado, cuando la vara, empujada por la fuerza de los dos que la sostenían, y tomando por sorpresa a los viajeros, presionó a los cuerpos y estos empezaron a caer al agua. If sintió que el peso lo arrastraba hacia la borda del barquillo, trató de oponer resistencia pero fue inútil cayendo por un costado y no por donde la propela trabajaba lentamente. Al caer, de inmediato se despojó de los zapatos y salió a la superficie moviendo pies y manos con parsimonia. En el agua salada bien podía flotar largo rato (hubiera traído un salvavidas, carajo) así que procuró no perder la calma. Se quitó el esparadrapo de la pierna, tomó el cuchillo y movió los brazos para mantenerse lejos de la barca desde donde salieron un par de cuerpos más antes de alejarse, ronroneando, del sitio. (Me lleva la chingada.)

Las olas y la oscuridad le impedían ver a los demás aunque escuchaba los gritos. Pensó que muy pocos, si no es que nadie, sabría nadar. En los montes de la selva no se acostumbra que la gente aprenda a nadar, así que de seguro muchos estarían ya tragando agua. Los gritos en maya marcaban los sitios de donde venían, pero los gritos en castellano reflejaban el grado de desesperación de unos seres que ahora buscaban la última comunicación en palabras que no eran suyas pero que suponían más cercanas a los tripulantes de una embarcación ya ida. If escucha eso sin lograr ver a nadie. No puede acelerar sus movimientos porque el cansancio es el límite de su vida. Sube y baja por las olas y sólo una vez creyó distinguir algún bulto. Inútil tratar de orientarse, ahí todo es igual, la oscuridad lo mantiene aterrado y la sola posibilidad de que el transmisor se hubiera descompuesto, o que el agua lo haya inutilizado, lo hace perder ese sentido y esas fuerzas que debe de conservar a toda costa. ¿Y si se cansa antes de que lleguen? Pensó que todo había sido en vano, no sólo esa aventura, ¿la última?, sino esa vida que porta en las arrugas del rostro, las mujeres que lo acompañaron, los amigos cuyas facciones ahora delimita sin precisarlas, sus soledades en Coyoacán, los viajes nunca realizados, ¿y si no llegan a tiempo? ¿Y si lo traicionaron?

Las voces ya no se escuchaban, sólo nota el tamborilear de sus latidos y siente al agua meterse en la boca con los golpes de las olas, y sin quererlo, sin saber por qué entró la idea, recordó las películas de guerra en donde los pilotos de combate son destruidos, no por sus enemigos, sino por los tiburones y entonces encoge las piernas, busca hacerse un ovillo para ofrecer menos resistencia, menos bulto ante los animales que no ve. No es como en las películas en que la cámara afoca la aleta del tiburón rondar y acercarse a la víctima, aquí nada se mira, ni siquiera a los otros cuerpos, menos a la figura estilizada del tiburón, o de varios, que estuvieran ya bajo de él, abriendo las fauces para dar la primera dentellada. Carajo, cómo tiene ganas de gritar, que se escuchara su miedo, que se supiera que Ingenio Clausel está en la mitad del Golfo de México, está solo, que no tiene a nadie a su alrededor más que a los tiburones y que éstos se recrean en su miedo porque lo estaban haciendo sufrir, estaban dejando que el agua lo aturdiera, o que se cortara las venas con el cuchillo y terminara cuanto antes con eso que le amarra las tripas y le hace abrir los ojos, buscar alguna luz, otro ser que lo acompañe, que le hable para no sentir esa terrible soledad que se acabará con el corte porque entonces los tiburones no tardarán en la acechanza sino que buscarán rápido la carne y después, quizá, llegaría el olvido. Midió con la mano el grosor del cuchillo que por primera vez usaba, él tenía la «güerita», esa pistola plateada que lo había acompañado desde siempre, pero estaba lejos, en la costa, la dejó para no someterla a lo salado del agua, ¿él intuía esto que está sucediendo, lo intuyó desde que supo que a los guatemaltecos los llevaban a los Estados Unidos, que los embarcaban en esos trastos viejos que nunca llegarían muy lejos?, ¿y si lo sabía, a qué vino?, ¿por qué se atrevió a suplantar a uno de los condenados? Ahí estaba el asunto, porque If sabe, en ese momento lo aceptó, que no era un hombre razonable, que nunca lo fue, odiaba pensar en pasado pero sí era esto, él nunca puso las razones antes que el sentimiento, sólo pensaba en el cuchillo, y en la pistola lejana, no como la Llama que había usado horas, ¿días? antes, un cuchillo, que es medido ante la posibilidad de usarlo contra su antebrazo cuando sintió, y eso no fue un sueño, sintió el roce de algo contra su cadera, fue todo al mismo momento: sentir el contacto de algo contra su cuerpo que gritar pidiendo auxilio hasta que los tragos de agua salada acallaron su voz, pero no ese terror que lo ciega, que lo inutiliza.

Ramón Bravo, Ramón Bravo, recordó la cara y las manos del buzo, escuchó sus palabras: nunca le demuestres al tiburón que le tienes miedo, el animal está acostumbrado a que todo ser viviente en el agua le tenga miedo, él no sabe si eres pez u hombre, él nota el miedo. Carajo, pero cómo no va a tener miedo, sólo los locos no tienen miedo, pero el tiburón no sabe quién está loco y quién no. Ramón, si Ramón estuviera ahí él sí sabría qué hacer, pero un detective de Coyoacán, en plena ciudad de México, no puede controlar el miedo y tira, así, sin saber por qué, tira la puñalada contra lo que siente a su lado y la hoja golpea contra algo y sus manos también sienten y toca ropa, tocan cabellos, tocan líneas de un rostro que sale junto a él y lo mira, hinchado, lejano, sucio, una cara de alguien vestido de blanco, con los cabellos cortos, con la ausencia de quien nada sabe sino que ahora flota como recordando el camino marítimo hacia sus montañas.

Empezó a notar que repetía las canciones, que por más que buscaba ya no las hallaba en su memoria, quizá aquella otra que decía: soy, prisionero del ritmo del mar. Pero If era ahora el verdadero prisionero, no estaba dentro de la letra de ninguna canción, estaba en medio de la noche, en medio del mar cuando cerró los ojos y pensó que en última instancia los hombres no se iban a morir de parto, que alguna vez debería de acabar todo. Ni modo que creyera, como los políticos mexicanos, que son eternos, pero le entraba la rabia de saber que ahí iba a terminar todo, que si le dieran oportunidad le hablaba a Helenita y se la robaba a güevo, total, cuántos matrimonios rotos había en el mundo. Si, había otra: navegando, por las calles de la Habana, y qué es navegar y qué es caminar, cuánto daría por caminar, por oler la tierra, por meterse a la cantina, por besarle el cuello a Helenita, puede ser, puede ser, a ver, si es cierto… y ve el capitán pirata sentado alegre en la popa… no, eso no es canción, es qué, ¿qué será?, porque se acuerda de los piratas, porque los bucaneros andaban siempre en el mar, ¿y si había más sobrevivientes? cabrones asesinos, y le fue harto difícil abrir de nuevo los ojos, sabía que iba a ver lo mismo, a sentir lo mismo, porque han pasado horas, o minutos, o es la otra noche, o nada fue cierto y está flotando en la piscina del Baluartes, o está muerto. Por eso prefiere cerrar los ojos y dentro del oleaje, de ese ruido que amansa, que solivianta el sueño, escucha, hay por ahí otro ruido, algo más que sube de tono, algo que se perfila en la negrura del golfo de México, algo que va rastreando la superficie, y abre los ojos y ve la luz, entonces grita sin importarle que fuera de nuevo la barca de Corcovado y Roger. Grita tragando agua, grita con la desesperación de un aliento que se tarda, que no sale con la fuerza debida aunque a esa hora, quizá, hubiera querido acordarse, o saberse, más canciones que hablaran del mar, o de lo caliente de la arena.

Despacio, porque así lo ordenaba El Campechano, el detective bebió agua y unas cucharadas de leche condensada. Lo habían despojado de las ropas y cubierto con unas mantas que le daban una sensación de tranquilidad. Los cuatro rostros se asomaban sobre de él sin que nadie hiciera preguntas. Ingenio Clausel, detective de Coyoacán, respiró hondo y así, despacio y sin detenerse, inició el relato. Ellos a su vez, brevemente, le explicaron los detalles y Claus supo, a girones, que viajaron atrás de la barca del Corcovado y Roger a prudente distancia, con las luces de navegación apagadas y que aceleraron la marcha cuando recibieron la señal del transmisor, por fortuna este nunca dejó de funcionar. Que la barca del Corcovado regresó a Lerma. Si, sólo eran dos, Roger Tún y el tal Corcovado, sólo ellos dos. El otro manejó la camionetita anaranjada y se alejó pronto del embarcadero. If les pidió que lo dejaran dormir durante el regreso y al mirar al Campechano ellos le informaron que el único que sabía tripular bien una embarcación rápida era él, así que no dudaron en enrolarlo al Grupo Aluxes. If recordó eso de los Aluxes, los duendes, y se imaginó a un grupo de duendecillos nocturnos bailando a la luz de una fogata, bebiendo ron y avisorando a las mujeres.

Al izar a If, este, con frases deshilvanadas, les pidió que buscaran más sobrevivientes o más cuerpos. La maniobra se hizo durante largo rato hasta con la luz del sol pero nada, ni un solo rastro en la línea del agua y El Campechano dijo que era inútil, que además debían regresar pues llevaban el combustible justo para tocar con bien la tierra. Ni modo, escuchó decir, pero en la voz de quién habló ¿sería Carlos, o Gustavo, o Pino o el mismo Campe?, no percibió la nota del desgarre y era, y fue, y así lo entendió If, que ninguno de ellos, por más que sintieran la pérdida de esa pobre gente, ninguno de ellos había captado la angustia de la soledad. Y esa pobre gente sin saber nadar, carajo, y esos bastardos come mierda haciendo el negocio con la muerte, ¿y Salustio? ¿qué había pasado con Salustio? ¿Y Laura, dónde encajaba en esto la gringa antropóloga? Los Aluxes brincan la fogata, beben del pico mismo de las botellas. A los espectadores les brilla la cara por el reflejo del fuego.

Ya dormiré cuando sea viejo, les murmuró y se aprestaron a realizar el trabajo. Al Campechano le pidieron estar de guardia en la embarcación, que por favor no se pusiera a beber cerveza. Es más, a beber nada, para evitar que el cabrón Campechano se pusiera bien briago con la excusa de que ellos habían dicho cerveza y él bebió ron, o whisky, o lo que sea. Nada, es necesario, le dijo Pino, que estés es tus cinco sentidos. El Campe iba a su casa a bañarse, a comer algo y en unas tres horas estaría de regreso en Lerma. Los cinco subieron al auto de Carlos y se fueron a la ciudad. If se quedó en el Baluartes, se bañó y se tendió a pensar.

Aceitó a «la güerita» y sin mirar se estuvo con el televisor prendido hasta que dieron las cuatro de la tarde. Había comido lo que le subieron del restaurante: sopa de lima, pollo en escabeche de Valladolid, frijoles refritos, agua de jamaica (ahorita nada de cerveza) chile habanero para darle sabor a la comida y dulce de nance. Se bañó de nuevo y por la puerta de la piscina salió al malecón donde veinte minutos más tarde llegaron los tres de la academia de Jacinto Chulím.

– Ustedes no pueden llegar temprano ni el día de su entierro, cabrones, ¿eso les enseñó el tal Chulím?

– Mucho nos enseñó, nos dijo que ser detective es una profesión de primera.

– Pues para ustedes la primera es la quinta porque la tienen que poner cuatro de retraso, cabrones. Y se fajó bien la «güerita» a la cintura.

Mientras avanzaban por la carretera, el paisaje se mostraba llano, sin montañas. Una vegetación pequeña y el suelo calcáreo. Cada uno de los cuatro iba ensimismado, por eso Ingenio miraba hacia afuera dejando pasar la escenografía campechana, recordando trazos de los sucesos desde que salió del Distrito Federal, del detrius federal, como algunos le llaman. Esa diferencia de ciudades, porque este país está lleno de ciudades hermosas, ya se lo decían sus amigos cuando lo iban a visitar a su piso de la calle de Aguayo, porque no es lo mismo la ciudad de México con sus millones y millones de seres que las ciudades de provincia, y así era, pero qué diablos tenía que estar pensando en esas tonterías si por delante les esperaba una larga jornada. Es que los seres humanos reaccionan de lo más extraño ante las circunstancias más adversas, una vez le dijo Hernán Carballo. Estaban bebiendo unos tragos en un restaurante llamado La Bodega, junto a ellos Ignacio Lara también discurría sobre las situaciones extrañas que le acontecen a los humanos. Como, ante los hechos más absurdos, el hombre reacciona inexplicablemente. Escucha la voz de Lara y de Hernán, los dos perfeccionan la teoría, y esa misma se escurre por el paisaje monótono de Campeche que los llevará quizá una hora más tarde, a Hopelchén, la mera región de los Chenes. El era el único que fumaba cuando Ramos dijo que estaban ya próximos al sitio.

– ¿A Hopelchén?

– No – contestó Vadillo – es que la hacienda donde guardan la camioneta está antes del pueblo.

Entonces If Clausel, detective de Coyoacán, hoy habitante de las selvas del sureste, se colocó las gafas oscuras y apretó el brazo para sentir a «la güerita» bien situada en la cintura.

El calor le empañó los lentes de tal manera que tuvo que colocárselos sobre la frente a manera de piloto de la primera guerra mundial, como si fuera el Barón Rojo, chingao, dijo en voz alta. Los cuatro caminaban por la orilla de la carretera. A esa hora el sol iniciaba su descenso pero el calor mareaba, salía como perro rabioso desde la orilla de la selva, se revoloteaba en las alas de los gavilanes y zopilotes que andaban por allá arriba, se repercutían en los ruidos de atrás de la línea que marcaba el fin de la carretera y la orilla de la selva. Ni un solo auto había pasado por el asfalto cuando Pino hizo una seña y se metieron a un camino de terracería. Un kilómetro más, dijo Vadillo y siguieron caminando sin hablar. El auto no podía llegar hasta la orilla de la casa del rancho pues el ruido delataría la presencia de cualquier intruso, por eso tuvieron que dejarlo a prudente distancia y caminar bajo ese sol reverberante, esa carretera que se ondula por el calor, esos mosquitos que se aferraban al cuello de If.

– Creo que debemos de esperar a que anochezca – alguien dijo y los demás asintieron. Se sentaron debajo de un árbol muy grande. De la bolsa de la camisa Pinito sacó unos limones que repartió entre el grupo. If lo tomó y de momento no supo qué hacer con el fruto.

– Ábrelo y úntate el jugo en donde no te proteja la ropa. Con eso podemos mantener a raya a los mosquitos.

El no supo si el jugo del limón repelía a los bichos o nó, porque seguía sintiendo el revolotear de los insectos, cómo se le metían en el cuello de la guayabera, cómo le atuzaban las manos, cómo se le introducían por abajo de los pantalones, carajo, esto es insoportable, dijo a media voz y los tres de la academia de Chulím estaban como si nada les importunara. Carajo, ser detective en la selva cuesta un güevo y la yema del otro, carajo.

Sintió la mano de alguien detenerlo. No supo si era Pino o Gustavo pero se detuvo sin hacer preguntas. Al fondo algo se notaba, si, ahora lo ve mejor, era una luz que se desprendía de la oscuridad. Redoblaron las precauciones y se fueron acercando lentamente. Pese a la tensión del momento a If le seguía jodiendo el calor. Los mosquitos ya no porque quizá la oscuridad los había mandado a dormir, pero el calor era intenso, ¿o serían sus nervios? Caminaba tras de Carlos, supo que adelante iba Pino cuando se detuvieron. Se encontraban tras de una de esas bardas blancas, de piedra, albarradas, recordó, que se ven cerca de casi todas las casas en el campo del sureste. Ahí se agazaparon y esperaron.

– ¿Vamos? – dijo If, pero Gustavo pidió que esperaran aún. Todo esto dicho en un susurro – en el campo los sonidos se duplican – alguien había dicho durante el trayecto en el auto – esperamos un momento, cuando las nubes tapen la luna.

De nuevo siguieron el camino unos tras de otro hasta que Carlos, que iba primero, hizo señas para que se detuvieran. Los sonidos de la selva trinaban en la oscuridad y el detective de Coyoacán pensó, porque lo pensó, que lo único que faltaba era que se le enredara en la pierna alguna pinche culebra y recordó, ¿por qué siempre en situaciones duras recuerda algo? que su amigo El Rayo, no podía pronunciar la palabra culebra, porque es de mal fario, siempre decía El Rayo y que para decir esa palabra de mala suerte, su amigo la cambiaba por bicha arrastrante, por ofidios, o lo que sea, antes de decir eso que ahora If tampoco quiere decir, no vaya a ser la de malas y El Rayo tenga razón, bueno, está bien, ¿y si uno de esos bichos le pega una mordida? ¿Se dirá mordida al ataque de un ofidio? O las arañas esas tan grandes, a las que los tres de Chulím les llamaban chigüoes, carajo. Trataba de ver algo más que la luz, ahora, que salía por una de las ventanas de la casa. ¿Y si los estaban esperando para cazarlos a la mala? En la selva, la percepción de If se reducía como si al sacarlo de la acera le quitaran la cabellera a Sansón y en ese momento pensó que ahí mismo, en la noche y el calor y los ruidos de la selva, el pinche Sansón era lo de menos.

La construcción no era grande, un patio interior bordeaba un pasillo en forma de ele. Tres habitaciones en una línea y dos en la otra, bueno, por lo menos así lo indicaban las puertas. Centraron el sitio de donde salía la luz, ahí se apostó Carlos. Los demás a los otros cuartos. Uno a uno fueron revisados: un baño, un dormitorio con dos camas, (anchas y muy separadas) una habitación muy grande, desolada aunque en el suelo se veían costales vacíos y trapos sucios y una cocina espaciosa con una mesa de comedor en el centro. Nadie, ni una sola persona en otro lado de la casa, así que sin más, porque al mal paso darle velocidad, de una patada abrió el quinto cuarto y ahí, sentado frente a un escritorio de madera, estaba un hombre, barbado, y cerca, leyendo unos papeles, una mujer de cabellos cortos. Los dos vestían de negro y brincaron al escuchar el ruido y vieron, pues esto deben de haber visto: tres hombres nerviosos, eléctricos, que los apuntan con pistolas que de seguro a la mujer le deben de parecer inmensas. Ven que uno de los hombres, el de más edad, usa bigote y está rojo, sudado como si saliera de una sauna, y no solo ven, sino que de seguro sienten, eso es más difícil de predecir, pero de que sienten, sienten. Por ejemplo, ella debe de tener miedo, y él también. La entrada de tres tipos con armas, en la noche, y uno de ellos dando de patadas a la puerta, pues causa miedo y este temor debe haber aumentado cuando el hombre rubicundo les gritó que se pusieran de pie, a gritos, a insultos, como si llevara una gran rabia por dentro.

Ingenio no les dio tiempo de hablar. Hizo lo que en otras ocasiones le había dado resultados: gritar, impresionar, hacer que el enemigo se sintiera aterrorizado, por eso el detective coyoacanense alzó la voz y paseó a la «güerita» por las caras de los dos individuos. Les dijo que si daban un solo paso, si hacían el menor movimiento, les metía un plomazo en la mitad de la madre, que estaba esperando con ansia un pequeño movimiento, después, sin mediar palabra, se acercó al hombre barbado y el dio un puñetazo en la cara (esto no falla, siempre da miedo). En seguida le preguntó por su nombre y su nacionalidad.

– Erick Raiman, de Chihuahua.

– De Chihuahua, mis güevos – gritó Ifigenio – te voy a hacer de nuevo la pregunta, si me sales con una pendejada te trueno las piernas a balazos.

La mujer fue la que habló sin pedir permiso.

– Nació en Chihuahua, pero es austríaco, es decir, de padres austríacos.

– Cabrones – dijo If – amarren a este cabrón – señaló a sus compañeros. Vamos a platicar con este chihuahueño de Austria y con la predicadora esta, cabrones.

La mujer – Ludmilla Stock – negó los cargos. Ella explicó que lo que estaban haciendo era ayudar a los guatemaltecos a salir de Centroamérica, que tenían la red de gente para llevarlos a los Estados Unidos, que era una locura esa de que los tiraran al mar.

– Sí, claro que cobramos, pero de otra manera sería imposible, usted sabe lo que hay que pagar a los contactos, el costo del transporte, los gastos de alimentación y traslado, ¿cómo se imagina usted que lo podamos hacer sin cobrar?

Ifigenio le miraba los ojos sin perderlos un segundo de vista. La mujer explicaba los detalles y señalaba que su trabajo era humanitario aunque no estuviera dentro de la ley, pero sí dentro de la ley del Señor que es más importante.

Erick asentía sin hablar, sin perder detalle, entonces Ingenio giró hacia él y sin más le dio otro bofetón que sorprendió al hombre barbado e hizo lanzar un leve grito a Ludmilla.

– Cuéntale aquí a tu parejita la clase de ayuda humanitaria que le dan a los pobres refugiados, cuéntale del Giovanini, del paseíto en el mar, del Corcovado, de la gran nadada, eso, de la gran nadada.

Erick negó todo, dijo que estaban locos, hasta que Ifigenio, con la punta del cuchillo, le tocó el ojo derecho.

– Mira cabrón, no estamos jugando, o nos confirmas lo que ya sabemos, pero quiero que lo oiga esta bruja samaritana, o te saco los ojos y te corto después los cojones, ¿eso quieres? Me cae de madres que antes de quedarte ciego vas a cantar hasta lo que no sabes, cabrón.

Ludmilla, con la voz desbordada del pecho, le imploraba que dijera la verdad, que nada tenía que ocultar o callar, lloraba y negaba alguna acción asesina cuando If la interrumpió con un sacudir de manos, la tomó de los hombros y la hizo vibrar con fuerza.

– Cállate, adivina en qué parte del mar están ahora los guatemaltecos, que te diga el pinche austríaco este de qué manera los tiran al mar.

Ingenio siguió presionando, lo hacía mencionando datos, reclamándole a la mujer que le preguntara a Erick sobre cómo los asesinaban por unos pinches dólares, que se lo platicara el hijo de puta ese para que le enseñara su verdadero rostro, que si ella era tan candida para no saber de lo que se está hablando.

El hombre de la barba, vestido de negro, no tenía entonces nada que vender, ni siquiera quesos, ah, los quesos, era ese que vendía quesos en las cantinas, era ese el mismo hijo de puta. Pronto, cabrón, y presionó un poco más con la punta del cuchillo sobre el párpado. Erick, sin saliva, temblando, movió lentamente la cabeza en señal de asentimiento, entonces Ludmilla le gritó palabras en algo que ninguno de los tres comprendía.

– Dilo en español, cabrona – dijo Pinito – pero la mujer no hizo caso, siguió gritando hasta quedarse callada mirando fijamente al hombre de la barba que ahora pedía perdón repetidamente.

– Vamos – dijo Ingenio – la mujer en el suelo, no podía incorporarse. If le pidió a Pino que le quitara las cuerdas de las manos pero que la vigilara de cerca. De seguro que los tres, porque Carlos seguía afuera, estaban indecisos ante el proceder de Ludmilla. Ella, mientras le quitaban las amarras, contestó a las preguntas de If. Que Laura Williams nada tenía que ver en el traslado de los guatemaltecos, menos en esas cosas horrendas que decían, y al repetirse ella misma la frase le gritó de nuevo a la cara del tipo de la barba. En español, en español, le dijo Gustavo. La mujer lloraba y juraba que ella nada de todo eso sabía.

– Lo juro por el Señor… por la vida de mi padre.

Después, sin parpadear, escuchó el relato que Ingenio hacía de los asesinatos, de cada una de las vicisitudes, las horas encerrados en esa misma hacienda y las espantosas pasadas en el Giovanini, con las pulgas, el hambre, la sed y el calor. Le dijo de las horas del mareo, de la mierda y los vómitos y por último la caída al mar, la soledad de las olas, los gritos, la desesperación de no saber nadar, y la muerte tragando agua salada. Si tienen suerte, remarcó, porque no hay que olvidar a los tiburones.

– ¿No sabías que tu puritano marido era el ángel de la muerte? ¿No pensabas en eso mientras te acostabas con este miserable? – dijo If con la voz silbante.

La mujer, Ludmilla Stock, dejó escapar una especie de rugido, era un atropellar de ruidos y palabras, de aspiraciones hondas y maullidos. Dijo que esa bazofia no era su marido, nunca lo ha sido, jamás siquiera me ha tocado.

– Eso este bastardo y Abraham Garnica lo saben muy bien. Este asqueroso nunca se ha atrevido a poner sus manos en mí, malnacido.

Ella repitió algunas palabras, sobre todo maldiciones, estaba lívida y una especia de baba le manchaba la boca, en ese momento la mujer brincó para empujar la mano de Ifigenio, la mano en que Clausel empuñaba el cuchillo y este se fue dentro del ojo del hombre, la hoja se escapó hacia adentro, más allá de la cuenca, más allá.

Erick lanzó un grito espantoso, retrocedió con la hoja clavada, las manos atadas le impedían quitarse la hoja de la cara, pero se retorcía tratando de nacerlo cuando cayó de espaldas. Todo fue tan de pronto que los tres se quedaron inmóviles. Fue Ramos quien reaccionó y tiró a la mujer quien de seguro no se fijó que Ramos y Pino asistían al hombre de la barba quien bañado en sangre estaba sin moverse. If levantó a la mujer y la sentó en la silla de frente al escritorio. Ludmilla estaba con la vista fija en algún punto de la habitación, como si la película se hubiese terminado. Nada, ni una palabra volvió a decir, ni siquiera cuando la sacaron para llevarla de regreso, ni cuando subieron al auto y tomaron rumbo a Campeche. Eran entonces cerca de la media noche y debían darse prisa. Eso los cuatro lo sabían. Ella no, porque ella nada sabía, ni le importaba que el auto de Carlos Vadillo tomara velocidad y los de adentro fueran, como la misma mujer, en silencio, en ese silencio que deja la selva y los puñales.

Durante el trayecto Ingenio hizo algunos comentarios, algunas preguntas que Ludmilla, con movimientos de cabeza asintió o negó. Sólo dijo que el tal Abraham Garnica era alto, moreno y muy fuerte.

– Corcovado – remató Ifigenio – ¿le dicen Corcovado?

Ella siguió con la cabeza gacha como si fuera la primera vez que escuchara ese nombre. Nada dijo sobre Salustio Pradillo Cortés, ni volvió a pronunciar palabra, como si las preguntas de Ifigenio, y algunas de los de la academia de Chulím, le fueran ajenas. Antes de llegar a la ciudad, la mujer se dio a llorar hipeando ligeramente.

– Vamos a casa de Laura – señaló Ifigenio a Carlos. Al llegar él se bajó del auto y durante un rato tocó la puerta. Cuando la gringa miró al hombre recargado en el quicio nada dijo sino que se movió a un lado para dejarlo pasar. El hizo una seña y bajaron a Ludmilla. Entraron a la casa de la antropóloga.

– Aquí está, ¿ella también anda en esto, verdad?

Ludmilla ni siquiera levantó la cabeza. La gringa inició entonces una especie de quejido que se convirtió en una andanada de palabras. Reclamaba que todos los mexicanos fueran iguales. Que el haber estado juntos unos momentos no le daba derecho a traer a unos borrachines y a una whore a divertirse a casa de una chica decente. Todos los mexicanos se creen con derecho sólo por que una chica se divierte un rato. Fuck you, remató y después les dijo que se largaran de inmediato al hell antes de que llamara a la policía. Ingenio la dejó hablar y después, con firmeza, pero tranquilo, la tomó del brazo para llevarla a la otra habitación. No duraron mucho, al salir Laura habló en inglés con Ludmilla quien seguía sentada sin moverse. Laura acompañó a los cuatro hombres a la puerta, los vio entrar al auto y enseguida cerró con llave. Ellos, al iniciar la marcha, vieron que la luz de la casa de la antropóloga, situada en el campechanismo barrio de Guadalupe, seguía prendida.

El panorama en el Giovanini no podía ser más desolador. Corcovado colocaba monedas al tocadiscos mecánico. Roger leía detrás de la barra y una mesera borracha trataba de hacer conversación con Tún. Llegó hasta la barra, pidió un ron con cocacola. Roger, antes de servir, dijo que ya iba a cerrar, así que se lo tomara rápido. Corcovado dejó el aparato de música y fue hacia el detective.

– Miren nada más quien nos vino a visitar.

If nada dijo, vigiló que Roger sirviera el trago y después se volvió lentamente hacia el maricón inmenso.

– ¿Nunca te cambias de vestimenta, verdad? Ni siquiera cuando sales al mar a visitar a tus hermanas las sirenitas.

La mesera, al ver que la charla era entre Corcovado y el recién llegado, siguió tarareando una melodía y con paso vacilante caminó rumbo a la rocola. Corcovado por el contrario, al escuchar la voz de Ingenio se quitó la sonrisa y frunció el ceño. La flor en la cabeza se notaba sucia, las bermudas grasosas y sólo lo tenso de los músculos le daban un tono de viveza. If estaba entre los dos tipos cuando Corcovado hizo regresar la sonrisa a lo ancho de los labios.

– ¿Sabes que no nos gustan los payasos a estas horas de la noche? – dijo mientras cerraba la mano en torno a una lata de cerveza que se arrugó como papel.

– ¿Cómo te gustan que te digan: Corcovado, Corquis o Abraham Garnica, porque Abraham es muy bonito, no crees?

La charla parecía tranquila, como si tres amigos estuvieran de palique a esa hora en un bar vacío. La música, tarareada por la mesera, seguía poniendo tonos festivos al ambiente y cuando la mujer borracha dijo: «corazón de melón, melón, melón» y trató de dar unos pasos de baile, Corcovado tiró el manotazo que alcanzó el hombro del detective. Este resintió el golpe y giró hacia la derecha al mismo tiempo que brincaba para evitar que Roger lo golpeara con una botella que ya llevaba en la mano.

– Quietos, cabrones – les dijo If sin sacar la «güerita» – uno por uno. ¿O te sientes poca cosa para mí solo, pinche maricón de mierda? Dile a la puta esa que se largue y vamos a ver de qué cuero salen más correas.

Roger trató de decir algo, pero Corcovado se lo impidió. Con voz seca ordenó a la mujer que se fuera, que mañana harían cuentas. Ella trató de decir algo, pero la voz, de nuevo cortante de Corcovado, la hizo retroceder y caminar rumbo a la salida. La música seguía saliendo de la rocola, la mujer caminaba rumbeando, como si la noche fuera apenas un volar de notas. Mientras ella cantaba «tengo un amor que me quiere con todo su corazón» tomó hacia la salida. Los hombres se mantuvieron a la expectativa. Sin moverse los dos del bar. Por su parte If poco a poco se situó tras de una de las mesas de metal con el logotipo de una cerveza en la cubierta. Corcovado tensaba los músculos y Roger movía la botella como rascándose la oreja. Con el rabillo del ojo Ifigenio vio que la mujer ya no estaba en el Giovanini. Se escuchaba aún, débilmente, la voz que seguía con eso de que «tengo un amor que me quiere con todo su corazón». Entonces, antes de que los otros se movieran, Ifigenio Clausel hizo aparecer, brillante, a la «güerita».

– Ora si cabrones, vamos a ver de qué color pinta el verde.

– Redonditos, cayeron redonditos – dijo Pino mientras cerraba por dentro la cantina. Después los ataron – ya estamos agarrando práctica – señaló Gustavo. Los sentaron separados, unos dos metros entre sí. Vadillo sirvió unas cervezas. Con la punta de los dedos, fingiendo más asco del que en realidad tenía, If tocó la flor de la cabeza de Corcovado. A partir de ese momento If habría de recordar todo más o menos a rayones. El interrogatorio inicial, el obcecado silencio de ambos hasta que suavemente, como si todo estuviera ya arreglado, Clausel les dijo que Erick Reiman había cantado completito y que los culpaba, no sólo de los varios viajes, de las decenas de asesinatos, sino también de haberse cargado a Salustio Pradillo.

– Así que ni le den vueltas al asunto, tenemos a Erick, su declaración, qué más quieren.

Roger negó y después insinuó que quienes tenían la culpa eran Corcovado y Erick. Yo solo cumplía órdenes – terminó. Abraham Garnica lanzó algunas maldiciones, pero no quiso decir nada. Carlos avisó que la calle estaba limpia. A esa hora Campeche era una tumba, se dijo If en voz alta. Una tumba, repitió mirando fijamente a Roger. El tipo comenzó a sollozar cuando atados y con la boca con esparadrapo, salieron y subieron al auto de Carlos.

Durante el trayecto a Roger le quitaron la mordaza, el tipo iba pidiendo perdón, acusaba a Erick y a Corcovado de haberlo obligado, que él nada tenía que ver, lo que hacía era porque lo tenían amenazado de muerte, lo de Salustio fue también idea del Corcovado para evitar que el joven los delatara.

– Y lo tiraron junto con los demás, ¿verdad cabrones? dijo Gustavo.

De un jalón Ir arrancó la cinta adhesiva de la boca de Abraham Garnica quien no resintió lo violento de la maniobra, sino que dejó oír su voz garruda, profunda, sin ningún matiz femenino.

– Cállate, culero, no ves que estos imbéciles no pueden probar nada, ¿no te das cuenta que son puros niños menores? – y después se dirigió a todos: Quién les va a creer estas historias de locos. Que salga un solo cabrón que lo pruebe. Son cosas de ustedes y de este pinche loco de Roger que le da por sentirse la Magdalena. No tienen pruebas de las locuras que están diciendo.

If volvió a ponerle el cubrebocas al hombrón y a partir de ese momento nadie habló en el auto, sólo de vez en cuando Tún preguntaba por lo que iban a hacer, y a medio sollozar débilmente.

Ay Helenita, mi vida, me vuelves loco, siento que me convierto en agua. Los ruidos de la ciudad tapan la voz del detective. La mujer alta, bella, mueve la boca mientras acaricia el cuerpo. If quiere refugiarse ahí, quiere olvidar la salida de Campeche, el abrazo de los tres de Chulím, de esos Aluxes, de la risa del Campechano. No desea ver el mar desde el cielo en el momento en que el avión hizo la maniobra para tomar rumbo y vio al Golfo de México, a las barcas camaroneras. Saber que en algún sitio estaban las decenas de guatemaltecos muertos, hundidos o devorados por los tiburones. Si mi vida, te extrañé mucho, pero lo importante es que ya estoy aquí y tu hermana pronto recibirá noticias de su hijo. Quiere cerrar los ojos, perderse en las caricias de Helena, que no se tenga que marchar a darle de comer a su hijita ni al sujeto. Que Rebeca no vuelva a hablar porque si insiste va decirle todo, pero ella qué iba a entender, seguro haría un escándalo. Mejor así, que todo quedara en el silencio de las olas, que Rebeca creyera que su hijo estaba, como le dijo, de luna de miel en algún lugar de Centroamérica, que Salustio necesitaba hacer su propia vida, como no la pudieron hacer ni los otros, ni el mismo sobrino. Mi vida, si, lo que quieras, lo que tú digas, mi vida. Tendrían que pasar muchos años para que él se subiera de nuevo a una embarcación porque el último viaje también lo mareó, lo llenó de espanto el recorrer otra vez esos sitios, le agarró el estómago de sentir tiburones y recordar los gritos pidiendo auxilio, los gritos de esos seres diseminados en la noche, la voz tranquila de Cipriano, una voz distinta a la que humea en el piso de la calle de Aguayo, en pleno centro de Coyocán, y lo deja manso en manos de Helenita. Ay mi vida, sigue, sin detenerse jamás porque jamás olvidaría cómo usaron también ellos la pértiga y los hombres cayeron al agua. Cómo If, sin escuchar los gritos de auxilio, tiró la flor de Corcovado para que se hundiera junto al hombrón y la flor se mantuvo terca, flotando, esperando a su amo. Tendría que cerrar los ojos para no verle la cara iracunda a Laura, ni la mirada incrédula de Ludmilla, ni la hoja del puñal terminando la noche en Hopelchén. No debía de escuchar nada. No ver nada para no saber del regreso a Lerma y después a Campeche, la ciudad de las murallas. Para resistir las horas que estuvo sentado en una banca del jardín principal, rodeado de los Aluxes que tampoco hablaban. Esperar que diera la hora de salida del avión y abordarlo, viajar sobre ese mismo mar, sobre ese mismo Golfo que ahora se mece en los senos de Helenita, ese mismo mar que lo desvela y lo cansa, como se siente, con la mujer tocando su cuerpo. No escucharse a sí mismo diciendo que les dejaran atadas las manos. No quiere escuchar los gritos de ambos ni el silencio que se hizo después, con la flor bailando en las olas. Mi vida, te extrañé a cada momento. Y ella dice que lo mismo había sentido, que lo soñaba a cada segundo aunque él sabe que la ciudad de México es inmensa y nada aprisiona los recuerdos, ni el smog que aturde, ni las manifestaciones en las calles, ni en ese sonido sinuoso de la risa de Abraham Garnica, Corcovado, minutos antes, porque hasta que la pértiga no los empujó al agua, de seguro el maricón, malnacido, no dejó de reír, de creer que era sólo una pantomina, seguro que eso creía, porque siguió escuchando su risa y le miró los ojos y le vio la flor, durante el viaje marítimo de regreso a Lerma, y las horas en que estuvieron solitarios en el jardín principal, mirando las palmeras, los almendros, las torres de la catedral, soportando el calor, con la maleta de If tirada a un lado. Y la mujer lo envuelve y él entonces sabe que se acerca la hora, lo sabe por el instinto y acertará cuando ella se meta a duchar y salga lentamente, se vista poco a poco y le ve el cuerpo, le mira la dureza de los músculos, lo elevado de la estatura, lo bello del abdomen y recuerda a Laura, el mareo en las olas, los ofidios clavados en sus muslos, la angustia de los gritos marinos, a un Salustio que nunca conoció, y la mira vestirse con movimientos en cámara retardada, cuando en murmullos, como si la oración viniera precedida de ondinas y algas deshiladas, como si el rezo fuera lo último, le dice siempre tienes que irte, carajo.