AÑEJO A LA ROCA
A mi Charín.
Y a mis amigos:
Juan, Elsa, Ana y Ernesto.
Hay pocos policías que se jubilan a los cincuenta años. Claro que a veces un plomo es suficiente. Pero el tiro que me dio el Pandeao en aquel mugriento barcito de Casablanca, solo me dejó una leve cojera en el pie derecho. A mi me daba pena el Pandeao, cuando cayó en prisión por un robo de menor cuantía tenía diecisiete años y era flacucho y encorvado como una Caña Brava a punto de partirse. De ahí le venía el apodo. Al fiscal le cayó mal aquella mirada desafiante y bravucona. Lo condenó a tres años en el Combinado del Este. Por su carácter, el Pandeao no tardó en ir a parar a la leonera. Allí lo violaron seis tipos sucesivamente en una sola noche. Lo dejaron inconsciente, tirado sobre el piso frío y áspero de la galera. El Pandeao se recuperó y fue trasladado de prisión. Désele aquel día vivió exclusivamente para la venganza. Cuando le tendí la trampa, una mañana dos años después, el Pandeao ya había asesinado a cuatro de los individuos que lo violaron. Logró fugarse de la prisión, y esperaba al último en aquel apestoso bar de pescadores al lado del atracadero de lanchas de Casablanca. Un pueblecito alargado y de calles angostas que está como colgado de la margen izquierda de la bahía de La Habana.
Después del conato de captura, yo esperaba la ambulancia mientras me hacían un torniquete en la pierna para evitar la hemorragia. Recuerdo su cara al pasar junto a mí. Iba esposado y conducido por dos de los policías.
Me miró un instante y dijo:
– Esa no era para ti.
– Así es la vida – respondí.
Al Pandeao lo fusilaron una semana más tarde. Su única herencia fue aquel plomo de nueve milímetros que dejó alojado en mi pierna derecha.
En el transcurso de mi convalecencia en el hospital sucedieron muchas cosas; pero esa es otra historia. Abandoné el centro al mes siguiente. Tenía mi pierna sana, y unos planes que cambiarían mi vida radicalmente.
Joaquín Domínguez, quien fuera mi jefe por más de diez años en la policía, me esperaba a la salida. Le hice saber mis propósitos. Observó mi rostro largamente. Era una mirada muy vivida. Con muchos años de oficio en los ojos. Luego dijo sin convicción:
– No creo que haya motivos para que un policía como tú se jubile a los cincuenta.
– ¿Usted cree, compañero? – le dije.
Lo hice seis días después.
– ¡Hombre, Demetrio Roca, carajo, cuanto tiempo sin verte!
– ¿Qué tal Moya, como va eso?
Vicente Moya es un camarero de la vieja guardia. Ha pasado su vida detrás de una barra, y es uno de los que se sienten orgullosos de su profesión. Vestía su obligado uniforme azul con chaleco y pajarita. Terminó de dar los últimos toques al mojito que tenía en sus manos.
– Bien, mi hermano. Espérate un momento. – Dijo, y se alejó hacia uno de los clientes acodados en el bar.
Tiré un vistazo a mi alrededor. Había estado allí cientos de veces siguiendo la rutina del trabajo. El bar las cañas, del hotel Habana Libre, tenía un carácter especial. En él se da cita diariamente un grupo selecto de la sociedad habanera; dirigentes, intelectuales, funcionarios de la cultura, artistas, espías, policías de paisano, putas casi elegantes y cazadores de dólares, estos últimos de una forma u otra venían a ser lo mismo -. Y los extranjeros, que desde hace años se habían convertido en los privilegiados y sagrados animalitos de aquella fauna. Reconocí algunas de las caras habituales, pero no la que buscaba. Me deleité una vez más en el mural de Portocarrero, y paseé después mi mirada por la amplia cristalera que abarca el lateral derecho del bar dando una panorámica de la piscina y sus instalaciones. «El mismo paisaje», constaté, y contemplé los cuerpos bronceados en diminutos bikinis; sus caritas con gafas negras y el eterno gesto de perdonavidas. Turistas con afectado ademán de colonizadores despistados, y algún que otro cubano infiltrado buscando un ligue. Aquellos cistales eran la frontera de un mundo irreal – o al menos de otro mundo.
– Nada ha cambiado, Demetrio.
Moya puso un vaso con unos trozos de hielo frente a mí.
– Nada. – Respondí.
– Ni cambiará.
Había una sombra de resignación colgada en sus ojos.
– No estoy seguro – dije.
Comenzó a llenar el vaso y me miró de soslayo.
– Tú añejo siete años, como siempre, ¿no? Asentí con la cabeza.
– Es verdad lo que me han dicho – inquirió Moya.
– Es verdad.
– ¡Vaya! Bueno, hombre; pero eso no es motivo para que tengas esa cara como si llevaras un muerto abajo el brazo. Hace más de veinte años que eres policía, machacándote día y noche, jodiéndote la vida detrás de los delincuentes, ¿no? Ahora a descansar, compadre. Al principio te vas a sentir raro, pero ya te irás acostumbrando. Vamos, tómate tu primer añejo de civil, invita la casa.
Me sonríe. Levanté el brazo en un amago de brindis, y tomé un sorbo del líquido ambarino. El rostro bonachón de Moya estaba radiante.
– Eso es, mi hermano. Date el gustazo. Es la primera vez en mucho tiempo que te veo por aquí y no estás trabajando, ¿no?
– Eso parece – dije. Extraje la cajetilla de cigarrillos de uno de mis bolsillos y saqué un Popular con filtro. Moya esgrimió su encendedor y me brindó fuego. Aspiré el humo del tabaco. Después dije:
– Gracias, Moya. Dime una cosa. ¿Hace mucho que no ves a Tony por aquí?
– ¿Cuál Tony?
– El coreógrafo.
– Ya, el amejicanado.
– Sí. – Afirmé.
– Hace como una semana que estuvo revoloteando por aquí, se tomó un mojito y se fue sin pagar el muy hijo de…
– ¿Y alguno de los que andaban con él? – le interrumpí.
Moya reflexionó un instante.
– Déjame pensar…, haber, ¿te acuerdas de Juanito, aquel mulatico, flaquito él, que trabajaba en turismo?
– Sí – recordé. – Juan Duarte, alias Mesclilla.
– Pues hace como media hora que estuvo aquí. Se dio una vuelta y no encontró nada interesante, tú sabes; así es que se tomó un Cuba libre y se largó.
Consulté mi reloj.
– Lo más seguro es… – comenzó a decir Moya.
– Sí. Sé dónde puedo encontrarlo – le interrumpí, y di un último sorbo a mi añejo -. Gracias, Moya, ya te caeré por aquí en otro momento.
Me puse de pie, y apreté el cigarrillo contra el cenicero.
– Pero ven acá, ¿no quedamos en que ya no eres policía? ¿Para que sigues entonces detrás de esos jineteros?
Lo miré condescendiente. Esa era una pregunta a la cual tendría que acostumbrarme.
– Disculpa. – Pidió Moya. – Ya sé que no es asunto mío.
– No tienes que disculparte. – Le tranquilicé. – Es un favor que le debo a alguien. Necesito de ti la misma reserva de siempre.
Moya esgrimió su vieja sonrisa de conspirador.
– Descuida, mi hermano. Tú sabes que siempre puedes contar conmigo – dijo. – Oye, de paso hazme un favor, si ves a ese jodedor de Tony por ahí, recuérdale que me debe un trago.
Detuve el movimiento de marcharme, extraje mi cartera del bolsillo trasero del pantalón, saqué un billete de tres pesos con la imagen del Che Guevara y lo puse sobre el mostrador. Moya miró desconcertado el billete rojizo.
– Pero… ¿Y esto? – preguntó.
– A Tony no podrás cobrarle, Moya. Está dos metros bajo tierra. Me encaminé hacia la salida. No necesité ver su rostro para conocer su reacción. Después de todo, sí, me había traído «un muerto abajo el brazo», diría.
Salí del hotel y me dirigí al aparcamiento. Abordé el auto y abrí la llave de encendido. El viejo Chevrolet del 52 arrancó sin muchos aspavientos, el motor, renovado gracias a los inventos y adaptaciones de mi mecánico, comenzó a ronronear acompasadamente. El auto era la propiedad más importante que tenía, fue lo único que heredé de mi padre y lo cuidaba con el esmero con que se cuidan los buenos recuerdos. Palpé el volante y oprimí el acelerador. El Chevrolet se deslizó fuera de los límites del Habana Libre, y tomé rumbo hacia el malecón habanero.
La noticia me había llegado de sopetón aquella mañana. Yo vivía con una hermana, Cruz, en un pequeño apartamento de mi propiedad en la calle infanta. Cruz Idolidia se vino conmigo al abandonarla su marido después de veinte años de vida en común en un matrimonio frustrado y sin hijos. Cruz me acusaba siempre «de ser un tarambana empedernido. De ir por ahí de picaflor en vez de sentar cabeza y constituir un hogar como Dios manda». Hoy día ni me lo menciona. Compartir su vida a mi lado le ha traído consuelo, y a mi la agradable compañía que necesitaba.
Cruz depositó la taza de café sobre la mesa. Se alisó el delantal con las manos, y me dijo:
– No quisiera disgustarte.
Me puse en alerta. Conocía ese tono, y quería expresar malas noticias. Seguramente relacionadas con la libreta de abastecimientos y todo ese rollo del cual generalmente me mantengo al margen. Ella siempre se ocupaba de nuestros suministros. Esa era su mayor preocupación, y le ocupaba todo el tiempo libre de que disponía debido a la ingente escasez de los principales productos en el mercado.
Por suerte sólo esperaba de mí que la compadeciera. Esbocé el gesto que acostumbro en estos casos. Y le dije:
– Siéntate… Vamos, dime, ¿qué pasa?
– Anoche mataron a Tony.
El odio me llegó en oleadas, como una música acuosa que fluía desde adentro y me provocaba un cosquilleo en la punta de los dedos; pero me abstuve de hacerlo evidente. No quería preocupar a Cruz. Ella no tenía idea de lo que podía haber detrás de esa noticia.
– Me enteré por una vecina que me llamó hace un rato – agregó – según los rumores lo encontraron al amanecer en un parque que hay por la calle 21, en el Vedado.
Permanecí en silencio. Cruz empujó suavemente la taza de café hacia mí.
El hombre que tenía enfrente, Pedro Valdez, es un mulato oriental grande y gordo. Los sobacos de su camisa reglamentaria estaban eternamente manchados por el sudor. Valdez lleva los mismos años que yo en la policía. Nos habíamos graduados juntos en la promoción del 66 en la Escuela de Policías de Matanzas. Luego, aunque seguimos caminos diferentes coincidimos en muchas ocasiones por imperativos del oficio. Yo le conocía bien, y no me gustaba. Pedro Valdez, a pesar de su escasa cultura, fue trepando rápidamente en el Minint. Ahora era capitán y ocupaba la jefatura del grupo operativo de la Unidad Provincial de Plaza, en el Vedado.
Yo estaba tenso. Apenas noté los vulgares cambios en la decoración del despacho, el mismo despacho en que me reunía con Joaquín Domínguez para discutir las estrategias del trabajo. Pero mi jefe ya no estaba, había sido trasladado, y en su silla estaba sentado aquel mamarracho de rostro mofletudo y grasiento que me miraba con afectada superioridad.
Tuve que esperar 40 largos minutos antes de que diera la orden para que pudiese pasar. Pedro Valdez me recibió sin ponerse de pie ni estrecharme la mano.
– Qué tal Demetrio, ¿qué te trae por aquí?
La voz le sonó agolada y aburrida. Mis ojos debieron reflejar ironía. Sonríe.
– Sí, ya me lo imagino, Tony – continuó el gordo, y se removió en la silla -. ¿Cómo lo supistes?
– Eso no tiene importancia – respondí.
Valdez asintió con su enorme cabeza y se hecho hacia atrás en el asiento.
– Mira, Roca. Yo no estoy obligado a darte ninguna información. Yo no eres policía; pero sé porqué te interesa esto, aunque yo no le veo la conexión. Tú y yo nunca nos hemos masticado bien, pero fuiste un buen investigador, y por compañerismo me veo…
– Ahórrate el sermón, Valdez – le corté -. Sabes que voy a averiguarlo tarde o temprano, pero quiero que seas tú el que me lo diga. Tú llevaste el caso de Sarita, fue en La Vivora, tu municipio, y lo llevaste como te salió de los cojones.
– A mí no me vengas con esa vaina, Roca. Ya te dije que no hay conexión. Esa muchacha, aunque te duela, se mató ella misma de tanto putearse. El forense dictaminó infarto, y eso es muerte natural, por si lo has olvidado. Ahora Tony aparece cocido a puñaladas, y eso es asesinato. Para mí es un caso claro y sin implicaciones.
– Tony era su novio, Valdez. – Apunté.
– Tony era uno de sus singantes, Roca, no me jodas – me espetó.
– Y era tan mierda y tan vaina como ella.
Sentí como la sangre se me agolpaba en la frente.
– Ya sé que te jode que hable así de esa Sarita – continuó Valdez.
– Tú tienes no sé que parentesco con ella; pero ese es un problema tuyo, y no mío, y ya sabes que no tengo pelos en la lengua.
Encajé el golpe. Siempre supe que tendría que soportar el sopapeo y los alardes de Valdez. Traté de darle a mi rostro la expresión más dócil posible. Luego dije:
– Está bien, Valdez. Sólo quiero saber las circunstancias de la muerte de Tony. Simple curiosidad.
El gordo me miró un instante y sonrió resoplando por la nariz. Extrajo un pañuelo arrugado y amarillento y comenzó a pasarlo por su cuello abultado y llenos de pequeñas erupciones.
– Este caso me tiene ostinaó, compay – dijo -. No tengo nada, ni cojones. No hay arma homicida, no hay ni una huella, ni una singa pista que seguir. Tengo a dos hombres trabajando en el caso y no han podido nacer nada. El que lo mató sabe cómo hacerlo. Ese Tony estaba metido en algo gordo, Roca, pienso que quiso estafar a alguien, un bolitero quizá. Y le pasaron la cuenta.
– ¿No hay testigos. – Pregunté.
– Nadie. Ese parque, el de H y 21, es muy oscuro y a esa hora no suele haber nadie por allí.
– ¿Qué hora?
– Según el forense, entre las 4 y las 5 de la mañana.
Quedé pensativo. El gordo recobró su postura. Su expresión volvió a ser adusta y prepotente. Lanzó el pañuelo a una esquina de la mesa y habló señalándome con un dedo:
– Eso es todo Roca. Y óyeme bien. No te me hagas el difícil. No quiero a nadie husmeando en mi trabajo, y mucho menos tú. Ya tengo bastantes complicaciones con este jodio caso pa' que venga un come fana a amargarme la vida con su sentimentalismo. No te quiero por aquí, Roca. Acuérdate.
Me puse de pie. Y miré fijamente a los ojos de Pedro Valdez.
– Sí – dije. Ya no soy policía.
– Eso.
– Tengo que darte las gracias.
– No hace falta.
Transitaba con mi viejo Chevrolet por el malecón rumbo al Hotel Riviera. El reloj marcaba las 3:35. Dentro de unos minutos podría cazar a Juanito en el hotel. Conozco los hábitos de caza de estos jineteros. Las cuatro de la tarde es su hora preferida para operar. Una gran parte de los turistas hospedados en el hotel pasaba las mañanas en la piscina, y después de almorzar se desperdigaban por los bares del lobby para tomarse unas copas. Más tarde, la mayoría de ellos seguiría algún recorrido prefijado por La Habana colonial de la mano de los guías de turismo. Otros sencillamente mataban las horas paseando por la ciudad, con un ostensible sello de extranjeros en su andar y forma de vestir. Casi todos esperaban las promesas de la noche cubana, lo más seguro, Tropicana, con su cabaret bajo las estrellas y su reclamo de música criolla y mulatas de fuego.
Para los jineteros las cuatro de la tarde es la hora muerta del pan, como denominan a los turistas; el momento en que se cojen un time para relajarse y son más proclives a charlar con un extraño. Giré el volante y dirigí el auto hacia la gasolinera de la calle Calzada, muy cerca del hotel.
El empleado del garaje me reconoció segundos antes de que detuviera el auto. Con un rápido movimiento sacó del bolsillo de su camisa unos pequeños papeles impresos, y los escamoteó en un intersticio de la bomba de gasolina.
– Llénalo y revísale el aceite, por favor – le pedí, y pregunté.
– ¿El Macri está?
– Sí – respondió el empleado -. Allí en la oficina.
Bajé del auto y me encaminé hacia la puerta abierta donde se leía «Administración» en letras negras sobre el dintel.
Sergio Ruiz, más conocido como el Macri, era un tipo fornido, pero panzón, tenía los ojos saltones y una patilla ancha que se comunicaba con el espeso bigote. Al verme se sacó el puro de la boca y sonrió dejando ver un diente de oro.
– ¡Coño!, el Déme en persona – dijo extendiéndome la mano – Que volá, compadre. Estaba usted perdió. Siéntate.
Le devolví el saludo y tomé asiento.
– Ando corto de tiempo, Macri – dije – ¿cómo van tus cosas?
El Macri colocó el tabaco en el cenicero. Ya no sonreía.
– Mis cosas bien, Déme – comentó -. Las tuyas parece que no. Ultima – mente sólo he oído malas noticias.
Hice un movimiento afirmativo. Sergio Ruiz, el Macri, era un tipo bien informado. Conocía todo lo que se movía en el submundo de la ciudad. Su negocio consistía en la compra – venta de oro y joyas; pero tenía su propio código personal, y un buen olfato. Aunque realizaba sus transacciones en el mercado negro, no compraba prendas robadas ni nada que pudiera traerle complicaciones con la ley. Nunca había estado detenido.
– Veo que como siempre estás enterado, Macri – respondí. – Voy al grano. Necesito información sobre Tony. Es personal.
Sergio le dio una chupada al tabaco.
– Te comprendo, Déme. Pero no creo que sepa más que tú sobre esto.
Achiqué los ojos. Las palabras salieron despacio de entre mis dientes.
– ¡Me cago en tu madre, Macri!
Sergio Ruiz desvió la mirada y se removió incomodo en el asiento. En su cara había una mueca de ofendida contención.
– Eso no era necesario Teniente. – Reprochó -. Yo siempre he sido sincero contigo. Hasta donde puedo…
– Pues quiero que lo seas ahora – remaché -. No me jodas, Macri, Tony era amigo tuyo. Y no me llames Teniente. Nunca más me llames Teniente.
Sergio Ruiz guardó silencio unos segundos mientras exploraba mi rostro concienzudamente. Después volvió a colocar el puro en el cenicero.
– Te voy a poner las cartas, Déme – dijo -. Tú siempre has sido un tipo bien considerado en el ambiente. La gente decía: «El Déme es fiana, pero es hombre a tó.» Nunca le has hecho una mariconada a nadie. Que yo sepa, los tipos que quitaste de en medio eran carroña o estaban sucios de ese tipo de mierda que a nadie le gusta. Pero hay otra clase de gente, gente que no le hace daño a nadie y que se busca la vida como puede en negocios que constituyen delitos únicamente en este cabrón país, y esa gente se hace preguntas…
– Deja de conspirar y suéltalo ya. Que tipo de preguntas – le conminé.
El Macri desvió la vista de mi cara. Después de un pequeño silencio, tomó aliento y me soltó recalcando las palabras:
– Tú no le perdías pie ni pisada a Sarita y al Tony. Los cogías y los soltabas. Yo sé porque; querías asustarlos alejarlos de la lucha, pero otros no lo creen así, ¿porqué?. Porque tú desapareces. Desaparece Demetrio y al mes y pico encuentran muerta a Sarita, dicen que de muerte natural. Dicen. Al poco tiempo matan a Tony. Y todavía no se ha enfriao el pobre tipo y tú apareces otra vez. Esa es la pregunta.
Mi primera reacción fue contestarle violentamente, pero me contuve. Respiré con fuerza para autocontrolarme, mientras observaba la densa columna de humo que emergía contoneándose de su tabaco formando extraños arabescos. No tenía sentido rebelarme contra aquella maldita duda. Tenía cierto fundamento. Mejor aclararla de una vez, aunque dar explicaciones de mis actos no esté precisamente dentro de mis buenas costumbres:
Así es que le dije:
– Está bien, Macri. Grábate esto: Me fui porque la Dirección General me asignó de improviso el caso de el Pandeao. Según los informes podía estar en Santiago de Cuba. Allí vivían dos orientales que eran del grupo que lo había violado y él les quería pasar la cuenta. Uno de los tipos apareció muerto al mes de estar yo allá. El Pandeao se esfumó y el otro tipo también, pero conseguí una pista que me trajo hasta Casablanca. Ya con el hombre bajo control sólo tenía que esperar, sabía que El Pandeao se dejaría caer tarde o temprano. Apareció una semana después.
– Este tipo de operaciones sólo funcionan si se garantiza una absoluta discreción, así es que estuve completamente desconectado de todo lo demás. El Pandeao era un hueso duro. Cayó, pero me dejó un recuerdo – me palpé la pierna herida – me dio un tiro aquí. Nada grave, pero me tuvo un buen tiempo en el hospital. Allí me enteré de la muerte de Sarita. El resto ya lo sabes…
Los ojos saltones del Macri se abrieron exageradamente.
– ¡De pinga! – exclamó -. Así que fuiste tú quien agarró a el Pandeao. Sabía que eras un tipo duro, el ecobio; pero para enfrentarse a El Pandeao hay que tener dos bolas de billar por cojones, y además hay que estar loco…
– Deja la baba, Macri. No te he contado esta historia para que me piropees, sino porque necesito tu confianza – le advertí -. Han pasado demasiadas cosas, demasiado rápidamente y estando yo demasiado lejos. No creo en las casualidades, Macri. Voy a ir hasta el final. Ya te dije al principio que era algo personal.
Sergio Ruiz asintió sin dejar de mirarme.
– Y además del tiro – dijo -, el premio que te dieron fue pirarte de la policía.
– Nadie me piró, Macri. Me fui yo – le aclaré -. Solicité la baja mientras estaba en el hospital.
– ¿Porqué?
Podía haber ignorado aquella pregunta. Pero no lo hice.
– Digamos… – respondí -, que he visto demasiadas cosas. Las suficientes.
Sergio Ruiz, el Macri, sonrió, y dijo:
– Esto es música para mis oídos.
– Lo sé. ¿Se acabaron tus preguntas?
– Sí – respondió Sergio, y se puso de pie -. Espera.
Sergio Ruiz abandonó la silla, sacó una diminuta llave del bolsillo y abrió con ella una caja de seguridad disimulada tras un archivo. Momentos después regresó junto a mí. En sus manos traía un sobre de cartas y un pequeño envoltorio de tela color naranja.
– Tony estuvo aquí anoche cuando estaba a punto de irme. Me pidió que le guardara esto – dijo señalando el sobre -. No sé lo que contiene, parece una postal. También me dejó esta chatarra para que comprobara sí el oro y las piedras eran de ley.
Abrió el envoltorio de tela y observé las joyas: Un anillo de oro con diamantes y dos gruesas cadenas con sus respectivas medallas, la Caridad del Cobre y un crucifijo.
– Así que ahora también estaba metido en esto.
– Últimamente sí, pero sólo compraba. Yo mismo le he vendido algo. Quería un material sin complicaciones y sabía que mi chatarra es legal, sin lío vaya; pero muchas veces me traía cosas como esta para que yo le tirara el visto bueno antes de comprarlo.
– Ayer por la tarde, unas horas antes de que lo mataran – pensé en voz alta.
– Sí.
– ¿Y no volviste a verlo? – inquirí. – No. Esa fue la última vez.
Tomé el sobre en mis manos. No había ninguna indicación en él. Un simple sobre blanco con algo que parecía una postal en su interior.
– No me gusta lo de Tony, Déme. No encaja – continuó Ruiz -. – El Tony no era un delincuente de esos de machetazos, púnalas y esas cosas. El no se juntaba con esa morralla. El Tony era un tipo de la farándula, un vividor. Lo suyo era el baile, luchar sus dólares y andar pa'arriba y pa'abajo con las puticas, con sus niñas, como decía: Esa forma de matarlo es de gente presidiaría, y no del ambiente en que andaba el Tony… No sé si me entiendes, tú fuiste policía y sabes más que yo de eso…
Guardé el sobre en uno de los bolsillos cerrados de mi camisa.
– Está bien, Macri – dije -. Me quedo con el sobre.
– Y con las joyas – me respondió -. No me pertenecen, Déme. No las quiero.
Mire las alhajas durante un instante.
– Conviértelas en dinero y mándaselas a la madre de Tony – dije y me puse de pie -. Ya sabrás como.
– No te preocupes. Me hago cargo.
Me encaminé hacia la puerta. Iba a despedirme cuando recordé algo.
– Ah, una cosa – le dije -. Dile a tu empleado que ya no es necesario que esconda los cupones de gasolina cuando me vea venir. Como comprenderás, ya no estoy para eso.
El rostro de Sergio Ruiz, el Macri, expresaba un exagerado asombro.
– ¿Cupones? No sé de qué me habla, Teniente.
Y sonrió mostrándome su diente de oro.
Aparqué el Chevrolet en un costado del Hotel Riviera que da hacia el mar, y me fui andando hasta la puerta principal. Dos ómnibus enormes de la empresa Cubatur ocupaban la rambla de entrada junto a varios taxis. Salude a uno de los guardias vestido de azul y traspasé la puerta de cristales giratoria. El lobby no podía estar más concurrido y bullicioso. Turistas de diversas nacionalidades formaban grupos aquí y allá escuchando las instrucciones que les daban los guías en sus respectivos idiomas, sobre tal o cual recorrido que podrían realizar. Sabía que allí no estaría mi hombre. A esa hora el cabaret Copa Room, situado a mi derecha, estaba cerrado. Me decidí por husmear en el restaurante Laiglon y en el bar El Elegante, para empezar. Y acerté. Allí estaba Juanito Duarte, el Mesclilla, acodado en la barra del bar. Se hallaba en plena lucha. Su interlocutor era, a juzgar por su aspecto, un mexicano, tenía los rasgos característicos de sus antepasados indios, vestía impecablemente de blanco hasta los zapatos, y se atusaba las puntas del bigote mientras escuchaba la perorata que le soltaba Juanito. El Mesclilla como de costumbre usaba unos vaqueros Lee medio desteñidos y una camisa del mismo genero azul claro. Giré antes de que se percatara de mi presencia y mi abrí paso hacia la Carpeta del hotel. Allí tenía un buen ángulo de visión, además de encontrarme cerca de la puerta que dá a la piscina, y al exterior por el lado del malecón donde tenía aparcado el coche.
Minutos después salió Juanito del bar. Llevaba un aire distraído y caminaba lentamente, sin apurarse. Sólo sus ojos se movían con rapidez a intervalos, estaban entrenados para detectar a los guardias de seguridad del hotel de un sólo vistazo. Aunque realmente esto último no era tan difícil. Por regla general los jineteros se los conocen a todos hasta por sus seudónimos, incluso a los novatos. Estos guardias segurosos se diferencian de todos los demás seres que habitan los salones del hotel. Visten generalmente de Safari o Guayabera y llevan siempre una mirada ceñuda, como de espía al acecho. Son inconfundibles.
Juanito entró en los servicios del hotel situados a la derecha de la gran puerta que da acceso al cabaret. Segundos después salió el mexicano y siguió el mismo camino. Me sabía de memoria lo que vendría ahora. En cuanto Juanito el Mesclilla vea entrar al mexicano ocupará uno de los cubículos que separan los inodoros, y el mexicano se instalará en el que esté inmediatamente al lado suyo. Las paredes de estos cubículos no llegan hasta el suelo, tienen una abertura en su parte inferior por donde se comunican entre sí. A través de esa abertura se hará el cambio de billetes. Cuatro o cinco pesos cubanos por un dólar, quizá seis, según las fluctuaciones del mercado negro de divisas. No hay palabras. No hacen falta explicaciones ni comentario alguno, todo fue arreglado en el bar. Se trata de un simple juego de manos por la abertura, y ya está. Cada uno saldrá de su cubículo como entró, como dos perfectos desconocidos. El primero en marcharse será el extranjero. Juanito Duarte remoloneará un rato en el lavabo, y al salir le dejará una buena propina al empleado de los servicios por si ha notado algo raro. Tenía poco tiempo, ocho o diez minutos. El Mesclilla saldrá de los servicios con pasos lentos, pero firmes y seguros, directamente hasta la puerta de salida. Este es el peor momento para el jinetero. Lleva los dólares encima, lo que constituye la prueba del delito. Los segundos que lo separan de la puerta son eternos, tratan de aparentar tranquilidad pero sus nervios están a flor de piel. Caminan derechos y sin mirar a nadie, con los músculos del cuello agarrotados como si un cuervo estuviera dándoles picotazos en la cervical. Aunque la gran puerta principal es la más cercana a los lavabos, Mesclilla, como buen jinetero no saldría por ahí, es muy peligroso. Utilizará la lateral, más disimulada y menos vigilada. Allí me encontraba yo. Un grupo de cuatro o cinco personas pasó frente a mí parloteando alegremente, se dirigían a la piscina. El dispositivo automático oculto bajo la alfombra accionó la abertura de la puerta, y salí confundido entre ellos. Desde el exterior miré por encima del hombro, aunque un poco distorsionado por los cristales alcancé a ver el rostro pálido de Juanito emerger de los servicios.
Cuando me paré frente a él, Juanito Duarte alias Mesclilla, no podía creérselo. Hizo un amago de echarse a correr, pero ya era tarde. Lo agarré por el cuello de la camisa y le cruce la cara con dos gaznatones de mano cerrada. Quedó atontado, casi sin conocimiento. Lo arrastré hasta el coche, abrí la puerta, lo levanté en vilo y lo lance dentro. Aquel pobre tipo no pesaba ni cincuenta kilos. Los coches pasaban a gran velocidad por el malecón frente a nosotros, algunos de sus ocupantes nos miraban sorprendidos sin tener tiempo a comprender lo que sucedía. Penetré en el auto y cerré la puerta. Rodeé el cuello de Juanito con mi mano izquierda presionando debajo de las mandíbulas. Con la derecha le tenaceé las costillas y apreté con fuerza.
– ¿Te acuerdas de mí, verdad?
Juanito asintió como pudo, gargarizaba como un pajarito embuchado. De los ojos le fluían dos gruesos goterones y comenzaba a moquearse. Aflojé la presión del cuello.
– ¿Dónde están los dólares? Habla.
Me dedicó un gesto de fingida incredulidad, y dijo atropellándose:
– Yo…, Yo no tengo nada. Usted…, usted no puede hacerme esto.
– Claro que no – respondí.
Liberé mi mano derecha y le tiré un corto recto con el puño cerrado entre la nariz y el ojo derecho. Emitió un sonido parecido a un pollo con hipo y se desvaneció. Comencé el registro de los bolsillos de la camisa. Luego los de los pantalones, nada. Me incliné y le quité los zapatos, palpé los calcetines, allí tampoco estaban. Por un momento pensé que no los tenía encima. A veces los jineteros clavan los dólares en algún escondrijo del hotel y vuelven a por ellos mucho después, cuando están seguros que no hay peligro. Alejé esa idea de mi mente, este no podía ser el caso, no pudo haber tenido tiempo. Me empleé a fondo. Lo necesitaba comprometido para que soltara la lengua y no me creara complicaciones. Safé el cinto y busqué alrededor de su cintura. Nada. Bajé entonces la cremallera del vaquero e introduje mi mano debajo del calzoncillo, aparté una esmirriada y delgaducha pichita, y hurgué detrás de los huevos. Entonces mis dedos tropezaron con algo, en la entrada del ano sobresalía la punta de un objeto flexible al tacto. Que bárbaro, así que los tenía metidos en el culo, a lo papillon. Lo debí suponer, aunque sólo los muy pendejos utilizan esa argucia. Presioné firmemente con la punta de los dedos y lo saqué de un tirón. Ante mí apareció una pestilente bolsita de nylon transparente, la suciedad no impedía reconocer un pequeño fajo de billetes verdes enrollados dentro de ella. La lancé con asco sobre su estómago y le di un par de bofetadas.
– Vamos, Mesclilla – gruñí -. Se acabó la siesta. Despiértate. Juan dio un respingo y me miró alelado. Le señalé los dólares.
– Estás cojido, Mesclilla – le aseguré.
Clavo los ojos en la bolsita. Nadie tenía que decirle lo que aquello significaba. Tres años de prisión en el Combinado del Este, o quizás más a los reincidentes como él. Tenía el pómulo derecho hinchado y las lágrimas se el mezclaban con los mocos en la comisura de los labios. Su rostro era la viva imagen del desamparo.
– Por favor, Teniente – balbuceó -, no me desgracie, yo… yo…
– Deja de gimotear y no me llames Teniente – le espeté -. Pórtate como un hombrecito. Me vas a contestar todo lo que te pregunte ¿Está claro?
– Sí Teniente, digo…
– Demetrio.
– Demetrio…, lo que usted diga, compañero Demetrio…
– Háblame de Tony.
– ¿De Tony?
– Sí. De tu amigo Tony el coreógrafo, ¿qué pasa? ¡No te me hagas el comemierda!
– No, no…, ya me doy cuenta. Bueno, hace días que no lo veo, ¿por qué?, ¿está preso?
– Soy yo el que hace las preguntas. ¿Desde cuándo no lo ves?
– Una semana, creo…
– Cuéntame todo lo último que sepas de él. Lo que hablaba contigo, en que andaba metido. Todo. Dale.
Juan Duarte hizo un gesto afirmativo. No era inteligente pero sí pícaro, y ya veía claro por donde iban los tiros. Su rostro dejó de reflejar miedo. La lanzó una significativa ojeada a la bolsita llena de billetes.
Capté la señal.
– Ese es el precio, Mesclilla – le dije -. Si hablas claro, aquí no ha pasado nada y te quedas con los verdes; pero si te haces el loco y tratas de engañarme vas derechito para el tanque de la lejía. Tú decides.
Juan Duarte guardó silencio unos minutos. Exhaló un largo suspiro y carraspeó. Tenía un tic nervioso en el párpado derecho. Se ajustó el pantalón, guardó la bolsita en uno de sus bolsillos y limpió su rostro con los faldones de la camisa. Comenzó a hablar sin mirarme a la cara, con su vista clavada en el asiento delantero del coche.
– Tony está bastante raro últimamente – dijo -. Desde que murió Sarita estuvo unos días sin que se le viera por ninguna parte. Cuando apareció ya no era el mismo. Ya no departía con nadie. EÍ siempre fue un tipo alegre y ahora anda por aquí como un fantasma con cara de amargáo y ocupándose solamente de la tralla. Al principio creí que era por lo de Sarita, él la estimaba mucho…
– Ocupándose solamente de la tralla, ¿del oro?
– Sí. El de vez en cuando hacía algún negocio con oro y esas cosas, si se presentaba la oportunidad; pero de un tiempo a esta parte lo hace insistentemente. Prácticamente se dedica sólo a eso, a la compra de joyas. Se está gastando todo el dinero que le a sacado a la lucha en estos años.
– ¿Por qué lo hacía?
Juan Duarte hizo una pausa antes de responder, el «hacía» se me fue y no le pasó inadvertido.
– Responde. Hasta ahora no está relacionado contigo – le aseguré.
– Bueno… – continuó -. Está…, está obsesionado con la salida del país.
Esta vez fui yo quien guardó silencio unos segundos. Luego volví a la carga:
– ¿Cómo pensaba hacerlo?
Un ligero temblor le recorrió los hombros. Su voz volvía a ser nerviosa.
– No sé… Le juro que no sé – dijo -. El alardea con el tema, por eso se lo digo. Dice que ahora sí tiene un buen contacto. Ya sabe como es Tony…
– ¿Quién más estaba con él en este asunto?
– No sé, no sé…
Con los ojos semicerrados, sacudía la cabeza gacha a un lado y a otro.
– No sé, no sé… – murmuraba, repetía.
De un rápido movimiento cerré mi mano en su delgado gaznate y lo volví hacia mí.
– ¡Mírame, cojones – le grité a la cara -. ¿Me vas a decir que no sabes con quién andaba Tony? ¿Me vas a decir eso, cono?
Su cara empezó a teñirse de rojo. De sus labios salía un parloteo ininteligible. Lo solté. Tosió exageradamente. No esperé a que se recuperara:
– Te voy a descojonar, Juanito Mesclilla. Te dije que hablaras claro. Que cuento es ese de que Tony iba por ahí de Llanero Solitario y comprando oro sin que tú supieras nada. ¡Contesta!
Duarte pidió tiempo con un gesto para cojer el resuello. Luego continúo con voz entrecortada:
– Por favor…, le estoy diciendo la verdad… Tony se ha desligado de los amigos. Ya le dije que está muy extraño. Ni siquiera lo veo con Diana, que era carne y uña con él.
Diana. Aquel nombre sonó como una campanada en mi cabeza.
– Diana Martha, la bailarina – inquirí.
– Sí – respondió -. Y…, por cierto, ahora que se lo digo a ella también hace mucho que no se le ve. Que raro…
A mi no me pareció tan raro. Observé detenidamente el rostro descompuesto de Juanito Duarte, el Mesclilla. No parecía estar mintiendo. De todas formas no tenía otra alternativa.
– Bájate – le ordené.
Movió el cuerpo con dificultad y abandonó el coche. Yo le hice también y me acomodé en el asiento delantero. Parado en el borde de la acera, Juanito Duarte me miraba con cara de estúpido. Ofrecía un espectáculo realmente lamentable. Pensé advertirle de que no cantara a nadie nuestro encuentro, pero sería una pérdida de tiempo.
– Un último consejo, Mesclilla – le dije -. Piérdete. Han matado a Tony. Y no puedo asegurarte de que tú no estés en remojo.
Los ojos se les llenaron de angustia. El tic de su ojo derecho se activó bruscamente. Oprimí el acelerador. Ya estaba cansado de aquella cara.
Diana. Tony. Sara. Aquellos nombres eran como piezas desordenadas de un juguete roto. Un títere que se movía al calor de la noche habanera, y que inesperadamente se ha desvanecido, desarticulado; después que algo o alguien le hubiera cortado las cuerdas.
Para algunos no es un secreto la relación que me unía a Sarita. Su padre, Sebastián Ocaña, fue el mejor amigo que he tenido nunca. Al triunfo de la revolución, siendo aún muy jóvenes, ingresamos juntos en la policía. Años más tarde pertenecíamos a un mismo pelotón de ese cuerpo, y fue justamente el primero en entablar combate durante la invasión de Playa Girón. Peleábamos uno al lado del otro, y Sebastián tuvo la mala suerte de caer herido por el trozo de metralla de un obús. Por esa razón fuimos de los últimos en regresad a casa. Al llegar a La Habana, Hortensia, su mujer, que había quedado preñada, ya tenía una niña. Sarita. Yo no tenía descendencia, ni la tengo. Así que no fue difícil que me naciera un sincero afecto paternal por aquella chiquilla. La hija de mi amigo.
Eran tiempos difíciles. Estábamos acuartelados en el regimiento de La Cabaña, y la mujer de Sebastián nos llevaba chucherías los fines de semana. Sarita la acompañaba y no se despegaba de mí. Subida en mi pecho hacía todo tipo de travesuras, me halaba la barba, se apretujaba contra mi cara, besaba la punta de mi nariz. A veces llamando la atención de los demás, palpaba mis bíceps con sus manitas y decía: «Tío… Roca, Roca…», mientras su carita hacía un mohín de fingida admiración. Todos reíamos sus burlas infantiles. Sarita nos contagiaba su alegría. Era una niña hermosa, con el pelo rubio y sedoso y unos ojos azules que parecían dos pedazos de cielo mojado. Yo me sentía orgulloso de ser su preferido, y Sebastián disfrutaba compartiendo conmigo el cariño de su hija.
Sebastián era un guajiro noble y limpio. Nunca pudo recuperarse de su vieja herida. Vivió diez años más retirado de la vida activa y amargado por su destino. Unos días antes de morir me llamó y me dijo: «Me voy, mi hermano, pero estoy tranquilo. Sé que tú te ocuparás de nuestra Sarita.» Esa ha sido la encomienda más difícil de mi vida. Hortensia, la esposa de Sebastián fue siempre una mujer débil de carácter que nunca se ocupó lo suficiente de la educación de su hija. A los pocos meses de morir Sebastián ya tenía otro marido y otra vida. De hecho se fue alejando paulatinamente de mí y del pasado que yo representaba. Su despreocupación entonces por Sarita era total. La niña ya tenía diecisiete años y comenzó a descubrir el mundo a su manera. Yo vivía sumergido en el trabajo, apenas la veía en esa época; y en un momento dado me di cuenta de que ya no tenía ninguna autoridad sobre ella.
El marido de Hortensia, más joven que ella, trabajaba como chofer de taxis en la barriada de Regla. Es uno de esos tipos que van por la vida pavoneándose con aires de Don Juan irresistible, y que son lo suficientemente comemierdas para creérselo. Más tarde supe que Sarita era objeto de sus insinuaciones. El muy cabrón la recabucheaba y la toqueteaba descaradamente. Hortensia se negaba a admitirlo. El taxista era su última oportunidad y no estaba dispuesta a ceder. Tras varias y violentas discusiones, Sarita abandonó el hogar materno y se marchó a vivir a casa de una amiga. Esa amiga es Diana Martha.
De la mano de Diana Martha, Sarita, se introdujo en la vida nocturna de La Habana. Diana Martha trabajaba como bailarina – figurante en el cabaret Caribe, del Hotel Habana Libre. Allí conoció a Tony, que ocasionalmente actuaba como coreógrafo del show, y juntos se iniciaron en la lucha. En poco tiempo Diana se convirtió en la Jinetera más famosa de El Vedado, capital de la noche y de la ciudad. Diana también era conocida entre sus amigos como «El Cuerpo» por lo excepcional de sus medidas. Su cara, de rara belleza, irradiaba ese aire mundano y perverso que habita en los rostros de las vampiresas trasnochadas del cine negro. No puede negarse que era una puta con cierto estilo. Aunque la provocación y la sensualidad de cada uno de sus gestos fuera exagerada, esto le garantizaba el éxito entre la fauna de extranjeros ricos que buscaban un ligue suculento, fácil, y a cualquier precio.
Diana Martha poseía además una especie de salvoconducto. Había sido detenida en múltiples ocasiones, incluso por mí; pero bastaba una simple llamada por teléfono para que la soltaran inmediatamente. En cierta ocasión cargué con ella en el Hotel Nacional. Yo estaba de paso, realizando una investigación sobre un caso de malversación, y la sorprendí in fraganti cuando salía de una habitación de un turista español, llevando en sus manos dos grandes bolsas llenas de artículos comprados en la tienda para extranjeros. La conduje a la Unidad de Policía y la presenté ante el carpeta para que le tomara declaración y le llenara el atestado. Un poco más tarde regresé al hotel. Al cruzar el lobby… Diana ya estaba allí, y conversaba animadamente con una amiga. La miré sorprendido. Aún no había transcurrido una hora de su detención. Ella me devolvió la mirada con evidente coquetería, e hizo un gracioso gesto como queriendo decir: «Ya ves: no puedes conmigo.» Y así era. Todos lo sabíamos. Diana estaba protegida por alguien; un tipo de arriba, un pincho, un mayimbe. Daba igual. Era de la categoría de los innombrables y nadie pedía explicaciones.
Desde aquel día hubiera querido mantenerme al margen. Ya estaba suficientemente ocupado y asqueado por otros problemas. Pero estaba Sarita… A medida que pasaba el tiempo se me hacía más difícil recuperarla, influir en ella. No le quedaba ni un ápice del cariño de antaño. Había perdido el respeto hacia mí y hacia sí misma. Sus ambiciones no iban más allá de lo que le ofrecía la noche en compañía de Tony y Diana.
De nada valieron mis argumentos para separarla de aquel ambiente. Ni siquiera las reiteradas detenciones que le hice para presionarla. Había escogido un camino sin regreso. Y ahora estaba muerta. Muerta. La Sari. La hija de mi amigo Sebastián.
No recuerdo cuándo fue la última vez que estuve en Guanabacoa, dos años quizá. Es lo mismo. Los cambios en estas pequeñas ciudades son apenas imperceptibles. Como casi todos los viejos municipios que rodean a la ciudad de La Habana, Guanabacoa posee un parque central y una parroquia. Alrededor de este parque se desarrolla la mayor parte de su actividad social. Allí están las principales tiendas. Un par de restaurantes, si es que puede llamárseles así, y varias cafeterías. La biblioteca y el liceo Artístico y Literario, un centro que no llega a estar a la altura de sus apellidos. El museo Histórico, de cierto prestigio e interesantes salas de etnología. Y el cine Carral, el último que le queda a la villa.
En épocas lejanas Guanabacoa fue lo que suele llamarse una ciudad floreciente. Vivió en fuerte desarrollo industrial, y éste aumentó considerablemente el número de habitantes debido a la inmigración de otras provincias. De esta manera enriqueció y diversificó su folclore y su tradición cultural. Ha sido además cuna de grandes personalidades; políticos importantes, escritores, poetas, músicos como Ernesto Lecuona, cuyas composiciones han recorrido el mundo y son piedra angular de la música cubana.
Guanabacoa es también la tierra del babalao, en honor de quien fue el brujo más importante de toda la isla, categoría que aún conserva el último sucesor. Por consecuencia es la plaza más importante de la Santería, del Ñañiguismo, y las demás sectas heredadas de las religiones Yorubas que fueron introducidas por los esclavos africanos durante el siglo pasado.
La mayoría de estos hombres ilustres, incluyendo el babalao, duermen su sueño eterno en el viejo cementerio de Guanabacoa. El cementerio viejo, como le llaman hace años, cerrado y olvidado. Condenado definitivamente, como la ciudad misma, a ser testigo de pasadas glorias, y a una vejez caracterizada por la indiferencia y el abandono. Recorrí sus calles no sin cierta nostalgia pues hay trozos importantes de mi vida que se habían quedado allí. Y que no tenía intención de recordar. Di algunas vueltas para acercarme al lado norte del pueblo y corroboré que efectivamente no había nada realmente nuevo, salvo algunos edificios viejos, tipo colmena, construidos por los microbrigadistas. Y los consabidos «par – quesitos» que se ven por todas partes, y que se construyen para lavar la cara a la ciudad sobre los escombros de cualquier demolición.
Minutos después me estacioné frente a la antigua fábrica de tabacos de la calle División. Aunque se encontraba cerrada a aquella hora, el aire estaba impregnado del aroma amargo y dulzón de los puros recién torcidos. En la acera de enfrente, en el conocido Bar Miami, los borrachos habituales discutían sus temas de siempre dando voces y gesticulando ampliamente con las manos. A ese bar por supuesto hace mucho que le cambiaron el nombre; pero la gente le sigue llamando igual, y no puedo recordar la maldita cifra con que lo rebautizaron. Me bajé del auto y decidí hacer el resto del camino a pie.
En la calle Calixto García, entre Asunción y San Sebastián, existe un solar alto y escabroso donde todavía se pueden apreciar los vestigios de una antigua casona. Sus habitantes murieron hace tiempo o abandonaron el país. El solar sirve ahora de asentamiento a varias familias de inmigrantes de las provincias orientales que han levantado sus casas con más imaginación que posibilidades. Son casas inexplicables, construidas aprovechando lo poco que podía considerarse habitable de las ruinas del caserón y agregando cualquier otro material que estuviera a mano; planchas de cinc, cartón, maderas o ladrillos en el mejor de los casos. La casa edificada al final del solar es la mayor y la más presentable de todas, tiene incluso jardín y una fachada pintada de vivos colores. Su habitante, un guantanamero que trabaja en el sector de la construcción, se las había ingeniado para agregarle una habitación con baño independiente y sacarle unos pesos extras con el alquiler clandestino. La inquilina de esa pequeña habitación es Diana Martha.
Llegué a la altura del solar y sin detenerme ascendí por las piedras que le sirven de entrada. Una vez allí avancé zigzagueando por un trillo rodeado de yerbajos cuidando de no tropezar con unas tendederas cubiertas de piezas de ropa recién lavada. No se veía a nadie, pero lo más seguro era que conocieran mi presencia desde que entré al lugar. Supe antes de llegar que Diana no estaba allí. En la puerta colgaba un voluminoso candado, cerrado y unido firmemente a la madera por unos ganchos de metal. Me acerqué de todas formas y traté de fisgonear por una hendidura. No podía apreciarse nada. Sólo la oscuridad. Desalentado, me volví para marcharme; pero una mole inmensa me cerraba el paso. Un hombre fibroso y de gran estatura estaba parado frente a mí con los brazos en jarra. Su tórax era enorme. Llevaba la cabeza casi rapada, y en la carota sobresalían las cejas espesas y un par de ojillos pegados al tabique de la nariz. Parecía el gigante malo de una película barata. Soltó su pregunta con un tono amenazador:
– ¿Se le ha perdió algo, compay?
Pensé que debía ser el guantanamero, indudablemente. Sonreí y puse cara de buen muchacho antes de decir:
– No. No se me ha perdido nada. Sólo venía de visita.
El gigante se cruzó de brazos. No pude discernir si la mueca que había en su rostro era de dolor o de incredulidad.
– Soy pariente de Diana – continué – y hace tiempo que no la veo. ¿Sabe usted por casualidad si vendrá más tarde?
Lamenté que no se me ocurriera algo más inteligente. El hombrón sacudió la cabeza a ambos lados. Creo que pretendía sonreír.
– Bueno, parece que hoy no he tenido suerte – me resigné.
Pero el tipo permaneció callado. Sólo hizo un gesto afirmativo. Es evidente que no acostumbra a gastar más de cinco palabras al día. Di un paso atrás y lo miré de arriba a abajo, midiéndolo. Bajó lentamente los brazos. En los ojillos le bailaba una alegría asesina. Hice un ademán pidiéndole paso, y se apartó. Fue lo mejor para los dos. Me encaminé hacia la salida del solar. No le di el saludo de despedida. Creo que no le habría interesado.
Al llegar a la calle Manglar la noche se había cerrado sobre La Habana. Estacioné en el lugar acostumbrado y me acerqué a un teléfono público incrustrado en la fachada del viejo cine. Uno de esos pequeños cines de barrio de los cincuenta – «Hoy sábado: caballeros 10 centavos. Damas, gratis» -, que lleva cerrado varios años y nadie se acuerda de él. El teléfono es negro y alargado, muy antiguo, de los que tienen letras junto a los números del disco y tres orificios superiores para las distintas monedas de antaño. Debía tener más de 40 años. Al marcar tenía que ayudar al disco en su retorno; pero funcionaba. Yo le tengo afecto. Es el último hálito de vida del viejo cine.
– ¿Oigo? – dijo la voz de Sergio Ruiz al otro lado de la línea.
– Soy yo, Macri, Roca.
– Ah, cono, Déme, ¿qué pasa? Dime, mi hermano.
– Escúchame. ¿Sabes dónde puedo encontrar a Diana Martha?
– La Jinetera.
– Quién si no…
Sergio Ruiz calló unos instantes.
Después dijo:
– Claro, Diana Martha. La única carta sin descubrir de su trío de ases, ¿eh?
No respondí.
– Disculpa. No fue mi intención…
– Te hice una pregunta.
– No sé, Déme. Ahora que lo pienso lleva una temporada desaparecida. Y por lo que tú y yo sabemos no debe andar muy cerca.
– Averígualo.
– ¿Estás loco? Eso que me pides es más difícil que hacer gárgaras boca abajo, compadre. Estas niñas tienen más cuevas que los ratones. No puedes ni imaginártelo…
– Lo sé – respondí -. Pero también estoy seguro de que tú eres el único que puedes marcarme esa cueva. Así que arréglatelas.
Sergio Ruiz suspiró resignado.
– Está bien – dijo -. Me voy a poner en órbita ahora mismo. Llámame mañana al garaje. Después de las 11.
– OK – dije -. Y colgué.
El OK me sacó un inesperado gesto de desagrado. Me sorprendí a mí mismo pronunciando aquellas sílabas: OK. No las utilizaba desde que era policía. Una especie de prurito político nos obligaba a vocalizarías en español. Okay pronunciado en inglés tenía un tufillo americanizante. El sonido del enemigo. Conocí a un actor que fue el animador del programa musical más popular de la radio. Pronunciaba los nombres de cantantes en un perfecto inglés norteamericano, sin acento. Le costó el puesto. Alguien pensó que «tenía problemas ideológicos». Lo tronaron y ya nunca más volvió a ser lo que fue.
Saqué un Popular con filtro, lo encendí y aspiré dos buenas chupadas. El sabor fuerte y amargo del tabaco me inundó el paladar. Una brisa marina, suave y fresca, subía por la calle Infanta desde el malecón. Sentí deseos de dar un paseo y meditar sobre mis movimientos del día. Me disponía a hacerlo cuando miré intuitivamente hacia arriba, y busqué mi apartamento situado en el quinto piso del edificio que tenía enfrente. A través de las ventanas se apreciaba un movimiento de luces en la sala. Mi hermana veía la televisión. Me percaté entonces de que no le advertí a Cruz sobre mi demora, de que no me esperara a comer. Renuncié al paseo. Y subí. Es preferible enfrentarse al gigante guantanamero que dejar a Cruz con la mesa puesta.
Las manecillas del reloj de pared indicaban las 2 de la madrugada, y aún no podía conciliar el sueño. Ya había leído los periódicos del día. Cruz los colocaba en la habitación todas las tardes. También encontré un paquete de libros que según ella los envió Lorenzo, un amigo periodista que de vez en cuando me surte, en calidad de préstamo, con lo que recibe de literatura extranjera. Rasgué el paquete y extraje un libro. Desde la portada verdosa un tipo agabardinado y enjuto caminaba perdido en la noche. Ponía Nada que hacer y era de un autor español. Su nombre… Fue entonces cuando lo recordé. El sobre. Había estado todo el maldito día con el sobre que Tony entregó a Sergio, el Macri, en uno de los bolsillos de mi camisa, y lo había olvidado completamente. Me recriminé a mí mismo hasta donde soy capaz de permitírmelo. Y me levanté rápidamente. La camisa estaba en el respaldo de una silla. Desabotoné el bolsillo. Saqué el sobre y me senté en el borde de la cama. Lo abrí cuidadosamente. Era una foto. Tardé unos segundos en reconocer a Sarita. Al hacerlo tuve un estremecimiento. La sangre fluyó con fuerza hacia mi cabeza y se agolpó en mi frente. Era una de esas fotos tomadas sin previo aviso, como una broma. Sarita y el hombre que la acompañaba estaban desnudos. Sentados en un sofá – cama. Frente a ellos había una mesa de centro repleta de botellas de diferentes bebidas, vasos, platos, bocadillos y otros objetos que no pude identificar. La visión de Sarita resultó muy desagradable. La piel se pegaba a su cuerpo marcándole las costillas, y sus diminutos pechos colgaban flácidos, prematuramente mustios. La boca entreabierta me ofrecía una sonrisa bobalicona y en los ojos le vagaba una mirada estúpida y perdida. El hombre aparentaba unos 55 años. Llevaba bigote y el corte de pelo bajo y bien cuidado. Su torso desnudo se hallaba profusamente cubierto de pelos desde el abultado abdomen hasta los hombros. Observé su rostro con detenimiento. Lo tenía desencajado, contraído. Su expresión era un gesto a medio camino entre el asombro y el desacuerdo. La cámara detuvo lo que debió ser un tardío ademán de advertencia de su mano derecha.
Los dos estaban muy borrachos… O lo más parecido a eso. Aparté la foto de mi vista y me froté las sienes con mis dedos. El latido de mi frente disminuyó y logré serenarme. Volví a mirarla. Me detuve nuevamente en la cara huesuda del hombre. No lo conocía, pero había algo familiar en él que no me resultaba ajeno. Más tarde sabría por qué.
Me dejé caer hacia atrás en la cama, y permanecí inmóvil durante varios minutos. Reconociendo mis pensamientos.
Luego extendí mi mano y alcancé el libro de la carátula verde.
Rafaela Velazco es una de esas mujeres de edad indefinida que dan la impresión de no haber sido jóvenes nunca. Desde muy chica aceptó con realismo la evidencia del poco atractivo y la delgadez de su cuerpo. Es miope, y las gruesas gafas de montura metálica más el mechón de canas que corona su melena color caoba le da un look inconfundible. Viste el uniforme militar muy apretado. Y lleva siempre sueltos los dos últimos botones de su camisa verde oliva, dejando ver el nacimiento de unos senos exuberantes que no han cedido al paso del tiempo. Fela ha sabido capear durante años las tormentas que han sacudido a la jefatura de la Unidad Provincial de Plaza. Y eso la mantiene en su puesto al frente del Departamento de Archivos.
Yo había llegado a la Unidad directamente desde mi casa. Eran alrededor de las nueve de la mañana y Pedro Valdez, el Jefe Operativo, no acostumbraba a hacerlo hasta más tarde. Fela Velazco estaba sola en su oficina. Al verme vino hacia mí y empinó cuanto pudo su abultado busto.
– Roquita, mi vida, ¿cómo estás? No me digas que has venido sólo para saludarme.
Sonreía. Su voz tenía un matiz almibarado.
– ¿Por qué no? – contesté en el mismo tono -. Aunque para no perder la costumbre necesito que me hagas un pequeño favor…
– Depende de qué tipo de favor – ronroneó.
– Bueno, eh – titubee -. Se trata de…
– Vamos, Roquita, mi vida. No juegues conmigo. Sé a lo que vienes
La miré sorprendido.
– Así que lo sabes – dije -. Ella leyó la pregunta en mi cara.
– El capitán Valdez me ha llamado la atención sobre ti.
– Qué Bien. ¿Y qué te ha dicho?
– Un rosario. Que ya no eres policía. Que por causas que yo desconocía no eres una persona grata para la Jefatura y otras lindezas por el estilo. Me advirtió seriamente que por mi bien no debía tratarte, y mucho menos pasarte información. Sobre todo de un determinado expediente…
– Con que esas tenemos – dije con evidente seriedad. Y agregué:
– ¿Y tú qué piensas de eso, Fela?
Me miró fijamente. En sus ojos empequeñecidos por los gruesos cristales percibí un destello de complicidad.
– No sé qué hay en tu cabeza, Roquita – contestó -. Pero lo más seguro es que yo esté de acuerdo. ¿No crees?
Sonreí sin dejar de mirarla. Y le dije:
– Esa es la Fela que yo conozco. No hay otra.
Suspiró y puso sus manos sobre las mías.
– Lo mismo digo, querido. Ahora escúchame bien. Ese gordo infame puede llegar en cualquier momento. Así que es mejor que me digas cuanto antes lo que necesitas saber.
– En ese expediente… – comencé.
– Sí. La causa 47.488 la conozco. No puedo enseñarte el expediente, él se lo ha llevado para su despacho y ya sabes que no existen copias. Pero puedes confiar en mi memoria. Es de las pocas cosas buenas que tengo. De lo que se ve, quiero decir…
Reí.
Necesito el nombre del forense – le informé -. El médico forense que realizó la autopsia y extendió el certificado de defunción de Sarita.
Fela extrajo un bolígrafo y escribió sobre una pequeña hoja de papel: «Dr. Aurelio Martínez Montes, del Hospital 10 de Octubre, en La Vivora.» Luego guardé la nota en uno de mis bolsillos.
– Acabas de entrar en mi banda – le dije -. Sabes… Uno de estos días. En cuanto…
– ¿Uno de estos días qué, Roquita? ¿Me vas a llamar? ¿Me vas a invitar a comer o llevarme a bailar?
No pude contestar. Se quitó las gafas y acercó su rostro al mío.
– Vamos, cariño – agregó -. Mírame bien. No hagas promesas si no estás seguro de cumplirlas. Eso me decepciona. No cambies la imagen que tengo de ti.
– Hablaba en serio – murmuré – Yo…
– Pues hazlo cuando quieras. Pero no prometas nada. – Me dio un beso en la barbilla -. Ahora vete, anda.
El edificio donde vivo carece de ascensor. Subía las escaleras hasta mi apartamento cuando escuché el sonido del teléfono. Cruz se hallaba trabajando a esa hora del día. Debía de ser para mí, aunque no tenía idea de quién. Me apresuré.
– Sí – dije.
– ¿Roquita? ¿Eres tú?
Era la voz de Rafaela. Mis nervios se pusieron en tensión. Hacía sólo 30 minutos que había hablado con ella. Algo iba mal sin duda. Apreté el auricular contra mi oído.
– Soy yo, Fela. ¿Qué ha pasado?
– Nada. No te alarmes – me tranquilizó -. Sólo quería decirte esto. En cuanto te fuiste entró él. Creí que iba a comerme.
– Pedro Valdez.
– Sí. Se enteró de que habías estado aquí conversando conmigo. Imagínate. Es difícil que no sucediera. Quería saber lo que buscabas. Me insultó y me amenazó todo lo que quiso. Si lo vieras, Roquita. Gritaba como un energúmeno manoteándome en la cara. Parecía a punto de explotar.
– Es su estilo – dije -. Lo siento, Fela…
– No te preocupes. Puedo soportarlo.
– ¿De dónde me llamas?
– De la cafetería de enfrente a la Unidad. Pero, óyeme, no te he llamado para que me consueles. Es que… me he quedado preocupada. Esa bola de grasa muestra demasiado interés en ti. Le insistí en que sólo te acercaste a saludarme. Pero no traga. Está convencido de que andas tras de algo y no soporta que te inmiscuyas en el trabajo de la Jefatura. No sé porqué, pero da la impresión de que se lo toma como algo personal.
Tardé unos segundos en responder.
– Puede ser – dije.
– No quiero saber más de la cuenta, cariño. Pensé que debía prevenirte. Eso es todo.
– Has hecho bien, Fela – le aseguré -. Ahora debes estar tranquila. Si necesito verte ya te llamaré. Evita a ese hijo de puta y no te crees problemas, ¿de acuerdo? Yo estaré bien.
Fela acompañó sus palabras con un suspiro.
– Eso espero, Roquita -. Y colgó.
Dediqué los minutos siguientes a buscar en la Guía Telefónica el número del Hospital 10 de Octubre de La Vivora. Después de varios intentos logré establecer comunicación. La muchacha de la centralilla me pasó con la oficina del forense. Fingí ser un colega del doctor Martínez Montes, y que necesitaba hacerle una consulta. Una voz chillona me contestó:
– No, compañero. El doctor Martínez Montes ya no trabaja aquí. A él lo trasladaron para Pinar del Río.
Le di las gracias y corté la comunicación.
Pinar del Río es la provincia más occidental de la Isla. Para un médico forense de cierto prestigio y que resida en la capital, un traslado de ese tipo no es simple rutina. Conlleva más.
Levanté el auricular nuevamente y marqué el número de Sergio Ruiz, el Macri. El timbre del teléfono sonó dos veces.
– Garaje de Calzada y K. ¿Dígame?
La voz era extremadamente oficiosa. Sin el tono habitual en él. No me gustó.
– Por favor – simulé -. ¿Puede decirme si ya tienen líquido de frenos?
Sergio me reconoció de inmediato, pero no cambió el matiz.
– He…, no, camarada – improvisó -, Pero es posible que lo traigan más tarde.
– Correcto. Gracias.
Colgué, y observé el teléfono durante unos instantes. El Macri no estaba solo. Y sus acompañantes, quienes fueran, estaban acortando la distancia con rapidez. Con más rapidez de lo que yo esperaba.
Me desplacé al dormitorio. Abrí el closet y busqué entre los libros y otros objetos que allí guardo, hasta dar con una caja de cedro donde tengo el recortado. Un 38 Modern Special de la casa Colt con las cachas de madera pulida y pavonado en negro. Es mi trofeo particular. Perteneció a Joaquín Domínguez, mi antiguo jefe, quien lo utilizó en sus años de clandestinidad. Y más tarde fue su regalo de graduación cuando terminé la Escuela de Policía. El Colt me acompañó durante mucho tiempo y protagonizó conmigo algún que otro encontronazo. A mediados del sesenta y ocho nos entregaron las Makarov soviéticas como arma reglamentaria, y el Colt pasó a retiro envuelto en un paño dentro de la caja de cedro. La Makarov la entregué junto a mis documentos el día que presenté la dimisión. Apreté el recortado entre mis manos acariciando las frías ondulaciones del metal. «Te llegó el segundo turno», pensé. Luego tomé el paño y comencé a limpiarlo lentamente. Con cariño.
La calle Infanta hervía por el calor y el tráfico incesante. Los autobuses Ikarus, de fabricación húngara, rugían inclinados por el peso. De sus escapes salía un espeso humo negro que hacía casi irrespirable el ambiente. Las gentes iban y venían con los rostros sudorosos y la ropa pegada al cuerpo; colmaban las aceras y los portales de las tiendas, se aglomeraban frente a un quiosco o cafetería que ofreciera algo de tomar. Las mujeres, las más, miraban los escaparates con la esperanza de enterarse a tiempo sobre la salida de un nuevo artículo.
Caminé hacia la calle Manglar ajeno a aquella rutina. Por más que me esforzaba no conseguía tener una idea exacta de hacia donde dirigirme. Mi primer impulso fue hacerle otra visita al guantanamero. Me gustaría ver su cara de gorila pelón cuando le pusiera mi recortado en la base de los cojones. Mas la idea no cuajaba. Los tipos como el guantanamero resultan ser buenos guardianes, pero en general mal informados. Le daba vueltas al asunto cuando llegué a la esquina de Manglar. Mi coche estaba allí y había un individuo recostado en él. Me detuve y lo observé con atención. No tenía una pinta que pudiera preocuparme. Vestía ropas muy sucias, manchadas de grasa, y en su cabeza calzaba una gorra amarilla con visera. Su aspecto era realmente el de un mecánico o un chapista. Me vio acercarme y no se movió.
– Con permiso – dije.
– ¿Es usted el dueño de este carro?
Lo miré dubitativo, e inquirí:
– Sí. ¿Por qué?
– ¿Eres Demetrio entonces?
– Soy Demetrio Roca. ¿Qué pasa?
El hombre se encogió de hombros, y dijo:
– Nada. Es un recado: Cubanacán, Santa Clara.
– ¿Cómo?
Cubanacán, Santa Clara – repitió volviéndose de espaldas -. Diana.
Acto seguido se alejó con pasos rápidos y en unos segundos lo perdí entre la muchedumbre de los portales. Sonreí por lo bajo y abordé el Chevrolet. La órbita del Macri era más efectiva de lo que podía imaginar.
La temperatura sobrepasaba los 40 grados, mantenía mi camisa totalmente húmeda y pegada a la espalda. Aún con la ventanilla abierta sólo conseguí mitigar en parte el calor. A cambio, el aire caliente y denso que entraba a raudales me resecaba la boca y el rostro. Odio los viajes largos. Sobre todo en verano. Qué remedio. Llegué a Pinar del Río alrededor de las 3 de la tarde. En el centro de la ciudad pregunté a un transeúnte y éste me indicó la dirección del hospital. Perdí otros 10 minutos maniobrando por las calles. Finalmente aparqué junto a un edificio nuevo y pintado de blanco. El Hospital Provincial de Pinar del Río, según rezaba en letras azules sobre su entrada principal. Me informé en la recepción y dirigí mis pasos hacia el Laboratorio Forense. Había un constante ir y venir de personas a mi alrededor. Unos hacían su cola correspondiente frente a las consultas de las distintas especialidades. Otros requerían una inyección, sacar o cambiar un turno, hacerse una placa de rayos x, curarse una herida… Frente a mí cruzaron tres enfermeras. Comentaban entre sí azoradas los pormenores de un terrible accidente de circulación ocurrido la noche anterior. Les pregunté por el doctor Martínez Montes. La que habló lo hizo con un gesto de desagrado.
– Por aquella puerta a la derecha hasta el final del pasillo – señaló -. Tiene que bajar las escaleras. Es el Depósito de Cadáveres.
Era un sótano bajo y rectangular. El cambio de temperatura me hizo sobrecogerme. A lo largo de una pared se amontonaban cajas metálicas de diferentes tamaños y estantes de varios entrepaños donde descansaban multitud de instrumentos de aspecto escalofriante. En la otra había una hilera de camillas ocupadas por cadáveres cubiertos por sábanas blancas. A algunos les sobresalían los pies dejando ver una etiqueta pendiéndoles del dedo gordo. Un aroma dulce y pegajoso agudizado por el frío hacía difícil la respiración. No se veía a nadie. Estaba a punto de marcharme cuando una puerta llamó mi atención. Estaba situada en un rincón y era de metal opaco con una ventana de vidrio. Me acerqué y atisbé a través del cristal. Ante mis ojos apareció una sala pequeña con varias mesas. Había cinco cuerpos abiertos en canal. La incisión les corría desde el cuello hasta el vello de los genitales y mostraba la masa amorfa que constituían sus órganos internos. En la mesa del centro se hallaba el cadáver de un niño. Un hombre maduro, de pelo totalmente blanco, estaba inclinado sobre él. Arropaba su delgado cuerpo con una bata verde cubierta de manchas marrones. A su lado tenía un variado instrumental en el que distinguían una balanza y una sierra eléctrica.
Toqué a la puerta.
– Está abierto. Empuje.
No se molestó en saber quién era. Entré y avancé hacia él. El sitio era aún más frío.
– Doctor Martínez Montes.
Levantó la cabeza y me miró por encima de las gafas que colgaban de su nariz. Tenía el rostro ajado y viejo. Buscó mi cara en su memoria y no la encontró. Entonces creyó comprender. La frente se le llenó de surcos blancos y el miedo se instaló en sus ojos. Sólo un instante. Luego desvió la mirada y resopló bajando los hombros en señal de cansancio.
– ¿Qué pasa? – murmuró -. ¿No hemos terminado todavía?
– No respondí.
El forense se quitó las gafas con gesto nervioso.
– Por favor – pidió -. Llevo tres meses en este antro picando cadáveres. ¿Así es como me pagaron mi «colaboración»? ¿Qué es lo que quieren ahora? ¿Por qué no me dejan en paz? Tengo setenta años, debería estar con los míos y no…
– No soy lo que usted piensa, doctor – le corregí -. Ni represento a quienes le pidieron eso que usted llama «su colaboración». Más bien todo lo contrario.
– Volvió la vista hacia mí. Su expresión era entonces de curiosidad.
– No comprendo… ¿Quién es usted?
– No resolvería nada con saberlo.
– Entonces para qué ha venido a verme. – Hizo una pausa, y continuó -. No pienso decir nada que pueda comprometerme.
– Esa no es mi intención, doctor Martínez.
Extraje la foto y la puse en sus manos.
– Mírela. No responda nada, sólo afirme o niegue con la cabeza.
El forense se colocó nuevamente las gafas. La mano le tembló ligeramente al reconocer a Sarita. Luego miró al hombre que la acompañaba. Apretó los labios y suspiró.
– ¿Heroína? – pregunté.
Su cabeza blanca osciló arriba y abajo suavemente.
Le quité la foto de las manos.
– Gracias, doctor.
Salí y cerré la puerta.
Lo miré por última vez a través de la ventanilla. Se había quedado inmóvil. Con la vista clavada en el cadáver del niño.
El Cubanacán es un cabaret situado en las afueras de Santa Clara, capital de la provincia más central del país, Villa Clara. No quise someter a mi viejo Chevi a un trayecto tan prolongado. Lo dejé aparcado en los alrededores de la Terminal de Ómnibus y realicé el viaje en un expreso. El bus tardó cinco horas en arribar a la ciudad. Aún no era de noche. Intentar localizar a Diana antes de la apertura del cabaret conllevaría a malgastar el tiempo. Di un paseo para estirar las piernas, y a las diez aproximadamente tomé un taxi.
– Al Cubanacán, por favor.
La pista del Cubanacán es al aire libre, al estilo del bajo las estrellas del Tropicana; pero menos presuntuoso y de inferior categoría. Su oferta musical la componen generalmente artistas locales, y uno o dos nacionales ocasionalmente los fines de semana.
La noche era clara. Un viento suave que provenía del noroeste se enredaba entre los árboles y refrescaba el ambiente. Sobre el escenario un baladista del tres al cuatro se desgañitaba destrozando una canción de moda. A su alrededor las coristas hacían evoluciones al compás de la música tocada por la orquesta. Sus movimientos eran algo torpes debido al peso de los enormes sombreros adornados con frutas artificiales y plumas multicolores. El resto del cuerpo lo mostraban semidesnudo, cubierto apenas por diminutas tangas doradas. Reconocí a Diana de inmediato. Era la tercera de la derecha. Solicité un Añejo a la Roca, encendí un cigarrillo. Y esperé.
El show terminó pasadas las 12 de la noche. El próximo no empezaría hasta la 1 de la madrugada, y en ese Ínterin las chicas del cuerpo de baile acostumbraban a salir para tomar una copa en la mesa de los amigos. Me levanté con los últimos acordes de la orquesta y di un rodeo rumbo a los camerinos. Un grupo de artistas y figurantes formaban coro frente a la puerta de los mismos. Se besuqueaban y saludaban dando griticos de adulación. Diana salió acompañada de un joven. Iba enfundada en un mono verde muy ajustado y de profundo escote. Aún conservaba el exagerado maquillaje que exhibió en el escenario. Cuando pasó a mi lado a sostuve por un brazo.
La voz me salió ronca, áspera.
– Diana.
Tuvo un sobresalto. El asombro le cubrió la cara y los ojos.
– ¿Pero…?
– Tenemos que hablar – mi tono no dejaba lugar a dudas.
El hombre joven que la acompañaba me tocó en el hombro con ademán autosuficiente.
– Eh, oye, ssss – alardeó -. ¿Qué volá, compa? ¿Cuál es su problema?
Aparté su mano bruscamente y le di un empellón hacia atrás. Su cuerpo rebotó contra la pared.
– No te compliques, muchachito – silabié -. Esfúmate.
Diana se interpuso entre los dos.
– Es policía, Josué – le informó -. Vete. Te veré más tarde.
La palabra policía obró milagros en el rostro del muchacho. Trocó su gesto fanfarrón por una risita nerviosa. «No hay problema, je, no hay problema.» Y se marchó apresuradamente.
Sacudí a Diana y le ordené:
– Debe haber una salida trasera. Indícamela.
– Está bien; pero suéltame, por favor – rogó -. Me haces daño.
Lo hice. Se frotó el brazo aliviada.
– No estoy en nada. Te lo juro, Demetrio.
– Es posible – dije -. De todas formas no he venido a verte por eso. Han pasado cosas desagradables que te conciernen. Para empezar ya no soy policía.
Alzó sus ojos hacia mí.
– No entiendo…
– Ya entenderás.
El grupo de la puerta nos miraba con extrañeza y comentaban entre sí señalándonos.
– Tenemos que salir de aquí – continué -. Me dices cómo. O lo hacemos a mi manera.
Diana levantó una mano y dijo:
– No es necesario. Ven.
Me condujo a través de un corredor entre los camerinos. Llegamos al fondo, descorrió una cortina, y pasamos al exterior por una puerta de madera.
Salimos a la calle. Frente a nosotros había un pequeño parque rodeado de árboles y escasamente iluminado.
– Dime, Demetrio. ¿Qué es lo que quieres?
– Allí – dije. Y señalé uno de los bancos del parque.
Nos sentamos. Diana irguió su espalda con altivez y se dirigió a mí con cierto desdén:
– Bueno, ya estamos aquí. Te he acompañado porque no quiero problemas delante de nadie. Ya te dije que me he quitado, Demetrio. Estoy limpia y trabajando honradamente. No sé lo que ha pasado ni me interesa saberlo. Te lo aseguro.
– ¿No? ¿Por qué te escondes entonces?
– No me escondo. Sencillamente…
– ¡Para, Diana!
Me miró sorprendida. Su aire petulante estaba logrando enojarme.
– ¡Pero qué te has creído! ¿Quién cono eres tú para hablarme de esa manera?
Bajó la vista sin cambiar de actitud.
– Estás jodida, Diana. Estás llena de mierda hasta el cuello, ¿no lo sabes? Asesinaron a Tony. Lo cosieron a puñaladas hace tres días en el parque de H y 21. ¿Comprendes ahora?
Diana Martha palideció repentinamente. La arrogancia desapareció de su semblante. Y se derrumbó.
¡Dios mío, Dios mío!, ¿pero qué es ésto? -. Gimió. Las lágrimas le disolvían el rímel de los ojos y rodaban por sus mejillas uñándolas de negro, mezclándose con el resto del maquillaje.
Me desagrada ver llorar a las mujeres. La exhorté a que se calmara y le ofrecí mi pañuelo.
– Estás en grave peligro, Diana – dije. Y agregué -: para poder ayudarte tienes que contármelo todo. Desde el principio. Conozco casi toda la historia. Si te guardas algo será peor para ti.
Diana dejó de llorar. Comenzó a hablar con voz sosegada. Deteniéndose solamente cuando yo la interrumpía.
Ella y Tony tenían la intención de abandonar el país. Tony estaba en tratos con un individuo que tenía influencias en el Departamento de Inmigración y Extranjería. El hombre les exigió una fuerte cantidad en oro y joyas como trueque por facilitarles el pasaporte y el permiso de salida. Ellos habían cumplido y esperaban el aviso de un momento a otro.
– ¿Quién era?
– Un oficial de la Seguridad. Nos reclutó a mí y a Tony hace años. Debíamos informarle sobre los funcionarios, sobre los intelectuales y los artistas y gente de ese tipo. Nos pedía informes de quiénes se relacionaban con los extranjeros o diplomáticos capitalistas en el ambiente de los hoteles.
– Ofreciéndoles a cambio inmunidad para jinetear.
– Sí.
– ¿Y qué papel jugó Sarita en eso?
– Era un juguete. La quería para él. A ella no le gustaba; pero Rolando la chantajeaba y la amenazaba.
– ¿Rolando?
– Así se llama; Rolando de la Cruz. Sara le tenía miedo, mucho miedo. Y además parece que él la obligaba a hacer cosas asquerosas…
– Obvia eso. ¿Qué más?
– Después Sarita se puso enferma o algo así. Estaba muy nerviosa. Apenas salía con nosotros. Resulta que entonces sólo quería estar con Rolando, en su casa. Al final se fue a vivir con él. Rolando dijo que se ocuparía de ella, que no nos preocupáramos. La última vez que la vi estaba muy delgada. Me dio mucha pena. Posteriormente supe que tenía una afección en el corazón y que eso le provocó la muerte.
– ¿Quién te lo dijo?
– Tony. El me convenció también de que viniera para acá. Dijo que era mejor que desapareciera hasta la salida del país.
Le mostré la fotografía.
– ¿Este es Rolando de la Cruz ?
– Sí – dijo, e inclinó la cabeza.
Me levanté del banco y anduve unos pasos. Llené mis pulmones de aire y miré a la noche. Es difícil de narrar lo que experimenté en aquel momento. Diana me había dado las claves que faltaban. Confirmó todas mis sospechas, y sin embargo supe de golpe que había sido casi innecesario, que lo sabía desde siempre aunque me negara a reconocerlo. Sus palabras no influyeron tanto como creía en mi estado de ánimo, en mi certeza. De todas formas nada me hubiera detenido. Haría lo que tenía que hacer.
– ¿Qué pasará conmigo, Demetrio?
La voz de Diana sonó ansiosa a mis espaldas.
– No puedes regresar a donde vives – dije. Y me volví hacia ella -, ¿Tienes contacto con tu gorila, el guantanamero?
Ella asintió.
– Pues llámalo. Que te marque un lugar en Guantanamo o dónde sea. Recoge lo que tengas en el camerino y lárgate. Lárgate cuanto antes, Diana.
Se estrujaba las manos de inquietud. En sus ojos vi reflejada la misma angustia de Juanito Duarte, el Mesclilla. La observé sin inmutarme. Diana Martha también se merecía una parte de mi rencor. Pero no lo percibí. Me resultó indiferente.
Le dije adiós. Y me marché.
Rolando de la Cruz dio un respingo cuando vio el cañón de mi recortado. Entré rápidamente y cerré la puerta.
– Creo que no necesito presentarme.
Tenía el rostro desencajado.
– Coge el teléfono y llama a Valdez.
Levantó las manos con gesto conciliador.
– Mira, Roca…, déjame aclararte.
– ¡Al teléfono o te mato, cojones!
Se acercó al aparato y comenzó a discar.
– Estás loco… – murmuró.
– No. Lo estuve – rezongué -. Dile simplemente a Valdez que venga. Que necesitas verlo con urgencia.
Obedeció mi orden y colgó el auricular. Pedro Valdez demoraría sólo unos minutos. Miré a ambos lados sin dejar de apuntarle. Le indiqué una silla.
– ¡Siéntate!
De la Cruz tomó asiento y se pasó las manos por la cara. Empezaba a inquietarse.
– Final del trayecto, De la Cruz – sentencié -. Te has esforzado por nada.
– No sé de qué me hablas, Roca… Estás cometiendo una locura. ¿De qué pretendes acusarme? No puedes probar nada.
Aquel tipo estaba a punto de morir y aún no lo entendía. Su cara adoptó la expresión que quedó fijada en mi memoria por la foto. Advertí debajo de su miedo el rictus amenazador, la actitud engreída y prepotente de los que alimentaron mi odio durante años.
– No te acuso – dije -. Te juzgo.
Removió nervioso su cuerpo en la silla, y miraba con estupor la boca negra del 38.
– Te juzgo por la muerte de Sara Ocaña. Por haberle chupado la vida y luego reventarla de una sobredosis…
De la Cruz sacudía la cabeza insistentemente. Repetía: «No, no, no, estás loco, no…»
– Te juzgo por asesinar a Tony. – Proseguí -. Por manipularlo y exprimirlo para enriquecerte a toda costa. Tony no se fió y cometió la osadía de utilizar el chantaje contra ti. Por eso te lo cargaste. Tu ambición te llevó al límite, De la Cruz. Estás podrido, compañero.
Tocaron en la puerta. Retrocedí hasta ella de espaldas y la abrí violentamente. El gordo Valdez me miró boquiabierto por la sorpresa. Antes de que pudiera reaccionar, lo agarré por las solapas de la camisa y le arrojé con fuerza hacia el interior. De la Cruz se movió velozmente. De dos zancadas ya estaba junto a la cama y metía su mano debajo de la almohada.
– ¡Asqueroso hijo de puta! – grité. Y apreté el gatillo dos veces.
El primer plomo le dio en el pecho y lo despidió contra la pared. El segundo le atravesó el cuello cercenándole la aorta. De la Cruz se llevó las manos a la garganta, trataba inútilmente de tapar la abertura por donde se escapaba su vida. Luego quedó inmóvil.
Giré el revólver hacia Valdez.
El gordo alzó los brazos y cayó de rodillas.
– ¡No me mates, Roca, coño! – lloriqueó -, ¡Roca, toda la culpa la tenía este maricón! ¡Te lo juro! Roca, por favor…
– Desde luego – dije.
Le disparé a la altura de las cejas. La enorme cabezota se partió en dos y expulsó su contenido diseminándolo por la habitación. Dejé caer el arma y me quedé absorto, choqueado, contemplando los cadáveres. Transcurrieron algunos minutos sin que pudiera moverme. Hasta que unas voces alarmadas que provenían de distintos sitios me devolvieron a la realidad. Me sentí viejo inesperadamente, terriblemente viejo.
Caminé hacia una ventana y la abrí. El sol de agosto me golpeó de lleno en la cara. Cerré los ojos.
A lo lejos. Por el malecón. Comenzaba a oírse el ulular de las sirenas.