ESTIGMA

MANUEL QUINTO

Para Mari Angeles

Esta es una historia real que no ha sucedido nunca. Las referencias a ella no contenidas en parte alguna pueden ser consultadas por los interesados a cualquier hora del día o de la noche.

Se abre la puerta de mi editorial «Diamante Negro» y aparece el inspector Puchades. Va vestido con la afectada elegancia habitual en los maderos. Sus ademanes son los de un perfecto chuleta. Echa una panorámica en redondo y alucina al ver el desorden presidido por mis secretarias: María y María Bis.

– ¿Está Buenaventura? – me reclama, una vez superada la impresión.

– Voy a ver… – responde la María que le queda más cerca.

– No hace falta – determina Puchades cuando llegan a sus oídos los gritos y las exclamaciones que Muley y yo lanzamos al aire en el despacho interior.

Con paso decidido y dejando con un palmo de narices a las vetustas secretarias, Puchades empuja la puerta de mi sanctasanctórum. Nos pilla al moro y a mí jugando al futbolín. Sobre mi mesa reina aún mayor confusión que en la oficina precedente. Además de libros y papeles, hay bocadillos ratonados, paquetes de donuts, colillas de todos los tamaños y litronas vacías.

– ¡No muevas el futbolín cuando yo tengo la pelota, cono!

– Paisa… tú no enfadas, ¿eh?… Muley mu limpiu…

– ¿Limpio, tú? Anda ya, que te he visto pegarle rodillazos al futbolín cuando yo estoy afinando con la delantera – me doy cuenta de la presencia del pasma – ¡Hombre, Pucha, tú por aquí!

– ¿Interrumpo? – pregunta el espécimen cargado de ironía.

– ¡No, qué va! Ya le llevo ganadas seis partidas seguidas aquí al hijo del Profeta. No hay color… Muley, majo, oye, ¿por qué no vas al video – club a cambiar las películas?

– Sí, sí, más películas de mujerras… Yo busco, sí…

Y se pone a registrar el despacho de arriba abajo.

– Siéntate, Pucha, anda – le ofrezco una silla.

Puchades ve que la silla está ocupada por el cuerpo de un gato. Le da un empujón con la mano y la retira al punto como electrificado.

– Es… este gato… está muerto…

– Es el gato de los vecinos. Algún día tenía que pasar. Tosía como un desesperado… ¡Muley! Ya, de paso, ¿quieres sacar al gato que en paz descanse?

Muley ha encontrado una película pornográfica entre los cartones y mondaduras de fruta de la papelera. Con la cinta en una mano y el cadáver del felino en la otra, se dispone a salir en cumplimiento de su doble misión. Se escuchan los gritos horrorizados de las Ambas Marías y la risita traviesa del moro en las oficinas. Evidentemente, les acaba de restregar el gato muerto por las narices a mis provectas secretarias.

– ¿Cómo te va el negocio? – pregunta Puchades haciendo remilgos, para acabar echándole valor y sentándose en la silla recién ocupada por el occiso.

– Creo que lo tengo todo embargado – resumo -. El otro día vino un tipo del Juzgado, pero Muley le amenazó con una navaja… Malos tiempos para los libros. Todo el mundo se amorra a la televisión.

– Poca cultura es lo que hay, cagoendiós – sintetiza el guindilla -. Mira, oye, quisiera hacerte una proposición.

– No quiero saber nada con tus líos – me enervo -. La última vez por poco me sacan los ojos con un destornillador aquellos dos travestís albaneses del «Mogambo».

– Tranquilo, que ahora voy de legal. Me han ascendido a inspector.

– No será por méritos…

– Pues mira, sí ¿qué pasa? – se mosquea.

– A mí, nada. Siempre he dicho que la policía tiene mal cuerpo.

– Muy gracioso… Vayamos a lo serio, chaval. Me han destinado a Valldelaplana.

– Y la han declarado zona de desastre.

– Vamos a dejarlo. ¿Somos amigos o no, soplapollas?

– ¡Qué remedio! – me resigno -. Tenemos todo un pasado en común – y al decir eso rememoro cuando me pescó de trilero en la esquina de Fontanella -. Venga ya, suelta lo que hayas venido a decirme.

– ¿Qué sabes tú de vampirismo?

– ¿Yo? – abro los ojos como platos y me llevo las manos al cuello.

– Tú has publicado libros sobre eso y siempre te ha interesado el tema.

En esos momentos sólo recuerdo las «Memorias de la niña – santa vampira de Xocuatlequetzloc» que mi antigua jefe, Madame Midi, se empeñó en publicar porque presentaba a los «cristeros» mexicanos como un atajo de chupasangres lunáticos.

– Hace tres días hubo un asesinato en Valldelaplana. Una chica apareció muerta entre las ruinas de una casa del Barrio Viejo. La habían degollado con un cuchillo… y todo hace creer que el asesino había cometido vampirismo con ella.

– ¿Qué?

– ¡Que se había atizado unos buenos lingotazos con su sangre, vaya!

– ¿Y yo qué tengo que ver con eso? Te juro que yo no he sido. Yo estaba jugando con Muley al futbolín…

– ¡No seas burro, Buenaventura! Lo que yo pretendo es que me ayudes a resolver el caso.

– Que haya tenido suerte en un par de ocasiones no quiere decir que yo sea Sherlock Holmes…

– Necesito una mente despierta a mi lado, alguien en quien confiar, alguien que pueda ir husmeando por ahí y no levante sospechas. Mi jefe, el comisario Rodrigo, está que trina. No nos llevamos muy bien, ¿sabes? Tiene una úlcera y dice que yo se la irrito con sólo verme.

– No hace falta que me lo jures…

– Valldelaplana es una ciudad pequeña, muy religiosa y cerrada en sí misma. Todo el mundo se conoce y cualquier escándalo tiene una resonancia que no puedes imaginar. Tu vienes de fuera, colaboras conmigo y yo te cubro.

– ¿Y qué gano yo con ello? – empiezo a espabilar.

– Yo me marco un farde del copón agarrando al criminal. Luego todos salimos en la tele y tú vendes la exclusiva a una revista sensacionalista. Así de clarito.

– No me interesa. Adiós, Puchades, mucho gusto.

– ¡Ehem! No quisiera llegar a eso… – vacila el señorito echándole filosa cantidad al asunto -. ¿Cómo tienes los papeles de tu amigo el moro? ¿Estás a buenas con Hacienda? ¿Has pagado las cuotas de la Seguridad Social ? ¿Tienes alguna cuenta pendiente en cualquier juzgado?

– ¡Puchades: eres un nena!

– Ayúdame y te resuelvo la vida por una temporada. ¿Qué vas a hacer? ¿Dedicarte al futbolín profesional?

Sentado con la cabeza entre las manos y el cuerpo inclinado hacia adelante, contemplo las facturas de la imprenta, de la distribuidora y un suplicatorio de las Marías a fin de que les adelante el dinero para comprarse un brasero. No puedo negarme a la proposición del Puchades. Por otra parte, un par de días vegetando en una pequeña ciudad interior a la caza de un pobre mochales que se las da de Conde Drácula no van a perjudicarme. Acepto a regañadientes. Si Puchades fuera capaz de experimentar sentimientos humanos, creería haber captado un ramalazo de agradecimiento deslizándose por sus pupilas.

He llamado a Susi para pedirle que me acompañe a Valldelaplana. La chica trabaja de periodista «free – lance» y no me importa repartir con ella las posibles ganancias que, con su concurso, resultarán más fáciles. Además, ella posee un automóvil, un viejo «Simca» achacoso y desastrado, con el que conseguimos ir reptando por las carreteras del interior.

A la caída de la tarde, la Plaza Mayor de Valldelaplana es un espacio encuadrado por edificios de inspiración modernista de amplias balconadas y labradas marquesinas sobre la línea de soportales que se abren al refugio de los viandantes.

Nuestro hotel se encuentra allí mismo, en el punto en que se inicia el desbordamiento hacia el dédalo de callejas que componen el Barrio Antiguo. Se llama « La Falguera » y lo atiende una rechoncha cincuentona provista de pelucón pelirrojo y dentadura castañeteante, poco amiga de sonrisas y de mirada proclive a la desconfianza.

Subimos a la habitación y, sólo con ver la cama y sin tiempo siquiera para deshacer y colocar nuestro modesto equipaje, Susi se me echa encima y me viola en un abrir y cerrar de bragueta.

– Pe… pero ¿es que a ti no te interesa más que el sexo? – gimoteo.

– ¿Por qué complicas tanto las cosas? No pretenderás que te diga que te quiero y que nos vamos a casar cada vez que te echo un polvo…

– Yo quisiera… no sé, una cierta ternura…

– ¿Ternera? ¡Buena idea! Tengo un hambre de caimana – y me guiña el ojo picarón -. A mí el ejercicio sano me despierta siempre el apetito. Anda, Micifuz: invítame a cenar.

Dicho lo cual, se mete en el cuarto de baño cantando alegremente unas coplillas de Quintero, León y Quiroga.

– Tenemos que ir a ver al Puchades – le advierto.

– Telefonéale y cenamos los tres. Que se rasque el bolsillo si quiere acción – saca la cabeza por la puerta entreabierta.

Puchades nos invita a un restaurante coquetón de la calle Chaney, en el mismísimo meollo del Casco Viejo. Allí se rinde culto a la cocina de la vinagreta y la crema de leche, la carta de vinos ofrece alguna sorpresa, con la implantación de cepas borgoñonas a las tierras calcáreas catalanas, y el servicio corre a cargo de una simpática oxigenada con muchas horas de vuelo. Susi se las entiende con un «tournedo» que, como su nombre indica, tumba de espaldas. Da gloria verla hincar el diente. Yo me inclino por los aguacates con gambas. Puchades, nervioso, se limita a mordisquear un lenguado entre cigarrillo y cigarrillo.

– Cuéntanoslo todo con detalle – solicito.

Se echa para atrás y mira a todos lados. Buche de tinto y baja la voz.

– En realidad poco hay que contar. El lunes, hacia las tres de la madrugada, un borracho al que todo el mundo conoce por el «Sopas» se metió por entre las ruinas de una manzana de casas que derribaron hace ya tiempo en el Barrio Viejo. Iba colocado morapio como de costumbre, y ya se disponía a pasar el resto de la noche sobre un jergón instalado en un rincón a base de mantas y cartones viejos, cuando vio que el lugar estaba ocupado por un bulto echado allí mismo, en el suelo. El hombre creyó que otro vagabundo le había quitado el sitio, y ya se disponía a atizarle con un palo, cuando vio que se trataba de una mujer. El «Sopas» tuvo ánimos suficientes para lanzar una ojeada… Se trataba de una chica joven, a la que habían rebanado el pescuezo…

– ¡Joder! – exclama Susi.

– No, no había sido violada. La autopsia demostró que la habían golpeado en la cabeza, la habían arrastrado hacia aquel cubil y allí la habían degollado, probablemente con un cuchillo de cocina muy afilado.

– ¿Y lo del vampirismo?

– Bueno… Presentaba claras señales de mordeduras en el cuello.

– ¿Estás seguro de que es un caso de vampirismo?

– Mira, tío, esos detalles no han sido dados a la prensa, porque podríamos cubrirnos de ridículo… ya sabes cómo es la gente.

– ¿Cómo ha aparecido el caso en los periódicos exactamente? – quise saber.

– El diario local ha escrito lo que nosotros les hemos comunicado… Esos esperan que se lo des todo hecho… Y los de Barcelona han sacado la información de aquí. Un asesinato más, sin complicaciones… La diferencia que hay entre un simple degüello y un caso de vampirismo es que el vampirismo presupone la existencia de un loco suelto por ahí con impulsos para seguir matando. Lo otro puede tratarse sólo de un crimen pasional concreto.

Me admira la precisión con que Puchades maneja la terminología y el modo como encadena la lógica de sus razonamientos. Algún libraco se habrá leído, el muy pillastre.

– ¿Y qué hacía una mujer sola por la calle a esas horas? – pregunto.

– Era enfermera. Alquilaba sus servicios para cuidar enfermos durante la noche. El lunes estaba en casa de los Pijoán, ya sabes los de la manufactura de longanizas. Los Pijoán salieron a una cena con sus amigos de la Unión de Fabricantes y a su regreso le dijeron a la chica que ya podía irse. La pobre se caía de sueño, porque la noche anterior se le había muerto el viejo de los Porta de un cólico miserere.

Por lo visto, Puchades está al tanto de nombres y actividades en su nuevo y reciente destino.

– Y se fue sola por esas callejas oscuras… – remacha Susi.

– ¿Que queréis? Valldelaplana es una ciudad tranquila. Nunca había sucedido algo así…

Dos mesas más allá, pegado a la pared, se encuentra un hombre ya provecto, cascado, miope, a quien he venido observando de reojo. Hace rato que está siguiendo nuestra conversación, mientras sorbe con estrépito su sopa de albondiguillas suspensas. El hombre dobla su servilleta expresionista y con aires melifluos se nos acerca a la mesa.

– Perdone, pero eso no es cierto…

– ¿Cómo? – se encabrita Puchades. – ¿Quién es usted?

– Me llamo Augusto Pallás y trabajo en el Archivo Municipal. Antes fui periodista, pero me depuraron – lo dice sin malicia, a beneficio de inventario.

– ¿Me está usted llamando mentiroso? – bufa el Pucha, cual si fuera Billy el Niño en busca de jaleo tabernario.

– No, señor inspector. Lo que quiero decir es que me parece que usted no posee la información adecuada.

– Déjalo, Pucha – apaciguo – que aquí el señor tendrá algo interesante que contar, si es archivero. Siéntese con nosotros, haga el favor. ¿Vale un vinito?

Pallás echa una mirada arrobada al buen caldo con el que rociamos la cena. Le escancio un vidrio. Se sienta. Lo apura.

– Hace quince años sucedió algo parecido.

– ¿Otro asesinato?

– No. Entonces la muchacha quedó viva. Fue atacada por alguien que se lanzó a su cuello y la mordió salvajemente. La chica gritó y acudieron dos o tres personas a ver qué pasaba. Aquello la salvó.

– ¿Dice usted que no intentó hacerle nada más que morderla en el cuello? – me deja Puchades llevar el peso de la interrogación.

– Exacto… La chica era una prostituta, si me está bien el decirlo. Estaba un tanto pirada, la pobrecita.

– ¿Y no podía haberse tratado de un cliente especial? – apunta Susi.

– Vamos, Susi – le obligo a recapacitar -. ¿Un cliente especial en medio de la calle?

– Las heridas por dentellada fueron considerables. La persona que la atacó era un loco furioso… – sigue Pallas con el repaso histórico.

– ¿Nunca se halló una pista del atacante?

– Nunca. Al cabo de unos días, el comisario Puértolas, el que había aquí entonces, ¿saben?, dio carpetazo al asunto.

– ¿Y la chica? – quiere saber Susi.

– Se largó. Salió del hospital y recogió velas para trasladarse a Barcelona.

– ¡Vaya idea! – subraya Susi -. Si aquí la muerden, en Barcelona la despellejan viva…

La rubia marrullera que atiende a las mesas se acerca a la nuestra y le informa a Puchades de que le llaman al teléfono. Se levanta y acude al reclamo.

– ¿Usted pretende afirmar que ambos casos están relacionados? – le pregunto al vejete.

– ¿Qué quieren? Ha pasado mucho tiempo, pero a mí el caso me intrigó desde el primer momento y quise investigarlo a mi manera.

– Pero ¿por qué el vampiro ha tardado tantos años en volver a sentir necesidad de sangre? – intento saber.

– Nunca se tuvo ninguna pista fiable sobre aquel caso. Al cabo de dos o tres días nadie parecía darle importancia. Yo mismo intenté aventurar alguna suposición, pero…

Pallás se interrumpe cuando Puchades regresa a nuestro lugar de condumio sólo para despedirse. Hay una reunión en el Ayuntamiento, posterior al Pleno Municipal, y el comisario Rodrigo exige su presencia. Nos quedamos los tres de nuevo alrededor de la mesa.

– Yo he sido periodista en el diario local – prosigue el hombrecillo -. Me expulsaron por motivos políticos. Soy de la CNT y no me avergüenzo de nada. Cuando las cosas se pusieron mejor, yo ya no pude volver. Había gente joven, chicos con estudios y mucha ambición, ¿saben?… Menos mal que un amigo me encontró un puesto en el Archivo. No es gran cosa, pero uno está tranquilo.

– Supongo que el comisario que llevó el caso hace quince años ya no estará en Valldelaplana…

– No, claro que no. Se jubiló. La edad y los berrinches de la democracia le mandaron a retiro. Creo que andaba por Barcelona.

Obedeciendo a las tácitas insinuaciones de la camarera, salimos a la calle a tomar el fresco. Nuestros pasos errabundos nos llevan por la parte vieja de la ciudad, hasta los alrededores del lugar del crimen. Es una plaza que se abre alrededor de una iglesia gótica ubicada junto a los restos de un palacio condal. El edificio que queda frente a la iglesia conserva sólo su fachada de características posmodernistas, pero toda la manzana interior ha sido demolida. A la débil luz de los faroles, adivinamos oquedades y cubículos correspondientes a antiguos habitáculos entre montones de escombros. Pallas nos señala el sitio exacto en donde se encontró el cuerpo de la pobre enfermera. Susi y yo nos internamos por entre los cascotes, apartando ratas a patadas. El lugar es como la celda de una colmena suspendida a la altura de un primer piso, al que se llega por un senderillo de losas aplanadas. Del antiguo dormitorio que fue, conserva un mosaico geométrico en el suelo y dos paredes y media cubiertas por papel pintado rasgado en muchas partes. No hay mantas, ni cartones, ni nada que indique tratarse del refugio estable de un vagabundo. Una gran mancha oscura marca la caída del cadáver.

Mi mechero de llama regulable me sirve para repasar suelo y paredes. Me resulta incómodo iluminar así y le pego fuego al periódico de Susi para utilizarlo a guisa de antorcha. Los muros están llenos de inscripciones anarcoeróticas de todas clases. De pronto, mi atención se fija en una cruz invertida que aparece trazada en la diagonal del emplazamiento del cuerpo asesinado. Está pintada en rojo oscuro y, por ello, contrasta con los demás dibujos, todos ellos al yeso blanco o carboncillo.

– ¡Mira eso, tú!

– ¿Crees que pudiera ser…? – empieza Susi.

Y se nos acaba el periódico. Susi va sacando más papelotes del bolso.

– Es mi declaración de renta – aclara.

– Podría ser sangre – paso el dedo por la superficie del dibujo.

– ¿El asesino?

– ¿Quizás. ¿No tienes más papeles? – se nos acaba la renta.

Susi hurga en el bolso y me da unos análisis médicos Tampoco me duran demasiado y al final mi compañera encuentra su mechero, cuya llama es mucho más poderosa que la del mío propio. Gracias a él, puedo investigar mejor las particularidades de la cruz invertida. El brazo transversal no es recto, sino que traza un segmento de circunferencia perpendicular al vertical.

– Una extraña cruz. ¿Por qué no reparó Puchades en ella?

– No la distinguió de los demás garabatos, porque ese no sabe ni donde le quedan los huevos cuando mea – sentencié.

– ¿Y tú qué dices?

– Por lo que yo sé de los libros, la cruz invertida es un símbolo del diablo. Salgamos de aquí: ya hemos visto lo que queríamos.

Recordaba un opúsculo que habíamos editado, titulado «Manual de urbanidad para la asistencia a misas negras».

Regresamos al lugar en el que nos espera el archivero, pero no le comunicamos nuestro hallazgo por el momento.

– ¿Dónde podemos encontrar a ese «Sopas»? – le pregunto.

– Lo que son las cosas: no quería ir a parar a un asilo y ahora el miedo le ha hecho buscar refugio entre las monjitas No pierda el tiempo interrogándolo. No les dirá más de lo que le dijo ya al inspector Puchades.

– ¿Y usted? ¿Qué sabe usted señor Pallas?

– Bueeeeno, yo tampoco sé mucho. En mi casa guardo recortes de prensa de hace ya un montón de años. ¿Por qué no suben a echarles una ojeada? Tengo un orujo gallego excelente para después de cenar.

El cubil de Pallás está cerca de allí. Vive en una buhardilla llena de periódicos por todas partes. Su esposa no habla y, además, está impedida en una silla de ruedas. Los periódicos apilados delimitan las vías por las que uno puede circular hasta una cocina de gas escondida tras una mampara y, por el otro lado, hasta la puerta de la habitación conyugal.

– Es mi mujer – nos señala a la inválida -. Se quedó paralítica a consecuencia de una caída por las escaleras persiguiendo a un gato que se llevaba un arenque. Tampoco habla, pero no se preocupen que nos ve y nos oye… ¿verdad, Socorrito?

Se dirige a su mujer con inmensa y no disimulada ternura. Ella le sigue con la mirada. Cuando Pallas va hacia el armarito de la cocina y saca una botella de orujo, la inválida muda cae presa de una incontenible excitación.

– Vale, vale, Socorrito. Para ti también. Pero te lo daré yo, que tú siempre te mojas todo el vestido.

Le ofrece los primeros buchitos a su mujer, que se agita en el sumo de los placeres.

– Ya ven ustedes lo que es la vida. Mi Socorro era una mujer activa y espabilada. Incluso sabía hablar esperanto. Y ahora aquí la tienen, hecha un vegetal…

Bebemos los tres del orujo. Pallas repasa viejos periódicos.

– Tengo la manía de conservarlo todo. A veces me paso las noches leyendo y recordando cosas… La gran concentración de la CNT en Montjuic, cuando nos habló Federica… Declaraciones de García Oliver desde México… ¡Ah, aquí está!

Nos pasa un periódico amarillento abierto y doblado por el lugar adecuado. Susi y yo lo leemos al unísono.

– Aquí no hay nada especialmente interesante – determino, tras haberme leído todos los comentarios al suceso aparecidos en aquel periódico hacía ya quince años.

– Siempre me pareció que el comisario Puértolas no se había tomado demasiado interés por el asunto – replica Pallas.

– Porque se trataba de una prostituta, claro – refunfuña Susi -.

– Ustedes no notarán nada especial en el redactado, porque no son de esta ciudad, pero a mí me extrañaron dos detalles – sigue el archivero.

– ¿Cuáles?

– Aquí pone que la mujer fue atacada en la calle de la Ballena…

– ¿Y qué con eso?

– Pues que yo pude hablar con ella en el hospital y me dijo que el hecho había sucedido en la plaza del Obispado. La calle de la Ballena queda al otro lado del Barrio Antiguo.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué más?

– Pues aquí dice que el vampiro huyó corriendo porque salieron unos hombres de un bar cercano al oír los gritos. El único bar de la calle de la Ballena en aquellos tiempos estaba cerrado porque su propietario se había ido a Almería al entierro de un hermano.

– ¡Hum! – meneo la cabeza -. Puede tener importancia o no tenerla. Al fin y al cabo, son sólo detalles. ¿Usted que opina?

– A mí siempre me ha parecido que la policía obró por una parte como si la cosa no tuviera importancia, y por otra se tomó muchas molestias para echar tierra al asunto.

– Y la mujer se fue a Barcelona…

– Sí. Así, de repente, decidió irse. Se levantó de la cama del hospital y se largó. Yo pregunté a su hermana y me dijo que mejor que desapareciera de Valldelaplana. Y que si no regresaba, pues que vale.

Pallas se interrumpe. Ventea demostrando preocupación.

– Tienen que irse – ordena muy nervioso.

Nos empuja hacia la salida. Susi y yo percibimos al punto el inconfundible tufo a excremento humano.

– Tengo que cuidar de Socorrito… Ella… ella no puede valerse por sí misma – declara Pallás, avergonzado -. Le sabe muy mal llegar a esta situación. ¿Ven como llora?

La inválida suelta gruesos lagrimones mejillas abajo.

En la habitación del hotel, ya me tenéis atado a la cama completamente desnudo y Susi, en liguero, medias y ropa interior sugestiva, me va pasando un plumero por todo el cuerpo.

– Susi, déjalo ya que estoy cansado…

– ¡Hombres! ¡Siempre con la misma excusa!… ¡Y yo que tengo ganas, ea! ¿Qué pasa? ¿Es que mis ganas no cuentan?

– Es muy tarde… y ya lo hemos hecho antes.

Suena el teléfono. Estoy salvado. Susi se pone al aparato y me lo pasa, sosteniéndolo junto a mi oreja izquierda. Es Puchades.

– Ha habido otro crimen.

– ¡Hostia, tú! ¿Dónde? Vamos para allá.

– En una masía que está a dos kilómetros después del cruce hacia Poliroles… Le he dicho a Rodrigo que eres un amigo mío muy listo y que me has ayudado en otras ocasiones. Puedes venir, pero tranquilito, que el tío está que bufa.

Susi cuelga y se me queda mirando interrogativa.

– ¿Qué pasa?

– ¡Desátame ya, leche!

Escucha de mis labios la noticia mientras va deshaciendo los nudos,

– Han encontrado otro cadáver en una masía a las afueras de la ciudad. Ahora voy a ir para allá y tú me esperas aquí quietecita.

– Ni hablar, chato. Voy contigo.

– No puedes. Está allí el comisario y todo el copón celestial.

– Donde vayas tú puedo ir yo. Soy tu chofera. ¿O crees que me voy a desmayar a la vista de la sangre?

No se puede discutir con ella. Me visto a toda prisa. Susi se limita a echarse una gabardina por encima.

Una de las buenas cualidades que adornan a mi amiga es su sentido de la orientación. Nunca se pierde. Así que llegamos a la masía en dos o tres cantos de gallo. Allí se encuentran Puchades, el comisario y dos policías nacionales en un coche patrulla, todos rodeando a un individuo muy moreno, de barba cerrada y aspecto simiesco. Se trata del masovero. Rodrigo nos recibe con un bufido, que se convierte en aullido cuando se percata de la presencia de Susi, y se coloca al borde de la agresión cuando se huele que está en presencia de una periodista. Rodrigo está delgado como un fideo, las ojeras le llegan a las rodillas y se lleva a la boca de continuo unas pastillas balsámicas, para combatir la acidez de estómago. Puchades se lo trajina aparte y le habla con paciencia y consideración. Sus palabras surten el erecto de motivar un encogimiento de hombros por parte del super, aunque ello no es óbice para que grite en dirección a mi amiga.

– ¡Cuidado con que escribas nada sin mi permiso, niña!

– ¿Qué le has dicho a ese energúmeno? – le pregunto al Pucha, una vez Rodrigo nos ha abierto un ligero espacio vital.

– Que tú has colaborado con los servicios secretos judíos y toda la pesca, que eres hombre listo y de confianza… La que no le gusta es Susi.

– A mí tampoco me gusta su jeta de madero. Estamos en paz – ruge mi adyacente.

Puchades nos resume los hechos, según las primeras declaraciones del masovero. Los dueños de la granja están fuera, pasando unos días en Barcelona, en casa de su hija casada con un afinador de zambombas. La víctima es una muchacha de quince años ahijada de los propietarios del lugar. Ella y el masovero eran los únicos habitantes de la casa aquella noche. El hombre explica que oyó ruido en los establos y vio unas sombras moverse en el interior a la luz de una lámpara. Como sea que últimamente ha habido varios robos de ganado por la región, creyó que se trataba de nocturnos practicantes del abigeato y avisó a la policía. Los de la patrulla llegaron y se encontraron con el cuerpo de la chica tendido en el suelo del establo. La habían degollado con una hoz.

– ¿Y la han… vampirizado? – preguntó.

– Parece que sí, pero el asesino no ha tenido tiempo de echarse unos buenos tragos… Venid a verlo. No es un espectáculo agradable.

Entramos en el establo. Junto a una fila de vacas atadas a sus pesebres y visiblemente poco afectadas por el suceso, se halla el cuerpo de la chiquilla. Va vestida con el camisón y una bata de felpa. Presenta una tremenda herida en la parte anterior del cuello.

– ¿Ves estas marcas? – me las señala Puchades – Parecen de dientes o de uñas. Se han recreado en el tajo. Susi mira el cadáver como hipnotizada.

– ¿Cómo hay hijos de puta capaces de hacer eso? – se pregunta, retórica.

– Eso es obra de un loco, ¿no creen? – y se le animan los clisos a la estrella de la gobi – Lo vamos a pillar enseguida ¡Ja!

– ¿Ha habido violación o ataque sexual? – incido por darme lustre ante el baranda de madalenos que me mira de reojo.

– No lo sabemos – escupe – Hasta que no llegue el forense…

Cual si el guión lo exigiera de inmediato, se presentan juez y forense en el mismo automóvil negro. El magistrado es un hombrecito atildado, con un bigotito recortado y un tic nervioso en lajero. El matasanos viste con absoluto descuido y trae un pepito de ternera asomándole por el bolsillo derecho de su chaqueta. De cuando en cuando, le atiza algún mordisco. Ambulancia.

– ¿Dónde está el fiambre? – pregunta el galeno.

Le abrimos paso hasta el interior del establo. Se inclina sobre el cuerpo muerto y deja escapar una ristra de gruñidos salpimentados por chasquidos de lengua. El juez se mantiene en un segundo plano.

– La han degollado en el cuello – es el diagnóstico del médico; luego empuja el cuerpo con la punta del pinrel -. ¡Eh, tú, niña, levanta!… Está muerta.

– No hay ningún detalle especial… mordeduras… – pido aclaraciones.

El forense me mira, preguntándose qué hago yo allí. Pero no es hombre que se plantee problemas metafísicos con asiduidad.

– ¡Ah, sí, el vampiro ese! – se jama un pedazo de ternera -. Pues sí, parece que hay marcas alrededor de la herida.

– ¿Ha habido algún tipo de ataque sexual?

– No lo sé. Tengo que hacerle la necro. Es usted morbosillo, ¿eh? – y se dirige al juez -. Bueno, don Cucufate, ya puede levantar el cadáver.

El juez nos mira a todos como pidiendo auxilio. El forense pega un silbido a fin de que entren los Manqueras de la ambulancia. Don Cucufate procede a pasar los brazos por debajo de los sobacos de la chica.

– Pero… – el comisario alucina -. ¡No la levante así!

– ¿Ah, no? ¿Y cómo pues?

– Declárelo levantado, Cucufate – ayuda el forense, que ya ha visto de todo en la vida.

– Es que soy nuevo y estoy un poco impresionado… – se excusa el juez, y le dice al cadáver -: Yo te declaro levantado – y a todos en corro -. ¿Vale?

Susi pretende cubrir el cuerpo de la pobre chica asesinada, y no se le ocurre nada más que quitarse la gabardina para echársela por encima, con lo cual ella se queda en ropa interior sugestiva a la vista de toda la basca. Cunde el asombro entre el personal, a excepción del forense que ya está muy bragado.

– Eso está bien – sentencia ecuánime -. Nos conviene un poco de cachondeo, que la vida, ya lo ven ustedes, está muy achucha. Señorita: cántenos algo, por favor.

– ¡Su madre! – se enfurece Susi.

– Mi madre canta muy mal. Mejor usted – sigue el glorioso doctor.

Vuelvo a cubrir a mi amiga con la gabardina de la que tan imprudentemente se ha despojado y me apresuro a zanjar la cuestión. Los blanqueras de la ambulancia se traen camilla y manta. Son dos chorchis que hacen la mili en la Cruz Roja. El más bajito, como que el cadáver le pilla más cerca, empalidece.

– Bueno – acaba el destripador con diploma -. Ahora que ya lo hemos visto todo, ¿nos vamos?

– ¡Ay, sí, sí! – se apunta Cucufate al evento -. Que el Señor quede con vosotros.

Le tironeo de la manga a Puchades a fin de que me conceda un aparte.

– Oye, Pucha: di que te quedas unos momentos con nosotros y que ya regresarás en nuestro coche, ¿vale?

Rodrigo escucha la noticia, se encoge de hombros y nos dedica una mirada de elaborado desprecio. El cortejo se pone en marcha. Primero, el coche negro del juez y el forense. Detrás, la ambulancia y, cerrando la comitiva, el patrullero de la bofia ambulante. Con ellos va el masovero como testigo principal.

– ¿Qué suele hacerse en el lugar del crimen? – le digo a Puchades.

– Buscar pistas durante un rato, no encontrar nada e irse a tomar un carajillo y a blasfemar con toda tranquilidad al bar más cercano.

Cumplimos durante un rato con la primera parte del plan, vagando arriba y abajo por toda aquella morada vacuna. Puchades no presta demasiada atención a mis pesquisas.

– ¿Qué buscas en concreto?

– Una cruz invertida.

Se asombra. No tengo más remedio que contarle mi hallazgo en la pared de las ruinas.

– ¿Crees que se trata de una especie de firma del asesino? – me pregunta muy interesado.

– Algo así. Esa vez no la encuentro dibujada en parte alguna… Si el asesino es un maniático, debería cumplir siempre el mismo ritual.

– Le sorprendió el masovero y tuvo que largarse a toda prisa… – ofrece Susi como explicación.

– A todo eso… Cuéntanos más cosas de la víctima – propongo.

– Ya te lo he dicho. Una huérfana que recogieron los Casajust cuando su hija se casó y se fue a Barcelona. La sacaron de las monjas y la utilizaban como criada para todo… El masovero ese de la cara de mono andaría siempre detrás de ella por ver de meterle un muerdo…

– A eso quería yo llegar. ¡Mira!

Unas huellas de pies grandes y desnudos destacan entre las de los demás que hemos estado pululando por ahí. Hay una marca clarísima en el barrillo de estiércol formado en charquitos cerca de la puerta.

– ¿A quién se le ocurre andar descalzo por la noche? – se pregunta el espeta.

– Al asesino, quizás.

– ¿Qué estás insinuando?

– ¿Y si fuera el masovero el que se ha cargado a la chica?

– ¡Hombre! – Puchades empieza a relamerse de gusto -. A ese lo tenemos ya bien agarrado. Va a cantar la misa mayor… A propósito, ¿por qué sospechas de él?

– Eso explicaría lo de los pies descalzos y la herida que, según me decías, parece más de hoz que de cuchillo. Mira, Pucha: el hombre se queda a solas con la chica. Se la quiere beneficiar y la sigue cuando ella va a ordeñar las vacas. La chica lo rechaza y él le rebana el cuello. Se da cuenta de lo que ha hecho y se le ocurre que podría cargar las culpas al famoso vampiro…

Al llegar a este punto, interrumpo súbitamente el hilo de mis razonamientos.

– Aunque hay un punto débil en todo cuanto estoy diciendo…

– ¿Cuál? – se alarma Puchades, que ya se refocilaba ante la perspectiva de espectaculares resultados.

– ¿Cómo podía saber este individuo lo de las marcas en el cuello, si los periódicos no han dado publicidad a esos detalles?

Puchades fuerza una sonrisa triunfadora.

– Muy sencillo. Lo que tú no sabes es que el desgraciado ese de Fidel es nada menos que el sobrino del mismísimo «Sopas».

– ¿El vagabundo que descubrió el primer cadáver?

– Exacto. Seguro que habrá ido a visitarle a las momitas y, aunque le prohibimos a ese borracho de mierda que abriera la boca, se lo habrá contado todo al muchacho… Oye, Buenaventura: eres colosal.

– Eso es sólo una suposición… ¡No te encabrites, Pucha! – me alarmo.

– ¡Una teoría cojonuda! – califica el pasma.

– Calma, calma, león. Si tengo razón en lo que digo, resulta que hay dos asesinos. Porque no vamos a creer que el masovero cometió el crimen de la enfermera…

– ¿Por qué no? – se ilusiona Puchades.

– No cometas errores. Si el asesino es un loco compulsivo, se verá obligado tarde o temprano a actuar de nuevo… y tú te cubrirás de ridículo.

La mención a su posible fracaso le hace reflexionar. El esfuerzo resulta demasiado para el voltaje de sus neuronas, por lo que regresa al estribillo.

– De momento, voy a interrogar a ese mierdoso.

– Oye, Pucha, que yo sólo he esbozado una teoría…

No me hace caso. A grandes zancadas, se mete en nuestro coche y nos hace señas a mí y a Susi para que nos demos prisa.

Puchades nos deja a las puertas de la comisaría, ansioso por enfrentarse con Fidel, el pobre masovero. Voy con Susi hasta el hotel y dejo que ella suba a la habitación para vestirse adecuadamente. Permanezco en la calle leyendo el periódico local, que adquiero en el primer quiosco abierto. En las páginas interiores, un breve comentario a los esfuerzos de la policía por aclarar el crimen del lunes pasado. El periodista dice: «Extrañas circunstancias no suficientemente aclaradas rodean el caso. ¿Estamos ante la obra de un sádico? ¿Nuestra ciudad sigue siendo un lugar seguro o tendremos que encerrarnos por la noche en nuestras casas con miedo a transitar por nuestras calles?»

Cuando Susi baja, un tibio sol comienza a dorar la Plaza Mayor. Llegan las primeras camionetas con los tenderetes para el mercado al aire libre. Mi amiga y yo entramos en una lechería, en una de las calles sombreadas que descienden hacia la catedral. El establecimiento acaba de abrir, pero ya está en disposición de servirnos unos monumentales suizos, ante los cuales Susi se relame con poco contenida glotonería. Yo no puedo quitarme de la cabeza el hecho de que en aquellos momentos, mientras nosotros llenamos el buche, al pobre masovero le están aplaudiendo el belfo a tutiplén. Susi se quita mediante airosos pases de lengua toda la nata adherida a sus carnosos morritos.

– Lo que le has dicho al Puchades – sentencia – no resulta nada disparatado. El masovero tiene cara de vicioso.

– ¡Mira esa! Ahora me vas a salir tú con que hay gente que lleva escrito el crimen en la cara.

– No te sulfures – con el dedo recoge el cabello de ángel que se escurre del interior de la ensaimada -. Es lógico que la policía interrogue al principal sospechoso.

– Aunque el masovero fuera el asesino de la niña de la granja, eso no resuelve el primer crimen. Sigue habiendo un vampiro suelto por la ciudad. Y te diré más… Creo que la clave de todo está en lo que sucedió hace quince años.

– A ver si te entiendo… Un loco que se hace el vampiro ataca a una puta. Al cabo de quince años vuelve a tener ganas y, ahora sí, ahora asesina a una pobre enfermera y se bebe unos cuartillos de su sangre. ¿Por qué ha tardado tanto entre uno y otro ataque?

– No lo sé. A mí también me parece raro, cono.

Nuestros pasos nos conducen hasta la extensa plaza del Obispado, señoreada por la mole del Palacio Episcopal, un edificio barroco tardío con enormes portaladas de madera pulida.

– Sea como fuere – advierto frente al palacio -, el ataque a la prostituta hace quince años y el asesinato del pasado lunes se produjeron muy cerca el uno del otro, ¿te has dado cuenta?

Las ruinas de la manzana de casas entre cuyos cascotes buscaba refugio el «Sopas» se hallan en un promontorio justo detrás de la residencia del prelado.

– Sí – admite Susi -. Pero el periódico dijo que el ataque de hace quince años había tenido lugar en otra parte, ¿verdad?

– Pallas ha explicado que los periodistas trasladaron el suceso al otro lado del Barrio Viejo, ¿curioso, no?

– Un error.

– No son normales errores de localización en una ciudad pequeña. Por otra parte, tenemos lo de la gente que acudió a los gritos de la víctima y se supone que le salvó la vida – abarco de nuevo la plaza con la mirada en panorámica -. Es extraño que un criminal ataque tan a la descubierta en una plaza tan grande. ¿Y la gente que lo interrumpió? ¿De dónde salió?

La catedral se abre a una plazoleta adosada a la del Obispado que acabamos de abandonar. Se accede a ella por medio de un estrecho callejón que hace las veces de pasillo. La plaza es en realidad un triángulo el vértice del cual lo forman la iglesia y una casona nobiliaria de piedra rojiza que se halla en fase de restauración. A otro lado, un edificio de galerías acristaladas se levanta frente a la construcción gris achatada de los antiguos juzgados.

El interior de la basílica consta de tres naves de arcos góticos, con diversos altares laterales bajo ventanales de espléndidas vidrieras coloreadas. Susi y yo deambulamos un tanto sobrecogidos por el esplendor del lugar, mientras unos escasos feligreses se arraciman alrededor del Santísimo para la primera misa. Recorremos toda la nave izquierda, contemplando polvorientos cuadros de inspiración barroca que representan a diversos santos en sus actitudes características. De improviso, una pintura sobre tabla reclama poderosamente mi atención. Retengo a mi amiga por el brazo y le señalo el retablo que, a diferencia de los restantes cuadros, se encuentra perfectamente iluminado por unos focos potentes.

El retablo muestra a la Humanidad en el día del Juicio Final. Los condenados a las llamas del Infierno aparecen en confuso tropel a la izquierda del Divino Juez. Un demonio les va marcando la frente con un hierro al rojo que dibuja una cruz invertida con el brazo corto curvado, al estilo de la que vimos dibujada en la pared de las ruinas donde hallamos el cuerpo degollado de la infeliz enfermera de noche.

– ¿Te das cuenta? – digo impresionado -. El asesino dibujó esta misma cruz después de vampirizar a su víctima.

– ¡El estigma del diablo!

Unos siseos desaprobadores nos hacen volver la cabeza. Detrás de nosotros se encuentra Pallas, sonriendo con benevolencia.

– Respeten el culto. No levanten la voz. Aunque no creamos en toda esta parafernalia, hay que tener consideración para con los demás.

– Es… este retablo…

– ¿Qué le pasa a este retablo? Es la joya de nuestra catedral.

– Háblenos de él, venga.

– Pues se titula «El Juicio Final» y se le adjudica a un pintor legendario del siglo XV conocido con el nombre de Maestro Serralada.

– ¿Qué quiere decir con lo de «legendario»?

– Los documentos que nos hablan de su persona no merecen gran crédito. Esta es la única obra que se le atribuye. Además, todo lo que se cuenta de él parece sacado de una novela de terror. Su madre fue quemada por bruja. Se le acusaba de tener tratos con el Diablo, pobre mujer. Y él…, bueno, él sería un epiléptico o algo así. La gente lo tomaba por un súcubo, un hijo de Satanás.

– ¿Y qué más dice la leyenda acerca de él?

– ¡Pobre hombre! Los habitantes de la Valldelaplana de aquella época le marcaron en la frente la señal del Infierno con un hierro candente. ¿Ven ustedes? La misma que él pintó luego a los condenados en su retablo de expiación…

– ¡La misma cruz! – exclamo yo.

Tenemos que salimos fuera, puesto que el sacerdote que oficia la misa ya la ha interrumpido dos veces para fulminarnos con la mirada. En la misma plazoleta de la catedral, en las escalinatas que conducen a la fachada flanqueada por dos torres mochas, le cuento a Pallas nuestro hallazgo gráfico en la pared de las ruinas.

– ¿Están ustedes seguros de que era un dibujo reciente?

– No estamos seguros de nada, hombre. Esta mañana ha habido otro asesinato. La policía tiene a un sospechoso, pero yo sigo creyendo que las cosas no son tan sencillas.

– ¿Otro asesinato? – abre la boca Pallas y la deja así, abierta.

No hay más remedio que contarle también el madrugón que nos hemos pegado y la triste experiencia que hemos sufrido al alba. Cuando se recupera de la noticia, le pido que investigue todo lo concerniente al Maestro Serralada.

– Hay un antiguo canónigo de la catedral que sólo tiene dos pasiones: las canciones de Luis Mariano y la pintura gótica. Hablaré con él hoy mismo. De nuevo en la brecha, ¿eh?

Al entrar en la comisaría. Puchades sale a recibirnos con mal disimulada satisfacción.

– Ese tipo se está derrumbando. Y eso que aún no le hemos trabajado fetén. Cae en continuas contradicciones. Acabará por confesar que mató a la chica.

– ¿Y el otro crimen? ¿También le vais a hacer comer ese marrón?

– Todo a su tiempo, muñeco…

– Si le apretáis las tuercas, acabará confesando que es de la ETA y que mató al general Prim…

– ¿A qué viene ese arrepentimiento ahora? Yo lo veo así. Puede que no tenga nada que ver con el primer asesinato, pero se aprovechó del revuelo para cargarse a la niña y hacerlo pasar por un nuevo caso de vampirismo.

– Los crímenes pasionales no se planean con tanta meticulosidad – aventuré.

– ¿Por qué no? Tú mismo me lo has explicado. El Fidel mata a la chica en un arrebato, se asusta y luego, impulsado por lo que le ha oído explicar a su tío el «Sopas», lo arregla para que parezca un nuevo caso del vampiro de Valldelaplana… Listo el tío, ¿no?

– No, no parece listo… Estoy seguro de que lo que está sucediendo ahora tiene que ver con lo del ataque a la prostituta hace quince años.

– ¡Uh! Aquello es historia. Lo que me conviene es resolver lo que tenemos entre las manos. Rodrigo está que bufa.

– ¿Tú sigues confiando en mí? Pues dime dónde puedo encontrar a la lumiasca que atacaron hace quince años.

– A ver – rezonga -. Un momento.

Se mete dentro del despacho, cuidando de cerrar bien la puerta tras de sí. Susi se muestra interesada en la opción.

– ¿Pretendes seguirle la pista a esa mujer después de tanto tiempo?

– Sí, a ella y al ex comisario Puértolas. Espero que todo encaje al final.

Puchades vuelve a salir y se me encara.

– Esa chipichusca se llamaba Soledad Tiburcio y no sabemos más de ella, salvo que vive en Barcelona y que aquí en Valldelaplana tiene una hermana en el barrio de la Virgen del Climaterio… Al comisario Puértolas, olvídale.

No le olvido. Mando a Susi al periódico local a ver si de colega a colega puede sacar alguna información al respecto.

El barrio de la Virgen del Climaterio está compuesto por los típicos bloques de pisos baratos hacinados como colmenas. Pregunto a unas mujeres que salen a la compra y me señalan en una dirección. Subo por las escaleras de la casa indicada, llenas de mugre y apestando a mierda, y llamo a la puerta del segundo piso. Me abre una cuarentona desgreñada vestida con un batín de boatiné.

– ¿Qué pasa? ¿Quién es usted? – un niño berrea desconsoladamente -. ¡Cállate, hijoputa!

– ¿Es usted la hermana de la señorita Soledad Tiburcio?

– ¿Y qué si lo soy? Yo no tengo nada que ver con ese putón, ¿vale?

– Sólo queremos saber dónde encontrarla. Es muy importante que hablemos con ella.

– ¿Es usted de la poli? – nuevo berrido del chinorri – ¡Cojones, hostia calla ya, mamón!

– Colaboro con la policía.

– ¿Colaboro? ¿Qué cono es un colaboro?

– Uno que colabora. Se le suele llamar colaborador.

– ¡Ah, un chusquel! No sabía que ahora fueran de visita.

– No soy ningún chivato – empezando a mosquearme -. El inspector Puchades ha solicitado mi ayuda en el asesinato de la enfermera.

– ¿Y qué tiene que ver la puta de mi hermana con un loco degenerado que va matando gente por esta santa ciudad? Ella hace mucho tiempo que vive en Barcelona.

– Su hermana fue atacada hace 15 años y logró salir viva.

– Tuvo suerte y no la tuvo. Le aconsejaron que se fuera a Barcelona. Ha ido dando tumbos por allí. La última vez que supe de ella vivía en una pensión de la calle San Boniato… De eso hará unos dos años.

– Dice que la aconsejaron que se fuera, ¿quién la aconsejó?

– ¿Quién iba a ser? Ustedes, la pasma. Entonces aquí había un comisario, un tal Puértolas, y tenía controladas a todas las mujeres de la calle. El fue quien le dijo que le haría la vida imposible si no se largaba.

– Pero, ¿por qué? ¿Qué culpa tenía ella de que la hubieran atacado?

– ¡Y yo qué sé! – tercer berrido -. Ya me suda el chocho con tanto lloro…

Y se quita una alpargata y la arroja hacia adentro.

– No le tire el zapato, mujer. No sea así.

– No, si no se lo tiro al niño. Es a las moscas. Como es diabético, van a por él.

– ¿Y dónde dice que puedo encontrar en Barcelona a su hermana Soledad?

– Hace más de dos años que no la he visto y cuando la vi parecía un espantajo de lo pedo que iba. Oiga, la pensión se llama « La Palangana Astuta » y está en la calle San Boniato… ¿Se le ofrece algo más?

Me cierra la puerta en las mismísimas narices. En la escalera me tropiezo con tres mozalbetes de unos 12 ó 13 añitos, que me cierran el paso. Uno de ellos maneja un punzón muy afilado.

– Oye, tú, ganso: danos dinero para vicios – me solicita el más chuleta.

– Ayuda a la juventud descarriada, tío – suelta el otro.

– Ve – venga tro – tronco, unas pe – pesetitas namás – termina el tartaja armado.

Introduzco los dátiles en los bolsillos y saco tres monedas de cien chuchas.

– Tomad, chavales, y abriros que me habéis visto la cara de julandrón.

En el periódico local «La veu de casa» no recuerdan a dónde ha ido a parar el tal Puértolas de nuestros desvelos. Susi se halla achantada por el fracaso en sus investigaciones y se siente culpable por lo poco que consigue ayudarme. Aprovecho la ocasión para dos cosas: la primera que me preste el carro para irme a Barcelona, la segunda que admita quedarse ella en Valldelaplana para seguir buscando pistas del ex comisario.

Y ya me tenéis, amigos míos, carretera y manta, corriendo en dirección a la Ciudad Condal, zambulléndome en el denso tráfico de la metrópoli, aparcando en la Plaza de la Garduña y en busca inmediata de la renombrada pensión « La Palangana Astuta ». La encuentro en pleno Barrio Chino, y presenta el aspecto más lóbrego e inmundo que imaginar podáis. El personal hospedado se compone de un par de árabes de mirada aviesa, un viejo con cara de enfermo terminal y una enana vivaracha ejerciendo el noble rol de patrona.

– Quiero ver a la señorita Soledad Tiburcio – solicito a la mínima.

– ¡Ah, por fin! Está pegando gritos desde media mañana. La muy guarra me va a alborotar el gallinero. Dáselo de una puta vez y que se calle. Segunda habitación por ese pasillo a la derecha.

Empujo la puerta indicada y apenas puedo distinguir la figura de una mujer en la oscuridad. Se encuentra tendida en el jergón, en posición fetal, evidentemente bajo los efectos del «mono» más feroz.

– ¿Eres tú, Mahdir? – murmura apenas.

– No. Me llamo País y desearía hacerle unas preguntas.

Se incorpora. Su rostro refleja el poso de todos los vicios.

– ¡Fuera de aquí, monigote! ¿No ves que estoy esperando a Mahdir?

Lanza un aullido y busca en el suelo un orinal que echarme a la jeta.

– ¡Cabrones! ¿Dónde está Mahdir? – se retuerce y gimotea -. Voy a morir… Necesito a Mahdir. ¡Tráemelo o te vas a la mierda!

– No se preocupe, yo se lo traeré, pero antes hable conmigo.

– ¡Los cojones del Papa voy a hablar contigo! ¡Que venga Mahdir!

Retrocedo sin saber qué hacer. En el umbral está la enana moviendo la cabeza en desaprobación.

– Voy a tener un disgusto con ella. Está más drogada que un zombie. ¿Tú eres hombre de Mandir?

– No. Yo sólo vengo a preguntarle una cosa.

– Tú no eres de la madam, que a esos me los huelo yo a cien kilómetros – me aquilata la exigua – ¿De qué vas?

– De buena persona, pero, no creas, también tengo mis días malos – comienzo a mosquearme.

– No te hagas el duro conmigo. ¿De qué crees que puedo tener miedo yo a esas alturas?

– ¿A esas alturas? ¡Muy bueno lo tuyo, nena, muy bueno! – incido en plan chulángano -. Mira, párvula, no soy de la bofia, pero como si lo fuera. Necesito hablar con Soledad Tiburcio – los dos agarenos inician un movimiento de aproximación -. Retírame a esos dos perros del desierto y tengamos la fiesta en paz, ¿quieres?

– ¿Quieres hablar con ella? Bueno, pues busca caballo de Mahdir y que se ponga un chute. Luego, si eres pariente o amigo suyo, me haces un favor y te la llevas antes de que se muera aquí uno de esos días…

– ¿Y dónde encuentro yo a ese tal Mahdir?

– A esas horas estará leyendo el «Sport» en el bar de «Simbad el Marino», pero no te va a dar si no te conoce de pinta. Y la Solé no tiene un clavel, que esa lumi ya sólo putea de oído…

El bar de Simbad es el antro más infecto de todo el hemisferio. Lo habitan pelanduscas y locazas peleolíticas. Entro y mis acais se posan en la figura de un hombre vestido con traje blanco y camisa negra sentado a una mesa del fondo y parapetado tras el periódico deportivo. Trajina facciones bereberes y aspecto de camello diplomado. Por si me quedaran dudas, el dueño le anuncia que le llaman al teléfono y emplea el nombre de Mahdir. Me siento en la barra, me quito de encima a una vieja gloria de la bujarronería andante y me dispongo a esperar qué se tercia. Al cabo de unos minutos, el moro dobla el periódico, saluda a Simbad y sale del local. Es mi día de suerte. Voy tras él. Lo veo girar por un estrecho callejón. Aprieto el paso y doy la vuelta a la esquina. Mahdir me ha visto, pero a saber a quién espera y con quién me confunde, porque se detiene y enciende un cigarrillo, como para darme tiempo. La travesía está más solitaria que un campo santo. Me pongo a la espalda de Mahdir y le pincho los riñones con la navaja.

– Si gritas, te abro el jebe hasta las orejas. ¡Métete aquí!

Le obligo a meterse en un portal. Allí cambio de tercio y le coloco el baldeo en el cuello.

– ¿Quién eres? Dile a Héctor que…

– ¡Cállate y dame las papelinas, rápido!

– No sabes lo que estás naciendo. La estás jiñando, hombre…

Le pego un buen porrazo con la cabeza en la pared. Se abre una grieta en el estucado. El árabe se cae al suelo como un fardo. Le registro el chaleco y obtengo de premio tres hermosas papelinas. Salgo del portal alisándome el cabello y con los andares más tranquilos que puedo aparentar.

En la pensión me doy cuenta en seguida de que la enana no las tiene todas consigo. Le lanzo una advertencia mientras penetro en la habitación de la Tiburcio.

– No molestes ahora, ¿de acuerdo? Le doy lo que necesita, le pregunto unas cosillas y me voy. Tú a lo tuyo.

Soledad abre unos ojos como platos y se arroja sobre la papelina que le muestro como anzuelo.

– No sé quién eres ni me importa, pero me has salvado la vida.

– Te doy las que me sobran a cambio de información.

La mujer se tiende en el catre y se relaja. En sus ojos comienza a dibujarse una expresión de beatitud.

– ¿Qué quieres saber? ¿De verdad que me das las papelinas?

– De verdad… ¿Qué pasó en Valldelaplana hace 15 años?

– ¡Oh, aquello! Me atacó un muchacho en la Plaza del Obispado. No sé de dónde salió. Me hizo un corte en el cuello y el muy asqueroso quería chuparme la sangre.

– ¿Un muchacho?

– Tendría unos 15 ó 16, pero era muy fornido el cabrón. Por suerte pude zafarme de él y eché a correr…

– ¿Qué te dijo la policía?

– Nada. Al principio parecieron tomarse en serio el asunto. Valídela – plana es una ciudad pequeña que teme el escándalo.

– El comisario Puértolas te aconsejó salir de la ciudad, ¿no es eso?

– Veo que eres licenciado en Historia. ¿Qué buscas? ¿Eres un privado?

– Sí, un privado de casi todo.

– ¡A mí ya todo me importa un huevo! Ya no me puede pasar nada más… ¿A qué viene remover aquello ahora? A mí siempre me ha parecido que el chaval que me atacó era de buena familia y Puértolas había recibido órdenes de echar tierra al asunto.

– ¿Por qué lo creíste?

– Pues porque el cabrón del Puértolas, además de amenazarme me ofreció dinero si me iba a Barcelona. Me lo pensé y decidí venirme para acá a por un novio que tenía un garito en Hostafranchs… Era un buen tipo, no creas – un poco soñadora – pero se metió en líos con los sudacas y le pegaron dos tiros…

– Conque Puértolas te ofreció dinero…

– Me pareció que podía intentar una nueva vida… ¡Y ya ves donde he acabado! Supongo que nadie tenía ganas de que yo reconociera al chaval aquel por la calle. Valldelaplana es una ciudad pequeña y la gente rica tiene mucho poder…

La enana irrumpe en la conversación con el rostro preocupado.

– Oye, tú, el que seas: en la calle se ha armado un cirio de cojones y a lo mejor tú tienes que ver con ello. No quiero más líos en casa, así que ahueca y déjanos en paz.

Un vistazo por la recañí y veo a dos camellos que arrastran a Mahdir, que se lleva la mano a la cabeza ensangrentada. Decido aceptar el consejo de la patrona. Me trago la escalera a toda pastilla y, ya en el portal, aguardo a que los dos pringaos metan el moraco en el bar de Simbad y salgo a la calle. Uno de ellos regresa y nota en mí algo especial, porque llama a su compinche y ambos empiezan a perseguirme. Echo a correr y ellos tras de mí por toda la calle de San Boniato. Desembocamos en Hospital, ante el pasmo de los viandantes, hasta que, por delante del teatro Roma, consigo pasar a la Garduña y, desde allí, penetrar en el Mercado de la Boquería. Los despisto entre todo el personal arracimado ante las paradas. Cazo un taxi al vuelo y le doy cualquier dirección al otro lado de la ciudad, en el barrio de Gracia, por ejemplo.

Me deposita en la Plaza del Sol. En la barra de un restaurante gallego llamo por teléfono a Susi. De lo primero que me entero es que el pobre masovero Fidel acaba de confesar ser el asesino de la huerfanita en el establo de la granja. Puchades estaba más contento que unas pascuas y capitalizaba todo el éxito de las pesquisas.

– Una historia muy triste – explica Susi -. El viejo se tiraba a la chica en el establo, aprovechando que su mujer estaba coja y no se movía con facilidad fuera de la casa. Cuando supo que los amos se iban a Barcelona, Fidel empezó a pensar en beneficiarse también de la niña.

– Y la muchacha no quiso.

– Exacto. Ella le insultó, le dijo que le daba asco y todas esas cosas. Fidel se enfureció y la estranguló. Fidel le cortó el cuello a la niña a fin de que creyéramos que había sido otro crimen del vampiro. Tenías razón: el pobre diablo estaba impresionado por lo que había contado su tío y decidió enmascarar su crimen… pero no tuvo estómago para chupar la sangre. Estaba asustadísimo. Puchades ha encontrado el arma homicida y ropa manchada de sangre en una cisterna seca.

– ¿Y el primer crimen?

– Puchades intenta endosárselo, pero Fidel lo niega.

– A hostia limpia conseguirán que cante y cometerán una gran equivocación… ¿Has conseguido saber algo de Puértolas?

– Sí… y de la manera más tonta que puedas imaginar. Puértolas nunca ha dejado de cotizar como socio del club de fútbol local. En sus tiempos fue un gran aficionado y asistía a las peñas con regularidad… Le siguen mandando el carné a un piso de la Sagrera. La dirección completa es General Miaja, 17.

La casa que habita el antiguo comisario de Valldelaplana es humilde. De una sola planta, su fachada de piedra gris posee solamente un par de ventanas enrejadas a uno y otro lado de una puerta de madera pintada de azul. Llamo al timbre y me abre una chica joven, cuerpo grande y armonioso, dotada de ojos bondadosos en un rostro de facciones tranquilas. Lo primero que me pregunta es si soy amigo del señor Mariano.

– No exactamente. Vengo de parte de sus compañeros de la policía de Valldelaplana.

Escucha una voz cascada procedente del interior de la casa.

– ¿Quién es, Ángela?

– Está muy bien que vengan a verle – opina la llamada Ángela -. Nadie le visita y el pobre está muy enfermo y muy solo.

– ¿Es usted familiar suyo? – pregunto a mi vez.

– ¡Oh, no! – responde ella con suave sonrisa estilo celestial -. Soy una asistenta social del Ayuntamiento. Me ocupo de los ancianos de esta zona. Mariano… el señor Puértolas se está muriendo.

– Lo siento. No lo sabía – es lo único que se me ocurre.

– Vengan a visitarle a menudo. Le hará bien. Acabo de ponerle una inyección y está calmado.

Ángela me conduce a la habitación de Puértolas, un cuarto muy sencillo en la penumbra, casi desprovisto de mobiliario.

– Mariano – le dice la asistente social -. Aquí tienes a un amigo tuyo que ha venido a verte… Yo les dejo que hablen de sus cosas.

Permanezco de pie junto al lecho del moribundo, que me mira con curiosidad entre las brumas de los sedantes.

– Vengo de parte del comisario Rodrigo y del inspector Puchades de Valldelaplana.

Puértolas efectúa un esfuerzo, como si le costara mucho recordar.

– Valldelaplana… Yo estuve allí hace años.

– La gente aún le recuerda – digo yo por decir.

– No diga tonterías – me corta -. Me estoy muriendo, ¿sabe? – se señala el vientre -. Todo se me pudre ahí dentro y si no fuera por Ángela reventaría solo como un perro. Ha visto a Ángela, ¿verdad?

– Quisiera que me hablara de algo que sucedió en Valldelaplana hace 15 años.

– No quiero hablar de Valldelaplana. Allí hice yo cosas de las que me arrepiento… Ya no se puede volver atrás… Mi mujer está en un manicomio y mi hijo en cualquier lugar de Francia… Se casó con una francesa. Ni siquiera saben que me muero… ¿Es usted de la policía?

– Pongamos que soy un experto al que Rodrigo y Puchades han solicitado su colaboración. Si le molesto, me voy – digo con malicia.

– ¡No se vaya, no!… ¿Qué quiere saber? – una mueca de dolor.

– Hace 15 años – empiezo – en Valldelaplana, un muchacho atacó a una prostituta en la Plaza del Obispado… Bueno, la prensa lo situó en la calle de la Ballena.

Puértolas esboza una sonrisa dificultosa.

– Yo mismo ordené a la prensa local que cambiara el lugar de los hechos. En aquella época yo podía hacerlo.

– ¿Qué sucedió? ¿Quién era el chico?

– ¿Para qué le interesa tanto saberlo?

– Hace unos días degollaron a una enfermera en el Barrio Viejo. El asesino bebió la sangre de la víctima… Y esta madrugada ha habido otro asesinato…

– ¿Y ustedes creen que se trata del mismo atacante?

– Acabo de hablar con Soledad Tiburcio, la mujer que fue atacada. Ella vio al tipo y, a pesar de los años transcurridos, sería capaz de reconocerlo. Si sabe usted algo, tiene que decírmelo. ¿No querrá tener esas muertes sobre su conciencia?

– Ya todo me da igual. Si pudiera volver atrás… Se lo contaré. Nosotros atrapamos al muchacho a las pocas horas de haber atacado a la Tiburcio.

– ¿Quién era?

– Lo encontramos refugiado en una vieja fábrica abandonada a orillas del río. Era un loco de 16 años que apenas hablaba, pero iba manchado de sangre y se había guardado en el bolsillo el collar de perlas arrancado del cuello de la víctima. No había transcurrido ni una hora cuando se nos presentó el secretario del obispo. Nos contó que se trataba del hijo del ama de llaves y que el señor obispo quería hablar conmigo en privado en el Palacio Episcopal con la máxima rapidez posible.

– ¿Y qué sucedió allí?

– Me recibió el obispo Sigüenza en persona. Me preguntó por el estado de la mujer atacada y le dije que sus heridas no tenían mucha importancia… El obispo me pidió como Favor personal que me olvidara del asunto, le devolviera al chico, que él ya cuidaría de que no se desmandara otra vez.

– ¿Y usted se prestó a ello?

– Al principio me mostraba reacio, pero la figura del obispo imponía respeto en Valldelaplana. Sabía la influencia que tenía en todas partes, Los periódicos habían dicho que iba para cardenal.

– ¿Dice que el chaval era hijo del ama de llaves?

– Sí. La mujer era viuda y pariente lejana suya. El obispo me habló de lo triste que sería la vida del chico en un manicomio. Me prometió que ellos se ocuparían de hacerle más llevadera su desgracia en un ambiente de amor cristiano… Apeló a mi conciencia Yo estaba dándole vueltas a la idea de aprovecharme del favor. En aquellos momentos estaba atravesando muchos problemas. Sabía que el obispado poseía pisos muy buenos por toda la ciudad y a mí me convenía cambiar de casa… También supe que Sigüenza había hablado muy bien de mí a gente de la Dirección General y esperaba que me promocionaran al cabo de poco…

– Así que se avino usted a dejar correr el asunto…

– ¿Por qué no? Al fin y al cabo, no había sucedido nada irreparable. Le devolvimos el chico a la madre… Extraña mujer, muy guapa… A los dos días recibí un donativo con destino a la mutualidad de la Policía y otro con la indicación de que lo destinara a la mujer atacada, si se largaba de la ciudad.

– ¿Y usted presionó a la Tiburcio ?

– Claro que sí. Era una pobre desgraciada. Sólo tenía a una hermana y siempre andaban a la greña. Le dije que como puta no tenía futuro en la ciudad. Tenía que irse a Barcelona: yo le pagaba el viaje y los gastos de instalación, si no hacía preguntas.

– Y ella aceptó marcharse…

– Parece que tenía algún chulo en Barcelona y no le disgustaba la idea de reunirse con él… ¿Dice usted que la ha visto? ¿Cómo está?

– ¿Cómo quiere que esté? Pobre, sola y drogada hasta las cejas.

– ¡Dios mío! – musita el ex comisario – ¡Cómo hemos ido acabando todos! A mí me pescaron en un asunto de menores y todos se me echaron encima como lobos… Me jubilaron a patadas y nadie levantó un dedo para ayudarme… ni siquiera los que se nombraban amigos míos. Mi mujer intentó arrojarse por una ventana…

– ¿Usted cree que es posible que aquel muchacho sea el mismo que ahora se ha convertido en un asesino?

– Yo ya no puedo creer nada. Todos los días rezo para que Dios no exista – mueca de dolor -. ¿Qué hora es?… Ya vuelve el dolor… ¿Ha venido Ángela?

– Sí, ya ha venido antes… ¿Y qué se hizo del obispo Sigüenza?

– Sigue siendo el obispo de Valldelaplana. Allí está, siempre encerrado en el Palacio Episcopal. Para él no ha pasado el tiempo.

Ahora nos hallamos de nuevo en la habitación del hotel « La Falguera » en Valldelaplana, junto a Puchades. El flamante inspector está muy alterado. Susi, parsimoniosa, se traslada del cuarto de baño, cada vez con menos ropa, como el fiel de la balanza entre dos platillos cargados de tensión

– Pero ¿tú estás loco o qué? ¿Qué crees tú que es un obispo? – me increpa el guindilla.

– Sé lo que es un obispo. Yo también fue a un colegio religioso.

– ¿Ah sí? – Susi detiene su deambular en bragas, jersey por encima de la cintura y andando con un solo zapato.

– Bueno… quiero decir que me crié en un orfanato religioso.

– Una infancia triste que no justifica que seas tan gilipollas, Buenaventura – remacha Pucha.

– El caso es que tenemos que hablar con monseñor Sigüenza de lo que sucedió con el hijo de su ama de llaves hace 15 años, preguntarle dónde está el chico ahora y si tiene coartada para la noche del lunes.

– Fidel ya ha confesado – se agarra a un clavo ardiendo.

– No seas zote, Pucha. El sólo se aprovechó de la psicosis de vampiro suelto por la ciudad para enmascarar su arrebato contra la huerfanita.

– ¿Piensas acaso que todo el mundo en Valldelaplana va a aprovechar para cometer los crímenes que desea desde hace años y cargárselos a la cuenta del vampiro? – Puchades pierde los ojos en las curras de Susi.

– ¿Dónde quedará tu reputación de astuto detective cuando el asesino vuelva a lo suyo, que es matar?

– ¿Y tú pretendes ayudarme hablando con el obispo, nada menos?

– El atacante fue substraído a la justicia por el propio obispo, a pesar de que era evidente su impulso asesino… Además, está lo de la cruz del diablo… – se la dibujó en un papel.

– Muy bonita. ¿Y qué hostias pasa con esta cruz?

– En la catedral hay un retablo pintado por un tal maestro Serralada, en el siglo XV o algo así. Según la leyenda, ese pintor fue marcado con un hierro al rojo en la frente con una cruz semejante, porque le creían hijo de un demonio y una mortal.

Susi no se ha molestado en cerrar la puerta del baño. Canturrea algo de Manzanero. Puchades le echa miradas hambrientas.

– El vampiro actuó impresionado por la leyenda de Serralada por eso dejó la marca dibujada al lado de su víctima – sigo yo con la relación.

– No es raro que un loco se crea el hijo del diablo – - Puchades habla distraído.

– Y que pueda ser el hijo del ama de llaves del obispo. A propósito, ¿qué sabes tú de la gente al servicio del Sigüenza ése?

El pasmarote vuelve a la realidad.

– Nada. Nunca le he visto ni a él ni a nadie del palacio. Por lo que dicen, lleva una vida muy austera. Hace 20 años que es el obispo de Valldelaplana. Parece que no ha hecho carrera…

– Tengo que verle – afirmo y confirmo con firmeza.

– Mira lo que vamos a hacer – pacta Puchades -. Yo hablo con Rodrigo. A lo mejor te conseguimos la entrevista. Pero tú obras por tu cuenta y riesgo. A nosotros no nos mezcles con tus absurdas teorías.

– Tú arréglame lo de la entrevista y no te preocupes. Si la cosa sale mal, es asunto mío. Si sale bien, el éxito es todo tuyo. ¿Qué más quieres?

– Espera mi llamada – decide nuestro ardiente defensor de la ley.

– Y se va. Yo me quedo inquieto, dándole vueltas a un montón de posibilidades en la cabeza. Procedente del cuarto de baño me llega el requerimiento amoroso de mi partenaire mojada. Vacilo, me encojo de hombros y acudo al reclamo. Completamente vestido, me meto con ella, al agua patitos. Glorioso. Pasan los minutos lentamente y suena el teléfono. Sale Susi, que ahora va vestida con toda mi ropa mojada. Se pone al teléfono y luego me lo cede.

– Es para ti, león.

Y yo, cubierto de espuma y descapullado a conciencia me pongo a la escucha. Pallas dice que ha encontrado nuevos indicios en la leyenda del maestro Serralada. Yo no puedo moverme de la habitación por dos motivos fundamentales: a) tengo todo el traje mojado, b) espero la llamada de Puchades que ha de abrirme las puertas del Palacio Episcopal. Que decirle que suba también a la habitación. Pronto eso va a parecer el camarote de los hermanos Marx.

Susi se dispone, contrita, a reparar el daño causado. Se viste y baja con mi traje a una tintorería cercana, a fin de que lo sequen en cámara de aire y lo planchen. Mientras tanto, no me queda otra opción que vestirme con el batín ligero de la chica, con el que recibo a Pallas y lo lleno de asombro.

– ¡Ah, claro, la señorita y usted… – risita picaruela.

– Sí, nos prestamos ropa el uno al otro y cosas así. Ahora mismo ella tiene mi traje, ya ve usted… Vayamos a lo que interesa. Hábleme de Serralada.

– El ex canónigo me ha dicho que no hay nada de verdad en lo que se cuenta de Serralada. El retablo fue seguramente obra de un dominico sobre una tabla del siglo anterior. La gente gusta de atribuirlo a Serralada por el morbo de la leyenda…

– O sea que el tal Serralada no existió.

– No consta. Y, si existió, no pintó el cuadro.

Pienso que para llegar a tales conclusiones no valía la pena haber consultado a ningún experto.

– Muy bien; es todo una leyenda. ¿Qué tiene usted que añadir a ella?

– Algo muy bueno. ¿Recuerda que le dije que Serralada pasaba por ser el hijo del diablo con una mortal?

– Sí. Por eso le marcaron con la cruz invertida y curvada.

– La voz del pueblo le hacía hijo del obispo Arnulfo.

– ¡De un obispo!

– El obispo más famoso de Valldelaplana en la Baja Edad Media. El hombre que hizo próspera la ciudad con su política de abastos… ¡Ah! También construyó las murallas cuyos restos puede usted ver en las antiguas tenerías.

Las ideas acuden en tropel a mi mente como gatos famélicos.

– ¿Y la madre?

– Nada se sabe de ella, más que fue bruja y la quemaron.

– Esa vez sabemos más que entonces…

Pallás me observa con los ojos muy abiertos tras sus gafas de miope. Evidentemente, se maravilla de cómo yo voy asimilando su información y de las consecuencias que saco de ella. Ya no le necesito. Voy hacia el bolso de Susi y extraigo su único billete de cinco mil, para depositarlo en las manos del archivero. Se avergüenza. Me ha ayudado por amistad, por sentirse útil a sus años. Al fin asimila el donativo y me lo agradece con una mezcla de tristeza y cálculo.

– Se lo acepto por Socorrito, ¿sabe usted? A ella le hacen falta…

A primeras horas de la noche, la niebla comienza a invadir la ciudad. Solo y tembloroso, entre la humedad que cala mis huesos y el temor reverencial por el paso que voy a dar, voy descendiendo las calles del Barrio Antiguo para ir a desembocar a la gran plaza del Obispado. Llamo al portalón de madera con remaches de fundición y me abre un sacerdote efébico, que me entrega en manos de otro escuálido, que, a su vez, me introduce en una amplia habitación tapizada de raso malva Una mesa y varias sillas de caoba están situadas alrededor del fuego que crepita en una chimenea de alabastro. En la mesa todo está preparado para el ágape de dos personas.

El obispo Sigüenza aparece por detrás de una cortina de raso. Es un hombre que ha pasado la sesentena, alto, expresión noble y nariz romana, aunque su porte aristocrático está teñido de una invencible tristeza acumulada. Me señala la silla que me corresponde y me ruega le acompañe en el condumio vespertino. Entra una mujer alta y morena, cuyo cabello está recogido en un moño de varias vueltas sujeto con alfileres de perlas. Tiene unos 50 años y ni su actitud sumisa ni su natural campesino pueden esconder su espléndida belleza.

– Mi ama de llaves, la señora Marín – me la presenta el prelado.

– Usted me estaba esperando, ¿verdad, excelencia? – empiezo yo.

– El comisario Rodrigo, buen amigo mío, me ha indicado que una persona de su absoluta confianza vendría a visitarme. Me he permitido pensar que hablaríamos mejor ante una buena cena. Así la entrevista no sería tan formal.

– Se lo agradezco.

– ¿Le gustan los «picantons»? Son exquisitos. Y nada mejor para hacerlos pasar que un Pouilly – Fuissé.

La señora Marín nos sirve esos deliciosos pollitos provenientes de una fuente bien surtida y el propio señor obispo escancia el Borgoña. Modero mi avidez y voy directo al asunto.

– El lunes asesinaron a una enfermera cerca de aquí…

– Lo sé. Horrible. Por desgracia la violencia no sólo es patrimonio de las grandes ciudades.

– La policía no permitió que la prensa accediera a los detalles… pero la verdad es que el asesino bebió la sangre de su víctima.

El ama de llaves cierra los ojos y parece dominar una vahído que le coloca al borde de perder el equilibrio.

– ¿Se encuentra mal, señora Marín? – le dice el obispo -. Puede retirarse. Mis ayudantes servirán la mesa.

La mujer hace un movimiento negativo con la cabeza.

– Quisiera que comprendieran cómo sucedieron las cosas.

– ¿Y qué interés puede tener eso para nosotros?

– He sabido que hace 15 años sucedió algo parecido. Un chico atacó a una prostituta aquí mismo en la plaza del Obispado.

– Creo que fue en la calle de la Ballena – corrige el obispo.

– El comisario Puértolas consiguió que la prensa alejara el suceso de los alrededores de este palacio.

– ¿Ha visto usted a Puértolas? ¿Cómo está?

– Se muere de cáncer. Está muñéndose solo y desesperado.

– Lo siento. No siempre estuvimos de acuerdo él y yo, ¿sabe? Eran tiempos difíciles aquellos, pero siento que acabe así.

– También acabo de ver a Soledad Tiburcio.

– Se está usted tomando mucho interés por algo tan lejano y de tan escasa importancia.

– Puértolas me ha confesado que aquel muchacho era hijo… perdone usted, señora Marín: era su hijo, señora.

Ella está a punto de romper a llorar. Con la mirada busca la del obispo, en demanda de apoyo. Sigüenza no pierde la compostura.

– Vete, Dolores. Yo arreglaré esto. Asegúrate de que todo esté bien en casa.

El ama de llaves vacila unos instantes y termina por dar media vuelta a salir, escondiendo el rostro. Los dos curas pálidos que me han franqueado el paso ocupan su lugar, como si fueran dos celosos guardianes.

– ¿Dónde está ese chico añora? – interrogo -. Le calculo unos treinta.

– No está aquí – sorbo de Borgoña -. Está en los Pirineos con unos tíos suyos. Allí está bien.

– Mire, señor obispo. Yo no tengo nada que perder. No soy nadie. Por eso puedo hacer papeles que nadie haría.

– ¿Y qué piensa?

– Que ese chico sigue aquí y que fue él quien el lunes pasado se escapó de este palacio y mató a la enfermera.

– Curiosa teoría. ¿Y en qué se basa para formularla?

– En el retablo del maestro Serralada.

– El maestro Serralada no existió. Es una leyenda.

– Una leyenda muy interesante. Se creía el hijo del diablo y en realidad era el hijo de un obispo y de una mujer a la que quemaron por bruja.

Monseñor Sigüenza acusa el impacto de mi afirmación, pero al punto se rehace con auténtico dominio de sí mismo.

– En aquella época eran frecuentes tales situaciones… ¿No se le ha ocurrido pensar que un obispo es también un hombre y puede enamorarse?

– Puede enamorarse con locura, hasta el punto de encerrarse en su palacio con su mujer y proteger a su hijo incluso contra su propia naturaleza.

– Es usted un romántico, señor País.

– En el muro de las ruinas en donde apareció el cadáver de la enfermera encontré dibujada una cruz, la misma que el maestro Serralada pintó en el retablo del Juicio Universal. El estigma de los condenados.

– Y no cabe duda de que esta cruz la trazó el asesino…

– Un pobre loco que se sabe condenado por su origen y sus instintos.

En aquellos momentos se produce un gran revuelo en el interior del palacio. Gritos, carreras y puertas que se cierran con estrépito. Los dos sacerdotes ayudantes se acercan al pasillo para acoger a un hombre robusto y de pelo rojizo que viene como una exhalación. En sus ojos se dibuja un inmenso terror. Me ve a mí y se queda cortado.

– ¡Habla, Matías, habla! – ordena el obispo.

– ¡Le ha soltado! ¡Ella le ha soltado! – grita el hombre.

Sigüenza se vuelve a mí y en su rostro se dibuja ahora una inmensa desolación.

– ¡Ayúdenos, señor País! ¡Sólo usted puede evitar una nueva desgracia! – me implora.

Me lanzo hacia la calle a todo correr. Los pasos de los dos sacerdotes pálidos resuenan tras de mí. La pesada puerta del palacio está abierta de par en par y a través de ella entran los jirones de niebla, como fantasmas sin cobijo. No he dado ni dos zancadas por la plaza, cuando tropiezo con el cuerpo del ama de llaves. Ha caído al suelo y tiene dificultades para recuperarse.

– ¡No le haga daño! – me suplica desde el suelo.

El obispo ha llegado junto a nosotros y levanta a la mujer. La abraza. Ella llora contra su pecho, se debate, y él la calma con todas las palabras que puede encontrar. Amor.

Seguido a corta distancia por los dos sacerdotes, me sumerjo de nuevo en la oscuridad, apenas herida por el débil reflejo de las farolas. A través de las calles desiertas voy guiándome por el jadeo de un animal doliente. La niebla se abre y alcanzo a verle por unos instantes. Se dirige al mismo corazón del Barrio Viejo, atravesándolo en dirección a los restos de muralla que lo delimitan por encima de la carretera. Se interna entre los escombros de la casa en que cometió su asesinato, pero bordea el antro del vagabundo y escala a duras penas un montón de cascotes. Se da la vuelta y me mira fijo. Se agita aún más. De pronto, al intentar retomar el paso, trastabilla y rueda por el suelo. Sus manos agarran un palo de madera astillada. Lo blande en mi dirección. Me amenaza con el gesto airado, al tiempo que emite murmullos incoherentes. Llego lo suficientemente cerca de él como para retener sus facciones. Muy blanco de piel, cual si no hubiera recibido nunca la luz del sol, sería un hombre guapo a no ser por su expresión alucinada. Le grito: «¡Detente!», pero en vano. Cojeando a causa de la caída vuelve a huir y yo me convierto en su sombra, hasta que llegamos a la muralla. El desgraciado se pone a correr en equilibrio sobre el borde y yo me decido a imitarle con el corazón en la boca. Tanto él como yo estamos en evidente peligro de caernos. Mi perseguido se encuentra de pronto con que la muralla queda cortada por la pared de una antigua edificación. Efectúa un giro rápido y ve que he quedado a poca distancia, en precario equilibrio sobre el pretil, los brazos paralelos al suelo en débil balanceo. Mira hacia abajo y advierte que los dos sacerdotes han adivinado nuestro itinerario y surgen de una de las bocacalles que va a dar a la carretera, justo debajo del lugar en que nos hemos detenido y nos medimos con la mirada Desde la muralla a la carretera, la altura es considerable.

El infeliz vampiro se enfrenta a mí. Parece que va a atacarme con el palo puntiagudo. Pero, en vez de acometerme, el desgraciado grita: « ¡En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!» Y utiliza el extremo astillado de la madera para trazarse una cruz sangrienta sobre la frente. Luego, se precipita al vacío. Tengo el tiempo justo para asomarme y contemplar cómo los dos sacerdotes recogen su cuerpo descoyuntado y se lo llevan, hasta desaparecer tragados por la bruma.

A la mañana siguiente, apenas clarea, Susi y yo salimos del hotel. En la puerta, junto a nuestro coche, nos está aguardando Puchades, inquieto y receloso.

– Tú no me esconderás nada, ¿verdad? No te portarás así con un amigo.

– Hemos estado siguiendo una pista equivocada. Estoy harto. Me voy.

– ¿No me habrás puesto a malas con el obispo?

– No. Ya te he dicho que me invitó a cenar y charlamos hasta las tantas. Le hablé de lo sucedido hace quince años… El comisario Puértolas está loco y yo me he ido fabricando una novela gótica.

– ¿Y no le molestaron las sospechas?

– No. El obispo Sigüenza es un hombre muy diplomático. No se va a poner quisquilloso por las insinuaciones de un tipo como yo. No sucedió nada. Todo han sido desvaríos de un moribundo y una pobre drogota.

– ¿Y dices que el muchacho ese nunca ha existido?

– Nunca… Vamos a dejarlo ya, ¿quieres?

– De acuerdo. Fidel se cargó a la huérfana. ¿Quién es el asesino de la enfermera?

– No lo sé.

– Lo malo será si se producen más crímenes…

– No creo que haya más crímenes… Tranquilo.

– Tú me escondes algo…

– Nos vamos. Ya no nos queda nada por hacer aquí. Unas veces se gana y otras se pierde.

Nos metemos en el coche, Susi al volante, adusta y suspicaz, y yo a su lado, repantigado e impaciente. Puchades introduce su clepsa por la ventanilla.

– ¿Qué habéis sacado de todo eso? La historia del masovero es demasiado vulgar para escribir con ella un buen reportaje…

– Mala suerte. Yo no me quejo… Hasta la vista, Pucha. Y que tengas suerte en tu nuevo destino.

Lo dejamos un tanto amoscado. El coche cruza la extensa plaza y busca la salida a la carretera por entre las moles de dos edificios modernistas. Susi no cesa de clavar en mí sus ojos inquisitivos.

Cuando cruzamos el puente nuevo, frente a las pilastras del romano, le pido a mi amiga que se detenga y doy el último vistazo a la mole de la catedral, al Palacio Episcopal y a los restos de la muralla que apenas los protegen.

Imagino que en aquel mismo instante, en el claustro del Obispado, Sigüenza rodea con sus brazos los hombros de Dolores Marín, mientras ambos contemplan en silencio cómo los dos sacerdotes pálidos entierran el cuerpo del vampiro en una de las tumbas excavadas en los parterres del jardín.