LO QUE MÁS QUIERAS

ANDREU MARTÍN

Era una voz mofletuda que rebosaba dentales y salpicaba de saliva el micro del teléfono.

– ¿Modesto Gros? – pronunciaba Modefto Grof.

Hacía mucho tiempo que nadie usaba aquel nombre para dirigirse a Hierro. Y eran pocas las personas que lo conocían.

– ¿Quién le ha dado este número?

– Un amigo común. El teniente Lucena. Sabe a quién me refiero, ¿verdea? El me dijo que usted podría ayudarme.

Mentira. El hombre que llamaba no era amigo de Lucena. A Eladio Lucena, en unos ambientes lo conocían como «señor Lucena» o «don Eladio» y en otros ambientes, donde aún había quien recordaba su pasado, le llamaban «Teniente». Pero no «Teniente Lucena», no las dos cosas a la vez.

– Está bien – dijo Hierro -. Qué quiere.

– Mañana a las diez en punto. Usted se esperará – uftet fe efperará – en la esquina de Villaroel y Diagonal, donde Preciados. Allá en la esquina donde hay una parada de taxis, ¿sabe? Yo pasaré con un coche R-19, negro, y usted monta. ¿Se ha enterado?

Hierro colgó el auricular. Consultó un papel mugriento, mil veces doblado, cubierto de garabatos, que le servía de agenda, y marcó un número de teléfono.

– Transportes de Seguridad Segurtrans, ¿dígame?

– ¿Lucena? Soy Hierro. ¿Quién es el tío que ha llamado a Modesto? ¿De qué va?

– De julai, Hierro. Lo he comprobado. Comprenderás que no te iba enviar nada chungo. Es un primavera, Hierro, en serio, buen negocio. Le sobra la pasta y quiere tirarla, sólo tienes que recogerla. Le puedes sacar hasta dos quilos.

– ¿Pero cómo llegó a ti?

– Me lo envió Gustavo, el Gus del Juke – Box. Tranquilo, Hierro. Aflojará la mosca sin rechistar.

– ¿Y qué quiere?

– Ya te lo puedes imaginar. Pero no tienes por qué jugártela, Hierro.

Sé que necesitas la pasta. Cógela y vete de vacaciones. Y, luego, que vaya a reclamar al maestro armero.

El R-19 pasó dos veces por delante de Hierro antes de pararse. Quizá porque el conductor quería asegurarse de que el tipo de la cazadora y los vaqueros era quien le esperaba. Quizá porque se trataba de una persona meticulosamente puntual y, cuando pasó la primera y la segunda vez, todavía no eran las diez en punto.

Una vieja cazadora de cuero, gastada y sin adornos llamativos. Camisa negra con botones blancos. Vaqueros. Zapatillas de deporte. Gafas oscuras completamente negras, como un antifaz. Y los auriculares del walk-man aislándole del mundo.

– I'm your man – cantaba Leonard Cohen -. Si buscas un boxeador, yo subiré al ring por ti.

Para abrir la puerta de la derecha, el conductor obeso y torpe, casi tuvo que acostarse sobre el asiento del acompañante. Jadeó: «¿Eh, usted!», y Hierro pudo ver unos ojillos desconsolados que suplicaban su atención. Desconectó el walkman, se puso los auriculares en torno al cuello, y se dirigió al R-19. Sin el aislamiento de la música, Hierro se encontraba de pronto inmerso en un mundo que le resultaba incomprensible. Mundo de gilipollas. Cuando Hierro se quitaba los auriculares, ya estaba deseando volver a ponérselos.

El hombre del coche trataba de recomponer su gesto y combatía el pánico moviéndose con bruscas sacudidas que se pretendían vigorosas y severas. Hierro apenas le dedicó un reojo. Mayor de setenta, con varios años de jubilación a sus espaldas, candidato al adjetivo atildado, propio de quien se tiñe las canas, usa peluquín y se recorta el bigote frunciendo la boquita con esa cursilería miserable que Hierro siempre atribuía a los franceses. Abrigo, bufanda, guantes. Incluso era posible que, en el asiento de atrás, llevara un sombrero tirolés adornado con plumita. Probablemente, para el viejo, aquélla sería una típica mañana de los eneros de toda su vida, una de esas mañanas en que se agradece la bendición del calorcillo del sol. Hay personas que sólo saben, sienten y hacen lo que les dicta la costumbre. Comen a horas convenidas, se abrigan en fechas señaladas y se ríen con las comedias de la tele, independientemente de que tengan hambre, o frío, o de que haya algo que les haga gracia.

Para Hierro, en cambio, era uno de los días estrambóticos, calurosos y sucios, que caracterizan a los últimos inviernos mutantes.

Bajó el coche por Villarroel.

– Mire ahí dentro – se refería a la guantera -. Hay una foto. Mírela.

Detrás hay unos datos. Léalos.

Un sobre blanco y una foto que había sido cuidadosamente recortada de un periódico y pegada en un papel. Hierro reconoció de inmediato al hombre que aparecía en ella. Mal afeitado, despeinado, con una sonrisa canallesca y rota y los ojos cargados de intenciones. Lo recordó con un palillo entre los dientes, mareándolo entre una comisura y otra. Mostrando las palmas de las manos a la altura de las caderas y diciendo: «Así es la vida. ¿Cómo es la vida? Asina.» Carabanchel, séptima galería. En el dorso, escritos a máquina sin una sola falta ni tachadura, venían su nombre, sus apellidos, su alias, su profesión y su última dirección conocida. Lorenzo Moreno Lara. El Neque. Proxeneta.

– Localice a este hombre. Compruebe si vive en esa misma dirección. Quiero contratarlo a usted para un trabajo relacionado con él. Mire lo que hay en ese sobre.

Billetes de cinco mil y de diez mil. Un buen puñado. Hierro no los contó.

– Doscientas mil – dijo el conductor -. Un adelanto. Me han dicho que cobra usted millón y medio, ¿no?

– Dos quilos. Uno por adelantado. – Pausa para que quedara claro. Si no había réplica, el trato quedaba cerrado. Y no hubo réplica. Habían llegado, por la calle de Londres, hasta la densidad de tráfico de la avenida de Sarria. Subieron por ella. No se miraban. Si no se tratara del Neque, Hierro ni siquiera hubiera aceptado los doscientos talegos -. No hable con nadie más de este asunto. ¿Entendido? Con nadie más. Dentro de una semana, el martes, a esta misma hora, a las diez, pase usted por el mismo sitio. Traiga lo que falta para el millón. Si estoy, seguiremos hablando. Si no estoy, olvídese de mí y del asunto. – Dejó la foto en la guantera. Se metió el sobre en el interior de la cazadora -. Pare aquí. Hierro se apeó y absorbió con avidez una bocanada de aire exterior para limpiarse los pulmones. Se colocó de nuevo los auriculares en las orejas y conectó el walkman.

Leonard Cohen siguió cantando «I'm your man».

Se dejó caer por unos cuantos bares de Escudellers y de la plaza Real frecuentados por chulos.

– Cono, mira quién está aquí.

– ¿Qué pasa? ¿Te has perdido?

– ¿De dónde sales?

En unos sitios le llamaban Modesto, en otros Cerilla, Lito, Santisteban. En muy pocos le llamaban Hierro.

Mal ambiente, por el barrio. Por un lado, la policía empeñada en limpiar las calles de cara a las Olimpíadas del 92, Barcelona ponte guapa, Barcelona mes que mai, acorralándolos, obligando a todo dios a meterse en calles que no había pisado nunca, huyendo de las de siempre. Por otro lado, las multinacionales haciendo estragos entre las chávalas. Venían suracas o moracas o italianos cargados de papelinas, enganchaban a las niñas al caballo y se las llevaban a sus burdeles, o a sus barrios, o a otras ciudades, y las exprimían hasta que no servían para nada. El macarrilla en dos o tres máquinas en la calle no tenía nada que hacer. Se levanta – a un día y se encontraba sin chicas. Sin sustento. En el paro. Los chulos e estaban volviendo más puritanos que los curas. Si pillaban a una de sus niñas con una papelina o una chuta en el bolso, no dudaban en partirles un par de costillas.

– Las tías son jodidas – le diría el Neque a Hierro días después -. Las tías son cabronas, Sipero. No saben jugar. Las tías en seguida hacen trampas y te joden en cuanto te descuidas. Las tías son viciosas por naturaleza, Sipero. Se envician con todo lo que les echas. Si te las follas, quieren más, nunca pararían de follar. Si les enseñas el pico o el trago, serán las más picotas y las más curdelas. Por eso yo nunca dejaba a las mías que privaran, ni se acercaran a la mandanga. Ni un mai, ni un chupito. Nada. «Si el cuerpo te pide marcha, te metes un consolador, bebes café o tomas aspirina.» Las mujeres no deben enviciarse, Sipero, porque, si se envician, las pierdes. Yo se lo tenía dicho: «Te veo con un vaso en la mano, o te canta el aliento a priva fuera de las horas de trabajo, y te estampo contra la pared.» Les decía: «Te rompo el vaso en la cara y te friego los cristales por los morros hasta que no te conozca ni el dios que te creó.» Y no privaban. Ni se chutaban. Y vivían felices. Felices y tranquis. Comían en mi mano. Pocos tíos pueden conseguir eso, Sipero. Con tres máquinas y las tres viviendo en paz en el mismo quel. Pocos tíos lo hacen.

– Como le vea un pinchazo, aunque se lo haya hecho cosiendo – decía un andaluz, muy exagerado -, le saco los ojos. Te lo juro. Le saco los ojos y me los jamo. Como hay dios.

– Mira lo que le pasó al Neque – comentó alguien, de pronto, en aquel bar que hace esquina con la calle del Vidrio.

– ¿Al Neque? – intervino Hierro sin demasiado énfasis -. ¿Y qué le pasó al Neque?

– Pues eso. Que los Taños le birlaron las niñas.

– ¿Los Tanos?

El apodo se lo habían puesto los argentinos, que llaman así a los italianos, porque, según se rumoreaba, se habían montado el chollo con capital genovés o milanés. Sin embargo, los que cortaban el bacalao aquí eran paisanos.

– El Escarfei, ¿lo conoces?, uno que tiene un chirlo así que le parte el pómulo. Y el Bellotero, un mariconazo que hizo de travestí mucho tiempo, yo no sé si se llegó a operar. Primero hacía chapas, luego se metió a locaza y ahora va de señor de traje y corbata. Desde luego, si se operó, ahora no sé dónde se habrá dejado las tetas. Bueno, que son dos puntos de mucho cuidado. A éstos, seguramente, les hubiera gustado más currar con el brazo colombiano de los yanquis, que está aquí en Barcelona, y es mucho más limpio y seguro, pero conocieron al Menguado, que acababa de llegar de Italia con pasta, contactos y demás, y les comió el tarro y se juntaron con él. Ese Menguado, en realidad, se llama Amengual, pero le llaman Menguado, Mengua o Menguante, para que te formes una idea de cómo es. Es un mindundi de tres al cuarto, un tolili que se cree qué sé yo porque fue a Italia y le tocó la lotería. Nadie sabe por qué se asociaron con él el Escarfei y el Bellotero. Por dinero, sería. Porque dice que tiene conexiones políticas de altos vuelos, quién sabe. En todo caso, lo llevan de la nariz, se quedan con él en todas partes y él no se entera…

– ¿Y qué le pasó al Neque? – conducía Hierro la conversación adonde le interesaba.

– Coño. Que le birlaron las tipas. Tenía tres.

Sí Hierro lo recuerda. En el maco, el Neque añoraba a sus chatitas. La Rubiales, la Equis, la Guantes.

– …Cuando estaba en la Modelo, venían a verme desde fuera, desde la calle Provenza, y me enseñaban billetes verdes. Me decían: «Mira, Neque, lo estoy ganando para ti, estoy haciendo guardiola para cuando saleas,'Neque.» Nadie las obligaba. Nadie las obligaba a venir ni a enseñarme nada. Dime tú si no hay cariño ahí, Sipero. Dime tú si no hay cariño y estimación. Para que venga ahora un desgraciado, te las enganche a todas y se quede con ellas por el morro. ¿Y tú crees que las tratará como las trataba yo? Ca. Los macarrones que les chupan la vena las tratan a patadas. Sólo les tienen que enseñar la papelina y listos, las tienen en el bolsillo. Sin un cariño, sin una técnica ni nada. Las tías, cuando tienen la amenaza del mono encima, hacen lo que sea. Lo que sea. Bueno, qué te voy a contar. Y lo peor es que así tienen más clientes. Porque, claro, a los yonquis les puedes hacer lo que sea, son material de desecho, no hay límite. Una yonqui es masoquista por definición. Le va la marcha. Además, no sienten. El caballo las insensibiliza.

– Se las birlaron mientras él estaba en el trullo, poco antes de que saliera – Hierro calculó que debía de haber sido hacia el verano pasado, porque el Neque había salido en octubre -. Llegó al barrio y no estaban. Le dijeron que se las habían llevado al Balneario. Dijo: «Pues esta noche voy al Balneario y les jodo.»

– ¿Qué es el Balneario?

– Pero tú de dónde sales. Una casa de putas por todo lo alto que se han montado los Tanos cerca de la Diagonal. A todo tren. Cuatro pisos. Piscina, gimnasio, sauna, habitaciones, niñas y arriba timbas. Todo lo que te pida el cuerpo.

– Y el Neque se fue al Balneario para joderlos.

– Y lo sacaron a trocitos. Le pusieron una jeta que yo, cuando volví a verle, no le conocía. Digo «coño, quién es este cristo». Dice «el Neque». Imposible.

– Ahora se dedica a las marujas, por los mercados.

Se conocieron en la cola del peculio de la séptima galería. El Neque terminaba de ingresar, o sea que sería a mediados del 87, o por ahí. Comentaron el bombazo que había metido ETA en Hipercor. A Hierro las historias del exterior le parecían marcianadas sin pies ni cabeza, pero el Neque sabía contar muy bien.

Al Neque le había caído la yeyé, que es como le llaman allí a la pena de prisión menor, de cuatro años, dos meses y un día. Gracias a la redención de penas por el trabajo, a su intachable conducta y a unas imagínalas «garantías de vida honrada en libertad», sólo cumplió dos años y poco. Hierro lo vio entrar, lo vio salir y llegó a experimentar por él una cierta admiración.

A la séptima galería van a parar los que, como mucho, han visitado tres veces el maco. La llaman la ONU, porque está llena de extranjeros, galerías tranquilas. Allí trasladaban a los refugiados, o chapados, los cagados de miedo que piden protección a los boquis y aceptan el encierro bajo reja y candado.

En aquella época, había en la séptima dos quíes que mangoneaban todas las rutinas. Se llama rutinas a los diversos chanchullos que se dan en la cárcel, desde el mercado negro de tabaco al tráfico de caballo, o la compraventa de jeringuillas o de transistores o de servicios. Los víveres escaseaban en el economato y estaba prohibido recibir paquetes de comida, así que se creó inevitablemente la rutina del papeo. Todos los beneficios que estas rutinas producían en la séptima galería iban a parar a los bolsillos de los dos únicos quíes. A uno le llamaban León y al otro la Caraba. En la tercera galería, la de los multirreincidentes, ni el León ni la Caraba se hubieran comido nada, pero en la ONU eran los reyes del mambo.

León era francés y se creía que su nacionalidad era un grado. Cuando llegaba un novato, en seguida iba a buscarlo para marcar quién mandaba allí. No debió de gustarle la habilidad del Neque para ganarse las simpatías de todos. El Neque era un poco payaso. Había impuesto en la galería un gesto cómplice y característico que pronto fue adoptado por todo el mundo.

– La vida es así – decía, mostrando las palmas de las manos a la altura de las caderas, en pose que recordaba a la del torero provocando al toro. Insistía -: ¿Hein? ¿Tengo razón o no tengo razón? ¿Cómo es la vida?

– Repetía el gesto con las manos -. ¡Asina!

– ¡Eh, tú! – le llamó León.

En medio de la galería. Rodeado por todos sus incondicionales. Sonrisas de suficiencia. El Neque se acercó a ellos. Se paseaba un palillo húmedo de un colmillo a otro.

– Me parece que tú no te has enterado. – León hablaba muy bien el castellano. Decía en -te-ra-do, con todas las letras -. En esta galería, los novatos como tú tienen que pagar mil quinientas pelas por la rutina de limpieza.

Sin mover la cabeza, sólo las pupilas y el mondadientes, el Neque miró al matón de la derecha, al matón de la izquierda y finalmente a León. Y dijo:

– No. A mí me dijeron que tenía que hacer la rutina de la limpieza cinco días seguidos, o pagar quinientas pelas. Preferí hacer la limpieza.

Y la hice. Y ya no debo nada a nadie.

– No me has entendido. Me debes mil quinientas pelas. A mí. Y sé que las tienes. Y me las pagarás.

El Neque no era demasiado alto. Y parecía delgado. Y eran al menos cinco contra él. Suspiró y metió la mano en el bolsillo.

– Yo te voy a pagar – dijo -, pero tú me lo vas a devolver.

– ¿Quién? ¿Yo? Ja, ja.

El Neque sacó un puñado de billetes. Llevaba encima cinco o seis mil pesetas, que en el trullo es mucho dinero. Eligió un billete. Guardó el resto en el bolsillo y buscó las monedas de cien. Las contó. Una, dos, tres, cuatro y cinco. Se lo entregó todo a León que seguía riendo.

– Tarde o temprano, me lo vas a devolver.

– Ja, ja.

El Neque le clavó la puntera del zapato entre las piernas. León, pillado por sorpresa, se dobló violentamente. El Neque le agarró del pelo, le aplastó la cara contra la rodilla derecha y, sin soltarle, le derribó de espaldas y le golpeó dos veces la cabeza contra el suelo antes de que los matones pudieran sujetarle. Todo fue muy rápido, muy medido y preciso No era la primera vez que el Neque hacía aquello a alguien. Antes de poder reaccionar, el que se había encontrado con la cara machacada por una explosión de sangre, la nariz quebrada, los ojos enloquecidos, acuosos, ciegos. Y el Neque lo sujetaba del pelo y le amenazaba con dos dedos engarfiados, terribles, prontos a hundirse en sus órbitas.

– ¡Me lo vas a devolver o te mato! – gritaba frenético, dirigiéndose tanto a León como a los matones que forcejeaban con él, tratando de separarlos -. ¡O lo mato! ¡Le saco los ojos!

Los matones soltaron al Neque. León nunca volvería a ser el que fue. Devolvió las mil quinientas pelas. Al día siguiente, el Neque parlamentó con el otro qui, al que llamaran la Caraba.

– Yo no quiero ser jefe de nada ni de nadie – le dijo -. Sólo quiero que no me molesten.

Le cedió toda su fuerza recién adquirida convirtiéndolo, así, en dueño y señor de la galería, pero conservó a su alrededor a unos cuantos incondicionales (los Tranquis, los llamaban) que garantizaban su seguridad. Asumió el papel de intermediario conciliador cuando alguien quería tratar con la Caraba. Tenía a gala no rebajarse nunca de ningún servicio y cumplía las leyes, escritas y no escritas, a rajatabla, pero jamás permitió que nadie pensara y mucho menos dijera que era un aguililla. Quizá por eso, por mantener las apariencias, aceptó mangonear un poco las rutinas del tabaco y de la limpieza. Nada más. Nunca se le vio una papelina ni una jeringa en las manos.

Cuando salió del maco, el Neque seguía siendo el Neque. Que no todo el mundo puede decir lo mismo.

Ahora se dedicaba a las marujas, por los mercados.

Amas de casa, terreno abonado, amargadas del hogar y de la vida a las que él proporcionaba una perspectiva de supervivencia. Les decía aquello que su marido eterno no les había dicho ni les diría jamás, las obsequiaba como ya creían que jamás se las obsequiaría, les hacía un amor furtivo y romántico, en pensiones sórdidas y con la desvergüenza y la pornografía que nunca habían conocido, y les presentaba a gente que pagaba bien y les solucionaba los finales de mes.

Era fácil. Pero también jodido. Dedicarse a las marujas era una deshonra, y debía hacerlo a escondidas, lejos de su radio de acción habitual. Porque hay mil ojos por todas partes, y si te han hecho callar y te has aliado, sabes que nunca vas a poder hablar de nuevo.

Por eso, para dar con él, Hierro tuvo que esperarlo a la salida de su asa, a una hora temprana, porque los marujeros tienen que ser madrugadores. Lo vio salir bien vestido y bien peinado, sin palillo en la boca, es conocido. No lo abordó entonces porque no quería que le vieran juntos. Lo siguió hasta el Mercado de San Antonio, donde no había peligro de que nadie conociera a ninguno de los dos. Le abordó en un bar de los aledaños, donde el Neque pidió café con leche y copa de magno.

– Coño, mira quién está aquí. Tú eres el Neque, ¿no? Coño, Lorenzo Moreno Lara, el Neque, presente, maqueao que vas. ¿Qué pasa? ¿No me chanas? Cagondié: así es la vida. – Imitando la pantomima de la cárcel -: ¿Cómo es la vida? ¡Ansina! ¿Pero no me chanas?

Como el Neque no le reconocía, se hizo pasar Hierro por uno llamado Esteban, el Sipero, un tipo del trullo muy salao que siempre decía «Sí, pero…» y que palmó en su celda de sobredosis. Hierro echó el anzuelo y el Neque picó.

– Coño, el Sipero, claro, hombre, claro. ¿Qué te tomas?

– Un magno, como tú, para celebrar.

Se fueron a comer juntos. El Sipero dijo que había hecho un trabajillo por ahí y tenía con qué pagar. Recordaron la cangrí como si hubieran pasado en ella tiempos felices. La paliza que el Neque le dio a León, la mierda de comida que les daban, las jeringuillas hechas con bolígrafo bic, los travestís que cobraban hasta tres mil pelas un francés.

Se emborracharon de copas y de amistad. La media tarde, soleada y voluptuosa, les sorprendió en un banco del Parque del Escorxador, riendo como locos. Decidieron irse de niñas a la calle Aribau. Cenando, bajo un dolor de cabeza más que regular, vencidos por la depresión de la melopea, el Neque dio un detallado repaso a su mierda de vida. Mientras estaba en el maco, sus chatitas le habían esperado. Durante casi dos años. Y, cuando estaba a punto de salir, las hijas de puta se dan al pico y se van con los Tanos.

– Se aprovechan porque a las mujeres les gusta que les des caña. Las mujeres son masoquistas. Pero yo sabía llevarlas como personas. Les das un poquito de cuerda. Que se pasan un poco, das un tirón. Primer aviso. Quieta. ¿Que te hace caso? Pues aquí no ha pasado nada. ¿Que se rebela? Caña. Hay que domarlas, como a los caballos, Sipero. Con paciencia y mano izquierda. Y acaban comiendo en tu mano, Sipero. Lo que hacen esos cerdos es jugar con ventaja. Joderlas a conciencia. Les chutan esa mierda en la vena y las tienen perdidas. Como a ellos les sobra el caballo, les sale a cuenta. Ponte tú con una cuadra de tres a mantenerles el vicio, y es la ruina. A ellos, se les pudre una y tienen veinte. A ti, se te jode una y te quedas con dos. O una. Las multinacionales y la pequeña empresa, Sipero, si está visto. La puta madre que les parió.

El Sipero pagó también la cena.

– ¿Quieres otra copa, Neque?

– No, no, déjalo, mejor que no.

– ¿Pues que más quieres, Neque?

– ¿Qué más quiero?

– Sí. Piensa. Yo soy tu hada madrina, Neque, y estoy aquí para concederte un deseo. Lo que más desees en el mundo. Te lo consigo. Palabra de honor.

– Follarme una niña de diez años. Que sea virgen.

– No, hombre. Algo difícil de verdad. Algo que te parezca imposible. Algo que te parezca tan difícil que no se te pase ni por la imaginación.

El Neque lo estuvo pensando durante mucho rato. Entretanto, hablaron de otras cosas. O siguieron hablando de las mismas. La mierda de vida que llevaban, la necesidad de dar un palo de los buenos, la putada que los Tanos habían hecho al Neque, la existencia del Balneario. Se enrrollaron con unas golfas del 2,40 y en este local, disimulados por el estruendo de la música y el alboroto que les rodeaba, el Neque dijo:

– ¡Ya lo sé!

– ¿Qué es lo que sabes?

– ¡Lo que más quiero en este mundo!

– ¿Qué es?

– ¡Joder a los Tanos, Sipero! ¡Quiero joderlos a todos, pasármelos por la piedra! ¿Sabes lo que quiere decir eso?

Hierro lo sabía, pero hizo como si no.

– ¡Vamos a pegar el palo a su casa de putas! ¡Vamos a desmontarles su jodido Balneario!

El martes, a las diez de la mañana, Hierro estaba esperando en la esquina de Villarroel y Diagonal, protegiéndose del mundo exterior con sus gafas oscuras y el walkman que enviaba directamente a su cerebro un tema de Sting.

– Nuestra historia escrita es un catálogo de crímenes

Aquella vez, el R – 19 negro no dio ninguna vuelta a la manzana. Apareció en la esquina y se detuvo. El hombre viejo, gordo y teñido abrió la puerta a duras penas y dijo « ¡Eh, usted!» Hierro bajó los cuatro escalones que separan los escaparates de Preciados del bordillo de la acera, y se metió en el coche. Enfilaron Villarroel abajo.

– Me alegro de que haya venido – dijo el hombre.

Hierro aún tenía resaca, y eso le mermaba paciencia.

– ¿Ha traído los setecientos talegos?

– Mire ahí.

Un sobre mucho más abultado que el de la semana anterior. Billetes de diez mil. La numeración no era correlativa, aunque eso no quería decir nada.

– ¿Ha localizado al hombre de la foto? – preguntó el viejo con notable ansiedad -. ¿A ese… Moreno Lara?

– Sí.

Suspiró de alivio. Y de pronto sin venir a cuento, el hombre pareció enfurecerse. Crispó sus manos en torno al volante. Al pensar en el castigo, debió de acudir a su mente el pecado.

– Quiero darle un escarmiento – un efcarmiento, dijo.

– Ah – dijo Herrero, como si le pareciera una respuesta ocurrente que mereciera su discreta aprobación -. ¿Qué clase de escarmiento?

Se podía oír la respiración agitada del viejo. Se le habían encendido los ojos con una viveza que le transfiguraba. Aquel aspecto, en sí mismo, era ya la respuesta.

– Un escarmiento definitivo.

Hierro apartó la vista. Casi sonrió.

– Claro.

– El sábado que viene…

– No. El cuándo lo pongo yo.

– Tiene que ser un sábado. Y yo le diré cómo – Hierro le miró de reojo. Hasta ahí podríamos llegar -. Tengo que verlo yo. Tiene que ejecutarlo ante mis propios ojos. Buscaremos un descampado, y haremos que ese hombre me mire a los ojos, y usted le pondrá la pistola en la nuca y le volará la cabeza.

Aquel día, el hombre ya no temblaba de miedo, sino de odio. Se le llenaba la boca de odio y escupía saliva venenosa. Estaba enfermo de odio.

Para Hierro, el mundo estaba dividido en dos bandos. Nosotros y ellos. No podía decir que «nosotros» fueran los buenos y «ellos» fueran los malos, porque Hierro nunca había conocido a nadie realmente bueno. Estaba convencido de que cualquier persona es capaz de pasar por encima de cualquier cadáver con tal de conseguir lo que quiere, y tarde o temprano todos nos vemos obligados a hacerlo. Y aquél que, llegado el momento, se echa atrás, aquél que tuviera escrúpulos de pisar la cabeza de su hermano para llegar más arriba, un día se encontrará arrepintiéndose por no haberlo hecho, y criará en su interior un cáncer de rabia, impotencia, rencor, frustración y envidia, y terminará siendo el peor de todos. El mundo, para Hierro, era como era, y había que jugar según esas reglas inventadas por algún loco de atar.

Hierro se apeó del coche, pensando que el viejo de la bufanda y él no pertenecían al mismo bando.

– Convence a un enemigo – cantaba Sting -.

Convéncele de que está equivocado.

Hierro se alejó pensando que el viejo de la bufanda era un monstruo.

Hierro elaboró una imagen del Balneario mucho antes de entrar en él por primera vez. Lo hizo interrogando exhaustivamente al Neque para que le describiera su única y accidentada visita al establecimiento, aquel día heroico en que fue a rescatar a sus chatitas, y también rondando por timbas y por ambientes de prostitución, soltando preguntas casuales y fingiendo ignorar las respuestas. Perdió dinero con discreción y cumplió con las lumis para demostrarles que le interesaba más el quile que la charla. No fue una tarea difícil. En aquellos ambientes, por un motivo o por otro, fuera con admiración o con desdén, no se hablaba más que del Balneario. Hierro se interesó por todo tipo de detalles, tomó nota de ellos, se los aprendió de memoria.

Estaba el Balneario en un bloque de pisos nuevos, todo cristal y diseño, recién construidos más arriba de la Diagonal. Junto a la puerta, de madera noble, color oscuro, una placa dorada, muy brillante pero discreta, anunciaba

CLUB AZOR

(privado)

gimnasio, sauna, biblioteca

ABIERTO LAS 24 H.

Casi al mismo tiempo que se pulsaba el timbre, un zumbido franqueaba el paso del cliente. Ante él se abría un vestíbulo de unos cien metros cuadrados, de paredes blancas decoradas con ampliaciones de antiguos daguerrotipos que representaban a bigotudos hércules de circo. El que levantaba pesas, el que arrastraba un tranvía con los dientes, el que llevaba en brazos a la mujer barbuda. Como siempre ocurre con estos lugares, la primera impresión resultaba decepcionante. El suelo, que debería ser de bruñido mármol, era de linóleo barato. El olor que flotaba en el aire era una mezcla del cloro de la piscina, el polvoriento magnesio del gimnasio y ese algo más que el perfume de las putas, por caro que sea, nunca acierta a disimular. A la izquierda, tras un mostrador blanco, qué no debería ser de fórmica pero lo era, una muchacha monina, muy puesta y educada, como azafata de ferias y congresos, saludaba tratando al cliente de señor y le invitaba a formar parte de los miembros del club mientras sus ojitos verdes parecían preguntarse «¿quién cono es éste? ¿qué quiere?». A la derecha, un gorila de uniforme, con revólver, porra y esposas, oteaba al cliente desde lo alto de su humanidad invencible y, sin palabras, le incitaba a moverse cuanto antes. «O te inscribes o te largas, pero rápido.»

– Son treinta mil pesetas por la inscripción – advertía la recepcionista de ojos verdes y agresivos. Para ello, había que presentar el DNI «o cualquier otro documento», y ella tecleaba los datos en el ordenador.

En mitad del vestíbulo, una escalera de caracol surgía del suelo y, como una broca gigante, atravesaba la estancia y se perdía por un boquete del techo. A la derecha, la puerta angosta, metálica y reluciente de un ascensor. Al fondo, una segunda puerta se abría a dependencias con resonancias de gimnasio. Gritos y golpes de quienes practicaban tae-kwon-do. La vibración brutal de unas barras paralelas. La zambullida del nadador en la piscina.

Silbaba el ordenador, se disparaba la impresora a gran velocidad, y la recepcionista cortaba un pedazo de papel, automáticamente convertido en tarjeta de usar y tirar. En ella constaba el nombre del club, el nombre del socio y un número de seis cifras, las tres primeras de las cuales eran ceros.

– El primer día, en el precio va incluido un servicio – informaba la recepcionista -. En los días siguientes, si muestra esta tarjeta sólo deberá pagar el servicio que desee, conforme a nuestras tarifas.

Luego, introducía los seis billetes de cinco mil en un pequeño cilindro metálico, y el cilindro en un sistema de envío neumático que lo propulsaba a lugares remotos.

«Eso significa que en recepción no tienen dinero. La pasta se centraliza en algún otro lugar de la empresa.»

La recepcionista, con brillo a la vez diabólico y triunfal en sus pupilas verdes, preguntaba:

– ¿Conoce los servicios de nuestro club? – Parecía a punto de añadir, alborozada: «Anda que, como no los conozca…»

– Me han dicho que hay tías – había soltado el Neque, aquel día memorable, con innegable torpeza.

– El relax – le corrigió ella – es en el primer piso.

Rehusando la escalera de caracol, el Neque optó por el ascensor, que le pareció más seguro. Había en el interior de la pequeña cabina cuatro botones, que conducían respectivamente al sótano donde se encontraban la piscina y los jacuzzis, a la planta baja donde estaba la recepción y el gimnasio, al primer piso donde esperaban las fulanas, y al segundo piso, correspondiente a la Sala de Juego. Por encima y por debajo de estos botones, dos ranuras para introducir llavines que conducían a lugares privados. El cerrojo inferior sugería la posibilidad de acceso por un aparcamiento subterráneo. El ojo del llavín superior hacía pensar en un quinto piso.

Aquel día, fatídico para el Neque, se abrieron las puertas del ascensor a una estancia más grande que el vestíbulo, con las paredes cubiertas por un terciopelo negro, deslucidas ya a fuerza de rozaduras y máculas indelebles. Tras una barra de metacrilato con apliques cromados y blancos que querían contrastar con la negrura ambiente, un camarero servía copas a dos o tres clientes, como en un bar cualquiera.

Adosado a todo el perímetro de la habitación, un mullido sofá de color blanco donde reposaban, esperaban, charlaban, se exhibían, alternaban con los clientes más osados, siete u ocho chicos y chicas, jóvenes y atractivos. A primer golpe de vista, cualquiera diría que se trataba de esforzados/as gimnastas que se habían tomado un respiro. La del bikini, la de camiseta y pantaloncitos cortos. Pero en seguida se iba la vista a la que lucía su abundante pechuga altiva, o la que se paseaba en ropa interior, con liguero, medias oscuras y zapatos de tacón exagerado. Había para todos los gustos. Para señora y para caballero. Todos los jovencitos lucían su torso desnudo. Algunos llevaban escaso bañador, otros preferían los vaqueros ceñidos, pero en cualquier caso, la ropa sólo tenía la misión de resaltar los pertrechos de que tan orgullosos estaban. Torsos velludos, torsos lampiños, músculos de culturista y delicadezas adolescentes.

Como en la planta baja, al fondo se encontraba la puerta metálica del ascensor y otra puerta, cerrada por una simple cortina blanca, que (según testimonios escuchados aquí y allá) daba paso a los reservados de masajes para servicios rápidos y a las habitaciones donde uno podía pasar tantas horas como pagase. Las cámaras de vídeo acechaban desde lo alto, en todas partes.

En la chica de las bragas de satén reconoció el Neque a la Guantes. Y la Equis se estaba morreando con un gordo gafudo y baboso.

La navaja, en la mano, aun abierta resultó ridícula, insuficiente para el volumen y la categoría del local.

Agarró a la Equis del brazo y tiró de ella, interrumpiendo el beso ávido del cuatroojos. Se puso a gritar el Neque, alborotó el gallinero.

– ¡Venga, Guantes! ¡P'abajo! ¡Equis! ¡P'abajo, digo! ¿Dónde está la Rubiales ? ¡P'abajo digo, coño, que nos vamos!

El camarero enarboló tranquilamente un bate de béisbol y salió de detrás del mostrador. Los clientes le dejaron paso.

– ¡Quieto, tú! ¡No te acerques, que te rajo! ¡Abajo todas, coño, he dicho!

Procedentes del pasillo, irrumpieron dos gorilas en camiseta. Moles de piedra absolutamente inmunes a las navajas y a los macarrillas de tres al cuarto.

Fue una desesperada machada romántica. «Imagínate si las quiero. Sipero», decía luego el Neque. «Imagínate si las quiero que estaba dispuesto a dar mi vida por ellas.» Confesaba que sollozó. Porque, además, las chicas no le hacían caso. Miraban de reojo a los gorilas y protestaban inocencia y fidelidad debida.

– ¡Pero qué coño vamos a ir contigo, desgraciao!

– ¡Me cago en la madre que os parió, abajo he dicho!

El camarero le envió con el bate un voleo que le barrió los mocos. El Neque escupió sangre y se fue para atrás, y los dos gorilas se le fueron encima. Lo noquearon allí mismo, ensañándose con calma, seguramente para ejemplo de cualquier otro cliente que pensara salirse por peteneras. Antes de perder el conocimiento, el Neque observó que se sumaba al grupo, con gran satisfacción, el guardia de seguridad del vestíbulo. El le golpeó con las esposas ceñidas al puño.

Y las chicas los jaleaban:

– ¡Dale! ¡Dale fuerte! ¡Más, más! ¡Mátalo!

– Se creen que tienen mucho poder – decía el Neque.

Para que no los vieran juntos y nunca a nadie se les ocurriera relacionarlos, el Neque y Hierro se encontraban los días alternos en distintos lugares, lejanos entre sí y alejados de barrios donde eran conocidos. El miércoles en un pequeño bar de Gracia, el viernes en una tasca mugrienta de Sants. Salían ahora de un bar roñoso y anónimo de Hospitalet y andaban errantes en busca de aventuras nocturnas.

– Se creen que tienen mucho poder porque nosotros pedimos y ellas conceden. Se creen que la vida es así y que debe ser así. Como dejes que se lo crean, estás perdido, Sipero. Tú vas a una tía y le dices « ¿puedo follar contigo?», o «¿quieres follar conmigo?», y estás perdido. Tienes que ir y decir: «Tú, ahora, guarra, vas a follar conmigo. Yo te voy a enseñar un caramelo y te lo vas a comer entero.» Y se lo comen, ya te digo yo que se lo comen. Se derriten. Se mojan en seguida. Lo mejor es ir de putas, Sipero. Menos complicaciones. Ya saben a lo que vas, ya sabes a lo que vas y te ahorras explicaciones. Si tienes que dar explicaciones, al menos que sea para ganar algo. Una pasta. Yo sólo doy explicaciones cuando tengo que camelarme una máquina. Le doras la píldora, te la camelas, pierdes todo el tiempo que haga falta, y luego te llenas los bolsillos. Así, sí. Pero perder el tiempo con una mierda de tía para tenerle que pagar el café, eso es de julais. Sipero, ya sabes, de primaveras, de mamones que se chupan el dedo. Y yo no me chupo el dedo. Yo no me chupo nada porque no me llego, ¡eh, Sipero! ¡Ja, ja, ja, que grande eres, Sipero!

La calle era oscura y solitaria, y la niña era una Caperucita atemorizada por el bosque lleno de amenazas. Cómo puede permitir nadie que una niña de esa edad se pasee sola, a semejantes horas, por un lugar como aquél.

– Para – dijo el Neque de pronto -. Que pares.

Hierro detuvo el coche sin adivinar sus intenciones. Le vio apearse y dirigirse a la niña como si la conociera de toda la vida. «Una sobrina, una vecina, esto es una imprudencia.» La niña peinaba una sola trenza y vestía un anorak de nailon amarillo y azul que casi le llegaba a las rodillas. Y calcetines. El Neque la tomó de la mano y quiso arrastrarla hacia el coche, y la niña se resistía. Retrocedió y, con los ojos brillantes de espanto y lágrimas, anunció el chillido. El Neque le tapó la boca con un manotazo brutal. La levantó en vilo, abrió la puerta trasera del coche y se precipitó dentro.

– ¡Vámonos, colega! ¡Vámonos! – Se reía y jadeaba. Se reía y jadeaba -. ¡Tranquila, nena! – Le hablaba entre dientes, con saña, como hablan los torturadores -. ¡Te voy a enseñar un caramelito y te lo vas a tragar entero! – Se impacientaba -: ¡Arranca, coño, de una puta vez, ¿qué esperas?!

Hierro saltó fuera del coche, abrió la puerta trasera y tiró de la chaqueta del Neque. Lo arrastró a la acera de nuevo. En la caída, la mano soltó involuntariamente la boca de la niña, y liberó el grito desgarrador que se atascaba en la pequeña garganta.

– ¡Mamá!

– ¡Me cago en la hostia!

Hierro tiró a la niña de la ropa, se desgarró el anorak de naylon pero consiguió desprenderla de los brazos del Neque, que se tambaleaba de rodillas en la acera.

– ¡Mamá!

– ¡Cállate, coño! – le ordenó Hierro -. ¡Vete! ¡Vete por ahí! ¡Corre!

La niña salió corriendo. Los talones le golpeaban las nalgas. Quizás en aquel momento Hierro empezara a vislumbrar que en el mundo hay más de dos bandos. Tal vez existiera un tercer bando distinto al «nosotros» y al «ellos».

El Neque hizo amago de incorporarse para salir tras la niña, pero Hierro le puso la mano en el pecho y le derribó sobre el asiento trasero del coche.

– ¿Estás loco? ¡Eh! ¿Estás loco? ¿Estás majara?

– ¡Qué pasa! – replicó el Neque igualmente histérico -. ¡También te la hubiera dejado a ti!

– ¿Estás loco? – repetía Hierro fuera de sí.

– ¡Dentro de dos años lo hará por gusto! ¿Será ella quien suplicará a un tío que le deje chupársela! ¡Que aprenda lo que es la vida, joder!

– ¿Quieres que nos eche la poli encima? ¿Quieres que se quede con tu jeta y la mía, que se ponga a piar a la pasma, que sepan que nos vamos juntos de marcha…?

– ¡No pían! – aulló el Neque, muy seguro de ello. Hierro había regresado frente al volante. El Neque cerró la puerta de atrás con un golpe que zarandeó el coche, y se sentó junto a él. También cerró la puerta delantera con fuerza suficiente como para romperla. Repitió -: ¡No pían! – Hierro puso el coche en movimiento -. ¡Se acojonan! ¡Ven la navaja y no se atreven a decir nada! ¡Hasta les gusta! ¡Hasta repiten! – Hablaba a golpes, ahogándose de indignación -. Les pregunta la pasma « ¿es éste?», y dicen « ¡no, no, no, no!» ¡Les pegas una mirada como es debido, sólo una mirada, y se mean en las bragas! ¿Y dicen que no te conocen de nada! ¡Y luego vuelven a la comisaría y dicen «Sí, sí, ahora me acuerdo, era él, era él»! ¡Y el comisario las manda al peo! ¡«Bueno, en qué quedamos, rica, sí es él, no es él, aquí no estamos para perder el tiempo con putillas de mierda»! ¡Porque el comi sabe perfectamente que a ellas también les gusta hacerlo! ¡A todas las tías les gusta hacerlo, desde que nacen! ¡Arrímale el pijo a una recién nacida y verás qué bien te lo hace! ¡Han nacido para eso!

Al llegar al cruce con una calle más iluminada y más ancha, Hierro frenó en seco como si desease que el Neque saliera despedido a través del parabrisas.

– Bájate – le ordenó sin gritar.

– ¡Claro que me bajo!

– Bájate – repitió Hierro.

– ¡Claro que me bajo!

Y al fin se bajó. Se alejó del coche dando largas y rápidas zancadas, quién sabe si con la esperanza de volver a encontrarse con Caperucita.

Hierro lo vio marchar y soltó la respiración. Sacó de la guantera el walkman, se puso los auriculares y se ausentó en compañía de Sting.

«Be still my beating heart»,

Resiste, corazón palpitante,

tienes que aprender a controlarte,

No es bueno correr tanto.

Esto sucedía el domingo. El martes volvieron a encontrarse, en un lugar convenido de antemano, y ninguno de los dos mencionó el incidente.

– ¿Van por el Balneario los Taños cada día?

– No lo sé. Yo no los he visto nunca.

Hierro acudió por primera vez al Balneario el lunes de la semana en que pensaban dar el golpe. Cuando la chica de los ojos verdes y agresivos le preguntó si conocía los servicios del club, le dijo que iba dispuesto a descubrirlos por sí mismo. Echaría una ojeada.

– Disponemos de ascensor para subir a la Zona de Relax y a la Sala de Juego.

Usó el ascensor para ir directamente a la llamada Sala de Juego. Ruleta, bacará, mesas de black-jack atendidas por putillas de buen ver, tetudas y escotadas, un minicasino muy completo. Al menos tres crupiers, un jefe de sala, dos guardias de seguridad y las consabidas cámaras de vídeo en los rincones del techo. En una cabina blindada, como las de los casinos de verdad, la chica que cambiaba dinero por fichas metía los billetes en un cilindro metálico y los expedía por el mismo sistema neumático que la chica de recepción. Las cañerías apuntaban hacia el techo, hacia ese quinto piso inaccesible para todo aquél que no poseyera un llavín correspondiente al cerrojo del ascensor. Un quinto piso que albergaría la oficina de recaudación del dinero, la terminal de los ordenadores con su base de datos, y las pantallas de televisión que recogían las imágenes de los vídeos de vigilancia.

Eligió Hierro a una putilla, para no despertar sospechas (porque nadie paga treinta mil pesetas sólo por echar una ojeada), y se la tiró en un reservado de masajes mientras pensaba en otra cosa.

– ¿Van por el Balneario los Taños cada día?

– Si van, deben de entrar por el aparcamiento.

– Sí, sí van. Tienen la costumbre de revisar personalmente la recaudación del día. Siempre lo hacen con las otras dos boítes que tienen.

– ¿Y cómo son, los Taños? ¿Fáciles de reconocer?

El Escarfei trataba de disimular su calvicie con un peinado ridículo, era fondón y pies planos, y se creía un adonis. Era el del abrigo, inconfundible por la cicatriz que le – partía el pómulo. El Bellotero era una mezcla de putón verbenero y estibador del puerto metido a finolis. Quería menear el culo como la Lauren Bacall del último plano de To have and have not y, en cambio, parecía una contorsionista loca en pleno delirio. Resultaba sorprendente que Amengual, el portavoz de los genoveses o milaneses en la Ciudad Condal, fuera más joven, mejor vestido y más presentable que los otros dos. No le cuadraba en absoluto el apodo de Mengua, ni Menguado, ni Menguante. Parecía mucho más prudente, mucho más sensato.

A las tres treinta de una madrugada, Hierro estaba esperando y observando en el interior de su coche, acompañado por la voz de Joe Cocker, «Unchain my heart, baby, let me go», cuando tuvo la oportunidad de conocerlos a los tres.

Primero llegaron el Escarfei y el Bellotero, en un pesado Citroen negro, que llenaban sobradamente con sus corpulencias y que desapareció en las profundidades del aparcamiento. Más tarde, llegó Amengual en un BMW. Media hora después, volvieron a salir, primero el Citroen. Inmediatamente, el BMW. Cabía suponer que acababan de «revisar la recaudación». Hierro siguió a Amengual. De madrugada, no le resultó difícil. Descubrió que vivía en un lujoso chalé de Espulgues, cercado por tapia y setos, atendido por al menos dos criadas. Una de ellas acompañó a dos niñas, rubitas, monas, cursis y redichas, al colegio.

Era jueves. Tal vez demasiado tarde.

«Sonner or later

sonner o later» – cantaba Sting -.

Tarde o temprano.

Sting cantaba «Convince an enemy, convince him that he's wrong» y Hierro movía los labios rememorando la letra. «Convence a tu enemigo, convéncele de que está equivocado.»

Viernes. Diez de la mañana. Otra vez en la esquina de Villarroel y Diagonal. «Is to win a bloodless battle where victory is long» El R-19 negro. Aquella vez, el conductor no se molestó en abrir la puerta. Ya lo haría Hierro. Hierro lo hizo. «A simple act of faith» Montó. «In reason over might» El coche arrancó, «To blow up…» Hierro desconectó el walkman. Se quitó los auriculares de las orejas.

– Teníamos que encontrarnos – le recordó el hombre gordo, de calva y canas vergonzantes – para que usted me dijera que todo va bien.

Contra su costumbre, Hierro se volvió hacia él y le miró, ocultando su intención y sus sentimientos tras las gafas negras impenetrables. Midió al hombre que quería matar a otro y no tenía agallas para hacerlo por su mano. Era un hombre acostumbrado a mandar. Por su aspecto, se podría suponer que un día fue duro. Duro, cobarde y culeras, que son los peores. Asesinaría a su madre con tal de no verse metido en una situación embarazosa. Chivato. «Yo no he sido, ha sido él.» Un montón de gelatina temblorosa y mezquina. Por miedo, sería capaz de vender a sus hijos a un prostíbulo tailandés. Pero, cuando tuvo poder (y lo tuvo alguna vez, eso se nota, fuera donde fuera y como fuera), lo ejerció sin piedad. «A mí nadie me toma el pelo.» Siempre temeroso de que le pusieran la zancadilla, pegando siempre para que no le pegaran. Sentado tras el escritorio de un despacho polvoriento e inútil, daba órdenes que debían ser obedecidas sin rechistar. «A mí no me plantee problemas: resuélvamelos.» «Yo no me caso con nadie, yo sólo trabajo para mí.» «No me maree, no me cuente su vida, y a mí qué me explica, yo no le pedí que lo hiciera, ya se apañará, yo no sé nada, sintiéndolo mucho tendré que dar parte.» Sus frases favoritas. Su palabra predilecta era «Yo».

– Teníamos que encontrarnos – repitió, sin poder creer que aquel chorizo tuviera la desfachatez de no contestar – para que usted me dijera que todo va bien.

– Es que no sé si todo va bien. – Hierro dejó de mirarlo.

– ¿Qué ocurre? – se alarmó el viejo.

– Haré lo posible por llevarle al Neque este sábado.

– Haré lo posible, no. O lo hace o no lo hace.

– He dicho que haré lo posible, y eso es todo lo que puedo hacer.

– No me falle, Modesto – amenazó el viejo imprudente.

Hierro hizo chascar la lengua.

– Si todo va bien, mañana, a las cuatro de la madrugada, espéreme en el Mirador de las Obras Olímpicas. A esas horas, allí no habrá nadie.

– Bien. Viene usted allí con ese cerdo. Y lo mata delante de mi vista.

– Y usted traerá el resto del dinero. Un quilo.

– Sí.

Ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse.

Eran las diez de la noche.

Hierro estaba telefoneando desde una cabina. Se imaginaba que Amengual estaría cenando y que una de sus criadas le avisaba, «señorito, para usted», y él: « ¿Quién será a estas horas?». Se limpiaba la boca con la servilleta, deglutía un bocado a medio mascar, carraspeaba para presentarse con su voz de siempre.

– Diga.

– ¿Amengual?

– Sí. ¿Quién es?

– Van a por ti. Soy un amigo. Tengo pruebas. Télex, fax, cintas. Escarfei y Bellotero están pactando con los yanquis de la coca y te están haciendo la pirula, a ti y a los italianos.

– ¿Quién cono es usted? – Y, percatándose de que hablaba de usted a quien le tuteaba -: ¿Quién cono eres?

– Tengo pruebas. Te las vendo. Tu vida está en peligro, Amengual. – Amengual respiraba sonoramente y no atinaba a replicar nada. Debía de estar mirando alrededor, buscando con afán una respuesta airosa, una solución inmediata. Hierro insistió -: Tu vida está en peligro. Te vendo las pruebas. Necesito el dinero. Papeles del Escarfei y del Bellotero. Télex, fax, cintas.

Finalmente respondió Amengual:

– Te diré lo que vamos a hacer – no tenía ni idea de lo que diría a continuación.

– No. Yo te diré lo que tú vas a hacer. No puedo fiarme. Estás demasiado cerca de Escarfei y del Bellotero. No, Amengual. Tendrás que venir donde estoy yo, o no hay trato. – Respiración agitada al otro lado. El mechero que prende un cigarrillo. El bufido de exasperación. Era el momento de introducir un poco de vida privada -. Podría ir yo a tu casa de Esplugues, pero no quiero comprometer a tu familia. Ni a tu mujer, ni a tus dos hijas, ni siquiera a tus criadas…

– Cómo… – Casi podía oírse cómo se tambaleaba Amengual bajo el impacto. Mujer, hijas, hasta la referencia a las criadas es útil en la extorsión. Es la fórmula mágica para que el interlocutor se alarme, se sienta espiado, amenazado y vulnerable, y pierda de vista que cualquiera puede tener acceso a esos datos.

Hierro tenía ante sí, en la repisa de la cabina, una guía urbana de la provincia de Barcelona. La había abierto al azar y se había encontrado con un fragmento del plano de Cerdanyola. Una zona con pocas calles, zigzagueantes y lejanas unas de otras.

– Vete a Cerdanyola – ordenó -, donde yo te diré. ¿Conoces la Urbanización Terranova ?

– Te advierto que iré con guardaespaldas…

Hierro siguió minando su seguridad.

– Ven con quien quieras. Todas las precauciones son pocas. Pero asegúrate de que no eliges a nadie que trabaje, o que simpatice, con Escarfei y Bellotero. Te aseguro que están tejiendo una red a tu alrededor.

– Pero… entonces… – Balbuceaba penosamente -. ¿En quién puedo confiar?

– Eso sólo tú puedes saberlo. En todo caso, pon a los que merezcan mayor confianza a custodiar a tu familia.

– Bien, bien, bien. Tú mandas. Dónde. Y cómo.

– No estás en condiciones de fiarte de nadie, Amengual. Hazlo como quieras, pero acude a la cita. Tú en persona, claro. No me daré a conocer si no te veo a ti en persona. No quiero exponerme a que te hayan liquidado y me estén esperando para acabar también conmigo. No daré los papeles a nadie que no seas tú.

– Bien, bien, bien. Está bien. Di.

Hierro leyó en el plano:

– Urbanización Terranova. Donde la carretera de Bellaterra pasa por encima de la vía de los ferrocarriles de la Generalitat. Cerca de allí hay un cruce que se llama Plaza Greco. Allí estaré. A las tres y media en punto.

– ¡Oye…!

– ¿Has tomado nota?

– Sí, pero, oye…

Hierro colgó el auricular.

Habían quedado con el Neque a la una y media. Tenía tiempo de regalarse con una buena cena en el Isidro antes de acudir a la cita. Podía ir incluso a un restaurante de más calidad, al cercano Peixerot, o al Ama – va. Tal como iba vestido aquella noche, le recibirían con reverencias en cualquier sitio. Traje de franela gris recién estrenado, camisa, corbata y calcetines de seda. Mocasines brillantes como el charol.

A la una y veinte de la noche, Hierro usó una ganzúa para abrir la puerta de un Seat Málaga de color crema, aparcado en la calle Aragón. Montó en él. Con una navaja y a tientas, sin necesidad de agacharse para dirigir sus manipulaciones, cortó unos cables, estableció la conexión y el motor se puso en funcionamiento. Le gustó su rugido vigoroso y saludable, de máquina bien alimentada. Si pudiera hablar, el buga diría «mi propietario me mima».

A la una y media, recogía al Neque, que le estaba aguardando en el lugar convenido, otro rincón de la ciudad donde nadie podía identificarlos, junto al Parque de la España Industrial, detrás de la estación de Sants. También él iba disfrazado de franela gris, camisa y corbata de seda. Se diría que acababan de cruzar la frontera y se habían alistado en las filas del bando contrario. El Neque se precipitó al interior del coche como si lo tomara por asalto. No podía dejar de hablar.

– ¿Qué hay, valiente, todo bien? ¡Puta madre, tío, puta madre! – Le propinó un pescozón cariñoso. Le dedicaba continuas sonrisas aparatosas, cargadas de dientes sucios y mellados -. Puta madre, tío, puta madre.

Hierro condujo por la calle Numancia abajo, trazó un amplio rodeo, cruzó la Diagonal hacia la parte alta. En el trayecto, el Neque sacó las armas de una bolsa de plástico de Continuará Comics, donde se veía un dibujo del marsupilami y su gran cola -. Mira esto, mira esto, tío, ¡a que es cojonudo! – Eran dos pistolas automáticas. Le entregaba a Hierro la más pequeña -. Mira, mira, ¿qué te parece ésta? Es la tuya. Una Sig, ¿ves?, aquí lo dice, suiza, máxima precisión. Calibre nueve Luger, tú, figúrate. La Luger sí que es una buena pipa, tú. Ocho tiros. Puta madre. – Pero a él le gustaba más la otra, la grande -: Y mira yo, mira yo.

– ¿Qué te has tomado antes de venir, Neque?

– No te preocupes por eso. Mira. Les pedí una Magnum, porque quiero arrancarles la cabeza del cuerpo, sabes, a esos cabrones, les pedí una Magnum. Y yo creía que los Magnum sólo eran revólveres, como el de Harry el Sucio, y no, tú, van y me salen con esto. «Coño, qué es este arma toste.» Un Magnum 44 pero en automática, tú, te cagas, tú.

– ¿Anfetas? ¿Coca?

– Tranqui, cono, que estoy bien, que te digo que tranqui. ¿Que te parece? Puede disparar las ocho balas casi a la vez, tú, como una metre. Y mira que balas. Si parecen pintalabios de mono. Y me ha dicho el tío que me la ha vendido que el sistema de recargado, no sé qué de gases que me ha dicho, amortigua el retroceso, bueno, que quiere decir que te da menos castaña que un revólver, ¿comprendes? Un revólver Magnum te puede dislocar un brazo, pero esto no. Pam, pam, pam, ocho balas de cañón, tú, les voy a hundir el chiringuito con este cañón, tú.

– ¿Rohipnol con whisky? ¿Qué has tomado, Neque?

– Nada, joder, nada. La alegría de verte a ti. Atiende. Fue diseñada Ja pipa para matar osos, tú. Mira qué pone aquí, Grizzly, Grizzly, en ingles, se ve que quiere decir oso, ¿sabías?

No calló hasta que se detuvieron ante la misma puerta del Balneario. Allí, como temiendo que pudieran oírlos desde el interior, guardaron los dos un silencio reverente, de respiraciones incómodas. Hasta las tres menos seis minutos no quedó libre un estacionamiento. Se fue una furgoneta y pudo Hierro estacionar el Seat Málaga. Dejó premeditadamente una rueda trasera sobre el bordillo y el morro del coche ligeramente asomado a la calzada, para poder salir más aprisa. Dejó los cables a punto para hacer el puente. Metió las manos bajo el volante, los agarró, los unió. El motor rugió de inmediato. Lo probó cinco, seis veces, empleando en ello toda su paciencia y la del Neque. El motor respondió todas las veces.

– Bueno, para ya, pesao.

– Quiero estar seguro.

En aquellos momentos, Amengual ya debía de estar rondando por los alrededores de Cerdanyola, rastreando trampas mortales, buscando télex, y fax, y cintas.

El Neque sonreía, perdido en sus ensoñaciones.

– Eres un buen tío, Sipero.

– Déjate, déjate.

– Un día apareces y dices que se me cumplirá un deseo. «Lo que más quieras.» Como en los cuentos. Y lo haces, Sipero, eso es lo más gordo: que lo haces.

Se entregaron a la fatigosa tarea de esperar. Sentados en el interior del coche. Fumando. Sin perder de vista el portón del aparcamiento. Ni siquiera se permitían pestañear.

El Neque no podía dejar de hablar.

– Se van a enterar. Voy a joderlos bien jodidos. Voy a vengar a mis chatitas. Me jodieron a mis chatitas, y yo ahora los joderé a ellos. Que la culpa la hayan de tener siempre las mujeres, también, es que… Cuando algo sale mal, siempre hay cerca una tía, ¿te has fijado?

En el reloj de Hierro eran las tres y veinticinco.

– Se creen que son muy listas. Tienes que marcarlas en seguida por que, si no, se te suben a las barbas. «Tú quieta ahí, quién cono te has creí do que eres, mamona de mierda, tú eres un cono rodeado de gente por todas partes, ¿vale?» Las mujeres son un cono, y basta. Y tienes que hacérselo saber desde el primer día o, si no, te joden.

Las tres treinta. Silencio cargado de nervios que amodorran.

Las tres cuarenta. En las afueras de Cerdanyola, el Mengua se estaría volviendo loco, buscando al confidente que tenía fax, télex, cintas, para él. A las cuatro, en el Mirador de las Obras Olímpicas, les esperaba un hombre que deseaba ver muerto al Neque.

– Siempre están a punto para joderte. Mira yo: me meten en el trullo y a ellas les falta tiempo para chutarse y colgarse de los Taños. Tienes que enseñarles la vara desde el primer día, que sepan quién manda aquí. Si no, estás perdido.

Finalmente, el Citroen.

– Ahí están, Neque.

Las manos buscaron a tientas las armas, los pasamontañas.

El Escarfei y el Bellotero no esperaban ninguna sorpresa. Cumplían con movimientos rutinarios y aburridos la aburrida rutina de ir a comprobar cuánto dinero habían ganado aquella noche. El Escarfei puso el freno de mano, bajó el cristal de la ventanilla, metió el llavín en el cerrojo que le ofrecía una barra de hierro erecta a su lado. El Bellotero estaba diciendo algo del «colegio de los críos» cuando Hierro y el Neque fueron dos sombras que surgieron de la nada y se introdujeron en la parte de atrás del coche, dos pistolas tremendas que se clavaban en sus cuellos.

– ¡Adentro! ¡Vamos!

El portón de aparcamiento estaba abierto. El Bellotero quitó el freno de mano y entraron en la oscuridad por una rampa muy empinada, inmersos en un silencio y una inmovilidad asfixiantes.

– Aparca. – Hierro iba indicando cada uno de los pasos que habían de dar, para demostrar que lo tenía todo calculado y controlado -. Ahora bajad. Al ascensor. Vamos al quinto piso.

Al ascensor se le invocaba pulsando un botón. Era una vez en su interior que había que recurrir al llavín. Los Taños pudieron ver a sus atacantes a través del espejo, cuando los amorraron a él. El anonimato de la elegancia de franela gris y de los pasamontañas negros. Los cachearon. Comprobaron que nunca habían sentido la necesidad de ir armados. ¿Para qué? ¿Quién se atreve a atracar a la mafia italiana? El Escarfei trago saliva, meneó la cabeza para dar a entender que estaban colmando su paciencia.

– Estáis locos. Llevaos todo lo que queráis. ¿Creéis que me importa? A lo mejor os pensáis que el negocio es nuestro. ¿Sabéis de quién es todo esto? De la Mafia italiana, idiotas. ¿Sabéis lo que es eso? ¿Sabéis lo que vais a durar después de este palo?

El Neque cruzó el brazo por delante del cuerpo y le golpeó la oreja izquierda con su enorme y pesada automática Grizzly Winchester Magnum. El Escarfei se mordió los labios para no gritar. La sangre le manchó la hombrera del traje.

– Tranquilo – dijo Hierro, sin inmutarse por el incidente -. Ahora, irán directamente a su despacho. ¿Cuánta gente armada encontraremos?

– Hay un guardia de seguridad.

– ¿Uno solo? – Hierro no podía creerlo.

– Uno solo.

Debían de considerar que ya tenían suficiente con el personal que mantenía el orden de los pisos inferiores.

– Ustedes se encargarán de que no dispare.

Les tiraron de la ropa para encararlos a la puerta y utilizarlos de escudo al irrumpir en la sala amplia donde una chica y un guarda de seguridad estaban enfrascados en su tarea, de espaldas a ellos. Quizá hubieran estado pelando la pava momentos antes y, al oír la llegada del ascensor, disimulaban fingiendo un extremado celo profesional. El guardia estaba repantigado en una silla y miraba seis o siete pantallas de televisión que mostraban diferentes lugares del Balneario. La sala de juego, el bar, el vestíbulo, el gimnasio, pasillos. La chica recibía los cilindros metálicos que le enviaban por el sistema neumático. Sacaba de ellos billetes que clasificaba, juntaba, empaquetaba con la ayuda de gomas elásticas, y echaba al interior de una caja fuerte practicada en la pared. Entre los dos empleados, se encontraba la terminal de un miniordenador.

– ¡Cinco minutos, colega! – gritó Hierro, dando una zancada para ponerse inmediatamente detrás del guarda y clavarle el cañón de la Sig en la nuca -. ¡Quietas las manos!

Agarró al guarda del cuello de la camisa y lo derribó de bruces al suelo. Se distanció de él y le envió una sañuda patada a la cabeza. Gritó brevemente el guarda, y la chica, como una imbécil, emitió un pitido penetrante que se anunciaba interminable.

– ¡Cállese! ¡Cállese o la mato! – ladró Hierro.

Debió de sonar muy convincente porque el grito cesó automáticamente, como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Pero la chica no dejó de mirarle con sus ojos estupefactos.

También gritaba el Neque mientras conducía a empellones a sus dos prisioneros hacia una puerta corredera.

– ¡Adentro! ¡Vamos, vamos, vamos!

El Escarfei tiró de la puerta corredera descubriendo una sala de juntas, con una mesa larga, de color negro, y muchas sillas. Se metieron en ella, desplazaron otra vez la puerta y desaparecieron del mundo dejando sólo como recuerdo sus voces apagadas.

– ¿Dónde está el Mengua?

Todo resultaba más sencillo de lo previsto. Hierro se sentía a sus anchas, dominando sobradamente la situación. Se agachó para apoderarse del revólver que el guarda llevaba en su funda, un Llama del 38 Especial, cañón largo y culata cuadrada, que se amoldaba mucho mejor a la mano que la utilitaria Sig. El guarda se sujetaba la cabeza con las dos manos, se retorcía y gimoteaba. Hierro se metió el revólver en el cinto del pantalón y entregó a la chica la bolsa de plástico de Continuará Comics.

– Mete ahí todo el dinero que hay en esa caja.

– ¿Dónde está el Mengua, cagondiós? – se desgañitaba el Neque al otro lado de la puerta corredera.

Las manos de la empleada temblaban descontroladas, pero cumplió su cometido a la perfección, sin un solo movimiento en falso. Mientras lo hacía, Hierro se acercó a la puerta del ascensor, impidiendo con su cuerpo que se cerrara. Habían pasado ya cinco minutos. Tiempo suficiente como para que se hubiera disparado alguna alarma abajo. Se imaginó la movilización de los matones del Balneario. El Neque, en el despacho, aullaba todavía.

– ¡Que te pregunto dónde está el Mengua, joputa!

– ¡Vámonos, ya, colega! – gritó Hierro.

– ¡Falta el Mengua! – protestó el otro.

– ¡Pasa ya de Mengua, joder, y vámonos ya!

Después de una breve duda, la Grizzly Winchester Magnum los ensordeció. Fueron tres explosiones inesperadas, excesivas, capaces de romper cristales y derribar paredes con su onda expansiva. Se abrió la puerta corredera, y pudieron ver fugazmente que las paredes blancas y la mesa negra de la sala de juntas estaban profusamente manchadas de sangre. El Neque salió de allí transfigurado, pálido, fuera de sí.

– ¡Coge el dinero! – dijo Hierro desde el ascensor.

El Neque agarró de un tirón la bolsa de plástico que le ofrecía la empleada. También ella parecía haber enfermado de repente. Estaba al borde de la locura, o de un ataque de epilepsia, o algo así. Hierro y el Neque pulsaron el botón del vestíbulo sin dejar de encañonarla.

– ¡Me los he cargado, Sipero! – exclamaba el Neque, entusiasmado, emocionado -. ¡Les he dado lo suyo, los he destrozado! ¡Y gracias a ti! – Agitaba la bolsa ante el rostro impávido de Hierro -. ¡Y somos millonarios gracias a ti!

Nadie les esperaba en el vestíbulo. Junto a la puerta de salida, el guarda de seguridad estaba acodado en el mostrador y charlaba animadamente con la recepcionista de los ojos verdes y otra chica que, a juzgar por el body de colores fosforescentes, debía de ser la monitora del gimnasio.

Hierro y el Neque salieron corriendo al ascensor.

– ¡Manos arriba! ¡Apartaos de la puerta! ¡Manos a la cabeza, a la cabeza!

Les miraron y levantaron las manos. El guardia de seguridad y la monitora, prudentes, se apartaron de la puerta. El Neque pasó junto a ellos sin hacerles el menor caso. Hierro quiso asegurarse y envió un puntapié a los genitales del gorila que gritó, como herido de muerte, se plegó en tres y cayó de rodillas.

Y Hierro se confió. Cometió el error de pensar que las otras dos sólo eran mujeres. Les dio la espalda y agarró la puerta que el Neque había dejado abierta.

La monitora dibujó un pasmoso ángulo recto con sus piernas y encajó el canto del pie derecho en los riñones de Hierro. Hierro cayó de bruces en el mismo umbral. La pistola Sig se le escapó de las manos. El Neque ya estaba cruzando la calle. La monitora cayó sobre Hierro cuando éste trataba de volverse y empuñar el revólver Llama que llevaba en el cinto. La monitora le aplastaba con el peso de su cuerpo, le sujetaba el brazo a la espalda con una llave tan humillantemente sencilla como eficaz. El Neque se volvió. Los vio forcejeando. Tenía su pistola en una mano y la bolsa de plástico en la otra. Podría haber seguido corriendo, huir dejando atrás a Hierro. Pero no lo hizo. En el preciso instante en que el brazo iba a quebrarse, doblado más allá de sus posibilidades, el Neque volvió atrás, levantó su Grizzly Winchester Magnum y disparó las cinco balas que le quedaban.

Hierro se pegó más al suelo, cerró con fuerza los ojos y la boca, estremeciéndose al paso de los proyectiles que zumbaron como enormes moscones.

Reventó en sangre una de las tetas de la monitora, que salió volando hacia el interior del vestíbulo, girando sobre sí misma de forma grotesca. El aire se llenó de astillas de la puerta destrozada. Una bala abrió un boquete en mitad del pecho del guarda, que aún se sujetaba el paquete con las dos manos. Otra bala atravesó el mostrador y partió en dos la pierna izquierda de la recepcionista de los ojos verdes.

– ¡Vamos, colega, vamos!

Hierro se puso en pie de un salto y salió corriendo a la calle, guiado Por la sonrisa luminosa, triunfal, del Neque.

Montaron en el Seat Málaga que les esperaba. Hierro metió las manos bajo el volante, tal como había estado ensayando horas antes, conecto los cables y llenó de aire los pulmones al oír el perfecto rugido del motor.

Salió el coche sin trabas del estacionamiento. Se perdió calle allá cuando la gente se arremolinaba ya en torno a los cadáveres del vestíbulo del Balneario.

– ¿Donde vamos? – preguntó el Neque.

– Donde he dejado mi coche.

Eran las cuatro y diez. El hombre viejo, gordo y presumido se estaría impacientando, si no se había ido ya, cansado de esperar. Pero Hierro no aceleraba. Si le hubieran preguntado, tal vez habría dicho que no quería llamar la atención. La verdad es que deseaba retardar al máximo el encuentro con el hombre que le había contratado.

El Neque acababa de salvarle la vida.

– Neque… – murmuró -. Quiero darte las gracias.

– Bah.

– Me has salvado la vida.

– Hoy por ti, mañana por mí. No seas gili.

Rodearon la plaza de España, enfilaron la avenida María Cristina hacia el lugar donde suelen apiñarse los turistas para ver las fuentes luminosas de Montjüic. En aquellas horas, las fuentes estaban apagadas y ante ellos se ofrecía un escenario tenebroso.

– Un tío, ¿sabes? – siguió murmurando Hierro -, me contrató para que te matara.

– ¿Tú? – se sorprendió el Neque, incrédulo -. ¿A mí?

– Sí.

– ¿Por qué?

– No sé.

El Neque se rió. Le brillaban los ojos en la penumbra mientras contemplaba a Hierro con admiración.

– No sé – prosiguió Hierro -. No le pregunté. Al ver quién eras, al ver que te conocía, decidí… concederte una última voluntad.

El Neque había fijado en su rostro una sonrisa cargada de desconfianza. Parpadeaba, incrédulo.

– Vaya.

Subían por la carretera de Miramar. Pasaron frente a la minimuralla de Ávila que cierra el Pueblo Español. Era una noche muy oscura.

– ¿Y qué piensas hacer? – preguntó el Neque. Dio una muestra de debilidad al decir -: Te acabo de salvar la vida.

– Lo sé – replicó Hierro como quien dice «confía en mí».

Llegaron al Mirador de las Obras Olímpicas, desde donde, a la luz del sol se pueden admirar los templos que se están erigiendo al dios del Deporte, benefactor de los barceloneses. Los faros del Seat Málaga iluminaron otros dos coches, los únicos que había, a aquellas horas, en el aparcamiento. Uno era el coche de Hierro. El otro era un Renault 19 negro. De él se apeó el hombre viejo, envuelto en su abrigo, enfoscado en su bufanda de cuadros. Metió la mano en el automóvil y tiró de alguien que se resistía a salir. Consiguió extraer, al fin, a una niña pecosa y asustada.

– La hostia – río el Neque, al reconocerla.

– Quédate aquí – le ordenó Hierro.

Tendría unos trece años. Vestía como una niña, calcetines, como una niña, y falda por debajo de la rodilla, como si el abuelo acabara de recogerla a la salida del colegio. Pero su cuerpo estaba en plena transformación. Redondeces adultas, abundantes y lascivas, iban borrando de él todo recuerdo de desgarbo infantil. Estaba más que asustada. Había locura en sus ojos tan abiertos. Hierro sólo había visto temblar de aquella manera a colegas del maco recién salidos del tubo, o a yonquis irrecuperables mendigando su dosis. Casi se podía escuchar el castañeteo de sus dientes por encima del cricri de los grillos. Estaba agarrotada, con las manos petrificadas a la altura del pecho, los dedos dirigidos al frente, en frágil actitud de repeler agresiones. Y decía «no, no, no», negándose a enfrentar algo sumamente desagradable.

La niña era una extraña en este mundo. La niña pertenecía al tercer mundo, al que no era ni «nosotros» ni «ellos», un bando que no entraba en las previsiones de Hierro. Era el bando de los papanatas que hacen equilibrios en la tierra de nadie, los inocentes, ingenuos, imbéciles que no miran por dónde van, que no se dan cuenta del peligro, víctimas inconscientes que se exponen al fuego de unos y de otros. La madre que los parió. A Hierro le sacaban de quicio las evidencias inclasificables. Deseó parapetarse tras los auriculares del walkman y desaparecer de allí.

Cegado por los faros del Seat Málaga, el hombre del peluquín se hacía sombra con la mano sobre los ojos tratando de ver si había alguien dentro del coche recién llegado.

– ¿Lo ha traído? – preguntaba -. ¿Lo ha traído?

Hierro no le hizo caso. No podía dejar de mirar a la niña. «A ellas les gusta», había dicho el Neque. «Han nacido para eso.» La niña estaba trastornada. « ¡No pían! ¡Se acojonan!» Tanto se acojonó que la idiotizó el miedo. « ¡Ven la navaja y no se atreven a decir nada!».

– ¡Tome! – gritó a su lado el hombre viejo, ofreciéndole un sobre abultado -. ¡Mátelo, coño! ¡Mátelo de una vez, y que ella lo vea! ¡Que ella vea cómo muere el hijoputa que la violó! ¡Así se le quitará el miedo, así se curará!

El Neque ya le había contado lo sucedido, días atrás.

«A ellas les gusta. Hasta repiten.»

La policía le había preguntado « ¿es éste?», y la niña, la niña pecosa que ahora temblaba ante Hierro, había dicho que no. Que no, que no y que no. Porque «les pegas una mirada como es debido, sólo una mirada, y se mean en las bragas». A la niña pecosa le había sucedido algo peor que mearse en las bragas.

– ¡Mate a ese cerdo ahora mismo! – exigía el viejo a su lado, agitando el sobre lleno de dinero.

– ¡Estás loco, abuelo! – gritó el Neque, saliendo del Seat Málaga -. ¿Cómo me va a matar, si somos colegas?

Más tarde, la niña lo había pensado mejor. Quizá presionada por el viejo (¿quién era?, muy mayor para ser su padre, ¿tal vez el abuelo?) El viejo insistió porque quería que el violador fuese castigado. Y llevó a la niña a comisaría, y ella dijo: «Sí, sí, ahora me acuerdo, era él, era él.»

– ¿En qué quedamos, rica? – le respondió el comisario. Porque, según decía el Neque, «el comi sabe perfectamente que a ellas también les gusta hacerlo» -. ¡Es él, no es él! ¡Aquí no estamos para perder el tiempo con putillas de mierda!

«Con putillas de mierda.»

– Llévese a la niña – ordenó Hierro.

– ¡No me llevo a la niña! – gritó el viejo, con esa mezcla de pavor y furor suicida en que consiste el coraje de los cobardes -. ¡Quiero que vea cómo mata usted a ese cerdo! – Pronunciaba «cómo mata uftet a efe ferdo». La niña hacía que no con la cabeza ya abría la boca babosa para liberar el llanto. Estaba mirando por encima del hombro de Hierro. Estaba viendo cómo se aproximaba el Neque. Lo estaba reconociendo. Se acentuó la demencia en sus ojos idos, en el rictus morboso de sus labios quebrados, en aquellos dientes que asomaban como los de un cachorrillo que quiere ahuyentar el peligro. Negaba con la cabeza y la histeria creciente iba acelerando el movimiento, que dejaba de significar «no» para significar «no puedo soportarlo».

– ¡Cállate ya, pureta de mierda!

El Neque llegaba hasta el anciano presumido, lo agarraba de la solapa. Antes de que Hierro pudiera impedirlo, el abuelo le lanzó un inofensivo puñetazo. El Neque le sujetó la mano, riendo, jugando, y en el forcejeo que siguió, se ladeó el peluquín y brilló en los ojos del viejo la indefensión abyecta propia de la edad. Pero no cejaba en su esfuerzo. Estaba dispuesto a luchar hasta que se le saltaran las lágrimas. Hierro se interpuso entre los dos cuando el Neque aseguraba, ominoso:

– ¡Me la follé una vez y me la volveré a follar ahora, delante de ti, para que te empapes!

– ¡No, Neque, basta!

– … Le hice un favor, la inauguré, la dejé más suave que un guante…

– Hi – jo – de – pu – ta – gimoteaba el viejo, definitivamente vencido.

– ¡Basta!

Hierro rompió el nudo que unía a los dos hombres.

– ¡Basta, Neque! ¡Vuelve al coche, esto es asunto mío! ¡Vete al coche y quédate quieto…! – Bajó la voz para acentuar la firmeza de la orden -:…Porque te lo mando yo. – El Neque, sumiso, dio un cabezazo de asentimiento -. Y usted, abuelo, se llevará a la cría de aquí antes de que se vuelva majara del todo.

El hombre que había contratado al asesino le sostuvo la mirada con la furia refulgiendo en sus pupilas exhaustas. Le temblaba el labio inferior. Congestionado, su amor propio no podía soportar que un subalterno le llevara la contraria, ni que le diera órdenes. Levantó el sobre que se arrugaba en sus manos.

– Aquí hay un millón. No verá usted ni un duro… – No verá uftet ni un duro.

– ¡Eh, tío! – exclamó el Neque, detrás de ellos.

– Quieto, Neque – dijo Hierro. Y al viejo -: Váyase con su millón.

El Neque y el abuelo siguieron con sus miradas a Hierro, que se acuclilló frente a la niña. Ella levantó los brazos convulsos para protegerse, dio un respingo, esperaba una paliza o algo peor. Ella sabía que existía algo peor.

– Este hombre – dijo Hierro – no volverá a hacerte daño. ¿Me oyes?

– Su serenidad y su firmeza parecían calmar los temores de la niña -. ¿Me oyes? – La niña asintió con la cabeza -. No volverá a hacerte daño nunca más. Nunca más. ¿Me has entendido? – «Sí», la niña movió la cabeza y rodaron las lágrimas por sus mejillas -. ¿Me crees? – Apretaba la niña los labios como para reprimir un grito espantoso. Asintió de nuevo, aguantando el tipo a duras penas -. Ahora, llévate a tu abuelo. Será lo mejor.

– ¡Sí, será lo mejor! – subrayó el Neque, desde la sombra -. ¡Largo de aquí, pureta de mierda!

Hierro se encaró con el viejo humillado.

– Largo – le dijo -. No quiero verle nunca más.

El viejo deseó tener veinte años menos. Quizá entonces habría podido enfrentarse con aquella escoria, con los dos a la vez, y vencerlos sin problemas. Estaba encendido de odio. Tanto que Hierro temió que cometiera una locura. Echó mano al revólver que llevaba en el cinto y lo encañonó.

– Largo – repitió.

El viejo miró al suelo. Dio media vuelta, tomó a su nieta de la mano y se la llevó, arrastrando los pies, hacia el coche. Montaron los dos en el Renault 19 negro. Roncó el motor, se encendieron los faros, arrancó el coche y se perdió, a una velocidad moderada, velocidad de anciano cauteloso, por la carretera de Miramar abajo.

Hierro los vio alejarse y suspiró.

El Neque soltó una carcajada.

– ¡Así es la vida! – exclamó, atragantándose, y recordó aquel gesto que tan popular se había hecho en el maco, las manos a la altura de las caderas, mostrando las palmas. Más que desplante de matador, el gesto recordaba ahora una exhibición obscena – ¿Cómo es la vida, Sipero? ¡Ansina!

– ¡Ha estado muy bien eso, Sipero! ¡Le has dado bien por el culo! ¡Que sepa quién manda aquí! – Pero no estaba muy seguro. Su confianza zozobraba entre dudas. Tenía que arrancarse la risa a tirones. Parte de su cuerpo estaba oculto tras la puerta del Seat Málaga -. ¡Este hombre no volverá a hacerte daño! – parodiaba -. Nunca más. ¡Nunca más!

– Es cierto – dijo Hierro -. No volverás a hacerle daño. Nunca más.

Levantó su mano con el revólver, el brazo muy estirado, y disparó una vez, desde una distancia de dos metros. Si le hubiera disparado a bocajarro, la policía podría haber deducido que el asesino era un amigo o conocido del muerto.

El Neque trató de reaccionar levantando su Grizzly Winchester Magnum y disparando a su vez – Pero el percutor golpeó en vacío. No tenía balas. Las había gastado todas salvando la vida de Hierro. Recibió el impacto en el pecho y retrocedió tres pasos para no caer, las piernas se le volvieron de goma y se encontró ignominiosamente sentado en el suelo. Con el cuerpo muy tieso y una profunda decepción en el rostro.

– Sipero…

Hierro volvió a disparar. El cuerpo del Neque cayó violentamente de espaldas. Quedó boca arriba, con los ojos muy abiertos. No podía creer que aquello estuviera sucediendo.

Hierro se le acercó.

El Neque le miraba con lágrimas de desolación.

– Pero coño, Sipero, pero coño… – balbuceó.

Hierro se agachó, le colocó el cañón del revólver en la boca y disparó por tercera vez.

Mató al Neque porque tenía que matarlo.

Porque, al día siguiente, cuando la policía encontrara el cuerpo y lo identificara, establecería una conexión inevitable entre él y los Tanos muertos. El Neque tendría en la mano el Magnum que había hecho estragos en el Balneario, algún confite recordaría que los Tanos le habían quitado las chicas y luego le habían dado una paliza. Sumarían dos y dos y el resultado sería que el Neque se había tomado la justicia por su mano. No era fácil que las investigaciones de la poli fueran mucho más allá. Cuando se puede cargar el mochuelo a un «ajuste de cuentas», no se pierde demasiado tiempo profundizando en ello. Si todos los delincuentes de Barcelona decidieran mañana matarse entre ellos, la policía se ofrecería para barrerles el campo de batalla y arbitrar el encuentro.

Hierro echó la bolsa de plástico, Continuará Comics, llena de dinero, dentro de su coche. Montó en él. Sacó el walkman de la guantera, se encajó los auriculares y lo conectó.

I know the truth

but I can't say

and I have to turn my head

and look the other way.

Alan Parsons Project.

Y, si acaso decidían ir más allá, si encargaban el caso a algún pasma celoso de su deber, a éste no dejaría de llamarle la atención que el único Taño que se había librado de la matanza fuera precisamente Amengual el Mengua. No les costaría nada averiguar, si no lo sabían ya, que existía una cierta rivalidad entre los Taños difuntos y el superviviente y, si se ponían a indagar dónde se encontraba el Mengua en el momento del crimen, destaparían una coartada que hacía agua por todas partes. ¿Dando vueltas por Cerdanyola en busca de alguien que vendía fax, télex y cintas que demostraban que el Escarfei y el Bellotero le estaban haciendo la cama? No era fácil que la policía se conformara con una historia semejante. Resultaría más verosímil pensar que el Mengua había contratado al Neque, enemigo de sus socios, y le había allanado el camino para la venganza. Eso explicaría que un macarrilla desgraciado como el Neque se hubiese atrevido a dar un palo como aquél (según la antigua teoría de que no se atreve cualquiera a declarar la guerra a la mafia) y que lo hubiese llevado a cabo con semejante precisión. La poli ya tenía trabajo para un tiempo.

Accionó la llave del contacto, pisó el embrague, puso primera, y se perdió en la noche oscura.

I´m not afraid

and I won't lie

as long as I see no wrong

I won t need to testify.

Y, si el Neque se había ido de la lengua, ya fuera cuando compró las armas o en cualquiera de sus borracheras, sólo podía haber piado que preparaba el golpe en compañía de uno llamado Esteban el Sipero. Quien se interesara por él descubriría que Esteban el Sipero había muerto por sobredosis años atrás.