NEGRO COMO TU ALMA
A los errores de ortografía de mis padres. Y a sus tantos aciertos, tantos.
La publicación era una más de ésas, periódicas, siempre escritas en algún idioma extranjero y que, por ello, parecen querer decir algo. Emiliano Andrada la hojeó como en tiempo de vacaciones después de realizar su tarea, puntilloso, precaucioso, manipulador sin huellas de documentación comprometida. La página que tenía delante del foco puntual de su linterna rezaba «Cheval», con una capitular imitación agentopublicitaria de medio pelo de una otra, siglo XIV, realizada por monje artista con suma gana de hacer su labor para primor de su convento y su orden. Andrada calculó mal el tiempo de que disponía para deslizarse raudaz por los enmoquetados corredores de aquel edificio de San Bernardo, pretencioso como lo puede ser el cúmulo de oficinas de agentes secundones de los verdaderos capos que, limpios de toda mácula negoceril, suelen refugiarse Castellana arriba. La falla de cálculo tuvo su origen en el morbo placentero que a un hombre como él podía quedarle al recordar de pronto el año de nacimiento de la penúltima reciente nena que le había regalado su noche de «Tigresse». Siempre se había considerado un amante esporádico y memoriosamente agradecido; y si a ello se le sumaba la galanura felática de aquella noche de hacía unas noches, bien podía permitirse una mínima expresión de sentimentalismo por esa «Tigresse» cuyo futuro tanto prometía (al menos en francés). Se interesó luego en sí mismo, y por tal interés topó intencionadamente con la página dedicada a «Chat», por ver si su siguiente nena habría de llamarse Beatrice, Ofelia, Eloísa, Leda, Dido o Sammuramat. Se acomodó en aquella silla de alto respaldo castellano y, tranquilifecho por las investigaciones a que había dedicado dos horas, comenzó a leer. Pero no vio nada. Mejor dicho, sí vio el levísimo movimiento en el picaporte, midiéndole rápidamente la distancia gracias a las intermitentes y coloridas luces de neón que llegaban de los fondos de una discoteca cutre para jovencitos cutres como son todos los jovencitos de discoteca. En el acto estuvo en la ventana, entreabierta a su llegada por si las moscas, y cuando percibió que la puerta cedía, saltó, tomándose del caño de desagüe, se deslizó por éste lamentando el estado en que quedaría su tweed, apoyó un pie en el alféizar de la ventana del primer piso y midió el salto hasta el callejón. Emiliano Andrada registró el silbo de tres disparos bocaceados por el silenciador de una Magnum que acabarían de incrustarse en el alto respaldo castellano. E imaginaba ante sí la boca de la Magnum cual un pozo en el que todo indeseable para su posesor debería hundirse por la eterna eternidad, sabedor asimismo de que tras la abrupta presencia del silenciador había un dedo oriental presionando el gatillo de la extremaunción. En la inmediatez, Andrada se enfrentaba con aquel golpazo en el muslo contra uno de los dos bidones de gasolina dejados al desgaire en el callejón, indicio suficiente como para que el Sínico hubiese corrido hasta la ventana para desovillar, de zurda, el resto del cargador en el preciso instante en que Emiliano hacía aterrizar su cuerpo contra unos cubos de basura, ya en San Bernardo. Se sacudió en tanto acomodaba el cuerpo en el rasgado tweed, pensando en el excelente silenciador bien seleccionado por Chuang entre los contéiners que seguramente renegociaría para América latina, y se felicitó en un suspiro por que los bidones estuvieran vacíos. Los plomículos de la Magnum no solían dejar orla, por lo que los pertinentes hoyuelos habrían quedado cual limpias trepanaciones a lo egipcio de Nefernefernefer. Cojeando aún, se cambió los guantes de látex por los patito al llegar a su Peugeot 505, imaginó el primordial café que se prepararía en su bulín de hombre soledoso, encendió un negro canario y el coche y, a tiempo que arrancaba, se fijó un plan para el día siguiente. Sonrió.
Se desplazó hacia los servicios en busca de una falsa entrada; y ya enclaustrado para la micción, palpó las junturas que, frías de mármol imitación, nada de Carrara ni del Pentélico, terminaron diciéndole que andaba equivocado, por lo que retornó a la mesa de aglomerado sostenido por patas de un falso Luis XVI de dorada purpurina carnavalesca. Ya había optado por un kuei-lian-chu cosecha del 63. Ahora, Chuang conversaba con un cliente de mucha hombrera y ridículo sombrerillo ladeado acodado en escorzo en la barra, en roce con el ábaco de madera. La situación de Andrada en el restorán era floja, no había sabido ubicarse; sólo le llegaban esporádicas sonrisas de Chuang dirigidas a algún que otro comensal y aquellos elaborados gestos y ademanes propios de connivencia con cliente de antaño conocido. En la mesa de al lado, dos yanquis alimentadas a chatarra hamburguesoide, caídas allí por lo exótico de algo chino en español, elogiaban el chop-suey de cerdo en un inglés californiano merecedor de un nuevo movimiento defenestrante de la falla de San Andrés. Emiliano las campaneaba de reojo cuando le trajeron la carta. Al desplazarla de codito, tras decidir mentalmente su pedido, advirtió que Chuang abandonaba su banqueta y se adelantaba hacia la puerta para saludar con pompa y circunstancias a un gordo en plan cerdo como el chop-suey de las poltronas yanquis, acompañado de una rubia que al caminar se ofrecía para desnudamiento presto. El otro, el cliente rozador del ábaco, dejó de cotelete su taburete y se desgajó el sombrerete, pero permaneció adosado a la barra. Andrada ordenó lo suyo y tamborileó en la mesa mientras echaba la ojeada de rigor a las piernas de las yanquis, y nada que destacar: el día de mañana se instalarían matronalmente en una granja del Mídel, convirtiéndose en defensoras de la América profunda y silenciosa que, tal como están las cosas, mejor que nunca hable, aunque lo hace, y para la mierda. Pasó a otro asunto.
El otro asunto era el grupo formado por el Gordo recién llegado, la Rubia a desnudar cuanto antes, el Chino y su cliente del sombrerete en mano, que había saludado al primero con esa lascivante sensación que suelen dejar ante y tras de sí los mandados de siempre; el grupo había pasado al lado de Emiliano, momento en que éste posibilitó que se le cayera la servilleta, llamando al camarero para que la recogiera en prurito de señor, aun cuando se agachara de pronto en actitud de semiarrepentimiento por la humillación al proleta, con lo que se regodeó en los ijares de la Rubia violable. Siguiendo los pasos de ésta hizo su aparición la entrada a un reservado donde todos, a excepción del cliente de la barra, se perdieron. La cortina del reservado exigía ya mismo una corazonada.
En despresurizada más de media botella de kuei – lian – chu por el gorgor de Emiliano, el Cerdo Alemán no salía. No pasaba nada, por lo que no había más remedio que hacer que pasara algo. Porque el reloj corre que te corre y el Sínico tampoco volvió a salir. Fue ése el llamado de la selva para que Emiliano Andrada decidiera emborracharse. Arrojó varios de mil a la mesa y se levantó, haciendo notar que no se tenía. Rebotó – y casi la voltea – en una de las vanquis, la de gafas de blanca montura for tourist que hablaba de la bull's fiesta, enunció un leve «Excuse me». se sostuvo en el borde de la mesa de unos progres pasados de moda nostalgiosos – ¡todavía! – de mayo del 68 y de Woodstock, que de inmediato festejaron su estado, y trastabilló hasta dar contra el cliente goriloide. Siguió exabruptando varios «Excuse me» hacia todos lados y cayó de boca. Su cabeza pasó, intacta, por el centro de la cortina del reservado. Miró entonces con rapidez hacia arriba, justo a tiempo para apreciar cómo el Sínico cerraba un maletín alargado de un Rimanelli 48:X desarmable, una mirilla telescópica como abandonada en el límite de un sillón, la base del tetamen de la Rubia, la semisonrisa súbitamente cargada de cólera del Gordo cuello gaur y el violento desplazamiento de Chuang que le anunciaba una patada en la cara, exactamente cuando el cliente gorilisto lo aferraba por los pies y lo arrastraba bendito seas hacia atrás, entre las carcajadas de los tontitos progres de la mesa grande. El chino servidumbre del principio, entre los gañidos de las chinitas de la casa, ayudó con sabiduría karateka al cliente y ambos trasegaron a Andrada hasta 'a puerta de calle. El Sínico regulaba esta operación, ofreciendo excusas entrecortadas a la clientela. Y los tipos hasta parecían amables, algo que no quedó confirmado acto seguido, cuando el zumbarrado choque del hombro de Emiliano Andrada contra el asfalto de la Cava Baja.. Mientras se desplazaba con el hombro en un estado que no le permitiría su práctica del uno – dos inmediatamente después del jab de izquierda por unos días, recordaba que la Rubia se había mantenido lejana: la cama de esta seguramente 90 – 60 – 90 habría de resultarle difícil, y, para más, tan jodida Walkiria todo terreno era testigo de excepción. Ya caminaba normalmente, cortando camino hacia Toledo, y alzó un dedo al divisar un taxi. Lo del hombro no era demasiado muchísimo, el alemán gordo se le había quedado en la rutina de la retina, los molledos de la Rubia eran de morder y Julio Curiel seguía sin aprobar sus planes de meterse en cualquier boca de lobo, siempre por esa idea fija y muy propia de Andrada de lo que puta pudiera pasar.
Le faltaba el hard-boiled-style de Boggy en Murder Inc para cumplir a rajatabla y suciamente bello con su profesión, pero Julio Curiel era eficaz en sus análisis detectivescos. En cuanto a su secretaria, no era precisamente un aliciente para que Emiliano le visitase con ansiedad bolerística en su despacho de la Glorieta de Bilbao.
Los amorcillados dedos de Micaela rascaban una espinilla inmediatamente después de entornar la puerta. Emiliano entró, y con sus negros mocasines hubiese querido aplastarle el juanete a Micaela, pero optó por hacer que la recorría con la trompa.
– ¿Tu jefe permite que te rasques de ese modo?
Micaela lo miró destemplada, le cedió el paso y únicamente hozó que Julio le esperaba. Los rechazos mutuos son ese algo sobre el que los implicados suelen guardar silencio mientras su otro yo se viste de cuchillero de Borges. A punto de pasar al cubículo de Curiel, Andrada se volvió con una mínima esperanza navegando en el quizá porqué de su subconsciente, pero Micaela seguía engordando, y continuaba presente en la tierra poseída por todos los demonios del sebo. Estirando sus labios, Andrada le envió un beso, que ella, a distancia, alejó con un manotazo que quiso ser gracioso pero que recordaba un mal Wimbledon.
– Tu nena ésa de ahí adelante, ¿juega al tenis? – comentó al entrar.
Julio, siempre rodeado de carpetas, se escoró entre ellas y decidió no embarrancar, por lo que no contestó. Emiliano, antes de arrellanarse en el inmenso sillón enfrentado al escritorio, imitó con la boca el sonido de una pelota de tenis acompañándose del ampuloso ademán propio de quien asegura un 6 – 3 en el último set. Continuó:
– Con un Rimanelli 48: X, mirilla telescópica, un ciego le acierta a una tapita de Coca – cola a trescientos metros y sin apuntar.
Julio carraspeó, no se arregló la corbata ladeada, no se acomodó el pelo mal cortado en el que apenas se le insinuaba una raya coruscante, no se palpó los culos de botella que impedían saber si miraba, analizaba un expediente, calculaba los pasos a dar a ojos vista, nada de eso todo al mismo tiempo, por lo que sólo había decidido escuchar.
– Es que hace dos días casi dejo una piernecita en un bidón. Y, anoche, un brazo en la Cava Baja.
– Te pedí una cosa, no la otra.
– El trato es el trato, Culito. Yo voy, veo y te cuento. Fotografié parte del archivo del Sínico… El Chino guarda una colección de preciosas guarradas con chinitas y negritas a las que parece que se dedica intensivamente. De este material traigo el que indicaba nombres de nenas al pie de cada diapo, pero las saqué en he barra ene. Y tengo completos tres floppies, todo lo que había en su ordenador. Di con su programa porque… Ah, ¿sabes que le gustan los horóscopos? Los lee en franchute.
– Material que promete. Le dedicaremos jornada intensiva.
– Se la dedicarás tú, y después me informas. Comencemos antes a destrenzar las hebras. El del Rimanelli es Chuang; el largo alcance ése es una muestra, estoy seguro, y no un parapeto personal. Lo que me des colocó es la aparición de un gordo estilo alemán. Su gorila me salvó de una visita al dentista. El gordo y la rubia…
– ¿Qué rubia?
– Un bombón que sólo se instrumenta a golpe de mucha billetera, como la que puede poseer el Gordo. Una verdadera factoría anal que debe de estar en el ajo de todo. Lo acompañó al reservado.
– ¿Qué reservado?
– La cortina, Culito.
Emiliano decía «Culito» cuando su amigo apuntaba al blanco como en aquellas épocas en que, novateando en la Federación de Tiro, el peso de una 45 le vencía la horizontal.
– Siempre creí que daría al despacho.
– Al príveit. Pues no, el Chino tiene un despacho pero, al parecer, lo usa como depósito según raudo dato arrancado al camarero. Lo hace todo en San Bernardo. El hecho es que se encerró allí con el Gordo.
– Ese es el alemán que tiene fichado la Orga, seguro.
Julio revisó una carpeta y sacó una foto: el Gordo, de nombre Karth Blechum, solo, sin la Rubia, turbio sin Turbia, al volante de un Audi V8, perfil de consumidor bávaro de chucrut. Andrada asintió y Curiel se explicó: el Gordo Blechum era la pieza que tenía que aparecer en algún momento. Andrada le reprochó que le ocultara elementos de la investigación, Curiel sostuvo que el caso lo llevaba él a su manera, hubo puñetazos en la mesa, amenazas de abandonarlo todo, exigencias e invectivas mutuas y, finalmente, a Julio comenzó a bailarle el desoxi. Cuando esto ocurría, Curiel solía manotear su sillón, levantarse con cara de emputecido y cruzar dos o tres veces el despacho removiéndose como en trinchera de la primera guerra. Se acercaba a la pared y lanzaba un trompazo. Si el hervidero de mostaza era mucho, los nudillos se le aplastaban contra el muro, y el rictus de su rostro volvía a dejarlo en condiciones de seguir escuchando. Caso contrario, sólo descargaba un manotazo a las cortinas, que, pacientemente, Micaela devolvía a su sitio antes de completar la jornada. Esta vez, la pared tembló más que el jefe del Botones Sacarino.
Julio Curiel giró sobre sí. Había aceptado aquel caso de la Orga latinoamericana por la seguridad de que cada quince días aparecerían en una cuenta a su nombre dólares provenientes de Roma, Copenhague o Milán. Tumbado en su sillón, mantenía presionados sus ojos con el pulgar y el índice derechos. De afuera llegaba el sonido de la máquina de escribir de Micaela, pues esta gorda necesitaba dejarse todo ordenadito en la Underwood antes de ponerse con el Macintosh, numantina ante la reconversión que Julio pretendía insuflarle. Al soltarse el rostro, Julio Curiel se volcó sobre el escritorio, sostuvo el mentón en el cilindro formado con los dedos de la mano izquierda, miró abiertamente a Emiliano y permaneció así largos segundos antes de decir:
– Con que el floppy de Chuang nos confirme una dirección, vamos por buen camino. Nos acercaría a las actividades paralelas de la fábrica.
– ¡Otro dato de la Orga que te reservas! ¿No digo?…
– Es Ferreiros.
– Yo dejé correr la pantalla: puras claves. Además, estaba atento a un horóscopo, ¡qué estúpido!, ¿no? El horóscopo, no yo.
– Estos desgraciados están jugando muy alto.
– Como para mantenerte alejado de la red.
– Y haciéndonos correr de un extremo a otro de la pista; y la fabriquita española, en el medio, es sólo la pelota que va y viene. Habrá que estar atento. Ahora te entiendo.
– No, no me entiendes. No me gusta el tenis.
Y Andrada se levantó. Encendió su noveno canario de la entrevista, recorrió también él el despacho, se sirvió un escocés y relató al detalle su experiencia de las dos noches anteriores. Al terminar, completaba la cuarta y pura copa y bastantes cigarrillos más; le tendió el material obtenido a Julio y ya en la puerta, a punto de salir, comentó:
– ¿Sabes cuál es el futuro inmediato del «Chat»?… Según la revista gabacha del Sínico, una morena. Pero nosotros necesitamos llegar a una rubia, Culito.
La puerta se enjambó y el tecleo de la máquina de escribir de Micaela quedó en suspenso por un instante, no muy largo por lo demás.
Viena, 18,00 hs de día lluvioso y frío como corresponde en texto que se dirige al frío, solapas alzadas de impermeables, alguna bufanda que pasa presurosa con señorita de spot embozada entre sus circunvoluciones, gordas judías llenas de guefiltefish con sombreros de emulsión de Scott y al encuentro de un té con límene, y de fondo de panorama una gabardina sin tercer hombre adentro pero suficiente como para acrecentar clima. A todo esto, sigue lloviendo, que si no, no se justificarían los impermeables y la gabardina de líneas atrás. Y la tarde es gris, tan gris como mi pena, o la otra noche vi llover, vi gente correr y no estabas tú. Julio Curiel deja el aeropuerto rumbo a hotel, cuatro estrellas pensadas ya a cargo de clientes que conocían su baraja de lo medianamente turbio para ganar en consideración. Baño de inmersión con sonido de lluvia en cristalera, pensamiento puesto en el retorno a Madrid por Colonia para escuchar Bach en catedral, ducha fría final y tensional sobre su cuerpo navarro, morrocotudo y de tiarrón del Norte, afeitado y bálsamo, y traje obligado a comprar por Andrada más corbata no demasiado llamativa, muy de burgués del Prater; hasta el desembocar de Julio Curiel con el todo anterior en la Deutsche HurenSöhne, plazoleta en un recodo del Danubio con la pastelería Demel al frente, centro de la distribución y el comercio ilegales de armas del mundo entero. Una vez aquí, visión de tres latinoamericanos irremisibles, salutaciones al sentarse a mesa y explicitación de la Orga, es decir la Organización de América latina para continuidad de la lucha revolucionaria. Exceso de palique de dos de los tíos, con el tercero mutis de mutis y que se dedica a observarle. Julio lo introyecta todo con la presencia que le viene de sus épocas de seminario. Y el bisabuelo mientras ellos hablan, el bisabuelo haciendo fortuna también en América latina que no se llamaba así por entonces, sino simplemente « la Jungla », con el revólver al cinto y dispuesto a cargarse, y cargándose, a quien le jodiera el arranque de esmeraldas a la tierra o, luego, a explotación de caucho. El bisabuelo que nada sabía de América latina, con reales asentados en Manaus antigua Manaos, habiéndose dado lujos como el de entrar en el teatro de ópera amazónico con una de sus amantes indias, pelo negro adosado a las mejillas largo de cubrir pezones negros en la negra noche tropical, la más peripuesta, llegando en barcaza. Y después aquellos putos ingleses – como siempre – que se llevaron las semillas a la India aunque, enterado a tiempo, había vendido sus propiedades y ¡hala! a disfrutarla en la Hispaniae terra, con impostación, prepotencia y planta indianas (el indiano de blanco lino, con blancos bigotones de filibustero en retiro, hijoputa con bastón de ébano empuñadura de plata y mano de su mujer en nombro en daguerrotipo) y recobro de familia e hijos y, luego, ese biznieto al que hasta le hablaba del que había sido su chozno, este Julio Curiel que no es que le quisiese salir cura, pero que después de la ruina financiera de la familia no hubo más remedio que llevarle a estudiar con los sótanos, porque de lo contrario, ¿cómo y dónde en esa época? Y entonces la muerte del bisabuelo y los días de permiso en el seminario, el viaje entre los ronroneos de los buses de estraperlo y la rocalla y la seca tierra de Castilla, el cadáver del patriarca y cierta zona de subconsciente lascivo que le dejó (aquellas amantes indias de la Jungla, y él, Julio, entre celda, flagelación y cilicio), y ahora gente de por allá, organizada para procurar ganar una guerra a distancia ya sin sentido. Y esto lo dijo en un momento en que volvió a conectar:
– Pero, veamos… ¿hasta qué punto no tenéis que aceptar que lo vuestro fue una guerra y que la perdisteis? Os convertiréis en unos tristes como los que pululan por Madrid: los argentinos que se lo pasan añoran do la carne de allá. Y la única carne en juego que yo veo es la que se ha arrojado desde helicópteros al río. O aceptáis que perdisteis o seguiréis vendiendo baratijas por los mercadillos de toda Europa.
Creyó que lo echaban de la mesa. Habló entonces el mudo:
– Eso lo afirma Emiliano Andrada, ¿verdad?
Tuvo que admitirlo.
– Para el asunto que nos tiene aquí sabemos que vas a contar con Emiliano.
Julio se anotó en el nucleico la manera de mirar del mudo, Mendicutti, como se había presentado. El tipo estudiaba al interlocutor como calculando la respuesta para seguir hablando, y generando una distancia que le vendría de la mucha acción, de esos momentos en los que se sabe que no se puede confiar ni en el pensamiento puesto en la mama. Le llamó la atención su modo de referirse a Andrada… Pero no, era imposible. Emiliano era demasiado escéptico como para haber creído que, no se lo imaginaba con un póster del Che Guevara delante, le hubiese dado vergüenza, se habría reído de sí mismo más que de costumbre, ya se había referido a los carteles revolucionarios (excepción de El Lissitski) como a las estampitas de los nuevos curas, sabía que había mucho de milenarismo y de jesuitismo detrás de tanta agitación y consideraba a estos tíos unos moralistas y represores sexuales de cuidado («Lo más difícil, lo que más me costó en mi vida, fue meterme en el catre con una camarada enamorada de su camarada»). Sin embargo, y más allá de su hedonismo, en algún punto había que situar el origen de esa obsesión suya por vivirlo todo y ya en una única vez («Vivere sempre pericolosamente», que, hecho insólito, Godard había rescatado de Mussolini), esa única vez a la que Emiliano denominaba «expresión poética a partir de los surrealistas, pura transformación de la vida, che, con el aporte de los maestros Lautréamont, Macedonio Fernández y Céline, más otros de los que ya te hablaré». Emiliano Andrada era un testigo de paso por acontecimientos sobre los que nunca declararía ante nadie.
El planteamiento de Mendicutti era el de un negocio, o como eso de saborear strudel mientras charlaban, un strudel envenenado que estaba dispuesto a tragar porque era aquélla una manera de aportar leña contra lo infusible: un enlace de armamento operaba con cierta impunidad vía Madrid, depositaba cargas de juguetes en algún puerto de América latina y se las arreglaba para que se le perdiera la pista, y en aquella pastelería Demel había un gordo alemán, un tal Blechum, ése mismo de ahí, asiduo de restoranes chinos, con mucho viaje a Madrid en su Lear-jet privado, y eso era todo lo que podían ensamblar.
– Revolucionariamente hablando, es todo lo que podemos hacer por ahora. Un día seguiremos discutiendo si fracasamos o no.
– Sí, Mendicutti. Corro el riesgo de no encargarme del caso por…
– Ya lo charlaremos, Curiel, a su debido tiempo. Abrite cuenta fuera de España, elegí el sitio; nosotros depositaremos la guita, y si alguna vez cae en la calle algún pez gordo de los que detectes, vos no sabes nada ni tenés por qué saberlo. En este sobre va todo lo poco que conseguimos.
A la salida, siguió la alameda Kishmirintuges hasta el hotel. Y sólo paró para la promesa a Andrada: una pasadita por la que fuera casa de Freud, en el 19 de la Berggasse.
Su voz no era la de Gardel, ni Peggy, Betty, Julie, Mary eran las rubias que podían atarascarle el garguero. Por lo que Emiliano Andrada, con la cabeza puesta en la Rubia potra, olvidó colocar la guardia con rapidez suficiente mientras olía su propio guante en esa soberbia cobertura que había aprendido de unos negros panameños en un improvisado ring de San Juan de Puerto Rico. Así fue como Pejíguer, el más duro de los sparrings que había tenido, lo calzó en pleno hígado con un bolopunch especialidad en otros tiempos de Archie Moore, quebrándolo hasta la respiración artificial. En tren de recuperación, Emiliano le prometió a Pejíguer que le sacaría lágrimas en su siguiente encuentro, y éste, entre risa y disculpas, le esperó después de la ducha y lo acompañó a las tacitas de vinho verde con que cerraban sus tardes de gimnasio. Andrada le propuso cenar liviano en una tabernita en la que se enfoscaba una cocinera con quien había tenido bellos revolcones tiempo atrás, apasionada gallega mujer de un marinero de idas por África del este y regresos por África del oeste, y que suponía una garantía de no envenenamiento y sí de manjarascada exquise. La tasca tenía unos ventanales estratégicamente situados casi frente al restorán chino del Sínico Chuang.
Y se instituyó la costumbre. Comieron y cenaron en la tabernula cuatro días seguidos, tiempo suficiente para que Pejíguer recorriese relatífero su entera vida entera y, una noche, para que Andrada volviese a tratar de cercanías a Adelaida, la cocinera, a la que su marido, en borracheras de tintorro peleón, y quimisón, le refregaba en la cara el recuerdo de mujeres de los puertos del sur. Y Adelaida apoyó su cabeza en el pecho de Andrada, Adelaida le metió por las narinas los vapores de la cocina adheridos a su pelo, Adelaida terminó de llenar la bañera con él ya dentro y Adelaida se sumergió en las aguas con sales que le hicieron olvidar los fangales de marido displicente y requintiborracho. Adelaida se apresuró y lanzó sus grititos: era de grititos sin articulación de palabras y sin el coma del alarido final, y volvía ya a la carga cuando Emiliano le advirtió que además del cuarto de baño había también un lecho en su dormitorio, en ese piso al que el Viaducto de Bailen le hacía de cornisa. Y Adelaida habló de viajes, de los de su marido y de los que ella nunca había realizado, y Adelaida, tras una frenética manifestación de galope mujeril a horcajadas, se durmió. Siguió el cigarrillo de Andrada con mirada al techo, el levantarse para el cambio de cinta, que se había portado bien a cargo de Ahmad Jamal, hacia la tristeza de Billie Holiday en homenaje a la desastrada vida de una Adelaida asimismo triste entre sus ensoñaciones por un viaje al Paraíso (que sí existe, Adelaida, y es tus ganas de entrega aunque tu error consista en fijarte en mí, y que cuando no está en nosotros a esa tu manera de darte, sólo se halla fuera de nosotros en las Trobriand que vio Malinowski, islas en las que las mujeres son iguales que los hombres y no hay celos ni sentimiento de posesión ni esos dolores que te causa el hombre que te pega, islas en las que las muchachas debutan entre los seis y los ochos años, y ponle que dos más para los muchachos, y donde una mujer no acepta a un hombre ni un nombre acepta a una mujer si no le llega cargadísimo/a de experiencia sexual, donde no hay violaciones y Freud no es necesario – aun cuando entre nosotros lo siga siendo, y cuánto – y el mayor logro es saber construir canoas, las canoas de tus viajes soñados, Adelaida, mi amor, permite que te llame así ahora que duermes, y Billie Holiday continúa y tú quisieras decir, como ella, que Willow weep for me, aunque sólo debas repetirte Fooling myself y quien llore seas tú y los cigarrillos se han acabado, y estoy en mi tercer escocés en tanto dormitas con la respiración de después del buen placer que te mereces tras tu idiotizante tanto trabajo, y voy a encender mi pipa porque la pipa únicamente se enciende en casa, no se fuma una pipa por la calle ni en público pues las volutas de su humo son como el amor, se van, Adelaida, se pierden, y ya que es así que se pierdan como el amor como tu amor como mi amor entre las cuatro Paredes en donde deberían permanecer).
Chuang nunca escucharía una entrega, por ninfómana que fuera su detentadora, sobre todo después de que Pejíguer le volatilizase los tímpanos por siempre jamás. Y todo había sido como en novillada de pueblo, cuando se caen las tribunas de tablones circundadas por chapa acanalada de precaria sujeción, con resultado de varios heridos y arrollados por la multitud que se desbanda. Aquí no había habido arrollados ni con dulce de leche, pero sí heridos y luego, a la vuelta de la esquina, el sonido de disparada del Peugeot con Andrada y Pejíguer poseídos por la pasión de un rally que acabaría en el salón del piso de Bailen, alfombra de vaca curtida en Valverde del Camino para el cuerpo de uno y gran sillón a suelo de matriz neogestáltica, en hilo de acero soldado, de Verner Panton, que ocuparía el otro. Y todo fue a la cuarta noche de cena liviana, después de que Adelaida enviara desde la cocina un pastel de tréboles invento suyo aspergado con gotitas de orujo producción familiar, al aparcar metros más allá un Jaguar blanco del que surgió la figura Grosz de Blechum. Estalló un refucilo de ganas de que se desmoronara el alemán, y hubo llamada de atención en jab cortísimo de Emiliano a Pejíguer, y fidelidad sin preguntas de éste al seguirle: Karth Blechum, el Sínico y dos tipos más aparecían un minuto después a la puerta de esa representación de una China Town rediviva. El enfrentamiento fue de mucho ultraje a la buena educación: Chuang se interpuso en el ansioso desplazamiento de Pejíguer, los otros le cortaron el paso a Andrada y el Gordo jadeó sosteniendo bajo el brazo dos maletines hasta llegar a la puerta de su Jaguar, en el que el chofer le daba ya al acelerador y abría la guantera justo en escuadra con la puerta a medias desvencijada de un zapatero remendón, vecina de conejos y liebres, más medios cochinillos, algún que otro enjuto costillar de cordero y, al pie, cajas de perdices y aves del paraíso perdido para siempre en aquella exposición del destino de toda carne, despellejados en la danza holbeiniana de la supervivencia de los humanos, escaparate enrejillado que habría de recibir los impactos del Colt del chofer con aspecto de croata en espera de mejores tiempos para la defensa a ultranza de la propiedad privada en su país, carne sin gritos ya y con la sangre coagulada de tanto esperar a las consumidoras de barrio viejo de Madrid, encintas obesas y obsesas de la bolsa de la compra que les engulle el deseo que ya no ejercen con sus esposos sólo exigentes a la hora de la mesa, carne en escaparate que se quiebra con el topetón de un chinito navaja en mano modelo piratas de la Malasia sin que aparezca Sandokán ni mucho menos alfanje, porque entonces no se lo creería nadie y la acción del texto continuaría entre Bandjarmasin y Makasar con incursiones a Kalimantan y descanso en Lombok, estallido de vidriera inmediatamente después del bolopunch (venganza por interpósita persona) de Andrada, completado con un gancho de derecha que ya lo querría para sí Sugar Robinson, cabeza tronchada entre la cristalera hasta correr sangre a ras de cuello, y el Gordo Blechum que ha desaparecido mientras todos siguen trenzados y destrenzados en el auge de la bronca en Cava Baja, rincón de un Mayrit en plena rememoración de lo que debió ser ese mismo lugar, y debieron ser muchas otras encrucijadas cercanas, hacia las épocas en que Cervantes y Quevedo vivían en el extrarradio, sumidos en los aguazales postreros a la calle Echegaray y los arrabales venéreos de Antón Martín, daga y espada en la noche traidora de reyecía contra el conde de Villamediana, para mayor gloria del Reino que gastaba moneda de vellón en sustento de Flandes; antiguo barrio de Madrid en el que un chino más, junto con el cliente del sombrero ridículo, éste encalmado por un directo al mentón de Pejíguer, caían sobre Emiliano. Andrada rodó ágilmente por el asfalto cubriéndose la cara para no dar de dientes contra el bordillo, dribló en esguince suficiente como para quitarse al nuevo chino de encima pero no pudo con el cliente, que desde el suelo le acertó una patada en el pulmón. Pejíguer clavó sus nudillos de 75 kg en la nuez del Sinanthropus pekinensis, que se incorporaba, y lo dejó clavado en el sitio para tesina de antropología criminal. Andrada se apoyaba ahora en los codos y encogía las piernas para lanzar con toda la violencia posible sus pesados Yanko Rover, calzados en previsión de lo que iba a ocurrir, que fue lo que ocurrió, acertando con la planta en el entrecejo del cliente, en tanto el Sínico, reaccionando de un sacudón del codo de Pejíguer en el esternón, manoteaba hacia el sobaco en busca de la herramienta. Andrada se ayudó pisando la cabeza del cliente para el envión y voló, entrando en ariete en el cuello de Chuang y acompañándose de los dedos en garfio apuntados a la pelvis; creyó sentir el crujido del escroto, lo cual no resulta verosímil porque el escroto puede desgarrarse o estallar mas no crujir, por lo que el Sínico suelta el fierro y enseña el pantoque a estribor con la Magnum sin sujeción precisa de la cacha, así que en el giro de la caída Andrada apela a la izquierda en cross, seco estampido de puños sangrientos ya. Y el cerdo Blechum que se ha ido. En el apresuramiento, no queda sino revisar los bolsillos interiores de la chaqueta del Chino, coger la escupidora y una agenda y escuchar unas sirenas lejanas. Pero el terco Chuang, una vez Andrada de espaldas a él, levanta el torso con intención de golpearle en los tobillos; Pejíguer, que viene de atrás, sangrando por la nariz, olvidado de las reglas ortodoxas del boxeo, alza los brazos al máximo y los descarga con todas sus fuerzas, las palmas de las manos ahuecadas apenas, sobre los oídos del Sínico, destrozándole los tímpanos según testimonio de la sangre que anuncia su definitiva sordera. Así pues, para el Sínico: nunca más escuchar three little words de nenas, que en el fondo no debían valerle demasiado la pena ya que para él sólo había mujeres pagadas. Y a una mujer hasta se la puede querer, pero no se le paga.
No se hablaron, no se movieron, no se miraron. A esas horas los vecinos dormían como lo hacen los buenos vecinos cuando son encantadores, o sea cuando no asilan a niños ni animales. Emiliano sabía que un hombre puede incluso aspirar a padre – algo supuestamente perdonable -, pero que si convive con animales, es que tiene vocación de establo. Y siguieron sin hablarse, sin moverse, sin mirarse. A uno le bailaba Charlie Chan delante; al otro, Confucio. El mundo se había aplanado cual un inmenso mapa de las grandes estepas del que se desprendieran tropeles de invasiones mongolas para caer sobre Bailen (consagración de San Martín antes de vestir la celeste y blanca en los campeonatos de América del Sur empatando o cayendo en algunos encuentros pero siempre con miras a la final, que perdió en el último minuto y por gol en contra en Guayaquil, seguro que por apunamiento, ante el flaco Bolívar, y tanto esfuerzo de ambos para que América esté como esté y que por poco la arregla en todo Perón, pero el Viejo se nos murió y fíjate, San Martín sin imaginar que hoy el sitio sería sinónimo del salto suicida de mucho habitante de Madrid). Pejíguer fue el primero en sacudirse, arrastrando el cuerpo sobre la vaca de Valverde del Camino, habiendo intercambiado en la visión flou de sus ojos inflamados a Charlie Chan por Manolita Chen. Andrada no mosqueó; los vapores que le subían del pulmón dolorido le habían desplazado de Confucio a Chuang-tsé. Cuando acabó el bailoteo de chinos, Pejíguer salía del baño y Andrada servía unos fernets base de dry martinis para restablecer el ánimo. Al rato, duchado también él, sonrieron y se instalaron, romanos en sus triclinios.
– En los buenos filmes, los del 40 en blanco y negro, ahora se diría «Te debo una explicación».
– Paso, Emil. Entraste y entré, y eso es todo.
– Pejíguer, lo tuyo encaja en algo que se llama cantares de gesta, don de hay tipos como vos. Pero este asunto, qué querés que te diga, es un poco complicado. Un pase de armas hacia el otro lado del charco.
– Hacia tu tierra.
– Yo no tengo tierra, Pejíguer. Y lo mío es por elección -. Si te referís a que los juguetes van para Argentina, no lo sabemos. El Gordo aquél que viste rajando en el Jaguar es un tipo clave. Y el chino capo…
– El de la sangre en las orejas. Ese no va a oír más pajaritos.
– Exacto. Ese pekino debe ser contacto de colocación de los petardos. Y hay una rubia que…
– ¿Qué tal la rubia?
– Para compartirla, Pejíguer, para compartirla, que es lo mejor que se puede hacer por un amigo. Un regalito de los dioses vaginales. Pues que a la rubia ésa hay que ubicarla como sea, porque se me hace que es testigo de todo por ser gancho del Gordo.
– Tenemos que buscarla, Emil. ¿Tendré participación?
– Prometido. Pero prométeme vos que de aquí en adelante andarás cargado. Julio te consigue el permiso. Mira que cuando está en juego tanta chatarra como la que deben mover, estos tipos no se andan con chiquitas.
– Ni miramientos. ¿No se dice así?
– Vos me das tortas en el ring, y ahora me metes este áperca en el lenguaje… Lo malo es que vamos a perder al Chino para siempre, porque ya veo que en esto va a calzar los garfios la poli, esos merengueros, y el negocio se nos puede complicar. Lo que por de pronto insinúo, hasta hablar con Julio, es que te metas en el sobre. La habitación del fondo siempre está preparada. Así que rumbeando, que yo también quiero dormir.
Y el sueño no fue visitado por Oberón, sino que se les introdujo en el cuerpo con exceso de olor medicinal y motetes de ronquidos.
Al levantarse, Andrada se encontró con que Pejíguer ya había preparado el café. Acompañó el primero con una grappa y se llegó al salón. Pejíguer, acariciándose el superciliar, se hallaba ante la ventana.
– Se ve muy bonito el Viaducto.
– Una buena angulación, che. Escorzo para scherzo. Pero todavía no he tenido el gusto de ver dibujar un Pollock con la calota abierta.
– ¿Quién es el Poloj ése?
– Me gustaría decirte que un amigo cercano. Nada, un tipo que desparramaba pomos de pintura contra telas que parecían paredes en ruinas. Una hermosura de desorden con orden interno. Bueno, que nadie ha saltado ante mi atenta mirada. Vos sabes que a los suicidas hay que ayudarlos, pero a que terminen cuanto antes, que es como decirles que se tomen un copetín con la autenticidad de su ser.
– A veces no te entiendo nada de nada… Tienes que llamar a Julio.
– Antes vamos a poner en buen estado las tripas. Y dale a la grappa, que recomiendo para el despertar desde mis épocas de Toscana.
– ¿Y qué hacías en Italia? ¿Boxeabas?
– Pejíguer, yo nunca fui un profesional, y vos lo sabes por las palizas que cada tanto me das. Estudiaba, sólo eso.
– Tú, mucho libro, pero cuando hay que fajarse…
– Una cosa no quita la otra. Además, el boxeo es un arte. El único con carimbo ciudadano. Los campesinos también se pelean, pero lo hacen como ésos de Goya, sin estilo y a puro garrotazo. Los que no lo entienden así merecerían que los suicidásemos desde ese bonito Viaducto de Bailen, como decís vos. Yo lo llamo «acitara de suicidas».
Y se reservó para después de la comida una peripatética ensoñación por algunos mitos. Tendría que recordar la Firpo – Dempsey, cuando el yanqui voló del ring, a Torito Suárez cantado por Cortázar, a los dioscuros Joe Louis y Cassius Clay, reconocer la falta de estilo de Mike Tyson, como Gatica contra Lausse. Debería hacer referencia a la pygmaquia en Olimpia y al primer púgil triunfante, Onomastos de Esmirna, así como, ahí mismo, a la cabeza en bronce de otro trompero, obra de Silanión. Evitaría nombrar a Píndaro, que era un baboso. Y volviendo a este siglo, pegaría un recodo para efectuar afirmaciones (Nicolino y Monzón, la sagacidad de cintura del Guerrero Chávez y la capacidad estilística a distancia, sin tener que ser un killer, del Macho Camacho) y arriesgaría un apronte (el próximo ascenso, por seguridad en las esquivas, contundencia en la colocación de los directos y retorno súbito a una excelente guardia, de Pedro Sánchez), o apostaría por una esperanza (la de la dureza danzarina de Razor Cuchilla Radock, preparado a su entender para el campeonato mundial de los pesados). Tendría que contar cómo, cuando París era una fiesta, dos tipos llamados Pound y Hemingway cruzaban guantes por pasar el rato, y que hubo un delirante, que también embetunó papel, de nombre Arthur Cravan, creador en el ring y en la poesía (otro ring, en el que escasos son los campeones).
– Pasa que con los libros, Pejíguer, no te engañes, pueden ser una mierda. Hay tipos que se los toman en serio y se creen escritores. Tenés que desconfiar de lo que hacen si quieren que se los trate como a tales.
– ¡Son unos boludos!
– Se te van a pegar las palabras del lunfa. Pero tenés razón. Escriben para que se les entienda o para ganar guita. Y ahí está la falla, Pejíguer. Alguien que crea algo lo hace por su propio placer y chau pinela. Pero éstos no, quieren ser escritores y los hay que incluso estudian para eso, quieren «comunicarse», y entonces la cagan. Ignoran que toda representación de algo es su muerte. Lo vivo los excede. ¿Ves donde está la cagada? Por eso en tu país hay tanto relator de miseria mental poblana, que es facilonga, y nunca van a ver la pelota, menos el único escritor del siglo en España: Dalí. Tenés razón: ¡son muy boludos! Y dejo para cuando tengamos tiempo el caso de ese Echegaray, o algo parecido, al que le dieron el Nobel añora mismo, en el 89. Deja que haga una llamada.
Una de las primeras medidas de Andrada en las ciudades de su vida era la de suscribirse a los servicios todahora. Así fue que esta vez le prometieron para lo antes posible un menú rumboso que detalló con cuidado. Y pidió prensa para la mañana siguiente. Colgó mientras pensaba que a un escritor boludo se lo reconoce enseguida porque se deja fotografiar con un montón de libros a un costado o detrás (motivo más que suficiente para no leerlo). Y volvió a levantar el tubo para llamar a Julio Curiel.
Un editorial, un suelto, un breve y dos columnas de sucesos: el Sínico hacía valer su condición de propietario para protestar por la salvaje agresión de unos navajeros. A Julio se le enrrepepinó el esqueleto del pensamiento: lo de la inseguridad ciudadana, lo del incremento de la delincuencia, ignorantes, quienes así opinaban, de que cuanto mayor es el crimen en una ciudad, mayor es la libertad de que ésta y sus habitantes gozan. Porque, como sostenía Andrada, qué querían los bienpensantes: si apelaban al duro trabajo de la autoridad, ésta acabaría controlándolos a ellos, despreciables pequeñoburgueses dueños de una parcela de basura que proteger; se notaba que no habían leído a Brecht (ese autor para masas a las que no les interesa lo que dice), y eso que éste no era santo del panteón cíe Emiliano. En una ciudad viciada de crimen se corre el riesgo de abrir la puerta y recibir la estocada final y kaput, pero a esto le corresponde el poder vivirla a gusto y piacere por donde y como uno quiera a condición de no tener nada que defender. Nadie interviene en la vida de nadie y todos ignoran la vida de todos; la bella libertad de la ciudad con la gran soledad madre de libertades, la muerte sin auxilio, regla del juego tan en las antípodas de la irrisoria oficiosidad de los rústicos, y el gran desafío de ser uno mismo en y con su soledad, y gracias a ella convertirse en persona. Qué querían, seguía Emiliano, que se cumpliesen las obsesiones de Tomás Moro, la sociedad perfecta sin acceso a la ajenidad, sin el pasajero alterador de costumbres (oh extranjero, te canto por tu in – útil transformar la propia transformación, viajero que llegas de lejos y eres sombra al partir, Teorema de Pasolini aportillando el núcleo cerrado, extranjero demoledor y enemigo de esa sociedad endogámica que merece desaparecer, cumpliendo así su triste sino de bestia asustadiza, en el meandro más pútrido del terror).
La lectura de periódicos de Julio coincidía en el tiempo con la revisión de los mismos que efectuaba Emiliano. Cómo seguir ahora al Chino, que iba a estar vigilado porque nadie se tragaría el caso de los navajeros atacando al Sínico sin tímpanos per jocum. Y el Gordo Blechum perdido entre los neones devoradores de sombras, por un lado, o en la fluctuación de desocupados, mensajeros, mendigos y oficinistas a la hora del bocadillo, por otro, hasta no quedar nada del Cerdo Alemán.
Enfrentados, esta vez sí enfrentados Andrada y Curiel: 1) reproche de Julio por el apresuramiento de Emiliano al plantear la bronca; 2) justificación de Emiliano en la necesidad de apoderarse de los maletines del Gordo; 3) reconvención de Julio por el más que posible ingreso de la poli en el caso; 4) contraataque de Emiliano depositando sobre el escritorio de Julio la agenda del Chino y la Magnum para su estudio; 5) reconocimiento de Julio ante las prendas obtenidas, más anuncio de que se avanzaba seriamente en la lectura de los floppies; 6) alegría de Andrada por entrevisto acercamiento a la Rubia fuerte que convertir en vulnerable; 7) nueva reprobación de Curiel por no haber reparado Emiliano, ni Pejíguer, en la placa del Jaguar; 8) respuesta de Emiliano:
– La iluminación súbita es parte de la poesía en la cual habito, querido Julio: acabas de abrir un loch en el camino al hinterland del caso.
– Explícate, y por favor olvida tu retórica.
– Ante todo, lo mío no es retórica, Culito. Sólo es apreciación exacta en el páramo en brumas de la indeterminable incertidumbre.
– Al grano, Emil.
– No puede haber muchos Jaguar registrados en Madrid.
Ese mismo atardecer, Julio Curiel comentaba novedades con Mandarínez, el inspector jefe de noche de la comisaría de Rastro, en tanto compartían una partida de billar. Surgió el asunto de la paliza a los chainatáun y al cliente aquél del sombrerete ridículo, Antonio Pérez Ruffo, arribista gángster, poca cosa, investigado en estos momentos para arrancarle los hilos del entramado en que anduviera. Curiel se la juega y afirma que, según una cocinera de un restorán vecino, por allí hubo un Jaguar, y que valdría la pena contar con el listado de toda esa marca en Madrid.
Julio Curiel, trilero mañoso, ofrecía su ayuda mostrándose varilarguero de primera: Mandarínez dio en el peto, brioso, procurando el origen de tanto interés; y Julio, arrancándolo del caballo, lo banderilleó con que unos chinos se la tenían jurada por un caso anterior y que éste podía ser el modo de ganarles la vez, si de los mismos se trataba. Con lo que Mandarínez consigue la lista y, días después, le comenta a Julio que a la policía le llevará cierto tiempo determinar cuál ha sido el Jaguar aparcado. Curiel fotocopia la lista jaguarina y apela a un chanta de su propia red de confidentes, mejores por mejor pagados que por los polis, desparramados en juzgados, gestorías, ayuntamientos, bancos, esos sitios llenos de gente que por un plus está dispuesta a hacer un favor: de todos los Jaguar, uno había a nombre de un árabe marbellí, con multas impagadas de mucho rodaje por Madrid. A Curiel le bastó un enviado de medio día: al volante de este Jaguar se lucía el chofer del Colt, y detrás, leyendo el Financial Times, el seboso Blechum.
Andrada: – Culito, tus manejos con la poli me la refanfinflan.
Curiel: – No olvides que así nos acercamos a la Rubia.
Andrada: – Buen cebo me echas. Mujeres, dijo el penado alto.
Curiel: – Literatura, Emil.
Andrada: – En este caso, no. Fíjate que Miller, cansado de andar, se la trompica en un banco de plaza, cuando ve llegar a un poli, y como para estos tipos siempre hay algo que declarar aunque no haya nada que declarar, entonces se aleja desestimando incluso su cansancio. Esto no es literatura, Culito. Ya sabes que, en cuanto a los libros, los mejores no son los que enseñan algo, sino los que confirman lo que uno ya sabía.
Curiel: – Para eso habría que saber bastante.
Andrada: – Lo suficiente. Basta la conciencia de la propia mirada.
Curiel: – El hecho es que, gracias a mis contactos adentro ya contamos con el permiso para que Pejíguer cargue su fierro, como tú lo llamas.
Andrada: – Gracias en nombre del bravo Pejíguer. Pero insisto: la gente nunca deja de ser delincuente para esos mendas. Son como Moisés: todos culpables, el complejo judeocristiano remachándole la vida a todo el mundo durante veinte siglos. Agradezco la muerte de todos los rabinos y curas que en el mundo han sido. Entre paréntesis, ya que cayó el muro de Berlín, a ver cuándo se viene abajo el de los Lamentos, así nadie más llora jeremiadas en este perro mundo.
Curiel: – Creo que lo tuyo te viene de una tempranera necesidad de una auténtica Internacional.
Andrada: – De eso, nada de nada, Julio. La verdadera Internacional, la lograda, es la de los polis de todos los países. Colaboran entre sí en cualquier latitud e idioma, y encima piensan lo mismo en todas partes. Y hasta se visten casi igual. Y defienden la familia y todas esas paparruchas. Sostienen el espíritu de cuerpo, y eso es cosa propia de ejércitos, como el de los jesuítas y todos los curas de mierda.
Curiel: – En esto no nos pondremos nunca de acuerdo. Nuestra sociedad tiene establecidos sus términos, sus alcances, las posibilidades y las limitaciones de cada cual. Es en medio de eso donde yo investigo. Esta organización de la sociedad, que yo no pedí, nos llena los bolsillos. Además, hay cantidad de hijoputas reales a los que no viene mal sentarles la mano, como los terroristas de aquí mismo. Estamos atrapados, Emil, como todo quisquí; pero al menos tenemos la inteligencia de haber hallado un resquicio en el cual movernos. Y por movernos como yo lo hago con los polis, empapando de billetes no sólo a ellos sino a mi red, conseguimos saber ahora que el Gordo vive en un chalet de La Florida.
Emiliano Andrada se le pegó a la rueda a Blechum en la entrada a Madrid. Pejíguer hacía de aguante ante el edificio más feo de la ciudad, el Monumento a los Caídos por Madrid, obra del Caudillo en La Moncloa, y escucha la llegada. Se suman ambos al tránsito detrás del Gordo y minutos después Andrada se desvía. Pejíguer sigue al Jaguar en una furgoneta. El Gordo y la Rubia dejan a su chofer en zona Azca y entran en el pub El Tucán Enamorado. Advertido por el trasmisor de Pejíguer, Andrada aparca y también pone pie en el pub.
Allí están el Chucrutense Seboso Blechum y la Rubia Deseosa De Ser Volteada Ya Mismo y, oh sorpresa, se licuefacieron los chinos y acaba de aparecer un negro elegantísimo acompañado por un tipo de gafas y algo calvete, todos sentados a una mesa baja, y él, Andrada, en la barra, adonde en uno de esos silencios de pasó un ángel le llega el nombre del carequiña, que de puro brasileño por la pronuncia suena Yosé Robert Rosha. Este deja entrever algo muy imperceptible entre él y la Rubia, que le concede más atención que la que sería dable esperar de una mera presentación protocolaria; toma algunas notas y agradece efusivamente al negro elegante la posibilidad brindada, etcétera. Andrada pone al tanto a Pejíguer sobre el aspecto de los nuevos invitados del séptimo capítulo de este texto en progresión, como son todos los textos que arrancan y no deberían tener final en ningún momento (siendo el mejor el de que el autor comience a pensar cómo carajo se metió en Gordion). Pejíguer contará luego que siguió al blanco sonriente y al neguiño de tiros largos ocupantes de un Volvo (tenía el número de placa esta vez, y ya habría de saberse que era el de un rentacar alquilado a un tal Frederico Alves da Silva, funcionario de la Embajada brasileña) con rumbo a unos apartamentos de la calle Francisco Gervás. Julio Curiel decide hacerles posta por mediación de un chanta. Y a la siguiente noche le llega la noticia del ingreso de la Rubia en el edificio, así como la de su casi inmediata salida con el calvete incipiente. Tras cena en La Dorada, el membrillo los sitúa en el Gimlet Jazz Bar de la Avenida Brasil, sitio al que se encamina Emiliano pero sólo para ser testigo de arrumacos y del método de ataque del brasileño: las evidencias cantan que Rosha trabaja en corto y por dentro, sin necesidad de doblar para el nocaut ya que la Rubia se muestra dispuesta a tirar pronto la toalla. Por todo lo cual Emiliano Andrada se abandona a un buen momento de la noche: la proyección del vídeo a pantalla gigante de Ben Webster con Benny Carter, Ben logrando que uno agarre la música con todo el cuerpo, Ben pidiendo un buen feeling de acompañamiento para sostenerse en su melancolía de hombre enfebrecido en la dicha de la creación, Ben con «la vieja Betsy», su instrumento su verdadero amor, enseñando que la religiosidad de este siglo descansa en uno de los dos singulares folklores ciudadanos que son el jazz y el nuevo tango, Ben reafirmando la idea de que los músicos encarnan la danza de la creación, a veces espectral, a veces anacreóntica, de que están necesitados los humanos. Siguió la expresión en directo de lo mejor del jazz español, con Iturralde al frente, cuando Andrada se había perdido ya en una más de sus especulaciones, la de que la música sólo había comenzado a emitir entendimiento después de Schönberg, e incluso después del jazz visto por Mondrian, habiendo habido, antes, sólo virtuosi de mayor o menor enjundia, según le picase la tripa a la burguesía de turno, con el espanto del siglo XIX salvo Verdi, todo Verdi, Viva Verdi (por resabios de carbonario elegante y antitirano, pintando las paredes y gritando desde las alturas de La Fenice, más luego las derivaciones a la republicana Loja), salvo ese comienzo del XX llamado Debussy, salvo los Cuartetos Beeth y, hacia atrás, poco que rescatar (Mozart niño, Mozart joven, Mozart de hoy que te diste el lujo de la palabra libertad ante las pelucas; y en esto te siguió Puccini, todo hay que decirlo, frente a las levitas pringadas de caspa) y para de contar. Todo, senderos que se bifurcan en el jardín de especierías de Emiliano Andrada, hasta tener luego que verificar el retorno de la parejita al apartamento de Gervás.
Y poco más que hacer: el enfrentamiento por la mañana con el conserje (porque esos edificios no tienen portero con el que tramitar «Portero, suba y dígale a esa ingrata / que sin su amor no puedo más vivir», como en el tango, sino conserje según lenguaje de sus habitantes fijos, lectores de ABC y de Ya de comida mezquina, rácanos, inútiles asediados por la conservación de las rentas heredadas, especuladores inmobiliarios o agentes de la propiedad en busca de pedigree decente, ocultadores de familiares incapaces de sacramentos en residencias privadas y falaces asistentes a sermón de domingo). Y tras el mojado de billetes a señor tan distinguido encargado de la puerta, muescas en un pelo fácil de cortar, Andrada se hace con datos sobre el periodista brasileño que había alquilado un apartamento «por no más de un mes».
Tres días y tres noches llevaba Charles Rappopport (el ing° informático director propietario de la Sistematics and Tax Research and Investment Business Inc for Oíd United States and New Europe con sede central en Chicago, y en estos días de paso por su delegación de Madrid, amigo de Julio Curiel) ante el Macintosh Ilfx que para él era un juego de niñatos, y, ya en su habitación del hotel, con el laptop T1000SE. Su primera dificultad: acostumbrarse a un programa en castellano; y la segunda: los floppies copiados por Andrada comenzaban con un lenguaje de iconos casi sin ton ni son y seguían aun peor. Sospechaba la existencia de una serie. Se dijo que, como en todos los ámbitos del conocimiento, el fundamento es la decodificación, y siguió presionando el ratón.
Julio Curiel, a través de sus contactos en la Oficina del Portavoz del Gobierno, había averiguado que Rosha era un enviado especial de recorrida por Europa para entrevistar a industriales interesados en invertir en Brasil. En España se había procurado reportajes a gente comprometida con el automóvil, la petroquímica, el textil, los congelados, hierro, astilleros, cemento, e incluía en su agenda a la firma Ferreiros Hnos dispuesta a ampliar sus actividades, si el tiempo no lo impide, con permiso de la autoridad y bajo su presidencia, y con sucursales en Bilbao y Málaga.
Emiliano Andrada llamó a Rosha y le pidió un encuentro, dada su condición de relaciones públicas por libre de diversas firmas españolas dispuestas a la expansión en América latina. Sus datos y su reclamo se los había facilitado la Asociación de la Prensa Hispanoamericana, y las charlas con Rosha habían avanzado lo suficiente como para que, una noche, el brasileño, la Rubia descapotable y Andrada cenasen en Lhardy, a invitación del último. La Rubia se había puesto por nombre Yvette y pronunciaba a lo centroeuropeo, pero su oxigenado la vendía.
Rappopport consiguió establecer el orden de las series de símbolos en progresión. Una la implantaba un icono en primer término (sólo después de tres líneas carentes de sentido), que aparecía en 2° término en la 2a, en la 3a en 3o, y, a partir de aquí, todo se complicaba. No había reiteración subsiguiente, hasta que descubrió el salto por progresión inversa, comenzando entonces las series 12a, 11a y 10a; luego se retomaban la 4a y 5a y se pasaba a la 9a, bloqueándose la 8a y quedando la 6a y la 7a establecidas después de una reiteración de iconos sin tampoco significado.
En el T3100SX de su piso, Curiel había podido poner en orden la combinatoria de nombres hallados en las diapos del Sínico y los de su agenda. En cuanto a la Magnum, era un modelo que Ferreiros Hnos de España tenía concesión para reproducir excepto dos elementos, para los que en el Ministerio de Industria había registro de importación, con aval del de Defensa. Al parecer, las chicas no entraban en la red de las herramientas, y sólo deberían ser utilizadas de complemento para directivos de empresa sin tiempo que perder. Podía ser un negocio paralelo de Chuang, trata de blancas (para el caso, de chinas y negras). Unas pocas surgían como privilegiadas visto el cómputo de citas, y sí eran blancas de la trata. Así que material prescindente, a no ser una morena que, estudiada luego mediante scanning, redescubría a una mujer conocida. Había que insistir en el recorrido de sus líneas en decúbito supino, como en antiparas, para saber cómo había actuado la liposucción en los muslos, a más de los resultados de la rinomentoplastia. Como puede apreciarse, el pecado del scanning es el voyeurismo. Se trataba de la Rubia, pero en moreno.
Emiliano apretó las clavijas con juego de rodilla por debajo de la mesa y cara de puro azar. Y a la Rubia Oxigenación no le temblaron los cóndilos femorales. Rosha comentaba lo bien que le había ido por Europa, asombrado todavía a lo tercermundista en viaje primerizo ante tanta cultura junta en diversos idiomas. Y las rodillas seguían conglutinadas. Así que cuando el brasileño acudió a los servicios, Andrada pulsó la bordona y el canto de la Walkiria comenzó a hacer gorgoritos: debería pasar la noche con Yosé Robert, a lo que Emiliano contestó citándola de todos modos en un apartahotel que acostumbraba tener en reserva para casos como éste. Rosna reapareció, notándosele que se había retocado los pocos pelos que le quedaban por el agua todavía reluciente en los calveros del bosque. El arreglo, según antiguo método de Andrada, había consistido en que si la nena aparecía, bien, y caso contrario, bien también; él sabía mantenerse a cubierto con algún texto a mano, además de su continuo darle a la fraustina. El caso es que la Oxigenada aceptó tirar de paseíllo luego, si podía deshacerse de Rosha, para que Andrada la sacase a hombros por la puerta grande si la faena resultaba ser de dos orejas, rabo y vuelta al ruedo, y si el estoque entraba hasta la gamuza.
Rappopport había logrado convertir las series a un remisible alfabeto pese a su castellano, más bien el de La tesis de Nancy. Hasta que, de pronto, el laptop pareció enloquecer. En lo que parecía el final de cada dato se habían reiterado dos dígitos también en serie, con el añadido de otro más, aleatorio. El ing° había prescindido de ellos con el propósito de mantener un criterio medianamente racional en la traducción. El resultado había sido bastante apreciable. Pero ahora todo se ocaseaba más que el sol para Anubis. Las series quedaban en suspenso y se hacía presente una codificación que alteraba todo el interlineado:
No había modo de encontrar un registro conformado que la aclarase, y puesto que su configuración quebraba de modo tan tajante el sentido del almacenado, allí sólo podía haber un mensaje.
Si bien Andrada nunca dejaba de morder la esclavina en los inicios de una faena, no por eso iba a pretender que el toro no le calamocheara un poco. Pero una vez esperada a puerta gayola y dominada con verónica rematada en revolera de sus caricias, la Rubia, desnuda en el coso, le pareció un poco floja de remos. Había estado dedicado a Ueda Akinari, tras haberse colmado de reflexiones sobre el viaje del hombre por la tierra gracias al gran Basho. Así que cuando llamaron de recepción, abriendo el portalón, había dejado de lado las Sendas de Oku, habiendo dado paso a la Cita en el día del crisantemo. Este repaso a los orientales (los citados, y no todos al buen tuntún, y menos aún los de textos sagrados que cuentan las veces que deben moverse las aletas de la nariz para ser feliz, chantapuefada pura en dictamen de Michaux) le vino bien para su actuación; se ajustó el haiku zen necesario y avanzó con su clásica introducción a la oreja (que «A una mujer siempre hay que hacerle la oreja», acorde tesis de amigo suyo, otorrino). Insólito: con la Oxigenada de más manguera que bombero también dio resultado, con lo que Andrada ganó en acercamiento de dedos acezosos a los labios pelvianos.
El ing° de Chicago insistía en descubrir el significado del dígito final apreciando que aparecía la cuantificación de tres cuatros, dos unos, cuatro ceros ceros, un cinco y un resto de sietes carentes de interpretación
Andrada trabajaba ya en la inserción de sus papilas calciformes, que al tiempo produjeron una reacción oceánica sorpresiva: el oleaje vaginal se hizo patente sin rumores anunciadores de olas lentas en la playa, que era lo acostumbrado, sino con la violencia de un tornado contra el malecón, algo que no dejaba de llamar la atención en aquella vagina altamente coriácea de los tantos embates a que habría estado expuesta. Emiliano se concentró empero y siguió aplicándose al conocimiento de la mujer por la realzable zona de su descubrimiento, zona de estudio de lo que denominaba «ciencia de la estratigrafía vaginal». El perfil de la roqueda mostraba, gracias al catéter de cada una de sus papilas, unas divisiones cronoestratigráficas en las que se repanchigaban trilobites y foraminíferos, paisaje muy del maestro del arte degenerado Max Ernst, grande entre los grandes, quedando demostrado así el valor de algunos logros de la cultura, tanto visual como de la petrografía: la 90 – 60 – 90 poseía un yacimiento vaginal en el que podían reconocerse tell mesopotámicos. Con risas para sus adentros, Andrada siguió ejercitando en el orificio los poderes de su martillo neumático lingual, observando que la Rubia había llegado ya al punto de los chillidos porcinos mezclados con una especie de respiración asmática. La escala iba en aumento, y si bien la coloratura de la Rubia no era la de Lily Pons, aquello se extremó y, en el momento de desprender su cabeza de las tenazas de los muslos, Emiliano echó una ojeada al reloj de su muñeca para saber cuánto haría que andaba por aquellos parajes. Apresuró el trámite. Giró a la Oxigenada hasta situarla en decúbito prono, presionó con la mano derecha en la velluda pelvis sagazmente recortada para uso de tangas y mantuvo la izquierda en semiarañazo entre los omóplatos. Ella respingó, por lo que Andrada se dijo «Agárrate, Catilino, que vas a cabalgar» y levantó las ancas en verdad que firmes (pero más que seguro que por liposucción) atrayéndolas hacia sí. Entonces, debidamente envaronado, buscó con calma el ingreso a las moradas de Dios y fue acercando el pulgar al quevediano ojo del culo. Cuando tuvo el ariete en orden de ataque, curvó de golpe el tórax hacia atrás como con la intención de sumergirse de espaldas en un hondón al pie de un fiordo, se impulsó con apoyo en el reborde de la cama, asestó el pulgar hasta las oscuridades del hoyuelo de defecación y, habiendo dejado el toro bien alineado, se lanzó con deseo de ensartar un estoconazo hasta la bola; una vez establecidos tales parámetros, trabajo en los dos orificios a toda la velocidad que le permitía su continuado entrenamiento en este campo. Segundos después, la Rubia respondía con ganas de devorar la almohada, Andrada retornó a las puertas del templo, esperó un momentísimo para preparar un impulso feroz, elevó aquel cuerpo potra en doma, ejerció suma presión sobre sus ubres con ambas manos y volvió a ingresar con plenos poderes hasta lo más recóndito del orto helíaco. Pero no siguió elaborando el material; a un pez como aquel había que saber largarle sedal para atraparlo bien (siempre su objetivo), por lo cual salió repentinamente de la excavación y comentó algo así como que un trago le vendría de putamadre. Esquivó, casi a punto de dejar el lecho, el garranchazo de desesperación de la Rubia sin resuello, y se levantó. Cuando terminó de servirse un escocés, a la Rubia Trofeo se le habían abierto los poros de tal manera que hubiese podido penetrarla por cualquiera de ellos, se le había corrido el rímel y el carmín se le había desdibujado, y quería prenderse en una fellatio con él de pie. Pero de nuevo en decúbito prono, esta vez Emiliano presionó con todos sus dedos el centro de los omóplatos y subió y bajó de golpe una caricia bestia desde la base del cuello hasta el nacimiento de Tas nalgas de la nena, siguiendo la columna vertebral y repitiendo este movimiento casi sin prestarle atención. Mientras el Cuerpo se retorcía hasta querer partirle el pene por aquellas profundidades donde debió vivir Cristo en los tres días en que se fue por ahí de la tierra, Andrada dio con el ritmo mecánico preciso para que ella siguiese pasando de contralto a soprano. Allí surgían el jadeo y ese habla que siempre le habían llamado la atención (y también a Fellini, lo que le condujera a filmar La cittá delle donne), muy propios de las mujeres, esas incongruencias de las previas al orgasmo, tan curiosas y generadoras de la harta risa interior de quien las trabaje (lo más divertido de ese circo instantáneo, con las pequeñuelas contorciéndose en tanto nombran todo lo imaginable, desde un trapo hasta el mismo Paraíso, como asimismo lo atestiguan Fellini, Zapponi y Rondi*, didascalia del lenguaje del guiñol a lo Artaud). A estas alturas, Andrada advirtió que la oxigenación, por finolis que fuere, era un hecho, e Yvette, un invento de su verdadera detentadora, la que habría de revelarse como Mayte Madroño, de Vista Alegre. Nuevamente Emiliano le cortó la posibilidad de completar el orgasmo, y ella comenzó a gemir porfavores, girando sobre sí, abriéndose en toda su extensión y mentando a su propio padre. Andrada ya había escuchado aquel « ¡Papá!» en muchas otras ocasiones; pero éste podía conducirle a donde quería. Acompañó el nuevo ingreso del pene con el dedo índice: ambos mecanismos se hundieron cornilados en aquella fosa abisal de Mindanao, la más profunda de esa nada pacífica muñeca que, a punto de estallar, se vio amenazada por la manera de detenerse de Andrada, quien la contempló, deseosa de quedar exhausta y agitada a lo corcovo feroz. Ante su rebrinco de gañafón – toro algo molesto ya -, Emiliano decidió el final, cuidándose de no ser arrastrado por la vorágine; y a la Falsa Yvette se le desgarró el diafragma enronqueciéndola hacia los mundos de la nada, en ese evohé que ofrecen »as mujeres en el clímax.
La raya que Rappopport se preparó fue de casi un gramo, único modo de mantenerse en pie. Inhaló con un canuto de 10.000, recuperó con las yemas de los dedos los restos de Erylhroxylum dispersos sobre el tablero de mármol de la mesa del hotel, se las estregó por las encías y se sintió lo que se dice bien. Forzó su experiencia en estocástica y el mensaje empezó a quedar claro. Los dígitos de cierre, y sobre todo el último, solo podían representar vista su discontinuidad, el nivel de importancia (¿por qué no de confianza?) de cada miembro de aquella organización, sobre todo porque no se hacían visibles en todas las líneas; pero sí, uno, en el mensaje: había aquí un cinco que no se repetía nunca; el hombre de referencia al pantalán debería ser el más importante. Estaba asimismo aquel teléfono con el prefijo de Málaga, que si no era la dirección que esperaba Curiel, al menos suponía algo. Y cuando tuvo todo domeñado no gritó « ¡Eureka!» por la sencilla razón de que no se estaba bañando.
* Véase Federico Fellini, La ciudad de las mujeres (guión y estudios), tr. esp. de RPM, edit. Nuevo Pensamiento, Madrid, 1981; pp. 76 – 82.
Mandarínez, después de un adecuado tratamiento de dos de sus colaboradores al ínfimo Pérez Ruffo, llegaba a una conclusión: engayolar preventivamente al Chino, requisar el despacho de San Bernardo y solicitar el apoyo de la Brigada Central. Decidió no presentar la declaración en el juzgado hasta tanto no cubriese el turno correspondiente un juez muy amigo, Carsada, que sabría cómo acelerar los trámites saltándose más de una reglamentación y sin dar mucha bola a disposiciones insertas en el BOE, lo que sólo podría ocurrir cuarenta y ocho horas después.
Emiliano Andrada hizo una parada en el burladero y volvió con la espada. Manejó el trapo muy sereno, estilo Viti asentado en los talones. Jugó con los dedos índice y medio al modo de un obturador en el tercer ojo de la Rubioñiga, algo seco ya, y su mecánica embocó adecuadamente por la callejuela: la Oxigenada tensó el torso en ángulo recto con la sábana, se dejó caer hacia atrás, alzó las patotas, tijeras en manos de un niño, y sujetó a lo boa constrictor el cuello de Andrada, quien, obligado por la situación, bajó al pesebre nuevamente y allí se encontró con la Sagrada Familia en pleno y él sin Gaudí a mano; esta vez mordió las escarpaduras del Cañón del Colorado y le vinieron ganas de perder la nariz en aquel colosal olor de las interioridades de la mujer, pero abandonó la tarea con rapidez para penetrarla en clásico trabajando cual metrónomo con la intención de doblar al toro, en tanto jugaba apretando rítmicamente los pezones, elevándolos hacia la boca de ella, que se esforzaba por hincarles el diente impulsando desde abajo la totalidad del tetamen. También Andrada lanzó un alarido, poderoso en la noche, que coincidió con los aullidos de la Rubia que se revolcó una, dos veces, en busca del agotamiento, Emiliano firme en el esfuerzo a pesar de la descarga (tenía un objetivo), y hubo un quinto y un sexto (éste de finiquito) estertor. Hubiese querido descansar, pero estaba en horario de trabajo, por lo que se incorporó prescindiendo del estado de su riñonada y, con la excusa de otro escocés, se levantó. La Rubia Trofeo se enterneció y empezó a murmurar. Como en todas las culturas, el quid estaba en el orgasmo: a una mujer a la que se le arrancan varios orgasmos seguidos se le puede pedir lo que sea, que es capaz de regalar hasta el body, ya en su exacta acepción inglesa, ya en la de la prenda interior con aquellos tres corchetes de a veces mucho trabajo en el culmen venusiano. Ella, suave – cito, comenzó a contar su vida como hace toda mujer con alarido satisfecho de orgasmo clitorídeo y vaginal simultáneo: era más pobre en ideas que yanqui estudiando en Granada, pero historia sentimental va, histeria abandónica viene, posibilitó que el atento Emiliano condujese el cabestraje de palabras con maña; lo importante: del Chino había pasado asignada a Blechum, encaprichado con la muñequita; el Gordo ordenaba embarques con destino a Bilbao; con Rosha se había enganchado en las preliminares de una entrevista concertada por Alves da Silva; y había un tal Cristo en Málaga al que odiaba porque lo amaba: era el responsable de su entrega al Sínico en épocas que no quería recordar ni entre lágrimas, y ella había entrado en el juego por amor. Cristo tenía negocios con Chuang, además del de las mujeres, y se emborrachaba en el pub de un americano. Pero, sobre todo, Blechum le daba asco, e incluía en su rechazo a José María Madriguera, un capo de los empresarios españoles con el que aquél solía reunirse. La Rubia quanta species cerebrum non habet, enternecida, pasaba a ser peligrosa: el problema sería ahora el de cómo quitársela de encima, sabedor Emiliano de que una mujer bien orgasmeada se adhiere como una lapa. Pensó en Pejíguer y en la manera de pasársela, y que ella se quedara entonando aquella copla boliviana de F(austino?) Rivera: «De terciopelo negro traigo cortinas / para enlutar mi pecho si tú me olvidas.» Y en relación con su posible incidencia mental, debería recurrir a la transferencia y dejársela, una más, a Rudolph La Dagga, lacaniano dueño de las pulsiones de muerte, su psicoanalista, un verdadero Simónides de Amorgos del psicoanálisis, el griego autor del nomenclátor de los diez tipos de mujeres posibles, lo que siempre es de agradecer y favorece una buena partida de caza de estos encantadores animalillos por el bosque.
Se acarició la pantorrilla desde el nacimiento del tobillo, siguió por el muslo y tuvo la mala suerte de que se le corriera la media, negra cristal y con costura, justo donde el liguero mostraba el nacimiento del pelo sobre un músculo canijo. A Emiliano le aburría, pese a Patricia tema rememoración de La dolce vita antes de que Marcello vea el ojo del pescado y todo en su vida siga siendo sonido y furia al no cruzar el arroyuelo que desemboca en el mar del psiquismo fetal de Fellini. Cristo el Maricón seguía procurando imitar lo que en los peplums era la danza del vientre versión cinemascope; se había acomodado la pudencia hacia atrás, en dirección al ojo quevediano, presionándola con un slip de fuerte banda elástica que la hacía desaparecer y que se transparentaba a través de una abombachada braga francesa de satén. Disimulaba la falta de pechos con una boa de plumas gigantescas y coloridas que maniobraba con cierta gracia cada vez que sus brazos se enroscaban en su propio cuello, antes de salir despedidos en sucesión de cuatro en cuatro compases sobre aquella moqueta que, para el número, estaba cubierta por varias pieles y una alfombra de peluche digna de un ama de casa de ciudad dormitorio. En una de sus rotaciones, el cuerpo de Cristo el Maricón golpeó contra un puff y unos impecables Lottusse. Estos rechazaron, desagradados, las sudorosas carnes de Maurizio Cortejo, que se había ganado el mote de Cristo a fuerza de años de masoquismo y una tenue barbita muy Irazoqui, estampa imaginaria de aquel Ecce Homo que quizá nunca existiera. Andrada se concentró en algunas nenas de su última cosecha para motivarse y enclavó en las pupilas del humillado Maurizio la más tierna, comprensiva y protectora de las miradas que pudo ofrecerle de todas las de su manifacero recordatorio femenil. Enders, el dueño de los Lottusse y del pub Iwo Jima Sands, de Málaga, se levantó e indicó a su camarero, el coreano Sun Pak Ree, que le preparara un combinado. En un extremo de la barra, Pejíguer hacía manitas con las regordetas falangetas de Lo – les la Pecosa, reclutada por Cristo en las cercanías de Conil antes de declararse abiertamente homosexual. Cortejo se quitaba con garbo los largos guantes Gilda, y Andrada tuvo que esperar a puro trago de escocés y labia gaélica puesta en una ciudadana de Malmö que el amujerado completase su actuación de veleidades sexuoides y que retornase no totalmente desmaquillado, ofreciéndosele.
Rumbo en la noche hacia otro sitio más secreto, el Butterfly-Pinkerton, Andrada cogió del brazo a Maurizio y le dio a entender sus poderes sexuales. En la intimidad del pub, y entre emanaciones del pésimo alcohol que consumía, el artista nocturnal, a trancas y barrancas, y en base a promesas de noche orgiástica con Emiliano, y porque «somos un sueño imposible que busca la noche / para olvidarse del mundo, del tiempo y de todo», especificó una dársena, el nombre de un barco y el titular (Enders) de un teléfono implicado en el entramado. Ahora debía partir, pues se tenía por costalero responsable con ensayo en esa trasnoche; quitándose aún las abundancias de rímel y de corrector de ojeras con toallitas húmedas que manipulaba experto, Cristo el Maricón se perdió en las brumas de la Alameda, y todo fue promesa para el término de la procesión de la noche siguiente; entonces Andrada se las arreglaría para quitárselo de encima, ya que si alguna vez se imaginó con un tipo en la cama, también en el acto pensó que no era lo suyo: debería perderse el registro de contralto tan hermoso en el catre para aceptar el de barítono o bajo, o el de tenor enrevesadamente amanerado. Emiliano se quedó con la sensación de que las camareras del Butterfly – Pinkerton habían prestado demasiada atención a su charla. Ya en el hotel, comentó con Pejíguer los pasos a dar en la dársena de la que había partido el South Mayflower veintiún días atrás, así como los sobornos que efectuar para conseguir las guías de embarque.
Al día siguiente, ya en posesión de los datos que los habían conducido al pantalán 6, más copias de las guías verdaderas de los contéiners añadidos allí a las bodegas del barco, decidieron permanecer en Málaga esa noche como testigos de la superstición institucionalizada. Cuando vieron llegar a la Dolorosa procuraron arrimarse al paso entre la multitud para seguirlo de cerca, con lo que tuvieron oportunidad de ver caer a Maurizio junto con otros costaleros, todos temulentos y determinando, con sus trompicones, el bailoteo de la Virgen. Tres de ellos se levantaron y retomaron sus puestos; no así Cortejo, de quien se alejaba para perderse en la procesión, cabalmente ante las gradas de la Tribuna de los Probes, un sujeto aceitunado, bajito y velocísimo, que bien podía pasar por gitanuelo. Sun Pak Ree acababa de sajarle la yugular a Cristo el Maricón, que no pudo continuar de costalero de una de sus pasiones, la Dolorosa, y cuyo cadáver sería recogido mucho después por el servicio de orden de su cofradía. Pejíguer y Andrada montaron en su Ford Fiesta de alquiler, coche de pasar desapercibido, y se dirigieron a un local. Estaba cerrado. Intentaron forzar la puerta en un primer impulso, pero ésta era de las de cinco anclajes y con antipalanca. Corrieron, por ver si había más suerte, a los fondos del Iwo Jima Sands, y allí, en el Callejón de las Trinitarias Obscenas, toparon con un cuerpo magullado y rajas en una cara: Yo sé Robert Rosha sólo atinó a decir «Nao tem ninguém». Y, en verdad, no quedaba nadie. Los que había habido habían dejado su séptimo sello en el rostro del periodista rebobinado hacia la desfiguración. Emiliano guardaba ya su Luger P-08 del 7,65 – mantenida a punto por aquel armero sumamente versado, magnífico en el cuidado de fierros que se suponía fuera de empleo, Juan Madriles – y Pejíguer sostenía una Astra en ristre, vigilando la salida del callejón. Andrada cargó a Rosha hasta el coche y, después de un golpe de tubo a Julio Curiel – quien le anunció que la Brigada Central, siguiendo el cante de Pérez Ruffo y alguna chirinola largada por Chuang, estaba en camino del pantalán 6 -, recibió instrucciones para que al brasileño lo atendiese un médico de confianza.
Rosha tenía buena nariz si bien de ella no mucho le restaba: había olido algo gordo, apostando por una primicia a partir de palabras de Yvette Madroño. Pero tropezó con Enders y sus amiguetes. La paliza le cayó por indagar en la conexión entre Blechum y la enruna en que se movía el dueño del Iwo Jima Sands. Andrada le recomendó que lo olvidara todo.
En su Peugeot 505, en Madrid, Emiliano rebuscó en la guantera mas no encontró el casete de Malagueña salerosa; por lo que se conformó con escuchar lo que a Cristo el Maricón le hubiese placido que Machín le susurrase: Dos gardenias para ti. Y comentó:
– ¿Te gustan las mulatas? Podemos darnos un atracón.
– Lo lamento, Emil. Espero la confirmación de mi partida a Nueva York. Me voy de sparring con el grupo de Búfalo Martín. A lo mejor…
– Suerte, Pejíguer. Apenas pueda, voy a verte. Arregla la guita con Julio. Y, para estos días, no olvides que la Rubia Fenómeno sigue en Madrid.
¿Por qué los dueños de perros – cuyo auténtico habitat es el campo para ayudar a arrear el ganado – no hacen cagar a sus animales en sus casas? He aquí un misterio de la condición humana. ¿Y con qué derecho se tomaban la atribución de embadurnarle de mierda el calzado? Y ahora no sólo sus charoles, sino también, por salpicadura, los bajos de su impecable terno de poplin blanco para desplazamiento carioca entre campanudas bundas de mulatas. Asoció con aquello de Onetti – ¡grande! -, quien, preguntado por los escritos de un mariquilla español que manchaba papel y que dialogaba con una bestia, contestó que él sólo estaba dispuesto a conversar, como todo ser civilizado, con personas, y que no le interesaba la obra de alguien que hablara con un perro. Andrada sabía, además, que estos bicharrajos cumplían tareas de acompañamiento con tres especímenes fácilmente reconocibles en cualquier ciudad: 1) los nazis; 2) los maricones; 3) las viejas o las solteronas necesitadas de lamida chochal. Ninguna otra persona carente de estas tres características necesita un perro al lado.
El caserón lindero al Largo do Boticario no mostraba vida humana, y sí presencia de tres dogos y dos doberman por el amplio jardín. Andrada, enemigo de la rabia y la hidatidosis, se valió de alambiques improvisados en casa de un antropólogo de Río, Wilcon Pereira – a quien le había enviado un amigo común, el morocho Palacios More, autor de una interpretación arreligiosa de la macumba* -, para poner en acción una fórmula esencial, con sus variantes:
MODO SEGURO DE ENVENENAR PERROS
Mézclese hojas de estramonio con veneno de sapo (Bufo vulgaris); puede añadirse ftalofyne (fármaco) y bayas de dachne (arbusto ornamental) o jequirití (legumbre, sólo una semilla). U óptese por la hierba carmín con promazina (fármaco: paro cardíaco, cianosis, apnea); o por perlitas matarratas que contengan talio (tóxico). Mézclese todo, aun cuando un solo elemento, aislado, baste. O apélese a la estricnina, que actúa sobre la médula espinal: produce opistótonus (convulsión de los músculos) y muerte por agotamiento de la suprarrenal o por apnea. Fuera de horario de farmacia o droguería, decidirse por moler vidrio, con precaución. Cocinar carne picada con especia fuerte (orégano, albahaca, tomillo, etc.). Hacer albóndigas con todo o parte de ello (utilícese dos cucharas) y arrojarlas por encima del vallado donde hubiere perros, o bien en parques y plazas que suelan frecuentar. Esperar los efectos bebiendo un escocés, un chato, un fino, una caipirinha, un vodka o un gimlet (jamás un cubata, que es tontería de niñatos hamburguesoides o botutos ecologistas, como son todos los ecologistas).
La fórmula y sus variantes le habían sido proporcionadas por su amigo Carletto Nappi, florentino y notable médico y envenenador de grandiosa tradición Medici a lo Lugosi en The Devil Bat exquisito coleccionista de arte: un Rothko, interioridad metafísica por apareamiento de color, un Arshile Gorky, lírica elaborada llena de carne inapresable, varios Charles Lantero, demoníaca danza del arrebato obsceno por la mancha… Todo esto recorría la mente de Emiliano como sobreimpresión sjostromniana mientras, con las albóndigas prestas a la punción y camisa y pantalón negros, llegaba a los perros y continuaba con su plan, iniciado en Río en una visita a la Alfândega para comprobación de las guías de embarque en Málaga. En un largo almuerzo largó grumo de dólares cash a funcionario responsable (el tipo no aceptaba cheques ni loco) en cantidad suficiente como para larguísimas vacaciones en las aguas rojas y verdes de Guarujá. De ahí surgió el caserón del Largo do Boticario. El personal cumplía su horario y por allí dejaban a los perros. Después de ejercer de albondiguero civilizado bajó hasta el Largo do Machado y cenó en el Lamas con Paulo Moura, el jazzman de Río que había nacido con la quinta disminuida de Parker puesta. Cuando volvió a lo suyo, dos mastines dormían el sueño eterno, uno mostraba efectos de cosecha roja y otro claudicaba; a éste le levantó los párpados para mayor comprobación, y entonces se le arrojó encima un último dogo de escasas fuerzas ya, al que esquivó y abrió en canal con su navaja albaceteña: lo cogió de las patas traseras y lo arrojó a un barranco que seccionaba el jardín. Después del semejante gustazo de oír cómo se pulverizaba la cabeza del perrote, se tumbó para controlar la efectividad de su tarea y alumbró con su linterna. Al fondo, un portillo disimulado en la hierba parecía esperarle. Trabajó con la ganzúa. Y ahí se armó el rebumbio.
* Véase Rene Palacios More, Río de Janeiro, cap. «Especulaciones sobre el terreiro», edit. Nueva Lente, Madrid, 1982; pp. 97 – 99.
En un femtosegundo le cayó encima un ser deforme que quiso estrecharlo en sus brazos. Ciego, Andrada rajó con la albaceteña algo de aquel Yeti que lo superaba en fuerza y altura: era el hipocondrio. Sin embargo, al desplomarse, el Hombre de las Nieves manoteó a la desesperada las piernas de Emiliano, pero éste le ayudó a que durmiera por siempre tu tía de una violentísima patada en el tabique nasal. Y estallaron las sorpresas (una no menor por esperada): saltaron las tapas de unos cajones y se vieron muchos, pero muchos, Rimanelli 48:X con sus miras telescópicas perfectamente embaladas. Y había también Semtex – H como para hacer volar un país; y, siguiendo con la investigación: Yeats de largo alcance; Perse con culatas barrocas; D. H. Lawrence para disparar en tormentas nocturnas; Connolly lentas de armar pero quemantes como lupa. Excelentes armas italianas: unas Ungaretti, de poco peso aparente pero muy certeras; Móntale de exacta mira; cien Quasimodo de repetición. Y varios cientos de Hawthorne, metralletas que destruyen a cualquiera que se haga el fantasma; Crane con sus variaciones, modelos Stephen y Hart; y unas pocas pistolas Dickinson, efectivas a corta distancia y más de uso por parte de damas. Y asimismo los poderosísimos Pound, misiles con los que se podría atravesar hasta las placas de continentes a la deriva. Y marcas francesas: Duprey, Char; y belgas: Scutenaire, o Chavée. Había Wordsworth, que siempre fallaban, así que no supo qué hacían allí; y O'Casey, tremebundas. Aquello era un verdadero arsenal. Entre las armas del Este destacaban los fusiles Conrad, con los que se disparaba en cualquier mar sin jamás riesgo de oxidación; y unos revólveres Iwaszkiewicz, antiguos y sólidos. El resto de armamento de esta última procedencia, sobre todo el actual, resultaba algo flojo y a su empleo sólo podrían aspirar grupúsculos desplazados por la historia o escuadrones de la muerte. Había también unos Arlt inconmensurablemente perfectos, producción del Sur añadida al cargamento. Y al remover más cajones apareció un tipo amarrado y casi desfigurado (¡nuevamente!): José Robert Rosha.
Lo desató y desamordazó. En la huida del caserón, el carequiña comentó que, en compañía de su ayudante, la periodista Mirian Lopes Moura, andaban de hacía tiempo tras un asunto de drogas, habiendo dado con un empresario español, un tal Sánchez, diputado y dueño de una hacienda de 25.000 hectáreas en la frontera de Brasil y Bolivia; y que a su regreso de Málaga, Mirian le informó que este sujeto, gran amigo del activo dirigente Madriguera, industrial perfumista, era uno de los principales introductores de droga en España vía Costa del Azahar. Mirian y Rosha habían topado, hurgando en conexiones entre la hacienda y Río, con las armas obsesión de Emiliano Andrada. El Yeti lo había desfigurado ese mismo día, cuando andaba husmeando y el personal de Sánchez lo había descubierto. Antes de desmayarse tuvo tiempo de enunciar:
– Es que todo esto es muy negro.
– ¿Como tu rostro ahora?
– No, más. Negro como tu alma, meu chapa – terminó, ayudándose de una gíria algo antigua.
Así se completaba el circuito. Alguien (Blechum), usando una corporación, colocaba las armas en Bilbao a nombre de Ferreiros Hnos; alguien con influencia en Ferreiros (Madriguera) efectuaba el traslado a Málaga; aquí, álguienes (Enders, hombre de la CÍA, y Sun Pak Ree) consignaban los contéiners a Río. Y en Janeiro los recibía gentuza muy simpática – que tenía como último orejón del tarro al Hombre de las Nieves – que a su vez entregaba los fierros a agentes de Pinochet, según descubrimiento de los periodistas, allá, en los fondos de Brasil, hacia Corumbá. Pinochet no gobernaba ya, pero seguía necesitando armas situado exactamente detrás de esos malditos democristianos que habían preferido dieciséis años de desesperación chilena con tal de tomar el poder con Aylwin antes que aceptar a Allende. Rosha había querido ir lejos por cuenta propia y ahí estaba su desfiguración. Andrada lo recomendó a un excelente cirujano plástico, y Yosé Robert decidió que después de la reconstitución de cara – con lo que saldría ganando – estaría en condiciones de trabajar en la televisión de Sao Paulo, en la SBT. Y llegó el fax.
Exigía el regreso de Andrada a Madrid: firmado, Curiel. Andrada hizo entonces algo excelente para su salud. Volvería días después, no de inmediato, por tener que gozar («La mulata es el mejor producto de exportación de Brasil», solía afirmar Vinícius de Moraes, que en su prosa sí pero en su poesía no, como Borges, que nunca pudo ser poeta, y mira que era esforzadito el pobre): Iara, presentada a Emiliano por un antiguo amor de casa holgona, Jungla, la bella de Curitiba. Y se entregó a Río, a la vibrante negritud. Y fue aquél un amor verdadero, porque es el que se deja para volver en cualquier momento o nunca. Luego, en el avión, pensó en qué alegría Fujimori, qué gran jugada (¿suya o de Alan García?, qué importaba), la manera de pararle las patas a esa burguesía criolla terca, reacia, servil y entregadora a lo Endara, ahora representada por un intelectual («Nadie traiciona a su clase»), enseguida ensalzado por algunos lameculos de los yanquis y el intelecto, porque nunca falta y siempre abunda un buey corneta.
Charla con Curiel con resultados: la presión de Madriguera y su empresariado hizo que se detuviera todo, incluso la acción de la Brigada Central. Blechum, Alemania – Madrid en su Lear – jet privado. Chuang, sordo y libre bajo caución. Pérez Ruffo también en libertad, condicional. El hombre de la CÍA debía seguir con su pub por consejito de la Embajada americana a cambio de la entrega, carne de patíbulo, del camarero coreano.
Todo en su sitio. Y que Andrada no anduviera por restoranes chinos durante un tiempo. Pero según Julio:
– Nosotros cumplimos con la Orga, así que me voy a Viena. Tenemos para gastar una larga temporada.
A solas en su bulín, la gloria de su soledad, se dispuso a disfrutar con el Giorgio Gaslini Quintet: le entró por todo el cuerpo La risata, nunca más oportuna. Y comenzó a hojear otra vez a Séneca, no el de la justificación de la burocracia, sino el de las tragedias, para entender mejor a Shakespeare, y porque a un texto lo cierra siempre otro texto. Gaslini se derramaba en su Omette or not y la ferocidad de su homenaje le recordó que en Shakespeare se mueren todos sin remedio, no como en su vida, ay, su vida en ese Miacum del Itinerario de Antonino, hacia el hecatombeón del 90.