LA HISTORIA NO ES COMO NOS LA MERECÍAMOS

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Durante cuatro semanas la prensa local convirtió a Leocadio Minguez en mercancía informativa de primera página. La quinta semana las aventuras y desventuras del personaje pasaron a las páginas interiores, pero aún merecían titulares destacados. Poco a poco decrecieron y finalmente Leocadio Minguez desapareció por el ángulo inferior derecho de una página par, que ni siquiera iba numerada. Pero de pronto Minguez volvería a ocupar por merecimientos propios la primera página y un titular que la ciudadanía no pudo evitar: Leocadio Minguez se ha suicidado. Carvalho había pellizcado las carnes informativas de la fugaz estrella de los medios de comunicación, ocho semanas de estrellato decreciente, como solía pellizcar el resto de la información: con la punta de los ojos y de paso, Ramblas abajo, a medida que la prensa reclamaba desde los kioskos interés por aquel presunto delincuente, descubierto como «tapado» de negocios de especulación que salpicaban a destacados políticos. Minguez se había tomado dos tubos de somníferos y a continuación se metió la cabeza dentro de una bolsa de plástico y se la ató en torno del cuello con un cierto odio contra sí mismo: el forense apreció un cardenal circular continuo que traducía la agresión del cordel, atado con dos manos decididas e implacables. Fue a partir de esta comprobación cuando Carvalho volvió a interesarse por el personaje. El país se dedicaba a la caza de brujas de traficantes de influencias y Leocadio Minguez había sido una más, pero sólo él se había quitado la vida, provocando un complejo de culpa de la sociedad que le había hostigado, escarnecido, acorralado, doblemente en su caso de hombre que había llegado de la nada a la riqueza en pocos años y así excitaba el agravio comparativo de quienes no habían conseguido salir de la nada y también el de los que habían sido ricos de toda la vida o al menos con el tiempo suficiente como para adquirir la respetabilidad de toda riqueza sedimentada, con los orígenes olvidados. Coincidían en esta valoración sus compañeros de izquierda y sus enemigos de la derecha. En una encuesta de urgencia realizada por el diario La Vanguardia, el presidente de la patronal decía: «Sobrecogido estoy pero emocionado ante esta prueba de voluntad de retorno a la inocencia original.» Menos lírico, el jefe del partido al que perteneciera Leocadio, no por falta de recursos poéticos era menos comprensivo: «Leocadio se ha roto y con su muerte ha tratado de hacer un servicio a su causa de siempre.» De siempre. Musitó Carvalho y recordó a Leocadio 30, 35 años antes, cuando era un correoso, casi adolescente agitador del sector del metal. Sus compañeros más curtidos le recordaban de pie sobre las máquinas, predicando la huelga nacional pacífica de 24 horas y lo señalaban por las galerías de la Cárcel Modelo con el respeto que les merecía aquel aprendiz de fresador y de revolucionario. El muchacho iba en un expediente diferente al de Carvalho y, cuando se separaron, Carvalho le siguió vagamente la pista de condenado, primero en la cárcel de Cáceres, luego en la de Soria. Carvalho se metió en el túnel de olvido político y cuando llegó la transición, en el escaparate de los políticos catapultados desde las catacumbas, reconoció varios rostros de sus antiguos compañeros de conspiración. Leocadio era uno de ellos, no iba para primera espada de la política, pero al parecer era un buen organizador y Carvalho lamentó que aquel muchacho tan vital e inocente hubiera adquirido esa pérdida de fantasía y locura sin la cual es imposible llegar a ser un buen organizador. Una fortuna de tres mil millones de pesetas. En cinco años. Un buen organizador sin duda. A la indiferencia que le merecían los organizadores, sumó Carvalho la que le despertaban los especuladores. Se había suicidado. Con una muestra de radical crueldad hacia sí mismo y de pronto Carvalho lo recuperó 30, 35 años antes. Leocadio barría la Cuarta Galería de la Modelo secundando el ritmo del cabo de limpieza, el exdivisionario azul y limpiabotas Bromuro, el pobre Bromuro, muerto y enterrado. En un momento del baldeo, Leocadio pasó ante la celda de Carvalho abierta de par en par porque era verano y uno de sus tres habitantes acababa de cagarse en la taza del sanitario compartido. Con la boca torcida para que no le oyeran los funcionarios peripatéticos, el chaval, como le llamaban sus compañeros de caída, lanzó un mensaje urgente e histórico: ¡Vuelve a haber huelga en Asturias! Carvalho era algo más viejo que «el chaval». Lo suficiente como para sonreír aquella mañana de junio de 1962 y pensar: Ojalá la Historia sea como nos la merecemos.

– ¿Pero tú lo sabías?

A Centellas se le caen los ojos hacia las bolsas violetas de las ojeras, se le caen las mejillas, la sotabarba, pero en cambio sigue teniendo el cuerpo delgado y ahora estuchado en un traje caro, tan caro que Carvalho jamás podría adivinar el precio, ni siquiera se atrevería a entrar en una sastrería donde vendieran trajes así.

– Es que me preguntas cada cosa.

Es el mismo de siempre. Busca tiempo para pensar la respuesta, como en las reuniones de célula, cuando no quería dejar de ser solidario con los críticos, pero tampoco indisponerse con la dirección. Tal vez a esta capacidad de relacionar correctamente el tiempo y el espacio para contestar lo más adecuado se debiera que figuraba desde hacía años en las listas de ministrable: «… como representante del sector más obrerista del partido en el Gobierno, compensador de la hegemonía de la beautiful people».

– ¿Lo sabías o no lo sabías?

– Se decía.

– ¿Lo sabías?

– No me hagas luz de gas Pepe, que ya estoy arrepentido de haber venido. Insisto en la máxima discreción. No gustará que me meta donde no me llaman. A todo el mundo le interesa dar por cerrado el caso Minguez y sólo faltaría que fuera el rojo Centellas el que empezara a tocar los cojones a todo el mundo.

– ¿Por qué acudes a mí?

– ¿Y tú me lo preguntas? A mí no me han arrancado las raíces. Yo sigo siendo un rojo, creo en la ética revolucionaria y me jode que el pobre Leocadio sea el chivo expiatorio. El día anterior a que se encontrara su cuerpo «suicidado», insisto, «suicidado», yo estuve con él. Yo era uno de los pocos del partido que seguían manteniendo relación con el contaminado. No me dio la impresión de estar hablando con un presunto suicida. Al contrario. Estaba animado. Pensaba que el escándalo remitía y quería marchar al extranjero, a poner tiempo y tierra por medio.

Demasiado tiempo, demasiada tierra por medio. Centellas seguía con sus advertencias. Yo te pago lo que me pidas, pero si me preguntan si yo estoy detrás de tus investigaciones, te negaré tres veces.

– ¿No habrá factura?

– Habrá dinero pero no habrá factura.

– ¿Y eso es ético?

– A veces, casi nunca, pero a veces sí, el fin justifica los medios. ¿Le haces ascos al dinero negro?

– Si es poco, sí.

Centellas tenía un discurso ético sofisticado. Es importante que yo siga mereciendo la confianza del poder. Hay una guerra sorda entre cuellos blancos y descamisados y yo estoy con los descamisados. Sin duda se refería el viejo luchador a la categoría moral, porque Carvalho quedó en la duda de si su camisa era de seda natural o artificial y su corbata era italiana de free shop aéreo. Todas eran bonitas pero iguales. Centellas quería tenerlo todo. La confianza del poder y la confianza de sí mismo.

– Para el pobre Leocadio, la Historia no ha sido como se la merecía. Pero me parece un sarcasmo que esa jauría de la derecha se le eche encima enarbolando la bandera de la ética. Lo que les jode es que un pobre de solemnidad haya conseguido ser tan rico como ellos y por procedimientos que ellos han estado utilizando en este país desde los tiempos de la desamortización.

– Todo empezó el día en que quisisteis tranquilizar a las derechas poniéndoos sus mismos trajes y bebiendo su mismo vino de marca.

– Yo soy abstemio. Tengo el hígado jodido, bañado en bilis. No me presumas de puro, Pepe. Tú te dedicas a oler en la mierda de la burguesía. ¿Cuántos clientes tienes del movimiento obrero?

Aquel comentario le costó a Centellas el aumento de un 50 por ciento en las tarifas habituales. Pero en cuanto se hubo marchado del despacho, Carvalho repasó las notas que él había dejado y se sonrió cuando llegó a las sutilezas criminológicas del en otro tiempo líder indiscutible del metal. «Fíjate en que la bolsa de plástico estaba anudada sobre la nuca de Leocadio. ¿Cómo puede hacerse un nudo en la nuca uno mismo? Ponte en su lugar, en su posición y verás que lo más lógico es hacerse el nudo por delante, sobre la garganta, nunca sobre la nuca. La policía dice que primero se lo hizo por delante y luego le dio la vuelta, para evitar la tentación de deshacer lo hecho. Con el cardenal que se le aprecia en el cuello es imposible que pudiera dar ese giro a la capucha, prácticamente tenía el cordón incrustado en la piel.» Del examen anatómico se deducía que Leocadio había hecho el amor poco antes de suicidarse, horas, pero no se había encontrado a su partenaire. Vivía separado de la familia desde hacía años, desde que comenzó su ascensión económica y se buscó compañeras de vida y cama que hicieran juego con sus nuevos trajes de 80.000 pesetas y su coche Saab 1000 inyección. Cuando se cambia de piel es necesario que a tu alrededor los demás también cambien. «Según nuestros informes, Leocadio trabajó como informador de recalificaciones de terrenos para el grupo multinacional Inyecta SA y para el grupo local Torrens-Guardiola, una compleja inmobiliaria que empezó a enriquecerse bajo el franquismo, en los tiempos de la especulación porcicolista.» De la Teoría de la Vivienda de Engels al grupo Torrens – Guardiola.

– Biscúter, ¿te gustaría ser rico?

– Mucho, jefe. Hay gente que dice no saber qué hacer con el dinero. Que me lo den a mí. Una isla del Caribe, unas chicas suecas bronceadas, eso sí, y un negro que me abanique.

– En el Caribe hay aire acondicionado.

– ¿En Cuba también?

– En Cuba también.

Biscúter había preparado unos filetillos de lubina cruda macerada en aceite aromatizado al estragón, ensalada aderezada con vinagre al limón, vinagre italiano, naturalmente, aportó Biscúter, y falda de ternera rellena de verduras. Una estilizada botella de Blanc Tranquil de Raventós Blanc, le impuso a Carvalho más sed que hambre, por encima de la modestia que le provocaba la expectación con que Biscúter contaba y guiaba sus bocados con los ojos. Dietético jefe, dietético. De las notas de Centellas sobresalían las mayúsculas de los nombres propios. Varios alcaldes de los municipios donde Leocadio había ejercido de intermediario, su ex mujer Joanna Bosch, sus dos amantes habituales sucesivas, Mar Riudoms y Esperanza Piedra, el responsable de Urbanismo y Ordenación Territorial del partido, Máximo Orovitcz, nombres, nombres, nombres que ampliaban la encuesta más allá de los límites de lo que Carvalho había sumado en el presupuesto de investigación. Joder, Pepe. ¿No me haces un descuento? ¿Por qué? ¿Por antiguas afinidades ideológicas?

– No. Por la memoria compartida.

– No tengo memoria. Ni siquiera conservo un álbum de fotografías.

Mentira. Había dicho una mentira. Tenía un álbum de fotografía mental y ahora, ante el último vaso de vino, en la primera página estaba aquel chiquillo rubio y fuerte, con una escoba en la mano, entre colores de verde metalizado y azulejos blancos, cementos oscuros como la tristeza y la ira, olores a polvos antiguos adheridos al alma profunda de la cárcel, aire sin libertad, ni siquiera condicional. ¡Vuelve a haber huelga en Asturias! También ahora, de vez en cuando, volvía a haber huelga en Asturias. Pero ya no era lo mismo.

Desde que estalló el escándalo, Leocadio se había encerrado en su apartamento de Horta protegido por cuatro guardaespaldas y sin otras salidas que las que le llevaron al juzgado que instruía el sumario. A medida que dejaba de ser noticia de primera página, reducía el número de guardaespaldas, pero no aumentaba el de salidas. El día del suicidio pidió a los dos gorilas que conservaba que se tomaran la noche libre. Estaba cansado de cerco y quería vivir una noche normal. Era el empresario de su propia seguridad, los guardaespaldas le obedecieron y fue uno de ellos quien encontró el cadáver al día siguiente, al reincorporarse a su trabajo. Fue precisamente este guardaespaldas el que cerró los puños cuando Carvalho le abordó a la entrada de la Oficina de Seguridad Protexa y empeoró de cara cuando el detective se presentó como periodista en pleno reportaje sobre el trabajo oscuro de la nueva policía privada.

– Váyase con la música a otra parte. Sales en los periódicos y al día siguiente te quedas sin trabajo.

– Vaya faena le hizo Leocadio Minguez.

– No tenía buen aspecto, no.

– Ese ya lo tenía entre ceja y ceja.

– ¿Lo de suicidarse? No. A ese le gustaba demasiado follar. A la gente a la que le gusta follar, jalar bien, no les vienen ganas de suicidarse.

– ¿Tenía novia?

– Prefería ir en taxi.

– ¿Recurría a alguna agencia de taxis especial?

– No quiero que me saque Ud. al muerto en pelotas. Pase de largo, cuervo, que todos los periodistas son unos cuervos.

Le había perdido el respeto y era demasiado joven y fuerte como para obligarle a recuperarlo. Cuando a uno le pierden el respeto y no está en condiciones de imponerlo, lo mejor es olvidarlo. La memoria es un gran filtro a favor de la propia dignidad. Dejó lo de la agencia de mujeres taxis para más tarde y por asociación de ideas sus pies le encaminaron al domicilio conyugal de Minguez, el salón del trono de la esposa agraviada y digna que le había perdonado vivo y muerto. Vivo se había atrevido a agredirle ligeramente: El poder se le subió a la cabeza. Muerto había estado a la altura de los mejores réquiems: Estaba cansado de sí mismo. Descanse en paz. La señora viuda de Minguez ha sido joven. Probablemente hasta hace muy poco, pero el teñido de rubio se evapora de su cabeza y deja al descubierto las raíces de plata de sus cabellos. En el rostro unas bien cuidadas facciones pequeñas, arrugadas por el régimen de adelgazamiento más que por la edad. A cambio, sus movimientos son flexibles y su silueta promete fantasías de mujer portátil. Estoy de baja y por eso me pilla en casa. Trabajo. Vaya si trabajo. Hasta que no se aclare lo de los bienes de Leocadio, de algo hay que vivir. Yo compartí con él tiempos malos, cuando estaba en todas las listas negras de las empresas de Barcelona y nos tenían que echar una mano los compañeros. ¿El partido? El de antes no tenía un céntimo, al menos para echar una mano. Solidaridad, eso sí había, pero entre nosotros. Luego se pasó a los socialistas cuando murió Franco y yo me fui con él. Yo había sido comunista porque él lo era y dejé de serlo cuando él lo dejó. Así de claro. Yo no voy poniéndome medallas. Leocadio me sacó de una perfumería donde yo trabajaba de dependienta desde los 14 años, mal cumplidos, y me metió en su mundo de visitas a la Brigada Político Social o a la cárcel. Fui casi su viuda antes de convertirme en la esposa repudiada. ¿Para qué recordarlo? El era un joven héroe, el líder precoz de la clase obrera y yo sólo era primero una novia jovencita, desinformada y luego una mujer que iba con la caravana de mujeres, de visita a las cárceles y los penales. Un magreo de vez en cuando, cuando nos dejaban comunicar por una sola reja y a pasar las noches con el techo encima y una angustia de piedra en los ovarios. Luego me cambió por una mujer más culta, una mujer capaz de darle la razón en sus cambios políticos y en todos los demás cambios. Y no es que yo le fuera a reprochar que se enriqueciera, ¿si otros lo han hecho, por qué no él? Pero yo era el espejo de otros tiempos y cada vez que me miraba se veía a él mismo cuando era un pelagatos, un pelagatos valiente, eso sí, pero un pelagatos. Tantas palabras, tantas ideas y finalmente descubres que todo consiste en ser un pelagatos o no serlo. ¿Para qué revista escribe Ud? ¿Para Interviú? Todas son iguales. ¿Y por largar no me van a dar ni cinco? ¿No les ayudo yo a llenar las páginas? A que adivino el título que van a ponerle: La esposa abandonada perdona pero no olvida.

– ¿Se mató o le mataron?

– ¿Cómo dice?

– Pregunto si su marido se mató o le mataron.

Tarda en entenderlo, pero cuando lo hace, un golpe de sangre desarmoniza sus pequeñas facciones y dos ojos de loca avanzan contra Carvalho antes que sus uñas.

– ¡Hijo de puta! ¿Quieres echar más mierda sobre él?

Hace 20 años Carvalho le habría dado dos bofetadas para que se calmara, pero ahora retrocede y no dispensa otra réplica que una sonrisa que quiere ser irónica. Ya en la escalera reflexionará sobre su huida, como si fuera una constatación de vejez que le impidiera seguir descendiendo los escalones. Entonces vuelve sobre sus pasos y pulsa el timbre. No da a tiempo a que la mujer recomponga su furia y sus insultos. La empuja y la deja en mitad del recibidor como un espantapájaros que tratara de conservar el equilibrio con los brazos tan abiertos como los ojos.

– No se ponga histérica. No vale la pena que por un mal cariño se ponga Ud. así.

– ¿Se burla de mis sentimientos?

– Hace más de cinco años que su marido la ha dejado. Demasiado tiempo para conservar sentimientos. Antes era diferente. Ahora hay que elegir entre tener sentimientos o ver la televisión. Le contaré un caso personal que tal vez la conforme. A un hombre se le muere su madre. La quiere mucho, pero aquella misma noche dan un partido importante, de fútbol, claro, por la televisión. El hombre llorará hasta el comienzo del partido, luego verá el partido, cenará cualquier cosa mientras perjura que está desganado y luego llorará a su madre, intermitentemente, hasta altas horas de la madrugada. Cuando la entierre quedará ligeramente aliviado. La rutina. Por la televisión quizá den ese día una película que recuerda de la infancia. Su madre le dio unas pesetas para que la viera, incluso quizá de espaldas a su padre. Contemplará la película completamente entregado. Le gustará. No le gustará. Y se echará a llorar. Y así, mientras viva.

– ¿Está Ud. loco? ¿Qué quieren decir todas esas majaderías?

– Que la televisión es un gran consuelo. Tras cinco años de separación considero legítimo preguntarle ¿a su marido le mataron o se mató?

Ha cerrado los ojos, pero no del todo. Rebasa a Carvalho para cerrar la puerta que da a la escalera y se vuelve hacia el detective, al parecer serena.

– ¿Si le han matado es más fácil sacarle dinero al seguro?

– Evidente.

Carvalho presiente que acaba de nacer una gran amistad.

Marc Orowitz llevó casco de aparejador de obras durante tres años. Mientras tanto leía revistas de urbanismo que reflexionaban sobre la ciudad como territorio de especulación capitalista y escribía refritos sobre la cuestión en revistas técnicas desafectas al régimen. Con este bagaje era lógico que fuera reclamado como responsable de política urbanística del partido, primero cuando era alternativa de poder, luego cuando consiguió el poder.

– No estaca enterado de que iba a editarse en España Espacio y sociedad y me sorprende porque no hay empresa cultural nueva que no nos pida subvención.

– Un grupo de nostálgicos.

– ¿Qué tiene que ver su revista con el caso Minguez?

– No sólo vamos a hablar de la resituación de la lucha de clases en el espacio urbano…

– ¡Ah! ¿Pero hay lucha de clases en el espacio urbano?

– Creo que Ud. ha escrito mucho sobre la cuestión.

– Ahora la ciudad es un mercado, afortunadamente. Y un mercado no anárquico, sino con cerebro. Ese cerebro lo ponen las instituciones democráticas que la gobiernan. Se trata del mercado más controlado que existe. Todos los planes salen a información pública, pueden ser debatidos en los plenos del Ayuntamiento… No. No se puede hablar de lucha de clases, sino de competencia. No se resuelve ya la cuestión en clave de conflicto, sino de competición.

– Entiendo su razonamiento y quisiera que me dijera qué pinta un intermediario como Minguez en este final feliz. ¿Era el mercado? ¿El cerebro del mercado? ¿Era el ayudante del cerebro del mercado?

– Si se enriqueció como dicen era simplemente un sinvergüenza que se aprovechó de sus contactos políticos para pasar información a grupos de presión inmobiliaria. Sus negocios se basaban en transmitir noticias sobre recalificaciones, no en influir para que se concedieran subastas. Lo primero podía hacerlo sin ser advertido o casi. Lo segundo hubiera implicado la complicidad de muy complejas y contradictorias estructuras políticas. Las subastas se conceden con luz y taquígrafos, pero nadie puede impedir que alguien bien informado compre lo que tiene que comprar antes de que su precio se multiplique.

– Y Minguez se limitaba a pasear, haciéndose el tonto, por los pasillos del poder, a ver qué le entraba por las orejas.

– Insisto en que no veo qué pinta un caso de presunto choriceo en una revista tan seria como debería serlo Espacio y sociedad.

– ¿Ud. lo sabía?

– Saber ¿qué?

– Que Minguez iba engordando la cuenta corriente como si la hinchara con una bomba de aire.

– No fiscalizo la cuenta corriente de mis compañeros.

– Los signos externos eran escandalosos.

– Rockefeller empezó vendiendo periódicos.

– Eran otros tiempos. Luego el caso no volvió a repetirse y han pasado más de cien años.

– ¿Es Ud. un investigador privado?

– Sí.

– ¿Quién le paga?

– Digamos que un grupo molesto con Minguez porque no jugó limpio y dispuesto a seguir tirando de la manta.

– ¿Torrens Guardiola? ¿Inyecta S. A.?

– ¿Ud. por quién se inclina?

– ¿Torrens Guardiola?

Carvalho se llevó los dedos a la sien en señal de reconocimiento e inició la retirada. El hombre se había levantado electrificado y reclamaba su atención desde el parapeto de su mesa de palisandro.

– Un momento. No me haga decir lo que no he dicho.

– Me sorprende. No ha dicho Ud. nada.

– Que conste.

Lo que les molesta a las derechas es que no roben los de siempre. El taxista lo tenía claro. El se alineaba con el Gobierno y ya estaba harto de tanta demagogia sobre el tráfico de influencias.

– A ver. Si Ud. tiene un chico en edad militar y conoce a un oficial de Estado Mayor ¿lo enchufaría o no lo enchufaría? Si Ud… tiene un hermanillo o una hermanilla en el paro y conoce a un pez gordo que puede solucionarles la vida ¿le hará una carta de recomendación o no lo hará?

Por la radio del taxi unos contertulios siguen analizando el lastimoso panorama moral en que vive el país y utilizan unas declaraciones de Aranguren como cita de autoridad. En la recepción de Torrens Guardiola tratan de manifestarle que no les gustan los periodistas sin corbata. La recepcionista ni le quita la vista del cuello de la camisa abierto y cuando lo abarca con una mirada englobadora, el balance no es satisfactorio. El señor Torrens Guardiola tiene otra cosa que hacer que recibir a la prensa. Concede entrevistas cada seis meses. Tampoco es seguro que le reciba su asesor de imagen.

– Dígale que es a propósito de esa información que circula sobre cacerías con sexo, en las que participaba Torrens Guardiola y Leocadio Minguez.

A la recepcionista se le han terminado las ganas de criticar el desaliño con Carvalho. Pulsa el interfono y enuncia con retintín: Aquí hay alguien de la prensa que quiere saber algo sobre las cacerías con sexo. No, no lo parece. Es decir, no parece ni borracho ni loco. Por eso, quizá, el asesor de imagen no tarda en emerger con un ascensor de plástico transparente, atildado y ligero, sugiriendo la duda de si el rubio de sus cábelos es natural o producto de un tinte de fantasía. Le marca la ruta por un pasillo tan profiláctico que parece transparente y le invita a sentarse en una butaca dura, en el contexto de un despacho de estética dura, mientras cruza las piernas y los brazos diríase que blandos.

– No recuerdo su cara, ni su nombre me dicen gran cosa. ¿Para qué diario trabaja?

– Voy por libre.

Una sonrisa irónica vale mil palabras.

– Lo de la cacería con sexo ha sido un pretexto -. La recepcionista emitía vibraciones negativas. – Tengo entendido que Leocadio Minguez era un canalla.

– Por favor. No puedo perder el tiempo poniéndome de acuerdo o no con Ud. sobre los adjetivos que merecía el Sr. Minguez, en paz descanse.

– Por lo que sé, Torrens Guardiola se benefició de muchas informaciones aportadas por el Sr. Minguez hasta que llegó un momento en que esas informaciones fueron en otra dirección.

– Torrens Guardiola no necesitaba la información del Sr. Minguez.

– Aparece como socio minoritario en cuatro contratos suscritos entre la administración y la sociedad que Ud. representa.

– Yo no represento a ninguna sociedad. Yo soy un profesional que colabora con el señor Torrens Guardiola, a título de contratación personal.

– ¿Lo que él paga a Ud. no desgrava?

– Eso no le importa.

– Tal vez prefiera Ud. enterarse de lo que sé y de lo que intuyo cuando lo vea publicado.

– Si es tan amable de darme un anticipo.

– Es posible que Leocadio Minguez no se suicidara, sino que fuera asesinado. Una vez establecida esta hipótesis hay que plantearse a quién beneficiaba su asesinato. A alguien que quisiera taparle la boca ante el previsible proceso consecuencia del sumario abierto. La lista de implicados en los teje menejes de Minguez no es ilimitada y Torrens Guardiola ocupa un lugar preferente en esa lista.

– Hemos hablado con la policía, volveremos a hablar con la policía. Tendrá usted que explicar toda esta historia a la policía. Déjeme decirle que todo lo que usted ha dicho me parece surrealista.

Empezaban a salirle los adjetivos.

– ¿Cuánto le van a pagar por ese reportaje?

Empezaban a salirle los sustantivos.

La oferta del experto en imagen superaba con creces cuanto pudiera sacarle al cliente. Que le pagaran por lo que jamás iba a escribir ejercía sobre él una atracción morbosa, pero sabia que la realidad llamaría a su puerta y pasó las horas siguientes esperando el aviso del comisario Contreras. Pero no fue Contreras quien primero llegó hasta él. Nada más salir del parking de las Ramblas, los dos hombres le flanquearon y no necesitaron decir ningún tópico: el jefe quiere verle, por ejemplo. Los guionistas de cine deberían reconsiderar sus diálogos. Les basto con aplicar los hombros contra los suyos para forzarle a caminar hasta el coche – que les esperaba con el motor en marcha. Sentado entre los dos, los separó de su cuerpo con los codos, como si necesitara espacio para sentirse cómodo. ¿La excursión va a ser muy larga? No le contestaron. No le vendaron los ojos. No les importaba que reconociera el trayecto. Tampoco le habían desarmado, ni se inmutaron cuando Carvalho se palpó la pistola sobaquera bajo la chaqueta. El coche enfiló la salida de Barcelona por la carretera del Maresme y al llegar a Masnou se desvió a la izquierda buscando una urbanización que dominaba una colina vigía del litoral abierto hacia el norte como una raya de arena paralela a la vía del tren y a poblaciones sin fronteras. Se detuvo ante el Restaurante «El asador» y los dos mudos le invitaron a descender, para marcarle el paso hasta la entrada del local. El trío pasó ante la barra sin decir nada y Carvalho comprendió que iban a avanzar hasta un reservado. Al final de la mesa un nombre gordo y con mucha salud en las mejillas sonrosadas le dedicó casi una sonrisa.

– Ya os podéis ir, hijos. Sólo he pedido un lechazo para dos.

No iba mal vestido pero le faltaba la boina.

– ¿Inyecta SA?

– No, Salus Infirmorum SA.

– ¿Va de jaculatorias o de cachondeo?

– Va de jaculatoria y de lo que me salió del caletre cuando buscaba nombre a la empresa. Me llamo Salustiano, Salus para los amigos y me he especializado en construcciones dedicadas a la salud.

Salustiano Almansa. Peón de albañil, contratista de obras hasta que se convirtió en testaferro de un alcalde franquista que había dejado la ciudad hecha un parking. Ahora volaba como un buitre por su cuenta sobre las carnes abiertas de una ciudad en obras, como si buscara las construcciones olímpicas enterradas bajo tierra.

– Yo soy de Aranda y no se come en toda Cataluña un cordero a la castellana como se come en este asador. Le he pedido unos entrantes también de la tierra, morcilla de arroz, chorizo, picadillo. Me han dicho que tiene Ud. buen diente. ¿Le parece bien un Ribera de Duero para beber? ¿Un Valduero reserva? Pues hecho está. A mí, que no me gustan los Riberas, me saben a infancia, cuando no había marcas, pero el vino era tan bueno como el de ahora.

No esperó a que Carvalho se acabara el primer pedazo de morcilla de arroz para entrar en materia.

– ¿Quién le paga a Ud para que fisgue en el caso Minguez?

– Secreto profesional.

– ¿La viuda? Tal vez espere sacar algo más. No sé cómo está suscrita la póliza o las pólizas de seguro, pero muchas se niegan a pagar en caso de suicidio. Al grano. Yo tuve algunas relaciones con el señor Minguez. Era un tipo admirable. Sabía lo que él quería y lo que yo quería. Nadie podrá demostrar que el trabajo realizado por Minguez esta fuera de la ley. Le voy a poner un ejemplo. Yo construí una clínica en un pueblo que no viene a cuento, para una cooperativa. Pero la cooperativa se fue al agua y sólo me pagó un 50 por ciento de mi obra. Muy bien. Entré en contacto con Minguez y le pregunté qué posibilidades había de que alguna institución se hiciera cargo de una obra tan beneficiosa para conseguir votos en la zona donde se había construido y en toda la comarca. Minguez lo entendió rápidamente. Ya con la seguridad de que habría comprador, yo negocié con mis acreedores, la cooperativa, la condonación de la deuda a cambio de quedarme como propietario de la clínica. No podían decirme que no y me dijeron que sí. Lo que me había costado un 50 por ciento del precio de coste, yo estuve en condiciones de volver a venderlo a una institución pública por el cien por ciento y aún quedé como un benefactor, como un empresario que había hecho frente a un fiasco del cliente con serenidad y sentido cívico, dijeron, dijeron sentido cívico, lo sé porque me lo apunté y cada vez que puedo lo cito. Sentido cívico. Minguez trabajaba fino. Tenía su lado filantrópico el hombre, porque me dijo: entre tener una clínica o no tenerla, ¿qué es lo positivo? Gente que quiere crear riqueza y no destruirla, siempre se entiende.

El cordero estaba como para memorizarlo y volver al restaurante. Traeré a Charo. Pensó Carvalho y al hacerlo se dio cuenta de cuánto tiempo hacía que no pensaba en Charo y que además había reprimido la necesidad de telefonearla para evitarse la lamentación de que sólo la llamaba cuando la necesitaba para algo. Para algo.

– No se meta en este lío, Carvalho. Trabaje para mí. Yo necesito un experto en seguridad y alguien que me pase información de por dónde va la competencia. Los detectives privados de novela se han acabado.

– En cambio los empresarios de la construcción de novela están más vivos que nunca. Son más verosímiles que nunca, como diría un crítico literario.

– Yo siempre he sido verosímil. Me palpaba el buche cuando era jovencillo y estaba tan vacío que yo entonces era inverosímil. Ahora me lo palpo y está lleno de buen cordero. Soy verosímil.

– ¿Le hizo una jugada Minguez?

– Una u otra siempre te hacía. Demasiado buitre y demasiada obra apetitosa en una ciudad que se está rehaciendo en cinco o seis años. Luego vendrá una depresión. Pero el que esté entonces sano podrá conseguir bicocas, auténticas bicocas. Aparecerá suelo construible hasta en las cuevas.

– Pero les conviene que la ciudad siga alegre y confiada.

– Con que la ciudad no se meta, basta. Hay mucho listillo que con 20 duros de demagogia puede hundirte una financiación de cientos de millones de pesetas. No remueva Ud. la mierda con un palo.

El postre era tan castellano que se llamaba natillas y Salus se comió un plato sopero lleno de aquel aromático mar amarillo de Castilla.

– En el Paraíso todos comeremos natillas todo el día.

– ¿Irá Ud. al cielo?

– ¿Una empresa que se llama Salus Infirmorum no va a ir al cielo? Tengo una imagen de la Virgen protectora de los enfermos en la entrada de mi oficina central. De cerámica. Hecha por Lladró, un ceramista de firma. Tengo varias compañías religiosas como accionistas, ¿Ud. cree que yo no me voy a ir al cielo? Le mandaré un lote de productos castellanos y otro aviso. No se lo tome como un aviso. Es un consejo.

Los que le trajeron también habían comido porque habían contraído el don de la amabilidad. Puramente gestual. Tampoco dijeron ninguna palabra y no era muestra de su inteligencia, demasiado cejijuntos y macizos. Simplemente, se confirmaba que cuando alguien no habla es que no tiene nada que decir.

– Pues si vienes a verme en plan de puta, paga.

Que no es en plan de puta, Charo. Que es como un contrato para tener información.

– Información de putas, información que al parecer sólo puede conseguir una puta como yo, en consecuencia, si vienes a verme en plan de puta, paga.

– Que eso es lo de menos, Charo, que te pago lo que sea, pero no te pongas como un basilisco.

– Como un basilisco se pondrá tu madre, que me tienes muy encendida, Pepe, que tú no quieres a nadie, para empezar no te quieres a ti mismo, que vas por la vida sin saber a dónde vas y yo no quiero que me lleves a ninguna parte.

¿De qué telefilme había sacado Charo aquella lamentación? Con la cantidad de cadenas de televisión que habían aparecido últimamente era mucho más difícil rastrear las fuentes filosóficas de la mujer. Ni siquiera las caricias. Ni los gritos, que Carvalho emitió sin demasiada convicción.

– ¿Qué nos pasa, Charo?

– ¿Y esa pregunta no es de película? ¿Quieres que te diga yo lo que nos pasa? ¿Sabes cuántos años tengo? No. Ni quieres saberlo. ¿Cuántos tienes tú?

– Te pagaré una minuta y ahorra para la vejez.

– Ya no tengo tiempo de ahorrar para la vejez. Pero venga. Algo es algo. ¿Qué quieres saber?

Charo tenía contactos entre las muchachas que trabajaban en el puterío de teléfono y lujo. Agencias que abastecían a Leocadio Minguez, hasta llegar a la mujer que había estado con él las horas anteriores al suicidio.

– Te cobraré por horas. Al precio que cobro las horas de polvo. Aunque tal como se ha puesto el negocio, ya no me acuerdo de qué cobré la última vez. ¿Sabes cuántos clientes fijos me quedan? Sólo faltaba el Sida. Los palurdos se creen que las chicas de las casas de lujo están más controladas. Van con el condón en el cono y se lo calzan sin que el cliente se de cuenta. Yo me retiro, Pepe. Me han ofrecido un empleo muy bueno.

– ¿En las obras olímpicas?

– Tú ríete, pero es una oportunidad que no puedo rechazar. Tres meses a prueba y luego fija. Plantilla. Seguros. Una pensión para cuando me jubile.

La conversación empezó a molestarle desde este punto. Le obligaba a examinar las huellas del tiempo en Charo, la premonición de la jubilación de la mujer y de la suya propia. Uno empieza a jubilarse el mismo día en que empieza a pensar en la jubilación. Carvalho se marchó dando un portazo, pero lo daba contra sí mismo. Tampoco Biscúter le animó. El fetillo tenía día de viejo y le tendió una citación del Colegio de Periodistas. Una advertencia del servicio jurídico: «Ha llegado a nuestro conocimiento que Ud. adopta la personalidad de profesional del periodismo para realizar sus investigaciones. Nos reservamos los derechos legales que nos asisten, pero le advertimos que cese en tan lamentables prácticas de intrusismo que pueden dañar el buen nombre de los profesionales del Colegio de Periodistas de Cataluña…» Corporativistas de mierda. Ya en su casa de Vallvidrera, Carvalho encendió la chimenea utilizando el papel de uno de los pocos libros de periodismo que tenía en la biblioteca: Mass Communications de un tal Juan Beneyto, que tal vez ni siquiera había leído cuando su trabajo de responsable de propaganda del partido le llevó a documentarse mínimamente, más allá de las teorizaciones marxistas clásicas entonces en uso, refritos de las cuatro opiniones de Lenin sobre la materia. Necesitaba sabores profundos, lejanos, como una leche materna recuperada de la memoria del paladar y se hizo un caldo gallego, demasiado copioso, demasiado plato y una vez la olla apartada del fuego se la quedó contemplando como una caja cerrada de la que sólo iba a salir melancolía. Tiró todo su contenido en la taza del retrete y se conformó con un bocadillo de queso. Sonó el teléfono.

– Perdone, a estas horas. Pero se me ocurre que no le di el dato más interesante. Cuando me dejó, Leocadio estuvo viviendo algún tiempo con una compañera de partido. Una de esas pedagogas que ahora salen en la tele opinando sobre todo. Si ve la tele la reconocerá en cuanto la vea. La sacan para un barrido y un fregado. Conecte la tele esta noche, seguro que sale hablando del tiempo o del sexo o de la educación de los hijos. No tiene hijos.

Apuntó el nombre de la mujer, Mar Riudoms. Ya figuraba entre las notas de Centellas, pero ahora tenía el teléfono y la llamó por si aquella noche no salía en la tele enseñando algo a la población en general. Hay personas que tienen la virtud de congelar el odio, de transmitir una actitud de estatuas de hielo a kilómetros de distancia. Sólo cuando Carvalho pronunció la palabra asesinato, el hielo crujió, pero no se derritió.

– ¿Es una broma?

– No. Es una sospecha.

– Mañana tengo que dar una conferencia en la Escuela de Adultos de Nou Barris. Venga a recogerme a la salida. Media hora después tengo una reunión de la comisión parlamentaría del partido. Media hora es suficiente.

– Hay medias horas que duran toda una vida.

La frase no había sido afortunada. Tal vez por eso la mujer había colgado dejándole un mal gusto de cerebro, como si lo tuviera lleno de ideas rotas o demasiado usadas. Un reciclaje. Te haría falta un reciclaje, Pepe. Cambiar de oficio durante un año. Doce meses sin preguntarle nada a nadie. Sin sospechar de nada, ni de nadie. ¿Qué hubieras querido ser? Profesor de algo. No. Líder de masas. Probablemente. Nada. Eso es. Te hubiera gustado ser nada y que te pagaran una beca por no competir, por la plaza laboral que dejabas vacante. Además, su mundo se hundía a medida que la piqueta abría espacios higiénicos en las viejas carnes de la ciudad de su infancia. Ni siquiera Bromuro había resistido los empujones de aquella sociedad de caníbales y se había muerto desde dentro, hasta que la muerte le salió a los ojos de pajarillo maltratado por una Historia en la que al menos había sido durante unos años vencedor de una guerra civil. La Historia sólo la ganan los que tienen poder, el que sea y a él sólo le quedaba el poder de tirar al retrete una olla entera de caldo gallego. O de acostarse. Aunque el poder no le acompañó cuando convocó el sueño y durante horas coexistió con fantasmas que sólo él veía, músicas que sólo él oía, voces que subían de subsuelos terribles.

Se negó a levantarse de la cama a pesar de que la claridad de aquel cálido invierno se había apoderado de su vigilia. Podría seguir negando el día, y la tarde y la noche. Y seguir así hasta que Biscúter, Charo o Fuster vinieran a interesarse por su ausencia. De pronto recordó que tenía en la bodega una botella de Mauro 85 que Fuster le había regalado y se fue a por ella. Unos pedazos de queso de oveja conquense y media botella de Mauro le fueron reconciliando paulatinamente con la realidad, También la vista de la ciudad al pie de la montaña, con su tapadera de contaminación y la línea del mar lejano agrisado por la bruma sucia. Y como un animal anfibio, desde aquel magma urbano sucio, emergió la rotundidad de un coche de la policía. Bastaba verle avanzar y detenerse ante el muro de su casa para saber que era la policía, antes de que aquellos dos jóvenes licenciados en derecho y policías llamaran a su cancela. Todos los policías jóvenes eran licenciados en derecho y hasta había conocido a un semiólogo durante el caso del delantero centro amenazado de muerte. Les dejó entrar en la casa, por si eso le eximía de acompañarles. Pero venían con una orden expresa de Contreras y les siguió en su coche, morosamente, con la lentitud que imponen a sus cosas los funcionarios, acentuada por el estado de la ciudad en obras. Contreras, en cambio, era de otra época. Crispado y epiléptico, como siempre. Buscando el choque de las palabras y los cuerpos, pegándole gritos desde que le veía atravesar el marco de la puerta de su despacho.

– Cada vez que le veo se me agrava la úlcera.

– No vengo por mi gusto.

Tenía un informe completo de sus idas y venidas en el caso Minguez y le advertía, por última vez, que su carné de detective privado valía menos que el carné de un comunista polaco. Se rió de su propio chiste. Ante Carvalho, a Contreras le salían las militancias fundamentales.

– Deje el caso Minguez. Haga como yo. No se meta en política. Tiene a media ciudad soliviantada y en cuanto sus burradas pasen a la prensa me va a caer encima lo que no quiero que me caiga encima. ¿Quién le ha puesto en marcha?

– No hay mucho donde escoger, aunque yo no pienso revelarle el nombre de mi cliente. Decida Ud. mismo. La oposición dispuesta a seguir el escándalo contra los miembros del partido en el poder. Todos los constructores a los que Minguez hizo alguna jugada. Constructores dispuestos a hacer una jugada a otros constructores. Miembros del propio partido de Minguez que quieran hacer la cama a otros miembros del partido de Minguez. O alguien que realmente quería a Minguez y no se conforma con la mentira de su suicidio.

– ¿Mentira? ¿Es Ud. más listo que el forense? ¿Qué la policía?

– El informe del forense no se ha hecho público.

– Forma parte del secreto del sumario. Ese sumario contra las actividades de Minguez aún no está cerrado y Ud. no tiene ningún derecho a entorpecer la labor de la policía, ni de los jueces. Me pone nervioso, Carvalho. Lo reconozco. Y me pone aún más nervioso darme cuenta de que Ud. me pone nervioso.

– Reconozco que está Ud. más comedido que otras veces.

– ¿De qué lo deduce?

– De que aún no ha empezado a tutearme ni a echarme el aliento en la cara.

– En los cojones te voy a echar yo el aliento.

Por fin había conseguido clarificar la situación.

– ¿Qué tal dos días de calabozo?

Ya tenía el aliento de Contreras en la cara. Incluso se había apoderado de sus solapas y se alzaba sobre la punta de los pies para que sus ojos llegaran a la altura de los suyos. Alguien le había dicho que tenía una mirada penetrante, pero no era cierto. Las gentes que tienen miradas penetrantes auténticas no necesitan acercarlas tanto, ni ponerse de puntillas para meter sus ojos en los del otro. Cuando le soltó las solapas le dio un empujón con el pecho y Carvalho sólo pudo contestarle con una mirada de desprecio.

– No me mires así que te cruzo la cara. Un paso de más en el caso Minguez y te la parto. La cara y el alma. Nunca me ayudas. Las veces que te he dejado seguir adelante ¿cómo me lo has pagado? ¿Cuándo has tenido el gesto de venir y decirme lealmente, mire comisario, o mire Contreras, hay esto y le dejo que Ud. lo culmine, porque yo con mi cliente ya he cumplido? ¿Qué te crees tú, que yo estoy protegiendo a esos sociatas? Si yo pudiera demostrar que cualquiera de ellos está metido en el caso Minguez no me temblaría el pulso, aunque los políticos me pusieran la navaja en el cuello, que ya saben cómo hacerlo. No. No. Al comisario Contreras se le zancadillea, pero no se le ayuda y te crees más hombre, más libre por no colaborar con la policía. Es tu código. Pues el mío es hacerte la vida imposible y todo lo que te he podido hacer hasta ahora resultará una broma al lado de lo que va a pasar. Voy a por ti, huelebraguetas. Voy a por ti. Y ahora vete y que te den por culo.

¿Qué extraña condición lleva a un hombre adulto a dejarse hablar así por otro hombre adulto? Carvalho halló la respuesta al mirar alrededor y ver la cara amenazadora de los cuatro jóvenes abogados policías que estaban en el despacho. No quiso tentar la suerte y aprovechó la libertad condicionada para salir del despacho y de la Jefatura Superior de Policía con el alivio de siempre. Habían blanqueado la fachada en un intento de deshistorificar el edificio, pero su historia seguía prendida de las paredes, como una patina fantasmal, que ningún DDT conseguiría eliminar. Ya en la calle tardó varias horas en recuperar la estatura de su dignidad convencional y sólo la recuperó del todo cuando se sentó ante una mesa del Sr. Parellada y se dejó aconsejar por el propietario, aunque le advirtió que necesitaba platos antropológicos y sólidos. Ramón Parellada trató de aconsejarle un primer plato más ligero, pero finalmente se inclinó ante el derecho al suicidio lento de cualquier cliente: all cremat de sepia i Lluerna y cordero a las 12 cabezas de ajo con patatas panaderas. Una botella de Coto Imaz del 83 se le llevó las frustraciones al territorio donde le esperarían para mejor ocasión. Se dejó llevar por el impulso de poner nervioso al experto de imagen de Torrens Guardiola. No estaba o no quería estar para él, aunque la recepcionista se mostró más amable y le repitió varias veces que el señor Molins quería tener una conversación privada con él. Que no hiciera nada, nada, sin hablar antes con él.

– Con quien quiero hablar es con el señor Torrens Guardiola.

– Para hablar con el señor Torrens Guardiola hacen cola los ministros y no sólo ministros españoles.

– ¿Ya han revisado la sala de espera? Igual tienen allí muerto un ministro franquista que jamás fue recibido.

La recepcionista era lo suficientemente joven para no entender ironías franquistas. Le resbaló el comentario y volvió a su primera impresión de Carvalho: mal vestido y desdeñable. Torrens Guardiola en cambio tenía todas las gracias en la inmensa foto que ocupaba todo un panel de la recepción. Era tan grande la fotografía que durante la primera visita permaneció ante Carvalho como un abstracto fondo de retícula. Pero allí estaba vestido de civil, con una vieja sonrisa de momia encantadora, aquella sonrisa joven cuando como jefe provincial del Movimiento acudía a El Pardo a cumplimentar al Generalísimo y transmitirle la inquebrantable adhesión de la provincia de Barcelona. Por si le faltara algún elemento de desazón, en las primeras páginas de los periódicos se destacaba el triunfo de la candidatura más nacionalista en las elecciones democráticas de la Alemania Comunista. Cristianos y nacionalistas, la madre que les parió. Se imaginó una Europa de nuevo invadida por el ejército alemán, con la cruz latina o la media luna en vez de la cruz gamada, pero con los mismos himnos y el mismo eco de miles de botas repitiendo sus patadas sobre la tierra. Llegado el momento, Carvalho se haría de la resistencia y lucharía desde la sierra de Collcerola contra el invasor alemán, mientras la chica se quitaba la blusa y le enseñaba el número tatuado de una pasada estancia en un campo de concentración. El mundo volvía a ser igual a sí mismo y así por los siglos de los siglos. Amén. Se acercó a Can Boadas y se tomó tres mojitos que le devolvieron una cierta sensación de impunidad ante su vida y ante la Historia. De pronto tuvo necesidad de hacer una travesura y adelantó su llegada a la Escuela de Adultos de Nou Barris, para mezclarse con los esforzados alumnos y escuchar las lecciones de la señora o señorita Ruidoms. Allí estaba la macerada ilustración del barrio, con voluntad de saber hoy algo más que ayer y la Ruidoms llegó con andares de profesora de clases simultáneas, algo así como una ajedrecista con la cabeza puesta en todas las partidas del día. ¿De qué iba ésta? Parecía que preguntaba a la mujer introductora. De la adaptación de la clase obrera a la nueva revolución tecnológica. El vino, los mojitos, la digestión, Carvalho empezó a dormitar cuando aquella mujer maciza, bien maquillada y enérgica se planteaba, les planteaba, la pregunta. ¿Acaso ha desaparecido la clase obrera? Los evidentes miembros de la clase obrera en paro allí reunidos aguardaban la respuesta que resolviera su problema de identidad. No puede afirmarse en términos absolutos… menos mal… pero sí en términos relativos… a ver, a ver. Carvalho no se enteró del resto del discurso aclaratorio y, cuando volvió a ser dueño de su capacidad de concentración, la conferenciante ya estaba en el año 2000. Se acabó el concepto de una vida, un saber técnico, un trabajo. El trabajador del futuro debería prepararse para continuados reciclajes, si es que no quería verse apeado de un mercado de trabajo en perpetua resituación, en el que sólo estarían seguros y tranquilos los conferenciantes que fueran vendiendo la necesidad de no estar ni seguros ni tranquilos. Brillante lo era y tenía la virtud de que la seguridad del continente avalara lo inapelable del contenido. Tímidamente se le hicieron algunas preguntas que no siempre tomaban el hilo de la disertación y trataban de ligarla a la propia experiencia, a la pequeña geografía de aquellos barrios de aluvión. Una catequista. Lo que en su infancia habrían llamado una catequista, pero no de diez mandamientos fijos, sino de diez mandamientos en perpetua revisión. Deshecha la estética del acto, ella le vio avanzar por el pasillo central orillado por sillas de tijeras plegables y supo quién era antes de que él se presentara. Se sentaron ante dos aguas tónicas y un café doble pedido por Carvalho, en un bar lleno de ruidos y de televisiones, más de una pensó Carvalho por la omnipresencia de un gran televisor con las imágenes rebotadas en todas las paredes del pequeño y poblado local.

– Tengo media hora. Explíqueme esa original teoría sobre el asesinato de Leo.

Carvalho le explicó todo lo que imaginaba, como si entregara su saber a un sacerdote en condiciones de sancionarlo: verdad, mentira.

– Me parece tan increíble que hayan matado a Leo, como en su día me pareció increíble que se hubiera suicidado.

– Hay que elegir una de las dos incredibilidades.

– Leo no era un depresivo. Si algo gustaba en él era su vitalidad.

– Le conocí. Le conocí en la cárcel.

– ¿Era Vd. preso común?

– Entonces era un preso bastante común. Político. Aunque no podías constar como preso político porque la metafísica del régimen no aceptaba la existencia de presos políticos.

Sus ojos bonitos, entre el verde y el azul empezaron a apreciarle.

– Qué tumbos da la vida. Unos nos hemos hecho detectives privados y otros especuladores de terrenos.

Ni le había gustado, ni le había disgustado. Se esforzaba en demostrarle que los sentimientos no le impedían distanciar al personaje.

– Leo empezó a meterse en lo del tráfico de influencias por altruismo. Las comisiones no eran para él. Luego la cosa cambió, pero yo no estuve en condiciones de darle ninguna lección de moralina.

– Vd. que sabe tanto ¿qué marca el límite entre la moral y la moralina?

– La hipocresía de quien da la lección. Si es un hipócrita se trata de moralina. Si no lo es…

Tampoco tenía muy claro si lo contrario de la moralina era la moral. Alguien había dicho: el bien no existe, pero el mal sí y Carvalho estuvo a punto de decírselo, pero no quiso discutirle el estatuto de profesora perpetua.

– Piense por un momento que es más creíble que le asesinaran. ¿Quién?

– Yo de hecho casi no lo veía. Desde que le obligaron a ser un hombre oculto convenimos en que no era inteligente seguir tratándonos. En el partido se ha aprovechado lo de Leocadio para marcar posiciones ante el futuro. Hay batalla de codos y el Congreso no está demasiado lejos. No nos interesaba que yo resultara salpicada. Pero le llamaba con frecuencia. No diré que todos los días porque a veces se me iba el santo al cielo, pero casi todos los días. No sé. No puedo darle la respuesta que busca.

Dudó en darle la noticia de que Leocadio había muerto en olor de infidelidad sexual, aunque ¿con respecto a quién?

– ¿Sabía Vd. que recurría a muchachas de lujo, muchachas de alquiler?

– ¿Quiere Vd. decir putas? Lo sabía, cada cual tiene sus fantasías sexuales.

– ¿Quién de su partido podía desvelarme este misterio?

– Para el partido, Leocadio como si estuviera muerto. Quizá hasta hayan borrado su nombre de los archivos. Los sujetos colectivos se defienden cuando se sienten amenazados por uno de sus integrantes. Yo lo comprendo.

Lo comprendía todo. La existencia, la inexistencia de la clase obrera. Que Leocadio hubiera sido asesinado, que lo mataran. Que el partido lo utilizara, que lo borrara de su memoria colectiva. Que Carvalho le metiera mano, que no se la metiera. Era una posibilista nata que lo sabía casi todo y por eso no quería enterarse de nada.

Al igual que un barco a la deriva, con los motores anegados, el timón roto y el capitán borracho, Charo avanzó por el breve recorrido desde la puerta del despacho de Carvalho hasta la silla de los clientes y se dejó caer, encallada en un escollo. Cómo viven. Pepe. Cómo viven. No saben ni follar y todas tienen un Golf Wolkswagen y hasta las hay con ese coche que tanto te gusta a ti, el Volvo pequeño ese. Todas podrían ser mis hijas, aunque si yo hubiera tenido una hija no hubiera sido puta. Por éstas, Pepe, por éstas. Mira, Pepe, me he gastado todos mis ahorros de favores y he conseguido que cantara una comadre a la que hace tiempo le hice un favor que no se olvida, evité que la marcara un chulo con un terrón de azúcar y eso no se olvida, Pepe, no se olvida. Ese hombre contrató a una chica que se llama Montse, una que dice ser poeta y bióloga. Ya la había contratado otras veces y se la llevó el mismo día en que apareció muerto. Pero te advierto que la policía ya lo sabe y que no hay manera de dar con la chica. Esa está escondida hasta que escampe o vete a saber tú. Si quieres te doy su dirección. Tiene un pisito muy mono en el Putxet, con toaos los detalles, me ha dicho mi comadre y en dos días, todo se lo ha hecho en dos días, con la poesía, la biología y el condón, porque lo del condón es que no tiene nombre. Hasta mi comadre que es ahora madame de una casa de postín se hace cruces de lo aprovechadas que son estas chicas, que nunca pierden la cabeza. Si hubieras visto lo que yo he visto. En la agencia donde trabaja Montse tienen comedores privados y van allí los clientes de guateque, se gastan lo que sea, muchos miles y luego pasan a unas suites de película americana, con bañera de esas de chorro, vídeo porno y bebida a manta. Por esa casa pasa lo mejor de Barcelona y del extranjero y alquilan las chicas para fiestas privadas, que no paran con esto de las Olimpiadas, de tanto extranjero como viene a ver qué pesca y a veces le pescan a él.

– Necesito una lista de clientes de esa casa, Charo. O a lo sumo si tienen clientes que pagan con tarjetas de Salus Infirmorum, Torrens Guardiola, Inyecta SA y toda la lista.

– Que eso no me lo da mi comadre. Ya me ha pagado el favor.

– No quiero nombres. Sólo quiero que me confirmen qué clientes pagan con tarjetas de esa casa. Supongo que tendrá un nombre neutro, algo así como Cortinas y Mosaicos.

– Instituto de Estética Aplicada «Refugium».

– Refugium Pecatorum.

– ¿Y eso qué es Pepe?

– El santo Rosario. Anda, a ver de qué te enteras. Te doblo la minuta.

– Que te lo hago por una cena, Pepe, por un rato de compañía.

– Cuando esto acabe nos iremos ele vacaciones.

– Ah, ya. A París.

– A París.

– Como en 1975, en 1978, en 1982, en 1985, en… ¿Sigo? Cada vez que quieres conseguir algo de mí sale el viajecito a París.

– Esta vez va en serio. Quiero viajar. Necesito cambiar de aires.

Era recelo lo que se llevaba Charo entre ceja y ceja, pero por la noche, Carvalho tenía en su casa de Vallvidrera un cuadro sugerente de la clientela del Instituto de Estética «Refugium», entre la que abundaban ejecutivos de Torrens Guardiola y de otras empresas relacionadas con Leocadio. Montse y alguna otra compañera eran algo más que partenaires sexuales que llegaban al apartamento de Leocadio con el preservativo puesto y salió de casa aun a sabiendas de que no eran horas de pedir refugio en un Instituto de Estética. Se puso lo mejor que tenía en el vestuario, incluso una corbata de free shop aéreo y descendió la colina a toda la velocidad que le permitían sus ojos ya torpes para conducir de noche. Se equivocaba. Refugium estaba lleno de pecadores, tantos, que tuvo que esperar tanda ante un vaso de excelente whisky de malta que entraba en el mínimo gasto que podías hacer. Veinte mil pesetas en una suite que no iba a ser de las mejores, pero tampoco de las peores. ¿Se quedará a cenar con la señorita? Depende de la cena y de la señorita. Un menú de calité: Espinacas a la crema de leche trufada y rollitos de lenguado con salmón ahumado, profiteroles, cava de aperitivo y un Tondonia. Había mejorado mucho el nivel gastronómico de las casas de putas. Contempló el álbum de fotografías de las muchachas prometidas y preguntó por Montse. La madame, con aires de propietaria de peletería de animales mediocres, ni pestañeó. La poeta ya no trabaja aquí. En ninguna casa de putas de auténtico postín reconocerían que sus pupilas tienen apodo. Por fin empezó el pasacalle de chicas, una colección completa de países y mares, de razas y estaturas. La quiero del país. No hay nada como una del país, corroboró la madame. Que sea culta. Me gusta hablar de sellos y de literatura. De sellos no sé, pero de literatura cualquiera de ellas. A todas les gusta mucho leer y ver en la televisión los programas de bichos. La madame no estaba a la altura de las circunstancias. Se encamó con una joven alta, estilizada, estúpida, que a todo le aplicaba diminutivos, incluso a él. A mí me va mucho la marcha, dijo ella y Carvalho se dejó caer en la cama y puso cara de marido en crisis.

– A ti te pasa algo.

– He tenido un mal día.

– Tu mujer no te comprende.

– Soy viudo.

– Te acompaño en el sentimiento.

– Buscaba a una chica que me tiene robado el seso. Es compañera tuya. Se llama Montse.

Aquel esqueleto buen conductor de carnes largas y prietas se puso en tensión.

– Creo que trabajaba aquí, pero no la conocía demasiado.

Carvalho esperó a que se desnudara, se medio desvistió él y se echó encima de la muchacha como poseído por un deseo incontenido.

– Sin preservativo nada, corazón.

Y le mostraba un preservativo tenue, colgante de dos de sus dedos como un suspiro de pene. Pero se quedó en el gesto, porque Carvalho la inmovilizó y le habló crispadamente junto a la oreja.

– Se me han quitado las ganas de follar, corazón. Quiero encontrar a Montse. Es por su bien. Más de uno va detrás de ella para hacérselo pasar mal.

La muchacha trataba de liberarse y era pánico lo que se removía en los ojos que trataban de buscar un horizonte más allá de la montaña de hombre que la trababa.

– Voy a gritar.

– No vas a gritar, por la cuenta que te trae. A esa chica quiero protegerla. Ha venido demasiado vampiro por aquí y la van buscando.

No estaba preparada para tener miedo. Probablemente era cierto que leía demasiado.

– Déjame respirar, tengo demasiado miedo para poder hablar.

Carvalho separó su cuerpo, la dejó medio incorporarse y a la altura de sus ojos quedaron dos tetitas de muchacha casi impúber, aunque en torno de los ojos asustados se dibujaban ya unas patas de gallo que inspiraban casi ternura.

– Tengo mucho miedo. Voy a llorar.

– No vas a llorar. Te daré una buena propina y cuando me termine otro whisky me marcharé. Todo quedará como si lo hubiéramos hecho.

– Lo de Montse también me da miedo. ¿Qué le va a hacer Vd.?

– He de llegar a ella cuanto antes.

– Tiene un antiguo novio fotógrafo que la adora. Vive en una torre vieja en Castelldefels.

– Apúntame la dirección con una barra de labios en este brazo. Aquí. Por dentro.

– ¿Por qué?

– No me extrañaría nada que tu patrona hubiera llamado a la policía. No quiero llevar ningún papel encima, ni quiero arriesgarme a olvidar la dirección.

– Qué retorcido eres, corazón.

– No lo sabes tú bien.

Se sentó en el borde de la cama y ella empezó a arreglarse las uñas. De vez en cuando levantaba la vista de tan meticuloso trabajo y le estudiaba.

– Me recuerdas a alguien y no sé a quien.

– Soy el doble de Robert Redford.

Carvalho se vistió y dejó sobre las rodillas desnudas de la mujer diez mil pesetas.

– Es mi tope de propinas. Aquí vendrán tipos más generosos.

– Roñas, todos son unos roñas.

Ni rastro de la policía en el hall, aunque en los ojos de la madame se veían luces de tormenta. ¿Todo bien? Vuelva pronto por aquí. Es el mejor establecimiento de Barcelona. En su género. Puntualizó Carvalho, pero ella no estaba para sutilezas. En cambio en la calle le pareció ver un coche demasiado aparcado, demasiado lleno de abogados. Se metió en el coche y se fue en busca de la Diagonal, como si volviera a casa, pero de pronto tomó la ruta de Esplugas, para alcanzar Castelldefels por el camino menos habitual. No le seguían o así lo parecía. Paró en una gasolinera y se metió en el retrete. Olía a orines de cuatro generaciones y la taza no la habían limpiado en un esfuerzo solidario para no incrementar la sequía que amenazaba la ciudad. A la luz de una bombilla agonizante se quitó la chaqueta, se desnudó el brazo y leyó el nombre y la dirección: Toni Fisas, carrer del Cupré, 42. Se puso a la cola del tráfico de honrados padres de familia que volvían a dormir a casa, junto al mar, aunque por la velocidad del tráfico parecía como si ya empezaran a dormitar en el coche. Castelldefels era a aquellas horas un laberinto en penumbra de chalés y apartamentos, con la cinta del mar al fondo, y los aviones cerniéndose sobre la cercana pista de aterrizaje del Prat. En un supermercado donde estaban haciendo el inventario, le indicaron donde podía encontrar la calle con tanta desgana que tuvo que volver a indagar en un bar semicerrado situado junto al mar. Por fin allí estaba el chalé. Un hotelillo de mala muerte, casi sin iluminar el jardín abandonado, tanto lo estaba que ni siquiera habían cerrado la cancela y Carvalho pudo subir los escalones que llevaban a la puerta iluminados por una lámpara industrial adosada en el dintel de la entrada. No se veían luminosidades en el interior, pero estaba todo demasiado abierto como para pensar que no hubiera nadie. Llamó al timbre mientras empujaba la puerta con una rodilla y su rodilla fue más efectiva que su llamada. La puerta se abrió con parsimonia y en cambio nadie respondió a su timbrazo. Demasiado fácil, pensó y empuñó una pistola que brotó de su sobaquera como si estuviera cansada de esperarle. Contuvo la respiración para poder escuchar mejor cualquier ruido ajeno. El desorden del jardín se prolongaba en aquel recibidor lleno de extraños atrezzos y el conmutador de la luz le enseñó exactamente donde estaba. Más allá del zaguán de entrada, una vasta sala donde yacían inermes una serie de máquinas de fotografiar, pantallas difusoras de la luz, vestuarios colgados en perchas, poderosos focos que casi hicieron ruido al encenderse y la soledad humana más total bajo la luz más total. Más allá un comedor en el que probablemente nadie había comido nunca, una cocina con algunos cacharros sucios y más material fotográfico, un retrete más LIMPIO QUE EL DE LA GASOLINERA, un excelente retrete con azulejos pseudomodernistas en las paredes y una muchacha sentada en la taza, con la cabeza colgando de un alambre tendido desde la cisterna, destruidos los ojos por la muerte. Contuvo el impulso de llamarla por su nombre, por si conseguía despertarla. Le tocó las sienes para comprobar el frío definitivo, apretó la pistola con más decisión y se revolvió por si alguien construía una amenaza a su espalda. El simple roce en la sien había inclinado la cabeza de Montse y un racimo de cabellos bien dorados se convirtió en una cortina que le ocultó su rostro aterrado. Pero entonces pudo ver Carvalho el cerco de sangre en torno del cuello, causado por el acero de alambre, alambre en su justo grosor y flexibilidad para matar. Volvió sobre su recorrido inicial tras cerrar la puerta del retrete velatorio y rastreó todo lo que se puso a su consideración por si veía cualquier huella del crimen. Fue entonces cuando creyó escuchar una respiración contenida y de todo cuanto se ponía a su vista sólo podía salir de un arcón sobre el que debían haber estado apilados carretes, ahora desparramados por el suelo. La superficie del arcón estaba demasiado desnuda como para justificar todo lo que lo rodeaba y la tapa no encajaba del todo.

– El que esté ahí dentro que se quede quieto. Voy armado.

Se situó a espaldas del arcón, con los ojos clavados en los goznes y dio una orden.

– Levante la tapa.

Tardaron en obedecerle. Por fin la tapa de alzó y poco a poco emergió la cabeza de un hombre joven despeinado. Luego, cuando volvió la cara todo en ella era pánico, lágrimas y chorretes. Luego el rostro volvió a desaparecer en el interior del arcón. Aquel desgraciado se había desmayado.

Le hizo oler algo fuerte contenido por un botellón de plástico. Algún producto de laboratorio fotográfico. O lo despierto o lo mato. Volvió en sí entre náuseas, que ultimó en un rincón del estudio tras una carrera emprendida sólo cuando Carvalho le autorizó a emprenderla con un gesto de la cabeza. No era un legionario. Al contrario. Era un muchacho frágil y sensible que sollozaba entrecortadamente mientras musitaba Montse… Montse… Vacío y algo calmado, le contó que Montse le había pedido que le permitiera vivir allí durante unos días. Tenía a un pesado en los talones, a veces ocurría y siempre tenía que ser su amigo Toni quien la sacara del apuro.

– La verdad es que estaba muy acojonada, pobreta *. Se movía por este caserón como un fantasma y yo hacía mi vida, porque ella estaba pero no estaba. Precisamente esta tarde, al atardecer, se ha ido el último cliente, un anunciante publicitario y yo he subido al taller a comprobar unos revelados. Todo lo que ha pasado aquí abajo para mí como si no hubiera pasado. Al taller apenas llegan los ruidos cuando lo aíslo de la luz y cuando he bajado he tardado en darme cuenta que había un desorden distinto al mío. Finalmente he llegado al water y allí estaba ella… tan horrible… tanta crueldad. Estaba yo que si me desmayo que si no me desmayo cuando ha llegado Vd. Yo no sabía quién era, a lo mejor ellos volvían y me he escondido en el primer sitio que se me ha ocurrido.

– ¿De quién se escondía Montse?

– Ya se lo he dicho. De un pesado.

– ¿Qué quería ese pesado? ¿Hacerle proposiciones deshonestas?

– Tenía miedo.

– ¿De quién?

– No me lo dijo, pero era un mal rollo.

– Si dice que era un mal rollo es que sabe de qué se trataba.

Le faltaba una ayudita para empezar a cantar la ópera él solo y haciendo todas las voces, incluso la de soprano dramática.

– Montse estaba implicada en el caso Leocadio Minguez.

El muchacho asintió sorprendido.

– Ella estuvo con él horas antes de que le mataran.

– ¡Le mataron! ¡Eso es!

Transparente. Estaba excitado y había aceptado la entrada que le ofrecía el director de orquesta.

– Utilizaron a Montse. Le dijeron que medio durmiera a Leocadio porque querían registrarle el apartamento. Según ellos Leocadio les estaba chantajeando y necesitaban unos papeles. Tu vas allí, le duermes con unas pastillas, registramos y el tío ni se entera.

– ¿Montse lo vio todo?

– No. Ella cumplió. – Tenía un rollo entre putero y profesional con el tío, es decir, follaban poco y hablaban mucho, sobre todo Montse que recibía en Refugium muchas confidencias o escuchaba conversaciones entre hombres de negocios. Ella le puso las pastillas y cuando el tío se quedó roque se marchó dejando la puerta abierta. Luego se enteró de la muerte de Leocadio y empezó a acojonarse, pobreta*, y cuanto más lo pensaba más se acojonaba.

– ¿Le dijo quién le encargó dormir a Leocadio?

– No.

Sí. Lo sabía porque había desviado definitivamente la mirada, como desentendiéndose ya del futuro de la conversación.

– No me engañes, chico. Luego vendrá el comisario Contreras y se lo contarás todo. Sólo te pido que me adelantes la información quince minutos.

– ¿Va a llegar enseguida la policía?

– Tu vas a llamarla. ¿O es que te quieres quedar el cadáver en el retrete toda la vida?

– Vaya día, joder. ¿Y qué les cuento yo a los guripas? Igual se creen que la he despachado yo.

– Precisamente por eso. Cuéntamelo todo a mí y es como si ensayaras la declaración ante la policía. Te sentirás más seguro.

– Visto así me parece lógico. Pero quédese Ud. hasta que lleguen. Me será más fácil si Ud. se queda.

Algo había que dar a cambio y le tentaba la secuencia de Contreras entre el desconcierto y la furia, obligado a admitir que Carvalho había aconsejado muy bien al muchacho.

– ¿Quién le pidió a Montse que durmiera a Leocadio Minguez?

– Fue la Blasa.

– ¿Quién es la Blasa ?

– La que regenta el local, Refugium. Esa es la que reparte juego y la que sabe donde están las chicas. Cuando Montse se iba a hacer el servicio a casa de Leocadio, la propuso lo de ponerlo roque y le dio las pastillas.

No estaba mal pensado, si le apretaban las tuercas, la Blasa diría que se lo había pedido un cliente. Daría un nombre. Falso. Una descripción. Falsa. Dependía de las ganas de Contreras por saber la verdad que la Blasa pudiera encerrarse en su explicación. Dependía de un buen abogado que sólo le cayera un año, o dos, por su evidente encubrimiento. Contreras le dijo por teléfono a Toni que no tocara nada, que ni siquiera se tocara los cojones y que sobre todo no dejara que Carvalho tocara nada.

– No puede Ud. tocar nada.

Traspasó la información Toni con toda la gravedad que le imponía su nuevo papel de portavoz de la policía. Carvalho dio varios paseos pero no tocó nada. Fue Contreras quien le tocó dándole un empujón flojo pero respaldado por los ojos más agresivos que el comisario había conseguido ponerse.

– Se lo advertí. Mañana me deja el carné en Jefatura.

– ¿El de conducir?

– El de chulo de putas. No me enciendas. No me enciendas. No te muevas de la ciudad en las próximas horas y ahora vete.

Contreras estaba cada día más amargado. Cuando le jubilaran, Carvalho se propuso ir a su encuentro y recitarle cinco mil insultos por orden alfabético, pero ahora salió al jardín cruzándose con el forense que llevaba una radio minúscula en el bolsillo superior de la chaqueta, comunicada con su oreja mejor por un cable que a la contraluz de los faroles de la calle daba su cabeza el aspecto de remate electrificado de la criatura del dr. Frankestein.

– ¿Cuánto están?

– Cero a cero.

– ¿A favor?

– ¿De quién va a ser?

¿De quién va a ser? Carvalho había lanzado la pregunta al azar y ni siquiera sabía quién jugaba aquel día al fútbol, pero cuando un forense realiza su trabajo con una radio comunicada a su oreja es que algo importante ha pasado en el mundo y no precisamente la muerte que va a codificar. Retomó el coche y buscó una cabina telefónica en la primera gasolinera que encontró de regreso a Barcelona. Llamó a Refugium. Preguntó por madame Blasa y se tomaron el tratamiento al pie de la letra.

– Madame Blasa no puede ponerse.

– Dígale que si no quiere dormir esta noche en la carel, más le vale ponerse al teléfono.

No opuso demasiada resistencia la comunicante y al fin emergió la voz de una madame Blasa al borde de un ataque de nervios.

– Es Ud. muy gracioso, pero sabe qué le digo…

– No tengo bastantes monedas para un discurso. Salga cuanto antes de ese local porque la policía irá a por Ud. y no me extrañaría que ya estuvieran en camino. Montse ha muerto. La espero en Boadas, una cocktelería, esquina Tallers – Ramblas, dentro de media hora.

– ¿Y Ud. quién es?

– Yo la conozco. Déjelo todo a mi cargo.

– Media hora tardó en llegar al parking de la Plaza Buen Suceso. Madame Blasa ya estaba en Boadas, llevaba encima una piel mediocre de un animal mediocre y no expresó contento cuando le reconoció.

– No estoy para juergas.

– No es una juerga. ¿Qué quiere tomar?

Can Boadas a aquellas horas de la precena parecía el camarote de los hermanos Marx en Una Noche en la Opera. Dolores, la dama lunar de la barra, puso en marcha un martini en cuanto vio a Carvalho y sirvió la copa de cava que pedía la presunta peletera. Carvalho dejó que la mujer se bebiera el cava con sed de agua y cuando la vio respirar aliviada se sacó la agresividad por la mirada y por la voz dura, casi pegada a la oreja rellenita de la mujer, de la que colgaba un pendiente de oro de medio kilo.

– Ya saben que Ud. le dio a Montse el somnífero para dormir a Leocadio Minguez.

– ¿Que yo le di, qué?

– Y ahora vendrán preguntando quién le pidió a Ud. que montara el chanchullo.

Estaba a punto de echarse a llorar y también de echarse a gritar. Carvalho le apretó el brazo hasta hacer incómoda la presión y le musitaba: tranquila, tranquila, nada de espectáculos.

– ¿Quién ha dicho que yo le di eso a Monste? ¿Ud.?

– No.

– Pues quien lo haya dicho allá él. Es su palabra contra la mía. Yo tengo las espaldas bien cubiertas y ningún asqueroso me va a poner en dificultades. Si Montse hizo algo malo es cosa suya. Cuando aparezca… bueno, si está muerta como Ud. dice…

– La han ahorcado con un alambre.

Carvalho le pasó la punta de un dedo por la garganta y ella retiró instintivamente la cabeza. Ya era un animal acorralado y muerto de miedo.

– La próxima puede ser Ud.

– A mi él no puede hacerme eso.

– ¿Quién?

Ella le pegó un empujón y se abrió paso entre los bebedores que no dejaban ni un palmo libre del suelo del local. Los más próximos habían advertido la extraña relación de la pareja y se intercambiaban miradas de advertencia y codazos. Una pelea pasional. Carvalho les sonrió buscando su complicidad y salió en pos de Blasa. Al llegar a la calle, la mujer ya tenía media pierna dentro de un taxi. En vano corrió y la reclamó. Lanzó el cuerpo sobre el taxi pero ya arrancaba y tuvo que hacer equilibrios sobre una pierna para no desparramarse por la acera. Aquella imbécil le había demostrado que él era más imbécil que ella. En vano esperó ese taxi providencial que suele aparecer en las películas. Las aceras estaban llenas de gentes y las calzadas vacías de taxis.

«A mi él no puede hacerme eso.» La queja y a la vez declaración de seguridad de Madame Blasa le asaltó como si fuera una puerta de pronto abierta mediante un resorte secreto. Una persona. Un hombre se concretaba como el sujeto y el objeto de la historia y Carvalho recurrió a su intuición femenina para plantearse el reclamo: «Cherchez l'Homme.» ¿Quién le había llevado hasta Madame Blasa? Charo. ¿Quién agradecería que se presentara de pronto en su casa y le ofreciera salir a cenar o al cine o a ver títeres de cachiporra? Charo. ¿Quién tenía más tragaderas sentimentales que una madre foca? Charo. Casi sintió ternura al rememorar lo indefensa que quedaba Charo ante la más mínima prueba de cariño. Desanduvo el camino de regreso a casa y volvió al sur de las Ramblas en pos del bloque de pisos, ya no tan nuevos como le parecieron cuando conoció a Charo a comienzos de los años 70, ya en competencia con nuevos edificios que trataban de expulsar de aquella Barcelona vieja la arqueología humana de sus pobladores lumpen. Contuvo el impulso de utilizar el llavín de la puerta de la calle no fuera la mujer a estar con algún cliente y la convocó a través del portero automático.

– ¿Charo?

– ¿Pepe? ¡Eres tú! ¡Pero si es el mismísimo Pepe Carvalho!

– ¿Cena? ¿Cine?

– Eso es un trabalenguas. Ni cena. Ni cine. Sube.

Polvo. Reflexionó Carvalho mientras se metía en el ascensor y repasaba mentalmente sus apetitos sexuales. Recurrió a la memoria visual de Charo desnuda, a su tecnología que ante él adquiría una turbada inocencia y dedujo que podría salir del reto sexual con una cierta dignidad, a poco que la mujer tuviera tantas ganas como derechos sentimentales adquiridos. Luego ya llegaría el momento para la indagación y los argumentos para vencer su lógico recelo. En efecto, Charo estaba en deshabillé y la casa no olía a hombres de paso. No hubo demasiados preámbulos. Charo necesitaba recuperar su presencia total y dejó que ella le hiciera el amor, sin que esta vez el estúpido verbo compuesto de origen francés le molestara, porque se parecía mucho a lo que quería significar. Desde la cama nunca había sentido la humillación ante la premonición de los cuerpos masculinos que le habían precedido. ¿Acaso Charo no era una vacuna contra la humillación?

– A veces soy feliz, Pepe. Fíjate tú con qué poco me conformo.

La felicidad es una situación afortunada. ¿Dónde lo había leído? ¿En qué libro? Se prometió buscarlo nada más llegar a casa para quemarlo.

– ¿No estás relajado?

– No.

– ¿Algo va mal?

– Han matado a la chica que me ayudaste a buscar.

Se cubrió las tetas con la sábana para contener la congoja.

– Estoy desorientado.

– Qué canallada. ¿Puedo volver a ayudarte?

Casi sintió vergüenza de instrumentalizarla tan directamente.

– Claro. Pero no es el momento.

– ¿Por qué no es el momento? Dime qué debo hacer. Pepe, me siento responsable.

– No. No es el momento. Claro que el tiempo va en contra, pero también a mí me gusta estar aquí, sin hacer nada, sin pensar.

– Eso sí que no, Pepe. Cuando más se piensa es después de haber sido feliz, así como nosotros y en un sitio como éste. Me parece vergonzoso que tú y yo estemos aquí tan requeté bien y esa chica…

Con los ojos le preguntaba lo que no se atrevía a preguntar con la voz.

– Estrangulada. Con un alambre.

La congoja se hizo sollozo y Charo saltó de la cama. Aún tenía el cuerpo bonito, aunque su cintura ya no era su cintura y los pechos de ninfa se hubieran vuelto dos frutas de cera amenazadas por la ley de la gravedad.

– Vistámonos y veamos qué podemos hacer.

Vestidos, ante un vaso de whisky con hielo, para él y una copita de Sibarita de Domecq para ella, Carvalho fingió improvisar el plan que había estudiado mientras descendía hasta la casa de la mujer. Se trataba de investigar sobre el pasado profesional y sentimental de madame Blasa. Para empezar ¿qué sabía su comadre de madame Blasa?

– Yo a esa también la conozco. Cuando yo empecé en una barra de la calle Condes de Balaguer, esa chica también empezaba. Es de mi quinta y medio paisana. Era muy mona, muy llenita, la llamaban la holandesa porque era rubia, tenía la cara redonda y el pelo rubio lleno de ricitos. Luego le perdí la pista, pero mi comadre la conoce y la tiene al día. Mi comadre tiene todo el puterío de lujo de Barcelona en la cabeza.

Bendita comadre. ¿Y cuánto tardarías tú, Charo, en sonsacarla? Eso está hecho, Pepe. Se fue Charo hacia el mueble bar, sacó una botella por estrenar de Sibarita, la envolvió en un papel de plata y se fue hacia la puerta de la calle. ¿A qué esperas? Vamos. ¿Ahora? Ahora. Ya en el coche, los papeles se habían invertido, como en el final del Quijote. Era Charo la que quería embestir contra los molinos de viento y Carvalho el que oponía renuncias, desde el cansancio y la melancolía. Menos mal que el Quijote ya lo había quemado en un momento de lujuria de la lucidez. Charo le guió hasta las tranquilas calles residenciales de los traseros del Cinturón de Ronda y le hizo aparcar cerca de un bloque de buena apariencia, en el que ningún signo exterior traducía el oscuro comercio interior.

– Cuidado, Charo. Que nos movemos entre gentes sin escrúpulos.

– Mi comadre es mi comadre y le gusta mucho el jerez.

Conectó la radio del coche mientras la esperaba. Había terminado el partido entre el Barcelona y el Valencia. El Barca estaba a punto de clasificarse para la final de la Copa del Rey 1990 y lo había conseguido jugando sin delantero centro, dijo irónicamente el locutor. Volvió Charo corredora y gozosa, dentro del luto corporativo que movía su gestión.

– Arranca, que igual nos mira detrás de los visillos. Es muy fisgona.

Cuando desembocaron en el Cinturón de Ronda, Charo ya le había traspasado la historia de Blasa. Había sido la protegida de varios peces gordos y estaba donde estaba gracias a un abogado muy importante, un asesor de peces aún más gordos que él, relacionados con bancos y – empresas constructoras. Ventura Roses. ¿Ventura Roses? Charo no advirtió la sonrisa irónica que ocupó el rostro en penumbra de Carvalho. Ventura Roses. ¿Con quién compartía celda Ventura Roses en aquel verano de 1962, en la Cuarta Galería de la Modelo ? Era del mismo expediente de Leocadio Minguez, pero parecía un señorito marciano rodeado de proletarios en un incierto asalto al poder. Se pasó todo el breve periodo de reclusión lamentando los trabajos que estaba perdiendo. Por entonces era un RECIÉN licenciado en derecho que ya asesoraba, vía padre importante, a una agencia de publicidad que estaba a punto de cerrar importantísimos tratos con Televisión Española. Mi expediente va a hundir ese contrato. ¿Quién me mandaba a mí meterme en este lío y para conseguir un simple efecto testimonial de solidaridad con los mineros de Asturias? La revolución llegará un día, afirmaba con toda la seguridad de la ciencia política y el estatus de clase que emanaba de aquel cuerpo flexible, bien vestido, como debe vestir un caballero incluso en el patio de una cárcel llena de chorizos, rojos y mariconas, pero hay que escoger el instrumento oportuno, en el momento oportuno, como supo ver Lenin cuando cambió su estrategia en las Tesis de Abril. Ventura Roses, pico de oro, rescatado por su padre a los tres meses de encarcelamiento, mediante un tráfico de influencias que no fue bien visto por sus camaradas, aunque Ventura les dejara las latas de conservas caras que le quedaban y la promesa de altas gestiones para beneficiar su mala suerte previsible. Carvalho nunca sabría si había salido a tiempo de salvar el contrato con TVE. A Charo le gustaba dormir de vez en cuando en la casa de Pepe en Vallvidrera y aquella noche se lo había merecido. Mientras ella canturreaba en la ducha, según imponía el momento y el tono de final feliz del día, Carvalho buscaba la pista de Ventura Roses en la guía telefónica. Tres o cuatro despachos y algún teléfono correspondían a su domicilio familiar. Probó todos los números y finalmente la voz neutra de una criada de acento extranjero, probablemente árabe, le opuso toda clase de resistencias antes de decirle que tomaría su recado. Era urgente entrevistarse con Ventura Roses.

– Dígale que es de parte de un antiguo compañero del verano del 62, Pepe Carvalho. Con hache y ele. No, la hache no va al principio. Ce de cajón, a de abastos, erre de Radioala, uve de varices…

Y el teléfono. El domicilio no era necesario, aunque Roses podría descubrirlo fácilmente a poco que movilizara sus canales de información.

– Charo. Esta casa no es muy segura esta noche. Puedo recibir visitas inoportunas esta noche.

– Pues mejor que estés acompañado. ¿Por qué no llamas a Fuster?

No quería complicar al gestor y abogado en este lío. Se limitó a atrancar las puertas, las excesivas puertas de aquel viejo chalé en decadencia o en abandono y a dormir con un ojo abierto. Pero Ventura Roses no llegó hasta el amanecer.

Descendió solo del coche sueco, falsamente utilitario. Examinó el chalé y dio alguna instrucción al chofer. Carvalho casi olió su colonia cara desde su observatorio y comprobó que Ventura Roses caminaba con una flexibilidad juvenil cuando, pulsado el timbre y abierta la cancela automáticamente, avanzó por el jardín al encuentro de las escaleras que le llevaban hasta él, enrejado tras la puerta de su propia casa. No se molestó en decir nada original, ni gracioso, ni nostálgico. Tomó posesión del recibidor con una simple mirada valorativa que luego devolvió a Carvalho, como sopesándole, en cuerpo y alma. Tenía la misma pinta de señorito que treinta años antes, pero parecía más inteligente que treinta años antes, lo suficiente como para no temer la situación que se le avecinaba. Secundó la invitación y pasaron al living donde Carvalho limpió el asiento de un sillón descabalgando periódicos viejos y dos objetos que ni siquiera se molestó en identificar. Ventura Roses se sentó con aprehensión, como si alguna amenaza pudiera traspasarse desde el raído terciopelo de la tapicería a sus posaderas, sin respetar el obstáculo del excelente paño inglés del traje. Se sentó pues en un canto y esperó a que Carvalho empezara a hablar, hasta que se dio cuenta de que el otro esperaba lo mismo. Se echó a reír.

– Bueno. En realidad no te habría reconocido. Has cambiado mucho.

Carvalho no parecía preocupado por su cambio de aspecto y se encogió de hombros.

– Todos hemos cambiado, pero tú mucho más.

Carvalho cabeceó convencido de que, en efecto, había cambiado más él que todos los demás.

– Hubiera preferido otro lugar de encuentro y otra convocatoria. No es que me relacione demasiado con los protagonistas de aquella peripecia. Tampoco me arrepiento, ni caigo en el tópico de pensar que era lógica hace, veinte, treinta años… Fue. Algo aprendí. Luego cada cual tiene la vida y la Historia que se merece.

Carvalho seguía estando de acuerdo con lo que decía.

– Pero al pasarme tu recado mi asistenta he sentido como una llamada aplazada, aunque entonces, allí, en la cárcel, tú y yo no nos relacionáramos demasiado. No teníamos demasiadas cosas en común. Mi detención fue un accidente. Yo ya empezaba a ir por otro camino. Era un profesional y todos vosotros unos idealistas. ¿Sigues siendo un idealista? No. Aunque lo que te rodea da la impresión de que no estás aposentado. Esta casa podría ser bonita y Vallvidrera está en plena revalorización. A pocos metros de esta casa viven unos amigos míos. Muy ricos. Pero tu casa habla de que no te interesa prosperar. ¿Me equivoco? Todos erais igual, ya entonces, aunque luego algunos cambiaron.

– ¿Leocadio?

Era el nombre que él esperaba y tal vez lo había pronunciado antes de tiempo. Un leve parpadeo y volvió a ser el hombre dominador, como si tratara de hacerle una oferta de compra por una casa que Carvalho no se merecía.

– ¿Me has llamado para hablar de Leocadio?

– Para hablar de madame Blasa.

– ¿Blasa? ¿Madame?

– Yo ya me entiendo. Es la patrona de Refugium, esa casa de putas de postín.

– Blasa, madame Blasa.

Ganaba tiempo o iniciaba el juego de la perplejidad pero de pronto se decidió por sorprender a Carvalho.

– Yo la conocía por Blasa. Ignoraba que la hubiera ascendido a madame.

– Va a pasar un mal momento. La busca la policía para que declare a propósito del asesinato de una pupila de Refugium y todo relacionado con el caso Minguez.

– ¿La busca la policía?

Carvalho se puso en guardia. Le había sonado a falsa pregunta.

– ¿Estas seguro?

Carvalho ya no estaba seguro de nada.

– No son esas mis noticias. Esa mujer se presentó ayer noche en el despacho del comisario que lleva el caso Minguez. Se había enterado de que la andaba buscando y le hizo una completa y satisfactoria declaración. Ya está en su casa y esta noche volverá a su puesto, en Refugium.

– Por uno u otro lado este globo va a reventar.

– Va a reventar, el globo va a reventar.

Y puso los ojos en blanco. Volvía a ser el señorito de mierda y Carvalho se puso en pie de un salto.

– Mira… soplapollas. Si tu has venido es porque te picaba el ojete del culo, aunque tengas un bidé de oro. Tú estás pringado hasta las cejas en el asesinato de Minguez y en el de Montse, la pupila de Refugium.

En la galería de la Modelo probablemente se habría descompuesto, pero ahora se limitó a recostarse en el respaldo del sillón y a contemplar la desairada postura de Carvalho, hasta hacérsela evidente y obligarle a corregirla.

– Pero bueno. Son demasiados crímenes para lo temprano que es. Tal vez deba hacerte una composición de lugar. A eso he venido. He preferido ser yo quien te la haga, para que luego si te equivocas no puedas decir que la culpa la tienen los intermediarios. Es posible que la hipótesis del suicidio de Leocadio no se sostenga y entonces estamos ante un sórdido asesinato en el que interviene una puta y en el que es sospechosa una madame, como tú la llamas, de casa de putas de postín. La madame está implicada por la declaración de un fotógrafo muerto de miedo que con los meses, si es que el juicio llegara a realizarse, se retractaría veinte veces. El eslabón del crimen está perdido, perdido para siempre. Es esa pobre desgraciada, a la que alguien, que nadie vio, repito, que nadie vio, se llevó por delante. Quién sabe qué historias tan sórdidas vivía Leocadio desde que se le subió el dinero a la cabeza.

– Yo tengo otra teoría.

– Estoy seguro de que es falsa.

– Indemostrable, es posible.

– Por lo tanto, falsa.

– Óyeme y luego opina. Leocadio estaba acorralado y empezó a revolverse. Si el caía, otros caerían. El era un simple comisionista de negocios espléndidos que otros llevaban a sus últimas consecuencias y entre esos otros hay una colección completa de tus mejores asesorados. Torrens Guardiola para empezar. Entonces hay que eliminar a Leocadio y se organiza un suicidio que es una chapuza, pero hay ganas de suicidar a Leocadio, todo el mudo tiene ganas de suicidarlo para barrer definitivamente el escándalo bajo la alfombra. Hasta que algo o alguien me pone en marcha y empiezo a inquietaros. Hay que romper el eslabón más débil de la cadena y el mismo estrangulador u otro chapuzas por el estilo va a por ella. Pero esta vez no se fingirá nada. Ya se ha escogido la vía de la ¿? para que Leocadio se pudra lo antes posible y eche tan mal olor que nadie se quiera intoxicar acercándose demasiado. Ya no es un suicidio, es un crimen en la frontera del hampa más truculenta y quien mal anda, mal acaba. Vuestras contabilidades están limpias, como vuestras manos y el escándalo de corrupción habrá sido una mercancía de trimestre, la mercancía que necesitaban unos cuantos medios de comunicación para mantener o subir las tiradas durante tres meses. ¿A quién le importa realmente en este país la moral, el juego limpio? Cualquiera que salga ahora a la calle con un discurso ético se gana el calificativo de julai. ¿Recuerdas qué quería decir julai en lenguaje carcelario?

– Apenas si estuve unas semanas.

– Pero el final feliz no existe. Yo tengo el caso entre manos y tu has venido a mi casa. Hay quien puede atestiguarlo.

Roses sonrió y señaló hacia las diferentes puertas que daban al living.

– ¿Te refieres a esa putilla que te hace compañía? Mira, chico. Crece. Crece de una vez. Esa putilla es tan frágil como la otra y lo peor que puedes hacerle es meterla en tu juego. No sé quién te paga la investigación, pero lo mejor que puedes hacer es decir que no te aclaras, por tu bien, por el de tu chica y por el de quién te ha metido en este enredo. Si se trata de dinero, porque por lo que veo no te han ido demasiado bien las cosas, yo puedo echarte una mano, pero a cambio de que te eclipses. No me gusta recuperar a los compañeros de mili, ni a los de cárcel. Pero ¿qué te has creído? Hay una cosa que se llama poder, que siempre se ha llamado poder y vivimos un momento espléndido en el que el poder político no está en contra del poder económico, ni viceversa y nadie pide que estén en contra. Al contrario. Parecería una majadería pensar lo contrarío y vender lo contrario. Y tú no tienes ni poder político, ni económico a tu lado. ¿Qué puedes hacer? ¿Recoger firmas entre resistentes de toda la vida? Ni siquiera esas payasadas motivan a nadie. Yo sé que hay mierda en todas partes, pero la gente sólo se mueve cuando se la dejan en la puerta de su casa y basta con dejar la mierda delante de las casas más aisladas para que nunca más pase nada. Nunca más.

Se había puesto en pie y se marchó sin despedirse. Carvalho pensó en pegarle una patada en el culo, pero le contuvo el respeto por la excelente hechura del traje. Tal vez un puñetazo en la oreja, cuando pasó a su lado sin mirarle y con el hocico puntiagudo, como respirando lo menos posible en aquella habitación que no estaba a la altura de su excelente olfato. Charo dormía y Carvalho se la imaginó colgada de un alambre, sentada en la taza de un retrete, por qué no el de esta casa. La obligó a despertarse, a vestirse, a desayunar cualquier cosa. La metió en el coche y por el camino a casa de Fuster se limitó a no contestar a ninguna de sus preguntas, hasta que frenó y antes de llamar a la puerta del gestor la miró fijamente.

– Charo. Durante unos días deberías retirarte de la circulación. En casa de Enric Fuster estarás segura. No te dejes ver. Pronto pasará todo.

Charo tenía miedo y subió a saltitos urgentes la escalinata que llevaba hasta el apartamento de Fuster. El gestor tenía aspecto de fraile de paisano requerido para el derecho de asilo. Protestó débilmente. Estaba poniendo en conserva una partida de trufas.

Centellas tenía una hora apalabrada en el squash Júpiter y le invitó a tomar una sauna. Era el único tiempo libre del que disponía en todo el día, antes de coger el avión para Bruselas, como miembro el parlamento europeo, ex abogado laboralista y representante del sector más sindicalista del partido. Luego Carvalho pensó que la sauna le había escogido para que el sudor del calor externo disimulara el sudor que le provocaba el frío interior.

– Fue un error. Nada más salir de tu despacho, pensé: «Has hecho una tontería. Esa chica estaría viva. Tu chica no estaría amenazada y el caso Minguez merece quedar tan muerto como él.

– Creí entender que era un acto de solidaridad con Leocadio, contigo mismo, con vuestro pasado.

– Así era. Pero eso es lo que nos pierde a algunos. Alguien ha dicho que la nostalgia es un error. Mira, Pepe, lo mejor es tomar nota de lo sucedido y esperar una buena ocasión. Un día u otro esa gentuza lo pagará.

A Carvalho le molestaba tanto sudar en las saunas que ni siquiera tuvo ganas de reírse. Centellas continuaba su discurso. La Historia requiere paciencia. Nos equivocamos los que quisimos acelerarla, no respetar su parsimonia, su lógica. ¿Qué ganaríamos ahora embistiendo como los toros contra un capote que ellos dominan? ¿Sabes tú cuántos siglos tardó la burguesía en tener el poder? Como formación social y económica ya existe desde el renacimiento y en cambio no genera superestructuras políticas, jurídicas, poder, un estado a su medida hasta hace dos días como quién dice. ¿Comprendes, Pepe? Pero Carvalho estaba saliendo de la sauna al borde de la congestión y no recuperó el equilibrio hasta que se tomó una jarra de cerveza negra inglesa en una cervecería próxima al squash donde los ejecutivos agresivos o agredidos, no importa en relación con qué poder, trataban de envejecer con dignidad, acojonados ante el virus de las hemiplejías. Dos semanas después utilizó el dinero negro que le pagó Centellas invitando a Charo a un viaje a París y dejó a Biscuter conformado ante la promesa de que le tramitaría un cursillo de cocina china en la mejor escuela que encontrara. Para desagraviarle definitivamente le compró una gama completa de vinagres, probablemente italianos en Chez Fauchon y luego tuvo que esperar a la Navidad para recibir algún eco del ya por todos olvidado caso Minguez. Su viuda había cobrado un espléndido seguro, comprobado que había sido asesinado por agentes desconocidos, no suicidado. Agradecida por el papel desempeñado por Carvalho en la reconsideración del caso, le enviaba un lote navideño de El Corte Inglés valorable en unas veinte mil pesetas. A Biscuter le hacían ilusión los lotes y Carvalho se lo traspasó como si fuera una prueba de cordialidad navideña hacia su asistente. La prensa hablaba, en las columnas más olvidadas, de un rebrote huelguístico en Asturias. Se acercaba 1992 y el carbón asturiano no podía competir con ningún otro carbón y mucho menos con el polaco, vendido a la Comunidad Europea a precio de saldo para costear lo cara que salía la democracia a los países ex comunistas. Como editorializaba La Vanguardia: «Cada pueblo tiene la Historia que se merece y, haciendo de tripas corazón, tal vez los mineros asturianos tengan que pagar parte del precio de la espléndida libertad de que hoy gozan los polacos.»