UN TIEMPO PARA PLANTAR BEGONIAS

JUAN IGNACIO FERRERAS

No era muy guapa: redondita, sonriente, un tanto pechugona y muy simpática, pero que muy simpática. Estaba diciéndole algo a un señor calvo de chaqueta negra, y el señor calvo:

– Por favor, Dorotea…

– Dios mío, se llama usted Dorotea – empecé – es el nombre más bonito del mundo, y me gustaría suspirar por él toda la vida.

– No sé si le va a dar tiempo – replicó – mi marido vendrá dentro de diez minutos. ¿Es usted muy rápido?

Pero a mí, Dorotea no me interesaba, me interesaba su marido, el famosísimo señor Moreno, y el señor Moreno, que no era muy moreno precisamente, tardó más de media hora en llegar. Y durante media hora habíamos bebido ya mucho, incluso la señora de Moreno, la simpática Dorotea, parecía bebida:

– ¡Quiero bailar la conga! ¡Quiero bailar la conga!

Yo estaba detrás de todos cuando apareció el señor Moreno, venía con su gorila de siempre, el llamado Salvaniños. Salvaniños me descubrió en seguida y se vino para mí con cara de perro: – ¡Ya te estás largando!

– Soy un invitado, Salvadorcito, modera tus ímpetus.

Le vi apretar los puños, pero no insistió. También me había visto el señor Moreno, me hizo un gesto y le seguí hasta su biblioteca: una habitación forrada de libros con una mesa estilo imperio y dos butacones.

– Siéntese.

Me senté y el señor Moreno, de pie, me contempló durante unos instantes; a lo mejor quería atemorizarme.

– Lo que están naciendo no está bien.

– No, no está bien.

– No es dinero mío, comprende, hay varios interesados.

El señor Moreno hablaba sereno y tranquilo, como el que sabe que un tipo llamado Salvaniños estaba en la puerta, esperando una orden.

– Tampoco nos gusta la violencia. ¿Qué han hecho ustedes con ese hombre?

– Perdone, pero yo soy sólo un mensajero, un mensajero de paz si quiere usted; yo no sé nada.

Todo iba bien, porque el señor Moreno se puso a pensar: se sentó y encendió un cigarrillo sin ofrecerme ninguno, el muy cerdo, de su preciosa pitillera plateada. Contemplé los libros.

– Es mucho dinero – empezó el señor Moreno.

– Mucho – asentí con toda la educación de que soy capaz.

– Que no estoy dispuesto a perder.

– Lo comprendo.

– Espero que también comprenda lo que sigue.

Y lo que siguió, aunque lo comprendí muy bien, no me lo esperaba: el señor Moreno alzó una mano y el Salvaniños entró en la biblioteca con los puños cerrados.

– Cierra la puerta antes, Salvador.

Antes de qué, me estaba yo preguntando cuando me llegó la primera patada. Me tiré al suelo y comprobé que sí, que efectivamente, el señor Moreno había alhajado su biblioteca con una suntuosa alfombra de muy complicados arabescos. El Salvaniños me pateó las espaldas y trató de encontrarme las ingles, pero yo tenía muy cerradas las piernas. Un incompetente el tal Salvaniños.

– Ponlo de pie – ordenó el señor Moreno.

Muy amablemente el Salvaniños me agarró por los sobacos y me izó frente a la mesa estilo imperio, lo hizo lentamente. Cuando me tuvo de pie, le metí la rodilla entre las piernas y le oí gritar: se fue contra la mesa estilo imperio y se golpeó la cabeza; antes de que cayera tuve la ocasión de propinarle un par de patadas en el cuello. Le contemplé en el suelo mientras me acariciaba las costillas, el hombre parecía casi desvanecido, sin duda la mesa estilo imperio…

– Quédese donde está.

El señor Moreno con una pistola en la mano, me apuntaba con mucha tranquilidad, como si estuviera dispuesto a tirar al blanco. Yo no soy muy inteligente, pero me di cuenta en seguida de que el señor Moreno no estaba jugando, así que retrocedí hasta el sillón de donde me había levantado el Salvaniños, y me volví a sentar muy quietecito.

– Parece usted un poco duro.

– Soy un mensajero de paz que ha sido golpeado por su gorila.

El gorila emitió entonces algunos suspiros, y hasta trató de incorporarse sobre un codo.

– Estáte tranquilo, Salvador, quieto ahora. En cuanto a usted, tenga un poco de paciencia.

– La tendré.

– Se trata de lo siguiente – me explicó el señor Moreno sin dejar de apuntarme -, tiene usted que llevarnos hasta Rosalino.

– Ya sabe usted dónde tiene sus oficinas.

– Claro, pero no me interesan sus oficinas, sino el lugar donde tiene a nuestro hombre.

– Mal asunto, muy mal asunto… para mí, claro.

Creo que le logré interesar porque:

– ¿Por qué dice usted eso?

– Porque usted busca una respuesta y yo no puedo dársela, por eso.

El gorila llamado Salvaniños se incorporó y me miró con una cierta hambre:

– Déjemelo un momento – pidió el gorila.

– Hay tiempo. Vamos a ver, decía usted…

– Que es un mal asunto para mí, porque usted quiere algo que yo no le puedo dar.

– Explíquese mejor.

– No conozco dónde está Rosalino, no sé nada, a mí me encargaron de este trabajo, me dijeron que le avisarían a usted. No sé más, pero claro – añadí con acento triste -, si usted no se cree lo que le digo, el amigo me va a enviar al hospital, y lo siento, lo siento mucho, por mí, claro.

El señor Moreno depositó con cierto cuidado y hasta con cierta desgana, su pistola sobre la mesa estilo imperio, y se acarició la barbilla.

Todo dependía entonces del señor Moreno; o se creía lo que yo le acababa de decir o no se lo creía. Si se lo creía, mejor para mí, si no se lo creía todo iba a depender de mi capacidad de resistencia y también de improvisación.

– Bueno – decidió el señor Moreno – vuelva usted con los otros, tómese una copa y espéreme. Tengo que hacer algunas llamadas.

Me levanté fingiendo un gran dolor en las costillas, lo cual hizo sonreír al gorila.

– No se le ocurra hacer nada, espéreme nada más.

– Le esperaré.

Salí con fingidos pasos vacilantes y volví al salón, la simpática Dorotea me tendió una copa:

– ¿De dónde sale mi adorador? Porque usted es mi adorador, ¿o me equivoco?

– No, no se equivoca, su más rendido adorador.

– Está usted despeinado. ¿Con quién me engaña usted?

– No se lo va a – creer, pero le soy fiel hasta la muerte.

– Así me gusta, venga, venga por aquí, le voy a presentar a algunos amigos, bueno, si me dice su nombre.

Le dije que me llamaba Sergio, y la simpática Dorotea afirmó que Sergio era un nombre precioso, precioso.

Hay muchas maneras de conversar mientras se piensa en otras cosas de más sustancia, y así, mientras escuchaba el muy pormenorizado relato de un viaje a Estambul de labios de una señora muy escotada, me eché a pensar en las posibilidades que tenía de escapar de la casa del señor Moreno. El coche estaba aparcado cerca del chalé, junto a los demás, sólo tenía que salir al jardín y dirigirme a la salida; el portero o el guardián, un digno compañero del gorila llamado Salvaniños, no me iba a echar el alto, sólo tenía que salir al jardín, del brazo, por ejemplo, de la simpática Dorotea, improvisar un coqueteo…

– Tienen ustedes que ir, es un viaje precioso…

También se me ocurrió pensar que quizás el señor Moreno podría telefonear a la policía, pero, ¿para decirle qué?

– Y además se pueden comprar cazadoras de cuero legítimo, pero lo que se dice legítimo, por muy poco dinero…

El señor Moreno no podía encontrar al llamado Rosalino, aunque le estuviera buscando toda la noche; tampoco podría dar con el paradero del señor Huerta, muy buen hombre por cierto, y que no opuso ninguna resistencia cuando le esposé a los tubos de la calefacción de la pequeña oficina de mi amigo Nacho que, por cierto, me tenía que andar buscando para pedirme la llave.

– Todo baratísimo, todo, lo que se dice todo…

Nacho es muy inocente, en cuanto le dije que necesitaba su despachito para llevarme a una tía, me entregó la llave sin rechistar, eso sí, me dijo que se la devolviera por la noche, y yo no se la devolví.

– Y en cuanto al viaje, te contaré…

Todo estaba en la ocasión y en la velocidad, tenía que darme prisa, evitar de cualquier modo que el señor Moreno diera con el llamado Rosalino, cuestión de horas, pero en esto consiste la inteligencia, en aprovechar la ocasión.

El señor Moreno surgió ante mí, cuando yo fingía escuchar embelesado un crucero por el Bósforo.

– Venga conmigo.

Le seguí diciéndome que o había perdido la ocasión de largarme por el jardín o todo iba bien.

Volvimos a la biblioteca, y en la biblioteca nos esperaba el gorila llamado Salvaniños y otro que yo no conocía: un sujeto cuadrado, de mandíbulas potentes y cejas partidas, la nariz la tenía achatada y las orejas en forma de coliflor. Sin duda un boxeador. Sus ojos eran dos puntos negros casi opacos a fuerza de estultez.

– Bueno – empezó el señor Moreno – no hay manera de contactar con el amigo Rosalino, en cambio he podido hablar con su segundo, con Gustavo, ¿le conoce?

Gustavo Llanos o de Los Llanos, era un señor vetripotente, metido también, como el señor Moreno, en negocios de exportación e importación; la especialidad de Gustavo eran las joyas y se había asociado con Rosa – lino desde hacía un par de años. Pero Gustavo, el vetripotente, no me conocía aunque yo le conociera a él, así que dije:

– No, no le conozco.

– Pues él le conoce a usted muy bien, dice que se llama usted algo así como Pepe Colmenares y no Sergio como usted dice.

– Tiene que confundirme con otro.

– ¿Lleva usted algún documento?

– No, nunca llevo nada encima, sobre todo cuando me encargo de ciertos mensajes.

El señor Moreno se me quedó mirando y casi, casi me adivino:

– Yo no sé si es usted un caradura o un despistado que no sabe dónde se ha metido.

– Le repito lo que le dije por teléfono: Rosalino me pidió que me entrevistara con usted, me dijo también que le telefonearía a usted.

– Sí, sí, ya lo sé, y me telefoneó esta mañana, me habló de la desaparición de! señor Huerta, pero nada más.

– Claro, tenía que ser prudente. ¿Y no le dijo que yo iba a venir a verle?

– Sí, pero no para lo que usted pretende… en fin, aquí hay muchas cosas que no están claras.

No podían estarlas y menos para el delicado señor Moreno, esposo de la simpática Dorotea, y patrón de los dos gorilas que seguían nuestra conversación con visible esfuerzo de sus meninges.

– ¿Usted cómo lo ve? – me preguntó de pronto el señor Moreno.

Una pregunta directa, cargada de malas intenciones; había que tergiversar y yo he sido siempre un artista de la tergiversación; désele pequeño lo he sido: inventé cien causas para no ir a la escuela, algunas verdaderas, seguí inventando en la universidad a la hora de los exámenes, continué inventando y fantaseando a la hora del servicio militar y después hasta he vivido un poco de esto, de tergiversar. Empecé:

– Pero ¿cómo lo veo para usted o cómo lo veo para mí? Porque para mí, ya se lo dije antes, soy un mensajero, un mensajero de paz y si usted no me cree, aquí sus amigos me romperán los brazos y me saltarán los dientes.

– Déjemelo, jefe – suplicó el llamado Salvaniños -, yo sé muy bien cómo se las gasta este tipo.

– ¿De qué le conoces?

– Me dio con una silla en la cabeza y me mandó a la cárcel.

– No exactamente – intervine – no exactamente, aquí el amigo Salvador confunde las cosas.

– ¡Cómo que las confundo!

– Buenos dejad eso, ya hablaremos más tarde, ahora ya sé cómo lo ve usted, pero quiero que me diga cómo lo ve con respecto a mí.

– Pues no lo entiendo bien, esa es la verdad, a mí me citan esta maña na y alguien, en la oficina de Rosalino, me dice que me entreviste con usted esta noche, que usted tendría preparado un maletín. También me dieron las instrucciones que yo tuve el gusto de comunicarle por teléfono. Llego aquí y este gorila empieza por golpearme.

– Pero usted no se habrá creído que yo le iba a dar el maletín así como así.

– Pues sí me lo creí.

– ¡Pero usted se ha dado cuenta de la cantidad!

– Ahí, ya ve usted, me da lo mismo, desde el momento en que no es mío, me da lo mismo.

El señor Moreno volvió a acariciarse la mejilla.

– Vamos a ver – me preguntó – ¿usted cree capaz a Rosalino de quitar de la circulación al señor Huerta?

Era una pregunta tan directa que no había manera de tergiversar.

– Sí, supongo que sí.

– Otra pregunta, ¿sabe usted donde está o puede estar el señor Huerta?

– Ni idea, además no conozco a ningún señor Huerta.

– ¿Y qué iba usted a hacer con el maletín?

– Llevarlo hasta las oficinas de Rosalino y dejárselo, cerrado y sin llave, por supuesto, al vigilante de noche.

– ¿Y después?

– Bueno, me iría a mi casa y dentro de unos días, me pasaría por las oficinas de Rosalino para reclamar mi comisión.

– Pues fíjese usted – y el señor Moreno me miró fijamente – a mí me da la impresión de que usted se quiere quedar con el maletín.

– Por favor…, ¿qué iba yo hacer con esa cantidad de dinero?, y peor aún, en divisas, ¿dónde iba yo a cambiar esas divisas? No, no tiene sentido.

– Pues tampoco tiene sentido el que yo tenga que añadir esa cantidad que me piden; hasta ahora no hemos tenido ningún tropiezo y Rosalino se ha portado bien.

– Bueno… – empecé yo como el que de repente tiene una idea.

– A ver, diga.

– Es una tontería, pero en fin, se me ocurre pensar que quizás todo este lío lo haya organizado ese señor Huerta, del que usted habla.

– Pero para qué, ¿cómo se iba a hacer el señor Huerta con el maletín?

– Pues no lo sé, eso sí que no lo sé, aunque, claro… podría estar esperándome a mí… – fingí un temblor – no, verdaderamente, cuanto antes me retire de todo este negocio, mejor.

– Usted se va a quedar aquí hasta que todo se aclare.

– Bueno, como usted quiera, pero entendí que el señor Huerta tenía que salir mañana, a las ocho de la mañana, camino de Alemania.

– Hay el mismo avión todos los días de la semana, menos el domingo.

Muy enterado del horario de la compañía alemana de aviación el señor Moreno, muy enterado… y a mí, no sólo se me estaban escapando las ocasiones de tergiversar sino que el negocio entero se estaba poniendo color caquita de niño con diarrea.

– Usted se va a quedar en este sillón; ya verá, dormirá muy bien. Mañana por la mañana hablaré con Rosalino y saldremos de dudas.

Miré automáticamente a mi alrededor, buscando ventanas y puertas, y el señor Moreno:

– Se quedará encerrado y aquí mis gorilas, como usted dice, se turnarán toda la noche para que usted duerma bien.

Muy fino y muy gracioso el señor Moreno:

– No estoy de acuerdo – repliqué -, yo no tengo nada que ver con lo que está ocurriendo, déjeme marchar.

– No, prefiero que se quede aquí.

– Me está bien empleado – me consolé en alta voz – por meterme donde no me llaman. Y maldigo de Rosalino y de ese señor Huerta, y de usted y de sus gorilas.

– Déjemelo, jefe, déjemelo.

– Estáte quieto, Salvador.

Cerré los ojos y hasta me recosté en el sillón; nada que hacer, todo se había perdido… de momento, claro está, de momento, pero por más que repasaba en mi memoria yo no había previsto el que me quedaría en la biblioteca del señor Moreno toda una noche. Me gusta leer, pero no tanto.

– Y tú, aquí – y el señor Moreno le señaló el otro sillón al de la cara chata, que asintió sin hablar.

– Que tenga usted una buena noche, ah, y no pretenda hablar con Gómez, es mudo de nacimiento. En cuanto al teléfono, ya lo he desconectado.

– Pero ¡no me va a dejar aquí encerrado!

Antes de marcharse, el señor Moreno recogió su pistola de la mesa imperio y se la enfundó en el bolsillo del pantalón. – ¡Un momento!

Pero no me hizo caso, se sonrió y salió en compañía del llamado Salvaniños. Oí cómo echaban la llave por fuera. Me levanté y me acerqué a la ventana seguido por los ojos de Gómez, aparté sin ninguna esperanza los cortinones y, efectivamente, la ventana poseía barrotes, a través de los mismos contemplé el jardín iluminado: había varias parejas bailando sobre el muy cuidado césped, pero no se oía la música.

– Bueno – empecé -, habrá que pasar la noche aquí…

Gómez, sentado en su sillón, me miraba sin decir una palabra ni hacer ningún gesto, quizás fuera mudo como me dijo el señor Moreno o quizás no; me contemplaba pasearme por la biblioteca, curiosear en la mesa estilo imperio y hasta consultar algún libro de la biblioteca.

Me volví a sentar, tenía que reflexionar, tenía que tergiversar, tenía que escapar…

– ¿Y usted qué dice? – le pregunté a Gómez.

Gómez alzó la cabeza, ensayó quizás una sonrisa desvaída, separó aún más las cejas partidas y juntando las palmas de sus manos, se las llevó a la mejilla.

– Sí, claro, que me duerma y me deje de decir tonterías, ¿no es eso?

Gómez asintió.

– Mi querido señor Gómez – empecé -, aquí estamos encerrados y dispuestos a pasar la noche. No, no se levante, no hay nada que hacer, el señor Moreno, su ínclito patrón se fue y cerró la puerta; la ventana, como he podido comprobar, tiene barrotes y aunque hay otra ventana, según puede comprobar usted mismo, también esta ventana posee barrotes…, así que como no tenemos nada que hacer, le voy a contar mi historia.

Tergiversar, se trataba de tergiversar una vez más, después de todo, la mente de Gómez no podía estar muy desarrollada, quizás lo estuviera hacía algún tiempo, pero la tanda de golpes que había recibido a lo largo de su carrera, sin duda pugilística, le había reducido a eso: a un mudo que miraba vagamente y que me seguía con dificultad por los caminos, que yo esperaba confusos, por donde le quería llevar.

– Empezaré por hablarle de mi amigo Nacho, un gran tipo, sabe, un gran tipo, trabaja en una agencia de detectives, pero también ha puesto un despachito para trabajar por su cuenta, bueno, nada del otro mundo, alguna vigilancia, algún seguimiento y poca cosa más, aquí no es Nueva York, querido Gómez, no, no es Nueva York y la función del detective es algo así como ancilar…, ¿qué no sabe lo que quiere decir ancilar?…, pues eso, que están por debajo de los demás, ya sabe, de los jueces, de los policías…, bueno, pues mi amigo Nacho tuvo un problema con su compañero Salvador que nosotros llamamos Salvaniños, porque siempre se ha dedicado a eso, a guardar a los niños mayores que le pagan, y un día entre los días, el niño que guardaba el Salvaniños hizo una cosa muy fea que se llama desfalco, y Salvaniños lo intentó defender enfrentándose con Nacho, fíjese, y claro yo, que estaba detrás, tenía que defender a mi amigo, así que cogí una silla y se la estampé en la cabeza al Salvaniños, no, no le pasó nada, tiene la cabeza muy dura su amigo, muy dura, después el niño que guardaba Salvaniños se fue a la cárcel, y Salvaniños también se fue a la cárcel, poca cosa, un año y medio; cuando salió, dijo que tenía que vengarse de nosotros, eso decía por bares y tabernas, hasta que un día le cogimos entre Nacho y yo y le dijimos que se calmara. ¿Comprende?

Gómez asintió con la cabeza.

– Y ahora, aquí donde me ve, me encuentro en un lío muy gordo, porque el señor Moreno no me cree, y hasta es casi seguro que me rompa algún hueso por unas cosas y por otras, ¿entiende o no entiende?

Gómez volvió a asentir con la cabeza.

– Aquí hay mucho dinero, Gómez, mucho dinero que ni usted ni yo vamos a ver nunca, porque el dinero es de ellos, de los señores Moreno y también de los señores Rosalino, que de éstos hay muchos por el mundo, y, ¿sabe usted para qué quieren el dinero?

¿Abría los ojos el señor Gómez o se contentaba con enarcar sus bien partidas cejas?

– Fíjese bien ahora, hay dos operaciones y las dos muy delicadas, se llaman blanquear dinero y evadir dinero. Se blanquea el dinero metiéndolo en alguna empresa o en algún negocio respetable, y se evade dinero, sacándolo por la frontera. ¿Entiende?

Gómez asintió de nuevo.

– Continúo, Gómez, continúo, fíjese bien, ¿por qué hay que blanquear el dinero? porque no se puede justificar su posesión, ¿entiende? Imagínese que le llega un millón de pesetas por haber hecho cualquier cosa prohibida, matar a un tío o vender droga, ¿qué va a hacer con ese millón?; si lo mete en un banco se enteran en seguida los de Hacienda y le sacan los ojos; tiene que tenerlo en casa, en un calcetín y gastárselo poco a poco. Pero, claro, se trata de un millón, pero ¿y si se tratara de cien millones o más? pues hay que meterlo en algún sitio, comprar acciones, fundar una empresa…, en fin, algo respetable, y hay que justificar el dinero con el que se compran las acciones o se funda la empresa, para lo cual ese dinero, que es negro, tiene que convertirse en blanco, ¿entiende? Bueno, nuestros amigos, los señores Moreno y Rosalino entienden mucho de este asunto, aunque de momento se trata, al parecer, de enviar un maletín repletito de divisas camino de Alemania…

Pero al llegar a este punto de mi tergiversación, fui interrumpido por unos golpecitos que venían de los barrotes de la ventana, me levante de un salto y me acerqué a la ventana; Gómez, detrás de mí, también se había levantado y me observaba siempre en silencio.

– ¿Se puede saber qué hace usted ahí?

La simpática Dorotea, enmarcada por un fondo de verde iluminado, me miraba entre extrañada y divertida.

– Me ocurre algo terrible, querida Dorotea, algo terrible, su marido, quizás celoso, me ha encerrado y no puedo salir.

– Mi marido no es celoso, aunque le sobren motivos.

– Dorotea, sáqueme de aquí.

– Pero ¿quién está ahí con usted?

– Gómez, se llama Gómez y…

– Pobre hombre, no lo querrá usted creer, pero es el hombre más bueno del mundo, le tenemos de jardinero, es mudo y muy sordo…

– ¿También es sordo?

– Sí, ¿por qué…?

¿A quién le he estado yo tergiversando durante tanto tiempo?

– Sáqueme de aquí, Dorotea, por favor.

La señora de Moreno se sonrió y se alejó por el césped.

Me volví a sentar frente al silencioso Gómez.

– ¿Me oye usted o no me oye usted?

Gómez volvió a asentir con la cabeza.

– Bueno, lo intentaré de nuevo, Gómez, lo intentaré de nuevo, porque lo mío, sabe usted, consiste en hablar, en hablar y en hablar, que es una manera de contar, contar y contar. Mi amigo Nacho dice que soy un charlatán, pero no es verdad, lo que quiero es que me entiendan, y ahora estoy en un lío, y si usted me entendiera quizás…, eh, digo quizás…

Me sobresalté, alguien estaba hurgando en la cerradura de la puerta de la biblioteca. ¿Sería la gentil Dorotea?

– Como le iba diciendo, se trata de un malentendido: el señor Moreno tiene que cerrar una operación que ha montado con el señor Rosalino, y en la que entra un cierto señor Huerta, que es el encargado de tomar el avión con un maletín en la mano, pero ¿no ha oído hablar de Urdiales?; aparece en muchas revistas, sobre todo en las que llaman del corazón, tiene unos líos terribles con una estrella de la canción española, seguro que ha oído usted hablar… bueno, el señor Urdiales, el famoso abogado, no sólo se encarga de los casos de evasión de capitales sino que, al parecer, él mismo se dedica a evadir dinero… Esto, querido señor Gómez, a de quedar entre nosotros…

Y la puerta se abrió lentamente y asomó la cabeza de Dorotea:

– Vamos, venga por aquí.

Gómez se levantó de un salto y le dijo con expresiva mímica a la señora de Moreno que no, que yo no podía salir, pero la gentil Dorotea: – Vamos, Gómez, estése tranquilo, ya hablare yo con mi marido.

Y le empujó con su lindo brazo; Gómez parecía dudar y enarcaba sus bien partidas cejas hasta el punto de transformar sus estirados párpados, en frente despejada.

– Ande, estése tranquilo, Gómez, se lo digo yo…

Y a mí:

– Por aquí…

La seguí y Dorotea me precedió por una escalera que no daba al salón, sino a un descansillo un poco oscuro, y allí:

– Bueno, hágame algo, soy una mujer liberada.

Después no pudo continuar hablando, porque también ella me estaba besando la boca; cuando aventuré mis manos, la gentil Dorotea:

– Ya está bien por hoy.

– Lo que usted diga.

– Venga por aquí.

Volvimos a bajar otra escalera y salimos al jardín.

– Muchas gracias, Dorotea, muchas gracias.

– No sé qué líos se trae usted con mi marido.

– Una ridícula confusión, un malentendido.

– Vuelva usted pronto.

– Se lo juro.

Me besó brevemente y me dejó ante la verja abierta. Salí sin mirar atrás; había tenido suerte, mucha suerte, y ahora tenía prisa, mucha prisa. Conduje con cuidado aunque ya eran más de las once y había muy poca circulación.

Ante todo liberar al señor Huerta, soltarle y que se fuera camino de sus quehaceres más o menos contrabandísticos; después, llamar a Nacho a pesar de la hora; después, llamar a Miguelito Linares para contarle el fracaso de toda la operación que tan cuidadosamente habíamos planeado. Lo sentía por Miguelito, pero también lo sentía por mí, después de todo, yo fui lo bastante estúpido como para embarcarme en un negocio dudoso, y quizás más que dudoso.

No puede aparcar el coche ante la oficinita de Nacho, y tuve que dar dos vueltas a la manzana hasta que encontré sitio, tan escueto y medido, que tuve que hacer media docena de maniobras.

Subí las escaleras preocupado, suponía que el señor Huerta se habría estado quietecito, por lo menos eso nos dijo a Miguelito y a mí, cuando le dejé esposado a los tubos de la calefacción, pero había transcurrido demasiado tiempo, muchas horas…

Saqué la llave y me sobresalté; todo estaba oscuro.

– ¡Señor Huerta, ya estoy aquí!

Pero nadie respondió, el señor Huerta de alguna manera había logrado zafarse de las esposas. La oficina de mi amigo el detective Nacho sólo poseía una diminuta entrada que daba al despacho mismo; encendí la luz diciéndome que tenía que llamar a Miguelito cuanto antes, cuando lo vi: el señor Huerta estaba en el suelo con la mano aún sujeta a los tubos de la calefacción; no, no se había escapado el buen señor Huerta, le habían matado, porque tenía los ojos abiertos, la boca crispada y un agujero en mitad de la frente muy limpio, muy certero, con muy poca sangre y, sin duda, mortal de necesidad.

Me quedé tan estupefacto que me oí pronunciar:

– ¡Pobre señor!

Después reaccioné, cerré la puerta que había dejado abierta, encendí un cigarrillo y me puse a pensar todo lo deprisa de que era capaz. Habían matado al señor Huerta, alguien había entrado y había salido utilizando una llave igual a la que mi amigo Nacho me había prestado. Alguien había asesinado de un tiro al pobre señor Huerta y yo, y Miguelito Linares y, por descontado, Nacho, estábamos metidos en un lío de tales proporciones, que sus consecuencias era preferible no imaginárselas.

– Diga – me contestó al teléfono la voz de Miguelito Linares.

– Ha ocurrido una catástrofe.

– Dime, dime…

– Estoy aquí en la oficina de Nacho y también está el señor Huerta, pero muerto. – ¡Qué dices!

– Lo que oyes, yo no he podido volver hasta ahora y me lo acabo de encontrar, tiene un tiro en la frente, por lo menos eso es lo que se ve…

– No puede ser, no puede ser…

– De acuerdo, Miguelito, no puede ser, pero aquí está, frente a mí, sin mover pie ni dedo, y hay que hacer algo.

– No te muevas, voy para allá.

– Espera, se me ocurre algo, tráete un saco, o una lona, yo qué sé…, tendremos que…

– Voy en seguida.

– Bueno, no te precipites, hay que tener calma, sobre todo ahora, hay que tener calma… Alguien nos quiere hacer algo, bueno, alguien nos quiere cargar con el muerto, ¿comprendes?

– Sí, claro, sí…, voy en seguida.

Me senté junto al difunto señor Huerta y reflexioné sobre todo el asunto. Al hacerlo, evité toda clase de tergiversaciones.

Miguelito Linares estaba en el origen de lo que se nos había venido encima. Nos conocimos en el colegio, nos seguimos conociendo en la universidad y después, cuando montó su gabinete jurídico. Miguelito Linares se casó con una trigueña y tuvo tres hijos o cuatro, no estaba seguro, engordó, encalveció y hasta ganó dinero. Después tuvo dificultades con el famoso abogado enamorado, al parecer, de una estrella de la canción española, y llamado Urdiales. Miguelito me explicó muy por encima sus problemas con Urdiales, pero yo no los acabé de comprender: saqué en claro, eso sí, que el tal Urdiales se aprovechaba de su privilegiada situación y a notar que también era diputado o senador, para hacer toda clase de negocios sucios. Miguelito Linares tenía un cliente acusado de evasión de capitales, y la parte contraria que reclamaba millones estaba representada por el famoso Urdiales; Miguelito estaba escandalizado porque, según él, Urdiales acusaba falsamente a su cliente de un delito que el mismo Urdiales cometía.

– ¿Te das cuenta? – me dijo – no me queda más remedio que denunciarle en público, se van a enterar.

Y para que se enteraran, ideó lo que el mismo Miguelito bautizó con el pomposo nombre «operación antiurdiales». Se trataba de interceptar un maletín con divisas, y sobre todo de detener, aunque por unas horas, al señor Huerta, hombre a sueldo del llamado Rosalino.

– Verás, no es muy complicado – me explicó el autor de la «operación antiurdiales» -, se trata de sorprenderlos, tú búscame un sitio donde podamos encerrar al señor Huerta durante unas horas y nada más.

– ¿Qué vas a hacer?

– Dos telefonazos, uno para Rosalino, comunicándole que su enlace principal, el señor Huerta, está en nuestro poder, y otro telefonazo, esta vez al señor Moreno, cliente y socio de Rosalino, para comunicarle que tú te presentarás a recoger el maletín; eso sí, el señor Moreno tendrá que añadir un millón en divisas.

– No entiendo nada.

– Sí, hombre, sí, ese maletín, para que lo sepas, está lleno de divisas del señor Urdiales, ¿comprendes?

– Ni media palabra.

– Un poco torpe sí que eres.

– Como nací en un pueblo, pues…

– Déjate de historias, o mejor utiliza tus historias cuando vayas a ver al señor Moreno, te encanta liar la madeja, eso que tú dices ¿cómo es?…

– Tergiversar.

Pensándolo bien, nunca había escuchado un plan tan complicado, casi inextricable, como el que Miguelito llamaba «operación antiurdiales». Todo consistía en que durante unas horas Rosalino, Moreno y el mismo Urdiales se volvieran locos intentando comunicarse entre sí y tratando también de encontrar al señor Huerta; para ello había que escoger muy bien la fecha, el momento, la hora hache, etc.

– Y ya la tengo, el jueves próximo Urdiales se va de cacería, y duerme en una masía catalana que no tiene teléfono, Moreno da una fiesta en su casa y Rosalino sale de viaje camino de París. Claro, como comprenderás, a Urdiales le interesa aislarse porque no se va de cacería, sino con su amor cantante. ¿Comprendes ahora?

– No.

– Todo consiste en Moreno, se volverá loco tratando de hablar con sus socios y no lo logrará, y tú estarás en su casa para reclamarle un maletín que tenía que entregar al señor Huerta. Para rematar la cosa, comunicaré a Moreno lo del millón, una especie de precio que ponemos por el señor Huerta, ¿qué te parece?

– Barato, muy barato, pero sigo sin entender.

– A ti te despedirá con viento fresco como es natural, pero el golpe estará dado. Y yo, el viernes por la mañana, me presentaré en casa del señor Moreno y le arrancaré una declaración, ¿comprendes ahora?

– Si te sigo diciendo que no, me vas a pegar.

Un plan idiota, porque era un plan sicológico, como también me llegó a decir Miguelito; todo dependía del azar: y, además, nadie nos podía asegurar que el señor Moreno hiciera una declaración en contra del señor Urdiales.

– Tendrá que hacerla, ese maletín se convertirá en una brasa ardiendo, son millones, figúrate, y Moreno se apresurará a decir que no es suyo, que es de Urdiales y de Rosalino, que él no sabe nada. No sabes cómo son esta gente: en cuanto se ven cogidos, se destrozan.

– Ya, ya…

– Tú sólo tienes que presentarte a Moreno y contar tu historia, no sabes nada, te envía alguien de la oficina de Rosalino, ¿comprendes? No, no me digas que no. Todo depende del momento sicológico…

¿Qué entendería Miguelito por momento sicológico? Con la sicología no se puede ir a ninguna parte, y la prueba la tenía allí, ante mis propios ojos, en forma de cadáver.

Llegó Miguelito.

– Tú y tus planes sicológicos.

– No me hables, qué desastre.

Alguien había asesinado al inocente señor Huerta, mientras yo me había ido a visitar al señor Moreno y a su simpática esposa Dorotea. Según mi manera de comprender, sólo tres personas podían estar interesadas en la desaparición del mensajero del maletín: Moreno, Rosalino y el famoso abogado Urdiales, contra el que mi amigo Miguelito y yo habíamos montado tan desgraciada operación. Descarté en seguida al famoso abogado por razones: la primera, porque se encontraba lejos, en una masía catalana sin teléfono y en brazos de un ruiseñor en forma de cantante española; la segunda, porque no creía yo al famoso abogado capaz de tales extremos: sin duda, pero de aquí a matar o mandar matar, mediaba un buen trecho. Trecho que se hacía corto y quizás inexistente, cuando pensé en Rosalino y en Moreno.

Rosalino no se llamaba Rosalino, pero era de origen italiano o fingía serlo, muy conocido por sus turbios negocios, metía la cuchara en varios platos: patrocinaba algunas empresas musicales y del espectáculo, importaba productos manufacturados de una república del este europeo y exportaba nada menos que naranjas a la lejana Suecia. Según los informes de Miguelito, Rosalino no podía estar lejos del tráfico de drogas y, desde luego, practicaba la evasión de capitales como negocio seguro y ya con cierta tradición. Rosalino se encargaba, cobrando un exacto diez por ciento, de colocar capitales nacionales en los bancos suizos.

Moreno era socio de Rosalino en algunos de sus negocios, pero su posición económica y social, era más débil que la de Rosalino, y por descontado, que la del famoso abogado Urdiales; por eso, opinaba Miguelito Linares, era más fácil manipular, hacer ceder y, en resumen, arrancar una declaración que hundiera la reputación del famoso abogado.

Tanto Rosalino como Moreno tenían a su disposición una banda de hombres de mano capaces de matar, pero el señor Huerta, y de alguna manera, era un empleado de Rosalino. ¿Iba Rosalino a mandar matarle?, y si así había ocurrido, ¿por qué?; ¿por temor a que hablara? Pero este temor no podía ser nuevo, el señor Huerta llevaba años trasladando maletines a Alemania y a Suiza.

Quedaba Moreno, el señor Moreno, pero ¿cómo pudo saber que el señor Huerta se encontraba encerrado en el despacho de mi amigo Nacho?

Recordé todo lo que yo había hecho aquella mañana: había comido con Miguelito para ultimar los detalles, y Miguelito me había llevado hasta las oficinas de Rosalino, esperamos hasta que vimos salir al señor Huerta y le seguimos, el hombre caminaba por la acera sin mirar atrás. Le abordamos:

– ¿Señor Huerta?

– Sí, qué quieren ustedes.

– Han surgido algunas dificultades para el envío de mañana.

– Pues no sabía nada…

– Venga un momento con nosotros.

– Pero…

– Venga, vamos a ver al señor Moreno, será cosa de un momento.

Subió sin ninguna dificultad al mercedes de Miguelito, blanco, confortable, tan burgués como alemán, y se dejó llevar a la oficina de Nacho sin hacer preguntas. Una vez en la oficina:

– Bueno, vamos a ver, señor Huerta, a usted no le va a pasar nada, se trata simplemente de que se quede aquí unas horas.

El señor Huerta me vio entonces sacar las esposas, comprendió sin duda, pero no dijo nada.

– Claro – insistió Miguelito -, que si usted quisiera colaborar con nosotros…

– ¿Policías?

– Bastaría con que usted testificara declarando que lleva fondos del señor Urdiales.

El señor Huerta, ya esposado, se sonrió modesto:

– No conozco a ningún señor Urdiales, de verdad que no. Sólo conozco a Don Gustavo de los Llanos, un joyero que…

– Le conocemos, sí…

– Pues yo sólo transporto joyas de Don Gustavo, conozco al señor Rosalino, sí, pero de vista. Como verá usted, no sólo no sé nada, y mucho menos lo que contienen los maletines que me dan cerrados y que yo nunca podría abrir aunque quisiera, sino que ni siquiera sé de qué me están hablando.

– De acuerdo, señor Huerta, pues se tendrá que quedar aquí unas horas, mientras nosotros intentamos hacernos con ese maletín.

– Hagan ustedes lo que quieran.

– Tendríamos que amordazarle.

– Tampoco a mí me conviene gritar muy alto – apuntó muy suave el sin duda pacífico y casi delicioso señor Huerta.

Miguelito insistió un poco más, si el señor Huerta se decidiera a colaborar, todo se arreglaría en un momento, aquel negocio no iba a durar eternamente, el señor Huerta tenía que comprender que aquellas no era una manera legal de ganarse la vida, había además el peligro de nuevas leyes controladoras de fronteras y, por último, el señor Huerta tenía que haber oído hablar, aunque sólo fuera una vez, del Mercado Común Europeo, bueno, pues este mercado se estaba organizando de tal manera, que tarde o temprano el blanquear dinero, y desde luego el evadirlo, iba a resultar imposible.

– ¿Comprende usted?

– Lo comprendo muy bien, pero yo soy un empleado de Don Gustavo de los Llanos y nada más. Vuelvan pronto.

Pacífico y hasta colaborador el señor Huerta, pero ahora estaba muerto, porque alguien había sabido dónde se encontraba, ¿nos siguieron cuando convencimos al señor Huerta para que nos acompañara? Parecía imposible, Miguelito y yo le habíamos abordado en la calle, y después le habíamos invitado a subir en el mercedes blanco, burgués y alemán, de mi amigo; para seguirnos tendrían que haber sido dos por lo menos, uno en la calle y otro al volante de algún coche.

– ¿Qué piensas? ¿Sigues tergiversando?

– ¿Trajiste una lona?

– Está abajo, es un hule que me sirve para cubrir el coche cuando lo dejo fuera, ¿nos servirá?

– Tendrá que servir.

– ¿Y dónde lo quieres llevar?

– Tengo una idea.

– No sé si te das cuenta, pero lo que vamos a hacer es un delito tipificado.

– Pues no lo querrás creer, pero me lo temía.

Mi amigo tocó la frente del difunto.

– No soy especialista, pero este hombre no lleva muerto ni dos horas, mira, ni siquiera se le ha coagulado la sangre.

– Prefiero no mirar.

– Podías haberle quitado las esposas, dame la llave.

Se la di y Miguelito soltó la mano del pobre señor Huerta.

– ¿Qué quieres hacer?

– Tengo una idea, verás, aquí sólo hay dos soluciones, o Rosalino o Moreno, uno de los dos nos quiere cargar con el muerto.

– Rosalino ha tenido ya que llegar a París a estas horas, ya sabes que…

– Entonces nuestro querido señor Moreno se lo ha cargado.

– Y qué vamos a hacer.

– Creo que lo mejor es envolver al pobre señor Huerta en ese hule que te has traído y llevárselo al señor Moreno.

– Estás loco.

– No hace falta que se entere, se lo dejaremos en su jardín.

Miguelito Linares tardó unos diez segundos en convencerse de que mi proposición era una buena solución.

– Tengo que devolver la llave de esta oficina hoy mismo.

– ¡A estas horas! Son más de las dos.

– Pongamos mañana por la mañana.

– Bueno, voy por el hule.

El hule era una pieza de plástico casi transparente, lo enrollamos al cuerpo del señor Huerta con alguna dificultad.

– Hay que darlo varias vueltas.

Le dimos tres o cuatro vueltas, y el plástico perdió mucho de su transparencia.

– Dejé el coche en la puerta, en doble fila.

– Bueno, ahora se trata de que no nos vea nadie.

Tardamos muy largos minutos en aventurarnos por las escaleras de la oficina de Nacho, no nos atrevimos a encender la luz y bajamos muy despacio.

– Cuidado, hay todavía dos escalones.

Nos quedamos esperando en el portal oscuro, acechando la calle. El coche estaba allí, con el maletero abierto, y nadie parecía transitar a aquellas horas, pasaba algún automóvil.

– Bueno, vamos.

Creo que tardamos unos segundos, encerrar al pobre señor Huerta en el maletero, tan amplio, del mercedes de Miguelito.

– Y ahora en marcha. Tú me dirás, yo no recuerdo la dirección.

– Coge por la Puerta de Hierro, el chalé está cerca de Las Rozas, no tiene pérdida.

Yo tenía una sensación extraña camino del chalé del señor Moreno, como si esperara que el señor Huerta diera unos golpecitos y pidiera que le sacáramos del maletero, pero el señor Huerta se estuvo quietecito.

– ¿Por dónde tiro?

– Vas bien, y sigue despacio.

– Esto nos puede costar muy caro, ¿sabes?

– Perdona, te puede costar muy caro a ti, a mí no me metas, yo era un mensajero de paz como le dije al señor Moreno no hace ni dos horas.

No, no estábamos contentos mi amigo y yo, y a lo mejor buscábamos reñir.

– Sigo sin explicarme cómo se enteraron.

– Pero se enteraron y mataron al señor Huerta – afirmé seguro de decir una verdad incontrovertible.

– Le he estado dando vueltas a la cabeza, verás, yo llamé a la oficina de Rosalino como convinimos, dije que el señor Huerta había desaparecido y que un tal Sergio se entrevistaría con el señor Moreno. Después llamé a Moreno y le dije poco más o menos lo mismo, y para adornar la cosa, añadí lo de que tenía que meter un millón de su bolsillo en el maletín. Y nada más, exactamente nada más, no contesté a ninguna de sus preguntas y colgué.

– Llamaron a Moreno, eso seguro.

– Y qué, no podían saber nada, teníamos ya a Huerta. Es para desesperarse.

– Tranquilo, que ya llegamos.

Había una fila de chalés y muchos automóviles aparcados.

– Sigue, es el penúltimo de esa fila.

La fiesta en el chalé del señor Moreno no había acabado todavía, porque cuando pasamos ante las verjas que yo tan bien conocía, escuchamos música y hasta vimos a algunas parejas bailando o morreándose en el jardín, incluso había alguien sentado en el césped.

– ¿Qué hacemos?

– Seguir y esperar.

Miguelito detuvo el mercedes blanco al final de la calle, donde empezaba el campo y ya se habían acabado las farolas.

– ¿Cómo lo ves? – me preguntó.

– Vaya hombre, la misma pregunta que me hizo Moreno, que cómo lo veía, y yo ya, entonces, lo veía mal.

– Cuéntamelo con más detalle.

Se lo conté todo con todos los detalles.

– Tienes suerte, tú, se conoce que le gustaste a esa gentil Dorotea como tú dices.

– Hombre, uno en su humildad, no es tan feo.

– No, por lo visto no; y ahora qué, porque por lo que me cuentas…

– Ahora me dejas ir de inspección un rato, ¿qué te parece?

– No vayamos a meter la pata ahora.

– Tú aquí con las puertas cerradas, y tranquilo.

Me bajé del mercedes blanco y pegado a las verjas de los chalés, me fui acercando hacia la música. No tenía ninguna idea de lo que iba a hacer aunque me apetecía, sobre todo, volver a ver a la gentil Dorotea. No me acerqué mucho; desde donde estaba, detrás de un coche oscuro y a mi parecer enorme, veía muy bien la entrada del chalé y una gran parte del jardín. Seguía la música y, efectivamente, había algunas parejas bailando, dos o tres; otra, detrás de un arbusto, se estaba besando o, al menos, estaba muy abrazada. No distinguía muy bien los rostros, pero me pareció que la gentil Dorotea no estaba en el jardín.

Volví con mi amigo.

– ¿Qué, qué pasa?

– Siguen bailando; por delante no hay manera, habrá que mirar por detrás. Así que me voy a dar otro paseíto.

Para llegar a la trasera del chalé tuve que dar la vuelta al último chalé de la calle, el que tenía un césped fronterizo con el césped del señor Moreno. Las traseras de los chalés daban al campo, y poseían paredes más bien altas o, al menos, tan altas que no permitían ver las edificaciones. Tampoco había puertas. Recorrí un buen trecho hasta que supuse que ya había rebasado el chalé del señor Moreno, y después desanduve el camino.

– ¿Qué pasa ahora?

– Nada que hacer; por detrás no hay nada que hacer.

– Entonces…

– Un poco de paciencia, la fiesta no va a durar toda la noche, y además, date cuenta, hemos quitado al señor Huerta de donde estaba, ¿te parece poco?

– No te entiendo.

– Pues está muy claro, quienquiera que lo haya hecho, no se va a estar con los brazos cruzados, seguramente llamará a la policía para empozarnos un poco más.

– Lo que nos faltaba.

– Bueno, de momento no hay nada más que hacer, creo que no dejamos nada, quiero decir, ninguna huella en la oficina.

– No, y además no había nada que borrar, fue un tiro muy limpio. Ni rastro de sangre.

– Entonces todo va bien. Voy a echar otro vistazo.

Eran cerca de las tres, no, cerca de las tres y media, y la fiesta tocaba a su fin, habían apagado las luces del jardín y ya no se escuchaba la música, habían desaparecido varios de los coches aparcados y la verja de entrada estaba cerrada. Me acerqué: había luces todavía en el salón que \o ya conocía. Esperé aún algunos minutos, creía que todas las luces se iban a apagar, pero no se apagaron.

Decidí volver con Miguelito Linares, el inventor de la maravillosa operación antiurdiales.

– Vamos ahora, muy suave, que no oigan ningún ruido, y te paras ante la verja.

– Ya verás, este trasto es como un gato.

– Aquí, no, un poco más; para, ahora.

Nos quedamos parados y observando el jardín y la verja. No, no había nadie.

– ¿Vamos?

– Espera un poco más.

Y esperamos unos minutos más. Después me bajé y me acerqué a la verja, no, no estaba cerrada, la empujé suavemente y entré en el jardín, todo estaba en penumbra, pensé que nadie nos podía ver desde la casa, pero que nosotros sí podíamos distinguir, y muy bien, a alguien que saliera del chalé.

Contemplé también, y por último, el seto donde íbamos a dejar al pobre señor Huerta.

– Vamos, Migue, ha llegado el momento, deja las puertas abiertas y el motor en marcha, nunca se sabe.

Cargamos con el pobre señor Huerta; a mí me daba la impresión de que su cuerpo pesaba cada vez más.

– Vamos, vamos.

– Sigue, sigue, hay que llevarlo hasta allí.

Casi corrimos y no, no depositamos el cuerpo junto al seto, creo que más bien lo arrojamos, pero teníamos prisa, miedo y los brazos cansados. Corrimos al coche, y cuando subíamos sentimos los impactos.

– ¡Nos están disparando!

– Arranca, arranca.

No oímos ninguna explosión, ¿nos estaban disparando con silenciador? Algo chocó contra uno de los cristales de atrás y el cristal se astilló en un momento. Pero Miguelito estaba ya acelerando.

– Bueno, ya puedes frenar un poco, y tendrás que parar, creo que nos han roto un cristal.

– Ya pararemos en Madrid, ahora hay que largarse de aquí.

– ¿No creerás que nos van a seguir a tiros? Como en las películas.

– Yo no sé nada, por eso aprieto el acelerador.

Nos detuvimos en una gasolinera.

– Mira, serán cabrones…

Había impactos de bala, pero no agujeros, en una de las puertas y en el techo del automóvil, una ventanilla había desaparecido.

– Tiraban a dar.

– Y con el silenciador, y más de uno, de uno, y desde arriba.

– ¿Cómo?

– Sí, tenían que estar en una de las ventanas del chalé, por eso nos dieron en el tecno.

– ¿Pero tú no viste nada?

– Nada, lo que se dice nada.

– Pues nos escapamos de buena…

Estaba tan cansado y tan hambriento, que me sentí cruel:

– ¿También estaba esto en la operación antiurdiales?

Pero Miguelito no me contestó, parecía asustado.

No me levanté muy tarde a pesar de no haberme acostado muy temprano, y llamé a Nacho:

– Tengo que ir a recoger el coche cerca de tu oficina, si vas para allá, te esperaré para devolverte la llave.

– Ya era ñora.

Me hice un café con leche con mucho azúcar, y tomé un taxi cargado de música insoportable, y de un taxista que intentaba silbar inútilmente la insoportable melodía, por llamarla así, de su aparato de lata y material plástico. No le di propina.

La puerta de la oficina de Nacho estaba abierta y tuve algo así como un palpito, no me atrevía a entrar hasta que la oí:

– ¿Es usted mi adorador? Pase, pase.

La gentil Dorotea, vestidita de calle y con un bolsillo en la mano, estaba sentada y me sonreía.

– Hace una hora que le espero, mi marido me dijo que vendría usted por aquí, y también me dio un recado para usted.

Me senté frente a ella.

– Vamos a ver, ¿por dónde ha entrado?

– Tengo llave, mire.

Me enseñó una llave nuevecita, casi, casi recién hecha, y pensé que tenían aquella llave desde ayer, desde que entraron para matar al pobre señor Huerta.

– Dorotea…

– Sergio… – y me lo dijo imitándome con mucha gracia.

– ¿Quién le dio la llave?

– Mi marido, sabe usted, los maridos a veces hacen regalos a sus esposas.

– Pero ¿no se da cuenta?… ha ocurrido algo muy grave, Dorotea, muy grave, ¿le habló su marido de un cierto señor Huerta?

– No, anoche cuando le pedí que le dejara marchar…

– Ah, pero me dejó marchar…

Sentí que mi vanidad de hombre tergiversador, pero convincente, sufría un gran golpe, y el golpe era bajo, ¿de modo y manera que yo no había enamorado a la gentil Dorotea? ¿De modo y manera que el señor Moreno había encargado a su esposísima que me abriera la puerta de la biblioteca? ¿De modo y manera que no era lo que yo creía?

– Pues no tan guapo, no señor, no tan guapo.

– ¿Cómo dice usted?

– Que no soy tan guapo, creí que usted me había liberado anoche, poco menos que por mis lindos ojos.

– No, no fue así, pero eso no quita que tenga usted los ojos lindos.

– Dorotea…

– Espere, espere…

Y la gentil esposa del señor Moreno me detuvo con el gesto y también con las manos, porque…

– Tengo que darle un recado muy importante, eso parece.

– Dígame.

– No sé lo que ha pasado, pero mi marido está algo nervioso, me dijo: vete a ver a ese amigo tuyo, le esperas y le dices que es muy importante, que tenga una conversación conmigo, convéncele para que me llame por teléfono; y añadió, a mí no me hará caso, pero a ti sí, le has caído bien, ¿qué le parece? ¿Le he caído bien o no le he caído bien?

– Del cielo, Dorotea, usted viene del cielo, como los ángeles.

– Como los ángeles caídos, naturalmente.

– Bueno, llamaré a su marido.

– Tiene que ser ahora, en seguida, eso me dijo.

– Oiga, Dorotea, ¿usted siempre obedece a su marido?

– Depende de lo que me mande, soy una mujer liberada, ya se lo dije.

¿Que perdía con llamar al señor Moreno? Claro, que quizás fuera mejor llamar antes a mi amigo Miguelito, o a Nacho que, por cierto, tenía que estar al llegar… me decidí.

– Dígame el número.

– Yo le pondré con él, un momento.

La gentil Dorotea empuñó el teléfono que Nacho tenía sobre la mesa, y marcó un número:

– Sí, soy yo, está aquí conmigo… de acuerdo, te lo paso.

Besé la mano que me entregaba el teléfono.

– Dígame.

– Bueno, ya sabe usted lo que ha ocurrido, ¿no?

– Pues no…

– Anoche se escaparon ustedes por muy poco, pero, en fin, me devolvieron la pelota, no me quejo, como ve, sé cuándo pierdo y cuándo gano, pero ahora habrá que dar explicaciones a Rosalino, y Rosalino informado por mí, estará ya cogiendo un avión. ¿Me comprende?

– Un poco. Pero yo ya no tengo nada que ver con este asunto.

– Ya lo creo que sí, tiene usted que explicarse conmigo y con Rosalino, y también el amigo que iba con usted anoche; hay muchas implicaciones que usted desconoce y cuanto antes pongamos todo en claro, mejor. Este negocio es muy delicado para mí, y para todos, eh, para todos.

– Déjeme pensarlo.

– No hay nada que pensar, Rosalino no es como yo, tiene otros métodos más… digamos contundentes.

– ¿Está usted en un apuro?

– Sí, lo confieso, pero usted también está en un aprieto, y su amigo, y el amigo que les prestó la oficina.

– ¿Pero cómo sabe usted…?

– No se preocupe por eso, venga usted con su amigo, el de anoche, a tomar café a casa, Rosalino estará aquí.

– Tengo que hablar con mi amigo.

– Le diré que la situación es muy peligrosa, tanto para usted como para mí. No lo olvide.

– De acuerdo.

– Páseme a mi mujer, y conste que les espero.

Le pasé el teléfono a la gentil Dorotea.

– Quiere hablarle.

Dorotea escuchó durante unos instantes lo que le decía su marido, de vez en cuando me miraba y parecía sonreír, pero yo desde que Dorotea me había dicho que no me había liberado por mis lindos ojos, empezaba a desconfiar no sólo de mis ojos, sino también de los suyos.

Dorotea colgó el teléfono y me sonrió de nuevo.

– Mi marido quiere que no le deje a usted ni a sol ni a sombra, que le acompañe hasta que volvamos, los dos, eso me dijo e insistió mucho, los dos a casa, ¿qué le parece?

– Que no va a poder ser.

– ¿No es usted mi adorador?

¿Hasta qué punto estaba enterada la gentil Dorotea de los asuntos de su marido?

– ¿Usted sabe en qué lío está metido su marido?

La gentil Dorotea me puso un dedo en los labios:

– Cuestiones de dinero, supongo, siempre cuestiones de dinero. Les pasa a todos los maridos.

Tuve una idea:

– ¿Notó usted esta mañana o anoche, quizás, algo raro en el jardín de su casa? Vamos, algo así como una actividad inusual.

– Habla usted muy raro, Sergio, muy raro… – parecía recordar algo -, pero no, supongo que no, luego de todo Gómez es el jardinero.

– ¿Por qué lo dice?

– No sé, yo entiendo muy poco pero, en fin, ¿usted sabe si las begonias se plantan en este tiempo?

Tuve una visión fugaz de la tumba del pobre señor Huerta coronada de begonias. Muy bonitas por cierto, la tumba no tanto.

– Aunque begonias ya había, sí, creo que sí – continuó más bien dubitativa la gentil Dorotea -, azaleas, geranios, gardenias… bueno, a mí me gustan mucho las gardenias, ¿a usted no?

– A mí me gusta todo lo que le guste a usted.

– Lo esperaba, sí, lo esperaba.

– Pero ahora tiene usted que dejarme solo, le prometo que no voy a escaparme, pero espero a un amigo, no, a dos amigos.

Dorotea se levantó:

– Al venir he visto cerca una peluquería. ¿Me esperará usted?

– Hasta la muerte, Dorotea.

– Le quiero a usted vivito – y añadió procaz – y a ser posible, coleando

En cuanto me vi solo llamé a Miguelito y le expliqué todo lo que ocurría, le dije que todo parecía haberse complicado y que habría que tomar una decisión, pero que a mí, y a ser posible, me dejara fuera, porque yo ya no quería saber nada del muy famoso plan llamado operación antiurdiales. Me dijo que acudiría al despachito de Nacho en cuanto pudiera.

Y llegó Nacho y le entregué la llave, y después empecé:

– Han ocurrido algunas cosas…

Empecé a contar; cuando le dije el plan que había urdido mi amigo Miguelito Linares, exclamó:

– ¡Capullo!

Cuando le narré mis aventuras en casa del señor Moreno, volvió a apostillar:

– ¡Pero qué capullos!

Y cuando llegué a la muerte del señor Huerta:

– Sois gilipollas, completamente gilipollas.

Le dije que no sabíamos cómo habían descubierto al señor Huerta, y…

– Pero, ¡qué capullos!, en mi vida he visto una cosa igual, vamos a ver, ¿lo esposasteis aquí, no? – y asió una mano al tubo de la calefacción.

– Sí, ahí exactamente.

– Y ahora mira – alargó la otra mano y empuñó el teléfono -. ¿Te das cuenta, soplapífanos, que eres un soplapífanos?

– ¿Quieres decir que…

– Quiero decir que sois un par de aficionados, y que vuestro señor Huerta llamó por teléfono cuando le dejasteis aquí… A quien llamó es otra historia… pero llamó, porque un par de estúpidos aficionados…

– Bueno, bueno…

– Vinieron, abrieron la puerta como el que lava, incluso hicieron después una llave nueva, la que tiene esa señora Dorotea, en fin…

Presenté disculpas, excusas, pedí perdón, me confesé tonto y acabé, como el mayor de los hipócritas, apelando a la amistad que nos unía:

– … desde hace tanto tiempo.

– Sí, claro, y ahora querrás que yo lo arregle todo.

No, yo no pedía tanto, pero había que tener en cuenta que él, el amigo Nacho, era un profesional y que…

– ¿Pues sabes lo que te digo?: que lo que yo tenía que hacer es hablar con ese señor Moreno y decirle la verdad: mire, aquí dos aficionados, haga usted con ellos lo que quiera, todo, con tal de dejarme a mí aparte.

– Lo siento, no quería, pero…

Nacho se fue calmando poco a poco y cuando llegó Miguelito, al que sólo había visto un par de veces y en mi compañía, estaba ya pensando por nosotros, le había salido el profesional investigador que llevaba dentro y hasta tomaba decisiones.

– Bueno, de todas las maneras, tú – por Miguelito – te vas a ver al señor Moreno, eso lo primero, pero no cuando él te dijo, sino ahora mismo. Hay que adelantarse a lo que hayan planeado, si es que han planeado algo.

– Pero yo no quiero ir…

– Coges tu coche y te vas ahora mismo, nosotros te llamamos cada diez minutos, y así se lo dices al Moreno ése.

– No tenemos el número – dije, y era verdad, porque la gentil Dorotea había marcado sin comunicarme el número.

– Las guías telefónicas sirven para algo, pero en fin, vamos a suponer que no pueden dar el teléfono, pues entonces tú – por Miguelito – eres el que tiene que telefonearnos aquí cada diez minutos. ¿Te enteras o te lo escribo?

– De acuerdo, no te enfades.

– Claro que no me enfado, le dejo la llave a un amigo, el amigo hace el capullo con otro capullo, y después me devuelve la llave diciéndome que un muerto anda por ahí, de paseo.

– Hicimos lo que pudimos.

– Mira, ahí estuvisteis bien, lo confieso, muy bien, había que quitarse de en medio al señor Huerta, y hasta acertasteis devolviéndoselo al señor Moreno, a no ser que no acertarais y entonces…

– Entonces qué…

– No sé, al señor Huerta le mató o lo mandó matar el que estaba al otro lado de este teléfono, al que habló para pedir socorro, tuvo que ocurrir así… y lo mismo pudo ser Rosalino que Moreno.

Miguelito, un poco pálido para mi gusto, se marchó después de hacerse repetir las instrucciones por Nacho:

– Cada diez minutos tienes que llamarnos; si no, nos plantamos allí con la policía, eso dices. Y nos comunicas lo que quieren. No nos moveremos de aquí.

Cuando me vi solo con Nacho:

– ¿Qué hago con la gentil Dorotea? Vendrá a buscarme.

– Bueno, lo tuyo no tiene nombre, tergiversando como de costumbre, ¿no es eso? Pues si viene la gentil Dorotea la invitaremos a una copa, ¿qué te parece?

– Lo que tú digas.

No, no estaba yo muy contento conmigo y de repente me encontré pensando que mañana, y a la misma hora, ya habría pasado todo y yo me encontraría en mi casa, tumbado en mi cama, con un libro en la mano y escuchando uno de mis discos preferidos; descolgaría el teléfono y hasta me haría un café solo sin azúcar, que me bebería poquito a poco, para que durara más.

Nacho, muy profesional, reflexionaba por mí, y sin duda por mi amigo Miguelito Linares, dos cerebros debilitados por las circunstancias.

– El Urdiales es intocable, y el capullo de tu amigo lo tenía que saber mejor que yo, intocable. Rosalino tiene muchas agarraderas, pero está metido en demasiados negocios sucios; en cuanto a Moreno, no lo sitúo, supongo que se dedicará a chupar de las mismas tetas que Rosalino.

Se me quedó mirando, parecía esperar una respuesta por mi parte y yo, como pude, puse en marcha el cerebro debilitado por las circunstancias.

– Miguelito…

– Miguelito el capullo.

– Bueno, pues Miguelito el capullo creía que todo consistía en el momento sicológico; Moreno, al encontrarse solo con el maletín y un Huerta secuestrado, no sabría qué hacer, y entonces…

– Sí, eso lo he entendido muy bien, pero el difunto señor Huerta hizo su llamada y le mataron, pudo llamar a cualquiera de los lugartenientes de Rosalino o pudo llamar a vuestro señor Moreno, y yo, en contra de lo que creíste tú, me inclino a pensar que fue uno de los hombres de Rosa – lino, el que le quitó de en medio.

– No, espera, espera, Dorotea tenía una llave de esta oficina.

– Sí, pero esta llave la sacaron ayer, es fácil si ya has abierto la cerradura, y se la pudieron entregar a Moreno esta mañana temprano. Moreno, por lo que dices, se siente amenazado, si hubiera dispuesto la muerte del señor Huerta, no estaría tan asustado.

– Pero…

– Aquí te digo que hay algo más gordo de lo que os figuráis, pero en fin, vamos a ver qué nos cuenta tu amigo el capullo, que las debe de estar pasando canutas.

Nos quedamos con los ojos fijos en el teléfono.

– No llama.

– Es pronto todavía, y si no llama en cuanto se presente tu amiga Dorotea, llamaremos nosotros. Y estáte tranquilo.

Sonó el teléfono y Nacho se precipitó.

– ¡Diga!

Pero no era Miguelito, todavía no, era…

– Es Dorotea, para ti, y pregúntale el teléfono.

– Dígame, Dorotea.

– Estoy en la peluquería, parece ser que mi cabeza es más complicada de lo que parece, tardarán todavía más de una hora. Por favor, no se escape.

– La esperaré, y dígame el teléfono de su marido, le llamaré diciendo que iremos juntos.

Me lo dio y yo lo anoté con el bolígrafo y el papel que el eficaz Nacho, ya me había acercado.

– Ya verá qué guapa voy a estar.

– Usted siempre está guapa, Dorotea.

Nacho me empezó a hacer gestos para que colgara, lo hice después de despedirme muy cariñosamente de la gentil esposa del señor Moreno.

– Bueno, ¿pero qué estás buscando tú? No me dirás que te la estás ligando.

– Hombre, yo…

– Ya hay bastante lío para que tú lo compliques con un follón de faldas.

– Creo que la he hecho tilín.

Nacho se echó las manos a la cabeza y renunció a decirme lo que pensaba de mi conducta.

– Esperaremos diez minutos más; si no llama, llamaremos nosotros. Así que estáte tranquilo de una puñetera vez y deja de encender cigarrillos que no te fumas.

– Es una mujer liberada – empecé – y las mujeres liberadas aunque presentan ciertas complicaciones, pues, al final, no resultan tan complicadas. Además, ya sabes que lo mío es la tergiversación, y ahora estoy en plena tergiversación, desde que la vi ayer, me puse a tergiversar, me dije que en vez de seguir el plan de Miguelito, yo podría empezar el mío, mucho más agradable, mucho más placentero, en fin, tergiversaciones mías.

– Estás como una cabra loca, han matado a un hombre y tú sólo piensas en la linda cara de esa señora.

– Eso no es verdad, Nacho, también pienso en lo demás.

– ¡Vete a hacer puñetas!

Pero no tuve ocasión de irme a hacer puñetas, porque Miguelito nos llamó para decirnos que estaba bien, que un tal Gustavo reclamaba el maletín, que Moreno no se lo quería dar y que estaban esperando a Rosalino; también añadió:

– ¿Qué hago yo ahora?

– Nacho te lo dirá.

Y Nacho después de escuchar de nuevo las mismas informaciones, pidió hablar con el señor Moreno.

– Vamos a ver – empezó muy firme – yo no tengo el gusto de conocerlo, pero quiero dejar claras un par de cosas; la primera que aquí, en mi despacho han asesinado a un hombre y que yo tendré que dar parte a la policía. No, no me interrumpa; segunda, que la torpeza de mis amigos, como usted ya habrá comprendido, no tiene nada que ver con lo que ha pasado… y… déjeme hablar, por favor, y tercera, que si a mis amigos les ocurre algo, me apresuraré a dar parte a la policía de todo lo ocurrido porque, naturalmente, lo de dar parte a la policía, puede esperar.

Muy firme mi amigo Nacho, muy firme, pero después de tanta firmeza, hubo de escuchar en silencio lo que le decía el señor Moreno. Cuando colgó:

– No es tonto vuestro señor Moreno, no, no es tonto, está haciendo cantar al capullo de tu amigo, le está contando todo y sí: coincide conmigo en que sois un par de capullos, pero es mejor que tu amigo se aleje de allí a toda velocidad; en cuanto llegue Rosalino se van a matar.

– ¿Quién, quiénes se van a matar?

– Alguien se ha querido quedar con el maletín, por eso mataron a Huerta, pero el señor Moreno dice que detrás de Huerta había alguien más… por eso espera a Rosalino, y Rosalino al parecer, cree lo mismo…

Seguíamos discutiendo cuando volvió a sonar el teléfono:

– Soy yo otra vez – me dijo Miguelito – como ves, llamo cada diez minutos, bueno, pues aquí creo que no hacemos falta, eso dice el señor Moreno, pero dice también que todo depende de Rosalino.

– ¿Estás bien?

– Sí, sí, son muy amables, de verdad, esperadme ahí, voy en seguida.

– Oye, mira en el jardín, tienen que haber plantado begonias, ¿tú distingues una begonia de una margarita?

– Pero qué tonterías dices…

– Bueno, de acuerdo, te esperamos.

– ¿Ves? – le dije a Nacho -, todo arreglado, Miguelito se viene para acá y asunto concluido, y si se matan, que se maten.

Esperamos a Miguelito Linares, el distinguido capullo, pero se presentó Dorotea, la muy gentil, con el pelo hecho una calamidad y la cara roja.

– ¿No estoy más guapa?

– Lo que nos faltaba – acertó a decir Nacho, antes de que yo…

– Es inútil, gentil Dorotea, es inútil, los peluqueros no sirven para nada, usted siempre estará guapa.

Y la gentil Dorotea al ver la cara de Nacho, le dijo sin duda con ánimo de aclararle la situación:

– Es mi adorador, ¿sabe usted?

Y dando el brazo a la gentil Dorotea abandonamos una oficina donde un hombre llamado Nacho se daba a todos los demonios.

Pasaron dos días y ni Miguelito, el famoso autor del plan antiurdiales, ni yo, tuvimos noticias del señor Moreno, sólo Nacho me llamó al cabo de estos dos días para decirme:

– ¿Tú lees los periódicos, no?

– Unas veces sí, otras no, depende de si hay elecciones.

– Bueno, pues sabrás que vuestro querido amigo, el distinguido señor Urdiales, sale para Bruselas como jefe de una delegación muy importante, esto quiere decir muchas cosas.

No entendía nada y así lo afirmé.

– Y otra noticia – añadió Nacho – nuestra famosa cantante, sí, esa que tú llamas el ruiseñor andaluz, también se va de gira por Europa. ¿Qué te parece?

– Pues que Bruselas está en Europa, ¿no?

– Eso es. ¿Alguna noticia del señor Moreno?

– No, no sé nada.

– Pues yo sí lo sé, también se ha ido de viaje.

– ¿A Bruselas?

– O más lejos todavía. Y otra cosa, ¿alguna noticia del señor Rosalino?

– No, nada, ya te digo que…

– Pues ha asignado una fuerte pensión a la viuda de un cierto señor Huerta; al parecer, el señor Huerta ha desaparecido, pero como era uno de sus mejores empleados, pues eso… que hasta que aparezca, se ha apresurado a cargar con todos los gastos de la viuda y de los hijos.

– Pero, bueno, y tú, ¿cómo te enteras de todo eso?

– Por teléfono, basta con telefonear, es muy fácil, marcas los numeritos y en seguida escuchas el timbre…

– Buenos, tenemos que hablar tú y yo…

– Hablaremos, hombre, hablaremos, pero hasta que hablemos dile a tu amigo Miguelito el incompetente que se esté quietecito y no vuelva a pensar en el señor Urdiales, ¿de acuerdo?

– Sí, de acuerdo, se lo diré, pero ya me explicarás…

– Te llamaré, tranquilo.

Me quedé tranquilo, no sé cómo, pero me quedé tranquilo; al parecer todo había terminado, la estúpida aventura imaginada por mi amigo Miguelito se había saldado con un muerto, quizás inocente, pero la aventura había terminado, los malos seguían triunfando y los buenos, Miguelito y yo, quedábamos fuera de combate.

Miguelito.

– Tienes que estar tranquilo ahora – le dije – olvídate del señor Urdiales, olvídate de todo, tú nunca has conocido a ningún señor Huerta ni a ningún señor Moreno.

– Desde luego que no, además Urdiales ya no lleva el caso, parece que se va a Bruselas.

Y, después, cuando llegó el café:

– ¿Tú crees que sabremos algún día lo que ha pasado?

– ¿Te preocupa mucho? – le pregunté.

– Pues si lo quieres saber, sí, me preocupa, siempre creeré que nos hemos dejado algo detrás de nosotros… en fin, nos pusimos fuera de la ley, comprendes, entonces…

– Olvídalo.

– No, y he pensado que Nacho…

– Déjalo en paz, no nos tiene mucha simpatía desde que utilizamos su despacho como lo utilizamos.

– Bueno, pero es un profesional, sólo tiene que hacer una investigación, y a mi cuenta.

– Haz lo que quieras.

– Es lo mejor, bueno, es la única manera de quedarse tranquilos, o de saber a qué atenernos.

– A qué atenerte, eso es, a mí déjame fuera.

– Te dejaré si quieres, pero hay un muerto, no hay que olvidarlo.

Le dije lo que me había dicho Nacho, que el señor Rosalino ya se había encargado de la familia del difunto, pero mi amigo continuaba con su idea:

– Dame el teléfono de Nacho, cuanto antes lo tengamos claro, mejor…

Se lo di, y lo anotó muy cuidadosamente en una tarjeta de visita, después nos despedimos.

Y dos días después y cuando yo estaba en mi pisito de soltero y muy divertido que estaba, hube de dejar mi diversión, porque sonó el teléfono.

– Te llamo de parte de tu amigo Miguelito el incompetente – y la voz de Nacho era triunfante.

– ¿Qué ocurre ahora?

– Todo aclarado, bueno, ¿tienes unos minutos?

Consideré un instante mi diversión abandonada y repliqué:

– Estaba ocupado, pero si sólo son unos minutos…

– No me vengas con historias, tus ocupaciones me las conozco yo muy bien, se llaman tergiversaciones, pero a lo que estamos, ya sabes que Miguel me encargó de tranquilizarlo, y lo he conseguido.

Vanidoso, un poco al menos, mi amigo Nacho.

– Cuenta, hombre, cuenta.

– Primer punto: el señor Huerta llevaba una escolta discreta, un hombre que le seguía sin que el señor Huerta lo supiera, pero Rosalino es así, no se fía ni de su sombra, y chico, yo no sé cómo raptasteis al pobre señor Huerta, pero parece ser que pudo enterarse medio Madrid.

– No, no creo.

– Su escolta os vio muy bien y hasta os siguió. Segundo punto: cuando tú te fuiste a la casa del señor Moreno, los hombres de Rosalino ya sabían dónde estaba el señor Huerta. Tercer punto: vuestro señor Huerta, a pesar de tener el teléfono a mano, no llamó a nadie, o porque no se le ocurrió o porque no quería verse mezclado en nada.

– Entonces, ¿quién lo mató?

– Uno de los nombres de Rosalino; cuando el señor Moreno les llamó para preguntar por Rosalino, al parecer se asustaron, el señor Moreno tenía el maletín, pero no dijo nada del señor Huerta; entonces, los hombres de Rosalino creyeron que les estaba traicionando, en fin, una cosa así.

– Pobre señor Huerta.

– No tan pobre, tenía ya un capitalito con el asunto de sus viajes y sabía a lo que se exponía, pero claro, de alguna manera, sólo vosotros fuisteis los responsables de su muerte, ¿te das cuenta?

– No teníamos la intención…

– Claro que no, pero en fin, que tu amigo Miguel, me va a pagar una minuta de gastos muy sustanciosa.

– Te estás aprovechando.

– Le estoy dando una lección de prudencia que no es lo mismo, y como soy muy buen profesor, cobro muy caro.

– Haces bien.

– Acabo, Rosalino se vino como una fiera a por el señor Moreno pero, al parecer, todo se resolvió satisfactoriamente, es decir, el señor Moreno pudo justificarse y Rosalino se tranquilizó; fue una algarada de todos los demonios. Si algún día ves a tu simpática Dorotea, que te lo explique.

– Me lo explicará.

– Y todo sigue igual pero, claro, el señor Moreno tiene ahora que viajar en lugar del señor Huerta; así lo ha dispuesto el sagaz Rosalino, y quizás también vuestro común amigo, el muy admirado señor Urdiales.

– Pero hay algo que no entiendo. ¿Por qué me dejó marchar Dorotea cuando estaba encerrado?; es decir, ¿por qué me dejó marchar el señor Moreno?

– Bueno, no te lo quería decir, pero fue la señora Dorotea y no el señor Moreno, la que tomó esa decisión. ¿Estás contento?

– Ella me dijo que su marido.

– Para bajarte los humos, seguro que te lo dijo para bajarte los humos, te conoció en seguida, y qué, ¿estás o no contento?

– Estoy en la gloria.

– Presuntuoso.

– Se hace lo que se puede para agradar a las señoras, Nacho, compréndelo. Y otra cosa, ¿qué paso con el señor Huerta, quiero decir con el cuerpo del señor Huerta?

– Aquí, discreción, mucha discreción; cuando os vieron dejar el cadáver en el jardín os tiraron a dar y no era para menos, pero no os dieron. Hay que comprender a los hombres del señor Moreno, sobre todo a nuestro" amigo conocido, Salvaniños, ahí es nada, un par de tipos que se introducen de noche en una propiedad privada con un muerto debajo del brazo… Después, cuando se dieron cuenta de que se trataba del señor Huerta, comenzaron las complicaciones.

– Pero ¿qué hicieron con el cuerpo?

– Mira que eres macabro tú, y a ti qué te importa.

– Creo que Gómez, el jardinero, estuvo plantando begonias.

– Tú has visto muchas películas, muchacho.

– ¿Dónde está el cuerpo?

– No lo sé ni me interesa, quizás en alguna tumba de algún cementerio, quizás no.

– Tendríamos que saberlo.

– A nadie le va a interesar hablar del pobre señor Huerta, ni a los que lo mataron, ni a los que le enterraron o hicieron desaparecer, ni a nosotros. ¿No te parece?

– Tengo una buena idea para ti, Nacho, le voy a decir a Migue que nadie podrá estar tranquilo hasta que aparezca ese muerto, y que te encargue el trabajo, ¿qué te parece?

Oí reír a Nacho, y yo:

– De verdad que se lo voy a proponer y además te daré una pista.

– Eso sí que no, estoy de aficionados hasta la coronilla, tú déjame a mí, para eso me pagan.

– Bueno, hombre, bueno, pues nada más, ya te dije que estaba ocupado.

– Y ya te dije que no me lo creía.

Nos despedimos, colgué el teléfono y abrí la puerta de mi dormitorio que había cerrado antes de descolgar el aparato.

– ¿Un poco larga esa conversación, no te parece?

Dorotea, en mi cama de soltero, me alargaba los brazos.

– Me he sentido muy abandonada.

– Pero ya estoy aquí, ya sabes que yo soy como la primavera, vuelvo siempre.

– Bueno, te diré… y de todas las maneras, por lo menos este año, la primavera no se ha retrasado mucho.

Dorotea, redondita y sonriente, me tiró del pelo:

– En qué estarás pensando…

– Te lo diré después de.

– ¿No puede ser antes de?

– Claro que sí, bueno, es una tontería, pero vamos a ver, dime, ¿tú crees que hace un tiempo para plantar begonias?