BALA PERDIDA

FERNANDO MARTÍNEZ LAINEZ

Fue mi caso más triste.

El comisario Martín es un hombre de estatura mediana, casi en los sesenta, con tendencia a la obesidad. Muchos años de servicio en la Policía, con un buen historial, no han impedido que acabe su «gloriosa» carrera en Toledo, cuando en teoría le esperaban despachos más poderosos en Madrid, pero Martín no maldice su suerte. Posee mucho conocimiento de la realidad y de las personas y es un gran desilusionado. En cierta ocasión leyó una frase de Bertrand Rusell que cuadra con su visión del mundo, y que cita a veces: «El secreto de la felicidad estriba en aceptar el hecho de que el mundo es horrible.»

A medida que ha ido avanzando en años, Martín ha llegado a un grado de descreimiento y recelo lindante con el escepticismo radical. Los hechos y las personas parecen resbalarle, lo que no le impide ser eficiente en su trabajo, al que se entrega con dedicación. Una manera de defenderse del mundo como otra cualquiera.

Martín trata, cuando puede, de remediar la desgracia que todos los días se acumula a su alrededor: las famosas «cosas de la vida». Empero, es consciente de que se trata de un insignificante esfuerzo aislado, incapaz de cambiar nada del entramado social en el que se siente atrapado como una mosca en la tela de araña.

El destino toledano del comisario le ha sido impuesto por algunas sinceras y espontáneas respuestas a los superiores de turno, porque Martín no se muerde la lengua. Busca ser relativamente libre – (vivir con «cierta dignidad», lo llama él) -, y paga su pequeña independencia temperamental con el postergamiento.

– Fue mi caso más triste – insiste, mientras hace una seña al camarero para que rellene de whisky su vaso, y ponga lo mismo al inspector González, que le escucha atento, porque hace poco que ingresó en el Cuerpo y quiere aprender rápido.

Todo empezó cuando me llamaron por teléfono aquella mañana, hace más o menos dos años. Era tu colega, Cifuentes, y debían de ser como las seis o las siete. Muy temprano. «Un robo en la iglesia del Rosario». – « ¿Y qué se han llevado, si puede saberse?» Me lo dijo, y todavía lo recuerdo. Un óleo de Bellini, el Entierro de Cristo; un san Francisco, de El Greco, un Ecce Homo y una Dolorosa, de Luis Morales; y una custodia de oro enjoyada, del siglo XVI. Los tres cuadros, aunque valían una fortuna, eran de reducidas dimensiones, unos cuarenta o cincuenta centímetros, y las telas habían sido cortadas para transportarlas con más facilidad.

El camarero ha llegado con los whiskis y cambia los vasos, mientras González sigue escuchando con atención.

– Era invierno y hacía frío. Le dije a Cifuentes que me esperara en la Plaza del Ayuntamiento, frente a la fachada del Palacio Arzobispal, y desde allí, en un coche, llegamos a la iglesia.

El robo lo había descubierto el sacristán, que solía llegar a las seis todos los días para ayudar en la primera misa. Ese día se había adelantado, porque tenía que arreglar unas luces y madrugó más de la cuenta. Allí, en el templo, nos esperaba el párroco, un tal don Casiano. Un clérigo fornido, de tez cetrina y pelo crespo, que por cierto tenía fama de follador. El cura nos explicó los detalles del robo. « ¿Vale mucho lo que se han llevado?, le pregunté» – «Su valor es incalculable», respondió. El clérigo calculó que aquellos dichosos cuadros podrían valer más de 500 millones.

– Lo del arte, ahora, es la hostia, comisario. Se pagan fortunas.

Echamos un vistazo al sitio, y me enteré de que para visitar la sacristía de la iglesia, que era donde estaban expuestos los cuadros robados y la custodia, había que pagar una pequeña cantidad a un canónigo, un tal Honorato, que vendía las entradas. Pronto llegué a la conclusión de que alguno de los ladrones tuvo que quedarse dentro, y abrir luego la puerta a sus compinches. Le pedí al canónigo que hiciera memoria, y algo sacamos en limpio. Se acordaba de dos jóvenes, chico y chica, de aire barriobajero, que hablaban con el acento cheli de Madrid. Honorato recordó también haber visto salir a la chica, pero no al chico.

– Fue un robo fácil.

– Sí, fue un robo fácil. Los ladrones eran tres: Leo, Santi y una chica, Sandra, hermana de Santi, muy guapa y muy decidida. Aunque era una mujer los tenía bien puestos. Ella era la única de la banda que llevaba pistola.

La banda había llegado la noche anterior a Toledo, y se fueron al barrio de La Antequeruela, a la vivienda de un tal Luciano. La casa era bastante cutre, y Luciano, que ya debía rondar los sesenta, estaba casado y tenía un hijo pequeño, de tres o cuatro años. La pareja había perdido otro hijo mayor, hacía poco, en un accidente de moto.

– Así que Luciano les da cobijo.

– Más que eso. El tipo era un antiguo vigilante municipal del Patrimonio de la ciudad. Y proporcionó a la banda todos los detalles para que pudiesen robar a gusto. Pero tuvieron mala suerte. La fatalidad, González, es lo más cabrón del mundo. Ningún hombre puede hacer nada contra ella. Es como una guadaña… ¡zas!, y te degüella.

Los tipos aquellos salieron de Toledo en coche. Se marcharon por Mocejón, para tomar luego la carretera de Andalucía hasta Madrid, porque consideraron ese camino más seguro. Y mira por donde, se toparon con un control de la Guardia Civil, a la altura del pueblo de Barciles Bajo. Había habido robos nocturnos por algunas casas de esa zona, y los del tricornio tenían montada vigilancia.

Total, que el coche de los ladrones arrea, se salta el control, le tirotean, y uno de los delincuentes, Santi, queda malherido. Sandra también disparó, y casi se lleva por delante a un guardia civil. Le dio en la cabeza y se salvó de milagro, pero estuvo a punto de palmarla.

– Y escaparon…

– Sí. Escaparon. Les dio tiempo a meterse en la carretera de Andalucía, y consiguieron llegar a Madrid. Pero Santi iba bien jodido. Una bala le había perforado el hombro izquierdo, y el dolor se le hacía insoportable. De todo esto me enteré por su hermana, mucho después. «No puedo más», les dice – «Lo primero es curarte», le contesta su hermana – Sandra admiraba y quería a Santi más que a nada en el mundo. Iba abrazada a él, casi histérica, y entonces decidieron cambiar de planes, y refugiarse en la casa de Alejandro, apodado «el Calaveras», un primo de Leo. Por la M – 30, bordeando el Manzanares y la Casa de Campo, llegaron a las cercanías de Carabanchel, a una zona de casas viejas en espera de demolición. Allí vivía el Calaveras con su familia.

– Vaya embolado familiar…

– «Calaveras» accedió a recogerlos a cambio de recibir parte del botín. Dejaron al herido en la cama, y Sandra, fuera de sí, exigió avisar pronto a un médico porque su hermano se desangraba. Pensaron incluso en secuestrar a un galeno cualquiera, pero pronto cayeron en la cuenta de que quien mejor podía sacarles del atolladero era Antonio «el Maletas», el perista que había quedado en comprarles la mercancía robada, con influencias y amigos entre la gente del bronce. En el Rastro, donde tenía su negocio de compra y venta, el Maletas era una institución. Su desconfianza y su codicia eran legendarias.

Dicho y hecho. Mientras Sandra se quedó a la cabecera de la cama donde gemía su hermano, Leo llamó al compraventero desde un teléfono público de las cercanías, y quedó con él esa tarde en una taberna de Arguelles. Allí se encuentran. Leo le explica que Santi está malherido y necesita rápidamente un médico. El Maletas, que estaría acojonado, debió decirles algo así como: «Estáis chiflados. Os habéis cargado a un guardia civil, lleváis a toda la madera detrás.» Si hubiera sido sensato, ni siquiera habría acudido a esa cita, porque ya las radios y la televisión habían dado la noticia del tiroteo en el control, pero la codicia pudo más. Eran muchos kilos en juego.

– La avaricia rompe el saco, comisario.

– No siempre. A veces sólo lo engorda… Pero te sigo contando… Tras algunas reticencias y vacilaciones, el Maletas accede en buscarles un médico, y les pide la dirección donde se ocultan. Promete ir pronto con el dinero para pagarles y quedarse con la mercancía. Antonio pensaría: «Estos chicos están contra las cuerdas, y me necesitan para salir del follón. Ni siquiera conocen el valor de lo que han robado. Así es que se conformarán con lo que quiera darles.» Se equivocó y pagó el error con su vida. No es conveniente jugar mucho con la gente acosada. Al anochecer, llegó el médico, el doctor Salguero. Yo le tomé declaración al final del caso. Era un hombrecillo de poco pelo, ojos redondos y vientre abultado, que cumplió su trabajo. Le sacó la bala a Santi, que chilló como un condenado. Tanto que para disimular los gritos, Alejandro tuvo que poner la televisión a toda mecha. Salguero curó a Santi, pero éste había perdido mucha sangre, y necesitaba días para reponerse. A la hora de pagar, el médico no quiso hacer cuentas. «Ya se encargará mi amigo el Maletas de pasarle mi factura – les dijo -. Tiene que llegar de un momento a otro.» Y se marchó.

En el bar hay pocos parroquianos. Es media tarde en otoño, y la somnolencia de la vieja ciudad provincial parece aplastar con su indiferencia de siglos a las gentes y a las cosas. Hay una radio puesta, con el volumen bajo, y suena una música de batería chillona, con remaches de trompeta a intervalos. Las colillas se van amontonando en el cenicero de la mesa de los dos policías, como cuentas del rosario de la charla. Martín fuma mucho, el otro no tanto.

– Poco después llegó el perista, con la cara seria y desconfiada de costumbre. Entre Sandra y Leo sacaron el botín de debajo de la cama, mientras Alejandro, con los ojos brillantes por el vino, porque le atizaba bien a la botella, no perdía detalle. Desenrollan los cuadros, sacan la custodia y todo queda en el suelo bajo la atenta mirada del compraventero, cuyo rostro no expresa la menor sensación; como si le hubiesen puesto una máscara de hierro. Durante un rato largo, el Maletas, arrodillado, calcula, sopesa, escruta y valora mudo. Por fin, sin aparentar entusiasmo por lo examinado, se incorpora. «No es tanto como parecía – les dice -. Los cuadros son de firma, sí, pero están en muy mal estado y habrá que restaurarlos a fondo para venderlos.» Luego se guardó la lente, y les ofreció por lo robado una cantidad ridícula, tras descontar una factura astronómica que le debían por lo del médico. Maletas, como vieja alimaña que era, no manifiesta ningún entusiasmo por la compra. Es más, parece tener prisa por marcharse, y eso desconcertó mucho a los otros. El Leo se le plantó. «Eso vale la hostia. Tú mismo nos lo dijiste. Además, hemos oído la radio». – «No seas inocente – contesta el perista -. Todo el mundo exagera los robos para cobrar más del seguro. Es lo que hay, y ahora dejadme salir de aquí.»

Entonces intervino Sandra. Ya te he dicho que era una tía con un par de cojones. Cuando se cabreaba su voz sonaba ronca, y su gesto era duro y agresivo, como un muelle que de repente saltara con fuerza. Yo pasé muchas horas con ella sacándole declaraciones… Hablamos de la historia un montón de veces.

– ¿Estaba buena? – pregunta el inspector, a quien los whiskis no parecen caerle del todo bien. A él lo que más le va es la cerveza.

– Ya te he dicho que sí. Tenía los ojos claros y un rostro armonioso. Llevaba el pelo muy corto, con un flequillo gracioso, estirado como puntas de puercoespín, que le caía sobre la frente. Y de curvas y lo demás también estaba potable. Pero no era eso lo que impresionaba de ella, sino su aire decidido, la profunda soledad interior y la desesperanza que denotaban sus gestos, cuando abandonaba su aire duro. Creo que no era más que una chiquilla desgraciada, con una infancia triste y horrorosa. El padre, un eterno parado que daba de hostias a los dos chicos por cualquier tontería. Una casa de mierda en el suburbio. Interminables y estrepitosas broncas familiares. Luego el padre se iba, desaparecía, a matar el tiempo en tabernas y garitos hasta las tantas de la madrugada, mientras la madre se amorraba al anís y se marchaba sonámbula a la cama, a llorar beoda su desventura, y Sandra y Santi se quedaban sin cenar, tiritando de hambre y de frío en aquella casa miserable y lóbrega, por la que corrían los ratones y las cucarachas, y el viento debía de entrar afilado como un cuchillo.

– Eso une mucho, comisario. Esos dos hermanos tenían que quererse a muerte.

– No te lo imaginas bien. Sobre todo ella. Hubiera sido feliz dando la vida por él… Imagínate la escena. Los dos hermanos durmiendo en aquella chabola, rodeada de otras chabolas y de bloques de viviendas baratas, cajas iguales, grises, como verrugas en un campo yermo. Así pasaron muchas noches y amaneceres, endureciéndose a medida que iban creciendo en la desgracia. Eran dos niños taciturnos que jugaban poco con los otros de la barriada y siempre iban juntos. Cualquiera de ellos se hubiese sentido desamparado sin el otro.

Una madrugada, el padre llegó a casa reventado. Le habían dado una paliza dos tipos que desaparecieron por el descampado. Sandra recordaba que tenía la cabeza abierta, un ojo convertido en papilla, y la mandíbula le colgaba rota. Sufrió bastante y tardó más de dos horas en morirse. La madre, que ya estaba medio lela, fue internada en un hospital de pobres.

– Vaya tragedia…

– Sí. Y te diré algo. Lo peor de los dramas es que suelen ocurrir, aunque la gente que no los padece intenta bromear con ellos. Como un exorcismo ante el abismo que a todas horas se abre a nuestros pies. Pero continúo… Sandra y Santi robaron juntos la primera vez, cuando ya la madre no vivía en casa, y estaban cansados de mendigar comida en las puertas de los alrededores. Fue un robo sucio y mezquino a un ser todavía más débil que ellos. Un anciano y mortecino buhonero que pasaba sus días enfermo, junto a su carrito, en el que vendía caramelos y cigarrillos sueltos, y con la compañía de una perra pequeña, coja y legañosa, que escondía el hocico entre las piernas del amo. Santi amenazó al mísero viejo con una navaja, y el viejo no hizo ninguna resistencia, mientras Sandra le metía las manos entre la ropa hasta dar con un pañuelo mugriento en el que se escondían cinco o seis monedas y un par de billetes de quinientas, doblados hasta el tamaño de un sello. A partir de ahí, robaron habitualmente para vivir. A ella la engancharon y la metieron en el reformatorio, pero el hermano acudió a rescatarla, como el buen caballero que consigue salvar a su doncella de las garras del dragón. Des – pues de eso juraron solemnemente no separarse nunca el uno del otro, y trabajar juntos, siempre juntos. Sandra, por su parte, añadió a este juramento matar si era preciso, antes que dejarse atrapar y que la separasen de su hermano. Esa era Sandra, un carácter de tía como la copa de un pino, la tía que aquella noche, en casa del Calaveras, amenazó al Maletas con voz fría. «Nosotros venderemos por nuestra cuenta. O nos dices con quién tenemos que hablar, o te juro que de aquí no sales vivo.»

Avezado a estas circunstancias, el perista venteó el peligro en el silencio que siguió a las palabras de la chica. La mirada de ella era venenosa y desesperada, y Leo tenía una sombra criminal en las facciones. El Maletas intentó un quiebro contemporizador. «No os pongáis así. Eso es asunto mío. Comprenderéis que no puedo dar nombres. Si no, el negocio se me vendría abajo. Tenéis que comprenderlo. Es mi trabajo.» – «No queremos tratos contigo», le interrumpió Alejandro, tirando de navaja. «Queremos hablar con el que paga.» La manaza de Leo cae sobre la nuez del Maletas, mientras la navaja de Alejandro le ronda peligrosamente la oreja, dispuesto a rebanársela como se corta un salchichón.

Aterrado, el cambalachero confiesa: «Hay un tipo en Toledo que podría hacerse cargo de todo lo robado. Se llama Victoriano Selices, y es notario.» El pincho sigue amenazante, y el Maletas larga también la dirección y el teléfono de su comprador.

Sandra y Leo se consultaron con la mirada. Leo debió de pensar que si dejaban salir al perista sin llegar a un acuerdo, siempre estarían a su merced, puesto que conocía el escondite. Sandra comprendió que matarlo engendraría nuevas complicaciones, y el crimen sería difícil de ocultar en un vecindario como ése, pero una marea de odio hacia el personaje se impuso, como un deseo violento, a su razón. Para empeorar las cosas, Alejandro descubrió que el Maletas llevaba bastante dinero encima, casi un kilo, y en un ataque de rabia descargó con todas sus fuerzas la navaja en las tripas del perista.

– O sea, que lo que empieza como un robo se va convirtiendo en un reguero de sangre – comenta González, que ya ha apurado su whisky y no quiere tomar otro, a no ser que el comisario lo decida.

– Exacto. Pero todavía queda la mejor parte. Escucha.

En el bar, de repente, además de la radio han puesto la televisión, y el guirigay empieza a subir de tono. Han llegado unos cuantos clientes más, casi todos jóvenes, que beben en la barra y juegan a los tragaperras. Martín se cabrea y llama al camarero.

– No podemos hablar, hijo. ¿Te molestaría apagar la radio, por lo menos?

– No, señor comisario.

Respetuoso, el camarero le dice algo al encargado de la barra, y la radio deja de sonar. Algunos de los clientes recién llegados miran a la mesa donde están los policías, y luego cuchichean entre sí, pero ninguno se queja en voz alta. El temor a la pasma se impone, y en una ciudad pequeña un policía no pasa desapercibido.

– En la vida, las casualidades se enganchan como las cerezas, y cada cosa es madre de muchas cosas. Resulta que el Maletas, aunque vivía con una piruja llamada Celia, realizaba algunas incursiones amorosas a un club de alterne de Capitán Haya, donde conoció y frecuentó a una jovencita (no recuerdo muy bien su nombre, creo que se llamaba Adelaida) que estaba bajo las garras de un macarra de la zona, Andrés, apodado «el Chimbo», un tipo de muy mala leche, atrabiliario y atravesado, que vivía de cuatro o cinco fulanas, amén del cambalacheo de caballo. Uno de sus rasgos es que siempre, en invierno o en verano, iba de traje de tonos oscuros con chaleco y sombrero a juego, lo que le confería un aire más siniestro de lo que le hubiese correspondido por el avinagra – miento de sus gestos. Adelaida me dijo que el Maletas, una noche que estaba muy alegre por las copas, le dejó entrever que alguien iba a dar un golpe en Toledo, y se iba a forrar vendiendo el robo. Esto contradice la proverbial cautela de un delincuente tan avezado como Antonio, pero es sabido que no hay nadie tan artero que alguna vez no se trabuque. Parece que el viejo estaba coladito por la niñata, y como suele ocurrir en tales casos, babeaba que era un gusto. Puede que lo hiciera para impresionarla. El caso es que Adelaida tomó nota, y cuando leyó lo del robo, cayó en la cuenta, y se lo contó a su maromo, el Chimbo, y éste empezó a darle vueltas a la idea de cazar a los ladrones y quedarse con la mercancía. Un golpe perfecto, porque si salía bien, la policía, aunque agarrase a los tres del robo, no sabría en manos de quién estaba el botín. Pero un trabajo así no era para un solo hombre.

Ni corto ni perezoso, Andrés acude a hablar con Alfredo «el Toto», dueño de un club en Madrid. Un gánster en ascenso, rudo y avaricioso, dispuesto a aprovechar cualquier negocio para seguir subiendo. El Toto tenía como brazo derecho a Adolfo Gayo, un trapisondista de marca patentada y ojo experto para los negocios con pasta en grandes cantidades. Esa astuta vena comercial de Adolfo se veía completada por sus dotes de mando y organización. No sólo sabía actuar con el pico, sino también con los puños o la pistola cuando se terciaba, lo que hacía de él un valor seguro como pocos.

Aunque no pasaba del uno sesenta y rebasaba los noventa de peso, Gayo era todo un dandy. Su surtido de trajes, camisas, zapatos y corbatas debía ser mayor que el de unos grandes almacenes. Ahora está en la cárcel, y se le han bajado un poco los humos, pero en sus buenos tiempos, los que le conocieron me han dicho que parecía un grotesco pavo real caminando; pero era listo, y se la jugaba cuando hacía falta.

O sea, que ya tenemos al Chimbo, Alfredo y Adolfo, planificando lo que consideran un magnífico negocio, pero antes de vender la piel del oso, había que cazarlo, y eso no era tan fácil. Sólo contaban con la pista del Maletas, que a esas horas estaba ya criando malvas, pero ellos no lo sabían.

Gayo pensó, y pensaba bien, que los ladrones debían de ser unos manguis, unos chorizos de poca monta. Una banda bien organizada hubiera podido realizar una fuga de Toledo mucho más limpia, sin necesidad de tener que liarse a tiros en un control. Suponía que una vez localizados, liquidar al trío o llegar a un acuerdo con él sería coser y cantar. Así es que la banda y el Chimbo deciden emprender la busca, y acuerdan el reparto del botín, una vez vendido. Una quinta parte para Andrés y cuatro quintas partes para la banda. Los gánsters son inflexibles, y la vaquiña por lo que vale. Andrés hizo como que se conformaba, pero no quedó contento. Cuando se separaron, y el Chimbo se marchó, Gavo comentó con su jefe. «No me gusta. Me pone nervioso una persona que se deja estafar tan fácilmente. Vigílale, ése planea algo.» Así era, en efecto, Andrés rumiaba actuar por su cuenta… pero veo que estamos otra vez secos… ¿Quieres otra copa?

El comisario acompaña la pregunta con un gesto al camarero, y a González le parece que sería quedar mal negarse. A él lo que le va es la cerveza, porque el whisky se le sube pronto a la cabeza. Todo lo contrario que al comisario, que parece aguantar el white label como si fuera leche, y continúa hablando y fumando con la voz y el pulso firmes.

– Ya te he dicho que Andrés tenía muy mala leche, y salió encabronado de la entrevista con la banda de Alfredo. Se le ocurrió que podría adelantarse a los otros y hacerlo por su cuenta. De esa forma se quedaría con toda la pasta. Pero no podía hacer una cosa así solo. Necesitaba una ayuda, una buena ayuda, y pensó en Octavio Villalobos, un personaje de aquelarre.

Villalobos vivía en una pensión que le servía de hogar desde que salió de la cárcel, en el centro de Madrid. Había tenido mucho trato con la justicia, y siempre del lado de los buenos. Fue policía del Cuerpo General durante once años, hasta que empezó a tirarle el dinero grande y se vio pringado en el encubrimiento de la muerte de una «camella» que intentaba escamotearle una mercancía debida. El hecho de que su nombre apareciese en los papeles por un casual, despertó las sospechas de algunos jefes de su Departamento, que tiraron del hilo hasta sacar el ovillo de mierda. Un digno colofón a sus trapicheos de policía corrompido.

Cuando Andrés, que había oído hablar de él por terceros, decide echar mano de Villalobos, el ex policía – ya en la cuarentena de la edad – no esperaba cuartel de nadie. Sus antiguos compañeros le daban esquinazo, y los del otro lado de la ley, perseguidos por él en otro tiempo, le abominaban, y querían ajustarle las cuentas. No hubiera sido extraño encontrarle tirado en un callejón con un par de navajazos en las costillas. Pero Octavio era el hombre ideal para el trabajo que Andrés iba a proponerle, porque no tenía nada que perder, y aún le quedaban algunos contactos, producto de circunstancias pasadas comprometedoras, en la policía. Además, quién ha matado una vez puede hacerlo otra, si es necesario para seguir malviviendo, y no digamos para hacerse rico.

A Villalobos se le debió de abrir el cielo cuando una tarde, después de haber agotado el último cigarrillo y el último trago de coñac peleón, la patrona de la pensión llamo a su habitación para darle la buena nueva. «Un señor ha dejado esto para usted.» Es un sobre, y Villalobos lo mira con desconfianza. Después da con la puerta en las narices a la vieja, que se aleja gruñendo por el pasillo. La carta dice, más o menos: «Muy señor mío: Usted no me conoce, pero yo tengo referencias suyas y quiero proponerle un trato que le será ventajoso. No deje de acudir esta noche a un pub llamado "El Trébol", en la calle Villaverde. Yo sabré reconocerle a usted.»

El ex madero palpa el sobre por si acaso hay dentro algún talego a papelería similar. Tiene suerte. Se desconocido benefactor Te ha dejado un billete de cinco mil pesetas. Por supuesto, decide ir a la cita. No tiene nada que perder, aunque la entrevista fuese con el pordiosero mayor del reino.

Animado, Villalobos se apuntala la corbata, se ajusta los pantalones, y se echa encima la chaqueta y la gabardina. El resultado, en un espejo salpicado de cagadas de mosca, no le desagrada. Si las cosas le ruedan bien, todavía la gente, mucha gente volverá a mirar a Villalobos con respeto, como en sus tiempos de policía, cuando los delincuentes encogían el cuello al verle por si se le escapaba una hostia.

Se palpa, también, el bulto que lleva pegado con esparadrapo en la parte baja de la pierna, cerca del tobillo. Un revólver 30 de cañón corto, cargado y bien metido en su funda. Un arma virguera a corta distancia.

Octavio llegó a la hora convenida al Trébol, un sótano de reducidas dimensiones, al que algún día te llevaré para que te intoxiques bien de humo y otras cosas. En un rincón tiene una pista de baile poco mayor que una alfombrilla, para que algunos ilusos sueñen que están retozando, y una barra siempre llena, donde la gente se apelmaza como si tratara de salvarse de un naufragio. Allí se encontraron Villalobos y el Chimbo. Un encuentro registrado por los hombres de Gayo que vigilaban a Andrés, y que avisaron inmediatamente a su jefe de la entrevista. « ¿Qué te parece el sitio?», le dijo el Chimbo a Villalobos después de la presentación. Villalobos, según me contó él mismo, recordó con nostalgia los tiempos en que hubiera podido dar impunemente de hostias a un macarra como ése, y al principio mostró un poco de disgusto por la charla, pero pudo más su instinto de supervivencia, y se quedó. Seguía sin tener nada en los bolsillos, nada que perder, y el Chimbo le habló claro. Que él había sido quien había enviado el sobre con el dinero. Que sabía que aún conservaba contactos con antiguos colegas de la bofia, y que necesitaba un tipo como él para un trabajo de un montón de pelas. En suma, Chimbo, aparte de utilizarle como matón, quería que Villalobos echase mano de sus antiguos compañeros de comisaría para que le mantuviesen al tanto de las indagaciones policiales sobre los tres manguis que habían dado el golpe en Toledo, llevándose cuadros y una custodia muy famosos.

Con parsimonia, dándose tono, el macarra sacó del bolsillo interior de la chaqueta un recorte de periódico que desplegó meticulosamente. Era una noticia en la que se relataba la huida de los ladrones y el tiroteo con la Guardia Civil.

Octavio leyó y releyó sin prisas, mientras daba sorbos a su whisky. El asunto no le sonaba, ya que hacía tiempo que no leía los periódicos. En parte porque no le interesaba nada que no fuese él mismo, y en parte por ahorrarse unas pesetas que mejor podrían servirle para unas cervezas o unos cigarrillos. Pero no se cortó un pelo. Puso cara de enterado, y terminada la lectura dijo que se acordaba perfectamente del asunto. Y añadió algo como ésto: «Así que usted sabe que fui policía. ¿Qué más le han dicho de mí y quién ha sido?» – «No debe molestarse. Uno tiene amigos, como los tiene usted.» – «Yo no. Ahora, ninguno.» – «La gente que le ha recomendado me ha dicho que es la persona que necesito, y yo confío en ellos y en usted. ¿Qué más quiere que le diga?»

Octavio Villalobos debió de pensárselo antes de responder. «Suponga que acepto su oferta y luego le chantajeo. Yo he matado a una persona, y es cosa grave. Pero matar a tres lo es mucho más. Si yo hablo, usted iría a la cárcel para el resto de su vida.» – «Amigo Villalobos, no soy tan ingenuo. También lo he pensado. Si hace eso, yo me pudriré en la cárcel para los restos, pero usted moriría. Le juro por mi madre que moriría, todavía nadie se ha reído del Chimbo. Le doy mi palabra.» – «No confío ni en usted ni en su palabra. Pero sí en su dinero. ¿Cuánto pagaría por el trabajo?» – «Dos millones.»

Villalobos hizo un simulacro de levantarse de su asiento para dar por terminada la conversación. No se marchó, claro, pero galleó un poco. «Usted está loco. Por ese dinero no le limpio ni los zapatos.» – «Bueno, bueno, no discutamos por el dinero», dijo Andrés condescendiente. «Si usted está de acuerdo, yo seré generoso.»

Al final, Villalobos aceptó colaborar por una tercera parte de lo que sacaran, y brindaron por el acuerdo. En eso estaban, y ya Villalobos se disponía a marcharse, cuando apareció el atildado Gayo, con gran sorpresa del Chimbo. A Gayo no se le conocía por el lugar, pero parecía encontrarse a sus anchas, sonriente y bromista. Cuando Octavio desapareció, Gayo le dijo a Andrés: «¿Quién era ése? ¿Un viejo amigo?» – «Sí, eso. Un viejo amigo. Hacía mucho tiempo que no le veía y nos hemos encontrado por casualidad», replicó el Chimbo. – «Pues parecía tener prisa. Si no fuera porque me has dicho que es amigo tuyo, yo diría que tiene careto de poli.» Gayo se carcajeó, y Andrés le siguió las risas. Luego, el peripuesto Adolfo preguntó al macarra como iban sus averiguaciones con el Maletas. Andrés – mintiendo – le dijo que había hablado con el perista, pero que éste se hacía el loco. De momento no tenía pistas, aunque estaba en ello. Gayo, por supuesto, sabía que era una trola, y tenía sentenciado ya al Chimbo.

Cuando se despidieron, el gánster salió a la calle. Allí le esperaba un coche que conducía uno de sus guardaespaldas más fieles. Un tipo de 120 kilos de peso y cara de simio llamado Julián. «Es un traidor», escupió Gayo. «Nos encargaremos de él.» Y luego, refiriéndose a Villalobos, añadió: «En cuanto a ese otro. Dadle un buen escarmiento. Que sepa con quién habla.»

En la televisión ha comenzado el telediario. Se habla de un viaje oficial al extranjero de alguien que gobierna, se habla de que ha disminuido el paro en 4.322 individuos el mes pasado, y se habla de una operación quirúrgica consistente en unir un pie de alguien a una pierna de otro con pleno éxito. ¿Quién sabe las posibilidades de la ciencia? También se dice que las lluvias por el noroeste pueden ser más intensas que por el suroeste, y que hay amenaza de descenso de las temperaturas por algunas zonas de la cordillera Ibérica. Luego se pasa al teledeporte. En el bar, nadie escucha nada, y todos se dedican a la terapia de contarse sus rollos en voz alta, sabiendo que a nadie le importan. El sonido de la tele sigue dando caña como un ruido de fondo obligado para la creación de ambiente. Cuando llega la recaudación del bonoloto, un grito pone firmes al personal: «¡Callaos, cono!», y durante algunos segundos parece imponerse cierta emoción en las mentes parroquianas, hasta que se comprueba que a nadie de los reunidos le ha tocado nada. La lotoadicción deja paso a otras sensaciones.

– Total, que ese cabrón del Chimbo estaba desahuciado ¿no? Y el Villalobos lo mismo.

– Por partes – dice el comisario, que llama al camarero para que le traiga otro paquete de tabaco. Ducados, si es posible.

– Al Chimbo no le resultó difícil localizar la tienda en la Ribera de Curtidores, cerca ya de la Ronda de Toledo. Andrés se sorprendió mucho de que la tienda estuviese cerrada por defunción, según rezaba un letrero en la puerta. Pero alguien había dentro. Le abrieron y salió una vieja llamada Celia, compañera de fatigas y otras cosas del perista, que le preguntó qué quería. Andrés, relamido, intentó explicarse con modales. «Buenas noches, señora. Soy amigo de Antonio y tengo que hablar con él.» Celia le dijo que el Maletas había muerto, se lo había comunicado la policía esa misma tarde, y ella no sabía nada de nada. El macarra, erre que erre, intentó sonsacar algo a la vieja, que debía estar de muy mal humor. Con despecho, la vieja le dijo a Andrés que aunque el Maletas estaba podrido de pasta, se había marchado al otro barrio sin dejarla ni un duro. Hasta la casa en la que ambos convivían estaba hipotecada.

Celia era una vieja, antigua mechera, que en su juventud había trotado calles y burdeles, hasta que Antonio, cuando todavía estaba de buen ver, la hizo su criada para todo. Desde entonces vivieron juntos.

Salieron los dos a la calle, y el Chimbo no tuvo que hacer muchos esfuerzos para demostrar que su pésame era sincero. Con la muerte del Maletas se esfumaba su única pista sólida, y ya sólo le quedaba jugarse a la desesperada la baza de si la vieja sabía algo. No se le ocurría nada más.

Celia se marchó, y el Chimbo, sin dejarse ver, fue tras ella hasta su vivienda, un buen chalé en Mirasierra. El lobo feroz no perdió el tiempo con la abuelita. El barrio a esas horas estaba solitario y silencioso. Andrés deja pasar un rato y entra en el piso con engaños. Empuja a la mujer, y la hace saber que el Maletas estaba complicado en un robo muy importante en Toledo. La vieja – la autopsia nos lo indicó – estaba un poco borracha, y seguramente siguió despotricando contra el pera por no haberle dejado ni flores al palmarla. «Ese cabronazo, hijo de puta. Me cago en sus muertos. Treinta años siendo su esclava para esto. Hasta el orinal tenía que ponerle, oiga.» Cosas así debió de soltarle al macarra, que llegado un momento perdió la paciencia y ató a la pobre vieja a una silla. Debió de amenazarla con rajarla si no le daba pistas sobre las conexiones del Maletas con el robo. Seguro que se empeñó en que Celia tenía que saberlo. Al fin y al cabo vivía con el perista, y le ayudaba en los negocios. Y el robo de Toledo era algo demasiado importante – pensaría – para que ella no supiese nada.

Lo que te digo a continuación son suposiciones basadas en los informes forenses. Celia, aterrorizada, empezaría a chillar, y Andrés sacó una cuerda y se la enrolló alrededor del cuello. Le diría que iba a apretar, poco a poco, hasta que hablase, pero la mujer le juraría que no sabía nada concreto, que el Maletas era muy reservado para los negocios. El miedo empieza a destapar algunos recuerdos… Celia dice que hace tres días llamaron al difunto por teléfono. Que ella misma cogió el aparato y se lo pasó. Pudo oír como quedaba con alguien en una taberna de Hilarión Eslava. No se acuerda bien del nombre. « La Cepa de Oro», o algo así. Su hombre salió y estuvo un rato largo fuera, y cuando regresó llamo por teléfono a un hospital. Preguntó por un tal doctor Salvero, o Salguero, y cree que el segundo apellido era Moreno. Maletas tuvo que llamar varias veces hasta localizarlo, y parecía muy nervioso… La vieja no sabe nada más.

Andrés aprieta para sacar más información, y la mujer intenta gritar empavorecida. Su verdugo le tapa la boca con la mano, y Celia se revuelve atada a la silla, hasta que de repente queda quieta. Ha muerto asfixiada, con el corazón paralizado por el terror y la tortura. Al Chimbo se le ha ido la mano, pero no le da mayor importancia. Borra huellas con tranquilidad, apaga las luces y se dispone a marcharse. Cuando sale, oye una voz fúnebre a sus espaldas, y siente el cañón de una pistola que se le clava en las costillas. «Camina y no te muevas.» Dos matones lo sacan a la calle y lo meten a empellones en un coche. Dentro del coche está Gayo, que abofetea al macarra y le echa en cara su doblez. Andrés suda de miedo y presiente la sentencia. Enfilan la carretera de La Coruña, la de los conductores suicidas, y Gayo ordena acelerar el coche. Es un buen buga que rueda a toda leche, y el gánster le pone una pistola en la sien al Chimbo, que va cagado y temblón. «Tienes una posibilidad de salvarte. ¿Qué te dijo la vieja?», miente Gayo. El coche sigue rodando por la carretera, con la aguja del cuentakilómetros casi al límite, y suena un disparo, ahogado por el motor, que se pierde en la noche. Mientras el vehículo sigue alejándose, el cuerpo de Andrés rueda por el arcén. Antes de morir debió de cantar Parsifal en versión completa. Lo suficiente para que la madeja del maldito caso siguiera embrollándose.

Y sería, más o menos, la noche antes que reventaron al Chimbo cuando Villalobos caminaba por una calle de pocos transeúntes, de vuelta a su mugrienta pensión. Con los bolsillos todavía vacíos, pero con mucha más esperanza. El asunto prometía montón de dinero. Si pudiese agarrar unos cuantos kilos su suerte podría cambiar… Volverían a temerle y a ser respetado.

Entonces dos tipos que iban de parte de Gayo vinieron a pedirle lumbre. Villalobos tenía que ir un poco distraído porque les dejó acercarse. Quizás se confió demasiado. Uno de los sujetos le atrapó por detrás y el otro le golpeó a placer. Como suele ocurrir en tales casos, si alguien vio algo echaría a correr por si las moscas. Le sacudieron una buena paliza, de las que no se curan en dos días, y le advirtieron: «Esto es un aviso para que no te juntes con malas compañías. Corta el rollo ese que has empezado con el Chimbo.» Los dos tipos se fueron y Villalobos quedó tendido en el suelo. Estuvo así un rato y nadie le echó una mano. Le habían quitado hasta el revólver. Luego se levantó, penosamente, y emprendió el camino de la pensión apoyándose en las paredes. Era un hombre destruido, que orinaba sangre por las mañanas y sentía náuseas al comer. Le echaron de la pensión por falta de pago. Un día atacó a un taxista y éste, que no se dejó amilanar, le dio con una barra de hierro en la cabeza. Lo dejó medio muerto. Villalobos volvió a la cárcel y salió. No sé que es de él ahora.

Una chica entra en el bar y saluda con seriedad al comisario. Va acompañada de un individuo alto, de aspecto decidido, aunque de mirada algo atolondrada. Lo contrario que su compañera, de aire más avispado, con unos ojos inquietos y vivaces que parecen querer cazar moscas al vuelo.

– ¡Joder, esto sí que es casualidad! – exclama Martín socarrón, después de corresponder con un gesto comedido al saludo.

El inspector, que hace poco que ha llegado a Toledo, no conoce a la chica y espera que el comisario le aclare la exclamación.

– Esa chica, ahí donde la ves, González, es una periodista de primera, y fíjate que le tengo yo manía a ese gremio. No sé como se habría enterado, pero cuando regresé de inspeccionar la iglesia aquella mañana del robo, la tenía ya esperando en la puerta de mi despacho. Se llama Nuria Briones, y aquí se la han cepillado muchos, pero ya te digo, en lo suyo, vale.

Nuria, que desde la barra lanzaba miradas de reojo a la mesa del comisario, era una muchacha de rostro guapetón y mediana estatura, con los rellenos necesarios, pero a la que restaban puntos eróticos su desastroso aliño (vaqueros deshilachados en los bajos, pañuelo pretendidamente palestino que le servía de bufanda, y chaquetón comando verde olivo, eficaz para el combate en la selva) y una sucia cabellera que le caía en bucles estropajosos por los hombros. Su facha estaba entre la adolescencia supermadura y la posmodernidad incipiente, y sus ojos, aunque grandes, denotaban abundante miopía por la manera que tenía de entrecerrarlos cuando miraba con atención.

Aquel día, cuando llegué a mi despacho, la tía estaba haciendo antesala y se me lanzó de un salto. Le di los buenos días y no quise hacer comentarios. Ya me conoces en eso. Casi siempre soy descortés y mudo con los periodistas. Me han hecho dos o tres putadas, y a ciertas edades ya no se perdona nada. Entonces ella trabajaba en un periódico local raquítico, que ya quebró, pero enviaba crónicas ocasionales para un diario de Madrid de gran tirada. Luego me enteré de que Nuria, aunque con la carrera de Periodismo terminada, había tenido que trabajar de dependiente una temporada en unos grandes almacenes de Madrid para ir capeando el hambre.

«Venía a verle a usted por el asunto del robo», me dijo aquella legañosa, que tenía el bloc y el magnetofón en una mano, mientras con la otra encendía un cigarrillo. «Comisario – insistió -, déme alguna noticia para el periódico.» – «Tengo mucho trabajo. Otro día», le dije. Y sin más epílogos entré en mi despacho y cerré la puerta. Ella salió de la comisaría hecha una furia, llamándome «hijo de puta y cabronazo» (eso me lo chivó con cierto regodeo un guardia), pero al día siguiente, en el periódico de la capital, se largó una crónica que no estaba mal. No sé cómo lo había conseguido, pero daba casi todos los datos del robo y eran correctos.

Y ahí no acabó la aventura de la moza. La mañana que los periódicos sacaron el hallazgo del cadáver del Maletas en una vía de tren cercana a Torrelodones, Nuria va al Palacio de Fuensalida, a una de esas ruedas de prensa en plan plasta. Me imagino que llegaría medio ciega de resaca, porque ésta es de las que se encanutan y se encubatan a tope, y allí se encuentra con una tía que se llama Inés Selices, redactora del agonizante periódico local. «Vaya boñiga», murmura Inés, mientras el funcionario oficiante de la conferencia de prensa se pronuncia sobre los avances conseguidos y las reformas proyectadas. Desde sus penumbras cerebrales a esas horas de la mañana, Nuria sonrió a Inés. No se conocían mucho, pero el caso es que aquella chica le caía bien, aunque era una niña un poco pija, hija de familia de prosapia y con posibles. El Padre, Victoriano de Selices y Cifuentes, notario, era también marchante y coleccionista de arte. Franquista de toda la vida, era – mejor dicho, es, porque está en la calle, ya que no se le pudo probar nada – cofrade del Alcázar, devoto fiel de la Santa Madre Iglesia Romana, azote implacable de todo aquello que pusiera en entredicho la moral pública y privada. En su casa mandaba con autoridad napoleónica. De eso no había duda, y los seis varones y cinco hijas que tenía de prole preconciliar, aparte la mujer y las dos criadas, le temían más que a un nublado. Sólo Inés le había salido oveja negra, rezongona y poco dada a las palpitaciones religiosas. Como estaba en los diecinueve años – hoy tiene veintidós y se ha ido a vivir con un novio a Formentera – don Victoriano pensaba que su hija estaba contaminada por el morbo del descarrío juvenil, y la tenía prometida al hijo de un rentista amigo, que estudiaba Derecho, y cuya inclinación política es fácil interpretar considerando que para Félix, que así se llamaba el prometido de Inés, hasta el mismo Franco fue un hombre de mano débil y – en su última época, sobre todo – un poco contagiado de cierto aroma de moderación casi rayana en el liberalismo, que algunos de sus ministros del Opus Dei le habían imbuido. – Vaya ejemplar ese Félix… ¿Vive aquí?

– Sí. Ha terminado la carrera y tiene un despacho en la Avenida de la Reconquista. Cualquier día te lo presentaré. Es un tipo curioso: yudoka, atleta, ni fuma ni bebe, y gana mucho dinero organizando cacerías. Se está forrando, ahora que a los nuevos ricos les ha dado por matar perdices y ciervos.

– Igualito que nosotros, comisario. Aquí, dándole al prive – ironiza el inspector.

– Y que dure, hijo, y que dure. Decía un poeta persa, Omar Jayam, que si por casualidad bebe vino el mendigo, empieza a vislumbrar en sus andrajos la nobleza de los emires… Pero me estoy apartando… Esto que te voy a decir me lo contó la propia Inés, con quién tuve un par de charlas edificantes cuando acabó todo.

– Por el tono con que lo dice, me da que usted se la ventiló.

– No tanto, González, los que estamos próximos a la jubilación no solemos llegar a tanto, pero la verdad es que la chavala no estaba mal. Era un cursi reprimida a punto de estallar. Una bomba con faldas de alto poder explosivo. Te lo digo yo.

– Barrunto que quién la tenga ahora se debe estar poniendo morado – musita González con cierto amargor. El inspector lleva tres meses en la ciudad y apenas ha palpado cachas un par de veces, y eso de chiripa.

– Eso seguro, hijo. Pero te cuento… Cuando terminó la rueda de prensa, Inés y Nuria se fueron a un bar a tomar café. Inés le comenta a la otra que está hasta los pelos, que su padre la tiene harta, que no la deja llegar más tarde de las nueve a casa porque quiere que rece el rosario con toda la familia…

– Lo del padre Peyton… – interrumpe González reprimiendo un hipo, lo que le obliga a disculparse.

– Nuria se escandalizó. « ¿Y tú que haces, tía?», pregunta. « ¿Qué quieres que haga? Tenemos bronca cada día, y me obliga a levantarme a las ocho de la mañana para ir a misa.» – «Te oigo y alucino. Lo tienes muy crudo, tía.» La periodista experta dictamina y aconseja. «Tu lo que tienes que hacer – le dice a Inés – es buscarte un tío macizo que te enseñe a follar y que le den morcilla a tu padre y a tu novio.» – «Si mi padre se entera de algo así me echa de casa», contesta la otra. «Además, últimamente está muy nervioso, como cabreado.»

Quizás fue el sexto sentido que esa cabrona de periodista que ves ahí, en la barra, lleva dentro, pero el caso es que a Nuria se le debieron de erizar las neuronas y preguntó a su amiga: «Tu padre trata a mucha gente que compra y vende obras de arte en toda España ¿no?» – «Claro», dice la otra. «Recibe catálogos de todas partes y va mucho a las subastas. Mira». Inés despliega un periódico de Madrid. En la página de sucesos se informa de la muerte de un marchante, fulano de tal y tal, con tienda en el Rastro, que ha aparecido en la vía del tren, cerca de Torrelodones. Las dos leen con atención. Antonio Garrido, apodado «el Maletas», etc., su cadáver encontrado en la vía del tren fue descubierto antes de que algún convoy lo destrozase, lo que facilitó la identificación. Se desconoce en que circunstancias, etc., Nuria se quedó mirando a su colega con gesto que pedía aclaraciones, mientras Inés estaba entusiasmada de poder demostrar cuánto sabía sobre un asunto tan importante. «Ese tío, el muerto, conocía mucho a mi padre. De cuando en cuando hacían negocios juntos.» – «¿Cómo lo sabes?» – «Una vez, mi padre me llevó a Madrid. Fuimos al Rastro, donde el tío ese muerto tenía una tienda de antigüedades, y mientras yo husmeaba por allí, viendo trastos, ellos hablaron de sus asuntos.» – «¿Qué clase de asuntos?» – «Yo que sé. Compra y venta de trastos. Recuerdo que el anticuario mencionó algo a mi padre de una mercancía buenísima que, seguramente, iba a recibir en las próximas semanas. No se que más le dijo, pero mi padre no estaba muy conforme.»

Nuria, que consideraba a Inés un poco lela, quiso saber por qué estaba tan segura de que el hombre muerto y el de las antigüedades eran la misma persona. «Pero mujer, muy sencillo. En la puerta de la tienda había un letrero con su nombre: 'Antonio Garrido. Compra – venta de antigüedades y objetos artísticos'. No es tan difícil.»

– Vaya corte para la colega – dice el inspector atisbando de reojo a la pareja, que parece muy enfrascada charlando en la barra.

– En efecto. No era tan indescifrable el problema, y Nuria empezó a pensar que Inés podría ser niña – pija, pero en cualquier caso era observadora y tenía buena memoria. Ahí podría haber un artículo para su periódico, si era capaz de encontrarle una percha. Así es que, después de despedirse de la hija del notario – marchante, trotó hasta un teléfono público y llamó a Magro…

– ¿Quién…?

– Sí hombre, sí. Un inspector que fue trasladado a Santander un poco antes de llegar tú. Ahora creo que está allí de puta madre… No era mal chico… Bueno, Magro era el mejor contacto que tenía Nuria en la policía de Toledo, aunque tampoco es que fueran muy amigos. Yo creo que se la estaba beneficiando, aunque eso Magro a mí no me lo dijo nunca.

Nuria le comentó que tenía un notición, con la esperanza de ampliar más datos. «He averiguado que Victoriano de Selices, el notario que se dedica al arte, conocía al anticuario ese que ha aparecido muerto en Torrelodones.» Magro le responde (yo estaba oyendo la conversación) que eso no tiene nada de anormal. Nuria replica que Victoriano se ha visto con el finado de Madrid. A Magro le sigue pareciendo normal, y le dice a Nuria, en plan de cachondeo, que no vaya tanto al cine. Cuelga el teléfono. La otra debió de ponerse frenética, al vislumbrar una buena noticia sin fuentes seguras para confirmarla. Pero ponte en su lugar. Es una pobre muerta de hambre decidida a salir adelante como sea, y se la juega. De menos han salido las proezas. El caso es que llamó a su periódico, y le endino a su redactor – jefe una noticia bomba. «Notario de Toledo puede estar implicado en el asesinato de un anticuario en Madrid…».

– Viva la prensa amarilla.

– Y que lo digas, hijo. Pero si América se descubrió por casualidad, imagínate la cantidad de carambolas que caben en el mundo… Yo estaba haciéndome el tonto merodeando cerca. Me acerqué entonces a Magro y le pregunté qué pasaba. «Una chica periodista que conozco y está medio loca – dice – me acaba de llamar. Insinúa que el notario Selices, que vive aquí en Toledo, está conchabado con el anticuario que ha aparecido muerto en Torrelodones. Viene hoy en todos los periódicos.» – «Ya lo he visto», le digo. «Debería tener usted más fe en la juventud, inspector.» Magro parecía desconcertado. «¿Quiere usted que la vuelva a llamar?» – me contesta. «Ni pensarlo. Esa no revelará sus fuentes. Son sus señas de identidad.» Luego le pedí que me pusieran con Homicidios de Madrid. Tengo allí un buen amigo, el comisario Rendueles, con el que colaboré codo con codo a partir de entonces hasta que el caso se resolvió, o mejor dicho, estalló.

En la barra, Nuria Briones y su acompañante hilvanan conversación casual sin premuras. Acaban de echarse un polvo siestero – en casa de ella – de los que tiembla el basto. Ella le había dicho: «No te me pongas romántico ni te enrolles.» Pero el ronroneo de la siesta, tras unas buenas lentejas que ella le había preparado y un par de coñaques, hicieron el milagro del mutuo despelote. Después, se han levantado con galbana y han salido por ahí a calibrar que da de sí la tarde.

– ¿Qué hacemos esta noche, tía? – pregunta él.

– Podemos ir a tomar cubatas por ahí. Luego meneamos la pelvis un poco en Máscara.

– Joder. Siempre estás como una moto.

– Joder. No exageres, tío. Oye, necesito chocolate del bueno. A ti ya no te queda.

– No.

– Voy a ver al Bernardo. A estas horas suele estar por el Miradero.

– Eres un pendón, tía. Seguro que con ese también te enrollas…

– El Bernardo es un buen amigo. No la jodas.

El inspector González se atiza otro latigazo con su bebida y se aclara la garganta. El whisky empieza ya a no sentarle tan mal.

– ¿Y el tipo ese que va con ella quién es? ¿Lo conoce?

– Claro. Ese es Zacarías… ¡Menuda historia!

– ¿Tuvo que ver con el caso?

– También. Zacarías ya ha dejado el oficio, pero era un modesto investigador privado que tenía un amigo canónigo en la Catedral, y por eso le llamaron un día para proponerle lo que pudo haber sido el gran negocio de su vida. Recuperar los cuadros a cambio de dar a los ladrones la cantidad ofrecida por el seguro, que era bastante modesta, unos veinte millones, creo. Zacarías pertenece a esa especie de individuos que se envuelven en los problemas sin saber cómo resolverlos. Los del arzobispado pensaban, y no sin razón, que lo único importante para ellos era recuperar lo robado; no detener a los ladrones. Y que una acción discreta en ese sentido no estaría de más.

– ¿Y usted se enteró en seguida?

– Claro. Los mismos curas me lo dijeron. Para aclarar la situación, y que no hubiese interferencias, fui un día a Madrid a hablar con Zacarías. Te hubieras descojonado. Zacarías tenía una agencia de investigación confidencial que se llamaba «Morgue», que desde su fundación dirigía con mano, si no maestra, al menos solitaria. El era el jefe y único empleado, exceptuando a la mujer de la limpieza y a una secretaria ocasional llamada Carlota, a quién recurría cuando tenía que pasar informes a máquina. El sitio, en un primer piso de la calle Augusto Figueroa, era deprimente, y no contribuía a mejorar la imagen de la empresa, pero Zacarías sacaba lo suficiente para vivir a su aire. No estaba casado, no tenía vicios caros ni familia que mantener, y me confesó haberle tomado cariño a aquellas paredes amarillentas, al lóbrego pasillo entarimado que crujía con las pisadas, y a las habitaciones desconchadas y polvorientas, ocupadas por muebles temblequeantes, anaqueles arqueados y archivadores donde anidaban insectos de sospechosa catadura. Lo peor era la estrecha visión del patio que se veía desde su despacho, capaz de bajarle la moral a un muerto, pero Zacarías terminó por acostumbrarse también a eso. En cuanto hablamos un poco, nos entendimos. Yo le amenacé con que si se guardaba algo que no supiera la policía, le quitaría la licencia y se iba a enterar. El me dijo que no me preocupase, que si sabía algo, me lo diría. Cumplió su palabra.

– ¿Qué le dijo?

– Nada, porque nunca se enteró de nada. Anduvo más despistado que un oso polar en la selva, y al final los curas lo dejaron por imposible. No se comió una rosca. Por lo menos en lo que respecta al trabajo, porque en cuestiones de catre se ligó a la Nuria, que como puedes ver no está para hacerle ascos.

– Menudo fracaso… ¿Y qué hace ahora?

– Después de aquel fiasco, se hundió su carrera. Empezó a perder clientes por un tubo, y la leyenda de su descalabro lo dejó en la puta ruina. Tuvo que cerrar la oficina y mandar a Carlota a vivir al asilo. Durante una temporada lo pasó muy mal, hasta que consiguió aprobar una plaza de chupatintas para la administración autonómica castellano – manchega en Toledo, y ahora se ha quedado aquí a vivir con la Nuria, tan ricamente.

Nuria ha decidido ir a buscar el chocolate del Bernardo y Zacarías se ha cabreado un poco. Paga ella las cañas y se marchan del local camino del Miradero, el lugar a la entrada de Toledo desde el que se divisa la planicie del Tajo, que discurre mansamente por ese lado regando las huertas próximas al Palacio de Galiana.

Al salir, Nuria y Zacarías vuelven a saludar al comisario, pero no se acercan a su mesa. La Nuria sabe distinguir muy bien cuándo está en acto de servicio y cuando va de pasota. En esta última situación sigue fiel a su lema de mantenerse, alejada de la madera por una cuestión de principios, por si acaso, y por evitar falsas sospechas de soplona entre los colegas.

– Los tres desgraciados demoraron unos días más en Madrid hasta que Santi mejoró un poco. Para entonces ya habíamos detenido a Luciano. Una detención que me dejó muy mal sabor de boca… Y es que cuando tengas mi edad sabrás que otros hacen las leyes que nosotros tenemos que imponer, pero pocas veces sientes que esas leyes aplastan a pobres desgraciados como Luciano, mientras otros, los canallas honorables, se libran… Aunque seguramente siempre ha sido así, y no vale darle vueltas…

– No se amargue, comisario. Lo detuvo, que es lo importante.

– ¡Bah! Eres un simple… Luciano no era un hombre flojo, pero se puso muy nervioso cuando los guardias fueron a buscarle aquella mañana para traerle a mi presencia. No era tonto, y enseguida supuso que lo sabíamos todo. El pensamiento de lo que les pasaría a su mujer y a su hijo le desazonaba. Lo tuve esperando dos horas de pie en el pasillo para ablandarle un poco antes del interrogatorio. « ¿Por qué lo hiciste. Ya es tarde para lamentaciones», le dije en cuanto lo tuve delante. Fue un interrogatorio muy duro, a cara de perro, sin ninguna concesión por mi parte. A veces creo que me porté como un cabrón. Luciano se desconcertó, se indignó y sufrió mucho pensando en lo que le esperaba a su familia cuando él estuviese en la cárcel. Poco a poco le fui revelando las razones que me llevaron a detenerlo. El típico procedimiento de rutina policial rápida, una vez que se admite la premisa de que un golpe así necesitaba un contacto desde dentro, alguien que guiase a esa tripleta de desgraciados – que no sabían distinguir un cuadro de una silla – hasta lo que era realmente valioso. «Mira esto – le dije -. Es la lista de los cuatro que habéis dejado de trabajar de guardas en el Patrimonio Nacional de Toledo en los últimos cuatro años.» Luciano no se amilanó: « ¿Y qué?» – «Dos están muertos, y el tercero agoniza ciego y paralítico. Vive en el pueblo de Maqueda, con dos hijas y un yerno que es guardia civil. Hemos comprobado todo lo que ha hecho en el último mes. Nada, aparte de pudrirse en su silla de ruedas. Ninguna visita y ningún amigo. Es un cadáver viviente.» Luciano, sudoroso, negaba sonámbulo, moviendo la cabeza con la vista clavada en el suelo, como un toro herido. Entonces pegué un manotazo sobre la mesa que le obligó a reaccionar. «En esos días, cuando se robó en la iglesia, sólo tu vivías en Toledo, y sólo a tí se te vio con gente forastera la noche antes. Llegaron a tu casa en un coche, dos hombres y una mujer. ¿O es que piensas que la gente no es curiosa? Tengo testigos que los vieron entrar y salir de tu casa.»

Había una estupidez patética en el movimiento pendular de cabeza de Luciano, que miraba al suelo y parecía desear tumbarse y descansar en él para siempre. « ¿Pero, por qué nosotros, los del Patrimonio…? Pudieron ser otros…» – Me defraudas, Luciano… ¿quién iba a ayudar en un golpe así?… ¿los carteros?… – «Hay más gente que trabaja en el Patrimonio» – «Todos han sido revisados. Uno por uno, antecedentes, amigos, familias, incluyendo lo que hicieron esos días… al final, sólo quedaste tú.»

A lo largo del interrogatorio resultó claro que el contacto de Luciano para el golpe, y el encargado de pagarle su parte, fue el Maletas. Este le propuso participar haciéndole ver que tenía un buen comprador en Toledo, cierto personaje al que revendía sus adquisiciones. Por eso viajaba a verle algunas veces desde Madrid, cuando tenía algo para él. Eso reafirmó mis sospechas sobre el notario Selices. En cuanto al dinero, el perista le había prometido un millón y medio de pesetas, cifra que a Luciano se le hacia suficiente para arreglar su casucha y tirar una temporada con desahogo. Un pobre infeliz. Cuando terminé con él era un hombre roto. No le daban miedo los golpes, pero le aterraba la cárcel. Sabía lo que le esperaba en ella, mientras la mujer y el niño quedaban desamparados. Maldijo mil veces la hora en que nació. Salió farfullando: «Los pobres… así es la justicia. A los pobres nos pegan y nos encarcelan, los ricos, en cambio, se pagan buenos abogados y a la calle.» Tenía razón.

– ¿Qué fue de Luciano?

– Estuvo en el penal de Ocaña. Le salieron cuatro años y se ahorcó cuando había cumplido la mitad de la pena. Nunca entendí por qué hizo eso, cuando ya había pasado lo peor. Pero no somos máquinas. Llega un momento en que todo se acaba dentro, y ese momento no se puede elegir.

González parece impresionado por el relato de Martín, y un impulso generoso le lleva a convidar.

– Otras copas, comisario. Esta ronda la pago yo.

Martín acepta y saca tabaco. Ha entrado más gente en el bar, y el barullo empieza a alcanzar su apogeo. Matrimonios con caras avinagradas, o simplemente con caras serias; parejas; militares, y grupos de oficinistas que han hecho un alto en el camino de retorno a sus valles hogareños, donde espera la parienta con la cena. Una jornada más; un día más. Crece la algarabía.

– Entre tanto, en Madrid, Alfredo y el Gayo casi se cargan al Calaveras. A ese, por haber matado, le cayeron quince años.

– Menuda verbena.

– La cosa quedó explicada. Figura en la declaración del propio médico que le extrajo la bala a Santi, el cual, por cierto, se salvó del talego porque tenía un abogado cojonudo. Ismael Salguero, para más señas, se llamaba el doctor. Un hombre menudo escurridizo. Especialista en enfermedades de riñón, con una consulta próspera en Francisco Silvela. No se trataba de un ambicioso. Salguero ganaba lo suficiente para vivir bien, y no fue el dinero lo que le hizo curar a Santi. Maletas le chantajeaba desde los tiempos en que era un buen paciente, y pagaba a Salguero bien y sin rechistar, con algunos regalos extras por aquí y por allá. Hasta que un día el perista le llamó para pedirle un favor especial: curar a un joven atracador que había sido herido. Ismael no supo negarse y acudió al escondrijo donde el delincuente estaba en las últimas. Un chaval – me dijo Salguero – que no llegaría a los veinte años, sujetándose las tripas abiertas con las dos manos para que no se le escapasen. El atracador murió y, naturalmente, Salguero no dio parte a la policía. Maletas se encargó de hacer desaparecer el cuerpo, pero a partir de entonces la carrera de Ismael dependió del silencio del perista, que tuvo la inteligencia suficiente para ser discreto y no importunar en demasía al médico. En varios años sólo le pidió un par de abortos y la cura de algunas heridas de gente amiga. Lo más grave había sido lo de Santi.

Una noche, cuando acabó la consulta, Salguero salió a la calle camino de su casa, cuando escuchó como le llamaban por su nombre. Se volvió, y era Alfredo, acompañado de Julián, su fiel neanderthal. Salguero tantea con la mirada la cara desfachatada de Alfredo, que no presagia nada bueno. Me comentó que lo más irritante era la fatua sonrisa de gánster, displicente y amenazadora. Salguero decidió saber a qué atenerse cuanto antes. «¿Quién es usted y qué quiere?» Alfredo, sibilinamente, empieza a hablar al médico sobre el Maletas. Le da a entender que sabe muchas cosas que pueden enviarlo a la cárcel, y aquellas palabras convencieron a Ismael de que el personaje que tenía delante era peligroso y conocía sus chapucerías profesionales para el perista. La cadena de chantaje no se había interrumpido, simplemente había cambiado de mano. Alfredo terminó intimidándole sin ambages. «Empiezas a cansarme, matasanos. Ten mucho cuidado porque si no largas te machaco. ¿Qué servicio le prestaste al Maletas?» Estaban en plena calle y Salguero dudaba si pedir socorro, pero el titubeo le desapareció cuando vio un estilete que Alfredo se sacó del bolsillo de su abrigo como por arte de magia. Ya se había cargado a más de uno con él. Meten en un coche al médico y Salguero no se lo piensa dos veces. Desea acabar cuanto antes aquella escena que se le antoja extraña hasta rayar en la irrealidad, y confiesa lo que hizo. Les guía hasta la casa de Alejandro. Entran, y el Calaveras intenta resistirse, pero Julián, el matón, se despacha a gusto con él. «Tengo prisa – dice Alfredo -. ¿Dónde están el herido y los otros dos que se han escondido aquí?» Alejandro no habla y Julián se ensaña y le atiza a placer, hasta dejarle la cara como una máscara roja. Casi lo mata a hostias. Se cae al suelo y allí le llueven los patadones que le rompen las costillas. Alfredo da muestras de nerviosismo: aquel desgraciado no quiere hablar y matándolo no solucionarán demasiado. De repente, la mujer de Alejandro, harta de ver como golpean a su marido, interrumpe la escena: «Están en Toledo. Han ido a buscar a un notario que se llama Victoriano.» – «Está bien – decide Alfredo -. Por ahora lo dejaremos así. Pero si me has mentido en algo te juro que os mato a los dos.»

La mujer se aparta mientras los tres hombres salen de la habitación hacia la calle. Están a punto de abandonar la casa, cuando la mujer – me lo contó el propio Alfredo, riéndose – les preguntó con miedo: «¿Son ustedes de la policía?»

– Lo tenía claro.

– Bueno, ya sabes que muchas veces se nos va la mano, sobre todo con los más desgraciados. Es lo más fácil.

El bullicio en el bar está en su punto más alto. Se diría que todo el mundo parece feliz y contento. El camarero ha retirado los vasos de los policías, y trae otros con las nuevas consumiciones. Mucho hielo y agua para González, y un par de trozos, con algo de soda, para el comisario.

– ¡Vaya historia! ¿Y mientras tanto que pasaba con los tres manguis?

– A eso voy. Un día antes de que Alfredo llegase a la casa de Alejandro, se habían ido Sandra, Santi y Leo. Llegaron a Toledo en las primeras horas de la madrugada. Sandra iba muy pendiente de su hermano, todavía no recuperado del todo, y al entrar en la ciudad Santi decidió que no irían directamente a casa de Luciano. Fue una corazonada lógica. La policía también trabaja y habían pasado varios días. No estaba de más ser precavido. Santi les ordena – porque en realidad era el cabecilla del grupo – dejar el coche cerca del Miradero, que a esas horas aún tenía bares y discotecas abiertos. Pide a Sandra y Leo que exploren las inmediaciones de la casa de Luciano, mientras él espera en el coche.

A Sandra se le quedaron muy clavadas esas horas. Cuando hablé con ella era como si lo hubiese fotografiado todo. Recordaba las cosas con mucha exactitud, y eso suele pasar en situaciones tope. Rozando los muros de las antiguas y carcomidas casonas de la calle Alfileritos, pudieron aparcar en la plaza de San Vicente, ¿la conoces?, junto a la iglesia románica de ladrillo que aún conserva lápidas romanas empotradas en el ábside. Allí encontraron hueco para dejar el coche. Sandra besó a su hermano al despedirse y éste le dijo: «Si en una hora y media no habéis llegado, me marcho. Si os cogen, tratad de entretener a la pasma todo lo que podáis.» Sandra se revolvió casi ofendida: «¿Crees que te iba a delatar yo?» – «Es una medida de precaución – contestó Santi, que daba muestra de mucho cansancio por el viaje -. Cuídate, tía.»

Sandra y Leo se marchan. Mientras bajan la Cuesta de las Armas a cumplir su misión, Sandra pregunta: « ¿Y si no podemos ir a casa de Luciano, qué hacemos?» A Leo, entonces, se le enciende la bombilla. Conoce a una familia de quincalleros que viven junto al río, bajo la férula de una especie de patriarca a quien llaman «el Rotos.» Leo había hecho buenas migas hace tiempo con uno de sus hijos, que hacía apaños en Leganés. El amigo de Leo, que se llama Bernardo, le había llevado una vez a visitar a la tribu del Rotos, su familia, aunque después no se han vuelto a encontrar. «Lo que sea, lo importante es salir de ésta», le dice Sandra. Cuando llegan a las cercanías de la casa de Luciano, perciben luz sospechosa en otra construcción vecina. La ventana deja filtrar la iluminación a través de una persiana, y a Sandra y Leo les basta una mirada para darse cuenta de que hay vigilancia y la poli está cerca. En realidad tuvieron suerte. Por algún fallo, los policías que acechaban siguiendo mis instrucciones dejaron la luz encendida un momento, y se descubrieron. Con lo sencillo que les resultaba guipar desde dentro a oscuras.

– O sea, que Sandra y Leo se piraron.

– Claro. Cansados y temerosos volvieron a subir la Cuesta de las Armas hasta llegar al sitio donde Santi les esperaba en el coche. Le explican lo que han visto y su plan de esconderse en la tribu del Rotos. Luego tratarían de dar con el notario y llegar a un acuerdo con él, pero lo primero es apalancarse. A Santi no le acaba de gustar la idea, pero no tiene otra mejor. Así es que emprenden el camino a pie, dejando el coche en San Vicente, y por Santo Tomé y el palacio de Fuensalida llegan al paseo de los Precipicios, y desde allí avistan el río. Imagínate, el Tajo de las mil leyendas discurriendo en la oscuridad a sus pies, cerca del abismo de la roca Tarpeya, donde aún quedan restos de las mazmorras medievales desde las que algunos presos eran arrojados al vacío… Pero no dejemos que la imaginación nos desvíe. Te resumo… Inician la bajada al río, llevando en una bolsa, a las espaldas de Leo, las telas y la custodia. La bajada es matadora, y no se rompen la crisma de milagro. Agarrándose a matas y arbustos se dejan resbalar por el empinado terreno que lleva al no, y cuando llegan a la orilla deben hacer un alto para dar un descanso a Santi, que jadea como un fuelle viejo. Deciden esperar hasta que apunte el día… No sé si has visto esa parte del río. Es una ribera de orillas barrosas, salpicada de peñascos grises y puntiagudos, llena de hojarasca pútrida y ramaje caído, donde se mueven a sus anchas los sapos, las ratas y las culebras de agua.

Cuando amanece, Santi sigue mostrándose desconfiado con la decisión de ponerse en las manos del Rotos, pero no hay nada mejor, y los tres lo saben. Ni siquiera están seguros de poder subir la barranca por la que han descendido, que desde abajo – fíjate si algún día lo miras – parece el muro de una fortaleza ciclópea. Así es que deciden avanzar por el fango de la orilla en busca de cobijo y ayuda.

– Es lo malo de los ríos. Desde arriba parecen bonitos, y por abajo son cloacas.

– Como la vida misma, González – apunta el comisario -. Un río es como la vida. Lo han dicho hasta los poetas, que son los últimos en enterarse de las cosas. Aunque hay algunos, como el que te he dicho antes, que se adelantan.

– El moro ese, Jayán… – dice el inspector, ya un poco achispado.

– Era persa. Yo lo releo mucho. Pero no te lo recomiendo antes de los cuarenta. No es conveniente adelantar la llegada de la bilis. Debemos dar su tiempo al hígado.

– No le comprendo bien, comisario, pero cuando le da por hablar habla usted como dios – pelotillea sin pudor González.

– Bueno, pues continúo, hijo. La familia del Rotos vivía en ese andurrial, a sus aires y sin demasiadas angustias. Un poco de chatarra por aquí, pesca de lucio y barbo a contracorriente, mimbrería, arreglo de paraguas, y venta de cierta hierba procedente de los morabitos del norte de África que cruza La Mancha camino de la gris, húmeda y resignada Europa. Como remate de estos afanes, el Rotos y su gente – en total unos doce, contando tres hijas y los churumbeles – recorrían las orillas del río tras las crecidas recogiendo arena en unas artesas. Se le echa un poco de agua, se agita la mezcla, y luego se vierte el líquido, que arrastra la arena, y aparecen en el fondo de las artesas los objetos pesados que oculta el río. Con suerte, a veces cae una sortija, un mechero, y cosas así.

La tribu del Rotos se desperezaba cuando apareció el trío. «Buenos días, Rotos, soy Leo, el amigo de tu hijo Bernardo.» El Rotos se acordaba de Leo. Tras meditarlo unos instantes, la hospitalidad pudo más que la desconfianza, y decidió acogerlos. Leo y Bernardo se saludaron, y la familia del río aumentó.

– ¿Cómo era el Rotos? Debía de ser un personaje.

– Lo era. Grueso, de piernas cortas y mirar astuto. Siempre, en invierno y en verano, llevaba pelliza, seguramente por el relente del río, y sus gestos eran sosegados y provistos de autoridad. Hablaba pausado, sin levantar nunca la voz. Ahora creo que está con los suyos por Extremadura, menos el Bernardo que brujulea por aquí. El Rotos era un tipo de «a buti», como se dice ahora, y Santi confió en seguida en él y le explicó lo que se traían entre manos. Le ofreció, además, mucho dinero por la ayuda en cuanto consiguieran vender los cuadros. «Te echaremos una mano en lo que precises – decidió el Rotos -, pero con ese don Victoriano tendrás que ir con cuidado. Es persona de calidad, bien relacionado con la pasma y los del tricornio.» Así queda la cosa, y un par de días después, a la caída de la tarde, Bernardo se marchó a la ciudad para divertirse un poco y mercar el costo que le permitiesen las circunstancias. Desde uno de los bancos de piedra de Zocodover, con el fondo musical del enloquecido piar de los pájaros que se despiden del día en la plaza, Bernardo avista a Nuria, que se le acerca. Charlotean, uno vende y la otra compra. Se toman juntos unos cubatas, y luego la moza se lo lleva al catre. Los dos se conocen de tiempo atrás, y entre ellos la relación – siempre momentánea – ha sido más que amistosa varias veces. Se enrollan y Bernardo, muy fumado, insinúa algunas cosas que Nuria capta al vuelo. Cuando se despiden – después de una noche tempestuosa entre las sábanas -, la periodista está casi cierta de que los ladrones están en Toledo. Decide bajar al río con cualquier pretexto, y husmear en el campamento del Rotos, pero no tuvo ocasión.

Martín hace una pausa para dejar correr un trago de su bebida por el gaznate. Mucha gente ha dejado ya el bar camino de la cena, sobre todo matrimonios, jubilados y empleados de madrugón fijo. En la televisión hay un programa de entrevistas. Una presentadora pregunta a un político. Éste afirma que las cosas parece que van mal, aunque en el fondo van bien. Luego pregunta a otro, que afirma que las cosas parece que van bien, aunque en el fondo vayan mal. El encargado de la barra discute de fútbol con un parroquiano. La discusión se interrumpe porque en la pantalla aparece un grupo rockero que canta en play – back, contorsionándose mucho. El encargado y el parroquiano, tras observar unos momentos la dislexia musical, reanudan la discusión.

– Entre tanto, la situación todavía se enreda más. Alfredo, Gayo y Julián aparecen en Toledo dispuestos a llevarse por delante lo que haga falta con tal de quedarse con el robo. Tenían a alguien que les debía un favor. Un gitano de nombre Jacinto que vendía cerámica por la ciudad y los pueblos próximos en una furgoneta. Solía ponerse en la bajada de convento de las Carmelitas Descalzas, ese que hay junto a la Puerta del Cambrón. Jacinto había olfateado por aquí y por allá, y repartido algunos billetes, hasta que averiguó lo suficiente para poner a la banda de Alfredo en la pista del Rotos. A todo esto, Santi había empeorado y deliraba mucho, y la periodista, en lugar de bajar al río, decidió confirmar la noticia informando de lo que sabía a nuestro amigo Magro. La tajada era demasiado gorda para Nuria sola. Ella misma me dijo que le daban un poco de pena los manguis, pero que estaba en la penuria y necesitaba una buena noticia para el periódico. No hubiera perdonado ni a su padre. Cuando Magro me informó de lo que le había dicho Nuria, yo llevaba ya algunos días vigilando al notario, el ciudadano libre de toda sospecha. Sandra y Leo fueron a por él, que es lo que estábamos esperando, y lo abordaron en el portal de su casa. El gran tragasantos de Selices, con más conchas que una tortuga gigante, no se inmutó cuando los otros le plantearon crudamente el asunto. «O compras o te rajamos.» Victoriano, para ganar tiempo, les dice que sí, que está dispuesto a darles cincuenta kilos por la mercancía, pero que necesita tres días para reunir el dinero. Suponía, con razón, que nosotros ya estábamos encima, tan encima que nos bastó seguir a Sandra y Leo para cerrar el cerco. Decidí proceder a las detenciones esa misma noche. Ya estaba harto de aquel asunto. Todos creíamos que sería una detención rutinaria, por sorpresa, pero no podíamos imaginar que la banda de Alfredo había decidido atacar también esa noche. Sandra me contó que ese día – antes de que nosotros apareciésemos – tuvo una especie de premonición. Santi estaba cada vez peor, y ella sintió que todo se había perdido. Leo también estaba muy nervioso. «No me gusta nada lo que está pasando – le dijo a la chica -. Nos vamos a tragar el marrón con el Victoriano ese… Hay que darse el piro.» Pero Sandra se opuso. Había decidido no mover más a su hermano hasta verlo recuperado. Quería traer un médico, aunque todo lo demás se fuese al carajo. «Nos quedamos aquí hasta que esté curado. Santi necesita que le vea un médico cuanto antes.» – «Debemos rajar. Estamos hasta las cejas y con la mercancía en las manos» – insistió Leo. – «Pues tira la mercancía al río y en paz. La vida de mi hermano vale más que toda esa mierda» – le gritó Sandra. – «Despacio, nena.» – «No me llames nena, gilipollas.» – «Si no estuviera tu hermano delante, merecerías un hostión.» – «Atrévete. No tienen cojones.» Bruscamente, la discusión se calentó, y las frustraciones acumuladas hicieron el resto. En esos últimos días, obligados a vivir juntos, Leo había deseado tanto a Sandra que ya no aguantaba más. En cuanto a ella, su confianza inicial en conseguir el dinero había dado paso a un sentimiento fatalista de incapacidad para lograrlo. Todo parecía estar gafado. Primero los tiros con la Guardia Civil y la herida de su hermano, luego el Maletas, y ahora ese cabrón del Victoriano que les está dando largas, que quizás les ha denunciado ya. Y por si fuera poco se había metido en la ratonera. Su hermano no acababa de sanar, y ella no tenía más esperanza que poder seguir a su lado, cuidándole y contemplándole vivo. Saludable o enfermo, pero vivo. «Ya empezáis otra vez – reprochó Santi a su hermana -. Como si no tuviésemos cosas más importantes que hacer. No hace falta tirar lo robado al río, basta con que lo ocultemos por aquí cerca. Si tenemos que salir de naja, el Rotos puede custodiarlo hasta que volvamos a por ello.»

Leo lanzaba miradas encendidas a Sandra. Era un ruego desesperado y subconsciente. La estaba pidiendo que se fuera con él, sólo con él, lejos de todo aquello, a un lugar remoto con el botín que aún les quedaba. Sandra le sostuvo con altivez la mirada. Un desafío contra una súplica. «Vale ya. Nos vamos a dormir» – ordenó Santi febril, impaciente por calentarse en el jergón, sudando bien envuelto en mantas, como su hermana sabía envolverle desde pequeño. «Dormiré junto a tí. Por si te despiertas por la noche y necesitas algo», dijo Sandra. «Ni hablar. Duerme con la hija del Rotos, como te han dicho – la amonestó Santi -. Sólo necesito un buen trago de coñac para caer como un leño. Mañana estaré mucho mejor.»

Sandra le dio lo que quería y dejó a su hermano dormitando. En un chamizo contiguo que hacía las veces de comedor quedaron solos Leo y la muchacha. Sandra se disponía a dormir cuando el otro la cortó el paso. «Me tienes loco, tía. ¿Por qué no nos vamos donde tu quieras. Tu hermano estará aquí bien cuidado.» – «Ni lo sueñes, aparta», le dijo ella. «Pruébame aquí mismo. Estamos solos ahora», se emperró Leo. «Pareces drogado. Alucinas.»

Desesperado, Leo intentó violarla. La agarró, frenético, y la otra se defendió. Sandra cayó y rodó por el suelo con Leo encima. Aunque ella no gritó, el fragor de la pelea rué bastante para alertar a los de la familia del Rotos, que atónitos y medio adormilados, a la luz de velas y quinqués, contemplaron la causa del estrépito. Jadeante y con los ojos desarbolados se abrió paso Santi, que asestó a Leo una patada en la espalda, suficiente para hacerle soltar a Sandra. Una segunda patada, esta vez en la frente, dejó malherido a Leo, que intentó incorporarse y excusarse con Santi. Pero éste no le dio tiempo. Con un taburete le aplastó los sesos.

– Y entre tanto, Alfredo y su banda…

– Estaban escondidos entre unos matojos, a menos de cincuenta metros de la casa, extrañados al contemplar lo que tenía todos los visos de ser el ocultamiento de un cadáver. Porque el Rotos decidió que «a lo hecho, pecho», mandó a la tribu a la cama y ordenó tirar el cuerpo de Leo al río, con una buena piedra atada a la cintura para que tardasen en encontrarlo. Al ver sacar al muerto, Alfredo decidió dejar que tirasen el cadáver y caer después sobre aquella extraña trupe o familia de rayados. «Están ahí y les haremos cantar. Nada de tiros si es posible evitarlos», dijo a Gayo y al neanderthal.

Nosotros estábamos tan cerca que casi podíamos oír respirar al trío, y por supuesto también vimos como sacaron un cuerpo entre Sandra y el Rotos y lo tiraron a la corriente. Alfredo y sus dos compinches recorrieron pistola en mano y al trote la distancia que les separaba del campamento del Rotos, cuando les dimos el alto. Gayo fue listo. «Se ha jodido todo. No resistáis», dijo, y Alfredo le hizo caso. Los dos se entregaron, pero Julián disparó contra nosotros. Uno de los agentes de la policía nacional lo barrió con el subfusil, y a partir de ahí fue la de dios es cristo. Todo se embarulló y hubo un gran desconcierto. Algunos de los guardias, que tenían flojo el gatillo, empezaron a disparar a lo loco porque a Sandra le dio por hacer uso de su pistola. El tiroteo se generalizó. «Lo mejor será que os vayáis por ahí – dijo el Rotos a los dos hermanos, señalando un sendero que iba hacia el Puente de San Martín. – Una vez en la Vega es más fácil escapar. Yo debo quedarme con mi gente.» Iniciaron la huida, cuando Santi se acordó de que habían olvidado los cuadros en la choza del Rotos. «Echa tu a correr, yo te alcanzo – le dice a su hermana -. No podemos irnos con las manos vacías.» – «Déjalo. No hay tiempo.» – «No. ¡Vete rápido!» Ella duda un instante y Santi se encoleriza y la grita: « ¡Obedece y haz lo que te digo!»

Sandra emprende la fuga por la ribera, sintiendo que los perseguidores avanzan hacia ella. Se detiene y espera anhelante ver llegar a su hermano, pero su hermano no viene. El deseo de no separarse de él es más fuerte que el instinto de conservación, y una flojera indiferente y fatal le impide seguir adelante. Por fin, se dispone a dar media vuelta por si puede ayudar a Santi, cuando suena una detonación, y luego otra, y luego un grito de su hermano, el grito de los que mueren. Al grito sigue un silencio brusco, que pone un paréntesis en la noche, y se oye la voz de bronce del Rotos suplicando que no se dispare más, que hay mujeres y niños, que se rinden todos. Yo también grité con todas mis fuerzas: «No disparéis más.» Después zumbaron algunas balas y volvió a hacerse el silencio, el suficiente para escuchar chillidos desgarradores de Sandra, que vagaba por la orilla del río enloquecida, llorando la muerte de su hermano… La encontramos al poco rato, con la mirada extraviada, Pasando de los alaridos dementes al llanto enternecedor, pidiendo que lo matasen como a Santi.

– ¿Qué ha sido de ella?

– Estuvo en Yeserías una temporada. Parecía ir normal, y de pronto cayó en una profunda depresión. Se tiraba al suelo gimiendo, y acurrucada como una niña no quería comer ni hablar con nadie. Tuvieron que internarla en un manicomio. El amor, el amor que mata y vuelve loco, es siempre de las mujeres. Pero eso, para mí, no fue lo más triste.

González no acaba de entender adonde quiere ir a parar el comisario. Hay una historia zanjada, unos personajes golpeados por la vida como tantos otros, la ruleta rusa de la desdicha, algo que un policía termina aceptando como una calamidad inevitable, en la que no hay que pensar mucho si se quiere llegar a la jubilación, el último asalto, sin tirar la toalla.

– Uno de los niños de la tribu del Rotos murió en el tiroteo. Le alcanzó una bala perdida. Tenía tres años y su cuerpecillo, tronchado como un pájaro por la escopeta, no apareció hasta el día siguiente entre unos juncos. Pensábamos que se había perdido asustado. Cuando lo encontramos, la madre me escupió.

González apura el resto de copa que le queda. De repente, los dos hombres se quedan muy serios, sin saber qué decir, y Martín, que hasta ahora nunca ha contado la historia completa, siente que su rostro palidece.

– Pero usted, comisario, no lo mató… – susurra el inspector.

– Eso nunca lo sabré, González. Yo también disparé. La bala perdida pudo ser la mía. Por fortuna no la encontraron nunca. Debió de perderse en el río, como el alma de Sandra.