LOS SENTIDOS DEL AGUA
Todo puede empezar la tarde de otoño en que Spencer Roselló salió apresuradamente del edificio de la Unesco en París, puso su mano huesuda y liviana sobre el hombro de la mujer que lo esperaba en el hall de entrada y dijo:
– Vamos, Joya. Acabo de dejar al delegado de Camerún atado en el baño de mujeres de la novena planta. Hay que correr.
– ¿Atado? – dijo ella alarmada, ya trotando a su lado y sin poder evitar una sonrisa.
– Nos tenemos que ir.
– ¿A dónde?
Spencer no contestó. La tomó del brazo y así doblaron la esquina. Ella se volvió y alcanzó a ver á un par de furibundos africanos con las coloridas túnicas alzadas a media pierna que miraban en todas direcciones.
– ¿Qué pasó? – insistió.
– No me renuevan el contrato.
– Te lo dije – no había reproche en la voz de la Joya -. No iban a soportar lo que les hiciste con la Asociación.
– Eso es lo de menos, creo.
La Asociación Internacional de Traductores Simultáneos era el último invento sindical de Spencer Roselló, «el traductor más rápido del oeste», como solía autotitularse con mal disimulado orgullo. Nunca se supo de qué oeste se trataba pero era sin duda un rótulo contundente, como todo lo que Spencer encaraba. Dos meses atrás, la última Asamblea General de la Unesco había tambaleado cuando un planteo gremial de la AITS amenazó con auriculares mudos y traducciones lentas y diferidas. Hubo reproches en varios idiomas y un acuerdo.
– ¿Cobraste?
– Volveré mañana.
Pero sabía que nunca más. Una legión de damnificados provenientes de todo el Tercer Mundo lo había acosado durante el día entero para cobrar deudas contraídas al pie de furtivas mesas de póquer.
A los cuarenta años, la vocación política y sindical de Spencer Roselló solía perder en su combate moral contra el juego. Todo el dinero que llevaba encima, los dos mil francos que le había arrebatado a Pierre Mboto cuando apostaban sobre el color de las bragas de la secretaria del delegado de Canadá, asomados al ventanuco de los servicios en el noveno piso, apenas alcanzaban para los billetes que los llevarían, una vez más, rápido y lejos a cualquier parte.
– ¿Te gusta Barcelona? – dijo él.
– Me gustará – afirmó la Joya, y ya renqueaba.
Antes de fisurarse la cadera al rodar con ritmo de guaracha escaleras abajo del Sacre Coeur durante un festival de apoyo al Frente Sandinista y Nicaragua Revolucionaria, la Joya – Gloria Zalazar, veinticinco años en Buenos Aires y seis en Europa – se ganaba la vida bailando heterogéneas y vistosas danzas latinoamericanas con un bailarín llamado enigmáticamente El Ultimo. Cuando se repuso de los dos meses de yeso e inmovilidad, descubrió que Spencer había hecho desaparecer los ahorros en un tugurio marroquí donde se apostaban fortunas sobre las posibles decisiones de una abeja entre diez flores de violento colorido. Durante tres noches, el traductor más rápido del oeste no consiguió hacer coincidir jamás sus gustos con los del versátil insecto.
Pero la Joya no se desanimó. Si había acompañado a Spencer al apresurado exilio cruzando a pie la frontera de Brasil una década atrás, bien podía empezar otra vez en París y sin bailar. Así fue que mientras él trabajaba en la Unesco, la Joya golpeaba la Olivetti durante ocho horas diarias en las honestas oficinas de Veterinarios por la Paz, Ayúdenos a Ayudar o algo similar: una de esas asociaciones que le pagaba poco por redactar y enviar circulares a franceses con problemas de conciencia pero siempre dispuestos a salvar almas, cebúes o indios en el Tercer Mundo.
– Vamos – dijo Spencer como siempre.
– Vamos – dijo ella. Y siempre lo seguía.
Y allá fueron. Esa misma noche, a las tres y media de la madrugada, cruzaron los Pirineos en un bus portugués.
El penúltimo sábado de noviembre, Rafael García Fuentes volvía de su visita semanal al fondo de las ramblas donde desahogaba tensiones entre los muslos y los gemidos circenses de la expeditiva Sabara, una apretada morena que desde hacía seis meses decía esperar algo más que un polvito rápido de ese gallego calvo y siempre apurado que, después de los fragores, solía hablar largamente de Ramón, su socio o su hermano según los días, algo que Sabara no llegaba a entender.
Rafael García Fuentes y Ramón García Fariña eran hijos de Manuel García García y de madres sucesivas y fugaces. Buscando hembra más duradera, Manuel García García emigró con sus niños de La Coruña a Barcelona y montó en un sótano de Córcega y Gaudí la ruidosa imprenta que años después sus hijos compartirían y verían crecer con parsimonia o estupidez. De hacer tarjetas de comunión, sepelio o casamiento, pasaron a los folletos parroquiales y de allí, casi insensiblemente, a la llamada literatura. Empezaron por el Oeste, con las colecciones Saloon y Comanche, y luego se zambulleron en las proezas bélicas de la serie Bazooka. Alimentadas por un equipo de redactores nativos de seudónimos cambiantes – Burt Sherman, Cassidy Ray, William Sock -, a principios de los setenta las tres series de Editorial Gracias daban de comer, de vestir y de holgar con comodidad a los hermanastros y a sus allegados. Luego vendía Vietman, el gran negocio inesperado, muy bueno mientras duró.
Acaso en eso pensaba Rafael García Fuentes ese penúltimo sábado de noviembre cuando se detuvo en la esquina de las ramblas y Boquería. Frente a la diezmada audiencia del grupo incaico y junto a uno de los puestos de venta de pájaros, un puñado de turistas acosaba a una pareja que, sentada ante dos mesas plegadizas, atendía a todos y a cada uno con veloz cortesía. El hombre escuchaba atento a un nórdico y traducía del sueco, del danés, de cualquier lengua rubia en voz alta, mientras a su lado la mujer tecleaba al dictado. Así estuvieron algunos minutos. Finalmente el rubio sonrió, recogió la traducción, y luego de pagar las apropiadas coronas o dólares, partió. Al momento se sentó una mujer negra de mota apretada y gris que echó una parrafada en francés mientras extendía un documento que extrajo de su pasaporte. El hombre se volvió a su compañera:
– Un documento consular, Joya.
– Bien, Spencer.
En pocos minutos, el traductor liquidó el texto. La mujer dejó las pesetas y se fue agradecida. Cuando le llegó el turno a un japonés y la transacción se produjo con idéntica fluidez, Rafael García Fuentes decidió que había hallado a la gente que necesitaba sin saberlo: Spencer y Joya: Traducciones al paso. Versiones inmediatas, orales y escritas, del inglés, francés, italiano, alemán, ruso, japonés y viceversa, ponía el cartel.
– Sí… – dijo Spencer Roselló.
– Ustedes son rápidos.
– Somos los más rápidos.
– ¿Es de la policía? – murmuró la Joya.
Roselló la acalló con un gesto mínimo.
– Pero usted es español… ¿Qué necesita?
– Inglés, pero viceversa -. Y Rafael señaló el cartel, abajo.
La primera quincena había sido dura para el más rápido y su mujer. Recién llegados de París, les costó hacer pie hasta que la Joya decidió buscar a su prima:
– Voy a llamarla a Alicia – dijo.
– No te metas con el Topo. Quien sabe en qué anda ahora… – Trabaja, seguro. Y no le digas el Topo. – Cada vez que recuerdo lo de París…
Spencer Roselló recordaba con terror el episodio de años atrás. Recién liberada de las cárceles argentinas luego de seis años de condena por pertenecer al Ejército Revolucionario del Pueblo, ciega por el efecto de las torturas, Alicia había denunciado en conferencia de prensa la situación de los presos políticos. Inmediatamente, los servicios de inteligencia de la dictadura se movilizaron y por milagro no la sorprendieron en su aguantadero parisino. Media hora antes había partido hacia España bajo nombre supuesto. En represalia, los matones se ensañaron con la casa, destrozaron los muebles y robaron lo que quedaba. Era la buhardilla de Spencer y la Joya.
– Todo por esta imbécil – dijo Spencer ante los escombros.
– No digas eso. Está ciega, Spencer.
– Como un topo. No ve nada. En ningún sentido ve nada…
Y ellos tampoco la habían vuelto a ver.
Pero a pesar de las reservas rencorosas de Spencer, en Barcelona el Topo se mostró dispuesto y ayudador. En primer lugar, los vinculó con la fauna de las ramblas; allí había instalado un envidiable puesto de venta con varias decenas de coloridos y ruidosos pajarracos tropicales, fruto de sutil contrabandeo sudamericano. Más de una década después de la muerte del Che, algunos compañeros utilizaban las mismas vías clandestinas por las que antes había transitado la Revolución para traficar animales de plumas vistosas.
– Me parece estar siempre metida en medio de una película de Tarzán – decía el Topo sentada entre la algarabía.
Precisamente allí, junto a sus jaulas olorosas y abarrotadas, habían montado Spencer y Joya su negocio. Y es probable que fuera ella misma quien alentó la idea. Sin embargo, no dejaba de albergar oscuras reservas sobre Spencer.
Esa noche, sentada a la mesa del Café de la Opera donde se reunían después de cada jornada, recelaba:
– ¿Dónde se metió Spencer?
– Fue a hablar con el gallego. Un negocio grande – dijo la Joya.
El Topo bebía sorbitos de cointreau; la Joya masticaba un bocadillo de salchichón y bebía una caña.
– ¿Qué hora es? – insistió la pajarera luego de un silencio.
– Las ocho y media.
– Ha perdido todo y no se atreve a volver.
– El dinero lo tengo yo – mintió la Joya para tranquilizarla.
– Vendí el papagayo chico – dijo el Topo al rato.
– Qué bien. Y ahí viene Spencer.
El traductor más rápido del oeste caminaba triunfal entre las mesas. Llegó y puso ambas manos en las cabezas de las mujeres.
– Se acabó la miseria – dijo.
– ¿Cuántas páginas?
– Cinco mil.
Y las besó. A las dos.
El lunes siguiente, a las nueve de la mañana, Spencer y la Joya hacían puntual antesala en las duras butacas del recibidor de Editorial Gracias. De repente se abrió la puerta lateral y apareció Rafael García Fuentes. Saludo rápido e hizo un gesto para que sus visitantes lo siguieran. Pasaron a un despacho sucio con las paredes cubiertas de estanterías.
– Tal como le expliqué al señor Roselló, hay prisa – dijo apenas se sentaron -. La primera docena de títulos tiene que estar lista antes de las fiestas de fin de año… Ese es el compromiso que hemos firmado con Mr. Hood. Los he visto trabajar en las ramblas y sé que pueden hacerlo.
– Lo haremos – dijo Spencer.
– ¿Quién es Mr. Hood? ¿Cuáles son los libros? – dijo la Joya.
– Mr. Hood ha venido a comprarnos la serie Vietman.
– ¿Vietnam?
– No. Vietman, señora… Y quieren el texto original.
– ¿Y dónde está? – insistió la Joya.
– Hay que reconstruirlo.
– No entiendo – se obstinó ella.
Rafael García Fuentes miró su reloj, encendió un cigarrillo y desarrolló en pocos minutos lo que estaba dispuesto a compartir de la historia.
Dos semanas atrás, un formalísimo Mr. Hood había llegado desde Los Ángeles enviado por la Warrior's, una de las casas editoriales más fuertes en literatura bélica de California, para adquirir los derechos de publicación de todas las novelas del personaje Vietman, una especie de superhéroe tan ambiguo en lo ideológico como concreto en las ventas que había dado fama y fortuna a la Editorial Gracias en los movidos años de la transición democrática.
Las hazañas de Vietman habían sido escritas por un antiguo boina ver de norteamericano que, retirado en una casona a kilómetros de Sitges, gozaba del mar, de tiempo libre y de suficientes experiencias novelescas como para escribir unas respetables memorias bélicas. Mezclando la documentación y los personajes históricos con nerviosas dosis de fantasía, el autor había inventado un tipo original. El violento protagonista, investido de Vietman – justiciero político que no había vacilado en trastrocar un nombre tabú para convertirlo en emblema – narraba sus hazañas de temprano Rambo filtrado por el psicoanálisis y el clima político de los años de Ford y Carter en la Casa Blanca.
Los primeros manuscritos de la saga habían llegado casi de contrabando; alguien los tradujo por curiosidad y gustaron. El autor sólo una vez apareció por la editorial. Se hacía llamar comandante Frank y todavía resonaba en los pasillos el golpe de sus borceguíes, se recordaban sus gafas negras.
La serie fue un éxito. Durante más de un año fueron creciendo las ventas quincena a quincena en España y Latinoamérica, hasta que las entregas se interrumpieron en el volumen treinta y seis.
– Sigo sin entender – dijo la Joya cautelosamente -. ¿Por qué no han recurrido al autor?
– Es inhallable. Luego de la última entrega lo perdimos de vista. Lo rastreamos un tiempo y luego lo dimos por desaparecido… en acción.
Rafael García Fuentes subrayó su primer rasgo de humor negro con una exposición fuera de programa de su amarillenta dentadura.
– Podríamos fotocopiarlos y trabajar en casa – dijo Spencer.
– Preferiría que no lo hicieran.
Una extraña versión de Bartleby se recortaba ahora en el marco de a puerta: era el mismo gallego pero algo más viejo y sombrío.
– El es Ramón – dijo Rafael García Fuentes.
– Trabajarán aquí, nada saldrá de aquí… – dijo Ramón y puso el ejemplar numero uno sobre la mesa.
Por un momento todos miraron el librito. Era un ejemplar bastante ajado. El violento dibujo de tapa chillaba de colores: un innegable veterano regresaba a la casa familiar – heridas de guerra, equipaje -, la hierba había invadido el porche de madera y los vidrios estaban rotos. Arriba, grande, decía VIETMAN; abajo, Nada de víboras. El autor firmaba con trazo seguro, como al pie de un documento militar: Francis Kophram Co.
– ¿Un seudónimo? – dijo Spencer tocando apenas el libro como para comprobar si estaba caliente.
– Probablemente – dijo Rafael García y levantó los hombros -. Pero no perdamos más tiempo. La señorita Flora les indicará su lugar.
Spencer y Joya asintieron y partieron guiados por la pequeña secretaria, una rápida viejita de cabellos rubios y grises que apareció silenciosa y apenas dijo buenos días.
Diez minutos después estaban con el barro en la rodilla, mosquitos y todo tipo de alimañas hostigándoles la espalda y un miedo atroz de que la cobertura de los helicópteros no hubiera alcanzado para quemar el sucio culo de los sucios amarillos con el rubio napalm.
Spencer y Joya desaparecieron repentinamente de las ramblas. El Topo se quedó más sola en su selva particular y dijo a quienes preguntaban que sus amigos volverían el sábado. Pero sólo hasta ahí. La aceitada costumbre de la desinformación que la había acompañado durante años de militancia aconsejaba no explicar nada más. Tampoco sabía.
Todavía sorprendidos de su extraña tarea, Spencer y la Joya se enfrascaban cada día en la paradójica tarea de convertir la sólida y cambiante prosa castellana del ex boina verde en su hipotético original.
– No se nota el inglés de abajo – dijo Spencer el viernes, casi al final de Los boludos y los muertos y cuando llevaban cinco días sin levantar el culo de las sillas respectivas -. El que tradujo esto al castellano sabe mucho. No se notan las costuras de la otra lengua. Me gustaría, alguna vez, ver cómo es el original para confrontar…
– Va a ser difícil – dijo la señorita Flora sin desviar la mirada de sus papeles, en el escritorio contiguo -. No los tuvieron nunca.
– ¿Cómo es eso? – se sorprendió Spencer.
– Tal vez el primero habrá llegado en inglés… – precisó la mujer mirando por encima de los anteojos -. Pero no creo que hayan visto muchos más. Los traía Betty, la traductora del comandante Frank.
– Ya traducidos.
Flora asintió. Pero su interés iba a otra parte:
– Cuando llegó ese tipo de California y ofreció los treinta mil no se animaron a decir que ni tenían idea de los originales en inglés. Sólo pensaron en el negocio; es una vergüenza lo que están haciendo.
– Quién sabe qué contrato firmó el autor. Tal vez cedió derechos – Saltó la risa de la vieja. Era un sollozo opaco, con agudos sorpresivos.
– Eso habría que preguntárselo a Ríos… – dijo y siguió riendo.
– ¿Quién es Ríos?
– Shhhht… Más bajo. Ese es innombrable aquí. Era uno de ustedes.
– ¿Cómo?
– Un argentino ladrón.
– Soy uruguayo – dijo Spencer Roselló y puso agua de por medio.
– Ríos coordinaba la serie Vietman, facturaba los derechos de autor… Un argentino ladrón – insistió Flora.
– ¿Qué carajo les pasa con los argentinos a estos mierdas? – se cruzó la Joya dispuesta a traducirlo a cualquier lengua.
La vieja no se turbó. Recogió el pulgar y extendió los dedos restantes como una cresta de gallo ante los veloces traductores:
– Cuatro millones de pesetas se llevó – y la cresta del gallo se invirtió, se apoyó en el escritorio, caminó con los dedos, con pasitos rápidos. – Cuatro millones de pesetas en el setenta y nueve. Mucha pasta.
– ¿Dónde está Ríos?
– Lejos.
Por el gesto, podía ser del otro lado de la ciudad o del Atlántico.
Precisamente en ese momento, como la fotocopia imperfecta y deformada de su medio hermano, apareció Ramón:
– ¿Qué es tanto jaleo, Flora?
– Cuestiones de trabajo – dijo ella y agachó la cabeza mascullando.
– ¿Qué dices?
– ¿He dicho algo?
– Mejor no digas nada… Recoge tus cosas y ve a mi despacho.
El gallego se acercó a la mesa de los traductores y señaló el preciso lugar donde había quedado congelado el texto a traducir.
– ¿Piensan cumplir el contrato?
– Cumpliremos – dijo Spencer.
– No lo veo: sólo Nada de víboras, Dos tristes trópicos y Los boludos y los muertos, hasta ahora…
– Apostamos algo, si quiere… – se jugó el más rápido.
– ¿Apostar… qué?
Spencer se encogió de hombros, sonrió, buscó en algún bolsillo real o imaginario del alma y finalmente se puso la mano en el pecho.
– Es poco – dijo el gallego y salió.
Esa misma tarde, poco antes de la salida, Spencer aprovechó un descuido para fotocopiar la lista de títulos de la colección y cargarse media docena de libros en el bolsillo de la chaqueta. Cuando estuvieron en la calle la Joya le notó un aire entre furtivo y triunfal.
– No sé qué vas a hacer. Pero lo que sea, con cuidado… – dijo resignada.
– Acá hay algo grande, Joya.
La oportunidad pasaba por su lado pero no sabía qué era, como si un transatlántico a oscuras se deslizara silencioso en la noche frente a la isla de los náufragos dormidos una vez más.
Horas después, insomne, Spencer se levantó en calzoncillos y a la luz de la lámpara de la cocina releyó los textos, anotó sus intuiciones, y sacó conclusiones a partir de los libros robados. Cuando finalmente se durmió, de madrugada, soñó que encontraba al Comandante.
Comenzaron ese mismo fin de semana con un sondeo por Sitges y los alrededores. Todos los medios demostraron una minuciosa ineficacia: no sólo el vacío sino el olvido. Ni Frank ni su recuerdo. Regresaron con arena en los zapatos, sal en el pelo y frío en los huesos.
El lunes, Spencer fue muy temprano a trabajar. Repuso los libros y descubrió el escritorio de Flora vacío y demasiado limpio. Dos semanas compulsivas de vacaciones la habían sacado de circulación.
– Habrá ido a hacerse un aborto a Londres… – ironizaron.
Spencer sonrió, un cómplice más, y aprovechó para iniciar una pesquisa tan ineficaz como peligrosa ante el ojo avizor de esos hijos de La Coruña. Sin embargo, consiguió averiguar que no quedaba constancia de contrato alguno con el Comandante Frank y que sí había – o había habido – un teléfono para comunicarse con Betty, la habitual mediadora. Se lo dio Maite, la vieja telefonista, que dijo conocerlo sólo ella. El más rápido se dio por satisfecho y sólo pidió discreción.
Esa misma noche disco buscando un fantasma al azar.
– Diga – dijo una voz de mujer del otro lado.
– Buenas noches… Betty, por favor.
– Sí… – la voz vaciló -. Soy yo.
– Suerte que la encuentro. Busco al Comandante.
– No sé quién es… ¿Qué quiere?
– Hay dinero de Vietman otra vez. Mucho dinero.
– No sé qué quiere decir.
– Sí que sabe… – Spencer sintió que tocaba terreno firme -. Mañana, a las siete de la tarde, la espero en el Zurich de Plaza Cataluña.
– Está equivocado – dijo ella y colgó.
Spencer echó una maldición y volvió a discar. No hubo forma. El teléfono siguió dando señal de ocupado durante toda la noche.
Volvieron a intentarlo a mediodía, desde un bar cercano a de la editorial y sin resultado. Cuando regresaban, Flora salió casi furtiva de un portal y los encaró en voz baja y cómplice:
– Maite me acaba de contar que ustedes le pidieron el teléfono de Betty… Me parece muy bien. ¿La han visto ya?
– Nada serio… – dijo la Joya riendo -. Spencer quedó en encontrarse con ella a las siete de la tarde en el Zurich, pero no es…
– ¿Y usted qué piensa hacer? – se cruzó Spencer con rudeza, sacando a la Joya de en medio y del diálogo.
– Les arruinaré el negocio… – dijo simplemente la vieja.
Spencer se había vestido con unos pesados borceguíes acordonados encima de los jeans, cazadora verde oliva y mochila con tela de camuflaje al hombro. Sólo le faltaba haberse pintado la cara.
– No dudará que soy yo… – dijo sonriente.
– No irá, tonto – dijo la Joya -. Además, es tan ridículo…
El más rápido metió mano en la mochila y extrajo el ejemplar número 6 de Vietman: El invierno tan temido.
– Pondré los pies sobre la mesa y leeré. Ella vendrá hacia mí.
– Ella no irá – sentenció una vez más la Joya.
Y no fue. De siete menos cinco a ocho menos veinte, Spencer consumió un bocadillo de salchichón y tres cañas sin que Betty alguna se identificara ante él, pese a que estaba bien ubicado, visible en medio de la población del Zurich y atento al movimiento de la boca del Metro.
A las ocho menos cuarto cerró el libro y se levantó para recibir a la Joya que llegaba a verificar irónicamente un vacío:
– ¿A quién espera, comandante?
Estaba parada frente a él y sonreía. En ese momento sonaron los frenos. Luego fueron los golpes secos de las puertas.
– Una ambulancia.
Todo el bar levantó la cabeza, como una bandada de flamencos alerta.
Era un vehículo chato, blanco y amarillo, con siglas laterales que Spencer no recordaría. La luz roja que giraba en el techo barría todo el frente del bar, manchaba las caras.
– Cuidado con ésos… – dijo una voz por allí.
Eran dos de guardapolvo blanco y uno de gabardina que mandaba. Buscaban a alguien, rápidos y decididos. Se movieron fingiendo vacilación y se dispersaron apenas para girar bruscamente y converger a la mesa de Spencer.
– No es por usted -, – dijo una voz que le tocaba el hombro.
Se volvió. No olvidaría ni ese rostro ni esa mirada.
– Es por ella – dijo el de gabardina.
La Joya gritó. Los dos enfermeros ya la arrastraban de las axilas y de los pelos hacia la ambulancia. Roselló quiso saltar hacia adelante y un brazo de hierro le apretó el cuello. No alcanzó a gritar.
Los enfermeros forcejeaban con la Joya. Fracasado el intento de cubrirle la cabeza, el trámite se iba haciendo más largo y complicado.
– ¡Vamos! – gritó el conductor de la ambulancia.
– ¡Ayúdenme! – gritó ella.
Casi simultáneamente, una pierna olvidada en el camino hizo que el enfermero más robusto trastabillara al pasar junto a una mesa poblada de moros y se fuera ruidosamente al suelo con la Joya que gritaba.
Los golpes llovieron sobre el caído. Espontáneos pateadores no tardaron diez segundos en convertir el guardapolvo blanco en un sucio y huidizo trapo que se escurría entre las mesas. La Joya se incorporó a los tirones y se lanzó a la calle como loca. Ahí sonó el primer disparo.
– ¡Al suelo todo el mundo! – gritó el de la gabardina y todo se desmoronó alrededor. Derribó a Spencer y corrió hacia la vereda.
– ¡Joya! – gritó Spencer y corrió también con una botella en la mano.
Sonó otro disparo y alguien cayó en la entrada del Metro. Hubo más gritos. Los enfermeros se precipitaron dentro de la ambulancia y el chofer comenzó a maniobrar. Spencer tiró la botella con toda la furia y la reventó contra la ventanilla del de la gabardina. Un nuevo disparo al aire; la ambulancia encendió la sirena y aceleró sin respetar semáforos de cualquier color. Pronto su sonido se disolvió en los ruidos policiales que confluían sobre la esquina.
Spencer Roselló ya no oía nada. Corría ramblas abajo tras el rastro de la huida desordenada de la Joya. Anduvo tres calles sin parar y dobló a la izquierda, reproduciendo el recorrido de todos los días. La encontró allí, sentada en el primer portal, como si lo esperara.
– ¿Qué pasó? – dijo ella.
– ¿Cómo estás? – dijo él.
Se abrazaron.
– Dame el pañuelo – dijo ella. Le sangraban la nariz y la boca.
Spencer tanteó en su ropa, comprobó sus bolsillos, las manos vacías.
– Dejé las cosas en la mesa. Cuando se calme todo volveré a buscarlo.
– Ni se te ocurra – y ella sollozó -. Nunca más.
– Nunca más.
El sonido del teléfono inundó repentinamente el cuarto. Estaban tirados en la cama, solos, sin explicación ni consuelo. Se miraron en silencio. Lo dejaron sonar cinco veces. Después Spencer levantó el auricular como quien mueve los palitos chinos o las brasas de un fuego tímido.
– Buenas noches: tengo una agenda, unos documentos y otras cosas – dijo una voz que no esperó saludos ni bienvenidas.
– ¿Quién es usted?
– No importa. Estaba ahí. ¿Le interesa recuperarlos?
– Los necesito.
– Bien. Mañana a las seis de la tarde. Le explico cómo llegar; anote.
– Un momento: ¿cómo sé que no miente?
– Le doy mi teléfono – y se lo dio -. Cuelgo y me llama.
Lo llamó y el otro atendió al instante. El más rápido escribió las indicaciones precisas del desconocido, agradeció y se despidieron.
– ¿Quién era? – dijo la Joya.
– No sé. Pero por suerte tiene todo. Parece buen tipo.
Ella no dijo nada. Movía la lengua dentro de la boca y sentía la piel suelta en la encía y en el interior de los labios. Le había salido bastante sangre pero no recordaba cuándo la habían golpeado en la cara.
Spencer salió del Metro, cruzó el puente Vallcarca y al llegar al otro lado bajó por la calle que se abría a la derecha. En la segunda esquina encontró el muro, el portón, el negocio y el cartel excesivo, la pretendida opulencia de Waterway Sanitarios. La esquina parecía más nueva que el apurado óxido de las persianas entrecerradas y los cascados azulejos que dibujaban un interior de baño en el exterior. Entró. El salón era un espacio largo y estrecho, subdividido en sucesivos esquemas de distintos tipos de baños: clásico, moderno, blanco, tropical, chino, geométrico, rococó. Espejos, bidés, inodoros, bañeras y lavabos bajo la luz de los fluorescentes: una implacable soledad. El polvo acumulado sobre el falso mármol o la porcelana barata tenía algo de siniestro y definitivo.
Deslizó el pulgar sobre el contorno de un bidé amarillo con grifos en forma de trébol. El dedo quedó gris.
– No se preocupe. Nunca se va a sentar ahí – dijo una voz lejana y aseverativa -. Usted debe ser Roselló… Venga.
El dueño de la voz lo invitaba desde lejos, detrás del escritorio final.
– Soy Roselló… ¿Y usted quién es?
En ese momento, una mujer de mediana edad, gafas y pelo corto, salió desde la habitación que estaba al fondo del local y se dirigió a la salida sin reparar en Spencer.
– Hasta mañana, señor – dijo.
– Hasta mañana – dijo el otro.
Spencer la miró salir y luego caminó hasta el escritorio.
– ¿Usted quién es? – reiteró.
– El que encontró la agenda.
Era un hombre gordo, todavía joven y de rasgos desordenados. Las gafas estrechas se apoyaban en el extremo de la nariz curiosamente afilada. Miraba por encima de ellas; observaba, en realidad. Llevaba un vasto pullover de gruesas trenzas verticales y un jean descolorido.
– ¿Viene solo? – dijo mirando por encima del hombro de Spencer como si esperara ver detrás al Séptimo de Caballería.
El más rápido asintió.
– El apellido Roselló es catalán pero usted no es de acá – dijo el gordo.
– No. ¿Tiene mis cosas?
El otro no contestó. Se puso de pie. Era grandote pero no se movía pesadamente. Tenía los muchos kilos acumulados en los hombros, el cuello y el abdomen alto, pero las piernas eran delgadas y los brazos parecían cortos a los lados del tronco.
– ¿No es lo mío? – Spencer señaló el sobre de cuero encima de un estante tras el escritorio.
El grandote se movió apenas y tapó con su cuerpo todo lo que estaba tras él. Fue casi una respuesta. Pero no habló de eso.
– ¿Le sirvo café?
– Sí.
El gordo pasó a una habitación contigua. Spencer se echó a reír.
– ¿Qué pasa? – dijo el otro sin volverse. Preparaba el café y las tacitas parecían dedales en sus manos.
– ¿Por qué se sienta ahí?
Spencer señalaba el inodoro que el gordo había abandonado al ponerse de pie y que ocupaba el lugar del asiento tras el escritorio.
– Ah… eso. Hace años descubrí que sentado en el baño era el lugar donde se me ocurrían las mejores ideas. Comprobé que ni era necesario usar el inodoro, ni siquiera bajarme los pantalones…
Volvió, puso los pocillos sobre el escritorio y señaló a un costado:
– Pruebe ese clásico de tapa negra. Arrímelo, es más liviano de lo que parece y más cómodo que cualquier silla que le pueda ofrecer.
Spencer lo hizo y se sentó. Esbozó un gesto de aprobación.
– Uruguayo – dijo el gordo.
– Sí, de Montevideo. Usted tampoco es de acá.
El gordo tomó el sobre de cuero y lo colocó en medio del escritorio. Luego se volvió y señaló el retrato de un hombre de gruesos bigotes y mirada clara y convencida de principios de siglo.
– Fíjese: Josep Destandau, mi tío abuelo. Un hombre sabio. Cuando le preguntaban de dónde era él decía: uno es tanto de donde viene como de a dónde va… No se debería preguntar de dónde es alguien, sino a dónde es…
– ¿Y qué hacía el tío?
– Es el fundador – dijo el gordo y señaló el local -. Casi un filósofo.
– ¿Un filósofo?
– Pensaba, trataba de explicarse las cosas, Roselló. Tenía máximas, principios que le gustaba repetir. Un día me dijo: el agua nunca se equivoca. No sube cuando hay que bajar ni anda a contramano. El agua va por donde hay que ir y siempre pasa. Y lo del agua es lógica, no obstinación. La obstinación sin lógica es al pedo, Mingo, me decía. Además, el agua siempre tiene razón: horada las piedras y se lleva la mierda.
Roselló soltó una carcajada.
– Es muy bueno eso.
– Sí señor. Mi tío Josep había desarrollado toda una filosofía sanitaria, basada en el madrugón, la ducha fría y los baños de asiento. Decía que observar y manipular el agua le había enseñado mucho. Además, fue un pionero: mi tío introdujo el bidé en Bolivia en 1918. Y están también sus aportes a la antropometría sanitaria.
– ¿Qué es eso?
– Muy simple. Mire ese inodoro celeste… – Era un sanitario antiguo, con un cierto aire de dignidad artesanal en los grifos trabajados y en la firma Waterway del fondo, con caracteres art nouveau -. ¿Qué nota?
– Es más ancho.
– Sí señor: el culo de los españoles y de las españolas es más ancho que la media yanqui – europea – sajona que ha impuesto usos y medidas. Y ni qué hablar de las actividades de parado. Mi tío realizó un estudio sobre los mingitorios de Nueva York y descubrió que eran sensiblemente más altos. Allí los japoneses tienen que mear para arriba, en parábola.
– ¿Es cierto eso?
El gordo lo miró con infinito aburrimiento.
– ¿Y lo de las armaduras medievales? – dijo imprevistamente, sacándose las gafas -. O los sarcófagos egipcios… Acaso sucedió que esos faraones eran petisos.
– No. Se sabe que…
– Se dice, Spencer… Sólo se dice – enfatizó el otro -. En realidad son opiniones tomadas por verdades porque gusta creer en ellas. O porque es lógico o agradable que sea así. Hay tantas verdades de ese tipo que los latinoamericanos nos hemos creído; los de nuestra generación, por ejemplo: el valor de ciertas heroicas elecciones de vida…
– No entiendo a qué quiere llegar… Además, yo quisiera que…
El gordo no lo dejó seguir:
– Usted, por ejemplo: a qué se dedica…
– Soy traductor.
– Escribe.
– No soy escritor. Sólo traduzco. Estoy trabajando con una serie de libritos. Uno, precisamente… – y estiró la mano hacia su sobre de cuero.
El gordo lo alejó apenas del alcance de Spencer y puso su pesada mano encima, como un oso que cubriera su comida con la pata.
– Lo vi – dijo -. Basura fascista.
Spencer sintió que estaba yendo demasiado lejos:
– ¿Piensa devolverme mis cosas?
El gordo tomó el sobre, lo abrió medio metro encima del escritorio y dejó caer todo como una lluvia irregular y ruidosa. Rodaron los documentos, el mechero, las monedas, un par de billetes, el libro, un diccionario mínimo japonés – castellano, un preservativo, dos lapiceros, un peine, una agenda que al caer desparramó tarjetas propias y ajenas.
– Eso es lo suyo – dijo sin ironía.
Spencer se sintió oscuramente avergonzado. Empezó a juntar como si fuera él quien lo había desparramado.
– Gracias.
– No falta nada… ¿Quién le va a robar algo? La agenda es una patética lista de sudacas; además, ese pasaporte – lo tomó con la punta de los dedos, casi con asco – es falso. Y no sólo eso: creo que sé quién lo hizo, un chapucero que alguna vez fue un artista, cuando creía en lo que estaba haciendo. Ahora no se lo cree.
Hizo una pausa mirándolo terminar de juntar todo.
– Me voy – dijo Spencer poniéndose de pie.
– Una cosa más – y el gordo lo retuvo con una mano pesadísima -. ¿Qué pasó con ella?
– Ella está bien.
– Me alegro… – y no le soltaba el brazo -. Cuente conmigo.
– Pero usted no sabe de qué se trata.
– Me parece que usted tampoco. Estoy tratando de ayudarlo aunque desconfío de los traductores: son seres dobles, traidores por naturaleza. ¿Qué tipo de traductor es usted?
– Simultáneo.
– No me refiero a eso: ¿qué tal es? – dijo sonriendo.
– De los buenos. El más rápido del oeste… – y fue Roselló el que no pudo ahora dejar de sonreír.
– Está loco.
Spencer asintió.
– ¿Por qué no me cuenta en qué lío se metió?
El más rápido se sentó en el borde del inodoro, como para partir de inmediato pero primero dispuesto a hablar. Y casi sin darse cuenta contó todo, inclusive las intuiciones que no había querido compartir con la Joya. Supuso que el gordo se burlaría pero no lo hizo. Al final preguntó:
– ¿Pero qué es realmente lo que usted buscaba, uruguayo? ¿Encontrar a ese Comandante, apretarlos a los gallegos, hacer su negocio…?
Ahí Spencer supo que ese gordo sanitario.
– Hice una lista de los volúmenes… – y sacó un papel doblado en cuatro del bolsillo posterior -. Fíjese, esto es Vietman.
Desplegó la hoja y la hizo girar para que el otro leyera. Era un texto a tres columnas a maquina, con notas manuscritas.
1 Nada de víboras
2 Dos tristes trópicos
3 Los boludos y los muerto Mailer
4 La luna tampoco asoma
5 El gran Garry S. Fitzgerald
6 El invierno tan temido Onetti
7 No quisiera estar en tus pantalones
9 Corre, carajo
10 El breve adiós Chandler
11 El tambor de hierro ¿?
12 La ciudad y los perros Vargas Llosa
13 Los mensajeros falsos
14 Viaje al fin de la lucha
15 El hombre gordo Hammett
16 La muerte en el arma Sartre
17 La pasta Camus
18 Fricciones Borges
19 Turbia en la noche S. F.
20 La montaña trágica Mann
21 Uñas de ira Steinbeck
22 Al otro lado del mar, entre la selva
23 El hombre del puño de oro ¿?
24 Desgracias por el fuego Benedetti
25 La garra y el pez
26 Los tres guerrilleros
27 Veinte siglos después Dumas
28 El triste Shandy
29 La mirilla china
30 El miedo es ancho y ajeno C. Alegría
31 Verde y negro Stendhal
32 ¿Acaso no pinchan a los cobayo»?
33 El tigre de la malaria Salgari
34 Asilados con un solo billete
35 El cazador inculto Salinger
36 Sobre odios y tumbas Sábato
– Acá hay mucha literatura… No hay inocencia – dijo Spencer.
– Sé a qué se refiere – dijo el gordo mirando la lista -. Si va al fondo, verá bibliotecas hasta el techo: el agua comenzó a correr tarde para mí.
Spencer deslizó el dedo por la lista: – Son todas alusiones. Algunas no las alcanzo a ver pero…
– La garra y el pez puede ser por La guerra y la paz de Tolstoi y Los monederos falsos es la alusión del 13, y el 14 es por Celine… -. Levantó la mirada hacia Spencer. – Pero no sé qué quiere demostrar.
– Empecemos por el autor: es un seudónimo que todo el mundo habrá reconocido. Hay dos formas: Frank Kophram Co., es decir: «Franco – Franco», y Francis Kophram Co. exactamente «Francisco Franco»… Como una forma provocativa de adhesión.
– Qué otra cosa puede esperar de un producto fascista como ése…
– Quizás… Pero no creo que sea tan simple. Entre el seudónimo y las alusiones de los títulos se ve que hay quien traduce.
– ¿En eso pensaba cuando trató de encontrar a Betty?
– Algo de eso. No sólo el dinero… – Spencer volvió a sentarse -. Aprendí algo de criptografía con Rodolfo Walsh en La Habana y me quedó el reflejo de buscar claves en cualquier mensaje.
– Hay que ver qué buscaban los del Zuricn: esa gente, quienquiera que sea, se presentó en una cita que ustedes suponían secreta.
– Betty les dijo.
– No – dijo el gordo con imprevista certeza -. Eso no tiene mucho sentido. Ellos buscaban a Betty y creyeron que era la Joya. Mientras usted estaba solo nadie se acercó, pero cuando llegó una mujer, la atacaron.
Spencer asintió:
– Es razonable, pero no sé cómo pudo saber alguien de la llamada.
– O se enteraron por ustedes o tiene que pensar quién sabía que usted buscaba a Betty.
Spencer lo miró un momento en silencio. Su rostro se fue transfigurando. Cuando se puso de pie estaba lleno de miedo.
– Me voy ya – dijo -. Gracias por todo.
El gordo lo acompañó hasta la puerta del local. Había atardecido. Encendió una lámpara que se multiplicó pobremente en diez espejos y cientos de azulejos. Parecía una iglesia, con sucesivos altares laterales y el mayor al fondo.
– Llámeme si está en otro apuro – dijo y le alcanzó una tarjeta: Mingo Arroyo. Aguas corrientes/Aguas servidas. Conductas generales del agua, ponía en letras cursivas, con la dirección y el teléfono.
Spencer agitó la cabeza, incrédulo. Estaba a punto de echarse a reír cuando el llanto era el camino más corto.
– Adiós – dijo y salió a la creciente oscuridad.
Cuando Spencer dobló la esquina, Mingo Arroyo bajó las persianas del local, cerró la puerta y volvió al escritorio. Bajo la luz amarillenta había quedado el ejemplar de Vietman. Lo hojeó como reconociéndolo. La historia transcurría en Angola, entre guerrilleros, mercenarios, voluntarios cubanos y el implacable Vietman, en este caso disfrazado de director de una de las escuderías que iban a disputar el Grand Prix de Sudáfrica de Fórmula 1. El gordo miró la fecha del copyright, el pie de imprenta… Estaba más allá de la mitad del relato cuando sonó el teléfono.
Era Spencer.
– Qué pasa, uruguayo.
– Ella no está. Se la llevaron. Revolvieron todo y se la llevaron.
– Lo siento.
– ¿Qué hago? – y hubo un sollozo del otro lado de la línea.
– Véngase – dijo el gordo mirando la tapa de Vietman, la selva africana de El invierno tan temido -. Dé unas vueltas, cuídese de que nadie lo siga. Yo dejaré la puerta lateral sin llave y algo para que se defienda. Entre, cierre y acomódese. Nos vemos mañana… ¿Me entendió?
– Creo que sí.
– Hasta mañana.
El gordo cortó e inmediatamente disco siete números.
– Diga – dijo una mujer del otro lado.
– Todo bien. Viene para acá – y colgó.
El Topo esperó hasta más allá de las 11 para aceptar que ese flaco domingo la Joya y Spencer no vendrían por las ramblas. En realidad hacía tres días que no la visitaban y la angustiosa llamada de la Joya el sábado por la tarde, mientras esperaba sola y sin moverse el regreso de Spencer, la había llenado de inquietud, sobre todo después del extrañísimo episodio del Zurich, que le había contado entre hipos de llanto. Algunos amigos habían visto el revuelo de la ambulancia y los disparos:
– Eran ellos; dice mi papá que eran ellos, Alicia – le confirmó esa mañana Luisa, la hija del vendedor de flores que la ayudaba con las jaulas.
– Me extraña. La gente ve mal… – dijo el Topo sin ruborizarse.
Esa mañana lluviosa y sucia, los pájaros se movían inquietos en las jaulas cubiertas de nailon chorreante. Niños tontos preguntaban por las cualidades habladoras de aves que no parecían dispuestas a pronunciar palabra alguna en invierno, en Europa y bajo presión anglosajona.
– Demasiados turistas – decía Luisa.
– Son los que se interesan por estos colorinches y pueden pagarlos, niña. Hazlos gritar un poco, por favor.
Y la chica molestó con un palito al guacamayo para que se hiciera oír: el pajarraco chilló y hubo un inmediato revuelo de plumas.
El Topo sintió la cercanía de hombres que hablaban un inglés casi dibujado, sembraban alguna palabra en castellano. Estaban allí:
– I want to see that bird… – dijo una voz joven aún.
– Dígale cuál es a la niña – dijo el Topo, inmóvil.
– Disculpe… – dijo el mismo hombre, espontáneamente en castellano -. No me di cuenta de que…
– No importa – y el Topo se estremeció.
Conocía esa voz.
Hubo un silencio largo que se llenó con ruido de alas mientras Luisa bajaba la jaula para ponerla al alcance del cliente y su amigo.
– ¿Cuánto cuesta este chiripepe de la yunga? – dijo el otro de pronto.
– Es raro que gente de aquí sepa el nombre de estas aves – dijo el Topo.
– Sabemos eso y mucho más, señora – dijo el otro -. Este pajarraco, el loro tucumano, no tiene alas muy fuertes…
– Sí que son fuertes… – recordó el Topo.
– No tanto como para que lo traigan hasta acá – dijo la voz que no quería oír -. ¿O acaso no han llegado volando?
– Por Iberia – dijo el otro.
– No creo: estos pájaros no tienen los papeles en regla…
Y superpusieron sus risas al gorgoteo de los pájaros y la lluvia.
– ¿Lo van a llevar? – dijo el Topo sin que le temblara la voz.
– Lo llevo – dijo el cliente -. ¿Cuánto es?
El Topo calculó un precio en dólares y lo triplicó en el aire. El hombre lo aceptó sin chistar.
– ¿Le cambio la jaula, señor? – propuso Luisa.
– No es necesario. ¿Ya es mío, no? – dijo el cliente.
Alguien asintió. Hubo un entrechocar de alas, un picotazo al aire y el Topo oyó la exclamación colectiva alrededor:
– Lo ha soltado… – dijo o se quejó Luisa.
Los turistas parlotearon indiferentes entre sí y de pronto la voz conocida se acercó al Topo:
– Ustedes, que están siempre… ¿No saben dónde han ido los traductores rápidos, esa pareja que solía atender aquí?
– No han venido.
– Lo sé. No pregunté eso, señora… – puntualizó el cliente -. ¿Tiene idea de dónde pueden estar?
El Topo meneó la cabeza.
– Oye, niña… ¿Cuánto vale este otro? – dijo la voz.
– ¿Lo va a soltar? – dijo Luisa.
Hubo una pausa suficiente para introducir una hoja de metal:
– A ti no te importa. Los suelto cuando quiero. Y cuando no quiero, no.
– ¿Cuál es? – se cruzó el Topo que escuchaba como si caminara descalza hacia atrás y entre palabras, reconociéndolas con los talones, como hacen los ciegos para recordar.
– El cabecita negra.
– Doscientos dólares – sentenció.
Mientras la jaulita cambiaba de mano y la mano se metía otra vez en la jaulita, la voz volvió a acercarse al Topo:
– Recuerde, señora… Los traductores, una pareja.
– Si pudiera, si supiera… – la voz se le quebraba -. Va a ser un gusto ayudarlo. Pase esta tarde. No siempre hay clientes como usted, señor.
– Si usted recuerda, yo puedo olvidar que estos pájaros no han podido volar solos desde tan lejos.
– Recordaré… Bah, estoy recordando ya.
– What do you say.
– Nothing – escupió Alicia y apretó los dólares en el fondo del bolsillo.
Las voces se alejaron.
– ¿Lo ha soltado? – dijo el Topo.
– No veo bien. Creo que el rubio lo lleva aún en el puño – dijo Luisa.
– Olvídalo – el Topo buscó a tientas una silla que encontró -. ¿Cómo eran esos? Hay uno rubio…
– Ese es alto y guapo… El otro es más bajo y moreno… – comenzó la descripción de Luisa.
Los dos hombres siguieron caminando ramblas abajo. – ¿Qué vas a hacer con eso? – dijo el moreno.
– What do you say. Speak english, please…
– Okey, okey… – replicó el otro, burlón.
El rubio sacó el puño cerrado del bolsillo del abrigo, se acercó a un cesto de papeles pegado al muro y dejó caer el pájaro muerto.
Llegaron a la Plaza del Teatro, cruzaron hacia la izquierda y entraron al motel. Pidieron las llaves de los apartamentos 24 y 25.
– ¿Mister Hood? – dijo el conserje al reconocerlo.
Camino hacia el ascensor, el hombre rubio se volvió:
– Yes…
– Mr. Hood, ther'is a message for you… – y le alcanzó un sobre.
Mister Hood lo introdujo en el bolsillo sin mirarlo.
– Thanks – dijo, y la puerta del ascensor se cerró ante su rostro imperturbable.
Sólo cuando los dos hombres descendieron en la segunda planta el rubio abrió el sobre. Dentro había un recorte de diario. Era de la sección de sucesos de « La Vanguardia » de esa mañana. Miró la foto, leyó unos párrafos. Luego atendió a la nota manuscrita que la acompañaba:
– ¿Qué es? – dijo el otro, asomado a su hombro.
– La encontraron.
Y por segunda vez en la mañana de domingo cerró su puño para estrujar algo condenado a morir.
Spencer se despertó dolorido a las dos de la tarde. El cuarto donde había encontrado el colchón y las mantas, un pequeño escritorio rodeado de atestadas bibliotecas, no era el espacio natural o esperable para un experto en conductas del agua. Reconoció la papelería de Waterway: facturas, libros contables, un archivo comercial desordenado. Entresacó algunos volúmenes: desde química orgánica a física cuántica. En los anaqueles superiores, la temática cambiaba. Se empinó para alcanzar algunos tomos viejos y muy leídos. Se había detenido a descifrar alguna dedicatoria y el ruido de la puerta lo sobresaltó.
Cuando Mingo Arroyo entró en el cuarto se encontró con una Ballestera Molina calibre 45 que le apuntaba al pecho. Spencer la empuñaba con las dos manos, más asustado que seguro.
– Buen día, compañero… – dijo el gordo.
– Ah… Es usted, – dijo el más rápido con un suspiro.
– Veo que a encontró enseguida – y señaló el arma -. Pero no trate de usarla. Tiene balas pero hay algo roto en el mecanismo y aquí no hay repuestos para estos chiches. Démela ahora.
– Gracias – dijo Roselló y le entregó la pistola -. ¿Qué trae ahí?
Arroyo dejó una gran bolsa de plástico en el suelo.
– El diario, croissantes, unos libros… – enumeró mientras la vaciaba -. Suelo ir los domingos a la Feria de San Antonio. Fíjese lo que conseguí.
Era una colección, completa, de la serie Vietman. El gordo dejó todo allí y se metió en la cocina.
– La Joya está con ellos y yo duermo – dijo Spencer al rato.
– No diga pavadas -. El gordo ni siquiera levantó la mirada de los pocillos que llenaba -. Siéntese y lea.
La noticia ocupaba el cuarto inferior de la página de sucesos de « La Vanguardia »: Cadáver de una mujer hallado en el barro gótico, era el título. La fotografía mostraba lo que podía mostrarse sin vomitar de Flora Remesar, soltera de 73 años, según el epígrafe.
– ¿No es la mujer que trabajaba en la editorial, a la que le dieron vacaciones anticipadas? – dijo el gordo mojando una croissante.
Spencer repasaba los cuatro párrafos de la noticia y asentía.
– La vieja Flora… Le destrozaron la cabeza a golpes. – Murmuró sin poder apartar la mirada del diario.
– El viejo Destandau decía que el agua lava todo, hasta las heridas. Es el olvido para la carne, el equivalente del sueño para la mente.
– Cállese… ¿Y si la Joya aparece así? Tendría que ir a la policía.
– No le conviene… – dijo el gordo con la boca llena -. Tiene papeles falsos, está ilegal en España y ya le cayó un muerto muy cerca. No puede demostrar muy bien quién es ni de dónde viene…
– No soy el único – dijo Spencer casi al pasar.
Mingo Arroyo no hizo caso. Le arrimó el teléfono:
– Llame y déjese de joder – dijo con brusquedad -. A la policía, a ver si la Joya ha vuelto, lo que quiera.
Spencer llamó a su casa. Dejó que el teléfono sonara largamente.
– No hay nadie – dijo.
– Bien; no puede hacer nada por ella todavía. – Arroyo señaló los libros -. Aprovechemos para pensar un poco.
– Alcánceme papel y un bolígrafo – dijo Spencer casi resignado.
En la siguiente media hora, el uruguayo multilingüe, el que había estudiado criptografía en La Habana, explicó cómo desde el principio había olido el misterio en las entrelineas de las propuestas de los gallegos. Spencer creía que la serie Vietman, por su origen, por su escurridizo autor, por la forma repentina de desaparición, era sólo una tapadera. A través de esas aventuras se manipulaba otro tipo de mensajes, allí había sentidos cifrados en una clave que no conocía.
– ¿Pero quiénes van a utilizar un medio así para pasar mensajes? – dijo el gordo asombrado.
– No lo sé. Pero me inclinaría por la política… Bah, por la represión política: Vietman es un héroe para la contrainsurgencia.
– No veo la necesidad – objetó Arroyo -. La represión utiliza los servicios oficiales, los aparatos del Estado, para qué va a usar…
– Estoy pensando en una red paramilitar, parapolicial… Estos libros se distribuían regularmente cada quince días en un montón de países.
– Es totalmente absurda una comunicación secreta de ese tipo. Tienen que ser muchas personas, en muchos lugares y muchas veces para que se justifique semejante medio.
– No es necesario: ¿por qué suponer que todos los episodios de la serie llevan mensajes en clave? No he leído todos los textos pero sí, éste, por ejemplo… – y Spencer tomó de encima de la mesa El invierno tan temido -. Usted lo estuvo leyendo y supongo que notó algo también.
Arroyo asintió y Spencer se bebió, en la pausa, todo su café.
– Parto, de los únicos datos que tengo – dijo -. Desde mayo de 1978 a agosto de 1979 aparecieron, sistemáticamente, un título cada dos semanas. En principio me resultaron todos igualmente ingeniosos, basados en juegos de palabras tomados de otras novelas. Pero algunos me llamaron la atención. Primero los que evocaban a novelas uruguayas… – Spencer desplegó la lista y redondeó con lápiz el 6 y el 24 -. Un título de Onetti, El infierno tan temido, con una palabra cambiada; y uno de Benedetti, Gracias por el fuego, con otra inversión de sentido. No había más uruguayos… Busqué otros latinoamericanos y encontré La ciudad y los fierros, derivado de La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, que es peruano, y casi al final, El miedo es ancho y ajeno, una deformación de El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. Mire los números…
El gordo siguió el recorrido que el lápiz dibujaba: 6, 12, 24, 30.
– Múltiplos de seis – dijo.
– Justamente: busqué los que me faltaban en la serie, el 18 y el 36, precisamente el último volumen. Y fíjese: el 18 es Fricciones, una deformación evidente de Ficciones, de Borges, y el otro, el final, es Sobre odios y tumbas, variante de Sobre héroes y tumbas, de otro argentino, Sábato.
El más rápido se interrumpió. Si no hubiera estado tan cansado y agobiado por la angustia, su expresión hubiera sido triunfal:
– La cuenta es perfecta: Uruguay – Perú – Argentina y un mensaje alternado en clave cada seis quincenas, es decir, tres meses. Sólo hay que confrontar los textos que corresponden a cada país con esas fechas. Uruguay, por ejemplo: 15 de mayo de 1978 y 15 de enero de 1979. Habría que descifrar esos mensajes, estudiar las circunstancias uruguayas, ver qué sentido tienen, si tienen alguno…
– Siempre tienen sentido, Roselló. El sentido no se puede evitar. Lo difícil es fijarlo, siempre relativo según el lugar y las perspectivas – dijo el gordo, relajado, tomando distancia del fervor de Spencer.
– Yo no me refiero a eso.
– ¿Y a qué se refería mi tío cuando investigó los sentidos del agua?
El más rápido dirigió una rápida mirada al patriarca del retrato.
– El viejo Destandau decía que, si bien el agua nunca se equivoca… – y aquí Arroyo levantó un dedo gordo y doctoral -, no siempre hace lo mismo, no siempre se repite…
– Pero qué tiene que…
– El sabía, porque es sabido, uruguayo – aclaró el gordo sin detenerse – que en el hemisferio norte el agua se mueve en sentido inverso que en el hemisferio sur; en condiciones de experimentación científica, claro. En Europa, el agua acumulada en un lavabo, en una piscina o lo que fuere, cuando se escurre llevada por la gravedad, gira en este sentido…
Mingo Arroyo tomó la cucharita del pocillo de café, la hizo girar en el sentido de las agujas del reloj y la fue levantando, haciendo círculos en el aire. Se detuvo.
– Pero en Buenos Aires, por ejemplo, no – dijo -. Allá el agua se escurre así… – Y ahora invirtió el movimiento, lo fue haciendo descendiente hasta que introdujo nuevamente la cucharita en el pocillo, como si enroscara y desenroscara el aire -. Dicen que tiene que ver con los polos magnéticos. Pero a mi tío eso no le interesaba. Le parecía sintomático de algo; ya le dije que era un filósofo. Una vez se juntó con Luc de Cotte e Isa Garibaldi, dos franceses que hacían cáteos de napas de agua en Tánger, y recorrió medio mundo con un fuentón de hojalata que cargaba cincuenta litros de líquido, haciendo la prueba. A distintas latitudes y longitudes y kilómetros y kilómetros a pie sobre la línea del Ecuador con el fuentón a cuestas… Lo probó en las alturas, al nivel del mar y por debajo. Al fin, y luego de tres años, redactó un informe gordo así, con casi quinientos mapas de todo el mundo y media página de conclusiones.
– ¿Y?
– Se ha perdido.
– No me joda…
El gordo se puso cara de asombro, pidió crédito a sus palabras.
– Es cierto: no existe ese texto. Acaso ni siquiera llegó a escribirlo. Tal vez comprendiera que escribir eso no tenía sentido o que, como el agua, la escritura cambiaba de sentido para el norte, para el sur. Sólo el agua explicaba al agua y el texto al texto, habrá concluido mi tío.
– ¿A qué viene todo esto, Arroyo? – dijo Spencer.
– Supongo – dijo el gordo desde el inodoro de pensar – que por su afán de inventarle un sentido a lo que descubre. Yo sólo le digo algo que averigüé: la Warrior's no existe. Alguien miente: míster Hood o los gallegos.
– O los dos.
Spencer Roselló sintió que la mentira era un vacío, un espacio que había que llenar con algo que no lo fuera, o al menos con otra cosa.
– En principio y por principio, a los gallegos no les creo. No sé cuánto sabrían sobre el contenido de Vietman, pero callaban. Además, Ríos, el argentino que coordinaba la serie, llegó a fines del 75, época de apogeo de los grupos paramilitares en la Argentina, y se ocupaba de todo: recibió el primer texto del Comandante, lo hizo traducir, lo recomendó y se encargó siempre de los pagos de cada entrega. Y los gallegos nunca tuvieron quejas ni problemas pues ganaban mucho dinero. Hasta que de pronto dejaron de ganar. No es casual que coincidan el fin de la colección, la desaparición del Comandante y la huida de Ríos…
– ¿Cómo cree que sucedió?
– El Comandante, Betty y Ríos trabajaron siempre juntos, pero Ríos los traicionó… El yanqui es un veterano fanático con la manía de sus aventuras. Las escribe y conoce a Ríos, que inmediatamente descubre el filón económico y, después, la posibilidad de manipular el texto a espaldas del Comandante, a favor de la banda parapolicial. Cuando el cometido está cumplido, con el último mensaje a la Argentina, Ríos por alguna razón se evapora y se lleva el dinero del pago semestral al Comandante, que tiene que desaparecer. Todo me indica que ese grupo no se ha disuelto: uno al menos, de los que atacaron en el Zurich, era argentino…
– ¿Pero por qué reaparecen ahora buscando a Betty?
– Porque el Comandante ha vuelto.
– ¿El comandante Kophram? – y el gordo se agarró del inodoro como si fuera a caerse -. ¿Dice que ese fascista ha regresado?
– A ajustar cuentas con el traidor… Pero no puede hacerlo directamente porque sabe que los otros son una banda. Entonces busca un pretexto: comprar los originales para la edición norteamericana. Ofrece mucho dinero y apuesta a que la codicia de los gallegos los llevará a tomar contacto con Betty o con Ríos, que es a quienes quiere localizar. Los gallegos discuten la propuesta de míster Hood y Rafael, que es ambicioso, decide inventarlos, cobrar y cumplir… Pero alguien sabe lo que pasa: Flora.
– Espere un momento, uruguayo: suponiendo que Hood es Kophram, ¿por qué no lo reconoció nadie?
– Hay que tener en cuenta que apareció sólo una vez hace cinco años y ahora debe haber cambiado mucho, intencionadamente…
– ¿Y quién mató a Flora?
– No lo sé. Tal vez quiso comunicarse con Betty… Lo mismo intentamos hacer nosotros y nos atacaron los servicios argentinos. Creo que Ríos está en Barcelona otra vez, que Kophram lo busca y que hemos quedado entre dos fuegos la Joya y yo.
– ¿Y qué va a hacer?
– Probaré en casa otra vez.
Spencer disco como si fuera también el más rápido con el teléfono y mientras lo hacía el gordo lo miraba casi con admiración.
Sonó varias veces y lo dejó sonar un poco más contra toda esperanza. Iba a colgar cuando alguien levantó el tubo del otro lado.
– ¡Joya! – gritó Spencer.
– No, no soy la Joya… – dijo una voz quebrada. – Soy Alicia…
– ¡Topo! ¿Dónde está la Joya ?
– No sé dónde está… Acabo de entrar, con Luisa que me acompañó. Creímos que no había nadie -. Hizo una pausa de la que salió con la voz temblorosa -. ¿Qué hiciste, Spencer? Hay un tipo muerto, acá.
– ¿Qué?
– Se llama Ramón García Fariña; Luisa le registró los bolsillos – dijo el Topo, serena -. ¿Lo conoces?
– Sí. Es el dueño de la editorial.
– Le han pegado un tiro, parece… Y yo venía a avisarles que tuvieran cuidado. Alguien los busca y es…
– Topo… – dijo Spencer interrumpiéndola. – No digas ningún nombre, no sabemos qué pasa con ese teléfono. Métete en tu casa.
Spencer cortó.
– Mataron a don Ramón en mi casa – dijo -. Voy para allá.
– Tiene que quedarse quieto -. La mano del oso reapareció para depositarse directamente sobre su cabeza y volverlo a sentar -. Sigue sin poder hacer nada, uruguayo. Ahora le creo un poco más toda su historieta y lo voy a ayudar. Pero va a tener que elegir qué quiere hacer.
Spencer lo miraba fijamente, como ante una revelación.
– usted… – dijo -. Usted me retiene acá.
El gordo sólo miró el reloj.
– Son las tres de la tarde, es domingo y no tiene adonde ir. Espere un poco más, una señal, algo…
En ese preciso momento sonó el teléfono. La taza que Spencer tenía en la mano tembló, derramó la mitad del café.
– Diga – dijo el gordo.
Inmediatamente tapó el auricular con una mano.
– Es para usted – dijo.
– Pero quién sabe que yo…
El gordo se encogió de hombros y le alcanzó el teléfono.
– Spencer… Soy yo.
Era la Joya.
– ¿Dónde estás? ¿Estás en casa?
– No. No puedo decirte dónde pero estoy bien – la voz sonaba serena.
– ¿Quiénes son? ¿Los del Zuricn?
Hubo una pausa larga, como si hubiera pedido permiso para hablar.
– No. Es Betty – dijo Finalmente la Joya.
Spencer escribió «Betty» en un papel y lo mostró al gordo.
– ¿Por qué me llamaste acá?
– No estabas en casa; tenía el teléfono y la dirección que anotaste.
– ¿Qué quiere?
– Quiere a Hood. Tratar directamente con él.
El más rápido escribió «Quiere a Hood» en el mismo papel y sonrió.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Poner a Hood en contacto con Betty. Ella tiene los originales… Si hacen la operación sin los García hay algo para nosotros, Spencer.
– De acuerdo. ¿Cómo hago?
– A las seis en punto tienes que hablar con Betty al teléfono que nos dio Maite, y darle el contacto con Hood. A él sólo le sacas un lugar y una hora en que puedan encontrarse a solas. No te identifiques ni des datos ni hables de más. Cuando el contacto se concrete, me soltarán, y cuando realicen la operación, nos darán los diez mil.
– Hecho.
– No falles.
La comunicación se cortó. Spencer se apartó lentamente del teléfono.
– Tengo que encontrar a Hood – dijo.
– Necesitará ayuda… ¿Cómo va a hacer? – se interesó el gordo.
– Ya se me ocurrirá algo – dijo Spencer inquieto. – Debo irme.
El más rápido estaba poseído de un repentino apuro y al gordo eso parecía decepcionarlo. Lo acompañó hasta la puerta pero cuando iba a salir, Spencer se volvió.
– Olvidé la gabardina – dijo -. Ya regreso.
Arroyo lo miró recorrer todo el local. Suspiró y se asomó a la tarde. Nubes pesadas y grises se movían rápidas contra un cielo celeste y frío. Spencer se demoraba. El gordo volvió a entrar y sacó una pistola que guardaba en el bolsillo; el uruguayo, que volvía, se detuvo en seco.
– Tome – dijo Arroyo estirando la mano -. Esta funciona.
Spencer respiraba con la boca abierta, transpiraba ahora.
– ¿Qué le pasa?
– Nada – y el más rápido no sabía qué hacer con el arma.
– Guárdela, mejor – dijo Arroyo.
– Sí, gracias. Me voy.
Spencer metió la mano en el bolsillo sin soltar el arma y salió.
– Le apuesto que nos volveremos a ver… – dijo el gordo a sus espaldas.
– No juego más – dijo el uruguayo sin volverse.
Arroyo lo siguió con la mirada hasta que dobló la esquina. Después subió al auto que tenía estacionado frente a la puerta y partió.
A las cinco y cuarto de la tarde, mister Hood tomaba café en el bar del motel. Sereno, elegantemente vestido, parecía disfrutar de la conversación de un ejecutivo de segunda línea de la IBM. Un botones se acercó a mister Hood y le comunicó que alguien lo requería en la conserjería.
– Who is?
– Mister García Fuentes.
Mister Hood se excusó de su compañero de mesa y se dirigió al hall de entrada. El editor lo esperaba moviéndose como un oso enjaulado.
En ese momento, Spencer Roselló iba a cruzar las ramblas para entrar al motel cuando reconoció un rostro: el moreno de bigotes que conducía el coche con cuatro hombres en el interior que pasaba, lento y, casi amenazante frente al motel era, estaba seguro, el chofer de la ambulancia… Spencer entró corriendo en el hall.
– Mister Hood, por favor – dijo apurado en el mostrador.
– Mister Hood acaba de subir a su habitación con una visita, señor.
– Lo sé. Llámelo.
El conserje lo miró con desconfianza pero tomó el teléfono y disco. Spencer miraba alternativamente a las dos entradas.
– No contestan – dijo el conserje -. Acaso hayan salido.
Hubo ruido de corridas en la calle, un frenazo, gritos… Spencer llevó mecánicamente la mano al bolsillo de la gabardina.
– Le dejaré una nota – dijo -. Déme algo, por favor. Rápido.
– Hay follón ahí fuera – dijo el conserje y le alcanzó un bolígrafo.
– Es muy urgente, désela enseguida – dijo Spencer mientras terminaba de escribir, doblaba el papel en cuatro -. No se olvide, por favor…
Salió casi corriendo por la puerta lateral, al mismo tiempo que sonaba un disparo frente al motel. Luego otro. Spencer echó a correr sin mirar hacia atrás. En la esquina dobló, corrió otras dos calles y volvió a doblar. Sólo al llegar a Vía Layetana se detuvo. Paró un taxi.
– ¿A dónde vamos?
Y casi sin pensar dio la dirección del barrio Vallcarca.
Cuando llegó, atardecía. No estaba el coche frente a la puerta de Waterway. Abrió la puerta lateral con la llave que había robado cuando volvió a recoger la gabardina. Entró al local silencioso sin prender las luces y fue directamente al escritorio. Encendió sólo la lámpara de mesa. Buscó en los cajones hasta encontrar una caja metálica y probó el candado con dos pequeñas llaves. No consiguió abrirlo. Oyó el ruido de un coche que se detenía en la calle y quedó inmóvil. Esperó durante dos minutos el sonido del cerrojo de la puerta de la calle. En vano. Entonces prosiguió.
Estaba revisando un cajón inferior cuando el cuarto se ilumino.
– Así está mejor – dijo Mingo Arroyo parado en la puerta de la habitación con la Ballester Molina apuntando hacia adelante.
Semioculto tras el escritorio, Spencer levantó, perplejo, la cabeza.
– Ah… Era usted, uruguayo – dijo el gordo, bajando el arma -. Pensé que… Pero ¿qué hace?
Spencer sacó rápidamente su pistola y le apuntó por sobre la mesa.
– ¡Tire esa arma! – gritó.
– No grite, se oye todo… – dijo el otro señalando a los costados.
– ¡Suéltela! – gimió Spencer.
– Ya le dije que no funciona, uruguayo. Créame. La suya sí que tira… -. Arroyo se apoyó del otro lado del escritorio y quedaron frente a frente.
– Lo sé todo – dijo Spencer -. Usted es Ríos.
El gordo sonrió:
– Ríos, Arroyo… Agua que corre, qué más da.
– ¡Basta de agua! Me estuvo entreteniendo con todas esas pavadas. Es un cínico, Ríos. Jugó conmigo desde el principio, asesino.
– Algo de eso hay. Pero usted tiene problemas de sentido, uruguayo. Jugar con alguien no es solamente aprovecharse de él sino compartir un juego, una diversión, apostar. En cuanto a lo de asesino…
– Mató a la vieja Flora.
– No.
– Mató al gallego García Fariña.
– A ése sí. Hoy temprano, por la mañana, antes de comprar las croissantes para el desayuno con usted. Cuando leí en « La Vanguardia » la noticia de Flora pensé que había llegado la hora de ese miserable. Le dije que era usted; lo cité en su casa y le metí un tiro con esa misma 22.
– ¿Por qué?
– Me denunció en el 79, entregó gente…
– Pero usted robó lo de Kophram, seis meses de derechos de autor…
El gordo lo miró con infinita ironía.
– No puedo creer que no se haya dado cuenta, Spencer: esos textos son míos, totalmente míos, del principio al fin.
– La versión distorsionada, el manipuleo… Pero lo que el comandante reclama son los originales. Y Betty se los va a dar.
El gordo se rió francamente:
– Ahora, otra vez, cree en eso… No puede suceder.
– Me ganaré diez mil dólares cuando suceda.
– No, uruguayo. ¿Quiere apostar?
– No apuesto con usted, Ríos. Primero tengo que cobrarle mi trabajo. Estaba buscando eso cuando llegó: dinero – y movió el arma.
– Me decepciona – dijo el gordo -. Pero estoy cansado y ya es tarde.
Spencer miró el reloj. Iban a ser las seis.
– Voy a hacer una llamada – dijo sin dejar de apuntarle.
– Disponga nomás – y el gordo se sentó pesadamente -. Me duele un poco, para serle franco.
Recién entonces Spencer vio la mancha en el hombro izquierdo, que empezaba a mojar el borde de la chaqueta y la camisa.
– ¿Le dispararon?
– No voy más a las ramblas los domingos. Está cada vez peor ese ambiente – dijo sonriendo apenas -. Estuvo muy bien, uruguayo: para localizar a Hood lo usó a García Fuentes.
– Lo llamé como si fuera el secretario de Hood y le dejé dicho que lo esperaba urgente, en media hora. Después lo seguí y listo. Lástima que aparecieron ustedes…
– Se le escapa el sentido, una vez más – dijo el gordo, desalentado.
Pero Spencer discaba ahora. El teléfono sonó una, dos, tres veces.
– No van a atender – dijo Arroyo.
– ¡Cállese!
El gordo se levantó dolorosamente y caminó hacia el local:
– No van a atender hasta que yo no les diga – dijo.
– ¡Quédese quieto! – gritó Spencer.
– Deje el teléfono descolgado y venga – dijo el gordo.
Spencer lo siguió apuntándole al medio de la espalda. Atravesaron todo el ancho del local y llegaron al otro extremo. Había, detrás de unas mamparas de baño, dos escalones y una puerta metálica.
– ¿A dónde cree que va? – se encrespó Spencer.
– No haga ruido y escuche – lo invitó desde al lado de la puerta.
Se oía, regular y apagada, la campanilla de un teléfono.
– Voy a atender – elijo el gordo.
Antes de que el otro reaccionara, abrió la puerta, entró y cerró. Spencer vaciló; luego corrió hacia el escritorio y levantó su teléfono.
– Hable – dijo agitado.
– Diga – dijo el gordo del otro lado -. ¿Quién es?
– Soy Spencer. Quiero hablar con la Joya.
– Un momento.
Debió esperar. La situación era tan absurda que no sabía qué hacer.
– Soy yo – dijo la Joya -. ¿Localizaste a Hood?
– Sí.
– ¿Arreglaste la cita?
– No. La cita no pude. Le dejé este teléfono para que llame a las seis y media y arregle directamente con Betty.
Hubo un silencio largo, pasó casi un minuto.
– No deberías haber hecho eso, Spencer – dijo la Joya, y colgó.
– Qué idiota.
Eso sonó más cerca. Spencer levantó la cabeza. La mujer estaba frente a él, junto al gordo, ahí mismo.
– Qué idiota – repetía y era la voz de Betty.
Ahora la reconocía. La había visto salir de ese mismo local, despedirse y partir cuando él llegaba, el sábado a la tarde, ayer, el siglo pasado.
– ¿Hizo eso? ¿Les dio el teléfono? – dijo la mujer joven y corriente, el pelo corto y la mirada triste, con gafas.
– Sí. Pensé que usted quería reunirse con el Comandante, digo con Hood, y que eso era lo que importaba. Yo creía que él…
– Hizo una estupidez, uruguayo… – dijo el gordo eligiendo las palabras, controlando el dedo en el gatillo -. Esos hijos de puta de los servicios pueden localizar el domicilio de un número y ubicar el aparato.
– Hood llamará y vendrá después – dijo Spencer.
– No vendrá él: mandará a los muchachos, como hizo en el Zurich o con Flora. En un rato estarán en camino.
– Spencer…
La Joya había aparecido detrás de ellos, la última de la escena.
Algo que estaba amarrado se soltó en el gordo. Hizo un leve movimiento y apoyó el arma en la cabeza de ella.
– No tenemos más tiempo, Roselló. Deje la pistola y váyanse.
– Esa no funciona – dijo Spencer tragando saliva -. Quiero los diez mil.
– ¿No funciona? ¿Quiere apostar?
– Déme los diez mil o tiro… – y el más rápido apuntó alternativamente a Betty y al gordo. La Joya gimió.
– Imbécil… – dijo Arroyo.
Giró y los dos gatillaron al mismo tiempo. El estampido de la 45 hizo retumbar el lugar, reventó un espejo a un costado de la cabeza de Spencer, que quedó gatillando una, dos, tres veces en falso.
El uruguayo empezó a temblar.
– Disculpe… – dijo y era absurdo -. No entiendo qué pasó.
– Los traductores son seres dobles, extraños… – explicó el gordo -. Inclusive cuando son rápidos, lo más rápidos, como usted. Son muy literales, Roselló. Y a los literales habría que volarles la cabeza.
Movió suavemente el arma que no parecía tan grande en su mano pesada. Hizo un gesto con la cabeza a Betty y ella se llevó a la Joya.
– Literales, liberales, nacionales… – dijo el gordo como para sí -. Hacía años que no disparaba. Y los últimos tiros los escribió Kophram.
Spencer iba a decir algo pero Arroyo se le adelantó:
– Kophram jamás existió ni hubo versión en inglés. Un compañero se prestó para la payasada de ir a firmar el contrato. Yo inventé la historia, inventé la traductora – y señaló vagamente hacia Betty – y montamos la idea de Vietman, una perfecta cobertura, y bastante bien escrita para lo que son esas basuras… Se confundió, uruguayo: en el 75 no vino sólo la derecha. Muchos de nosotros tuvimos que salir de apuro, pero con la idea de volver. Acá en Europa, el grupo al que yo pertenecía se fusionó con otros y comenzamos a trabajar juntos. Peruanos, colombianos, uruguayos… Usted hizo una buena aproximación pero no descubrió el sentido: en el texto de Sobre odios y tumbas, el último, está descrita la ofensiva del 79 contra los militares. ¿Recuerda esa operación?
– Sí. Fue un fracaso…
– Bien: lo que se describe en la novela, en sus claves, no es un esquema para reprimirla sino la estrategia para llevarla adelante…
– ¿La planeó usted?
– No. Yo era un militante más. Era mi tarea, el último trabajo para Vietman, porque había que volver…
– Y volvió a la Argentina.
El gordo por un momento pareció no haber oído. Luego reaccionó:
– Debería haber vuelto, supongo… Pero decidí no hacerlo. Terminé la operación en la editorial, cobré el dinero y lo entregué a la organización. Pero no me fui. Estuve escondido o poco menos tres años. Engordé, cambié de nombre o volví al verdadero, no sé… Betty siempre vivió aquí, al lado del negocio familiar. Cuando el padre murió me hice cargo… Es todo un mundo éste, uruguayo. Pero ellos han vuelto. Bajo tortura o en los documentos que secuestraron consiguieron información sobre nuestras comunicaciones. Y les quedaron cabos sueltos, gente suelta. A mí me han venido a buscar después de estos años… Para esos hijos de puta nada ha terminado. Estábamos cenando en casa cuando llamó la primera vez, el jueves. Y el viernes fui yo al Zurich y asistí al intento de secuestro. Recogí sus papeles y se me ocurrió una forma de protegerlos y utilizarlos al mismo tiempo para localizar a los servicios sin exponernos. Ayer, mientras usted venía para acá, Betty se llevó a la Joya a otro lugar y la retuvo hasta hoy. Volvieron hace un rato, después de la llamada a las tres. Casi fracasa todo porque usted encontró al Topo en su casa y se quería ir. Tuve que retenerlo hasta que la Joya hablase.
– Y después me siguió.
– Sí. Me servía para localizar a Hood, identificarlo. Lástima que los que usted creía que eran mis compañeros me descubrieron por protegerlo. Son gente rápida y de experiencia – dijo tocándose el hombro -. A Flora la masacraron después que había ido, ingenuamente, a contarle a Hood dónde podía encontrar a Betty.
– ¿Y al gallego, por qué lo mató en mi casa?
– Desconfiaba saludablemente de usted, Roselló: nunca se sabe bien qué es lo que mueve a un hombre, con qué sentido hace las cosas, y usted tiene todo mezclado: la ideología, el dinero, la aventura. Con ese cadáver y el revólver que lo mató encima, bastaba una llamada a la policía para meterlo adentro.
– Me engañó.
El gordo lo miró por última vez y casi no fue necesario que se lo dijera:
– El agua no miente.
En ese momento comenzó a sonar el teléfono en la casa de al lado.
– Es Hood – dijo el más rápido.
– ¡No atiendan! – gritó el gordo -. Y vámonos ya. Si vienen no tienen que encontrar nada, sólo será una pista falsa.
Terminó de recoger las cosas del escritorio, las metió en un bolso y se dispuso a salir. Antes se ocupó de Spencer:
– Esfúmense ustedes primero. Tome, para defenderse – y le alcanzó un fajo de billetes y el cargador de la 22 -. Pasen la noche en un hotel cualquiera y después váyanse.
El traductor más rápido del oeste no se atrevió a darle la mano. Antes de que apagaran la luz se volvió:
– Dígame: todo lo del tío ese del agua, ¿es cierto?
El gordo fue hasta la repisa y tomó el retrato de Josep Destandau.
– Lléveselo. Será su guía espiritual – dijo.
Spencer miró el retrato, se lo puso bajo el brazo y salió.
Al despertar en el cuarto del hotel, la Joya sintió que era de noche cerrada y que Spencer no estaba a su lado. Por un momento pensó lo peor, pero vio luz en el cuarto de baño contiguo y se tranquilizó.
– Spencer – llamó.
Sólo el ruido del agua. Se levantó con un escalofrío y abrió la puerta.
– Spencer, ¿te pasa algo? – dijo inquieta.
Spencer Roselló estaba apoyado con ambas manos en el lavabo vacío.
– Otra vez – decía como para sí mientras colocaba el tapón.
Giró los dos grifos al mismo tiempo y el agua cayó brusca y desordenada, golpeó la textura barata del lavabo y lo salpicó fría, lo quemó caliente con gotas que le atravesaron la camisa fina. Luego los dos chorros comenzaron a caer sobre la que se iba acumulando y dejaron de salpicar: el agua violenta hacía pozos en el agua quieta, una reventaba dentro de la otra, se revolvía. Cuando el nivel del líquido llegó al borde del lavabo, y la tensión en la superficie conmovida estaba a punto de rebalsar, cerró los grifos. Hubo un leve estremecimiento y luego fue la calma de las aguas mezcladas, tibia calabaza llena.
Spencer esperó que nada se moviera, se arrancó un cabello y lo dejó caer al agua. Dio un tirón leve a la cadenita que amarraba el tapón y el líquido se puso confusamente en movimiento, se revolvió sobre si mismo como si una víbora invisible se moviera con él. Luego hubo una succión firme y continuada que fue creando el cono de aire, la columna central; el agua comenzó a girar, primero vacilante y luego con vigorosa determinación. Creció entonces un hondo gruñido de cañerías, mientras su cabello primero se estremecía en el borde exterior del remolino y luego se perdía en el giro que lo arrastraba, hasta el ronquido final que dejó el lavabo vacío y brillante otra vez.
Spencer levantó la cabeza y se miró en el espejo:
– De abajo hacia arriba y de izquierda a derecha, en el sentido de las agujas del reloj – dijo como si estuviera solo.
Giró y vio a la Joya que lo miraba desde la puerta del baño.
– Lo he intentado varias veces – explicó -. No es simple ni tan seguro: nunca están dadas las condiciones ideales, Joya.
– Vamos a la cama – dijo ella.
A esa misma hora, los somnolientos funcionarios de la Policía de Barcelona habían logrado identificar el cadáver del hombre asesinado en las ramblas. Pese a que en un primer momento se pensó, por las tarjetas de crédito halladas, que se trataba de un ciudadano norteamericano de apellido Hood, documentación encontrada en el motel en el que se hospedaba, permitió identificarlo como Alberto Canosa (alias Capucha) oficial retirado del Ejército Argentino recientemente liberado luego de haber estado procesado en una causa por torturas, y desaparición de personas durante el gobierno militar. Especializado en lucha y estrategia antisubversiva en la base estadounidense de Panamá, Canosa se hallaba en Europa desde su liberación y se lo suponía en misión secreta.
Según el forense, la víctima presentaba una única herida angosta y profunda producida por un instrumento punzante que penetró tres centímetros bajo el esternón, en trayectoria de abajo hacia arriba, le atravesó el pulmón, partió la aorta y le causó la muerte inmediata.
El hecho se produjo a las siete de la tarde frente a uno de los puestos de venta de pájaros de la zona, en el cruce con la calle de la Boquería, curiosamente abierto hasta tan tarde. Pese a la falta de testigos directos y confiables, todas las evidencias señalaron a Alicia Zalazar, también argentina, no vidente y residente en Barcelona, como la aparente autora material del hecho. Sin embargo, el arma homicida, acaso un pedazo de hierro afilado de los que se utilizan para limpiar las jaulas, no fue hallada.
Tampoco fue posible recuperar y devolver a sus jaulas a las docenas de pájaros que, inmediatamente después de hacerse presente la autoridad policial, fueron liberados por la Zalazar, propietaria del puesto. Según testigos, los pájaros permanecieron durante ñoras en los árboles y en edificios de los alrededores, sin alejarse del lugar, sin saber aparentemente dónde ir, hasta que con la llegada de la noche se dispersaron con rumbo desconocido.