CAPÍTULO VII
Hacía ya tres horas que los soles se habían ocultado detrás del lejano Orgai y que el último resplandor púrpura había abandonado el cielo. En la planicie esperaban dieciocho guerreros alula, con Etzwane y Hozman.
—Éste es mi sitio habitual —explicó Hozman— y ahora es mi momento. El procedimiento es así. Yo aprieto el botón. A los veinte minutos busco una luz verde que se acerca. Entonces suelto el botón y el vehículo desciende. Mis esclavos están de pie en fila. Están drogados y son obedientes, pero no están alerta, sino como gente en un sueño. La puerta se abre y una luz celeste se adelanta. Yo camino hacia adelante, guiando a los esclavos. Si el vehículo tiene un mentor, aparece en la plataforma y entonces debo esperar mientras los mentores conversan. Cuando los esclavos están dentro y la conversación ha terminado, yo cierro la puerta y el vehículo parte. No hay que saber nada más.
—Muy bien. Oprima el botón.
Hozman lo hizo.
—¡Cuán a menudo lo he hecho! —murmuró—. Siempre me he preguntado dónde iba y cómo transcurrían sus vidas. Después, cuando el vehículo partía, yo miraba al cielo y examinaba las estrellas… Pero basta ya, nunca más. Llevaré vuestras monturas a Shagfe, y después volveré a la tierra donde nací y me haré vidente profesional… Permanezcan en línea, todos juntos. Deben parecer desganados y débiles.
El grupo formó una fila y esperó. La noche estaba silenciosa. Ocho kilómetros al norte estaba Shagfe, pero los fuegos y las lámparas de aceite brillaban muy débilmente para que su luz llegara. Los minutos pasaron lentamente; Etzwane nunca había sentido que el tiempo se prolongara tanto. Cada segundo se estiraba elásticamente y partía con desgana hacia el pasado.
Hozman levantó la mano.
—La luz verde… El vehículo baja. Ahora suelto el botón. Estén prontos, pero como débiles y relajados, sin hacer movimientos…
Arriba se escuchó como un ligero suspiro y un zumbido; una sombra negra se movió a través de las estrellas y se estacionó a unos veinte metros. Lentamente apareció una abertura, lanzando un vago resplandor azul sobre el suelo.
—Vamos —murmuró Hozman—. En fila, todos juntos. Allí se arrastra el mentor. Deben ser rápidos… pero sin precipitarse.
Etzwane se detuvo en la abertura. El resplandor azul mostraba el camino hacia adentro. En una suerte de repisa junto a una fila de luces de color había un asutra. Por un instante Etzwane y el asutra se miraron; después el asutra, comprendiendo el peligro, silbó y se deslizó hacia un corredor pequeño. Etzwane sacó su cuchillo, cortando el abdomen de la criatura y bloqueando su fuga. Con repugnancia empujó los restos hacia la cubierta, donde fueron aplastados bajo las botas de los alula.
Hozman dejó oír un suave relincho de aguda risa.
—Todavía no estoy libre de la influencia de esa cosa; podía sentir su emoción. Estaba furiosamente enojado.
Karazan entró con fuerza y el techo chocó con su cabeza.
—¡Vamos, hagamos lo que hemos de hacer mientras la sangre está caliente! Gastel Etzwane, ¿comprende el uso de esas manivelas y botones y luces?
—No.
—Entre entonces; vamos a hacer lo que debemos.
Etzwane fue el último en entrar. Vaciló, afligido por la certeza de que los planes eran locamente temerarios. «Sólo con esa consideración podemos esperar el éxito», se dijo a sí mismo. Miró el rostro de Hozman y sorprendió una expresión curiosamente vital y ansiosa, como si Hozman no pudiera contenerse en gritar de alegría.
«Aquí está su venganza —se dijo sombríamente Etzwane—. Contra nosotros y también contra el asutra. Ahora seguirá tomando su venganza contra todo Durdane por el horror que ha sido su vida… Mejor que lo mate ahora…» Etzwane esperó en la puerta. Afuera, Hozman estaba parado y expectante; adentro, los alula, prematuramente claustrofóbicos, comenzaban ya a rezongar. Con un repentino impulso, Etzwane saltó de nuevo a la superficie. Miró hacia donde Hozman sostenía el pestillo de la puerta. En una mano llevaba un trapo blanco. Etzwane miró lentamente a la cara de Hozman. Éste apretó los labios, con las mejillas que caían perrunamente a los lados.
—Así que —dijo Etzwane— está señalando nuestro destino, junto a todos los otros de la nave.
—No, no —tartamudeó Hozman—. Éste es mi pañuelo. Es una costumbre, simplemente; me seco la transpiración de la palma de las manos.
—Transpiran comprensiblemente —dijo Etzwane.
Karazan salió dando tumbos de la nave. Comprendió la situación en un instante y lanzó una terrible mirada sobre Hozman.
—Por este acto no puedes culpar a ningún mentor, a ninguna fuerza perversa que te haya empujado.
Sacó su enorme cimitarra.
—Hozman, de rodillas y dobla tu cuello, porque tu hora ha llegado.
—Un momento —dijo Etzwane—, ¿cuál es el sistema para cerrar la puerta?
—Eso debe averiguarlo solo —dijo Hozman. Intentó saltar para huir, pero Karazan se estiró y le atrapó por el cuello de su capa.
Hozman comenzó a rogar con una voz histérica, lacrimosa.
—¡Esto no es lo que habíamos acordado! Y, además, les puedo dar información que les salvará la vida, pero a menos que garanticen mi libertad, no la oirán. Pueden matarme primero y, cuando sean esclavos en un mundo distante, recuerden esta risa mía. —Tiró hacia atrás la cabeza y dejó oír un salvaje grito de burla—. Y sabrán que he muerto feliz, porque provoqué la ruina de mis enemigos.
Etzwane dijo:
—No queremos su vida miserable; confiamos en salvar la nuestra, y su traición es nuestro peor peligro.
—¡No habrá ninguna traición! ¡Cambio mi vida y mi libertad por la vuestra!
—Póngalo adentro —decidió Etzwane—. Si vivimos, él vivirá y a nuestra vuelta tendrá su castigo.
—¡No, no, no! —imploró Hozman. Karazan le hizo callar.
—Yo preferiría matar al gusano —dijo Karazan—. Adentro, vamos. —Empujó a Hozman dentro del vehículo. Etzwane estudió la puerta y descubrió el pestillo interior. Preguntó a Hozman:
—¿Y ahora? ¿Empujo la puerta hasta cerrarla y bajo esta palanca?
—Eso es todo —fue la hosca respuesta de Hozman—. El vehículo dejará Durdane por sí solo.
—Entonces que estén todos prontos; vamos a irnos.
Etzwane cerró la puerta. Inmediatamente el piso empujó contra sus pies. Los alula jadearon; Hozman gimió. Hubo una etapa de aceleración, y después tranquilidad. La iluminación azul hacía irreconocible las caras y parecían extraer una nueva dimensión del alma de cada uno. Etzwane, mirando a los alula, se sentía humilde ante su coraje; al revés que él, ellos nada sabían sobre las capacidades de Ifness. Hozman permaneció débil e inútil, con largas arrugas desesperadas que le cruzaban la cara. Etzwane preguntó:
—¿Cuáles son esos conocimientos suyos que salvarán nuestras vidas?
—Nada definido —contestó Hozman—. Concierne a su conducta general y a cómo deben actuar para evitar ser descubiertos instantáneamente.
—Bien, ¿y cómo debemos actuar?
—Deben caminar así, con los brazos flojos, los ojos en blanco y mansos, las piernas flojas como si apenas soportaran el peso de los cuerpos. —Hozman quedó dócil, como si estuviera aún bajo la influencia de un mentor.
Durante quince minutos la velocidad se mantuvo y después disminuyó. Nerviosamente, Hozman dijo:
—Ignoro las condiciones de a bordo, pero deben atacar fuerte y rápido, aprovechando al máximo la sorpresa.
—¿Los asutra habitan en sus anfitriones?
—Me imagino que sí.
—Por vuestro propio bien —dijo Etzwane—, pelead y pelead bien.
Hozman no agregó nada. Pasó un momento. El vehículo tocó en un objeto sólido y resbaló dentro de un canal, con un pequeño golpe al llegar. Los hombres se pusieron tensos. La puerta se abrió. Vieron un corredor vacío, a lo largo del cual se podía caminar en fila única. Una voz llegó desde un panel.
—Caminen derecho hasta el vestíbulo. Quítense toda la ropa. Serán lavados por un chorro refrescante.
—Actuad como si estuvierais demasiado drogados para entender las instrucciones —susurró Hozman.
Etzwane caminó lentamente dentro del corredor y lánguidamente se dirigió hasta el extremo, donde una puerta obstruía el paso. Los alula siguieron, con Hozman arrastrándose entre ellos. La voz volvió a hablar:
—Quítense las ropas.
Etzwane hizo algunos movimientos, como para obedecer; luego dejó caer los brazos, con actitud de fatiga, y se reclinó contra la pared. Desde el panel llegó un silbido y un murmullo de disgusto. Desde los orificios del techo cayeron chorros de un líquido acre, empapándolos hasta la piel… Luego se interrumpió y la puerta se abrió. Etzwane la cruzó, hasta una gran cámara circular. Allí esperaban una media docena de criaturas bípedas, de piel gris y llena de protuberancias, bajas de estatura, batracias de apariencia. Cinco ojos como vasos de leche emergían de sus cabezas; los pies eran aletas de músculo verde grisáceo. En la nuca de cada cuello había un asutra. Etzwane no tuvo necesidad de dar señal alguna. La energía contenida explotó dentro de los alula; se lanzaron hacia adelante; en cinco segundos los anfitriones grises yacían muertos en charcos de sangres gris y verde, junto a los asutra aplastados y destrozados. Etzwane miró alrededor suyo en la habitación, las fosas nasales distendidas, el arma de energía pronta. Pero no aparecieron otras criaturas grises. Corrió con largos pasos firmes hasta el final de la cámara, donde los corredores estrechos conducían en dos direcciones. Atendió y no escuchó sonido alguno, excepto un suave zumbido. La mitad de los alula, con Karazan, marchó por la izquierda; Etzwane condujo a los otros por la derecha. Los corredores, estrechos y bajos, habían sido construidos de acuerdo a la escala de los asutra; Etzwane se preguntó cómo podría circular por allí Karazan. Llegó hasta una rampa estrecha; arriba vio brillo de estrellas. Corrió tan rápido como pudo e irrumpió en una torre de control. Un banco circular rodeaba la habitación; en una parte, una docena de tanques pequeños mostraban líquidos coloreados. Un lado de la cámara contenía una consola baja, con accesorios que Etzwane presumió serían controles. En el banco mullido junto a los controles había tres asutra. Al entrar Etzwane, retrocedieron hacia los paneles transparentes, silbando con excitación. Uno extrajo un pequeño mecanismo negro que escupió un fuego lavanda hacia Etzwane. Éste se hizo a un lado y el fuego dio a un alula en la espalda. Etzwane no podía utilizar su arma de energía por temor de romper la torre, pero se abalanzó presurosamente a través de la habitación. Unos de los asutra se deslizó hacia un pequeño pasaje, de unos treinta centímetros de lado; Etzwane aplastó al segundo con la hoja de su cuchillo. El primero se deslizó, sibilante, hasta la mesa de controles; Etzwane lo atrapó y lo tiró hacia el centro de la habitación, donde los alula lo hicieron papilla.
El hombre que había sido alcanzado por el rayo quedó boca arriba, mirando hacia las estrellas; estaba muriendo y nada se podía hacer ya por él. Etzwane ordenó que dos hombres se quedaran de guardia allí; ellos le echaron ciertas miradas, como desafiando su autoridad. Etzwane ignoró esa tozudez.
—Tengan cuidado. No se queden donde un asutra pueda apuntarles desde aquel pequeño pasaje. Bloqueen la entrada si pueden. ¡Estén alertas!
Salió del cuarto y fue a buscar a Karazan.
Una rampa bajaba hacia un recinto central y allí yacían los cautivos de Caraz, drogados y adormilados, en estantes que salían de las paredes como barras de una rueda. Karazan había matado a uno de los asistentes grises; dos más quedaban sumisos a un costado. Ninguno de los tres llevaba asutra. Con sorpresa, Etzwane reconoció allí los rasgos poco agraciados de Srenka y Gulshe. En el conjunto, unos doscientos hombres, mujeres y niños yacían depositados en los estantes. Karazan estaba de pie en el centro de la habitación, escrutando con incertidumbre a las criaturas grises y a los cautivos, desorientado quizá por primera vez en su vida.
—Esta gente está bien como está —dijo Etzwane a Karazan—. Que duerman. Otro asunto es más urgente. Los asutra tienen pequeños pasajes donde por lo menos se ha refugiado uno. Debemos revisar la nave, con grandes precauciones, porque las criaturas llevan armas de energía; ya han matado a un hombre. Nuestra ventaja es bloquear los pasajes a medida que los encontremos, hasta que conozcamos la nave.
Karazan le informó:
—Es más pequeña de lo que yo había esperado; no es un sitio cómodo ni fácil para estar.
—Los asutra la han construido tan cerca de su escala como les fue posible. Con suerte, pronto estaremos de vuelta en la superficie. Hasta entonces, sólo podemos esperar y confiar en que los asutra no pueden pedir refuerzos.
Karazan parpadeó.
—¿Cómo podrían hacerlo?
—Las especies avanzadas hablan a través del espacio, utilizando la energía del relámpago.
—Todo esto es absurdo —murmuró Karazan, mirando a través de la habitación—. ¿Por qué han de llegar a tales extremos para conseguir esclavos? Tienen a esas especies de sapos, a los monstruos negros como su cautivo, a los demonios rojos, y quién sabe a cuántos otros sirvientes.
—Nada sobre los asutra es seguro —afirmó Etzwane—. Una suposición es tan buena como cualquier otra. Quizá cada uno de los anfitriones elegidos cumple una función especial. Quizá simplemente les guste tenerlos distintos.
—No importa —gruñó Karazan—. Tenemos que sacarlos de sus grietas.
Dio instrucciones a sus hombres y los envió en parejas. Declarándose demasiado corpulento para ayudar en la búsqueda, llevó a las criaturas grises hasta la torre de observación y trató de persuadirlas, sin éxito, de que llevaran la nave de vuelta a Durdane. Etzwane fue a examinar el vehículo de enlace, que estaba todavía en su canal, y no pudo descubrir la manera de controlarlo. Después buscó alimento y agua, que encontró en cajas y tanques bajo el depósito de esclavos. La atmósfera parecía fresca; en alguna parte de a bordo funcionaba un sistema de renovación automática y Etzwane confió que si los asutra estuvieran vivos y ocultos no pensarían en sofocar a los intrusos. En una situación similar, ¿qué haría él? Si esperaba una nave de transferencia, no haría nada sino dejar que el problema se resolviera por medios exteriores…
De a dos, los guerreros alula vinieron a informar. Habían descubierto el sistema de conducción, los generadores de energía, el sistema de purificación de aire. Habían sorprendido y matado a un asutra en el cuello de su anfitrión, pero no habían encontrado otros; en una docena de sitios habían bloqueado los pasajes de los asutra. Sin otra cosa mejor que hacer, Etzwane realizó una lenta exploración de la nave, tratando de averiguar el emplazamiento del refugio asutra. En esta tarea fue ayudado por los alula, que ahora habían ganado más confianza.
Durante horas el grupo estudió la nave, estimando distancias y volúmenes, y finalmente concluyó en que el refugio privado de los asutra debía de estar directamente bajo la torre de control, en un espacio de unos tres metros cuadrados y poco más de un metro de altura. Etzwane y Karazan estudiaron el exterior de ese espacio y se preguntaron si podrían penetrar. Los muros no mostraban uniones y estaban hechos de un material desconocido, para Etzwane: no era vidrio ni metal. Ese espacio, supuso Etzwane, era el cuartel privado de los asutra y se preguntó cuánto tiempo podrían vivir allí sin alimento; aunque, desde luego, podía haber alimento dentro del recinto.
El amanecer se acercó. Durdane era un gran disco negro y púrpura rodeado de estrellas, con un brillo magenta y titilante hacia el este. La estrella Etta Azul subía sobre el horizonte, después apareció la rosada Sassetta y finalmente la blanca Zael, y la cara de Durdane se despertó a la luz.
La nave estaba sobre Caraz, a una distancia que Etzwane estimó en unos trescientos kilómetros. Más abajo estaría la aldea Shagfe, demasiado trivial para ser notada. De sur a norte se extendían los ríos de Caraz, enormes víboras plateadas que languidecían sobre una felpa arrugada. En el lejano sudoeste aparecían el lago Nior y una línea de lagos menores. Etzwane especuló sobre la fuerza que mantenía en su sitio a la nave depósito y cuánto tardaría en caer sobre la superficie si los asutra cortaban la energía. Pestañeó, imaginándose los últimos pocos segundos… Pero los asutra nada ganarían con destruir la nave. Etzwane reflexionó sobre las curiosas similitudes entre criaturas tan distintas como el hombre, el asutra, el roguskhoi y el ka. Todos necesitaban sustento y refugio; todos utilizaban la luz para localizarse en el espacio… Para comunicarse todos utilizaban el sonido, en lugar de la luz, del tacto o del olfato, por motivos simples y universales. El sonido se expandía y cubría un terreno determinado; el sonido podía ser producido con un mínimo de energía; el sonido era infinitamente flexible. ¿La telepatía? Una facultad irregularmente útil al hombre, pero quizá empleada con más consistencia por otras especies; en realidad, considerar que una facultad tan básica quedara restringida a la especie humana sería irracional. El estudio y la comparación de las formas de vida inteligente debería ser una empresa fascinante, pensó Etzwane…
Examinó el cielo en todas las direcciones. Estaba negro y lucían las estrellas. Era demasiado pronto para esperar a Ifness y a una nave de la Tierra. Pero no demasiado temprano para temer la llegada de una nave asutra. La misma nave depósito era un cilindro chato, jalonado cada seis metros con conos gruesos, rematados en radiantes de metal blanco. La superficie, notó Etzwane, no era el cobre de las naves que había visto previamente, sino un gris-negro barnizado, en el que brillaban lustres aceitosos de carmesí, azul oscuro y verde. Etzwane fue una vez más a estudiar los controles. No había duda de que, en principio, eran similares a los de una nave de la Tierra, y sospechó que Ifness, si hubiera tenido la oportunidad, habría descubierto las funciones de los pequeños botones y de la manijas y de los tanques de jalea gris…
Karazan apareció desde abajo. La claustrofobia lo había puesto susceptible e irritante; sólo en la torre de observación, con el espacio abierto a su alrededor, pareció distenderse.
—No puedo romper la pared. Nuestros cuchillos y palos son débiles para esa tarea, y no puedo entender los instrumentos asutra.
—No veo cómo pueden amenazarnos —reflexionó Etzwane—, suponiendo que todos los pasajes están bloqueados. Si se desesperan, podrían quizá quemar su salida y atacarnos con sus armas… Si nos bajaran a la superficie podrían continuar su camino, pese a la petición de Ifness de una nave espacial, que podrá procurar en algún otro momento.
—Coincido en todos los puntos —señaló Karazan—. No me gusta estar colgado en medio del aire como un pájaro en su jaula. Si consiguiéramos que las criaturas nos comprendieran, no hay duda de que podríamos llegar a un acuerdo. ¿Por qué no probar de nuevo con los hombres-sapo? No tenemos nada mejor que hacer.
Bajaron hasta el recinto de esclavos, donde los hombres-sapo estaban tirados apáticamente. Etzwane llevó a uno de ellos hasta la torre de observación y, con gestos hacia los controles y hacia la superficie, indicó que la criatura debía bajar la nave hasta la superficie. Pero no sirvió de nada; la cosa gris se quedó mirando para todos lados, con sus aletas que se bajaban y se subían en los orificios para respirar, como prueba de alguna desconocida emoción.
Etzwane llegó a empujar a la criatura contra los controles; se quedó rígido y exhaló un líquido de olor pestilente desde glándulas situadas en su columna dorsal. Etzwane desistió de sus esfuerzos.
Después de media hora de meditación fue hasta el pasaje bloqueado de los asutra y cautelosamente quitó las bolsas de bizcocho de cereal que obstruían la abertura. Chistó y silbó, en la forma más conciliatoria que pudo, y luego escuchó. Ningún sonido, ninguna respuesta. Probó de nuevo y esperó. Otra vez sin éxito. Etzwane volvió a cerrar el agujero, ya irritado y desilusionado. Los asutra, con una inteligencia por lo menos equivalente a la humana, debían haber comprendido que Etzwane estaba ofreciendo una tregua.
Etzwane fue a mirar a Durdane, ahora completamente expuesto a la luz solar. El lago Nior estaba oscurecido bajo una franja de nubes; el terreno inmediatamente inferior estaba similarmente oculto… La negativa de los asutra a contestar sugería una incapacidad de negociar o cooperar. Las criaturas no parecían esperar cuartel y seguramente no lo darían. Etzwane recordó a los roguskhoi y los horrores que habían cometido sobre la gente de Shant. De acuerdo a las presunciones previas, los roguskhoi habían sido un arma experimental diseñada para su uso contra los mundos de la Tierra, pero ahora parecía probable que los asutra hubieran pensado también en la gente de las naves de globo negro… Etzwane hizo un gesto hacia Durdane. La situación se hacía más misteriosa y contradictoria. Revisó en su mente aquellas preguntas que en un momento u otro le habían causado perplejidad. ¿Por qué los asutra se molestaban en obtener esclavos humanos cuando los ka eran igualmente aptos, fuertes y ágiles? ¿Por qué el ka había destruido al asutra de Hozman con tanta pasión? ¿Cómo podían confiar los asutra en que los roguskhoi pudieran rivalizar con una raza técnicamente eficiente? Y otro asunto: cuando el ka había quedado atrapado en la nave espacial derribada, ¿por qué el asutra no había escapado, como pudo fácilmente haberlo hecho? Extrañas cuestiones, que con el tiempo podrían aclararse o no.
El día se arrastró. Los hombres comieron raciones de la carne fría que habían traído consigo y cautamente probaron el bizcocho de cereal de los asutra, que resultó suave, pero no desagradable. Cuanto antes llegara Ifness con su nave de rescate, mejor sería. Ifness vendría, de eso Etzwane estaba seguro. Ifness nunca había fallado en ningún propósito; Ifness era un hombre demasiado orgulloso para tolerar un fracaso… Etzwane fue al recinto de los esclavos y miró en los rostros pálidos y quietos. Encontró a Rune la del Sauce y se quedó varios minutos contemplando sus rasgos. Le tocó el cuello, buscando un latido, pero se confundió con el latido de su propio corazón. Sería agradable en verdad cabalgar por las llanuras de Caraz sólo junto a Rune. Lentamente, sin voluntad de hacerlo, se apartó de allí. Paseó por la nave, maravillándose de la factura precisa y de la experta estructura mecánica. ¡Qué milagro era una nave espacial, que sin esfuerzo podía llevar a criaturas pensantes a través de distancias tan enormes!
Etzwane volvió a la torre y contempló con inútil fascinación los controles. Los soles se hundían; la noche ocultaba el mundo allá abajo.
Pasó la noche y llegó el día. Hozman Garganta Ronca estaba tirado boca abajo en los estantes de los esclavos, con una cuerda atada al cuello y la lengua fuera. Karazan murmuró su desaprobación, pero no hizo esfuerzo alguno para descubrir a los asesinos; la muerte de Hozman pareció casi trivial.
El día prosiguió. Un ánimo de duda e incertidumbre comenzó a infectar la nave. La alegría de la victoria se había ido; los alula estaban desalentados. Una vez más Etzwane silbó junto al pasaje de los asutra, sin más éxito que antes. Comenzó a preguntarse si no estarían todos muertos. Había visto uno que se deslizó hacia adentro por el pasaje, pero después un asutra prendido al cuello de la especie de sapo había sido muerto; pudo haber sido el mismo asutra.
Pasó ese día; después otro y otro más. Durdane mostraba cada día una formación de nubes diferentes; aparte de eso la escena era estática. Etzwane aseguró a los alula que la misma falta de acontecimientos era un buen síntoma, pero Karazan le replicó:
—No puedo seguirle en su razonamiento. Supongamos que Ifness hubiera sido muerto en su viaje a Shillinsk. O que no hubiera podido comunicarse con sus colegas. O que éstos se hubieran negado a escucharle. Entonces ¿qué? Nuestra espera aquí sería igual a la de antes, y no representaría ningún buen síntoma.
Etzwane trató de explicar la peculiar y perversa personalidad de Ifness.
—Es un hombre que no tolera la derrota.
—Pero es un hombre, y nada es seguro.
En ese momento llegó un grito de uno de los guardias, que permanecían día y noche en la torre de observación.
—¡Una nave espacial se mueve en el cielo!
Etzwane saltó con el corazón en la boca. Era muy pronto, demasiado pronto, para esperar a Ifness. Miró desde la torre hacia donde apuntaba el vigía… Arriba, una nave como un disco bronceado se deslizaba perezosamente por el cielo, con el reflejo de los soles en su superficie.
—Es una nave asutra —opinó Etzwane.
Karazan dijo con cierta solemnidad:
—Tenemos una sola opción, y es pelear. La sorpresa es otra vez nuestra aliada, porque no pueden esperarse que esta nave se encuentre en manos enemigas.
Etzwane miró a la consola. Las luces relampagueaban y titilaban, significando algo que él no podía comprender. Si la nave disco estaba intentando comunicarse y no recibía respuesta, se aproximaría con gran cautela. La sorpresa no era un aliado tan importante como había confiado Karazan.
El disco trazó una curva hacia el norte, luego hizo un sesgo y después se detuvo, quedando quieta a un kilómetro de distancia. Después emitió un parpadeo verde y desapareció. El cielo quedó vacío.
De una docena de gargantas salió el suspiro de una respiración contenida.
—¿Y ahora por qué eso? —preguntó Karazan a su gente, en general—. Yo no soy hombre para estas cosas; detesto las adivinanzas.
Etzwane sacudió la cabeza.
—Sólo puedo decir que prefiero la ausencia de la nave a su compañía.
—Sabe que estamos aquí y planea encontrarnos durmiendo —rezongó Karazan—. Estaremos preparados.
Durante el resto del día todos se concentraron en la torre de control, excepto los que debían patrullar la nave. El disco bronceado no reapareció, el grupo se tranquilizó y las condiciones fueron las de antes.
Pasaron cuatro días. Los alula entraron en un estado taciturno y las patrullas comenzaron a perder vivacidad. Etzwane se quejó a Karazan, quien le contestó con un murmullo inarticulado.
—Si la disciplina se deteriora, tendremos problemas —observó Etzwane—. Debemos mantener la moral. Después de todo, ellos conocían bien las circunstancias antes de que dejáramos Durdane.
Karazan no contestó, pero poco después reunió a sus hombres y les impartió diversas instrucciones.
—Somos alula. Somos famosos por nuestra entereza. Después de todo, no sufrimos nada más serio que el aburrimiento y el estar confinados en este sitio. La situación podría ser peor.
Los alula escucharon en sombrío silencio y después volvieron a sus tareas con mayor atención.
Al finalizar la tarde ocurrió algo que alteró drásticamente la situación. Etzwane, mirando hacia el este a través de la gran expansión gris, notó que una esfera negra se mantenía quieta en el cielo, a una distancia imposible de estimar. Etzwane miró durante diez minutos y el globo negro permaneció inmóvil. Con una idea repentina, miró al panel de la consola y comprobó que las luces parpadeaban y cambiaban de color. Karazan preguntó con voz anhelante.
—¿Puede ser la nave de la Tierra, que nos llevará de vuelta al suelo?
—Todavía no. Ifness calculó dos semanas por lo menos; es demasiado pronto.
—¿Entonces qué nave flota allí? ¿Otra nave asutra?
—Le conté sobre la batalla en el Thrie Orgai —contestó Etzwane—. Yo supondría que ésta es una nave de los enemigos de los asutra, la gente del misterio.
—Como la nave se aproxima —acotó Karazan— el misterio está por ser solucionado.
La nave negra se curvó en un sesgo, pasando a un kilómetro hacia el sur del depósito; aminoró su marcha y se detuvo. Justo en el punto donde había desaparecido, el disco de bronce-cobre se materializó con rencoroso disimulo. Por un instante se quedó quieta, luego disparó un par de proyectiles. El globo negro, como por reflejo nervioso, descargó sus armas; a mitad de camino entre ambas naves, una explosión silenciosa cubrió el cielo. Etzwane y los alula pudieron haberse quedado ciegos, si no fuera por el material que cubría la torre y que resistía la fuerza de esa luz.
El disco de bronce había enfocado cuatro chorros de energía contra el globo negro, que estalló en rojo; aparentemente su sistema de protección había fallado. Su desquite fue proyectar un golpe de llama púrpura, que por un instante relució sobre la nave de disco como el extremo de una antorcha; después la llama disminuyó y murió. El globo negro se enrolló como un pescado muerto. El disco lanzó otro proyectil, que pegó en el centro ya quemado por los rayos convergentes. El globo explotó y Etzwane recibió la imagen instantánea de fragmentos negros que volaban desde un centro de material incandescente; entre ese material creyó ver cadáveres, grotescamente retorcidos y giratorios. Los fragmentos pegaron en la nave depósito, resonando, trepidando y enviando vibraciones a través de todo el casco.
El cielo quedó nuevamente claro y abierto. Del globo negro no quedaba nada; el disco de bronce había desaparecido.
Etzwane dijo con voz hueca:
—La nave disco se queda en una emboscada. El depósito es el anzuelo. Los asutra saben que estamos aquí; creen que somos sus enemigos y esperan que lleguen nuestras naves.
Etzwane y Karazan buscaron en el cielo con nueva ansiedad. El simple rescate de cuatro chicas secuestradas por Hozman Garganta Ronca se había ampliado hasta una situación que desbordaba sus imaginaciones. Etzwane no había aspirado a participar en una guerra espacial; Karazan y los alula no habían comprendido las presiones psicológicas que caerían sobre ellos.
El cielo quedó libre de tráfico; los soles se hundieron tras un millón de plumas de nubes color magenta. La noche fue instantánea; el crepúsculo sólo se mostró como un florecimiento triste y leve.
Durante la noche, las patrullas no estuvieron alertas, para disgusto de Etzwane. Se quejó a Karazan, puntualizando que las condiciones eran las de antes, pero Karazan reaccionó con un ademán irritado de su enorme brazo, relegando al olvido a Etzwane y sus pequeños temores. Karazan y los alula se habían desmoralizado, reflexionó Etzwane agriamente, hasta un grado tal que habrían dado la bienvenida al ataque, al cautiverio, a la esclavitud, a cualquier cosa que les hubiera enfrentado, con un rival palpable. Era inútil hacerles arengas; ya no escuchaban.
Pasó la noche y el día y otras noches y otros días. Los alula se sentaban en tropel dentro de la torre de observación; miraban al cielo, no veían nada. Llegó el momento en que Ifness podía ya ser esperado, pero nadie creía ya en Ifness ni en la nave de la Tierra; la única realidad se componía de la jaula del cielo y de un panorama vacío.
Etzwane había examinado una docena de sistemas para advertir a Ifness, si es que llegaba, y los había rechazado todos o, más ajustadamente, ninguno era funcional. El mismo Etzwane perdió la cuenta de los días transcurridos. La presencia de los otros hombres se le había hecho odiosa, pero la apatía era una fuerza más poderosa que la hostilidad, y los hombres se sufrían recíprocamente en una silenciosa comunidad de aborrecimiento.
Después cambió la índole de la espera y se convirtió en una sensación de inminencia. Los hombres murmuraban inquietos y vigilaban desde la torre de observación, con los ojos en blanco. Sabían que algo estaba por suceder y pronto. Y ése fue el caso. Reapareció el disco de bronce.
Los hombres del depósito dejaron oír algunos gruñidos guturales de preocupación; Etzwane hizo una última inspección del cielo. ¿Dónde estaba Ifness?
El cielo estaba vacío excepto por el disco de bronce. Éste trazó un círculo alrededor del depósito, luego se detuvo y después se acercó. Parecía enorme, usurpando el cielo como una mancha. Los cascos se tocaron; el depósito chirrió y vaciló. Desde el sitio de la puerta llegó un sonido que era como una vibración. Karazan miró a Etzwane.
—Vienen a bordo. Usted tiene su arma de energía. ¿Peleará?
Etzwane sacudió la cabeza.
—Muertos no seremos útiles a nadie, y menos a nosotros mismos.
Karazan protestó.
—¿Así que vamos a rendirnos? Nos llevarán y nos convertirán en esclavos.
—Esa es la posibilidad. Es mejor que la muerte. Nuestra esperanza es que el mundo de la Tierra conozca al fin la situación e intervenga en nuestro favor.
Karazan dejó oír una risa sarcástica y apretó sus enormes puños, pero todavía se quedó indeciso. Desde abajo venían los sonidos de la entrada de alguien. Karazan advirtió a los suyos:
—No opongáis resistencia. Nuestras fuerzas son inferiores a nuestros deseos. Debemos sufrir la penalidad de ser más débiles.
A la torre de control entraron dos ka, cada uno de ellos con un asutra adosado a su cuello. Ignoraron a los hombres, excepto para hacerlos a un lado, y llegaron a los controles. Uno de ellos movió las pequeñas y raras clavijas con facilidad y precisión. Dentro de la nave zumbó un motor. La vista desde la torre se hizo confusa y después negra; no se veía nada. Otro ka llegó a la puerta de la cabina. Hizo gestos, indicando que los alula y Etzwane debían dejar sitio. Sombríamente, Karazan se agachó frente a la salida y doblando el cuello marchó rampa abajo, hacia el recinto de los esclavos. Le siguió Etzwane, y los otros marcharon detrás.