CAPÍTULO III

Etzwane llegó temprano a la posada Fontenay. Vestía un traje grueso de color gris, una chaqueta impermeable contra las neblinas y lluvias de Caraz, botas de cuero hasta los tobillos. En su bolso llevaba el arma energética que Ifness le había dado mucho tiempo antes.

Ifness no estaba en el local. Otra vez Etzwane se paseó arriba y abajo por la avenida. Pasó una hora; después una diligencia se detuvo junto a él. El conductor hizo una seña.

—¿Es usted Gastel Etzwane? Por favor, venga conmigo.

Etzwane examinó al hombre con sospecha.

—¿Dónde?

—A un sitio al norte de la ciudad; ésas son mis instrucciones.

—¿Quién se las ha dado?

—Un tal Ifness.

Etzwane subió a la diligencia. Fueron hacia el norte junto al estuario del Jardeen, que después se ampliaba para convertirse en el Sualle. La ciudad quedó atrás; siguieron un camino del muelle, a través de un terreno desagradable con cascajos, ortigas, cobertizos, depósitos y algunas cabañas. En una casa antigua, construida con ladrillos estropeados, la diligencia se detuvo. El conductor hizo una seña; Etzwane descendió. La diligencia se volvió por donde había venido.

Etzwane llamó a la puerta de la casa, sin obtener respuesta. Dio la vuelta hasta la parte de atrás donde al pie de una pendiente rocosa asomaba un depósito de botes que se prolongaba sobre el agua. Etzwane siguió un sendero que bajaba por la pendiente y miró en el depósito, encontrando a Ifness que cargaba paquetes en una embarcación a vela.

Etzwane se detuvo, pensando que Ifness habría perdido la sensatez. Partir en ese bote a través del Océano Verde, por la costa norte de Caraz hasta Erbol, desde allí por el río Keba hasta Burnoun, era, por lo menos, poco práctico, por la distancia del viaje, sino por otras razones.

Ifness pareció leerle el pensamiento. Con una voz seca explicó:

—Por la misma índole de nuestra búsqueda, no podemos volar aparatosamente hasta Caraz en un yate aéreo. ¿Estás listo para partir? En ese caso, sube al bote.

—Estoy listo.

Etzwane subió al bote. Ifness ajustó las líneas de orientación y encaró el bote hacia Sualle.

—Ten la bondad de izar esa vela.

Etzwane tiró de la driza; la vela se agitó; el bote se movió en el agua. Etzwane se sentó cuidadosamente sobre el banco transversal y miró la costa que retrocedía. ¿Comida y bebida? Había lo suficiente para tres días, a lo sumo para una semana. Etzwane se encogió de hombros y miró hacia el Sualle. La luz del sol relumbró en millones de puntos rosados, azules y blancos. A lo lejos se veían las hermosas formas vidriadas de Garwiy, con sus colores suavizados por la distancia. Podría no ver nunca más esas torres de vidrio de Garwiy.

Durante una hora el bote surcó el Sualle, hasta que la costa se hizo borrosa y no se vieron ya otras embarcaciones. Ifness dijo en forma cortante:

—Puedes arriar la vela y luego quitar el mástil.

Etzwane obedeció. Entretanto, Ifness trajo puñados de una materia transparente que acomodó junto a un paravento. Etzwane miró en silencio. Ifness hizo una última inspección del horizonte; después levantó la tapa de una caja en la popa. Etzwane notó un panel negro, con un juego de botones blancos, rojos y azules: Ifness hizo unos ajustes. El bote se levantó en el aire, chorreando agua, y surcó el cielo. Ifness tocó los botones; la embarcación trazó una curva hacia el oeste, para volar sobre los llanos pantanosos de Fenesq. Con una voz casual, Ifness dijo:

—Un bote es el vehículo menos conspicuo para viajar; no llama la atención en ningún lado, ni siquiera en Caraz.

—Un artificio ingenioso —comentó Etzwane.

Ifness asintió con indiferencia.

—Me faltan planos exactos, y deberemos navegar por aproximación. Los mapas de Shant sólo son suposiciones. Seguiremos la costa de Caraz hasta la boca del río Keba, algo así como tres mil kilómetros, o eso creo. Después podremos seguir el Keba hacia el sur sin riesgo de perdernos.

Etzwane recordó el gran mapa de la oficina de Jurisdicción. En el territorio de Shillinsk había notado diversos ríos: el Panjorek, el Zura azul, el Zura negro, el Usak, el Bobol. Intentar un atajo a través de la tierra era arriesgarse a descender en un río equivocado. Prestó su atención a los llanos del Cantón Fenesq, trazando los canales y la vías de agua que irradiaban desde las cuatro ciudades Fen. El límite cantonal aparecía a la distancia; una línea de negros árboles alyptus; más allá los pantanos y los páramos del Cantón Gitanesq se extendían bajo una bruma púrpura.

Ifness, acurrucado en la cabina, preparó un recipiente con té. Sentándose bajo la pantalla delantera, con el viento que soplaba por encima, los dos bebieron té y comieron bizcochos de nuez que había en una de las cajas que Ifness había traído a bordo. Etzwane pensó que Ifness parecía descansado y hasta amable. Intentar una conversación era arriesgarse a un rechazo, pero el mismo Ifness adelantó un comentario:

—Bien, hemos partido adecuadamente y sin interferencia de ningún lado.

—¿Esperabas tenerla?

—No seriamente. Dudo de que los asutra mantengan agentes en Shant; la zona puede ser de poco interés para ellos. Dasconetta puede haber colocado alguna información en los monitores del Instituto, pero creo que fuimos demasiado rápidos para ellos.

—Tu relación con Dasconetta parece bastante extraña.

Ifness hizo un gesto de asentimiento.

—En una organización como el Instituto, un Miembro consigue su nivel demostrando un juicio superior al de sus colegas, particularmente al de aquellos que son considerados astutos. He burlado a Dasconetta tan decisivamente que empiezo a preocuparme: ¿en qué anda? ¿Cómo puede desconcertarme sin aceptar mi punto de vista? Es un asunto peligroso y sutil.

Etzwane frunció el ceño ante Ifness, cuyas motivaciones y actitudes, como de costumbre, encontró incomprensibles.

—Dasconetta me preocupa menos que nuestro trabajo en Caraz, que quizá no sea tan sutil, pero es igualmente peligroso. Después de todo, Dasconetta no es un asesino maniático ni un caníbal.

—Tal conducta suya no ha sido probada, ciertamente —dijo Ifness con una ligera sonrisa—. Bien, bien, quizá tengas razón. Debo volcar mi atención sobre Caraz. De acuerdo con Kreposkin[6], la región del Keba medio es relativamente plácida, especialmente al norte de las colinas Urt Unna. Y Shillinsk parece estar en esa zona. Menciona a piratas de río y a una tribu local, los sorukh. En las islas del río viven los degenerados gorioni, a quien hasta los traficantes de esclavos ignoran.

Debajo se levantaban las colinas Hurra, y donde los acantilados Day caían sobre el oleaje del Océano Verde, terminaba Shant. Durante una hora volaron sobre una agua anodina, hasta que en el horizonte apareció una vaga marca oscura: Caraz. Etzwane se agitó. Ifness se sentó de espaldas al viento, meditando sobre su cuaderno de apuntes. Etzwane preguntó:

—¿Cómo piensas encarar la investigación?

Ifness cerró el cuaderno, miró a un lado y al cielo antes de contestar.

—No tengo planes específicos. Estamos saliendo para resolver un misterio. Primero debemos juntar los hechos y después extraer nuestras conclusiones. Por el momento sabemos muy poco. Los roguskhoi parecen haber sido artificialmente desarrollados como un arma antihumana. Los asutra que los controlan son una especie parasitaria o, para decirlo en forma más simpática, podría afirmarse que viven en simbiosis con sus anfitriones. Los roguskhoi fallaron en Shant. ¿Por qué los encontramos en Caraz? ¿Se han dispuesto a conquistar territorio? ¿Conservar una colonia? ¿Desarrollar algún recurso? Por el momento sólo podemos hacernos preguntas.

Caraz dominaba el horizonte occidental. Ifness orientó el bote un punto o dos hacia el norte y se volvió ligeramente hacia la línea costera. Por la tarde aparecieron llanos pantanosos, marcados por puntos trémulos de oleaje. Ifness ajustó el derrotero y durante toda la noche el bote, a media velocidad, bordeó la costa, siguiendo huellas de espuma fosforescente. La niebla previa al amanecer descubrió después el bulto del cabo Comranus, y entonces Ifness declaró que los mapas de Kreposkin eran inútiles.

—Esencialmente sólo nos informan de que existe un cabo Comranus, que debe estar en algún sitio de la costa de Caraz. Debemos utilizar estos mapas con muchas reservas.

Durante toda la mañana el bote siguió por la costa, pasando una sucesión de promontorios separados por llanos pantanosos. A mediodía volaron sobre un gran dedo de piedra que apuntaba a unos ochenta kilómetros al norte y que no estaba identificado en los mapas de Kreposkin. Otra vez apareció el mar; Ifness dejó descender el bote hasta que sólo estuvieron a poco más de trescientos metros sobre la playa.

A mitad de la tarde cruzaron la desembocadura de un vasto río, el Gever, surgido del lago Geverman, en el cual cabría totalmente Shant. Una villa de unas cien cabañas de piedra ocupaba el costado protegido de una colina; una docena de botes flotaban con sus anclas. Era el primer sitio habitado que veían en Caraz.

Persuadido por el mapa de Kreposkin, Ifness torció el bote hacia el oeste y tierra adentro, a través de una región salvaje y muy boscosa que se extendía hasta el norte más allá de donde llegaba la vista: la península Mirv. Más de cien kilómetros quedaron a popa. Desde un claro casi invisible, una columna de humo subía por el aire. Etzwane llegó a divisar tres cabinas de madera, y durante diez minutos miró hacia atrás, preguntándose qué clase de hombres y mujeres vivirían perdidos en los bosques norteños de Caraz. Pasaron otros cien kilómetros. Llegaron a la orilla lejana de la península Mirv, en este caso confirmando el mapa de Kreposkin. Otra vez volaron sobre el agua. Por delante se abría el estuario del río Hietze hacia la tierra: una grieta de treinta kilómetros de ancho, llena de islas húmedas, cada una de ellas un país mágico en miniatura, con árboles deliciosos y prados mohosos. Una de las islas tenía un castillo de piedra gris; junto a otra había amarrado un barco de carga.

Hacia el final de la tarde, bajaron nubes desde el norte y una cierta tristeza cubrió el paisaje. Ifness aminoró la marcha y tras debida consideración descendió en una curva protegida de la playa. Como los relámpagos comenzaron a azotar en el cielo, Ifness y Etzwane extendieron una arpillera sobre la cabina; después, mientras la lluvia caía sobre el tejido, bebieron té y comieron carne con pan. Etzwane preguntó:

—Supongamos que los asutra atacaran a Durdane con naves espaciales y armas poderosas, ¿qué harían los pueblos de los mundos terrenales? ¿Enviarían naves de guerra para protegernos?

Ifness se inclinó hacia atrás en su banco.

—Ésas son cosas imprevisibles. La Mesa Coordinadora es un grupo conservador; los mundos están preocupados por sus propios asuntos. La Liga Pan-Humánica ya no es influyente, si es que alguna vez lo fue. Durdane está lejos y olvidado; Schiafarilla está en medio. La Coordinación podría hacer una moción, derivada de un informe del Instituto Histórico, lo que supone prestigio. Dasconetta, para fines a los que he aludido, procura no dar importancia a la situación. Se niega a reconocer que los asutra son las primeras criaturas no humanas y tecnológicamente competentes que hemos encontrado, lo que supone un acontecimiento altamente importante.

—Eso es curioso. ¡Los hechos hablan por sí mismos!

—Es cierto. Pero hay algo más, como puedes suponer; Dasconetta y su grupo aconsejan la cautela y un mayor estudio; a su debido tiempo se proponen dar la noticia bajo su propia responsabilidad; y yo no seré mencionado. Ese esquema debe ser desbaratado.

Etzwane, envuelto en tristes reflexiones sobre las preocupaciones de Ifness, salió a contemplar la noche. La lluvia se había reducido a unas pocas gotas oscuras; los relámpagos aleteaban hacia el Este, sobre el Mirv. Etzwane escuchó atentamente, pero no pudo oír sonido alguno. También Ifness salió a mirar hacia la noche.

—Podríamos seguir, pero no estoy seguro sobre el Keba y los ríos cercanos. Kreposkin es exasperante, porque no puede ser totalmente dejado de lado ni se puede confiar tampoco totalmente en él. Es mejor que esperemos la luz.

Se quedó escrutando a través de la oscuridad.

—Según Kreposkin, a lo largo de la playa se alza Suserane, una ciudad construida por los Shelm Fyrids hace unos seis mil años. Igual que ahora, Caraz era entonces salvaje y enorme. No importa cuántos enemigos pudieran caer, siempre venían más. Alguna de esas tribus guerreras arrasó Suserane; ahora no queda nada allí; sólo las influencias que Kreposkin llama esméricas.

—No conozco esa palabra.

—Deriva de un dialecto del antiguo Caraz y significa la asociación o atmósfera que se adhiere a un sitio: los fantasmas no vistos, los sonidos extinguidos, la gloria acabada, la música, la tragedia, la exaltación, la angustia, el terror, que según Kreposkin nunca se disipan.

Etzwane miró a través de la oscuridad hacia el sitio de la antigua ciudad; si lo esmérico estaba presente, sólo llegaba débilmente a través de la oscuridad. Etzwane volvió a la embarcación trató de dormir sobre el estrecho catre de madera.

El cielo matutino estaba claro. El sol azul Etta se levantaba cerca del horizonte, produciendo una falsa aurora azul; después el Sassetta rosado subía hacia un lado del cielo; después el Zael blanco; después otra vez el Etta azul. Tras un almuerzo de té y fruta seca, y de un vistazo superficial al sitio del viejo Suserane, Ifness levantó la embarcación en el aire. Hacia adelante, lisa como plomo bajo la luz del Este, una gran boca de río se abría hacia la masa de Caraz. Ifness denominó Usak al río. A mediodía pasaron el Bobol y a media tarde llegaron a la desembocadura del Keba, que Ifness identificó por los acantilados de tiza sobre la costa occidental y sobre el puesto de comercio llamado Erbol, ocho kilómetros tierra adentro.

Ifness giró hacia el sur sobre el curso del agua, que aquí tenía sesenta kilómetros de ancho, con tres soles que relucían sobre la superficie. El río parecía curvarse hacia la derecha, y después junto al horizonte volvía majestuosamente hacia la izquierda. Tres embarcaciones, minúsculas desde la altura, flotaban sobre el río, dos de ellas contra la corriente, empujadas por velas cuadradas, la otra dejándose llevar por la corriente en sentido contrario.

—Los mapas son poco útiles a partir de aquí —dijo Ifness—. Kreposkin no menciona poblaciones en el Keba medio, aunque hace una referencia a la raza sorukh, gente guerrera que nunca da la espalda en una batalla.

Etzwane estudió los rudimentarios mapas de Kreposkin.

—Tres mil kilómetros hacia el sur a lo largo del río, hasta el distrito Burnoun, eso nos llevaría hasta aquí, a la Planicie de la Flores Azules.

Ifness no estaba interesado en las opiniones de Etzwane.

—Los mapas sólo sin aproximaciones —dijo con aire cortante—. Volaremos una cierta distancia y entonces haremos una investigación local. —Cerró el libro y, dándose la vuelta, quedó absorto en sus pensamientos.

Etzwane sonrió con cierta tristeza. Se había acostumbrado a las rarezas de Ifness y ya no se permitía enojarse. Se adelantó y contempló los tremendos bosques púrpura, las distancias de azul claro, los pantanos verdes y, dominando el paisaje, la corriente del río Keba. Aquí es donde había venido, al salvaje Caraz, porque temía la quietud y la rutina. ¿Y qué ocurría con Ifness? ¿Qué había llevado al sensible Ifness a tales vicisitudes? Etzwane comenzó a plantear su pregunta, pero retuvo su lengua, porque Ifness habría dado alguna respuesta cortante, sin dejar mejor informado a Etzwane.

Etzwane se volvió y miró hacia el sur, hacia Caraz, donde tantos misterios esperaban ser iluminados.

La embarcación voló toda la noche, conservando su curso con el reflejo de Schiafarilla sobre el río. A mediodía Ifness hizo descender el bote hacia el río, que en ese sitio corría irregularmente con unos quince kilómetros de ancho, torciéndose, estrechándose y rodeando una miríada de islas boscosas.

—Fíjate si encuentras sitios habitados, o aún mejor alguna embarcación fluvial —pidió Ifness a Etzwane—. Ahora nos hará falta la información local.

—¿Y cómo te entenderás? La gente de Caraz habla en una jerga incomprensible.

—Ya nos las arreglaremos, o por lo menos eso creo —continuó Ifness con su aire más didáctico—. El Burnoun y el Keba Basin son lingüísticamente uniformes. La gente usa un dialecto derivado de la lengua de Shant.

Etzwane le miró de soslayo, sin creerle.

—¿Cómo puede ser? Shant está muy lejos.

—Eso deriva de la Tercera Guerra de Palasedra. Los Cantones Maseach, Gorgach y Parthe colaboraron con los Duques Águila, y mucha gente, temiendo la venganza de Pandamon, huyó de Shant. Consiguieron abrirse camino hacia arriba en el Keba e impusieron su idioma a los sorukhs, quienes en definitiva los esclavizaron. La historia de Caraz está muy lejos de ser alegre.

Ifness se apoyó contra la borda y señaló un grupo de chozas en la ribera del río, difícilmente entrevistas a través de altos cañaverales.

—Una aldea donde podemos obtener información aunque sea negativa —reflexionó—. Podemos utilizar una trampa inofensiva para facilitar el asunto. Esta gente es tremendamente supersticiosa y disfrutará de una demostración de sus creencias.

Ajustó un dial; el bote disminuyó su marcha y se mantuvo inmóvil en medio del aire.

—Pongamos ahora el mástil y subamos la vela; después haremos uno o dos cambios en nuestra vestimenta.

Bajando del cielo flotaba el bote, con Etzwane al timón, conduciendo en forma ostensible. Tanto él como Ifness llevaban turbantes blancos y se conducían con modales de gran porte. El bote se detuvo frente a las chozas, todavía húmedo de la lluvia de los dos días previos. Media docena de hombres estaban de pie y tiesos; niños desnudos que retozaban en el fango se quedaron paralizados en sus sitios o corrieron hasta sitios protegidos. Saltando del bote, Ifness lanzó un pañuelo de gemas de vidrio, azules y verdes, sobre el suelo. Hizo señas a un anciano que se había quedado de pie cerca de ellos.

—Acércate, por favor —dijo Ifness en un dialecto extraño, apenas inteligible para Etzwane—. Somos brujos buenos y no queremos haceros daño; queremos información sobre nuestros enemigos.

La mandíbula del viejo tembló, agitando sus sucias patillas; arregló su túnica raída sobre su barriga y ensayó algunos pasos hacia adelante.

—¿Qué información queréis? Somos recogedores de mariscos y nada más; no sabemos de nada que esté lejos del curso del río.

—Ah, sí —admito Ifness—. Aun así, presenciáis idas y venidas. Observo que hay un cobertizo para guardar mercaderías.

—Sí, hacemos algunos modestos negocios con pasta de mariscos, vino de mariscos y caparazón aplastado de buena calidad. Pero para enterarse sobre mercaderías de pillaje o sobre materias preciosas deberéis preguntar en algún otro lugar. Hasta los traficantes de esclavos nos pasan de largo.

—Estamos buscando información sobre una tribu de guerreros invasores: demonios grandes, de piel roja, que acuchillan a los hombres y copulan con las mujeres, en grado notorio. Se llaman los roguskhoi. ¿Tenéis alguna noticia sobre esa gente?

—No nos han molestado, bendita sea la Anguila Sagrada. Los comerciantes nos hablan de peleas y de una batalla épica, pero en toda mi vida no he oído otra cosa, y nadie ha utilizado la palabra «roguskhoi».

—¿Dónde fue la pelea?

El pescador apuntó hacia el sur.

—Las regiones sorukh quedan todavía muy lejos: es un viaje de diez días hasta la Planicie de las Flores Azules, aunque vuestro bote mágico podrá hacer ese viaje en la mitad de ese tiempo. ¿Os está permitido enseñar los mecanismos que empujan a la embarcación? Para mí sería una gran ventaja.

—Mejor no hacer esa pregunta —contestó Ifness—. Ahora iremos a la Planicie de las Flores Azules.

—Que la Anguila os facilite el viaje.

Ifness embarcó de nuevo en el bote e hizo una señal a Etzwane. Éste acomodó el timón y ajustó las velas, mientras Ifness tocaba los botones de control. Las velas tomaron viento, y el bote partió cruzando el río. Los hombres corrieron hasta el borde del agua para mirarlos desde atrás, seguidos por los niños y las mujeres de las chozas. Ifness dejó oír una risita.

—Hemos hecho memorables por lo menos un día de sus vidas y hemos roto una docena de reglas del Instituto.

—Un viaje de diez días —medió Etzwane—. Las barcas se mueven a cuatro o cinco kilómetros por hora; cien por día, más o menos. Un viaje de diez días supone unos mil kilómetros.

—Ése es el grado en que los mapas de Kreposkin se convierten en inexactos.

De pie en la cabina, Ifness levantó una mano con un ademán final de benigno adiós a la gente de la aldea. Un grupo de árboles se interpuso en la línea visual. Ifness habló sobre su hombro a Etzwane.

—Arría la vela, desconecta el mástil.

Etzwane obedeció silenciosamente la orden, reflexionando que Ifness parecía disfrutar con el papel de mago milagroso. El bote se movió hacia el sur sobre el rio. Arbustos de tronco plateado se alineaban en las orillas, con sus copas plateadas y púrpura que relucían de verde ante el soplo de la brisa. A derecha e izquierda los llanos desaparecerían en la niebla de la distancia, y siempre el gran Kebe seguía hacia adelante.

La tarde se desvanecía y las orillas seguían privadas de vida, para el mudo disgusto de Ifness. Los soles se escondieron; el crepúsculo cayó sobre el paisaje. Ifness se mantuvo precariamente de pie sobre la cubierta delantera, escudriñando en la oscuridad. Al final una fila de puntos rojos titilantes apareció en la orilla. Ifness giró el bote en redondo y luego hacia abajo; los puntos se convirtieron en una docena de fogatas dispuestas aproximadamente en un círculo de unos veinte metros de diámetro.

—Levanta el mástil —dijo Ifness—. Iza la vela.

Etzwane contempló pensativamente los fuegos y la gente que trabajaba en el círculo de luz. Más allá vio grandes carretas con ruedas vencidas de pucha. Habían encontrado una banda de nómadas, de un temperamento presumiblemente más susceptible y truculento que los plácidos recogedores de mariscos. Etzwane miró con incertidumbre a Ifness, que estaba erguido como una estatua. Muy bien, pensó Etzwane, aceptaría las locas bromas de Ifness, incluso con el riesgo de que corriera sangre. Levantó el mástil, colocó la gran vela cuadrada, se ajustó el turbante y volvió al timón.

El bote remontó sobre el círculo de fuegos. Ifness advirtió:

—Cuidado abajo, muévete hacia un lado.

Los de la tribu miraron hacia arriba, saltando y maldiciendo. Un anciano tropezó y derramó un cubo de agua sobre un grupo de mujeres, que gritaron con furia.

El bote aterrizó; Ifness, con semblante severo, levantó su mano.

—¡Quietos! Somos solamente dos brujos nocturnos. ¿Es que nunca habéis visto magia? ¿Dónde está el jefe del clan?

Nadie habló. Los hombres, vestidos con blancas camisas sueltas, pantalones negros y bolsudos, botas negras, quedaron expectantes, sin saber si debían huir o atacar. Las mujeres, con vestidos sueltos y estampados, se quejaban y mostraban el blanco de sus ojos.

—¿Quién es el jefe? —gritó Ifness—. ¿Es que no oye? ¿No puede dar un paso adelante?

Un hombre de cejas y bigotes negros se adelantó con lentitud.

—Yo soy Rastipol, jefe de los ripchiks. ¿Qué queréis de mí?

—¿Por qué estás aquí y no peleando con los roguskhoi?

—¿Roguskhoi? —Rastipol parpadeó—. ¿Quiénes son? No peleamos con nadie actualmente.

—Los roguskhoi son guerreros rojos demoníacos. Sólo son medio humanos, aunque muestran entusiasmo por la mujeres humanas.

—He oído hablar de ellos. Pelean con los sorukh; no es asunto nuestro. Nosotros no somos sorukh, pertenecemos a la raza melch.

—¿Y si destruyen a los sorukh, qué pasará?

Rastipol se rascó la barbilla.

—No he pensado en eso.

—¿Dónde ha ocurrido exactamente esa pelea?

—Más al sur, en la Planicie de las Flores Azules, o por lo menos eso supongo.

—¿A qué distancia queda?

—A cuatro días de distancia hacia el sur está la ciudad de Shillinsk, al borde de la Planicie. ¿Es que no lo sabéis con la magia?

Ifness levantó un dedo hacia Etzwane.

—Transforma a Rastipol en un ahulph enfermo.

—No, no —gritó Rastipol—, me habéis juzgado mal. No quise ofenderos.

Ifness hizo un distante gesto de asentimiento.

—Cuida tu lengua; le estás permitiendo una peligrosa libertad.

Hizo otra seña a Etzwane.

—Partamos.

Etzwane movió el timón y extendió su mano hacia la vela, mientras Ifness movía el dial. El bote se levantó hacia el cielo nocturno mientras los ripchiks lo contemplaban silenciosamente desde abajo.

Durante la noche el bote navegó lentamente hacia el sur. Etzwane durmió en uno de los bancos estrechos; no supo si Ifness estaba haciendo lo mismo. Por la mañana, que fue fría, se acercó hasta la cabina, encontrando a Ifness que miraba hacia afuera desde la borda. La neblina ocultaba la tierra de abajo y el bote flotaba solitario, entre la niebla gris y el cielo color lavanda.

Durante una hora los dos se sentaron en un austero silencio, bebiendo té. Al final los tres soles se levantaron y la neblina comenzó a disiparse, a girar y a desplazarse, revelando distritos irregulares de tierra y de río. Bajo ellos, el Keba torcía poderosamente hacia el oeste, donde se reunía con un afluente que venía del Este, el Shill. En la orilla occidental tres muelles penetraban en el Keba, marcando una población de unas cincuenta o sesenta cabañas y media docena de estructuras mayores. Ifness exclamó con satisfacción:

—¡Shillinsk, al fin! ¡Existe a pesar de Kreposkin!

Hizo descender el bote hasta el agua. Etzwane colocó el mástil e izó la vela; el bote continuó por el agua hasta los muelles. Ifness acercó el bote hasta la escalera del muelle; Etzwane saltó a tierra con una cuerda; Ifness le siguió. Etzwane tiró de la cuerda; el bote se deslizó corriente abajo y ocupó un lugar entre una docena de barcas de pesca, que no le eran muy diferentes. Ifness y Etzwane se encaminaron hacia la ciudad de Shillinsk.