CAPÍTULO VI
La garganta estrecha y tortuosa no dejaba sitio para cabalgar. Etzwane caminó delante, llevando a las cabalgaduras. Detrás venía la criatura oscura, con sus tendones no terrenales que se torcían y estiraban en formas insólitas. Detrás venía Ifness, frío y apartado.
Cuando pasaron el cerro torcieron al sur y así volvieron donde habían dejado a Fabrache. Lo encontraron reclinado indolentemente contra una roca desde la que se veía el valle y desde donde ahora no se podía ver ninguna nave espacial, averiada o no. Fabrache se puso de pie con cierto susto, porque habían llegado silenciosamente hasta él. Ifness levantó su mano, sugiriendo a Fabrache que mantuviera su placidez y su compostura.
—Como ve —le dijo— hemos extraído a un sobreviviente de la batalla. ¿Ha visto alguna vez algo parecido?
—¡Nunca! —declaró Fabrache—. Ni me gusta verlo ahora. ¿Dónde lo van a vender? ¿A quién le puede importar comprar algo así?
Ifness dejó oír uno de sus chasquidos de lengua.
—Tiene valor como pieza de colección, digamos. No tengo duda sobre nuestra eventual ganancia. ¿Pero qué ha ocurrido allá en el valle?
Fabrache les miró con asombro.
—¿Pero cómo? ¿No han presenciado el episodio?
—Nos refugiamos detrás de la colina —dijo Ifness—. Si nos hubiéramos quedado a mirar, habríamos sido observados, quién sabe con qué consecuencias.
—Desde luego, desde luego, eso está claro. Bien, el resto del asunto sobrepasa mi comprensión. Bajó una gran nave y atrapó los restos de la otra y se los llevó como si fueran un bizcocho.
—¿Levantaron sólo una parte? —preguntó Ifness—. ¿O dos?
—Dos. La nave bajó por segunda vez y me dije: ¡Vaya, qué destino para mis compañeros los traficantes de esclavos! Y después, mientras yo estaba aquí sentado, reflexionando sobre la notable vida que he tenido fortuna de vivir, aparecieron ustedes y me encontraron meditando. ¡Ah! —Fabrache sacudió la cabeza con un lúgubre autorreproche—. Si ustedes hubieran sido Hozman Garganta Ronca, mi época de hombre libre ya habría terminado. ¿Qué programa tenemos ahora?
—Volveremos a Shagfe, a toda velocidad. Primero, consigamos un poco de agua. Esta criatura ha estado encerrada durante varios días.
Fabrache sirvió el agua con una sonrisa compasiva, como si reflexionara en las raras vueltas del destino a que estaba continuamente sujeto. La criatura, sin vacilar, volcó el contenido del cuenco en su garganta, y luego hizo lo mismo con tres cuencos más. Ifness ofreció después un trozo de carne en gelatina, que la criatura prudentemente rehusó, y después fruta seca, que tiró en su garganta. Ifness también le ofreció las semillas con las que Fabrache hacía su pan, y además sal y un trozo de manteca, todo lo cual la criatura asimismo rechazó.
Los víveres fueron redistribuidos y la criatura oscura fue montada en el animal de las provisiones; la bestia saltó y se estremeció ante el olor desagradable; después caminó con sus patas rígidas y sus fosas nasales abiertas.
Los cuatro bajaron hacia el Valle Vurush, a lo largo de la ruta por la que había llegado, y los kilómetros quedaron atrás en la tarde. El extraño cabalgó serio, sin mostrar interés en el paisaje y casi sin moverse en la silla. Etzwane preguntó a Ifness:
—¿Crees que está en un shock, o apesadumbrado, o aterrorizado? ¿O sólo es semiinteligente?
—Hasta ahora, no tenemos bases para una valoración. A su tiempo, aprenderemos mucho.
—Quizá pueda servir como intérprete entre los hombres y los asutra —sugirió Etzwane.
Ifness frunció el ceño, señal de que la idea no se le había ocurrido.
—Es desde luego una posibilidad. —Se volvió a Fabrache, que había detenido su marcha—. ¿Qué ocurre?
Fabrache apuntó hacia el este, donde las colinas del Orgai caían hacia el valle.
—Un grupo de jinetes; cinco o seis.
Ifness se incorporó en su montura y miró a la distancia.
—Cabalgan hacia nosotros y a buena velocidad.
—Mejor que hagamos lo mismo —dijo Fabrache—. En esta tierra no se puede estar seguro de la amistad de los extraños. —Imprimió velocidad a su cabalgadura, y los otros le siguieron, Etzwane castigando con el látigo al animal montado por el extraño.
Siguieron su curso hacia abajo en el valle, mientras Ifness hacía gestos de disgusto. El extraño cabalgaba rígido, asido a los cuernos volcados hacia atrás de su animal. Etzwane calculó que en los primeros tres kilómetros ganaron terreno, después por otros tres mantuvieron la distancia, y después la banda de perseguidores pareció adelantarse. Fabrache, con su corta figura montada grotescamente baja y con su barba flameante, exigía esfuerzos a su montura. Gritó sobre su hombro:
—¡Es Hozman Garganta Ronca con su banda de esclavistas! ¡Corran por la libertad! ¡Corran por su vida!
Las monturas se estaban cansando. Una y otra vez reincidían en un trote tambaleante, lo que llevaba a Fabrache a medidas frenéticas. Las monturas de los perseguidores también se habían cansado y disminuyeron la velocidad. Los soles estaban ya bajos en el oeste, marcando tres pistas sobre la superficie del Vurush. Fabrache calculó la distancia de la banda perseguidora y la midió contra la altura de los soles. Pronunció una frase desesperada.
—Seremos esclavos antes de la noche, y entonces sabremos el secreto de Hozman.
Ifness señaló hacia adelante.
—Allí, sobre la orilla, hay un campamento de carretas.
Fabrache miró y lanzó un suspiro de esperanza.
—Llegaremos a tiempo y pediremos protección… A menos que sean caníbales, tenemos suerte.
Después se dio la vuelta para explicar:
—Son los alula; reconozco los carros. Son gente hospitalaria y estamos salvados.
En un llano cerca del rio, cincuenta carros con ruedas primitivas de casi tres metros habían sido dispuestas para formar un cuadrado hueco; las ruedas y algunas tablas creaban un fuerte cercano. Una sola apertura del conjunto daba hacia el río. Los traficantes de esclavos, que estaban a menos de trescientos metros, con sus monturas resoplantes y tambaleantes, abandonaron la persecución y giraron hacia el río.
Fabrache condujo el camino alrededor del muro de carros y se detuvo antes de la apertura. Cuatro hombres saltaron hacia adelante y quedaron con las piernas abiertas, en posición de amenaza. Vestían jubones con tiras negras de piel de chumpa, cascos de cuero negro, y llevaban arcos de un metro.
—Si son jinetes de aquel grupo, sigan su camino. No queremos saber nada con ustedes.
Fabrache desmontó y se adelantó.
—¡Bajen las armas! ¡Somos viajeros del Orgai y fugitivos de Hozman Garganta Ronca! Pedimos protección durante una noche.
—Está bien, ¿pero qué es esa criatura demoníaca de un solo ojo? Hemos oído historias: ¡ése es un Demonio Rojo!
—¡Nada de eso! Los Demonios Rojos han sido muertos, exterminados en una reciente batalla. Éste es el único sobreviviente de una nave espacial caída.
—En ese caso, mátenlo también. ¿Por qué hemos de alimentar a enemigos alienígenas?
Ifness habló con una voz medida y aristocrática:
—El asunto es más complicado que eso. Procuro aprender el lenguaje de esta criatura, si es que puede hablar. Eso nos ayudará a derrotar a nuestros enemigos.
—Ese es un problema para Karazan. Quédense donde están; somos gente desconfiada.
Un momento después se adelantó un hombre enorme, que sacaba a Fabrache una cabeza de estatura. Su rostro no era menos impresionante que su corpulencia; ojos astutos brillaban bajo cejas espesas; una barba corta le recubría mejillas y mentón. Le hizo falta sólo un segundo para valorar la situación y después volvió su mirada de desprecio hacia los guardias.
—¿Cuál es la dificultad? ¿Cuándo los alula han cogido a tres hombres y un monstruo? Dejadlos entrar.
Hizo un gesto hacia la orilla del río, donde Hozman Garganta Ronca y su banda hacían descansar a sus animales, y luego se volvió por donde habían venido. Los guerreros bajaron los arcos y retrocedieron.
—Entren cuando quieran. Lleven los animales al corral. Acuéstense donde quieran.
—Cuenten con nuestra gratitud —declaró Fabrache—. Cuidado, aquél es Hozman Garganta Ronca, el experto traficante de esclavos, que está allí. Que nadie se arriesgue fuera del campamento, o no será visto de nuevo.
Etzwane quedó intrigado por el campamento y por ciertos elementos del esplendor bárbaro que en la imaginación popular de Shant caracterizaba a todas las tribus de Caraz. Las tiendas en colores verdes, rosado y magenta habían sido bordadas con estrellas y líneas. Las estacas de las tiendas tenían poco menos de tres metros y mostraban fetiches de cuatro clases: escorpiones alados, comadrejas, peces enormes y pelícanos del Lago Nior. Los hombres del campamento vestían pantalones de cuero de ahulph, botas de un negro brillante, chaquetas bordadas sobre blusas blancas y sueltas. Las mujeres casadas cubrían su cabeza con pañuelos púrpura y verdes; sus vestidos enterizos eran de varios colores; las chicas, sin embargo, usaban pantalones de montar y botas como los hombres. Delante de cada tienda una gran caldera burbujeaba sobre el fuego, y los aromas de especias y de carne guisada se difundían por el campamento. Frente al carro ceremonial se sentaban los ancianos, pasando a un lado y otro una cantimplora de cuero que contenía aquavita. Cerca, otros cuatro hombres, cada uno de ellos con una ristra de cuentas doradas, tocaban con instrumentos de cuerda una música deshilvanada.
Nadie prestó a los recién llegados más que una atención superficial. Se fueron a la zona asignada, descargaron sus monturas y tendieron sus camas. El alienígena miraba sin aparente interés. Fabrache no se animó a ir hasta el río para buscar almejas o pescado y cocinó una austera cena de cereales y carne seca; el extraño bebió agua e ingirió una cantidad de cereal sin entusiasmo. Los niños del campamento comenzaron a juntarse y a mirar con ojos abiertos de asombro. Fueron acompañados por otros de más edad, hasta que uno formuló una pregunta tímida:
—¿Está domesticado?
—Parece estarlo —contestó Etzwane—. Vino a Durdane en una nave espacial, así que ciertamente es civilizado.
—¿Es vuestro esclavo?
—No exactamente. Lo rescatamos de una nave espacial caída, y ahora queremos aprender a hablar con él.
—¿Puede hacer magia?
—No, que yo sepa.
—¿Baila? —preguntó una de las chicas—. Tráiganlo aquí donde está la música, y veremos sus actos fantásticos.
—No baila ni toca música —objetó Etzwane.
—¡Qué bestia tan aburrida!
Una mujer vino a reñir a los niños y los envió a jugar a otro lado, con lo que el grupo quedó en paz.
Fabrache preguntó a Ifness:
—¿Cómo intenta custodiar a la criatura durante la noche? ¿Debemos hacer una guardia?
—Creo que no —contestó Ifness—. Entonces él se podría considerar prisionero e intentar la fuga. Sabe que nosotros somos su fuente de alimento y de seguridad, y creo que se quedará voluntariamente con nosotros. A pesar de eso, mantendremos una vigilancia disimulada.
Ifness se dirigió después a la criatura e intentó los rudimentos de la comunicación, cogiendo unos guijarros, puso un guijarro, dos, luego tres, mientras le decía «Uno… dos… tres…» y exhortaba al extraño a que hiciera lo mismo. Pero no sirvió. Después le hizo dirigir su atención hacia el cielo, donde las estrellas brillaban claramente. Ifness apuntó aquí y allá, en forma de pregunta, y hasta tomó el dedo rígido de la criatura para señalar hacia el cielo.
—O es muy inteligente o es muy estúpido —refunfuñó Ifness—. Sin embargo, si el asutra estuviera a su cargo, no podríamos obtener más información. No hay de qué quejarse.
Desde el fuego central llegó el sonido de una música enérgica, y Etzwane fue a contemplar las danzas. Los jóvenes y las doncellas, formando líneas, zapateaban y se desplazaban en círculo, todo en la forma más exuberante. La música pareció poco complicada a Etzwane, incluso un poco ingenua, pero tan vigorosa y directa como el baile. Algunas de las chicas eran extremadamente hermosas, pensó, y mostraban poca desconfianza… Jugó con la idea de interpretar música y llegó hasta a examinar un instrumento de construcción extraña y exagerada. Hizo sonar las cuerdas, pero las clavijas estaban espaciadas raramente y la afinación hecha en forma extraña. Etzwane dudó de su capacidad para utilizar el instrumento. Rasgó unos pocos acordes, utilizando su digitación habitual. Los resultados fueron curiosos, pero no desagradables. Una chica se detuvo a su lado, sonriendo.
—¿Tocas música?
—Sí. Pero no conozco este instrumento.
—¿Cuáles son tu raza y tu fetiche?
—Soy hombre de Shant; de nacimiento soy chilita, en el Cantón Bastern.
La chica agitó la cabeza con asombro.
—Deben de ser sitios lejanos; nunca oí hablar de ellos. ¿Eres un traficante de esclavos?
—No. Mi amigo y yo vinimos a ver las extrañas naves espaciales.
—Esas cosas son interesantes.
La chica era bonita, vivaz y bien formada; Etzwane creyó que parecía agradablemente dispuesta. Repentinamente sintió una inclinación a tocar música e inclinó la cabeza sobre el instrumento, para entender sus sistemas armónicos. Ajustó las cuerdas y descubrió que aplicando el poco usado sistema Kudarian el instrumento quedaba bajo su dominio. Cautamente tocó unos pocos acordes y trató de seguir la música, con cierto grado de éxito.
—Ven —dijo la chica. Lo llevó hasta los otros músicos y le acercó la cantimplora de cuero de la que todos bebían. Etzwane se permitió un prudente trago; el golpe de alcohol le hizo reír y resoplar—. ¡Ríe de nuevo! —ordenó la chica—. Los músicos no deben ser tristes, ni siquiera cuando su ánimo es trágico; sus ojos deben mostrar luces de colores.
Uno de los músicos miró primero a la chica y después a Etzwane, quien decidió ser discreto. Tocó algunos acordes como aproximación y después, con creciente confianza, se unió a la música. El tema era simple y se repetía con insistencia, pero cada vez con una pequeña alteración: la prolongación de un ritmo, una nota más vibrante, una pizca de énfasis aquí y allá. Los músicos parecían competir en producir los cambios más sutiles en esa sucesión; entretanto la música se hacía más intensa e imperativa, y los bailarines se retorcían, blandían los brazos, zapateaban y giraban frente a la luz de la hoguera… Etzwane se preguntó cuándo se detendría la música, y cómo. Los otros sabrían la señal; lo habrían de atrapar distraído, así que cuando tocara solo parecería ridículo; es una vieja broma que se hace al intruso. Todos sabrían cuándo iba a terminar la canción; habría una mirada de soslayo, un hombro más alzado, un susurro, un cambio de posición… La señal vino; Etzwane notó su presencia. Como lo había supuesto, la música se detuvo de pronto; instantáneamente, él prorrumpió en una variación sobre un modo diferente, una pulsación aún más imperativa que el tema inicial, y los músicos, algunos sonriendo, otros con gestos agrios, se incorporaron otra vez a la música… Etzwane se rió, se inclinó sobre el instrumento, que ya le era familiar, y comenzó a producir frases y trinos… Al fin, la música se detuvo. La chica vino a sentarse junto a Etzwane y sacó la cantimplora. Etzwane bebió y, bajando el recipiente, preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Yo soy Rune la del Viento del Sauce, y pertenezco al fetiche del Pelícano. ¿Y tú?
—Mi nombre es Gastel Etzwane. En Shant no acreditamos nuestros clanes o fetiches, sólo nuestro cantón.
—En países diferentes hay costumbres diferentes —comentó la chica—. A veces resulta desconcertante. Más allá del Orgai y junto al río Botgarsk viven los shada, que le cortan las orejas a una chica si llega a hablarle a un hombre. ¿Es ésa la costumbre en Shant?
—De ningún modo —contestó Etzwane—. ¿Entre los alula se permite a las chicas hablar con extraños?
—Sí, por cierto, obedecemos nuestras propias inclinaciones en esos asuntos. ¿Y por qué no? —Inclinó su cabeza y permitió a Etzwane una inspección—. Vosotros sois de una raza más delgada y fina que la nuestra. Tenéis lo que nosotros llamamos una apariencia aersk[9].
Etzwane no quedó disgustado por el elogio. La chica, al parecer, era audaz y quería ampliar sus horizontes flirteando con un joven extraño. Etzwane, a pesar de su prudente ánimo, no se rehusaba a aceptarla. Preguntó:
—Ese músico de allá, ¿no es tu prometido?
—¿Galgar la Comadreja? ¿Tengo cara de ser una persona que se uniría a un hombre como Galgar?
—Claro que no. También noto que no lleva bien el ritmo de la música, lo que indica una personalidad deficiente.
—Eres notablemente perspicaz —dijo Rune la del Viento del Sauce. Se movió más cerca. Etzwane notó el perfume de bálsamo que usaba. Ella habló con voz suave—. ¿Te gusta mi capa?
—Sí, desde luego —dijo Etzwane, desconcertado por la falta de secuencia en las frases de la chica—. Aunque parece que se te cayera de la cabeza.
Ifness se había acercado a sentarse junto al fuego. Levantó un dedo como señal, y Etzwane fue a enterarse de lo que quería.
—Un poco de cautela —dijo Ifness.
—Innecesario. Soy más que prudente; miro a todos los lados al mismo tiempo.
—Aun así, aun así. Recuerda que en el campamento de los alula estamos sujetos a sus leyes. Fabrache me dice que las mujeres alula pueden afirmar una conexión marital con bastante simplicidad. ¿Has notado cómo visten su capa algunas de las doncellas? Si un hombre les quita la capa o siquiera la alisa, se supone que le ha desarreglado la ropa, y si ella lo señala, los dos deben casarse.
Etzwane miró a través del fuego hacia Rune la del Viento del Sauce.
—Las capas están puestas en forma muy precaria… Interesante costumbre.
Lentamente volvió a reunirse con la chica. Ella preguntó:
—¿Qué te ha dicho ese hombre tan raro?
Etzwane buscó una respuesta.
—Notó mi interés por ti; me advirtió que no te ofendiera tocando tus vestidos.
Rune la del Viento del Sauce sonrió y lanzó una mirada de desprecio hacia Ifness.
—¡Qué viejo puritano! ¡Pero no tienes nada que temer! Mis tres mejores amigas han convenido encontrarse con sus amantes junto al río, y yo accedí a ir con ellas, aunque no tengo ningún amante y estaré anhelosa y solitaria.
—Te aconsejo ir allí alguna otra noche —dijo Etzwane—. En la vecindad ronda Hozman Garganta Ronca; es el mayor traficante de esclavos de Caraz.
—¡Pua! ¿Te refieres a los canallas que os persiguieron hasta aquí? Cabalgaron hacia el norte; ya se fueron. No se atreverían a molestar a los alula.
Etzwane movió la cabeza con escepticismo.
—Si estás solitaria, ven a conversar conmigo detrás del carro donde he extendido mis mantas.
Rune la del Viento del Sauce retrocedió, con las cejas curvadas por el disgusto.
—No estoy interesada en ese procedimiento, sin gracia. ¡Pensar que te había considerado aersk!
Afirmó la capa sobre su cabeza y se fue. Etzwane se encogió de hombros y se fue hacia sus mantas. Durante un rato miró al extraño, que se sentaba inmóvil en las sombras, mostrando sólo su perfil y el brillo suave de su ojo único.
Etzwane se sintió poco dispuesto a dormir con el extraño tan cerca; después de todo nada sabían sobre su inclinaciones. Pero se adormiló… Al rato se despertó incómodo, pero la criatura seguía inmóvil y Etzwane volvió a dormirse.
Una hora antes del amanecer, un rugido de rabia enorme hizo saltar a Etzwane de su sueño. Se incorporó para ver a un grupo de guerrilleros alula que corrían desde sus carros. Hablaban en forma entremezclada, buscaron sus cabalgaduras y en seguida Etzwane escuchó el ruido de cascos.
Fabrache había ido a buscar información; volvió sacudiendo la cabeza.
—Es como les advertí, pero no querían creerlo. Anoche cuatro doncellas fueron a caminar junto al río y no volvieron. Hozman Garganta Ronca es el culpable. Los alula cabalgan en vano, porque una vez que Hozman da su golpe, las víctimas no serán vistas de nuevo.
Los jinetes volvieron desconsolados. Habían buscado pistas sin éxito alguno, y no tenían ahulphs para seguir las huellas de los traficantes. El líder del grupo de búsqueda fue el corpulento Karazan. Desmontó de su silla y marchó a través del grupo hasta enfrentarse con Ifness.
—Dígame dónde puede ser encontrado ese traficante, para que nosotros podamos rescatar a los de nuestra carne y sangre, o deshacer a ese individuo con nuestras manos.
Ifness señaló a Fabrache.
—Mi amigo, que también se ocupa de ese negocio, puede darle información más detallada y directa que la mía.
Fabrache dio a su barba un juicioso tirón.
—Nada sé de Hozman Garganta Ronca, ni de su raza, ni de su clan, ni de su fetiche. Puedo asegurar sólo dos cosas. Una es que a menudo visita Shagfe, para hacer sus compras en la estación de recolección; otra es que quienquiera que haya sido capturado por Hozman está perdido para siempre.
—Eso está por ver —anunció Karazan—. ¿Dónde queda Shagfe?
—A un día de viaje hacia el este.
—¡Iremos inmediatamente a Shagfe! ¡Traed las monturas!
—Nosotros mismos debemos ir a Shagfe —comunicó Ifness—. Viajaremos en vuestra compañía.
—Dense prisa —dijo el alula—. Nuestra misión no permite ocio ni sueño.
Dieciocho monturas atravesaron el Desierto Salvaje, con los jinetes encogidos sobre ellas, sus capas volando con el viento sobre sus hombros. Shagfe aparecía a la distancia: una mancha gris y negra contra un fondo violáceo de colinas y neblina.
Al atardecer los jinetes arribaron a Shagfe y se detuvieron en un remolino de polvo frente a la posada.
Baba miró a través del agujero de la puerta, las cejas arqueadas a la vista de la criatura extraña. El alula descendió y entró junto a Ifness Fabrache, Etzwane y la negra criatura silenciosa que venía detrás.
En los bancos dormitaban los Gusanos Azules de Kash, borrachos y rudos. A la vista de sus enemigos de tribu, los alula, se incorporaron y reunieron, Fabrache habló con Baba.
—Mis amigos tienen que arreglar un negocio con Hozman Garganta Ronca. ¿Ha sido visto hoy?
Baba dijo evasivamente:
—Mis reglas me impiden discutir los negocios de mis clientes. Yo no…
Karazan se adelantó hasta enfrentarse con Baba.
—Conteste la pregunta.
—No he visto a Hozman desde hoy temprano por la mañana —gruñó Baba.
—Ajá, ¿qué es eso? ¿Temprano por la mañana?
—¡Cierto! con estas dos manos le he servido el desayuno mientras los soles subían por el horizonte.
—¿Cómo puede ser eso? —exigió Karazan con voz amenazadora—. Fue visto al atardecer donde el Vurush baja desde el Orgai. A medianoche hizo sentir su presencia. ¿Cómo puede haber desayunado aquí al amanecer?
El posadero reflexionó.
—Eso es posible, con una buena cabalgadura Angos.
—Bien, ¿y cuál era hoy su animal?
—Un Jerzy común.
—Quizá cambió de montura —sugirió Ifness.
El alula resopló. Se volvió a Fabrache.
—¿Usted puede certificar que Hozman les persiguió por las montañas Orgai?
—Estoy seguro. ¿Acaso no he visto a Hozman Garganta Ronca tantas veces, cabalgando con su banda o solo?
Una voz habló a sus espaldas.
—He oído mencionar mi nombre, confío que con buena intención.
Todos se dieron la vuelta. Hozman Garganta Ronca estaba de pie en la puerta. Se adelantó. Era un hombre pálido, de rostro severo y estatura común. Una capa negra cubría sus ropas, excepto por una bufanda marrón que se envolvía en su cuello.
El alula dijo:
—Anoche, en el río Vurush, usted se llevó a cuatro personas de mi pueblo. Querernos que nos sean devueltas. Los alula no están hechos para depósitos de esclavos; esto debemos dejar claro a todo traficante de Caraz.
Hozman Garganta Ronca se rió, dejando a un lado la amenaza con la facilidad de una larga práctica.
—¿No se están precipitando? Me están atacando sin fundamento.
Karazan dio un lento paso adelante.
—Hozman, su tiempo corre.
El propietario interfirió.
—¡En la posada no! ¡Esa es la primera ley de Shagfe!
El alula lo empujó a un lado con un movimiento de su enorme brazo.
—¿Dónde está nuestra gente?
—Vamos, vamos —dijo Hozman—. No puedo ser culpado por todas las desapariciones que ocurran en el distrito Mirkil. ¿Dice usted en el río Vurush junto al Orgai? ¿Anoche? Es mucha distancia para un hombre que ha desayunado en Shagfe.
—No es una distancia imposible.
Hozman sonrió y sacudió la cabeza.
—Si yo tuviera cabalgaduras tan fuertes y veloces, ¿comerciaría en esclavos? Criaría esos animales y haría una fortuna. En cuanto a su gente, el Orgai es un país chumpa; ésa puede ser la trágica verdad.
Karazan, pálido de ira y frustración, se quedó sin habla, incapaz de encontrar una grieta en la defensa de Hozman. Éste vio a la criatura negra en la sombra de la puerta. Se adelantó, vehemente e irritado.
—¿Qué hace aquí el ka? ¿Es ahora vuestro aliado?
Ifness dijo tranquilamente:
—Lo capturé bajo el Thrie Orgai, cerca de donde usted se encontró con nosotros ayer a la tarde.
Hozman se apartó de la criatura a la que había llamado «ka», pero sus ojos se siguieron fijando en ella. Habló con tono de broma.
—¡Otra voz, otra acusación! Si las palabras fueran espadas, el pobre Hozman estaría disperso en el suelo, partido en cien pedazos.
—Como lo estará, de cualquier manera, a menos que devuelva las cuatro chicas alula que ha robado.
Hozman calculó, mirando una y otra vez a Ifness y al ka. Se volvió a Karazan.
—Algunos de los chumpas son agentes míos —dijo con voz suave—. Quizá ellos tengan a las cuatro chicas alula. Si ése fuera el caso, ¿podríamos cambiar cuatro por dos?
—¿Qué quiere decir «cuatro por dos»? —gruñó Karazan.
—Por las cuatro, yo me llevaría a este hombre de pelo blanco y al ka.
—Veto esa propuesta —se apuró a objetar Ifness—. Debe formular una oferta mejor.
—Bien, entonces solamente el ka. ¡Piénselo! Un extraño salvaje a cambio de cuatro chicas guapas.
—¡Notable oferta! —declaró Ifness—. ¿Por qué quiere llevarse a esa criatura?
—Siempre puedo encontrar compradores para semejante curiosidad.
Hozman se apartó gentilmente para dejar entrar en la habitación a los recién llegados: dos Gusanos Azules Kash, borrachos y desagradables, con el pelo enmarañado. El de más adelante empujó a Hozman.
—Atrás, reptil. Nos has traído pobreza y degradación a todos; ¿además vas a obstruirme el paso?
Hozman se apartó aún más, sus labios curvados en una sonrisa de descontento. El Gusano Azul Kash se detuvo y le encaró:
—¿Te atreves a burlarte de mí? ¿Soy ridículo?
Baba se adelantó.
—¡Nada de peleas aquí! ¡Nunca en el salón de todos!
El kash lanzó su brazo en un golpe con el dorso de su mano, tirando a Hozman al suelo, ante lo cual Baba extrajo un garrote y con sorprendente destreza expulsó al kash de la posada; se fue renegando y maldiciendo. Solícitamente, Ifness ayudó a Hozman a ponerse sobre sus pies. Miró a Etzwane.
—Tu cuchillo, para cortar algo.
Etzwane saltó hacia adelante. Ifness separó el pañuelo marrón de Hozman; Etzwane cortó las correas del pañuelo arnés, mientras Hozman se debatía pateando. El posadero miraba con asombro, incapaz de empuñar el garrote. Con su nariz apartada en gesto de disgusto, Ifness levantó al asutra, una criatura chata marcada con rayas marrones tenues. Etzwane cortó el nervio y Hozman emito el grito más aterrador que se haya escuchado en la posada de Shagfe.
Una forma dura y fuerte se interpuso entre Ifness y Etzwane: el ka. Etzwane levantó su cuchillo, pronto ya para cortar, pero el ka se había ido ya con el asutra hacia el patio. Ifness corrió en su persecución, con Etzwane detrás. Presenciaron una macabra escena, que se hizo borrosa entre nubes de polvo. El ka, con los talones de sus pies, machacó al asutra y lo redujo a jirones.
Ifness, poniendo aparte su arma de energía, se quedó mirando tristemente. Etzwane dijo con asombro:
—Odia al asutra más que nosotros.
—Una curiosa exhibición —comentó Ifness.
Desde dentro de la posada llegó un nuevo grito y el resonar de golpes. Agarrándose la cabeza, Hozman corría frenéticamente hacia el patio, perseguido por el alula. Ifness, moviéndose con singular prisa, intervino y apartó al alula.
—¿Pero es que no tiene usted visión alguna? ¡Si mata a este hombre, no sabremos nada!
—¿Qué es lo que hay que saber? —rugió Karazan—. Ha vendido a nuestras hijas como esclavas; dice que nunca las volveremos a ver.
—¿Y por qué no enterarse de los detalles?
Ifness se volvió hacia Etzwane, que impedía la fuga de Hozman.
—Tiene mucho que contarnos.
—¿Qué puedo contarles? —protestó Hozman—. ¿Por qué me voy a preocupar? Me partirán en pedazos, como caníbales que son.
—Sin embargo soy curioso. Puede contarnos su historia.
—Es una pesadilla —musitó Hozman—. Cabalgué por los aires como un fantasma gris; he hablado con monstruos; soy una criatura viva y muerta.
—Antes de nada —interrumpió Ifness—, ¿dónde está la gente que robó anoche?
Hozman agitó su brazo hacia arriba en un gesto que sugería imprecisión en sus procesos mentales.
—¡Más allá del cielo! Se han ido para siempre. Nadie vuelve después que el vehículo baja.
—Ah, ya veo. Han sido llevadas en un vehículo aéreo.
—Mejor decir que se han ido del mundo Durdane.
—¿Y cuándo baja el vehículo?
Hozman miró furtivamente al costado, con su boca torcida en un nudo. Ifness habló con dureza.
—¡Nada de perder tiempo! ¡Los alula están esperando para torturarte, y no debemos causarles molestias!
Hozman dejó oír una risa grosera.
—¿Qué me importa la tortura? Yo sé que debo morir de dolor; así me lo dijo mi tío el brujo. Pueden matarme en la forma que quieran; no tengo preferencias.
—¿Durante cuánto tiempo ha llevado al asutra?
—Hace tanto tiempo que ya he olvidado mi vida anterior… ¿Cuándo? Diez años, veinte años. Entraron en mi tienda dos hombres de ropa negra; no eran hombres de Caraz ni hombres de Durdane. Me levanté para recibirlos, con miedo y me pusieron el mentor.
Hozman tocó su cuello con dedos temblorosos. Miró a un lado hacia los alula, estaban de pie y atentos, con las manos en los puños de sus cimitarras.
—¿Dónde están las cuatro mujeres que nos robó? —preguntó Karazan.
—Se han ido a un mundo lejano. ¿Tiene la curiosidad de averiguar cuál será su destino? No puedo decirlo. El mentor nada me ha dicho.
Ifness hizo un gesto a Karazan y habló con voz suave.
—¿El mentor podía comunicarse con usted?
Los ojos de Hozman se hicieron vagos y las palabras comenzaron a caer de su boca.
—Es una condición imposible de describir. Cuando descubrí a la criatura me enloquecí de repugnancia, pero sólo por un momento. Hizo lo que yo llamaría un truco de placer, y quedé inundado de alegría. El horrible pantano Balch parecía fluir con deliciosos aromas, y fui un hombre distinto. ¡En ese momento no había nada que yo no hubiera conseguido!
Hozman agitó sus brazos al cielo.
—La sensación duró algunos minutos, y después los hombres de negro volvieron y me informaron sobre mis obligaciones. Obedecí, porque en seguida supe el castigo de la desobediencia: el mentor podía bendecir o penar, con alegría o con dolor. Conocía el lenguaje de los hombres, pero no podía hablar excepto con un chistido y un silbido que no conseguí aprender. Pero yo podía hablar fuerte y preguntar si tal o cual cosa cumpliría sus deseos. El mentor se convirtió en mi alma, más cerca de mí que las manos y los pies, porque sus nervios conducían a mis nervios. Estaba alerta a mi bienestar y nunca me obligó a trabajar con lluvia o frío, ni nunca tuve hambre, porque mi trabajo era recompensado con lingotes de oro y de cobre.
—¿Y cuáles eran sus deberes? —preguntó Ifness.
El fluir de las palabras de Hozman volvió a estimularse, como si hubieran estado apretadas dentro de él, juntando presión para salir.
—Eran simples. Compraba esclavos de primera calidad, tantos como pudiera conseguir. Trabajé como traficante de esclavos, y he recorrido la superficie de Caraz, desde el río Azur en el Este hasta el enorme Dulgov en el oeste, y he llegado al sur hasta el monte Thruska. ¡He enviado miles de esclavos al espacio!
—¿Y exactamente cómo los enviaba?
—Por la noche, cuando no había nadie cerca y el mentor podía advertirme del peligro, yo llamaba al vehículo pequeño y lo cargaba con mis esclavos, a quienes primero había drogado hasta un feliz estupor: algunas veces uno o dos, otras una docena o más. Si yo lo deseaba, el vehículo podía llevarme donde yo quisiera, rápidamente, a través de la noche, como desde el Orgai hasta la aldea Shagfe.
—¿Y hacia dónde llevaba el vehículo los esclavos?
Hozman apuntó al cielo.
—Arriba cuelga un depósito, donde los esclavos yacen quietos. Cuando está lleno, vuela hacia el mundo del mentor, que está en algún lado cerca de las espirales de Histhorbo la Serpiente. Eso aprendí, divirtiéndome, una noche estrellada cuando le hice a mi mentor muchas preguntas que él me contestaba sí o no. ¿Y por qué necesitaban tantos esclavos? Porque sus criaturas anteriores eran inadecuadas e insubordinadas, y porque temían a un terrible enemigo, de algún lado más allá de las estrellas.
Hozman quedó silencioso. Los alula se habían acercado hasta rodearlo; ahora miraban menos con odio que con asombro por los truculentos trabajos que había cumplido.
Ifness preguntó con voz más casual:
—¿Y cómo llama usted al pequeño vehículo?
Hozman apretó los labios y miró lejos hacia la llanura. Ifness le dijo amablemente:
—Nunca llevará otra vez al asutra que trajo tanta confusión a su cerebro. Ahora es uno de nosotros, y consideramos a los asutra como nuestros enemigos.
Hozman contestó con voz lúgubre:
—En mi bolsa llevo una caja con un pequeño botón. Cuando necesito el vehículo, salgo a la noche oscura y aprieto el botón y lo sostengo hasta que el carro baja.
—¿Quién lo conduce?
—El sistema trabaja con una misteriosa voluntad propia.
—Déme la caja con el botón.
Hozman entregó lentamente la caja, que Ifness tomó en posesión. Etzwane, ante una mirada y un gesto de Ifness, revisó la bolsa y las ropas de Hozman, pero encontró sólo tres pequeños lingotes de cobre y una magnífica daga de acero, con un puño de vidrio blanco labrado.
Hozman miró con expresión inquisitiva.
—¿Y ahora qué harán conmigo?
Ifness se volvió a Karazan, quien sacudió la cabeza.
—Éste no es un hombre de quien podamos vengarnos. Es una marioneta, un juguete en una cuerda.
—Ha tomado usted una decisión justa —comentó Ifness—. En este país de traficantes de esclavos, su delito es simplemente un exceso de celo.
—Y sin embargo, ¿ahora qué? —preguntó Karazan—. No hemos recuperado a nuestras hijas. Este hombre debe llamar al carro, que apresaremos y retendremos contra la liberación de ellas.
—A bordo no hay nadie con quien puedan negociar —señalo Hozman. Y repentinamente agregó—: Pueden viajar allí y negociar personalmente.
Karazan lanzó un suave sonido y miró al cielo púrpura de la noche. Era un coloso con blusa blanca y pantalones oscuros. Etzwane también miró hacia arriba y pensó en Rune entre los asutra que se arrastraban…
Ifness preguntó a Hozman:
—¿Alguna vez ha ido hasta la nave de depósito?
—Yo no —contestó Hozman—. Tuve mucho temor de eso. En una ocasión una criatura enana y gris vino con su mentor hasta el planeta. A menudo me he pasado horas en la noche mientras los dos mentores se silbaban entre sí. Entonces supe que el depósito estaba lleno y que no hacían falta más esclavos por un tiempo.
—¿Cuándo fue la última vez que el mentor vino del depósito?
—Hace un tiempo, no recuerdo exactamente. Me han dejado poca oportunidad para reflexionar.
Ifness se quedó pensativo. Karazan adelantó su mole.
—Éste debe ser nuestro curso de acción. Llamaremos al carro y nos embarcamos en él, para destruir a nuestros enemigos y rescatar a nuestra gente. Sólo necesitamos esperar hasta la noche.
—Esa táctica es la más obvia —opinó Ifness—. Si tuviera éxito rendiría valiosos beneficios, entre ellos la nave misma. Pero las dificultades se presentan solas, particularmente el regreso. Usted puede encontrarse al mando de la nave-depósito, y sin embargo a la deriva. Esa aventura es precaria. No la aconsejo.
Karazan hizo un ruido de desconsuelo y otra vez miró hacia el cielo, como procurando descubrir una ruta factible para llegar a la nave-depósito. Hozman viendo una oportunidad de deslizarse inadvertido, lo hizo. Caminó alrededor de la posada hasta su cabalgadura, encontrando a un Gusano Azul que le revolvía las bolsas de la montura. Hozman dejó oír un grito inarticulado de furia y saltó sobre él. Un segundo Gusano Azul, al otro lado de la cabalgadura, pegó con su puño en la cara de Hozman y lo envió trastabillando hacia la pared de la posada. Los Gusanos Azules continuaron en su innoble tarea. Los alula miraron con disgusto, indecisos en intervenir, pero Karazan los llamó.
—Que los chacales hagan lo que quieran. No es asunto nuestro.
—¿Nos has llamado chacales? —preguntó uno de los kash—. ¡Eso es un insulto!
—Sólo lo es para una criatura que no sea un chacal —señaló Karazan con voz aburrida—. No necesitan ofenderse.
Los kash, que estaban en considerable inferioridad numérica, no tuvieron estómago para una pelea y se volvieron hacia la silla de la montura. Karazan les dio la espalda y sacudió un puño hacia el cielo.
Etzwane, perturbado y preocupado, habló a Ifness.
—Supongamos que lleguemos a capturar la nave. ¿No podrías traerla hasta el suelo?
—Casi seguro que no podría. Con total certeza, no pienso probarlo.
Etzwane miró a Ifness con fría hostilidad.
—Debemos hacer algo. Cien o quizá doscientas personas están allí, arriba, esperando que los asutra los lleven a algún lugar extraño, y nosotros somos los únicos que podemos ayudarles.
Ifness se rió.
—Exageras mis capacidades, por lo menos. Sospecho que te han cautivado ciertas miradas coquetas y que ahora quieres realizar una hazaña galante, sin que te importen las dificultades.
Etzwane contuvo su primer torrente de palabras, especialmente porque esas observaciones eran bastante capaces de provocar su incomodidad. ¿Y por qué debería esperar altruismo de Ifness, después de todo? Desde el momento de su primer encuentro, Ifness se había rehusado con persistencia a apartarse de sus propias grandes preocupaciones. No por primera vez, Etzwane miró a Ifness con frío disgusto. Su relación, que nunca había sido muy estrecha, había pasado ahora a una fase nueva y distante. Pero habló con una voz neutra.
—¿En Shillinsk no podrías llamar a Dasconetta y pedir una nave terrestre para un asunto de gran urgencia?
—Podría hacerlo —dijo Ifness—. Lo que es más, Dasconetta podría dar la orden y por tanto adjudicarse a sí mismo un logro que correctamente debería ser atribuido a otro.
—¿Cuánto tardaría una nave semejante en llegar a Shagfe?
—En eso, no puedo hacer una estimación.
—¿Dentro del día? ¿Tres días? ¿Dos semanas? ¿Un mes?
—Hay muchos factores. Con condiciones favorables, la nave podría llegar en dos semanas.
Karazan, sin comprender nada del asunto excepto los plazos, declaró:
—Para esa fecha puede haberse ido el depósito, y su gente también, hacia acontecimientos terribles en algún mundo frío y lejano.
—Es una situación trágica —coincidió Ifness—. Pero no puedo formular recomendaciones.
—¿Y qué te parece esto? —preguntó Etzwane—. Tú vas a toda velocidad a Shillinsk y allí pides colaboración a Dasconetta. Yo llamaré al vehículo de transferencia y voy con los alula a capturar la nave-depósito. Si es posible, volvemos a Durdane; si no lo es, aguardaremos tu llegada.
Ifness reflexionó un momento antes de contestar.
—El plan tiene cierta lógica insana y puede tener éxito. Conozco una táctica para obviar la interferencia de Dasconetta, lo que sirve para contestar una de mis objeciones previas… Las incertidumbres, sin embargo, son numerosas; estás manejando una situación desconocida.
—Lo comprendo —dijo Etzwane—. Pero los alula irán arriba de cualquier manera y aquí —se palmeó el bolso donde estaba su arma de energía— se encuentra su mayor esperanza de éxito. Sabiéndolo, ¿cómo puedo quedarme a un lado?
Ifness se encogió de hombros.
—Personalmente no me puedo permitir esas extravagancias caballerescas; ya estaría muerto. Sin embargo, si tú traes hasta Durdane una nave enemiga, o aun si la mantienes en órbita hasta mi llegada, aplaudiré tu coraje tan generoso. Subrayo, sin embargo, que aunque yo recordaré bien tus asuntos, no puedo garantizar nada, y recomiendo enérgicamente que te quedes abajo.
Etzwane dejó escuchar un chasquido amargo.
—Comprendo muy bien. Sin embargo, hay vidas humanas en juego, subamos o no. Es mejor que vayas a Shillinsk cuanto antes. La prisa es esencial.
Ifness frunció el ceño.
—¿Esta noche? El camino es largo… Claro que la posada de Baba ofrece poco solaz. Coincido en que la prisa es deseable. Bien, entonces el ka y yo iremos a Shillinsk, con Fabrache como guía.