CAPÍTULO IV
Las cabinas y los cobertizos de Shillinsk se habían construido con piedra gris, sacada de una cantera cercana y acomodada entre vigas de madera. Directamente detrás de los muelles estaba la posada Shillinsk, un edificio de tres pisos relativamente importante. Una luz de lavanda caía sobre la piedra gris y la madera negra; las sombras, por algún fenómeno óptico, parecían verdes, como el agua estancada en un barril.
La ciudad de Shillinsk parecía quieta, sólo a medias viva. No se escuchaba sonido alguno excepto el golpe de las olas en la playa. Dos mujeres caminaban lentamente por la costa; vestían pantalones negros anchos, blusas de un color púrpura oscuro, pañoletas de cabeza en un tono oscuro de naranja. Tres barcas estaban ancladas junto a los muelles, una vacía y dos parcialmente cargadas. Algunos barqueros se dirigían hacia la taberna; Ifness y Etzwane les siguieron unos pocos pasos atrás.
Los barqueros empujaron las puertas de madera, con Ifness y Etzwane detrás de ellos, hasta una sala, mucho más confortable de lo que sugería su exterior. Un fuego de carbón de piedra ardía en un gran hogar; las paredes habían sido recubiertas, blanqueadas y decoradas con festones y rosetas de madera labrada. Un grupo de barqueros se había sentado frente al fuego, comiendo un guiso de pescado y de raíces rojas. A un lado, medio en las sombras, dos hombres del distrito se sentaban, inclinados sobre jarros de madera. La luz del fuego moldeaba sus rostros; hablaban poco y miraban desconfiadamente hacia los lados, examinando a los barqueros. Uno tenía un bigote negro, espeso como un cepillo; el otro llevaba una pequeña barba en el mentón y un anillo de cobre en la nariz. Con cierta fascinación, Etzwane le vio levantar el anillo con el borde de su jarro cuando bebía. Vestían la ropa sorukh: pantalones negros, camisas sueltas bordadas con signos de fetiches, y de sus cinturas colgaban cimitarras hechas con el metal blanco ghisim: una mezcla de plata, platino, estaño y cobre, forjada y endurecida por un procedimiento secreto.
Ifness y Etzwane se acomodaron en una mesa cercana del fuego. El posadero, un hombre calvo y de cara lisa, con una pierna deformada y una mirada dura, se inclinó para preguntar qué querían tomar. Ifness pidió alojamiento y la mejor comida que se consiguiera. El posadero anunció que podría darles una sopa de mariscos, verduras, escarabajos dulces, carne salada, pan, mermelada de flores azules, té de verbena: una comida que Ifness no se esperaba y que declaró satisfactoria.
—Debo discutir el pago —dijo el posadero—. ¿Qué han traído para el trueque?
Ifness sacó una de sus joyas de vidrio.
—Esto.
El posadero retrocedió y mostró la palma de la mano con disgusto.
—¿Por quién me toman? Esto sólo es vidrio ordinario, una fruslería para niños.
—Muy bien, —dijo Ifness—. ¿De qué color es?
—Es de color del pasto viejo que se inclina hacia el agua del río.
—Mire. —Ifness apretó la joya con su mano y luego la mostró—. ¿De qué color es ahora?
—¡Carmesí claro!
—¿Y ahora? —Ifness expuso la joya al color de fuego, y relució verde como una esmeralda—. Ahora llévela a la oscuridad y dígame qué es lo que ve.
El posadero se alejó hasta un apartado y luego volvió.
—Brilla en azul y lanza rayos de varios colores.
—Ese objeto es una piedra de estrella —informó Ifness—. Algunas veces se las obtiene en el centro de los meteoritos. De hecho, es demasiado valiosa para cambiarla por alojamiento y comida solamente, pero no tenemos otra cosa.
—Bastará, o eso supongo —dijo el dueño con una voz pomposa—. ¿Hasta cuándo se quedará su barca en Shillinsk?
—Algunos días, hasta que terminemos unos negocios. Comerciamos en cosas exóticas, y en este momento precisamos huesos de nuca de los roguskhoi muertos, que tienen un valor medicinal.
—¿Roguskhoi? ¿Qué son?
—Por aquí les dan un nombre diferente. Me refiero a los guerreros rojos, semihumanos, que han saqueado la Planicie de las Flores Azules.
—¡Ah! Nosotros los llamamos Diablos Rojos. ¿Tienen, pues, algún valor?
—No hago afirmaciones; yo sólo hago comercio de huesos. ¿Quién puede ser el comerciante local que se ocupe de esa mercadería?
El posadero lanzó una grosera carcajada, que rápidamente interrumpió, y se volvió hacia los dos sorukh, que habían estado escuchando la conversación.
—En estos sitios —dijo el posadero— los huesos son tan comunes que ya no valen nada, y la vida de un hombre vale muy poco más. Miren esta pierna que mi madre me cortó para protegerme de los mercaderes de esclavos. Entonces eran los esches, que venían de las Montañas Murd, más allá del Shill. Ahora se fueron los esche y vinieron los hulkas, y todo está como antes, o peor. Nunca deis la espalda a un hulka, porque habrá una cadena alrededor de vuestro cuello. Cuatro de Shillinsk han sido atrapados durante este último año. Hulka o Demonios Rojos, ¿cuál es peor? Se puede elegir.
El sorukh de bigote intervino repentinamente en la conversación.
—Los Demonios Rojos han sido exterminados, excepto por sus huesos, que como ustedes saben, nos pertenecen.
—Ése es precisamente el caso —declaró el segundo sorukh, con el anillo que bailaba sobre su labio mientras hablaba—. Conocemos el efecto terapéutico de los huesos de los Diablos Rojos, y pensamos sacar nuestra ganancia.
—Está bien —dijo Ifness—; ¿pero por qué aseguran que ya están exterminados?
—Eso es sabido a través de la planicie.
—¿Y quién los exterminó?
El sorukh se mesó la barba.
—Quizá los hulkas, o una banda que vino de Kaza. Parece que la magia funciona de ambos lados.
—Los hulkas no tienen magia —acotó el posadero—. Son ordinarios traficantes de esclavos. Las tribus de más allá de Kuzi Kaza son feroces, pero nunca escuché que tuvieran magia.
El sorukh del anillo en la nariz hizo un gesto repentino.
—Eso no es cierto. —Se volvió hacia Ifness—. ¿Piensa comprar nuestros huesos, o los llevamos a otra parte?
—Naturalmente quiero inspeccionarlos —dijo Ifness—. Veámoslos y entonces hablaremos.
Los sorukhs se sentaron asombrados.
—Ése es un absurdo llevado hasta el grado de la ofensa. ¿Creen que llevamos la mercancía a la espalda, como las mujeres de Tshark? ¡Somos gente orgullosa y protestamos contra esa afrenta!
—No quise ofender —aclaró Ifness—. Sólo expresé mi deseo de ver la mercancía. ¿Dónde está depositada?
—Vamos a resumir la situación —dijo el sorukh del bigote—. Los huesos están en el campo de batalla, o eso supongo. Nosotros venderemos nuestro derecho por una módica suma, y después ustedes pueden hacer lo que deseen con los huesos.
Ifness pensó un momento.
—Ese procedimiento no me conviene. ¿Qué ocurre si los huesos son de mala calidad? ¿O imposibles de transportar? O traen los huesos aquí o nos llevan hasta los huesos, para que podamos juzgar su valor.
Los sorukhs quedaron sombríos. Se volvieron y murmuraron entre sí. Ifness y Etzwane atacaron la comida que trajo el posadero. Etzwane, mirando hacia los sorukhs, dijo:
—Están planeando cómo asesinarnos y llevarse nuestra riqueza.
Ifness asintió.
—También están desconcertados porque no nos mostramos más ansiosos; temen alguna trampa inesperada. Sin embargo, no van a rechazar el anzuelo.
Los sorukhs llegaron a una decisión y esperaron con los ojos entrecerrados hasta que Ifness y Etzwane terminaron de comer. Entonces se movieron a la otra mesa, trayendo su olor propio. Ifness corrigió su posición y les contempló con la cabeza echada hacia atrás. El sorukh de bigote ensayó una sonrisa amistosa.
—El caso puede arreglarse para beneficio de ambas partes. ¿Están preparados para inspeccionar los huesos y pagar por ellos en seguida?
—Decididamente no —contestó Ifness—. Examinaré los huesos y les informaré si valen el transporte hasta Shillinsk.
La sonrisa del sorukh se mantuvo uno o dos segundos, y después desapareció. Ifness prosiguió:
—¿Pueden conseguir transporte? ¿Un carro confortable arrastrado por animales?
El sorukh de anillo en la nariz hizo un gesto de desdén.
—Eso no es posible —dijo el del bigote—. El Kuzi Kaza destrozaría ese carro.
—Muy bien entonces, usaremos animales de montar.
Los sorukhs se tiraron hacia atrás. Murmuraron juntos, el del anillo con actitud hosca y poco voluntariosa, el de bigote mostrándose primero apremiante, después persuasivo y después autoritario, hasta que finalmente triunfó. Se volvieron hacia Ifness y Etzwane.
—¿Cuándo estarían prontos para partir? —preguntó el de bigote.
—Mañana por la mañana, tan temprano como sea posible.
—Al amanecer estaremos listos. Pero queda un asunto importante: hay que pagar un alquiler por los animales.
—¡Ridículo! —rechazó Ifness—. ¡No estoy seguro ni de que existan los huesos! ¿Y esperan que yo pague alquiler por lo que podría ser una persecución de gansos salvajes? De ninguna manera, no nací ayer.
El sorukh del anillo en la nariz comenzó una discusión enojada, pero el del bigote levantó su mano.
—Verán los huesos, y el alquiler del transporte quedará comprendido en la transacción final.
—Eso es más justo —dijo Ifness—. A nuestra vuelta a Shillinsk arreglaremos un precio total.
—Al amanecer partiremos; estén listos.
Los dos sorukhs dejaron la posada; Ifness bebió una infusión caliente de una taza de madera. Etzwane preguntó:
—¿Planeas atravesar la planicie sobre un animal? ¿Por qué no utilizar el bote?
Ifness levantó las cejas.
—¿No está claro? Un bote en medio de una planicie seca es un objeto engorroso. No tendríamos libertad de acción; nunca podríamos dejar el bote.
—Si dejamos el bote en Shillinsk, ciertamente nunca lo volveremos a ver —rechazó Etzwane—. Estos tipos no son más que ladrones.
—Haré ciertos arreglos. —Ifness reflexionó un momento, después cruzó la habitación y habló con el posadero. Volvió y retomó su asiento en la mesa—. El posadero dice que podríamos dejar diez cofres de tesoros a bordo del bote sin miedo de interferencia. Acepta toda la responsabilidad y el riesgo por lo tanto se reduce.
Ifness meditó frente a las llamas del fuego.
—Sin embargo, arreglaré un dispositivo de alarma, para desalentar a los rateros que puedan burlar su vigilancia.
Etzwane, que no sentía ningún placer por un viaje arduo a través de la Planicie de Flores Azules junto a los sorukhs, dijo amargamente:
—En lugar de un bote volador, deberías haber inventado un carro volante o un par de animales voladores.
—Tus ideas tienen cierto mérito —contestó Ifness benignamente.
Para el reposo de sus clientes la posada proveía compartimentos dotados de paja, en una fila de pequeñas cámaras del segundo piso. El cubículo de Etzwane daba sobre el muelle. La paja, sin embargo, no era fresca; durante la noche crujía con alguna oscura actividad, y el ocupante previo había orinado en una esquina de la habitación. A medianoche Etzwane, alertado por un ruido, fue a mirar por la ventana. Notó alguna actividad furtiva a lo largo del muelle, cerca del sitio donde habían anclado el bote. La luz de las estrellas era muy escasa para una visión más precisa, pero Etzwane notó cierta cojera en el andar del intruso. El hombre subió en el bote pequeño y remó silenciosamente hasta el de ellos. Sujetó los remos, ató su embarcación y subió al otro bote, para ser rodeado inmediatamente por lenguas de fuego azul mientras las chispas saltaban desde su pelo. El hombre bailó en la cubierta, y más por accidente que a propósito se zambulló al agua. Pocos momentos después se subió a su embarcación y remó nuevamente hacia el muelle.
Al amanecer Etzwane se levantó de la paja y fue al baño del primer piso, donde descubrió que Ifness no mostraba gran sorpresa ante su relato.
En el desayuno el posadero sólo sirvió té y pan. Su cojera era más pronunciada que antes, y se inclinó con desprecio hacia Ifness mientras golpeaba al poner los alimentos sobre la mesa. Ifness dijo severamente:
—Esto es muy escaso. ¿Está usted tan cansado de su expedición que no puede obtener un desayuno adecuado?
El posadero intentó alguna respuesta cortante, pero Ifness le interrumpió.
—¿Sabe por qué está aquí, en lugar de estar bailando con música de centellas azules? Porque necesito un desayuno satisfactorio. ¿Debo decir algo más?
—He oído bastante —murmuró el posadero. Volvió a la cocina y trajo una olla con pescado guisado, un bandeja de pan de avena y jalea de anguila—. ¿Pacificará esto su apetito? Si no, puedo obtener algo de ermink hervido y un queso.
—Tenemos bastante —dijo Ifness—. Recuerde, si a mi vuelta encuentro sólo una astilla de mi bote fuera de sitio, le haré bailar nuevamente con música azul.
—No ha interpretado bien mi celo —declaró el posadero—. Yo remé hasta el bote porque creí escuchar un ruido sospechoso.
—El asunto queda terminado —dijo Ifness con indiferencia.
Los dos sorukhs miraron hacia dentro de la posada.
—¿Están listos para la partida? Las monturas esperan.
Etzwane e Ifness salieron hacia la mañana fría. Cuatro rumiantes tiraban nerviosamente de sus frenos, mostrando sus cuerpos crecidos hacia atrás. Etzwane los consideró de buena clase, con patas largas y pecho profundo. Habían sido equipados con sillas de cuero chumpa[7], que tenían bolsas para alimentos y una correa en la que se podían sujetar tienda de campaña, mantas y botas nocturnas. Los sorukhs se negaron a proveer estos artículos para Ifness y Etzwane. Las amenazas y la persuasión no surtieron efecto, por lo que Ifness se vio obligado a separarse de otra de sus joyas multicolores antes de conseguir el alimento y el equipo solicitados.
Antes de la partida Ifness preguntó la identidad de ambos sorukhs. Ambos eran del fetiche Bellbird en el clan Varsk. Ifness escribió los nombres de ambos con tinta azul en una tira de pergamino. Agregó una serie de marcas en carmesí y amarillo, mientras los sorukhs miraban con aire incómodo.
—¿Por qué hace eso? —preguntó Srenka.
—Tomo las precauciones comunes —contestó Ifness—. He dejado mis joyas en un sitio secreto y ahora no llevo objetos valiosos; pueden revisarme si quieren. He escrito una maldición junto a vuestros nombres, que dejaré sin efecto a su tiempo. Los planes de asesinarnos y robarnos no son atinados y será mejor descartarlos.
Gulshe y Srenka se disgustaron con lo que obviamente suponía un giro desagradable de los acontecimientos.
—¿Partimos? —sugirió Ifness.
Los cuatro montaron y se dirigieron hacia la Planicie de las Flores Azules.
El Keba retrocedió y finalmente se perdió de vista. A los lados la llanura se extendía en grandes planicies bañadas por el resplandor lavanda del sol. Un musgo púrpura cubría el suelo; los matorrales mostraban flores que coloreaban el llano con un azul claro, en todas las direcciones. Hacia el sur aparecía una sombra casi imperceptible de montañas.
Durante todo el día los cuatro hombres cabalgaron y al anochecer acamparon en un terreno bajo y húmedo, junto a una caída de agua. Se sentaron alrededor del fuego, en una atmósfera de cuidada cordialidad. Se supo que Gulshe mismo había tropezado en una escaramuza con una banda de roguskhoi, dos meses antes.
—Bajaron de las montañas Orgai, no lejos de Shagfe, donde los hulka tienen un depósito de esclavos. Los Demonios Rojos habían saqueado ya dos veces ese depósito, matando a los hombres y llevándose a las mujeres, por lo que Hozman Garganta Ronca, el agente, procuró proteger su propiedad. Ofreció media libra de hierro por cada mano de Demonio Rojo que le lleváramos. Yo, con dos docenas de hombres más, salí a buscar ganancias, pero no conseguimos nada. Los Demonios ignoran las flechas y cada uno de ellos vale por diez hombres en una pelea, así que volvimos a Shagfe sin trofeo alguno. Cabalgué al Este, hacia Shillinsk, para el cónclave de Varsk, y no vi nada de la gran batalla en la que los Demonios Rojos fueron destruidos.
Ifness preguntó con tono de moderado interés:
—¿Debo entender que los hulka derrotaron a los Demonios Rojos? ¿Cómo es posible eso, si cada Demonio vale por diez hombres?
Gulshe escupió sobre el fuego pero no dio respuesta. Srenka se adelantó para empujar un leño sobre los carbones, mientras el anillo de la nariz brillaba con reflejos anaranjados.
—Se dice que usaron armas mágicas.
—¿Los hulka? ¿Y dónde habrían conseguido arma mágicas?
—Los guerreros que derrotaron a los Demonios Rojos no eran hulka.
—Y entonces ¿quiénes eran?
—No sé nada de ese asunto. Yo estaba en Shillinsk.
Ifness no prosiguió con el tema. Etzwane se incorporó y subieron hasta la parte más alta del pequeño cerro, escrutó el horizonte en su alrededor. Sólo vio oscuridad. Aguzó el oído, pero no escuchó sonido alguno. La noche era espléndida; no parecía haber amenazas de los chumpa ni de los malos ahulphs. Los dos sorukhs eran otro asunto. La misma idea se le ocurrió a Ifness, quien ahora se arrodilló frente al fuego. Sopló sobre un leño, y manteniendo sus manos a ambos lados movió las llamas, adelante y atrás, mientras lo sorukhs miraban con asombro.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Gulshe con temor.
—Es una pequeña magia para mi protección. Doy una orden al espíritu del fuego para que entre en el hígado de quien me haga daño y se quede allí.
Srenka tiró de su anillo nasal.
—¿Es usted un verdadero mago?
Ifness se rió.
—¿Lo duda? Extienda su mano.
Srenka estiró prudentemente el brazo. Ifness apuntó con un dedo y una mancha azul apareció en la mano de Srenka. Éste emitió un quejido de asombro, en un ridículo falsete, y retrocedió sin hablar. Gulshe se mantuvo erguido y apresuradamente se retiró del fuego.
—Esto no es nada —dijo Ifness—. Sólo una fruslería. Están todavía vivos, ¿no? Así que dormiremos tranquilos, todos nosotros, sabiendo que la magia nos protege del daño.
Etzwane extendió su manta y se acostó. Después de un murmullo o dos, Gulshe y Srenka arreglaron su propio equipo un poco alejados, cerca de las monturas atadas. Ifness fue más pausado y se sentó durante media hora mirando al fuego que se extinguía. Al final también se acostó. Durante media hora Etzwane miró cómo relucían los ojos de Gulshe y de Srenka bajo sus capuchas; después se durmió.
El segundo día fue como el primero. A media tarde del tercer día las colinas de Kuzi Kaza descendían a juntarse con la planicie. Gulshe y Srenka deliberaron y dejaron algunas marcas en la región alta y desolada, con acantilados y cerros. Hicieron campamento junto a un gran pozo de agua negra y brillante.
—Estamos ahora en territorio hulka —dijo Gulshe a Ifness—. Si los encontramos, lo mejor que podríamos hacer sería dispersarnos en cuatro direcciones diferentes, a menos que por la magia usted pueda asegurar nuestra defensa.
—Actuaremos como lo indiquen las circunstancias —contestó Ifness—. ¿Dónde están esos huesos de los Demonios Rojos?
—No muy lejos, pasado el cerro. ¿No siente la presencia de tanta muerte?
Ifness respondió con voz calmada.
—Una inteligencia en pleno control de sí misma debe sacrificar, lamentablemente, esa receptividad que distingue a la mentalidad primitiva. Ése es un paso de la evolución que, en conjunto, he tenido la suerte de dar.
Srenka se tiró del anillo, inseguro de si Ifness había querido hablar con menosprecio. Miró a Gulshe; ambos intercambiaron signos de perplejidad, fueron a sus lechos y conversaron quedamente durante media hora. Srenka parecía proponer alguna acción a la que Gulshe se resistía; Srenka gruñó roncamente; Gulshe dijo algo y después ambos callaron.
Etzwane buscó su propia manta, donde yació desvelado e incómodo por motivos que no comprendía. «Quizá —se dijo—, mi mentalidad es primitiva y crédula.»
Durante la noche se despertó a menudo para escuchar, y una vez oyó el murmullo de ahulphs a la distancia. En otro momento un silbido melifluo y lejano reverberó en el desfiladero de piedra, produciendo escozores en la piel de Etzwane; era un sonido que no podía identificar. No se dio cuenta de que se volvía a dormir, pero cuando despertó, el cielo relucía con su color lavanda ante la proximidad de los tres soles.
Después de un sobrio desayuno de fruta seca y té, los cuatro reemprendieron el camino, pasando una serie de desfiladeros y después frente a un gran prado. Cabalgaron por un bosque de árboles altos y después por un valle yermo. Un risco de unos doscientos metros apareció ante ellos, y en la cima los parapetos de un castillo en ruinas. Gulshe y Srenka se detuvieron a examinar el camino que tenían por delante.
—¿Está habitado el castillo? —preguntó Etzwane.
—¿Quién lo sabe? —refunfuñó Gulshe—. Existen muchos sitios como éste, con bandidos y asesinos esperando para tirar una roca, así que el viajero debe cuidarse.
Srenka señaló con su dedo sucio.
—Pájaros lira vuelan sobre las piedras; el camino puede considerarse seguro.
—¿A qué distancia está el campo de batalla? —preguntó Ifness.
—Una hora de viaje, dando la vuelta a la base de aquella montaña… Vamos, apurémonos. Con pájaros lira o sin ellos, desconfío de estas cuevas de bandidos.
Los cuatro cabalgaron a buen paso, pero el castillo en ruinas no ofrecía amenaza alguna y los pájaros lira revoloteaban como antes.
Descendieron desde el pasadizo. Gulshe señaló hacia la enorme montaña, que se encorvaba como una bestia sobre la planicie.
—Por aquí vinieron los Demonios Rojos, yendo hacia Shagfe, allí al norte; apenas se ve desde aquí la empalizada de Shagfe. A primera hora de la mañana los hombres atacaron desde las posiciones que habían tomado por la noche, y los Demonios Rojos quedaron rodeados. La batalla duró dos horas y todos los Demonios Rojos fueron muertos, con todas sus mujeres cautivas, y la banda que los destruyó siguió después hacia el sur y nunca más fue vista; un gran misterio. ¡Allí…! Ése en el sitio donde los Demonios Rojos acamparon. La batalla fue cruda. ¡Ah! ¡Huele a carroña!
—¿Qué le parecen los huesos? —preguntó Srenka con una mueca—. ¿Están de acuerdo a lo esperado?
Ifness se adelantó hasta la escena de la carnicería. Había cadáveres de roguskhoi por todos los lados, en una mezcla de extremidades torcidas y posturas contorsionadas. La descomposición ya había avanzado; los ahulphs habían jugado con la idea de devorar esa carne negra, y algunos habían muerto en el experimento: yacían retorcidos como bolas peludas abajo de la pendiente.
Ifness cabalgó en un gran círculo, inspeccionando atentamente los cadáveres, y deteniéndose alguna vez para estudiar largamente una u otra de las hediondas formas rojas. Etzwane detuvo su cabalgadura un poco al margen, desde donde podía mirar a los sorukhs. Ifness avanzó y se detuvo junto a Etzwane.
—¿Qué te parece la situación?
—Igual que tú, estoy desconcertado —contestó Etzwane.
Ifness miró, subiendo las cejas con desaprobación.
—¿Y por qué estoy desconcertado?
—Por las heridas, que no son de espadas ni de garrotes.
—Hummm. ¿Y qué más has notado?
Etzwane señaló.
—Aquel con la pechera de cadena parece haber sido un jefe. Ha sido herido en el pecho. El asutra que llevaba fue destruido. Noté otro jefe muerto al otro lado del campo, y tenía una herida similar. Quienes mataron a los roguskhoi, igual que nosotros, conocían a los asutra.
Ifness asintió con la cabeza.
—Así parece.
Los sorukhs se aproximaron, con sus sonrisas artificiales.
—Ahí están los huesos —señaló Srenka—; ¿qué hacemos con esos hermosos huesos?
—Obviamente no están en condiciones de ser vendidos —replicó Ifness—. No les puedo hacer una oferta firme hasta que los limpien y los sequen, los envuelvan en fardos y los envíen al muelle de Shillinsk.
Gulshe dio a su bigote una torsión; Srenka fue menos controlado.
—Me temía esa duplicidad —gritó—. No tenemos ninguna garantía de ganancia, hemos invertido tiempo y equipo sin utilidad alguna, y yo, por lo pronto, no dejaré el asunto así.
Ifness dijo fríamente:
—Cuando volvamos a Shillinsk habré de compensar generosamente a usted y a su camarada; como dice muy bien, han hecho lo que mejor pudieron. Sin embargo, no me voy a llevar un campo lleno de cadáveres para gratificar vuestra avaricia. Deben encontrarse otro cliente.
Srenka torció su rostro en un gesto feroz, con sus dientes caninos que asomaban ya hasta el anillo nasal. Gulshe lo contuvo con un gesto.
—Las protestas son razonables. Comprensiblemente, nuestro amigo no puede cargar con la mercancía en su actual estado. Estoy seguro de que un arreglo conveniente para ambas partes es posible. Dentro de un año los huesos estarán aireados y en buena condición, o podemos alquilar esclavos que hiervan y pelen las osamentas. Entretanto, dejemos este horrible lugar; tengo un presentimiento.
—Vayamos a Shagfe entonces —gruñó Srenka—. En Shagfe me habré de beber un trago de la bodega de Baba.
—Un momento —dijo Ifness, escudriñando hacia las colinas—. Estoy interesado en esa banda que destruyó a los Demonios Rojos. ¿Dónde se fueron después de su victoria?
—Se fueron por donde habían venido —dijo Srenka con desdén—. ¿A qué otro lado podían ir?
—¿No visitaron Shagfe?
—En Shagfe podrá preguntar.
Etzwane dijo:
—Los ahulphs podrían seguirles el rastro.
—Hace un mes que se fueron lejos —dijo Ifness—. El esfuerzo podría ser tedioso.
—En Shagfe oiremos noticias, sin duda —sugirió Gulshe.
—Vayamos a Shagfe entonces —propuso Srenka—. Tengo ganas de llegar hasta la bodega del viejo Baba.
Ifness se volvió para echar un vistazo hacia Shagfe. Ya Gulshe y Srenka cabalgaron hacia abajo por la pendiente. Se detuvieron y miraron hacia atrás.
—Vamos, el día no es eterno ¡más allá está Shagfe!
—Muy bien —dijo Ifness—. Visitaremos Shagfe.
Shagfe, una población lúgubre y humilde, se conocía bajo una luz solar lavanda. Chozas de barro primitivo se alineaban en una calle barrida por el viento; más allá había un grupo de tiendas de cuero. Una estructura de techo bajo, hecha de barro y zarzo, dominaba el pueblo: era la posada. Un sonoro molino cercano echaba agua sobre un tanque, que desbordaba sobre un canalillo; allí había una banda de ahulphs que habían venido a beber. Habían traído cristales de roca y los habían cambiado ya por tiras de tela amarilla que se habían atado a sus aparatos de oír.
De camino a Shagfe los cuatro habían pasado frente a los depósitos de esclavos: un conjunto de tres cobertizos y tres patios cercados donde se alojaban un grupo de hombres, igual cantidad de mujeres y algunas docenas de niños de ojos ciegos.
Ifness, deteniendo su cabalgadura, se volvió a Gulshe.
—¿Quiénes son estos cautivos: personas locales?
Gulshe examinó al grupo sin mucho interés.
—Parecen extranjeros, probablemente gente en exceso, vendida por el caudillo de su clan. Podrían ser personas atrapadas en expediciones más allá de las montañas. O podrían ser personas capturadas y vendidas por empresas privadas. —Gulshe dejó oír un curioso chasquido—. En una palabra, son alguien que no puede impedirlo. Aquí no hay nadie, y cada uno debe preocuparse de sí mismo.
—Semejante existencia es desagradable —dijo Etzwane con disgusto.
Gulshe le miró sin comprenderle y se volvió a Ifness como cuestionando el equilibrio mental de Etzwane. Ifness sonrió tristemente.
—¿Quién compra los esclavos?
Gulshe se encogió de hombros.
—Hozman Garganta Ronca se los lleva todos, y paga su buen peso en metal por la compra.
—Usted sabe mucho sobre ese tema —dijo Etzwane con una voz amargada.
Srenka dijo:
—¿Y qué hay con eso? ¿Nos va a quitar un medio de vida? Quizá ha llegado el momento de que nos entendamos.
—Sí —dijo Gulshe—. Ha llegado el momento. —Sacó un cuchillo de gran hoja, con mango de vidrio negro pulido—. La magia no podrá gran cosa contra mi cuchillo, y puedo partirles como si fueran melones. Desmonten y quédense frente a los cobertizos.
Ifness preguntó con voz suave:
—¿Debo entender que nos está procurando alguna incomodidad?
—Somos hombres de negocios —prorrumpió Srenka con voz sonora—. Vivimos de hacer ganancias. Si no podemos vender huesos, venderemos esclavos, y para eso les trajimos a Shagfe. Y además soy muy diestro arrojando cuchillos. ¡Desmonten!
—Es humillante ser capturado justo enfrente de los cobertizos de esclavos —opinó Ifness—. Usted no muestra ninguna contemplación por nuestra sensibilidad, y aunque sólo sea por esa razón, nos negamos a gratificar sus deseos.
Srenka resopló. Gulshe permitió que una línea de dientes amarillos asomara bajo su bigote.
—¡Desmonten! ¡Al suelo, y pronto!
Etzwane habló con suavidad.
—¿Habéis olvidado la maldición impuesta en Shillinsk?
—Cientos de maldiciones pesan ya sobre nuestras espaldas, ¿qué daño podrá hacernos otra? —Gulshe agitó su cuchillo—. ¡Desmonten!
Ifness se encogió de hombros.
—Bien, entonces, si debemos, debemos… El destino juega extrañas trampas.
Levantándose pesadamente, puso su mano sobre la cadera de la cabalgadura. El animal rugió de dolor y embistió contra la de Gulshe, tirando a la bestia al suelo. Srenka arrojó su cuchillo contra Etzwane, que se había tirado al suelo; el cuchillo cortó el aire poco arriba de su hombro. Ifness se adelantó y atrapó el anillo de la nariz de Srenka. Éste emitió un silbido que habría sido un grito si hubiera sido capaz de articular.
—Tenlo asido por el anillo —instruyó Ifness a Etzwane—. Consérvalo sujeto.
Ifness fue hasta donde Gulshe, tambaleando, maldiciendo, apoyándose en el suelo, procuraba reincorporarse. Le puso una mano amistosa en el hombro; Gulshe hizo una contorsión espasmódica y cayó otra vez al suelo.
—Me temo que debo llevarme su cuchillo —anunció Ifness—. Ya no habrá de necesitarlo.
Ifness y Etzwane continuaron hacia la posada de barro y zarzo, conduciendo a las bestias sin jinetes. Ifness dijo:
—Seis onzas de plata por dos individuos aptos. No parece una gran suma. Quizá fuimos engañados. Pero no importa, de cualquier manera. Gulshe y Srenka se beneficiarán enormemente al aprender otra faceta del negocio de esclavos… Casi desearía que… ¡Pero no! No es cortés pensar en mi colega Dasconetta en ese sentido. En cierta manera lamento la separación de Gulshe y Srenka. Eran compañeros pintorescos.
Etzwane miró atrás sobre su hombro hacia los cobertizos de los esclavos. Si no fuera por el equipo de energía de Ifness, ahora estaría mirando a través de las rejas. Pero éstos eran los riesgos que había sopesado en Garwiy; había elegido enfrentarlos en lugar de proseguir una vida de seguridad, música y comodidad. Ifness estaba hablando, a sí mismo y también a Etzwane.
—Sólo lamento que no aprendimos más de Gulshe y Srenka… Bien, aquí estamos ya en la posada. En comparación, la de Shillinsk parece un ideal de lujo palaciego. Nos presentaremos, no como magos ni como estudiantes en investigación, ni siquiera como mercaderes en huesos. La ocupación más prestigiosa en Shagfe es el tráfico de esclavos, y ése será nuestro oficio.
En la posada se detuvieron para inspeccionar el sitio. La tarde era cálida y plácida; los niños jugaban en el polvo, otros mayores jugaban entre las tiendas a atrapar esclavos, adelantándose con cuerdas para arrastrar a sus cautivos. En el canal, debajo del molino, tres mujeres de pelo negro, con pantalones de cuero y capas de paja, jugaban con los ahulphs. Las mujeres llevaban palos y pegaban en los pies largos y sensibles de los ahulphs cada vez que éstos querían beber; a su vez los ahulphs tiraban polvo sobre las mujeres y gritaban por el castigo. Del otro lado del camino, una docena de individuos con capas informes de paja ofrecían mercancías en venta: bolas de alimento rojo oscuro, lenguas de carne seca, dedos azul-negros en cajas de moho húmedo, escarabajos verdes y gordos atados en estacas, barras de azúcar, pájaros hervidos, cardamomos, costras de sal. Arriba había un vasto cielo brillante; a los lados, la planicie, visible sólo como una vibración de puntos negros, con una delgada capa de polvo lavanda sobre ellos…
Ifness y Etzwane se acercaron a la posada y entraron por un orificio en la pared de barro. El cuarto común era estrecho y olía a humedad. Una estantería detrás del mostrador sostenía tres barriles; en otros lados había bancos y taburetes donde media docena de hombres se sentaban con recipientes de barro que contenían vino agrio, o con jarros del famoso licor de la bodega de Shagfe. La conversación se detuvo; los hombres miraron a Ifness y a Etzwane con intensidad. La única iluminación era el reflejo púrpura del exterior que se filtraba por el agujero de la puerta. Ifness y Etzwane escrutaron el cuarto en su derredor, mientras sus ojos se acomodaban a la penumbra.
Un hombre bajo con el pecho desnudo y un largo cabello blanco se adelantó. Vestía un delantal de cuero y botas hasta la rodilla; aparentemente era Baba, el propietario. En un rudo dialecto preguntó qué necesitaban, lo que Etzwane comprendió más bien por adivinación.
Ifness contestó con una aceptable simulación del dialecto.
—¿Qué clase de alojamiento nos pueden proveer?
—El mejor de Shagfe —declaró el posadero Baba—. Cualquiera puede decirles eso. ¿Esa pregunta es sólo por curiosidad?
—No —replicó Ifness—. Puede mostrarnos lo mejor que tenga para ofrecer.
—Eso es bastante simple —comentó Baba—. Por aquí, si me hacen el favor.
Les condujo hacia abajo por un corredor pestilente y pasaron una cocina rudimentaria, donde una gran caldera hervía sobre el fuego, y después a un patio descubierto, rodeado en todo el perímetro por un techo saliente.
—Seleccionen la zona que deseen. La lluvia generalmente viene inclinada desde el sur, y la parte sur es la más seca.
Ifness asintió con un gesto serio.
—El alojamiento es adecuado. ¿Qué hacemos con las cabalgaduras?
—Las llevaré al establo y les daré pienso, suponiendo que paguen lo adecuado. ¿Cuánto tiempo habrán de quedarse?
—Un día o dos, quizá más, según marchen nuestros negocios. Somos traficantes de esclavos, con una comisión asignada para comprar una docena de Demonios Rojos, fuertes, para la galera de un potentado de la costa oriental. Tenemos entendido sin embargo, que todos los Demonios Rojos han sido muertos, lo que ha sido una mala noticia.
—Vuestra desgracia es mi buena suerte, porque estaban marchando hacia Shagfe y pudieron haber destruido mi posada.
—¿Quizá los conquistadores se llevaron prisioneros?
—Creo que no, pero en el cuarto grande está sentado Fabrache el Afortunado Pequeño Sobreviviente. Aduce haber presenciado una batalla, y ¿quién puede discutir su palabra? Si le invitan con un jarro o dos, su lengua habrá de agitarse libremente, estoy seguro de eso.
—Una feliz idea. Ahora, en cuanto a los gastos por nosotros y nuestras cabalgaduras…
El regateo prosiguió. Ifness haciéndose el difícil para evitar una reputación de dispendioso. Después de cinco minutos, un valor especificado como dos onzas de plata compensaría alimentos de alta calidad y alojamiento durante cinco días.
—Muy bien, entonces —dijo Ifness—, aunque como de costumbre he permitido que un hábil conversador me convenza de una loca extravagancia. Ahora habremos de conferenciar con Fabrache el Afortunado Pequeño Sobreviviente. ¿Cómo obtuvo ese apelativo tan curioso?
—No es más que un apodo infantil. Cuando era niño, su madre intentó ahogarlo tres veces, y las tres veces él emergió a través del barro. Ella abandonó el propósito y hasta le puso el apelativo. Se supone que si Gaspard el Dios hubiera deseado su muerte, no habría desperdiciado aquella temprana oportunidad.
Baba les condujo de vuelta al salón. Los presentó alzando la voz:
—Presento a esta compañía a los nobles Ifness y Etzwane, que han venido a Shagfe a comprar esclavos.
Un hombre que estaba a un lado lanzó un quejido.
—¿Así que ahora compiten con Hozman Garganta Ronca para elevar aún más los precios?
—Hozman Garganta Ronca no ha pedido Demonios Rojos, que es lo que estos comerciantes requieren.
Baba el posadero se volvió hacia un hombre alto y delgado con cara larga y una barba que le colgaba del mentón como un mechón de pelo negro.
—Fabrache, ¿cuál es la verdad? ¿Cuántos Demonios Rojos sobreviven?
Fabrache contestó con la deliberación de un hombre obstinado.
—Los Demonios Rojos han sido exterminados en el distrito Mirkil, es decir, en la vecindad de Shagfe. He hablado con hombres de la raza tchark, al sur de Kuzi Kaza; informaron que las bandas de Demonios Rojos se unieron en una sola horda, que luego marchó hacia el norte. Dos días después presencié cómo un ejército de magos destrozaba a esa horda. Cada Demonio Rojo fue muerto y después remuerto; una visión que nunca olvidaré.
—¿El ejército mágico no tomó prisioneros? —preguntó Ifness.
—Ninguno. Destrozaron a los Demonios Rojos y marcharon hacia el Este. Yo bajé al campo de batalla para llevarme el metal, pero los ahulphs me habían precedido y se lo habían llevado. Pero aquí no termina la historia. Cuando volvía hacia Shagfe, vi un gran barco que se elevaba en el aire, liviano como una pluma, y desaparecía detrás de las nubes.
—¡Visión milagrosa! —declaró Ifness—. Posadero, sirva a este hombre otro jarro de la bebida de la casa.
Etzwane preguntó:
—¿La nave era redonda como un disco y del color cobre-bronce?
Fabrache el Afortunado Pequeño Sobreviviente, hizo un signo negativo.
—Era un impresionante globo negro. Los discos de cobre que usted menciona fueron vistos en la gran batalla de naves espaciales; los discos y los globos negros combatían entre sí.
Ifness asintió gravemente y lanzó una mirada de advertencia a Etzwane.
—Hemos oído algo sobre esa batalla. Ocho naves de cobre se enfrentaron a seis globos negros en un sitio cuyo nombre no recuerdo.
Los otros que estaban en la habitación se apresuraron a contradecirle.
—Su información es inexacta. Cuatro de los globos negros atacaron a dos discos de cobre, y estos discos de cobre fueron destrozados en fragmentos.
—Me pregunto si hablamos de la misma batalla —musitó Ifness—. ¿Cuándo ocurrió la que ustedes mencionan?
—Hace sólo dos días; casi no hemos hablado después de otra cosa. Hechos semejantes nunca habían ocurrido antes en el distrito Mirkil.
—¿Y dónde fue esa batalla? —insistió Ifness.
—Más allá, sobre las montañas Orgai —explicó Fabrache—. Pasando el Thrie Orgai, o así se dice; yo nunca he estado allí.
—¡Cuando uno lo piensa, es cerca de Shagfe! —exclamó el posadero Baba—. ¡Apenas dos días de cabalgata!
—Viajamos en esa dirección —dijo Ifness—. Me gustaría inspeccionar el sitio.
Se dirigió al Afortunado Pequeño Sobreviviente.
—¿Le gustaría ser nuestro guía?
Fabrache se mesó la barba. Miró hacia un lado, a uno de sus compañeros.
—¿Qué noticias hay del clan gogursk? ¿Han hecho su viaje al oeste?
—No hay que temer por los gogursk —explicó su amigo—. Este año van al sur, hasta el lago Urman, buscando cangrejos. El Orgai está libre de amenazas, excepto, desde luego, por los saqueos de Hozman Garganta Ronca.
Desde fuera de la posada se escuchó un ruido de cascos y el sonido de voces gruesas y ásperas. El dueño miró a través de la puerta y habló sobre su hombro.
—Gusanos azules de Kash.
Entonces dos de los hombres presentes se levantaron con rapidez y partieron por el corredor trasero. Otro llamó:
—Fabrache, ¿qué has hecho? ¿No has llevado cuatro chicas de Gusanos Azules a Hozman?
—No discuto mis negocios en público —contestó el Afortunado Pequeño Sobreviviente—. De cualquier manera, ese episodio ocurrió el año pasado.
Los hombres de la tribu entraron en la habitación. Después de escudriñar en la penumbra, se sentaron a las mesas y golpearon pidiendo bebidas. Eran nueve hombres, con caras redondas y barba escasa, que vestían pantalones de cuero, botas negras de capuchón, blusas de yute verde, casco puntiagudo con lentejuelas bordadas que se agitaban con cada movimiento de cabeza. Etzwane los catalogó como la banda más rufianesca de su experiencia y se tiró hacia atrás por el olor que les había acompañado hasta la habitación.
El más viejo de los kash dio a su casco una sacudida y exigió con voz perentoria:
—¿Dónde está el hombre que compra esclavos a alto precio?
Fabrache contestó con voz leve:
—Ahora no está presente.
El posadero Baba preguntó con cautela:
—¿Tienen esclavos para vender?
—Por cierto que sí, y son las personas que ahora están presentes, salvo el posadero. Considérense nuestros prisioneros.
Fabrache lanzó un grito de indignación.
—¡Ése no es el procedimiento correcto! ¡Un hombre tiene derecho en Shagfe a beber su cerveza creyéndose seguro!
—Por otra parte —declaró Baba—, no toleraré tal conducta. ¿Qué ocurriría con mis clientes? Esa amenaza debe ser retractada.
El viejo kash sonrió y agitó las bordaduras de su casco.
—Muy bien, en vista de la protesta general, dejaremos de lado nuestros mejores intereses. Sin embargo, debemos cambiar una palabra con Hozman Garganta Ronca. Ha tratado con severidad al clan kash. ¿Dónde vende a nuestra gente?
—Otros han hecho preguntas similares sin recibir respuesta —dijo Baba—. Hozman Garganta Ronca no está ahora en Shagfe, e ignoro sus planes.
El viejo Gusano Azul hizo un gesto de resignación.
—En ese caso beberemos y haremos una comida con eso que se cocina y cuyo olor ya siento.
—Está muy bien. ¿Y cómo van a pagar?
—Llevamos algunos sacos de aceite de safad, para compensar nuestras cuentas.
Baba dijo.
—Traigan el aceite, mientras voy a buscar otro jarro del brebaje del sótano.
La noche transcurrió sin derramamiento de sangre. Ifness y Etzwane se sentaron a un lado, viendo a aquellas enormes figuras que iban de un lado a otro por delante del fuego. Etzwane trató de definir la cualidad con la que esos ruidosos celebrantes se diferenciaban de la población general de Shant… Intensidad, buen gusto, un enfoque de cada sentido sobre el instante inmediato, eso caracteriza a la gente de Caraz. Los actos triviales inducían a reacciones exageradas. La risa sacudía las costillas; la rabia venía enfurecida y repentina; la pena era tan intensa que se convertía en intolerable. En cada aspecto de la existencia los hombres del clan fijaban una percepción estrecha y minuciosa, no dejando que nada pasara inadvertido. Tales raptos y transportes de la emoción dejaban poco tiempo para la meditación, razonó Etzwane. ¿Cómo un Gusano Azul Hulka podía convertirse en músico si sufría de una congénita falta de paciencia? Bailes salvajes alrededor de la hoguera, peleas y crímenes, ése era el estilo de los bárbaros.
Ifness y Etzwane abandonaron esa compañía. Desenrollaron sus mantas bajo la cubierta del patio y se acostaron a descansar. Durante un rato Etzwane escuchó los ruidos de la sala. Quería preguntar a Ifness sus teorías sobre las batallas entre naves espaciales que habían ocurrido más allá del Thrie Orgai, pero no tenía estómago para tolerar una respuesta cáustica o ambigua… Si los asutra y sus anfitriones habían construido los discos de cobre, ¿qué raza había hecho los globos espaciales negros? Y en todo caso, ¿qué raza de hombres con armas mágicas había destrozado a los roguskhoi? ¿Por qué los hombres, los roguskhoi, las naves espaciales cobrizas y las negras habían venido a Caraz para librar sus batallas? Etzwane hizo una pregunta cautelosa a Ifness:
—¿Alguno de los mundos de la Tierra construye vehículos espaciales en forma de globos negros?
La pregunta era sucinta y precisa; Ifness no podría encontrarle defectos. Contestó con voz neutral:
—Que yo sepa, no. —Y agregó—: Estoy desconcertado como tú. Parecería que los asutra tienen enemigos entre las estrellas. Quizá enemigos humanos.
—Esa posibilidad por sí sola ya justifica tu desafío a Dasconetta —declaró Etzwane.
—Así parecería —convino Ifness.
Los Gusanos Azules de Kash eligieron pasar la noche al aire libre durmiendo al lado de sus monturas; Ifness y Etzwane pudieron pasar una noche tranquila.
En la mañana fría, Baba les trajo jarros del brebaje caliente, con trozos flotantes del queso agrio local.
—Si es que van a salir para Thrie Orgai, partan rápidamente. Cruzarán el Desierto Salvaje a media tarde, y pueden pasar la noche en un árbol junto al Vurush.
—Buen consejo —dijo Ifness—. Prepárenos un desayuno de carne frita con pan y envíe un chico a despertar a Fabrache. Además, beberemos té de hierbas con nuestra comida, en lugar de ese brebaje excelente, pero demasiado nutritivo.
—Fabrache está listo —dijo el posadero—. Quiere partir mientras los Gusanos Azules están aún adormilados. El desayuno ya está preparado. Contiene cereales y pasta de langosta, como el de todos. En cuanto al té, les puedo hervir un caldo de yuyo de pimienta, si eso va bien con vuestro gusto.
Ifness hizo una señal de resignada aquiescencia.
—Traiga nuestras monturas hacia el frente; partiremos lo antes posible.