CAPÍTULO V

Los Gusanos Azules de Kash estaban levantándose cuando Ifness, Etzwane y Fabrache partieron. Un hombre lanzó una maldición; otro se incorporó para mirarlos, pero no estaban con ánimo de perseguirlos.

Desde Shagfe los tres cabalgaron a través del Desierto Salvaje, un llano calizo que se extendía hasta los límites de la visión. La superficie era una costra dura, blanca como el hueso, cubierta de un polvo fino y acre. A través del desierto soplaban una docena de demonios de vientos, hacia un lado y otro, como bailarinas de una pavana, hasta el horizonte y otra vez de vuelta, algunos altos e imponentes contra el cielo brillante, otros bajos hasta el suelo, escurriéndose sin dignidad, deshaciéndose en pizcas. Durante un rato Fabrache vigiló la retaguardia, pero cuando desapareció la hilera de chozas en la distancia lavanda y polvorienta y no aparecieron formas negras de perseguidores, mostró una disposición más confiada. Mirando de soslayo hacia Ifness, habló con voz cauta.

—Anoche no hicimos ningún contrato formal, pero supongo que viajamos con un acuerdo recíproco y que ninguna de las parte intentará dominar a la otra.

Ifness apoyó ese punto de vista.

—No tenemos ningún interés en la esclavitud. Hemos vendido un par de sorukhs en nuestro viaje hacia Shagfe, pero, para hablar francamente, la vida de un traficante de esclavos es demasiado precaria y poco conveniente, por lo menos en el distrito Mirkil.

—La región ha sido muy explotada —comentó Fabrache—. Desde que Hozman Garganta Ronca se puso activo la población ha disminuido a la mitad. En la posada de Shagfe veíamos muchos rostros extraños, muy diferentes vestuarios y estilos. Cada clan hulka mantiene de tres a siete grupos-fetiche; después están los sorukhs del distrito Shillinsk, los Cabezas de Pala y los alulas del lago Nios, la gente de Kuzi Kaza. Una modesto traficante de esclavos como yo mismo podía ganar un cierto ingreso y mantener a una mujer o dos para su propio uso. Pero Hozman Garganta Ronca terminó con todo eso. Ahora debemos rastrear las cercanías para conseguir nuestro sustento.

—¿Dónde vende Hozman Garganta Ronca su mercancía?

—Hozman tiene sus secretos —explicó Fabrache con un tono de desprecio—. Algún día irá demasiado lejos. El mundo se está volviendo agrio; no era así cuando yo era muchacho. ¡Dése cuenta! Naves espaciales en combate; Demonios Rojos que saquean y matan; Hozman Garganta Ronca y su aumento ilusorio de precios inflacionarios. Y entonces, cuando nos destruya y consiga despoblar Mirkil, se mudará a otro lado y hará allí el mismo pillaje.

—Estoy ansioso por encontrar a Hozman —anunció Ifness—. Debe de tener cosas interesantes para contar.

—Por el contrario, es tan seco como un chumpa estreñido.

—Ya veremos, ya veremos.

Mientras el día avanzaba, el aire se aquietó y los demonios de viento desparecieron; los tres cruzaron la planicie sin otra incomodidad que un calor de horno. A media tarde aparecieron las primeras laderas del Orgai, y el Desierto Salvaje quedó atrás. Cuando los tres soles se ocultaron tras las montañas, cabalgaron hacia la cima de una colina y vieron ante sí al ancho Vurush, que corría desde detrás del Thrie Orgai y luego hacia el norte en una neblina. Un bosquecillo de arbustos retorcidos crecía junto al agua, y aquí Fabrache eligió acampar durante la noche, aunque las huellas de chumpa eran evidentes a lo largo de la orilla.

—No pueden ser evitados, cualquiera que sea el sitio en que acampemos —explicó Fabrache—. Tres hombres con antorchas pueden mantenerlos a distancia, si hace falta.

—¿Así que debemos vigilar durante la noche?

—De ninguna manera —contestó Fabrache—. Los animales habrán de vigilar, y yo mantendré el fuego encendido.

Ató las monturas a un árbol y armó un fuego en la orilla. Después, mientras Ifness y Etzwane juntaban un hato de ramas resinosas, Fabrache recogió una docena de cangrejos del barro, los limpió, los tostó y entretanto cocinó unos bizcochos sobre piedras calientes.

—Usted es muy eficiente —comentó Ifness—. Es un placer verle trabajar.

Fabrache sacudió la cabeza.

—Esto es lo único que sé. Es una habilidad adquirida a través de una vida dura. Su cumplido no me da ningún placer.

—Pero seguramente tiene otras habilidades.

—Sí. Me consideran un buen barbero. Ocasionalmente imito en broma las costumbres del apareamiento de los ahulphs. Pero son logros modestos, diez años después de mi muerte habré sido olvidado y me habré unido con el suelo de Caraz. Y sin embargo me considero un hombre afortunado; más que la mayoría. A menudo me he preguntado por qué se me dio a vivir la vida de Kyril Fabrache.

—Esas reflexiones, en un momento u otro, se nos han ocurrido a todos —sentenció Ifness—, pero a menos que aceptemos una religión de reencarnaciones graduadas, la pregunta es ingenua.

Se levantó y contempló el paisaje.

—Supongo que los Demonios Rojos nunca han llegado tan al oeste.

Molesto por la indiferencia de Ifness a sus inquietudes por la verdad personal, Fabrache dio sólo una breve respuesta.

—Nunca llegaron siquiera a Shagfe.

Se fue a atender a las monturas.

Ifness consideró la masa del Orgai hacia el norte, donde el Thrie Orgai relucía en púrpura contra los últimos rayos de los soles que se ocultaban.

—En este caso, la batalla de naves espaciales parecería independiente de la masacre de los roguskhoi —reflexionó—. Los hechos, desde luego, están relacionados; de eso no puede haber duda… Mañana será un día interesante.

Hizo una de sus raras gesticulaciones.

—Si yo pudiera obtener una nave espacial, o siquiera su casco, estaría vindicado. Dasconetta quedará gris de rabia; ahora mismo se está mordiendo los nudillos… Sólo podemos confiar en que esas naves espaciales existan y que sean algo más que ilusiones.

Etzwane, vagamente fastidiado por las aspiraciones de Ifness, acotó:

—No veo qué valor podría tener una nave espacial ya destruida; han sido conocidas durante millares de años y deben de ser comunes en todo el sistema de los mundos de la Tierra.

—Cierto —aceptó Ifness, aún elevado por sus visiones de triunfo—, pero son el producto del conocimiento humano, y existen muchos conocimientos.

—¡Bah! —gruñó Etzwane—, el hierro es el hierro, el vidrio es el vidrio, y eso es lo mismo aquí que en el confín del universo.

—También es cierto. Los elementos básicos son conocidos por todos. Pero no hay límite definido para el conocimiento. Cada conjunto de verdades últimas es susceptible de examen y debe ser analizado en términos nuevos. Estas capas sucesivas de conocimiento son innumerables. Las que no son familiares derivan del nivel superior o del inferior. Es concebible que existan frases disociadas del conocimiento; se me ocurre el campo de la parapsicología. La ley básica del cosmos es ésta: en una situación de infinitud, todo lo que sea posible existe de hecho. Para particularizar, la tecnología que mueve una nave espacial enemiga debe ser distinta a la de la Tierra, y esa tecnología debe ser materia de enorme interés, aunque sólo fuera filosóficamente. —Ifness miró el fuego—. Debo subrayar que el conocimiento aumentado no es necesariamente una virtud y fácilmente podría ser peligroso.

—Es ese caso —objetó Etzwane—, ¿por qué estás tan ansioso de transmitir ese conocimiento?

Ifness dejó oír un chasquido de la lengua.

—En primer lugar, es una inclinación humana la de hacerlo. En segundo lugar, el grupo que integro y del que Dasconetta será naturalmente expulsado, es competente para controlar los más peligrosos secretos. En tercer lugar, no puedo descuidar mi ventaja personal. Si yo entrego una nave espacial enemiga al Instituto Histórico, o incluso un casco averiado, ganaré enorme prestigio.

Etzwane se volvió a tender en su cama, reflexionando que de los tres motivos de Ifness, el último era el más lógico.

La noche transcurrió sin incidentes. Tres veces Etzwane se despertó. Una vez escuchó desde lejos el desafío retumbante de un chumpa y de una distancia aún más lejana los gritos de respuesta de una tribu ahulph, pero ninguno de ellos vino a perturbar el campamento junto al rio.

Fabrache se despertó antes de amanecer. Sopló el fuego y preparó un desayuno con cereal, carne picante y té.

Poco después del amanecer los tres montaron en sus cabalgaduras y partieron hacia el sur, a lo largo de la orilla del Vurush. Gradualmente fueron ascendiendo al Orgai.

Poco antes de mediodía Fabrache detuvo a su animal. Inclinó la cabeza, como si escuchara, y miró lentamente a los lados.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ifness.

Fabrache no contestó. Señaló hacia la abertura que daba al valle de piedra.

—Aquí fue donde los globos negros descubrieron a las naves de disco, aquí donde ocurrió la batalla.

Levantándose para quedar de pie sobre las espuelas, miró a los lados de las colinas y volvió a examinar el cielo.

—Ha tenido un presentimiento —dijo Etzwane suavemente.

Fabrache se tiro nerviosamente de la barba.

—El valle ha presenciado un extraordinario suceso; el aire aún tintinea… ¿No hay algo más? —Impacientemente torció su cuerpo en la montura, volcando sus ojos de un lado a otro—. Hay una presión sobre mí.

Etzwane barrió el valle con la mirada. A derecha e izquierda, algunas gargantas profundas se abrían en la piedra, los grandes terrenos se cocían bajo el sol, las sombras se coloreaban de negro y verde botella. Un pequeño movimiento captó su atención: a unos treinta metros se agazapaba un gran ahulph, vacilando en tirar o no una piedra. Etzwane dijo:

—Quizá ha sentido la presencia del ahulph.

Fabrache saltó, abrumado porque Etzwane había sido el primero en ver a la criatura. El ahulph, color negroazul, de una variedad desconocida para Etzwane, sacudió las fibras de sus orejas y comenzó a alejarse. Fabrache hizo una llamada en sonidos onomatopéyicos. El ahulph se detuvo. Fabrache habló nuevamente, y con el contoneo juguetón que es típico de los ahulphs más grandes, la criatura descendió. Amablemente lanzó un olor «gregario»[8] y se adelantó. Fabrache desmontó de su cabalgadura y señaló a Ifness y Etzwane, que hicieran lo mismo. Alcanzándole un pedazo de bizcocho, habló nuevamente al ahulph en sonidos infantiles. El ahulph dio una respuesta fervorosa y complicada.

Fabrache se volvió a sus compañeros.

—El ahulph ha presenciado la batalla. Me ha explicado la secuencia de los acontecimientos. Dos discos de cobre descendieron al extremo del valle y se quedaron allí casi una semana. Salieron algunas personas y caminaron en su derredor. Se mantenían sobre dos pies, pero exhalaban un olor no humano. El ahulph no prestó atención a su aparición. No hicieron nada durante su estadía y sólo salieron al amanecer y al crepúsculo. Tres días atrás, a mediodía, aparecieron cuatro globos negros a un par de kilómetros de distancia. Las naves de disco fueron tomadas por sorpresa. Los globos negros lanzaron rayos e hicieron explotar ambas naves; luego se fueron tan abruptamente como habían venido. Los ahulph vieron el destrozo, pero no tuvieron confianza para acercarse. Ayer apareció una enorme nave disco en el cielo. Después de dar vueltas durante una hora, levantó el casco que había sufrido menos daño y se lo llevó. Quedan fragmentos del segundo.

—Interesantes noticias —murmuró Ifness—. Tírele a esa criatura otro trozo de bizcocho. Estoy ansioso por inspeccionar el casco averiado.

Fabrache se rascó la barbilla, donde nacían los primeros pelos de su barba.

—Debo reconocer una desconfianza parecida a la del ahulph. El valle contiene una presencia sobrenatural que yo no quisiera poner a prueba.

—No pida disculpas —contestó Ifness—. No en vano se le conoce como el Afortunado Pequeño Sobreviviente. ¿Nos podrá esperar aquí, junto al ahulph?

—Eso haré —prometió Fabrache.

Ifness y Etzwane se dirigieron hacia el valle. Cabalgaron un par de kilómetros, con los montes de piedra que se elevaban a cada lado. El suelo del valle se ensanchaba hasta convertirse en un llano arenoso, y allí encontraron el casco de la segunda nave. La superficie exterior había sido rota y quebrada en una docena de sitios y una sección entera había desaparecido. Por los agujeros aparecían metales retorcidos y se derramaban líquidos viscosos. La parte superior había explotado en tiras que yacían desparramadas alrededor; el terreno por debajo mostraba anillos de un polvo blanco, verde y amarillo.

Ifness lanzó un silbido de disgusto. Sacó su cámara y fotografió el casco.

—No había esperado nada mejor que esto, pero tenía alguna esperanza. ¡Qué trofeo habría sido, si la nave fuera susceptible de estudio! ¡Una nueva cosmología, de hecho, para compararla con la nuestra! Es una tragedia encontrar esto.

Etzwane se sintió ligeramente sorprendido por la vehemencia de Ifness; una exhibición tal no era lo acostumbrado. Se acercaron y la nave espacial ejerció sobre ellos una mágica fascinación, una majestad triste y extraña. Ifness desmontó. Levantó un fragmento de metal, lo sopesó, lo puso a un lado. Se acercó más al casco, miró al interior, sacudió su cabeza con disgusto.

—Todo lo interesante está evaporado, aplastado o derretido; aquí no tenemos nada que aprender.

Etzwane habló.

—¿Notas que falta una parte de la nave? Mira más allá en aquella barranca; ahí fue a caer.

Ifness miró donde Etzwane señalaba.

—La nave fue primero atacada, quizá por alguna fuerza explosiva y después nuevamente golpeada, con la energía suficiente para provocar la fundición.

Fue hacia la barranca, que estaba a unos cuarenta metros, donde se había alojado un sector de la nave, con forma de pastel. La superficie exterior, dentada y deformada, pero por algún milagro aún entera, se había aplastado contra la estrecha abertura de la garganta, como un gran sello de bronce.

Los dos apartaron piedras hasta que llegaron al metal amigado. Ifness forcejeó en el borde de una sección quebrada. Etzwane le ayudó; insistiendo en el forcejeo, doblaron la hoja hasta conseguir una abertura hacia el interior. Salió un olor pestilente; un aroma de podredumbre, distinto a todo lo que Etzwane hubiera conocido antes… Se puso rígido y levantó una mano.

—¡Escucha!

Desde abajo llegaba un leve sonido de rasgueo, que persistió durante dos o tres segundos.

—Algo parece estar vivo.

Etzwane miró hacia abajo en la oscuridad. La idea de entrar en la nave destrozada no le atraía.

Ifness no tenía esos temores. De su bolsillo extrajo un objeto que Etzwane nunca había visto: un cubo transparente, de pocos centímetros de lado. Repentinamente emitió un rayo de luz, que Ifness enfocó hacia el interior oscuro. Un metro más abajo, un banco roto se atravesaba frente a lo que parecía ser una cámara-depósito; un montón de objetos caídos de los estantes se amontonaban contra la pared más lejana. Ifness se apoyó en el banco y saltó al piso. Etzwane echó un último vistazo anhelante hacia el valle en su derredor, y le siguió. Ifness se detuvo a inspeccionar los objetos que había contra la pared. Hizo una señal.

—Un cadáver.

Etzwane se acercó para poder mirar. La criatura muerta yacía sobre su espalda, empujada hacia la pared.

—Un bípedo antropomórfico —dijo Ifness—. Claramente no es un hombre, ni parecido a un hombre, excepto por dos piernas, dos brazos y una cabeza. Hasta huele distinto a la carroña humana.

—Peor —murmuró Etzwane. Se inclinó hacia adelante, estudiando aquella cosa muerta, que no tenía ropas excepto varias correas que sostenían tres bolsas, una en cada cadera, otra en la nuca. La piel, como un pergamino púrpura y negro, parecía tan dura como cuero viejo. La cabeza mostraba una cantidad de prominencias huesudas y paralelas, que nacían de la parte superior de un anillo protector, alrededor del ojo único, y seguían hacia atrás por el cuero cabelludo. Un orificio similar a una boca aparecía en la base del cuello. Grupos de cerdas servían aparentemente como órganos auditivos.

Ifness vio algo que había escapado a Etzwane. Cogió un trozo de tubo y empujó hacia adelante. En las sombras de la espalda del cadáver apareció un comienzo de movimiento repentino, pero Ifness fue muy rápido; el tubo pegó de nuevo sobre la pequeña criatura de seis patas que se había ocultado en el bolso de la nuca.

—¿Un asutra? —preguntó Etzwane.

Ifness hizo con su cabeza un gesto de asentimiento.

—Un asutra y su anfitrión.

Etzwane inspeccionó otra vez a la criatura de dos piernas.

—Es parecido a los roguskhoi, por la piel dura, la forma de la cabeza, las manos y los pies.

—He notado la similitud —dijo Ifness—. Podría ser una forma colateral, o la especie de la cual los roguskhoi derivaron. —Habló sin tono, mientras sus ojos miraban aquí y allá. Etzwane nunca lo había visto tan ansioso—. Despacio ahora.

Con largos pasos suaves fue hasta el cabezal y colocó su luz a través de una abertura.

Vieron una habitación de unos seis metros de largo, con los extremos retorcidos y distorsionados. En el extremo opuesto se filtraba una débil luz diurna, que entraba por algunas fisuras.

Ifness se deslizó cautamente por esa sala, manteniendo la luz en una mano, el arma de energía en la otra.

La habitación estaba vacía. Etzwane no pudo imaginarse su función o propósito. Un banco flanqueaba tres paredes, con armarios superiores que contenían objetos de vidrio y metal a los que Etzwane no habría podido dar un nombre. La cubierta exterior y una pared estaban aplastadas dentro de la roca, que constituía así una cuarta pared. Ifness miró hacia todos lados como un alerta halcón gris. Inclinó su cabeza para escuchar; Etzwane hizo lo mismo. El aire era espeso y silencioso. Etzwane preguntó en voz baja:

—¿Qué es este cuarto?

Ifness sacudió la cabeza.

—En las naves de los mundos de la Tierra arreglan las cosas en forma diferente… No comprendo nada de esto.

—Mira aquí —señaló Etzwane—. Más asutra.

Una bandeja de vidrio en el extremo del banco contenía un líquido turbio en el flotaban tres docenas de objetos negros en forma elipsoide, como si fueran enormes olivas negras. Por debajo colgaban brazos quietos.

Ifness fue a examinar el tanque. Un tubo entraba por un lado; de este tubo salían filamentos que conducían al asutra.

—Parecen catalépticos —opinó Ifness—. Quizá absorben energía, o información, o distracción. —Se quedó pensando un momentos y luego habló—. No podemos hacer nada más. El asunto es demasiado grande para nosotros, y de hecho es abrumador. —Hizo una pausa para mirar por la habitación—. Hay material aquí para ocupar a diez mil analistas y asombrar al Instituto. Desde el bote yo podría emitir una señal a Dasconetta y a través de él pedir una nave.

—Algo a bordo está todavía vivo —afirmó Etzwane—. No podemos dejarlo morir.

Como para reforzar sus palabras, un rasgar se escuchaba desde detrás de la pared aplastada, al otro lado de la habitación.

—Un asunto delicado —murmuró Ifness—. ¿Qué ocurriría si veinte roguskhoi se tiraran sobre nosotros? Por otro lado, algo podría aprenderse de un anfitrión que no estuviera bajo control de los asutra. Bien, miremos. ¡Pero con cuidado! Debemos estar en guardia.

Fueron a la zona donde se encontraban pared y roca. En el centro y abajo el contacto no era completo, dejando aberturas irregulares del diámetro de una cabeza de hombre, a través de las cuales el aire podía pasar. Etzwane miró por el agujero central. Durante un momento no vio nada; después abruptamente, se hizo visible un objeto redondo, similar a una gran moneda, con un reflejo rosado y verde. Etzwane se echó atrás, oprimido por una contracción de sus nervios. Se recuperó y habló en voz queda.

—Es uno de los anfitriones. He visto su ojo.

Ifness hizo un breve sonido.

—Si está vivo, es mortal, y no hay ninguna necesidad de asustarse.

Etzwane retrocedió y, tomando una barra de metal, comenzó a atacar la roca. Ifness se mantuvo detrás, con una expresión enigmática presidiendo su rostro.

La roca, ya quebrada por el impacto de la nave, saltó en esquirlas. Etzwane trabajaba con una furiosa energía, como para distraerse. El agujero central se ensanchó. Etzwane no le prestó atención y golpeó furiosamente la barra contra la roca. Ifness levantó la mano.

—Suficiente. —Se adelantó, enfocó su luz dentro del agujero, revelando una forma oscura que esperaba—. Salga —dijo Ifness con un gesto.

Primero hubo un silencio. Después, lentamente, pero sin vacilación, la criatura salió por el agujero. Igual que el cadáver, estaba desnudo excepto por un arnés y tres bolsas, en una de las cuales estaba el asutra. Ifness dijo a Etzwane:

—Emprende el camino hacia afuera. Dirigiré a la criatura para que te siga.

Etzwane se volvió. Ifness se adelantó, tocó a la criatura en el brazo y señaló.

La criatura marchó detrás de Etzwane a través de la habitación y hasta la cámara que se abría al cielo.

Etzwane se subió al banco y asomó su cabeza a la luz solar. Nunca el aire le había parecido tan claro y suave. En el cielo, a un kilómetro de distancia, volaba una gran nave de disco, rotando lentamente sobre un eje vertical, mientras los tres soles provocaban reflexiones de tres colores sobre la superficie de cobre-bronce. Un par de kilómetros más allá había cuatro naves más pequeñas.

Etzwane miró consternado. La nave mayor descendió lentamente. Comunicó la novedad a Ifness, que venía detrás.

—Date prisa —dijo Ifness—. Ayuda a subir a la criatura y ten asido su arnés.

Etzwane salió y se quedó esperando. Desde abajo emergió la cabeza púrpura-negra, las pequeñas protuberancias de huesos que atravesaban el cuero cabelludo. Emergió la cabeza y después los hombros, con la bolsa que contenía al asutra. En un impulso repentino, Etzwane atrapó la bolsa y tiró desde el cuerpo negro. Una cuerda nerviosa se estiró; la criatura dejó oír un gemido gutural, soltó su garra del borde del agujero y hubiera caído hacia atrás si Etzwane no hubiera pasado su brazo alrededor del cuello. Con su otra mano sacó la daga del cinturón y cortó el nervio; el asutra, serpenteando y retorciéndose, quedó libre. Etzwane lo tiró contra la superficie de la nave y levantó a la criatura hasta arriba. Ifness la siguió.

—¿Qué es esta conmoción?

—Dejé libre al asutra. Ahí se va. Retén al anfitrión; iré a matarlo.

Ifness, frunciendo el ceño de disgusto, obedeció. La criatura negra quiso seguir a Etzwane, pero Ifness se afirmó en el arnés. Etzwane corrió detrás del asutra. Levantó una piedra, la elevó y la aplastó sobre el bulbo negro.

Entretanto, Ifness empujó a la criatura, súbitamente indiferente, detrás de un muro de roca, ocultándola de la nave espacial que descendía. Etzwane, llevando las cabalgaduras, se reunió con ellos.

Ifness preguntó con una voz helada:

—¿Por qué mataste al asutra? Nos has dejado sólo un caparazón vacío, que ya no valía la pena sacar.

Etzwane contestó secamente:

—Lo reconozco. También veo que hay una nave que desciende, y se me ha dicho que los asutra se comunican telepáticamente entre sí. Pensé mejorar nuestras probabilidades de fuga.

Ifness gruñó.

—La capacidad telepática de los asutra nunca fue establecida. —Miró hacia arriba por la garganta—. El camino parece estar libre. Debemos apurarnos, sin embargo. Es posible que Fabrache se haya impacientado por esperarnos.