CAPÍTULO II
El muchacho delgado, oscuro y solitario que se había dado a sí mismo el nombre de Gastel Etzwane[1] se había convertido en un joven de mejillas hundidas con una mirada intensa y luminosa. Cuando Etzwane interpretaba música, las comisuras de su boca ascendían hasta dar una melancolía poética a sus rasgos habitualmente tristes; por otro lado, su porte era tranquilo y controlado más allá de lo común. Etzwane no tenía amigos íntimos, excepto quizá el viejo músico Frolitz, que lo tenía por loco…
Al día siguiente de su visita al despacho, recibió un mensaje de Aun Sharah. «La investigación ha rendido información inmediata, en la que estoy seguro estará interesado. Por favor, llámeme cuando pueda.»
Etzwane fue inmediatamente.
Aun Sharah lo llevó hasta una cámara alta, en una de las cúpulas del sexto nivel. Lentes de vidrio, de más de un metro de grosor, de un color verde claro, moderaban la luz lavanda del sol e intensificaban los colores de la alfombra del Cantón Glirris. En la habitación había una sola mesa, de unos siete metros de diámetro, en la que se apoyaba un enorme mapa en relieve. Al acercarse, Etzwane vio una representación de Caraz sorprendentemente detallada. Las montañas estaban construidas con ámbar pálido del Cantón Faible, más el cuarzo incrustado para indicar la presencia de la nieve y del hielo. Hilos de plata y cintas figuraban los ríos; las planicies eran de pizarra gris-púrpura; tejidos de diversas clases y colores representaban bosques y pantanos. Shant y Palasedra aparecían como islas incidentales, sobre el lado oriental.
Aun Sharah caminó lentamente hacia el borde norte de la mesa.
—Anoche —dijo— un Discriminador local[2] trajo a un marino de los muelles de Gyrmont. Contó una historia bastante extraña, que había escuchado de un barquero en Erbol, aquí en la boca del río Keba.
Aun Sharah puso un dedo sobre el mapa.
—El barquero había llevado una carga de sulfuro desde esta zona —Aun Sharah tocó un punto situado a tres mil kilómetros de la costa— que se llama Burnoun. Acá hay un poblado, Shillinsk, que no está indicado en el mapa. En Shillinsk el barquero habló con comerciantes nómadas del Oeste, pasando estas montañas, las Kuzi Kaza…
Etzwane volvió en una diligencia a la posada Fontenay, encontrando a Ifness en la puerta. Ifness le hizo un saludo distante y habría seguido su camino si Etzwane no se hubiera puesto frente a él.
—Sólo necesito un momento de tu tiempo.
Ifness se detuvo, frunciendo el ceño.
—¿Qué quieres?
—Tú mencionaste a un tal Dasconetta. ¿Es una persona con autoridad?
Ifness le miró de soslayo.
—Ocupa un puesto de responsabilidad, sí.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con Dasconetta?
Ifness reflexionó.
—En teoría, hay varios métodos. En la práctica, tendrás que hacerlo a través de mí.
—Muy bien, ten la amabilidad de ponerme en contacto con Dasconetta.
Ifness dejó oír una risita ahogada y fría.
—Las cosas no son tan simples. Te sugiero que prepares una breve exposición del asunto. Eso deberás darme. En su momento yo entraré en contacto con Dasconetta y podré transmitir tu mensaje, suponiendo, naturalmente, que yo no lo encuentre tendencioso ni trivial.
—Está todo muy bien —replicó Etzwane—, pero el asunto es urgente. Es seguro que se quejará de cualquier demora.
Ifness habló con voz mesurada.
—Dudo de que puedas predecir las reacciones de Dasconetta. El hombre hace gala de ser imprevisible.
—Sin embargo, creo que prestará una atención seria a mi asunto —persistió Etzwane—, especialmente si le preocupa el prestigio. ¿No hay forma de comunicarme directamente con él?
Ifness hizo un gesto de cansada resignación.
—Bien, entonces, en pocas palabras, ¿cuál es tu propuesta? Si el asunto es urgente, podré por lo menos aconsejarte.
—Comprendo —dijo Etzwane—. Pero tú estás preocupado con la investigación; dejaste claro que no cooperarías conmigo, que carecías de autoridad, e insinuaste que todo debe quedar referido a Dasconetta. Por tanto, el camino racional es discutir mi asunto con Dasconetta inmediatamente.
—Has interpretado mal mis palabras —dijo Ifness, levantando un poco la voz—. Dije que no tenía sitio para ti en mi equipo y que no podría acompañarte en una gira por los mundos de la Tierra. No indiqué que mi autoridad fuera insuficiente o que yo estuviera subordinado a Dasconetta en ningún sentido, salvo el que pueda imponer algún tecnicismo administrativo. Por tanto, ¿cuál es el asunto que tanto te ha excitado?
Etzwane habló sin énfasis.
—Un informe de Caraz ha llegado hasta mí. Puede no ser más que un rumor, pero creo que debe ser investigado. Para ello necesito un vehículo rápido que estoy seguro que Dasconetta podrá proveer.
—¡Ajá! Bien, bien ciertamente. ¿Y cuál es la naturaleza de ese rumor?
Etzwane continuó con una voz llana.
—Los roguskhoi han aparecido en Caraz. Son una horda considerable.
Ifness asintió ligeramente.
—Continúa.
—La horda luchó contra un ejército de hombres, que presuntamente utilizaban armas energéticas. Aparentemente, los roguskhoi fueron derrotados, pero aquí el rumor se vuelve inseguro.
—¿Cuál es la fuente de esa información?
—Un marinero que se lo escuchó decir a un barquero de Caraz.
—¿Dónde ocurrió eso?
—¿Qué más da eso? —exclamó Etzwane—. Sólo estoy pidiendo un vehículo adecuado para investigar el asunto.
Ifness habló gentilmente, como si lo hiciera con una criatura irracional.
—La situación es más compleja de lo que tú supones. Si tú llegaras a pedir esto a Dasconetta, o a algún otro de Coordinación, simplemente me devolverían a mí el tema, con algún comentario suspicaz sobre mi competencia. Además, tú conoces las proscripciones que afectan a los Miembros del Instituto: nunca interferimos con los asuntos locales. He violado ese precepto, desde luego, pero hasta ahora he podido justificar mis actos. Si yo te permitiera plantear tu solicitud ante Dasconetta, me creerían no sólo irresponsable, sino tonto. No hay forma de evitarlo. Admito que el rumor es significativo, y cualesquiera que sean mis inclinaciones personales, no puedo ignorarlo. Volvamos a la taberna; ahora te pido toda la información objetiva.
La discusión continuó durante una hora: Etzwane, persistente y correcto; Ifness, formal, racional e impenetrable como un bloque de vidrio. Bajo ninguna circunstancia intentaría procurar a Etzwane un vehículo como el que deseaba.
—En ese caso —replicó Etzwane— seguiré adelante con un transporte menos eficaz.
Esa declaración sorprendió a Ifness.
—¿Realmente intentas aventurarte hasta Caraz? Un viaje semejante te puede llevar dos o tres años…, suponiendo que mantengas la supervivencia, día tras día.
—He tenido en cuenta todo eso —confirmó Etzwane—. Naturalmente que no iré a pie hasta Caraz. Tengo la intención de volar.
—¿En globo? ¿En planeador? —Ifness alzó las cejas—. ¿A través de las regiones salvajes de Caraz?
—Hace tiempo que la gente de Shant construyó un aparato combinado, el llamado «Farway». El fuselaje y el apoyo de las alas se hacen con gas inflado; las alas son largas y flexibles. Ese vehículo es lo bastante pesado como para deslizarse, pero lo bastante liviano como para levantarse en un soplo.
Ifness jugó con una cadena de plata.
—¿Y una vez que desciendas?
—Soy vulnerable, pero no estoy indefenso. Un hombre solo puede embarcarse en un planeador común, pero debe esperar por el viento. El «Farway» se levanta con una suave brisa. El viaje será un riesgo, lo admito.
—¿Un riesgo? Un suicidio, más bien.
Etzwane asintió sobriamente.
—Yo preferiría utilizar un vehículo con energía, como el que Dasconetta podría aportar.
Ifness dibujó con la cadena de plata una mueca petulante.
—Vuelve aquí mañana. Arreglaré tu transporte aéreo. Estarás bajo mis órdenes.
Para la gente de Shant, los problemas del cantón vecino no eran importantes; Caraz estaba tan lejos como Schiafarilla[3] y no era tan visible. Etzwane, músico, había viajado por todas las regiones de Shant y era más amplio en sus puntos de vista; sin embargo, Caraz no era para él nada más que una lejana región de planicies ventosas, montañas y precipicios de una escala incomprensible. Los ríos de Cazar se esparcían sobre vastos llenos en una corriente demasiado ancha para ser vista totalmente de una orilla a la otra. Nueve mil años antes, Durdane había tenido sus fugitivos, recalcitrantes y disidentes; los más bravos e irredimibles habían volado a Caraz para perderse para siempre. Sus descendientes todavía vagaban por aquellas soledades.
A mediodía Etzwane volvió a la posada Fontenay, pero no encontró rastro de Ifness. Pasó una hora y después otra. Salió a la calle y comenzó a pasear arriba y abajo por la avenida. Su ánimo era plácido, aunque cargado. La irritación contra Ifness, concluyó, era contraproducente. Igual daba sentir rabia contra los tres soles.
Ifness apareció finalmente, por la avenida Galias, desde el lado de Sualle. Su cara era meditativa; por un momento pareció que seguiría de largo frente a Etzwane, sin darse cuenta, pero en el último momento se detuvo.
—Tú querías ver a Dasconetta —dijo Ifness—. Eso harás. Espera aquí, no tardaré más que un momento.
Entró en la taberna. Etzwane miró al cielo cuando un grupo de nubes pasaba frente a los soles; cierta oscuridad se extendía sobre la ciudad. Etzwane frunció el entrecejo y tuvo un ligero estremecimiento.
Ifness volvió, vistiendo una capa negra que flameaba dramáticamente con su paso.
—Ven —dijo Ifness, y tomó por la avenida. Etzwane, pensando afirmar su dignidad, no hizo ningún movimiento para seguirlo.
—¿Dónde?
Ifness se dio la vuelta, con ojos relampagueantes. Habló con una voz firme.
—En una empresa conjunta, cada una de la partes debe aprender lo que puede esperar de la otra. De mí puedes esperar información adecuada a las necesidades del momento; no te abrumaré con demasiadas explicaciones. De ti yo esperaré lucidez, discreción y responsabilidad. Ahora vamos al Cantón Rosa Salvaje.
Etzwane sintió que había ganado por lo menos una concesión menor y caminó silenciosamente junto a Ifness hasta la estación de los globos.
El globo Karmoune se acercó a los hombres; inmediatamente Ifness y Etzwane saltaron sobre la góndola y la gente del equipo liberó el lastre; el globo subió. El manubrio giró con el viento; el Karmoune se encaminó hacia el sur, con el carrito inferior cantando en la hendedura.
Volaron a través de la Apertura Jardeen, con el Ushkadel mostrando su bulto a ambos lados. Etzwane miró el palacio de los Sershans, brillando a través del bosque de cipreses. Los valles del Cantón Rosa Salvaje se extendían ante ellos, y así llegaron a la ciudad Jamilo. El Karmoune mostró un semáforo color naranja; el equipo de tierra afirmó el carrito inferior y lo llevó hasta el depósito, atrayendo el Karmoune hasta la plataforma de desembarque. Ifness y Etzwane descendieron y el primero llamó una diligencia. Dio a su conductor una orden breve; los dos subieron y el pacer[4] emprendió su camino.
Durante media hora recorrieron el valle de Jardeen, pasando los sitios campestres de los Estetas Garwiy[5] y después un jardín de plantas de fresas hasta una vieja mansión. Ifness habló con voz mesurada.
—Te harán preguntas. No puedo sugerirte las respuestas, pero debes ser breve y no agregar información.
—Nada tengo que ocultar —dijo Etzwane, en forma casi cortante—. Si me preguntan, puedo contestar como me lo indique mi mejor criterio.
Ifness nada respondió.
La diligencia se detuvo a la sombra de una torre de vigía hecha al viejo estilo. Ambos hombres descendieron; Ifness indicó el camino a través de un jardín, después un patio pavimentado, hasta el vestíbulo delantero de la mansión. Se detuvo e indicó a Etzwane que lo hiciera. No se oía sonido alguno; la casa parecía desierta. El aire olía a polvo, a madera seca, a barniz. Un rayo de luz vespertina partía de una ventana alta y jugueteaba sobre el pálido retrato de la criatura vestida con ropas de otra época.
En el extremo del corredor apareció un hombre. Por un momento se detuvo a mirar; después dio un paso adelante. Ignorando a Etzwane, habló a Ifness en un suave lenguaje rítmico, a lo cual Ifness dio una breve respuesta. Ambos se movieron y pasaron a través de un portal; Etzwane les siguió, hasta una habitación alta, de doce lados, con paneles de madera marrón, iluminada por seis ojos de buey en vidrio púrpura. Etzwane examinó al hombre con tranquilo interés. ¿Podría éste ser Dasconetta, viviendo como un espectro en esta casa antigua? Era extraño, si no increíble. Era un hombre de cuerpo fuerte y mediana estatura, de movimientos abruptos, pero firmemente controlados. Un mechón de pelo negro avanzaba a través de su frente alta y prominente, cubría los lados y rodeaba las orejas. La nariz y el mentón eran pálidos; su boca casi no mostraba labios. Después de un solo vistazo de sus ojos negros, no prestó a Etzwane mayor atención.
Ifness y Dasconetta (si ésta era su identidad) hablaron con frases medidas, Ifness declarando, Dasconetta escuchando. Etzwane se acomodó en un banco de madera de alcanfor y contempló la conversación. Claramente no había amistad entre ambos hombres. Ifness no estaba a la defensiva, pero sí cauteloso; Dasconetta escuchaba con atención, como si verificara cada palabra contra algún dato previo o contra algún punto de vista. En cierto momento Ifness se volvió parcialmente hacia Etzwane, como para indicar una corroboración o subrayar algún hecho especial; Dasconetta lo detuvo con una palabra imperativa.
Ifness presentó algún pedido, que Dasconetta rechazó. Ifness insistió y entonces Dasconetta hizo algo extraño: fue un poco más atrás y por algún método desconocido puso a la vista un panel cuadrado de poco más de un metro de lado, compuesto de un millar de formas blancas y grises. Ambos examinaron el panel cuadrado, que relampagueaba en negro, gris y blanco. Dasconetta se volvió para encarar a Ifness con una tranquila sonrisa.
La conversación se prolongó otros cinco minutos. Dasconetta dijo la frase final; Ifness se dio la vuelta y se fue del cuarto. Etzwane le siguió:
Ifness marchó silenciosamente de vuelta a la diligencia. Etzwane, controlando su enojo, preguntó:
—¿Qué has sabido?
—Nada nuevo. El grupo político no aprueba mis planes.
Etzwane miró hacia atrás a la vieja mansión, preguntándole por qué Dasconetta habría elegido instalar allí su cuartel general. Preguntó:
—Y entonces ¿qué debe hacerse?
—¿Con qué?
—Con el vehículo que nos lleve a Caraz.
Ifness dijo con displicencia:
—Ésa no es mi preocupación principal. El transporte puede arreglarse si es necesario y cuando lo sea.
Etzwane luchó para mantener una voz tranquila.
—¿Y cuál es entonces tu «preocupación principal»?
—He sugerido una investigación por otras agencias que no sean el Instituto Histórico. Dasconetta y su grupo no quieren arriesgarse a una adulteración del ambiente. Como has visto, Dasconetta era capaz de manipular para obtener un consenso.
—¿Qué ocurre con Dasconetta? ¿Vive permanentemente aquí en Rosa Salvaje?
Ifness se permitió dejar asomar una leve sonrisa a sus labios.
—Dasconetta está muy lejos, más allá de Schiafarilla. Tú viste a su simulacro; él habló con el mío. El asunto se realiza mediante un método científico.
Etzwane miró hacia atrás, a la mansión.
—¿Y quién está allí?
—Nadie. Esto corresponde a una estructura similar en el mundo Glantzen Cinco.
Subieron a la diligencia, que se encaminó hacia Jamilo.
Etzwane dijo:
—Tu conducta es incomprensible. ¿Por qué afirmaste que no podrías llevarnos a Caraz?
—No afirmé tal cosa —replicó Ifness—. Hiciste una falsa deducción, de la cual no tengo la culpa. En cualquier caso, la situación es más complicada de lo que tú supones, y debes estar preparado para las sutilezas.
—¿Sutileza o engaño? —exigió Etzwane—. El efecto parece ser el mismo.
Ifness levantó una mano.
—Explicaré la situación, aunque sólo sea para detener tus reproches… He conferenciado con Dasconetta, no para persuadirlo ni para pedirle transporte, sino para provocarle a aceptar una política incorrecta. Ha cometido ese error y, además, obtuvo el consenso mediante el uso de información incompleta y subjetiva. El camino está ahora abierto para una demostración que quitará el terreno debajo de sus pies. Cuando ahora yo haga una investigación, actuaré fuera de los Procedimientos Habituales, lo que habrá de desconcertar a Dasconetta y colocarlo en un dilema. Deberá comprometerse aún más a una posición obviamente incorrecta o realizar un retroceso humillante.
Etzwane dejó escapar un gruñido.
—¿Y Dasconetta no ha considerado todo eso?
—Creo que no. Difícilmente habría pedido un consenso y discutido desde una posición tan rígida; él se siente seguro de su posición, que está basada en las Reglas del Instituto; me imagina irritado y constreñido. La verdad es lo contrario: ha abierto la puerta a una serie de perspectivas prometedoras.
Etzwane se sintió incapaz de compartir el entusiasmo de Ifness.
—Solamente si la investigación rinde resultados significativos.
Ifness se encogió de hombros.
—Si los rumores son incorrectos, no estaré peor que antes, excepto por el estigma de ese consenso, que en todo caso, Dasconetta planeó.
—Ya veo… ¿Por qué me llevaste hasta ese encuentro?
—Confié en que Dasconetta podría interrogarte, para ponerme en una posición más incómoda. Prudentemente, decidió no hacerlo.
—Hmmm.
Etzwane no se sintió halagado por el papel que Ifness le había adjudicado.
—¿Y ahora qué planeas?
—Intento estudiar los acontecimientos que han ocurrido en Caraz. El asunto me desconcierta. ¿Por qué los asutra prueban nuevamente a los roguskhoi? Son una idea errónea, ¿por qué mostrarla una segunda vez? ¿Quiénes son los hombres que han utilizado armas energéticas en esa rumoreada batalla? Ciertamente no eran de Palasedra; ciertamente no eran de Shant. Hay un misterio allí; confieso que me siento tentado. Así que, infórmame exactamente: ¿dónde habría ocurrido ese encuentro? Reuniremos nuestras fuerzas para esta investigación especial.
—Cerca del poblado Shillinsk, junto al río Keba.
—Esta noche verificaré mis referencias. Mañana partiremos. No cabe ya la demora.
Etzwane quedó silencioso. La realidad de la situación le enfrentaba ya; tuvo una sensación de temor y de presentimiento. Con una voz pensativa dijo:
—Estaré listo.
Más tarde, esa noche, Etzwane llamó otra vez a Aun Sharah, quien no manifestó sorpresa al enterarse de los planes de Etzwane.
—Puedo aportar una pizca, no, dos pizcas, de información. La primera es negativa, porque hemos hablado con marineros de otras costas de Caraz. Ninguno mencionó a los roguskhoi. La segunda es un informe más bien vago sobre naves espaciales, que habrían sido vistas en la región Orgai, al oeste de Kuzi Kara. El informe sólo dice eso. Le deseo buena suerte y esperaré ansiosamente su vuelta. Comprendo sus motivos, pero dudo de que éstos pudieran convencerme para un viaje hasta el Caraz central.
Etzwane dejó oír un chasquido.
—Por el momento no tengo nada mejor que hacer.