5
El robot que se encargaba del mantenimiento de la zona se había estropeado y, por añadidura, el fallo técnico iba más allá de su capacidad de autorrepararse. Bailey mandó llamar un ingeniero. Este dijo que tardaría varios días en venir. A Bailey no le molestaba tener que cuidarse de la casa mientras tanto. En realidad, siempre se ocupaba personalmente de los trabajos de jardinería. Por lo demás, cortar madera, cocinar, hacer reparaciones pequeñas en el sistema de cañerías y encargarse del generador de electricidad constituía para él una forma agradable de matar el tiempo. Era un placer trabajar fuera de casa. Aquellas colinas que dominaban la bahía, en las que él y el robot habían construido la cabaña, nunca le habían parecido tan hermosas.
Pero un solo hombre no podía hacerse cargo de toda la zona. Y Bailey no tenía vecinos. (No es que se hubiera decidido a llevar una vida de ermitaño: simplemente se había alejado durante cierto tiempo de su comunidad con el fin de estar tranquilo y poder desarrollar ciertos aspectos de una idea filosófica que se le había ocurrido.) Por otra parte, siempre había que tener en cuenta la amenaza del fuego durante la estación seca. No podía arriesgarse a ello, máxime cuando el bosque estaba tan cerca. Aparte de esto, no quería que Sausalito acabase convirtiéndose en un montón de cenizas ya fuese a causa del fuego o de su negligencia. Aquel pueblo desierto tenía para él un encanto curioso y melancólico.
De modo que puso en funcionamiento su radiófono y llamó a Fairfax. Avis Carmen, que dirigía las actividades cooperativas aquel año, tomó el mensaje.
—Desde luego que sí, Douglas —dijo ella—. Tenías que habérnoslo comunicado antes. Ya buscaré, de todos modos, a alguien que pueda ayudarte. Resulta que todos los hombres se fueron a remar al Delta y sólo han quedado algunos aquí. También puedo buscar voluntarios en otro sitio. ¿Cuántos calculas que necesitaremos? ¿Veinte? De acuerdo, estaremos allí pasado mañana lo más tarde.
—Muchísimas gracias, Avis —dijo él.
—¿Por qué me das las gracias? Es nuestro deber. Aparte de esto, un trabajo en común siempre es algo divertido.
—Tengo la costumbre de dar las gracias a todo el mundo por su bondad hacia mí —respondió Douglas—. Ya veo que estoy pasado de moda.
—Así es, querido —convino Avis—. Te diré algo más: haré qué Jim Wyman se encargue de todo y que vaya inmediatamente hoy mismo. Haré todo lo posible.
—Oh, no es necesario. Todavía no tengo ningún problema serio.
—Ya me lo imagino —dijo Avis—, pero ¿necesitas que te echen una mano? ¿No crees que no te vendría mal alguna compañía y alguna amiguita? Has estado solo durante muchas semanas.
—Para ser sincero contigo, te diré que tienes razón. Me encuentro sumamente preocupado por no poder mantener mi serenidad. Por eso no puedo hacer las cosas bien; todo me sale al revés. Sin embargo, ¿no crees que esta clase de noticias no deberías divulgarlas por el pueblo?
Avis se echó a reír y le dijo:
—Descansa, relájate. Debes hacer un esfuerzo e imponerte a ese estado depresivo. Si el Cambio no se ha producido, ello te produciría un eventual desequilibrio nervioso. Yo iré a cuidarte. No creo que nadie se moleste si abandono por unos días mis clases de baile, canto y taquigrafía. Tengo la obligación vital de preocuparme por todos los seres que padecen. Y no insistas en oponerte, pues mi principal misión eres tú. Hablas de una forma que da la impresión de que la soledad ha estimulado tu agresividad.
—Haz el amor, no la guerra —respondió Douglas.
—Lo principal en esta vida es no hacerle daño a nadie. Pero para ello debemos controlar todos nuestros malos impulsos para con nuestro prójimo.
Bailey cortó la llamada tan pronto como le fue posible, pues Avis era una mujer que cuando se ponía a hablar no había forma de que terminase. De todos modos, Douglas sabía perfectamente que Avis Carmen era una mujer a la que le gustaba llamar a las cosas por su nombre.
A pesar de que fuera charlatana, Douglas estaba ansioso por verla llegar.
Llegó bien avanzada la tarde. Cuando aquella mujer tenía prisa, no le importaba coger una bicicleta, montar a caballo o incluso caminar. Sin embargo, esta vez, después de asegurarse de que nadie en el pueblo lo necesitaría, cogió uno de los hovercars, una especie de coche que se deslizaba a medio metro de altura del suelo. Se introdujo en el vehículo y momentos después se hallaba junto a la cabaña de Douglas. Douglas acudió a su encuentro, ayudándola a salir del vehículo. Avis era una joven de elevada estatura, cabellos dorados y piel bronceada. Cuando se abrazaron, Douglas sintió el calor y la suavidad de su piel. Avis olía a aire de verano.
—Hola, grandullón —le dijo ella—, ¿te encuentras en una situación muy crítica?
—Pues ya que me lo preguntas te diré que sí.
—Bueno…, está bien. Por otro lado, puedes creerme si te aseguro que te he echado mucho de menos.
Ambos entraron en la cabaña. De repente, Avis se detuvo ante una ventana y le dijo:
—¡Santo Dios, qué vista más hermosa tienes desde aquí!
El sol se estaba poniendo detrás de los robles y los eucaliptos arrancando destellos de oro a las hojas de los árboles. Las paredes de la cabaña, los árboles que la rodeaban y el mismo aire estaban saturados de luz. Cuando el sol se hubo puesto del todo, la bahía parecía un espejo azul, y las colinas cercanas, unas sombras fantasmagóricas. En dirección al sur, se veía la ciudad de San Francisco con sus rascacielos iluminados, mientras en el cielo reinaba un profundo silencio.
Bailey se volvió hacia Avis y vio que ésta tenía el rostro bañado en lágrimas.
—¿Qué te sucede? —le preguntó Douglas, alarmado.
Avis se apartó de la ventana y se acercó lentamente a él con cierto disgusto.
—Nada —respondió ella—, no me ocurre nada. La compasión.
—¿La compasión?
—Sí, siento lástima de todos aquellos que vivieron antes del Cambio. Nunca conocieron esto.
—Vamos, querida, no éramos tan miserables. ¿Por qué me haces sentirme tan viejo? Tú también naciste durante la civilización anterior.
—No me acuerdo mucho de eso —dijo ella con acento grave—. Supongo que… el paso del tiempo ha grabado unas huellas tan profundas en mi mente que he olvidado una buena parte de mi infancia. A todos los supervivientes les ha ocurrido lo mismo. Tú eres el único que te acuerdas mejor que nadie de los viejos tiempos. Al resto de nosotros, por el contrario, parece que un velo se nos interpone entre el presente y el pasado.
Douglas se dio cuenta de que Avis necesitaba desahogarse, y por ello permaneció en silencio, esperando que ella expulsase de su corazón todas aquellas penas y sufrimientos que la atormentaban.
Avis prosiguió:
—Tenía que ser así. Teníamos que apartarnos del camino de nuestros padres. Luego nos dimos cuenta de las luchas, de las discrepancias, de las sucias inhibiciones que habían afectado a la humanidad. Nos liberamos del pasado y pudimos comenzar de nuevo.
—Yo no creo que nos hayamos liberado del pasado.
—Bueno, hemos conservado únicamente todo lo que había de bueno en él.
Avis se acercó a la ventana y contempló la ciudad de San Francisco.
—Por ejemplo, observa esa ciudad. Parece que tiene cierta magia, cierto aire de encantamiento. Me alegro de que exista, me alegro de que las máquinas la vayan hermoseando año tras año, me alegro de que los niños puedan recibir una educación en ella. Pero no me gustaría vivir dentro de ella.
—A mí, sí —dijo Bailey.
—Es porque no has conocido otra mejor, ¿no es así?
—No; pero yo tenía amigos. Todos murieron. ¿Cuántos eran en total los que murieron? Creo que la plaga mató al noventa y cinco por ciento de la población del mundo… ¡en cuestión de meses! Por eso me extraña que me hables así. Tú también deberías llorar por ellos de vez en cuando.
—Puedo llorar por la vida tan miserable que llevaron, pero no por sus muertes. La muerte es descanso. ¿Acaso el mismo hombre no construyó su propia cárcel en la que él mismo se encerró? En cambio, ahora tenemos espacio suficiente para respirar, así como riqueza, conocimientos y recursos para hacer lo que se nos antoje. Aparte de esto, estamos convirtiendo nuestro planeta en un verdadero paraíso.
—¿Estás segura de que lo estamos convirtiendo en un paraíso? —le preguntó Bailey—. Conocemos Bay Area. Hemos hecho algunos contactos eventuales con otros pocos fragmentos en distintos lugares del mundo. Pero… ¿qué puedes decirme de lo que está sucediendo en un sitio tan cerca de aquí como es el Russian River?
—Probablemente nada —dijo Avis—. Allí no hay habitantes. Nos extenderemos y ocuparemos las tierras vacías. ¡Pero nunca procrearemos, ni construiremos edificios, ni explotaremos las minas, ni talaremos los bosques, ni destruiremos nada como antes hacíamos! ¡Hemos aprendido la lección!
Bailey comprendió que la conversación había tomado otro giro y decidió cambiar de tema. Rodeando con sus brazos la cintura de la bella muchacha, le dijo:
—Eres una mujer muy dulce. Si los celos estuvieran permitidos, hace ya mucho tiempo que estaría celoso de tus otros amantes. ¿Crees que debemos portarnos como si fuéramos hermanos? ¿No te gustaría que tuviésemos un hijo?
Avis se puso de puntillas, le besó en la mejilla y arrimó su cuerpo al de él.
—Todavía soy muy joven —respondió ella—. Aún no estoy preparada para asumir esa responsabilidad. Pero algún día…, sí. Bueno, si aún lo sigues deseando, Douglas. Por mi parte, yo estoy segura de que lo desearé, debes tener muy buenos cromosomas y has desempeñado muy bien el papel de padre… y, bueno, además estoy enamorada de ti.
Ambos prosiguieron la conversación en tono amigable, hasta que sintieron hambre. Entraron en la cocina y comieron. Después, ambos se tumbaron sobre una piel sintética de oso (aunque en aquel lugar existían muchos osos, cuyas especies estaban protegidas) delante de las llamas que bailaban en la chimenea de piedra e hicieron el amor mientras en un rústico estereofónico de alta fidelidad sonaba el Bolero de Ravel.
Aquello resultó tan divertido para ellos que volvieron a poner Le Sacre du Printemps, de Stravinsky; la Toccata y Fuga de Bach, la Novena Sinfonía de Beethoven, y, finalmente, algunas piezas de Delius. En este aspecto, ambos estaban de acuerdo sobre el moderno estilo de vida.
Al día siguiente por la tarde, una docena de sus amigos llegaron desde Fairfax con un carro lleno de herramientas. Y al caer la noche, los habitantes del otro lado de la bahía llegaron a bordo de sus botes. Había venido más gente de la que Douglas Bailey necesitaba realmente. Incluso acudieron algunas chicas para hacerse cargo de la cocina. Y todos, sin excepción alguna, habían traído alimentos —carne de venado, pescado ahumado, carne de jabalí, frutas secas, nueces, uvas, miel y pan— que depositaron en la despensa de la cabaña. Uno de los hombres había traído una caja de botellas de vino de Livermore. Aquella noche celebraron una gran fiesta. Nadie se emborrachó —según sus costumbres, ello estaba prohibido—, pero sí se pusieron a cantar, a bailar y a divertirse con juegos inocentes y alegres.
Luego siguieron dos días durante los cuales los hombres que habían venido a ayudar a Douglas Bailey estuvieron trabajando duramente. Arreglaron los campos, retiraron las maderas secas para evitar el peligro de un incendio, arrancaron las plantas nocivas, trataron con productos químicos aquellas otras que estaban enfermas y limpiaron los caminos y veredas. En una palabra, hicieron todo lo que el robot llevaba a cabo antes de estropearse su mecanismo. Por la noche estaban tan cansados que sólo pensaban en comer y dormir. Pero aquella muestra de camaradería y altruismo emocionó hondamente a Douglas.
Finalmente llegó el ingeniero. El generador eléctrico por energía solar comenzó a fallar. Bailey se hallaba en la cabaña con las mujeres cuando aquel extraño aparato descendió del cielo. Todos inclinaron respetuosamente la cabeza cuando salió del aparato una figura alta, vestida con una larga túnica y seguida de sus acólitos, que iban tocando unas campanillas detrás de él.
—La paz sea con vosotros, hijos míos —dijo el ingeniero—. Conducidme hacia el lugar donde se encuentra el sufriente.
—¿No prefiere antes tomar un refresco, doctor? —le preguntó Avis.
El gorro de plumas del doctor se movió de un lado a otro, mientras le decía:
—Ahora no, hija mía. Más tarde disfrutaremos de las delicias de vuestra hospitalidad dentro de una atmósfera de hermandad. Pero ante todo debemos inspeccionar el robot. Todo, incluso una máquina, debe estar en perfectas condiciones de armonía, igual que el mundo y todo el universo. Todo mal funcionamiento es diabólico, y todo lo diabólico es mal funcionamiento. Es una ley universal.
—Seguiré humildemente sus instrucciones, doctor —dijo Avis, inclinando respetuosamente la cabeza.
Bailey condujo al ingeniero y a sus acólitos al hangar donde estaba el robot. Le quitaron las ropas, sacaron las herramientas y se pusieron inmediatamente a trabajar. Bailey observaba. Tenía mucho interés en su robot. Una vez que estuviera arreglado, lo repararía todo mejor, mucho mejor, y más rápidamente que los demás hombres que habían acudido a ayudarle.
—Perdona, hijo mío —dijo el ingeniero—, que haya tardado tanto en venir, pero la zona es muy extensa y he tenido muchas llamadas. Sería un gran alivio para mí el que otras personas se dedicaran a mi profesión y así no tendría tanto trabajo, pues todo lo tengo que hacer yo solo.
—Se trata de una profesión que exige muchos sacrificios —dijo Bailey—, y no creo que a los jóvenes de la nueva generación les guste.
—Probablemente tiene razón. Esperemos que pronto el espíritu de sacrificio por la colectividad se despierte en el ánimo de esos jóvenes.
—¿No cree usted, doctor, que la profesión debería ser menos difícil de aprender? Y de no ser así, ¿no podrían omitirse los deberes ceremoniales? Por ejemplo, estoy seguro de que usted ha pasado muchos meses tratando de aprender la Masa de la Materia ¿no es así?
Una vez más el ingeniero movió negativamente la cabeza.
—El espíritu de los tiempos lo exige así. Sospecho que usted recuerda perfectamente bien las condiciones existentes antes del Cambio. Yo también las recuerdo. Ambos podemos observar ahora nuestro ambiente actual con cierta objetividad. ¿No cree que uno de los puntos esenciales es el rito, la pompa, el deseo de dar un significado religioso a todo acto que llevamos a cabo? Yo creo que la pobreza espiritual del viejo mundo constituyó uno de los motivos por el que fue destruido. ¿Por qué viven las gentes? ¿Cuál es la meta de su existencia? Compréndame: al perder su fuerza de voluntad perdieron su poder de resistencia ante la plaga.
El ingeniero volvió a su trabajo.
—Desde luego —dijo—, todo aquello sucedió para el bien de todos nosotros.
—¿Lo cree usted así?
—Desde luego que sí, estoy seguro de ello. De no haberse producido una purificación general que nos limpiara el espíritu a todos, ¿cómo habríamos podido ser libres para desarrollarnos tal como lo hemos hecho?
El fallo del robot no era nada serio: se había quemado un circuito que prontamente fue sustituido. Una vez reparada la avería, el ingeniero sólo permaneció el tiempo necesario para tomarse una taza de café y marcharse inmediatamente. Lo esperaban en muchos otros sitios.
Cuando los hombres regresaron del campo al anochecer, sintieron que había algo más que hacer. Tenían que celebrarlo, no sólo el final de su trabajo, sino el hecho de que la tierra no hubiese sufrido graves daños. Convinieron en que al día siguiente irían a Muir Woods.
Fue una marcha alegre, algunas veces a través de los caminos abandonados y otras a través de las altas colinas cubiertas de amapolas y azotadas por el viento. Cantaron, hablaron, rieron, se gastaron bromas y gozaron del aire puro de aquellas alturas y del sol.
Durante todo el camino, Bailey estuvo al lado de Cynara. Era una hermosa muchacha que había acudido a ayudarle desde Eastbay. Sus cabellos eran rojizos y tenía los ojos más grandes y bonitos que jamás había visto. A Bailey también le agradó su conversación; tenía un sentido del humor que Avis había perdido. Después de varias horas de amistosa charla, ambos caminaban cogidos de la mano.
Como se habían levantado temprano y todos se encontraban en perfectas condiciones físicas, el grupo llegó al lugar que se proponían poco después de mediodía. Luego penetraron en la inmensa arboleda y se sentaron en el suelo. Más tarde se pusieron a comer, y luego pasaron unas largas horas maravillosas, igual que la primera noche que pasaron juntos. Al anochecer, todos extendieron en el suelo sus sacos de dormir y descansaron bajo un cielo bordado de brillantes estrellas.
Al día siguiente por la mañana, decidieron regresar cada uno a su casa.
—Pero antes de marcharnos debemos desayunar —dijo Cynara.
Todos asintieron entusiasmados.
Avis, mientras observaba aquella escena, frunció gravemente el entrecejo. Luego les dijo:
—No comprendo vuestro comportamiento, amigos míos. Vinimos aquí para la santificación.
—Llevas mucha razón, pero no podemos santificarnos teniendo el estómago vacío —intervino Cynara.
—Muy bien. Supongo que la santidad es algo difícil dadas las circunstancias.
Acto seguido, Avis se dirigió hacia los árboles que se hallaban detrás de la casa del Guardián y, después de hacer una reverencia, se arrodilló.
El sol le dio su bendición. La tierra la envolvió con su incienso. Una alondra cantó.
Mientras, los demás abrieron sus mochilas y sacaron bocadillos, disponiéndose a comer.
Bailey y Cynara se hallaban recostados contra el tronco de un roble cuando Avis pasó.
—Vaya, vaya, vaya —dijo sonriendo—. ¿Vuestra amistad va cada vez mejor?
—¿Te importa eso mucho? —dijo Bailey.
—Desde luego que no, imbéciles —dijo iracunda.
Una vez que todos hubieron comido, se pusieron capas de oración sobre sus ropas (y los que no las tenían, sobre sus cuerpos desnudos) y se acercaron a la arboleda. El Guardián salió de su casa. Todos se arrodillaron y el anciano los bendijo. Después, todos se levantaron y pasaron ante él, uno tras otro, en fila, silenciosos, mientras el sol proyectaba unas sombras sobre sus extrañas capas.
Los ojos de Bailey iban desde los arquitrabes de la catedral a Cynara.
«Bueno —pensó—, ¿qué hay de malo en todo esto? Incluso en la religión de hoy día existe algo parecido. Sobre todo en la religión de hoy día. ¿Qué meta más alta puede perseguir un hombre que proporcionar y recibir —felicidad y ser un solo ente con el Cosmos?
»Unidad, sí, también con nuestros amigos los seres humanos. Cuando estoy con esta muchacha, también estoy en cierto modo con Avis; y cuando estoy con Avis o con otra muchacha también estoy con Cynara. Por ello no debemos dejar de ser bondadosos siempre ni perder nuestra fe.»
La letra de una tonadilla atravesó la mente de Bailey. Pertenecía a tiempos muy remotos. ¿O quizá se trataba de un poema? No podía recordarlo con exactitud.
Pero siempre soy sincero contigo,
Cynara, a mi modo.
Sí, siempre soy sincero contigo,
Cynara, pero a mi modo…
Una mujer gritó.
Luego el ruido fue disminuyendo hasta convertirse en un débil murmullo. Bailey dio un salto hacia atrás. También Cynara gritó. Los demás echaron a correr, aunque algunos se quedaron como clavados en el suelo y otros miraban asombrados en cierta dirección, con los ojos dilatados.
Entonces vieron a un hombre en el camino, boca abajo, en un charco de sangre, de un increíble color rojo escarlata, que cada vez se extendía más y más.
Encima de él se hallaba su asesino con una sonrisa burlona en los labios. Aquel individuo era alto, corpulento e iba vestido con pieles pestilentes. A través de su larga y grasienta cabellera, así como de su abundante barba, se podían ver las cicatrices de la viruela. En su mano sostenía un machete que goteaba sangre.
Bailey reaccionó con una rapidez que incluso a él mismo le sorprendió. Cogió a Cynara por un brazo y ambos se metieron en un boquete que el fuego había hecho en el tronco de un árbol. Bailey la protegió con su cuerpo, mientras extendía sus brazos dispuesto a enfrentarse con aquel asesino.
Pero entonces aparecieron otros individuos, tan sucios y pestilentes como el primero. Empezaron a gruñir y a emitir unos sonidos que parecían corresponder al idioma inglés. Dos hombres de Bay Area echaron a correr. Uno de ellos cayó al suelo con el cráneo destrozado por un hacha. Su compañero cayó a pocos pasos de él atravesado por un arpón, o algo parecido a una lanza. Ambos se revolcaron en el suelo dando alaridos hasta que finalmente agonizaron. El asesino rió.
—Joe —susurró Bailey—. Sam. ¡Son amigos míos!
La rabia se convirtió en terror. El olor de la sangre y del sudor, aun estando los cadáveres tan lejos, invadió el aire que respiraba. Los pensamientos bullían en su mente:
«Estos tipos son salvajes. Tienen que haber venido del norte. Seguramente son los supervivientes en esa parte del mundo. Gente que realmente quieren volver a la naturaleza.»
Los peregrinos quedaron como paralizados. Los invasores los rodearon. Los dos grupos estaban integrados por el mismo número de personas… no, los hombres civilizados eran cuatro o cinco veces más numerosos, y como las mujeres se encontraban en condiciones físicas ¿por qué no luchaban? Teniendo en cuenta que los invasores sólo disponían de rústicas armas, podían arrancárselas de las manos o, por lo menos, obligar al enemigo a que se retirase.
Bailey se disponía a lanzarse al ataque cuando Avis lo contuvo, levantó las dos manos y gritó:
—¿Pero qué significa todo esto? Amigos míos, herma nos míos, ¿qué estáis haciendo?
Un norteño se puso al frente de un grupo de hombres y se lanzó al ataque. Una o dos de sus víctimas trataron de correr, pero no llegaron muy lejos. El exterminio de los hombres fue llevado a cabo en cuestión de segundos, aunque algunos tardaron horas en morir. Luego, aquellos individuos se apoderaron de las mujeres y se dispusieron a asesinarlas.
—¡No! —gritó desesperada Avis—. No debéis comportaros como animales.
Avis continuó gritando. Uno de sus atacantes trató de sujetarla, pero viendo que se resistía, le dio un puñetazo y le rompió el mentón. Las otras mujeres no dieron tanto trabajo. Mientras esperaban su turno, un par de norteños cortaron en trozos a un hombre muerto y se lo comieron.
Cynara se desmayó. A Bailey le pareció que estaba viviendo una pesadilla. «Tengo que alejarla de aquí —pensó—. Alejarla de… ¿toda la zona? Hemos olvidado cómo luchar. No tenemos armas, ni entrenamiento, ni siquiera voluntad para defendernos. Y ahora he aquí que los salvajes nos han descubierto. Esta gente nos matará, violarán a nuestras mujeres, saquearán y quemarán nuestras-tierras. Fue un error creer que habíamos conseguido detener la historia.
»Pero no. No puedo abandonar a mi gente.»
Quizá, solamente quizá, él y ella podrían pasar desapercibidos ocultos en aquel boquete, hasta que los invasores y las mujeres cautivas —si es que no las mataban— se hubiesen marchado. Quizá él y ella pudiesen huir a través del campo antes de que fuese demasiado tarde.
Quizá habrían podido hacer eso. Quizá se habrían convertido en los jefes de una civilización perfeccionada científicamente en el arte de la guerra para exterminar al enemigo y proceder a conquistar un gran imperio. Pero, desgraciadamente, en aquel preciso momento Cynara se despertó y gritó, justamente cuando algunos de aquellos salvajes se dirigían a la casa del Guardián, Estos llamaron a sus compañeros.
De haber dispuesto de armas, Bailey habría defendido la entrada de su refugio durante cierto tiempo. Pero el primer golpe de lanza que recibió en un hombro le convenció de que toda resistencia era ya inútil. A la desesperada, Bailey se lanzó contra aquellos salvajes y hasta llegó a apoderarse de un hacha. Con gran satisfacción por su parte consiguió matar al poseedor de la misma, y luego volvió a refugiarse en el hueco del tronco del árbol. Pero los norteños ya estaban encima de él.
Uno de los salvajes le golpeó el cráneo con un palo y Bailey murió.
La muerte era como un remolino de viento. No, un momento, aquello no era la muerte, ni tampoco el caos, sino simplemente una falta de sensibilidad en todo su sistema sensorial.
—Cero —contó Dios—, uno, diez, once…
—Oh, vamos —gritó Bailey—, ¿crees que no sé reconocer los dígitos binarios?
Por un instante pensó que aquél era el peor mundo que jamás hubiera conocido. Y no a causa de los caníbales. Estos eran unos pobres seres ignorantes. Pero la gente civilizada, que nunca se preocupaba de lo que ocurría más allá de sus narices, que aceptaba con indiferencia la muerte de innumerables criaturas humanas considerándolo como un precio que había que pagar para salvaguardar su propia civilización superior… ¡Uf!
«Alto, un momento. ¿Qué quiero decir con eso de “ir más lejos”? No, estoy equivocado, completamente equivocado. Quiero salir de aquí, no quiero continuar dentro. Tengo que encontrar el medio de salir de aquí. No tengo más remedio. De otro modo, adiós salud mental.»
—… Cien, ciento uno, ciento diez…
«O en números arábigos, cuatro, cinco, seis, etcétera. Es una computadora. Mis nervios detectan sus impulsos cuando está funcionando. Esto indica que de algún modo estoy conectado a ella. Cuando entra en funcionamiento…, sí, el Simulador.
»El sistema hombre-máquina. Yo soy el hombre y ella la máquina. Juntos, ambos consideramos el problema en su totalidad y no en parte.
»¿Qué problema?
»Bueno, yo soy un sociólogo que está trabajando para descubrir la causa y el tratamiento de las enfermedades mentales. Muchas soluciones han sido propuestas. Recuerdo haber oído hablar de eutanasia voluntaria… Pero ya en el pasado se demostró que el remedio era peor que la enfermedad. Consideremos el gran efecto que produjo entre el proletariado romano el distraer a las masas hambrientas proporcionándoles espectáculos como las luchas de fieras y hombres en los circos. Consideremos los resultados de la mayoría de las revoluciones y de las utopías.
»No, tenemos que buscar un medio de solucionar el problema de las enfermedades mentales de una manera eficaz y sin error posible. Y no debemos contentarnos con un sistema eficaz sólo en teoría. Tenemos que comprobar de antemano qué resultados dará en la práctica. Por ejemplo, un donativo puede lograr efectos positivos en ciertas circunstancias, pero puede desmoralizar al que lo recibe en otras. ¿Cómo podemos comprobar por adelantado la eficacia de una reforma social?
»Claro que podemos. Utilizando al hombre-máquina. El componente humano proporciona más que unas directrices generales. Proporciona su entendimiento consciente-inconsciente-visceral-genético de lo que puede ser humano. Este es introducido en el banco de memoria de la computadora, junto con otras informaciones que ya poseía la máquina. Entonces, al unísono, el cerebro y la computadora asumen un cambio social y deducen las consecuencias. Dado que el objetivo es explorar esas consecuencias desde un punto de vista inmediato y emocional, el resultado de la lógica es presentado como un “sueño”.
»Teniendo en cuenta este factor, si un mundo imaginario se convierte en indeseable, no existe una base para seguir explorando sus posibilidades. El sistema debe interrumpir esa experiencia. Dando simplemente una orden. Algo así como el medio que utiliza una persona para despertarse cuando tiene un mal sueño.
»En este caso, a causa de una profunda razón psicológica, la señal adoptó la forma de mi propia muerte realísticamente simulada. Y ello me provocó una amnesia parcial. De ahí que no pude dar una orden para detener el proceso y la máquina permaneció en funcionamiento hasta que mi semiinconsciencia emitió algo que interpretó como una orden.
»Mi mente se estremeció. ¡Santo Dios, habría seguido así hasta que… hasta que…!
»De acuerdo. Simulador. Llévame a casa inmediatamente y detén la operación.
»¿Click?
»—Me has oído —dijo Douglas Bailey.»
La creación comenzó.