Érase una vez un guerrero que combatió contra un brujo.
En aquella época tales batallas eran frecuentes. Existía una antipatía natural entre los guerreros y los brujos, como entre los gatos y los pájaros, como entre las ratas y los hombres. Usualmente perdía el guerrero, y el nivel de la inteligencia humana aumentaba una fracción. Otras veces ganaba, y la especie también mejoraba, ya que si un brujo no podía matar a un guerrero es porque era mal brujo.
Pero esta batalla fue distinta de las demás. Por una parte, la espada del guerrero estaba encantada. Por otra, el brujo conocía una verdad enorme y terrible.
Le llamaremos Brujo puesto que su nombre se olvidó y era imposible de pronunciar. Sus padres sí lo sabían. Y sabían lo que eran. Aquel que conoce el nombre de otra persona tiene poder sobre ella, pero ha de pronunciarlo para hacer uso de ese poder.
El Brujo descubrió esta terrible verdad en la madurez.
Por entonces había viajado mucho. No por elección propia sino, simplemente, porque era un poderoso mago que utilizaba sus facultades y necesitaba amigos.
Conocía encantamientos que hacían que la gente sintiese simpatía hacia un mago. El Brujo los había probado, pero no le gustaron sus efectos secundarios. De modo que, normalmente, utilizaba su poder para ayudar a cuantos le rodeaban, a fin de que le quisiesen sin coacción.
Descubrió que cuando llevaba de diez a quince años en un mismo sitio, utilizando sus poderes mágicos según le dictaba su capricho, tales poderes se debilitaban. Y si se marchaba del lugar, los recuperaba. Dos veces tuvo que trasladarse, y dos veces se instaló en una nueva tierra, aprendiendo nuevas costumbres y ganando nuevas amistades. El extraño fenómeno se repitió por tercera vez, y se dispuso a partir de aquel lugar. Pero algo le tenía preocupado.
¿Por qué han de agotarse tan injustamente los poderes de un hombre?
También le ocurría lo mismo a las naciones. A través de toda la historia, las tierras más ricas en magia se habían visto derrotadas por bárbaros que blandían espadas y mazas. Era una verdad muy triste en la que no le gustaba pensar, pero la curiosidad del Brujo era enorme.
De modo que siguió meditando en ello y se quedó donde estaba, con el fin de llevar a cabo ciertos experimentos.
El último consistió en una simple hechicería cinética cuyo fin era hacer girar un disco de metal en el aire.
Cuando lo hubo ejecutado, conoció una verdad que jamás podría olvidar.
Y se marchó.
En las décadas sucesivas efectuó un traslado, y otro, y otro más. El tiempo cambió su personalidad, aunque no su cuerpo, y su magia se tornó más segura, si bien menos espectacular. Había descubierto una verdad grande y terrible, y si la mantenía en secreto era por compasión. Su verdad deletreaba el fin de la civilización, aunque de nada serviría revelársela a nadie.
Y se dedicó a reflexionar. Unas cinco décadas más tarde (hacia el 12000 a. de C.), se le ocurrió pensar que todas las verdades tienen una finalidad en algún momento. Construyó otro disco y recitó sobre él ciertos encantamientos, de modo que (como un número de teléfono ya marcado, excepto una cifra), el disco estaría a punto si alguna vez lo necesitaba.
El nombre de la espada era Glirendree. Tenía varios cientos de años de existencia y era muy famosa.
En cuanto al guerrero, su nombre no es ningún secreto. Se trataba de Belhap Sattlestone Wirldess ag Miracloat roo Cononson. Sus amigos —muy modernos— lo llamaban Hap. Naturalmente, era un bárbaro. Un hombre civilizado habría mostrado más sentido común y se habría apoderado de Glirendree sin necesidad de apuñalar a una mujer que dormía. Así fue como Hap conquistó la espada. O viceversa.
El Brujo la reconoció mucho antes de verla. Estaba trabajando en la caverna que había excavado bajo una montaña, cuando resonó la alarma. Se le erizó el cabello, casi tintineando, en la nuca.
—Visitantes —murmuró.
—Yo no he oído nada —dijo Sharla, pero en su tono había cierta inquietud.
Sharla era una muchacha de la aldea que estaba viviendo con el Brujo. Aquel día, la joven convenció al mago para que le enseñase alguno de sus encantamientos más sencillos.
—¿No has sentido cómo se erizaba el pelo de tu nuca? Instalé de este modo la alarma. Déjame comprobar… —utilizó un sensor parecido a un aro de plata colocado en un reborde de piedra—. Tendremos conflictos. Sharla, debemos irnos de aquí.
—Pero… —Sharla agitó una mano, en señal de protesta, hacia la mesa donde estaba trabajando.
—Oh, eso… Podemos dejar la prueba a medio hacer. Este encantamiento no es peligroso.
Era un sortilegio contra los filtros de amor, un poco engañoso en su modo de obrar, pero seguro y eficaz. El Brujo señaló el cono de luz que brillaba a través del círculo del sensor:
—Este es peligroso. Un foco enormemente poderoso de fuerza maná sube por el lado oeste de la montaña. Tú bajarás por la parte este.
—¿No puedo ayudarte? Me has enseñado algo de magia…
El hechicero rió con nerviosismo.
—¿Contra esto? Se trata de Glirendree. Mira el tamaño de la imagen, su color, su forma. No. Sal de aquí ahora mismo; la montaña está libre por la pendiente oriental.
—Ven conmigo.
—No puedo. No con Glirendree suelta. No cuando la empuña un idiota. Hay ciertas obligaciones…
Salieron juntos de la cueva y se dirigieron hacia la mansión que ambos compartían. Sharla, aún protestando, se puso una túnica y descendió por la montaña. El Brujo eligió apresuradamente una carga de objetos diversos y salió fuera.
El intruso se hallaba a medio camino montaña arriba. Era un ser humano, alto y corpulento, y, aparentemente, llevaba algo largo y muy reluciente. Todavía se hallaba a un cuarto de hora de la cumbre. El Brujo instaló el aro de plata y miró a su través.
La espada era una llama de descarga de maná, una aguja de luz muy blanca, cegadora. Glirendree, sí, era ella. El Brujo conocía otro dispensador de maná, y sabía de algunos más, pero ninguno de ellos era portátil, y ninguno semejaba una espada a simple vista.
Tendría que haber ordenado a Sharla que informase a la hermandad; ella sabía ejercer esa magia. Pero ahora ya era tarde.
El Brujo siguió mirando a través del sensor y se dio cuenta de que en el cono de luz no aparecía ningún límite verde, lo que significaba que no existían encantamientos protectores. El guerrero no había intentado precaverse contra lo que llevaba consigo. Ciertamente el intruso no era mago, ni poseía inteligencia suficiente para recabar la ayuda de uno. ¿No sabía nada respecto a Glirendree?
Claro que esto no ayudaría al Brujo. El que llevaba a Glirendree era invulnerable a cualquier poder, excepto a la propia Glirendree… o al menos, eso era lo que se decía.
«Probaré esto», se dijo el Brujo.
Hurgó entre los objetos que había llevado y cogió algo de madera, con forma de ocarina. Le quitó el polvo, lo empuñó con fuerza y señaló montaña abajo. Pero vaciló.
El encantamiento de la lealtad era sencillo y seguro, pero producía efectos secundarios. Servía para rebajar la inteligencia de la víctima.
—Autodefensa —murmuró el Brujo, tocando en la pequeña flauta.
El guerrero no redujo el paso; Glirendree ni siquiera destelló; había absorbido el encantamiento con facilidad.
En muy pocos minutos el intruso se hallaría ante él. El Brujo se apresuró a formular un simple encantamiento de presagios. Así, al menos sabría quién vencería en el combate.
Ante él no se formó ninguna imagen. El paisaje ni siquiera osciló.
—Bien —murmuró el Brujo—. ¡Muy bien!
Rebuscó entre sus instrumentos de hechicería y encontró un disco de metal. Otro instante de búsqueda le permitió hallar un cuchillo de doble filo, profusamente grabado con inscripciones de un lenguaje desconocido. El cuchillo era muy agudo.
En lo alto de la montaña en la que vivía el Brujo había un manantial, y el riachuelo que de él se formaba pasaba junto a la casa del mago. El guerrero, una vez en la cumbre, se apoyó en la espada y contempló la morada del Brujo desde la otra margen del arroyuelo. Respiraba pesadamente, ya que la subida había sido dura.
Poseía unos músculos poderosos y todo su cuerpo mostraba gran cantidad de cicatrices. Al Brujo le pareció extraño que un hombre tan joven hubiese tenido tiempo de recibir tantas heridas. Pero ninguna de ellas había deteriorado la menor función motriz. El Brujo le había visto ascender por la montaña; el guerrero se hallaba en plena forma física.
Sus pupilas eran muy azules y brillantes, y un centímetro demasiado juntos los ojos para el gusto del mago.
—Yo soy Hap —proclamó el recién llegado desde el otro lado del riachuelo—. ¿Dónde está ella?
—Te refieres a Sharla, claro. ¿Por qué te preocupa?
—He venido a liberarla de tu vergonzosa esclavitud, anciano. Demasiado tiempo la has tenido…
—¡Eh, eh, eh! Sharla es mi mujer.
—Demasiado tiempo la has utilizado para tus propósitos viles y malvados. Demasiado…
—¡Está conmigo por su propia voluntad, granuja!
—¿Esperas que me lo crea? Una mujer tan encantadora como Sharla, ¿puede amar a un brujo viejo y enclenque?
—¿Te parezco enclenque?
El Brujo no parecía viejo. Aparentaba la edad de Hap, unos veinte años, y su cuerpo y su musculatura eran iguales a los de aquél. No se había molestado en vestirse al salir de la cueva. En lugar de las cicatrices de Hap, su espalda revelaba un tatuaje rojo, verde y oro; un dibujo pentagrámico muy elaborado, casi hipnótico, en sus retorcidas circunvoluciones.
—Todos los del pueblo conocen tu edad —exclamó Hap—. Tienes doscientos años, si no más.
—Hap —replicó el Brujo—. Belhap no sé qué más roo Cononson. Ahora me acuerdo. Sharla me contó que la última vez que bajó al pueblo intentaste raptarla. Entonces ya debí hacer algo.
—Mientes, viejo. Sharla se halla bajo un poderoso encantamiento. Todo el mundo conoce el poder de un encantamiento de lealtad.
—Yo no lo uso. No me gustan sus efectos secundarios. ¿Quién desea estar rodeado de amigos idiotas? —el Brujo señaló a Glirendree—. ¿Sabes qué es eso que llevas?
—Hap asintió ominosamente.
—Pues deberías haberlo pensado dos veces. Tal vez aún no sea tarde. Mira si puedes pasarla a tu mano izquierda.
—Ya lo probé, y no puedo —cortó el aire incansablemente con los treinta kilos de la espada—. He tenido que dormir con esta maldita espada asida a mi mano.
—Entonces, ya es tarde.
—Pero vale la pena —sonrió tristemente Hap—, ya que así podré matarte. Demasiado tiempo ha estado sujeta esa inocente mujer a un viejo malvado…
—Lo sé, lo sé —el Brujo cambió de lenguaje, de repente, hablando muy alto y de prisa. Estuvo hablando así durante un minuto, y luego volvió a expresarse en rinaldés—. ¿Sientes algún dolor?
—En absoluto —repuso Hap.
No se había movido. Estaba de pie, con su notable espada al costado; ésta relucía frente al mago desde la otra orilla del arroyo.
—¿No sientes ningún impulso de viajar? ¿Ningún ataque de remordimiento? ¿Ningún cambio de temperatura en el cuerpo? —Hap estaba sonriendo con bastante perversidad—. Eso me pareció —siguió el Brujo—. Bien, tenía que intentarlo.
Hubo un instante de luz cegadora.
Para cuando llegó a la proximidad de la montaña, el meteorito se había encogido hasta el tamaño de una pelota de béisbol. Debía haber concluido su viaje contra la nuca de Hap, y, en cambio, estalló una milésima de segundo antes. Cuando la luz se hubo desvanecido, Hap estaba en el centro de un círculo de pequeños cráteres.
El guerrero estaba boquiabierto, pero en seguida cerró la boca y empezó a avanzar. La espada ronroneaba débilmente.
El Brujo se volvió de espaldas.
Hap se mordió los labios al ver la cobardía del anciano. Luego, dio tres saltos hacia atrás. De la espalda del Brujo acababa de surgir una sombra.
En un cráter lunar, con el sol brillando en su boca, la sombra del hombre, en el muro, habría sido como aquélla: negra y bien delimitada. La sombra cayó al suelo y se enderezó, como una silueta humanoide que era menos una forma que una ventana vista desde la última negrura, más allá de la muerte del universo. Luego, brincó.
Glirendree pareció moverse por su propio impulso. Cortó al demonio una vez en toda su longitud y otra a través, en tanto éste parecía combatir contra un escudo invisible, tratando de alcanzar a Hap al tiempo que moría.
—Muy diestro —alabó Hap—. Un pentagrama en tu espalda y un demonio atrapado dentro.
—Fue hábil —reconoció el Brujo—, mas no dio resultado. Lo da el hecho de llevar a Glirendree, pero no es muy eficaz. Vuelvo a preguntártelo: ¿sabes lo que llevas?
—La espada más poderosa que jamás haya sido forjada —Hap levantó el arma en alto. Su brazo derecho era más musculoso que el izquierdo y varios centímetros más largo, como si Glirendree se lo hubiese desarrollado—. Una espada que me iguala a cualquier brujo o bruja, y sin la ayuda de ningún demonio. Tuve que matar a una mujer que me amaba para conseguirla, y pagué el precio gustosamente. Y cuando te haya dado el premio que mereces, Sharla vendrá conmigo…
—Te escupirá a la cara. ¿Quieres escucharme? Glirendree es un demonio. Si tuvieras una onza de sentido común, te cortarías el brazo por el codo.
Hap pareció impresionado.
—¿Quieres decir que hay un demonio aprisionado en el metal?
—Métete esto en la cabeza: no hay metal. Es un demonio, un demonio maniatado, un parásito. Te llevará a la muerte antes de un año, a menos que te cortes el brazo. Un brujo del norte lo aprisionó en su forma actual, y regaló la espada a uno de sus bastardos, un tal Jeery. Éste conquistó la mitad del continente antes de morir en el campo de batalla, de corrupción senil. Luego le fue entregada bajo custodia a la Bruja Arco Iris un año antes de que yo naciera, porque jamás hubo una mujer que tuviese menos utilidad para las personas, especialmente para los hombres.
—Eso no es verdad.
—Probablemente fue culpa de Glirendree. Lo cierto es que la bruja volvió a adquirir fuerza en sus glándulas. Y debería haberse precavido contra eso.
—Un año —murmuró Hap—. Un año…
La espada se estremeció en su mano.
—Será un año glorioso —proclamó Hap, avanzando.
El Brujo cogió un disco de cobre.
—Cuatro —dijo, haciendo girar el disco en el aire.
Cuando Hap hubo cruzado el arroyo el disco era un borrón en movimiento. El Brujo lo mantenía entre sí mismo y Hap, y éste no se atrevía a tocarlo ya que el disco lo habría lacerado. Hap dio un rodeo en torno al obstáculo, pero el Brujo pasó al otro lado. En esa pausa cogió algo más: un cuchillo de plata, con muchas inscripciones.
—Sea lo que fuere —gritó Hap—, no puede herirme. Ninguna magia me afectará mientras empuñe a Glirendree.
—Muy cierto —reconoció el Brujo—. Además, el disco perderá su poder dentro de un minuto. Mientras tanto, conozco un secreto que me gustaría confiarte; un secreto que jamás comuniqué a ningún amigo.
Hap blandió a Glirendree por encima de su cabeza y, asiéndola con ambas manos, la hizo girar, abatiéndola sobre el disco. La espada se detuvo exactamente antes de tocar el borde del disco.
—Te está protegiendo —explicó el Brujo—. Si Glirendree tocase ahora ese borde, el retroceso te llevaría hasta más allá del pueblo. ¿No oyes el zumbido?
Hap lo oyó cuando el disco cortó el aire. El tono del zumbido iba en aumento.
—Estás ganando tiempo.
—Muy cierto. ¿Y qué? ¿Puede eso perjudicarte?
—No. Bien, dijiste que conocías un secreto.
Hap braceó, con la espada enhiesta, a un lado del disco, que ahora resplandecía en rojo por el borde.
—He deseado confiárselo a alguien hace mucho tiempo. Ciento cincuenta años. Ni Sharla lo conoce —el Brujo aún estaba listo para correr si Hap se disponía a perseguirle—. En aquella época sabía ya un poco de magia, aunque no era nada comparado con la que ahora sé. Castillos flotando en el aire. Dragones con escamas de oro… Ejércitos convertidos en piedras o aniquilados por el rayo, en lugar de simples encantamientos mortales. Esta clase de ejercicio requiere mucha energía, ¿sabes?
—Lo he oído decir.
—Yo hacía esos encantamientos constantemente, para mí, para mis amigos, para cualquier rey o cualquier mujer de quien estuviese prendado. Y descubrí que, después de estar instalado algún tiempo en un mismo sitio, el poder me abandonaba. Para recuperarlo tenía que trasladarme a otra parte.
El disco de cobre resplandecía en color naranja debido al calor producido por la fricción en el aire. Debería haberse roto o fundido largo tiempo antes.
—Bien, existen asimismo los lugares muertos, o sea, los sitios adonde un brujo no se atreve a ir. Lugares donde la magia no actúa. Suelen ser zonas rurales, granjas y pastos de ovejas; pero es posible encontrar ciudades antiguas, castillos construidos para flotar y que yacen inclinados sobre sus costados, huesos de los dragones envejecidos prematuramente, grandes lagartos de otras épocas. Y empecé a meditar.
Hap se apartó levemente del calor del disco. Ahora resplandecía tan blanco como la nieve, como un sol caído a la tierra. A través de aquel halo, Hap perdió de vista al Brujo.
—De modo que construí un disco como éste y lo hice girar. Sólo una sencilla hechicería cinética, aunque con una aceleración constante y sin punto límite. ¿Sabes qué es el maná?
—¿Qué le sucede a tu voz?
—El maná es el nombre dado al poder que da la magia.
La voz del Brujo sonaba muy débil y elevada.
Hap experimentó una súbita sospecha. El Brujo se había deslizado por detrás de la montaña, dejando allí sólo su voz. Hap pasó en torno al disco, entrecerrando los ojos a causa del calor.
Había un anciano sentado al otro lado. Sus dedos artríticos, medio tullidos y con las articulaciones hinchadas, jugaban con un cuchillo lleno de inscripciones rúnicas.
—Lo que descubrí… Oh, estás aquí… Bien, ahora ya es tarde.
Hap levantó la espada, y ésta se transformó.
Era un demonio rojo, con cuernos y pezuñas, y sus dientes mordían la mano derecha del joven. El mago hizo una pausa deliberada durante los escasos segundos en que Hap tardó en comprender lo ocurrido y trató de escapar. Entonces los dientes mordieron, y el brazo del guerrero quedó cortado por la muñeca.
El demonio se apartó, pero Hap, en medio de su sorpresa, fue incapaz de moverse. Sentía los dedos con espolones del demonio muy cerca de su tráquea.
También sintió cómo la fuerza decaía en la mano con pezuñas, viendo cómo el desmayo y la sorpresa se extendían por el rostro demoníaco.
El disco explotó. Al momento se desintegró en una nube de partículas metálicas y desapareció, dejando una estela de polvo meteórico. El resplandor fue como un rayo caído a sus pies. El sonido fue el de un trueno. El olor era el del cobre vaporizado.
El demonio se desvaneció, igual que un camaleón se confunde con el fondo. Antes de desaparecer cayó al suelo con un movimiento lento. Y se esfumó. Cuando Hap estiró la pierna, su pie sólo tocó tierra.
Detrás del joven había un hueco aún humeante.
El manantial había dejado de manar. El fondo rocoso del arroyuelo se estaba secando al sol.
La caverna del Brujo se había derrumbado. Todos los objetos de la mansión del Brujo habían caído en un vasto pozo, y la casa había desaparecido sin dejar rastro.
Hap sujetó su cortada muñeca y preguntó:
—¿Qué ha sucedido?
—El maná —musitó el Brujo. Escupió una dentadura completa de dientes ennegrecidos—. El maná. Lo que descubrí fue que el poder que alienta la magia es un recurso natural, como la fertilidad del suelo. Y cuando se emplea, desaparece.
—Pero…
—¿Comprendes por qué conservé ese secreto? Llegará un día en que habrán empleado todo el maná del mundo. No habrá más maná, ni habrá más magia. ¿Sabes que la Atlántida es tectónicamente inestable? Una sucesión de reyes-brujos han conseguido renovar los encantamientos a cada generación, para impedir que todo el continente se hunda en el mar. ¿Qué sucederá cuando los encantamientos carezcan ya de poder? Posiblemente, no podrán evacuar a tiempo todo el continente. Es preferible que no lo sepan.
—Pero… ese disco…
El Brujo sonrió con su boca desdentada y se pasó las manos por sus blancos cabellos. Todo el pelo se le quedó entre los dedos, dejando su cráneo totalmente calvo.
—La senectud es como estar borracho. ¿El disco? Ya te lo dije. Una hechicería emética sin límite superior. El disco sigue acelerando hasta que se ha utilizado todo el maná de la localidad.
Hap dio un paso al frente. El estupor le había quitado la mitad de sus fuerzas. Su pie bajó con cierta vibración, como si sus músculos carecieran de muelles.
—Intentaste matarme.
El Brujo asintió antes de contestar.
—Me imaginé que si el disco no explotaba y te mataba mientras intentabas esquivarlo, Glirendree te estrangularía. ¿De qué te quejas? La experiencia te ha costado una mano, pero te has librado de Glirendree.
Hap avanzó otro paso… y otro. La muñeca le estaba doliendo mucho, y el dolor le prestaba nuevas fuerzas.
—Viejo… —proclamó—. Doscientos años… Puedo romperte el pescuezo con la mano que me queda. Y lo haré.
El Brujo levantó el indescriptible cuchillo.
—No, eso ya no sirve, ya no hay magia —se burló Hap, apartando la mano del Brujo y asiendo su huesuda garganta.
El brazo del Brujo cayó fácilmente a un lado y volvió a levantarse. Hap le abarcó la cintura con sus brazos pero inmediatamente retrocedió con los ojos y la boca muy abiertos. Se sentó en el suelo.
—Un cuchillo siempre actúa —explicó el Brujo.
—Oh… —gimió Hap.
—Yo mismo forjé el metal, con herramientas ordinarias de herrero, para que la hoja no se mellase al desaparecer la magia. Estos caracteres rúnicos no son mágicos. Sólo dicen…
—Oh… —gimió Hap—, oh…
Cayó de costado.
El Brujo se sentó sobre la espalda del joven, mantuvo el cuchillo en alto y leyó las inscripciones en un lenguaje que sólo recordaba la hermandad:
Y ESTO, ASIMISMO, PASARÁ.
Era una verdadera perogrullada.
El Brujo dejó caer el brazo hacia atrás y permaneció contemplando el firmamento.
De pronto, el azul se vio obstruido por una sombra. Era Sharla.
—Te dije que te marcharas —susurró el Brujo.
—Debiste conocerme mejor. ¿Qué te ha ocurrido?
—Ya no habrá más encantamientos de juventud. Comprendí que llegaría esto cuando el hechizo de los presagios me mostró el color negro —respiró trabajosamente—. Pero ha valido la pena. He matado a Glirendree.
—¡Hacer el héroe a tu edad! Bien, ¿qué puedo hacer? ¿Cómo puedo ayudarte?
—Bájame de la montaña antes de que se me pare el corazón. Jamás te confesé mi verdadera edad…
—La sabía. Todo el pueblo la sabe.
La joven le colocó en posición de sentado y pasó uno de los macilentos brazos en torno a su propio cuello. Parecía muerto. La muchacha se estremeció, pero rodeó la cintura del Brujo con un brazo y se dispuso a hacer el esfuerzo.
—¡Estás tan delgado…! Vamos, amor mío. Vamos a levantarnos.
Tomó casi todo el peso sobre sí y ambos se incorporaron.
—Ve despacio. Mi corazón trata de detenerse.
—¿Tenemos que ir muy lejos?
—Sólo al pie de la montaña. Allí los hechizos actuarán y podré descansar —tropezó—. Estoy ciego…
—El sendero es liso, cuesta abajo.
—Por esto escogí este lugar. Sabía que algún día tendría que utilizar el disco. No es posible echar lejos de uno todos los conocimientos. Siempre llega el momento en que hay que usarlos, porque los conoces, porque están en ti.
—Tú has cambiado… Oh, estás tan feo… Y hueles…
El pulso se debilitaba en su cuello, como las alas de un colibrí.
—Después de verme así, seguramente ya no me querrás.
—Puedes volver a ser joven, ¿verdad?
—Seguro. Puedo cambiarme como más te guste. ¿Cuál es el color de ojos que prefieres?
—Algún día yo también seré así —murmuró ella, con voz que contenía una nota de helado horror.
El Brujo apenas la oía… se estaba volviendo sordo.
—Cuando estés madura te enseñaré los hechizos más apropiados. Son peligrosos. Mortalmente peligrosos.
La joven calló un instante.
—¿De qué color eran sus ojos? Ya sabes, los de Belhap Sattlestone no sé qué más.
—Olvídalo —susurró el Brujo, un poco celoso.
De pronto, volvió a ver.
«Pero no para siempre», pensó el Brujo, en tanto los dos iban tropezando a través de la súbita claridad diurna.
«Cuando el maná se agote, seré como la llama de una candela, y la civilización me seguirá. No habrá más magia, ni más industrias basadas en ella. Y entonces, el mundo entero será bárbaro…, hasta que los hombres aprendan una nueva forma de coaccionar a la naturaleza, y los guerreros, los malditos y estúpidos guerreros, vencerán al fin y al cabo.»