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Después de haberse lavado en el cuarto de baño, extendió de repente las piernas y miró entre ellas.

«¿Pero cómo pude haber hecho eso? —se preguntó—. Todo mi ser radicaba en eso. Sin duda alguna.

»Pero no me encontraba bien —recordó—. Tuve un grave trastorno nervioso, un posible principio de esquizofrenia. Estuve haciendo cosas menos racionales que éstas antes de que me persuadieran de venir aquí.»

Se volvió a poner los pantalones y se miró en el espejo que estaba encima del lavabo. La imagen que vio fue la de un hombre alto y ancho de hombros. No se dio cuenta de que Birdie Carol se hallaba junto a él hasta que ella le acarició el cuerpo. Después de todo era lógico: muy poco ejercicio y demasiadas drogas. Aquello no le gustaba, pero nunca tuvo la energía suficiente para evitarlo. Y aquel rostro era chocante, con las mejillas como la cera, los ojos hundidos y con los largos cabellos negros despeinados.

No disponía de ningún medio para calcular el progreso que había conseguido. Algunos podían. Pero él sabía que después de la breve euforia que se produjo cuando entró en el hospital, cada día se encontraba peor. Tanto mentalmente como físicamente se encontraba mucho peor que cuando entró en la maldita Clínica.

Y esto no debía ser así. Aplicando la teoría que fuese, esto no podía ser así.

Sintió un tic en un párpado. Abrió los ojos y se puso a observar las paredes. Eran de color rosa y en ellas estaban pintados unos ositos y unos caballos. Detestaba el color rosa.

—Y yo no necesito para nada todos estos dibujos para niños —refunfuñó.

Birdie puso la mano sobre su rodilla. Ambos estaban sentados en el diván de la sala de estar.

—Ya lo sé, querido —dijo ella—, pero el doctor Breed considera que es indispensable. Y yo creo que tiene razón.

—¿En qué se basa para darle la razón?

—Bueno, es que el método consiste en volver a recrear en usted su infancia. Es decir, el amor y la inocencia que entonces tenía. Ya sé que esto suena a algo estúpido, pero existe un fundamento médico para hacer nacer en su subconsciente todo lo que se había perdido.

—¿Pero de qué amor, confianza e inocencia me habla? —dijo Bailey—. Me acuerdo perfectamente bien de mi infancia, y era una infancia completamente normal, como la de todos los niños. Me metieron en la escuela y me estuvieron fastidiando desde el primer día. Recuerdo que los compañeros me esperaban a la salida del colegio y me pegaban. Pero por un motivo que ignoro, nunca se lo decía a mis padres. Una o dos veces leí una historia de terror y no pude dormir durante varias semanas, dominado por el miedo. Me habían quitado mis juguetes y, por añadidura…

—Está bien, querido —dijo ella, poniéndole su mano en la boca e interrumpiéndole. La mano estaba perfumada con un agua de colonia de olor muy penetrante—. Sí, comprendo todo lo que me dices. Pero a lo que nosotros nos referimos es a una infancia ideal. Tienes que aprender a querer. Y también a que te quieran. Entonces te encontrarás perfectamente bien.

—Escuche —dijo Bailey, cuya desesperación iba en aumento—, suponga que mi caso, mis trastornos, no es una neurosis o uno de esos nombres de enfermedades tan raros que ustedes emplean. Suponga que se trata de una esquizofrenia orgánica. Entonces, ¿qué tiene que ver todo ese cariño de que me habla con mi estado actual?

Birdie sonrió con infinita paciencia.

—El amor es un requerimiento básico de la forma de vida mamífera —dijo ella—. Pues bien, nosotros somos de vida mamífera. La prueba de que el cariño es indispensable la tenemos en los orfanatos, donde muchos niños mueren por carecer del mismo. Si usted consigue ser amado, pero no con la intensidad suficiente, su naturaleza sufre y decae. Esta deficiencia lo trastorna, le altera la personalidad. Lo que nosotros estamos haciendo es proporcionarle el cariño que necesita para convertirse en una persona normal y fuerte.

Bailey dio un salto y exclamó:

—¡He escuchado tantas veces lo que me está diciendo que he llegado incluso a vomitar! Por lo demás, ¿qué me dice usted sobre la verdadera psicosis?

—Bueno, creo que se trata de una cosa metabólica —respondió Birdie—. O al menos así lo creen los científicos. Aunque, según mi modesta opinión, las neurosis también son originadas por carencia de cariño. ¿No lo cree usted así?

—Pues yo…, yo…

—En cualquier caso —prosiguió Birdie—, la esquizofrenia implica una pérdida de comunicación con el mundo exterior. Y no podemos curar a nadie sí previamente no hemos reestablecido tal comunicación. ¿No te parece lógico? Piénsalo por un momento, querido, y comprenderás que tengo toda la razón. Sí, el amor es el puente por el que se pueden salvar todos los obstáculos.

Bailey intentó responderle con una palabrota, pero todas las que se le ocurrieron en aquel momento no le parecieron lo suficientemente obscenas.

Birdie se incorporó, se echó hacia atrás sus cabellos dorados y abotonó los botones de su vestido. Luego dijo:

—Creo que debemos volver a hacer el amor.

Bailey no tenía mucho interés por ello, pero ella lo apremió —¿y qué otra cosa podía hacer por otro lado?— y al final acabaron en el dormitorio. Birdie fue muy agradable con él, lo apretó entre sus brazos y se puso a cantarle para que se durmiera. De todos modos, antes le había proporcionado un barbitúrico.

Quizá todo aquello fuese la causa de su actual preocupación. ¡Rayos! Por lo visto, en aquel dichoso departamento no había nada malo, excepto el haberme alimentado tan espantosamente con

Abandonó el cuarto de baño. Su apartamento no era muy grande, pero sí muy confortable y suntuosamente amueblado. Se dirigió hacia la ventana de la salita de estar y miró al exterior. La ventana se hallaba defendida por barrotes, pero, según le dijeron, aquello era para evitar que algún sonámbulo pudiese cometer la imprudencia de saltar por ella. Tenía entera libertad para frecuentar los patios. También le prometieron que tan pronto se pusiera mejor, le proporcionarían permisos para salir fuera los fines de semana. Mientras tanto, cualquier ser querido que desease verle podía visitarle en la Clínica.

La vista, desde el piso veinte del edificio más grande del Centro Médico, era magnífica. Desde su ventana, el parque Golden Gate parecía un inmenso océano verde que brillaba bajo los rayos del sol. Bailey se puso a contemplar el puente de la boca de la bahía, bajo el cual las aguas se deslizaban en dirección a la orilla oriental surcadas por botes y barcos y sobre las que revoloteaban las gaviotas. Una brisa de fuerte olor marino penetró en su habitación, así como el ruido del tráfico en la distancia.

Un ruido muy distante, muy apagado. Además, desde aquella ventana, San Francisco daba la impresión de ser una ciudad muerta, aunque Bailey sabía perfectamente que dentro de aquellos edificios los negocios giraban como un torbellino igual que el que existía en el interior de su mente.

Como sociólogo, Bailey sabía que aquellas medidas que había tomado el Gobierno en pro de la defensa de la salud mental de todos los ciudadanos implicaban un gasto enorme para el erario público. Ahora bien, si las enfermedades mentales, desde la más corriente excentricidad hasta la locura más completa, estaban alcanzando enormes proporciones y Estados Unidos se había comprometido a preocuparse por las víctimas, el presupuesto tenía que ser obtenido de alguna manera, y esta manera no podía ser otra que imponiendo más impuestos a los contribuyentes, lo que producía un malestar general.

Bailey estaba en contra de esta política, a pesar de ser él mismo uno de sus beneficiarios. Pero esta pequeña minoría a la que él pertenecía no tenía el suficiente poder para oponerse a los proyectos que se había trazado el Estado. Por otra parte, la gente se oponía a creer en los hechos concernientes a la vida económica, o bien lo miraban a uno con asombro y le preguntaban: «¿Quiere usted decir que hay algo más importante que el bienestar de los seres que amamos?»

Quizá, pensó con humor, la futilidad de sus esfuerzos había contribuido al estado en que se encontraba y a que se hallase ahora en aquel sitio.

Entonces, de repente, se sintió como un animal enjaulado y un sentimiento de rabia se apoderó de él. Se puso a golpear con su puño la ventana protegida con barrotes. Una vez, y otra, y otra. Luego, sin poder dominar sus nervios, se puso a gritar como un demente furioso:

—Dios mío, Dios mío, Dios mío, juuuuu, chu, chu, chu.

—¡Duggie! ¿Qué estás haciendo?

Bailey cesó de gritar. Se volvió lentamente. Birdie Carol se encontraba en el umbral de la puerta, con un ramo de ranúnculos en sus manos. Como siempre, llevaba un vestido corriente, aunque más bien elegante, en el que llevaba prendido un distintivo de técnico psiquiatra.

Bailey dominó su rabia y le respondió:

—También yo podía hacerle la misma pregunta.

—Pues he venido a verte —dijo ella, cerrando la puerta y acercándose a él—. Mira, te he traído flores. En cierta ocasión me dijiste que te gustaban los ranúnculos. A mí también me gustan mucho estas flores.

—Siempre me está molestando como si yo fuera…, como si yo fuera…

—Pero, querido, no puedo dejarte solo todo el día. Precisamente todo tu problema se reduce al aislamiento en que vives. Si lo piensas por un instante, verás que tengo razón. Deberías salir y no estar siempre encerrado en esta habitación —dijo ella, mientras le ponía suavemente una mano en el nombro—. Deberías hacerme caso. ¿Por qué no vas a la sala de recreo y frecuentas el trato de los otros pacientes? Cuando llegas a conocerlos a fondo te das cuenta de que son una gente muy buena. Y en cuanto a las asistentas sociales te puedo asegurar lo mismo. Ellas quieren ayudarte…, quieren que te diviertas, desean que vuelvas a ponerte bueno. ¿Qué decía ese antiguo refrán alemán? ¿Verdad que sabes al que me refiero? ¿Cómo se dice en alemán?

Kraft durch Freude —dijo Bailey.

—¿Verdad que eso quiere decir «salud mediante la alegría?» Pues eso mismo es lo que yo quiero que hagas. Ah, antes de seguir hablando creo que debo poner estos sedientos capullos de ranúnculos en agua fresca, ¿no te parece?

Birdie se puso a buscar un jarrón para las flores y, mientras rebuscaba por la habitación, sus rizos dorados acariciaban su frente y sus caderas se movían como sólidas masas. En realidad, todo era sólido en su aspecto, e incluso tenía un absoluto control físico de su cuerpo: una tarde muy calurosa, hallándose con él en la cama, ni siquiera sudó. Al principio aquello le agradó: parecía la imagen de la Madre Tierra.

Pero la Madre Tierra no hablaba.

—Aquello era un adagio nazi —dijo Bailey.

—¿De verdad? Qué interesante. Cuánto sabes, Duggie, querido. Una vez que te hayamos curado, buscaremos la manera de que puedas ayudar a los demás. ¿Verdad que lo harás?

Birdie cogió un jarrón de plástico que había sobre una mesa e hizo un gesto de tristeza al sacar las mustias rosas que contenía, al mismo tiempo que decía:

—Pobres rosas. Me temo que ya nunca volverán a ser las de antes. Pero si con su presencia han logrado alegrarte la vida en esta habitación, creo que han cumplido su misión. ¿No crees que ése era su fin?

—Lo que yo creo —dijo Bailey— es que los nazis encerraban en las cámaras de gas a todos aquellos que no compartían su ideología. Pero, si lo pensamos detenidamente, la doctrina que predicaban no era justa.

—No, supongo que no —respondió Birdie, mientras tiraba las mustias rosas a una papelera. Luego cogió el jarrón, los ranúnculos y su enorme bolso y se dirigió al cuarto de baño—. ¿Verdad que el jefe de los nazis era Hitler? ¡Cuánto tuvo que sufrir por carecer de amor!

Birdie dejó abierta la puerta del cuarto de baño. Bailey podía haberse evitado el tener que contemplar aquellas paredes rosa, así como los osos y los caballos pintados en ellas, pero, por alguna mórbida razón, se impuso el mirar en esa dirección. Quizá, pensó, ello le permitiría odiar más aún todo aquello.

—Yo creo que los demás países se portaron mal haciéndole la guerra a los nazis —dijo entre dientes Bailey.

—Ciertamente —respondió Birdie—. Desde luego, yo no digo que sus prisioneros no debían haber sido rescatados. Bueno, quiero decir si realmente eran sus prisioneros. Bueno, ya sabes cómo es la propaganda en tiempos de guerra. Pero ahora que han pasado tantos años desde que la guerra terminó, ¿crees realmente que un ser humano pudo haberse portado de la forma que lo hiciera Hitler? Francamente, yo no lo creo.

—Yo, sí. Conozco perfectamente los hechos de la historia. Y también sé cómo se comportan actualmente los seres humanos: cometiendo violentos crímenes.

—Sí, querido, pero ¿no comprendes lo que quiero darte a entender? Supongamos por un momento que todas esas cosas fueran ciertas. O bien seamos realistas y pensemos sobre esos horrendos crímenes que se cometen actualmente contra… esas pobres criaturas víctimas de una sociedad carente de escrúpulos. Supongamos también que todas esas víctimas de las cámaras de gas y de los hornos crematorios resucitaran y nos dijeran: «Ustedes también son víctimas. Ustedes son nuestros hermanos. Démonos un abrazo fraternal.» ¿No te das cuenta de lo que ocurriría entonces? ¿Es que no puedes sentir el cambio que se produciría?

—Todo eso que ha dicho, para mí, carece de sentido —dijo Bailey, encogiéndose de hombros.

—Con el tiempo lo comprenderás.

Birdie sacó una navajita de su bolso y empezó a cortarles los tallos a los ranúnculos. Luego prosiguió:

—Pero el verdadero amor es infinito. El verdadero amor no conoce la impaciencia, ni la angustia, ni la desesperación, y dura toda la vida.

Bailey no pudo contenerse. Lentamente se acercó a ella, paso a paso, y le dijo:

—¿Siente usted amor por mí o soy simplemente un paciente a quien debe atender?

—Yo quiero a todo el mundo —susurró ella.

—¿En la cama también?

—Oh, Duggie, el amor no es celoso. El amor debe compartirse. Yo utilizo mi cuerpo como un medio para quererte.

Bailey se hallaba en la puerta del cuarto de baño. Las piernas le temblaban.

—¿Pero se preocupa por mí, me quiere? Concretamente a mí. ¿Me quiere a mí únicamente porque soy un bípedo sin plumas o bien porque soy lo que soy?

Birdie no se ruborizó. En realidad, él nunca había visto ese cambio de color en su delicada piel. La joven bajó los párpados y murmuró:

—Bueno, la verdad es que algunas veces he pensado si no te haría feliz si, una vez curado, me casara contigo. De todo ello resultaría un nombre muy dulce: Birdie Bailey.

Bailey se puso a gritar enfurecido, le arrancó a Birdie la navaja de las manos y comenzó a cortar, a cortar, a cortar.

—Por favor, no hagas eso —dijo ella—. Eso no es un acto de amor.

De un corte, Bailey abrió el vientre de Birdie. Durante un instante, a través de la oscuridad que envolvía su mente, vio los cables, los transistores, los superconductos termogénicos y el gran acumulador. Bailey quería detenerse, pero no podía detener el movimiento de su brazo.

La navaja cortó la capa protectora alrededor del cable, produciendo un corto circuito, y la corriente sacudió su cuerpo voluptuosamente. Pero cuando su corazón entró en fibrilación, le hizo daño.

A través de una nube de humo, Douglas Bailey cayó sobre Birdie Carol.

«Desde luego ella es una máquina —pensó con su último fragmento de conciencia—. Ningún ser humano habría sido capaz de lo que ella había hecho.»

Luego su pulso se detuvo y se murió.

La muerte era como un remolino de viento. Bailey tuvo la impresión de que el viento le azotaba el rostro, que le hacía girar mientras se elevaba y hacía descender y sus oídos eran azotados por un ruido parecido a un monstruoso galopar. Bailey no sabía de dónde procedía aquel viento ni si era frío o caliente. Tampoco se preocupó por ello, pues en aquel momento una luz potente cegaba sus ojos y los truenos le hacían rechinar los dientes.

¿Los ojos? Pero si aquello era imposible. ¿Los dientes? Pero si estoy muerto… Alto, un momento. Espere aunque sea un solo momento. ¿Cuántas veces he estado muerto?

—Cero —contó Dios—, uno, diez, once, cien.

—¿Por qué no me da una oportunidad para pensar? —gritó Bailey, frustrado, desesperado.

Concentrándose, podía mantener cierto equilibrio dentro de aquel caos. Él era Douglas Bailey. Sociólogo. Psiconeurótico. Un ser humano que estaba acabando lo que le quedaba de vida en una institución (tres diferentes vidas y tres diferentes instituciones, la una tan mala como la otra).

¿Por qué el Simulador le estaba haciendo esto a él?

Bueno, la verdad era que el problema era lo suficientemente real. La psicopatología tenía que seguir evolucionando. La sociedad tenía que ser considerada en su justo valor.

Pero ninguno de aquellos tres intentos tuvo éxito. Indiferencia criminal; malevolencia criminal; amor criminal. Este último ya no era actualmente, no podía considerarse un verdadero amor. En realidad no era más que otra manera de forzar a la gente a apartarse del camino recto.

El amor era la aceptación del ser amado, ya estuviese éste equivocado o acertado; ajustando su conducta a la de él, dentro de ciertos límites; dándole al otro libertad.

Ciento once, mil, mil uno.

Si las condiciones sociales eran la causa de la epidemia, la curación tendría que radicar en una reforma básica. Había que cambiar esas condiciones, y eliminar las presiones…

Click. El caos persistió.

Basta ya de compulsiones, dijo Douglas Bailey. Consigamos la primera civilización libre del mundo.