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—Naturalmente que soy un hombre amargado de la vida —dijo el individuo que se hallaba sentado a la izquierda de Bailey. Tenía alrededor de treinta años, era de estatura mediana, cabellos rubios y estaba borracho como una cuba—. ¿Quién no estaría amargado? Sí, ¿quién no lo estaría en mi caso?

El hombre terminó de beberse su coñac con hielo y le ordenó al camarero:

—Deme otro coñac.

Luego, volviéndose hacia su compañero, le preguntó:

—¿Quiere usted un coñac?

—No, gracias —dijo Bailey.

—Vamos, no se preocupe, pago yo. Se lo merece, le he estado molestando con mi charlatanería. Ha sido usted muy correcto permitiendo que un extraño se sentara a su lado y le aburriera contándole cosas que a usted no le interesan. Pero si Jim Wyman —ése es mi nombre— llora sobre el hombro de una persona, Jim Wyman sabe pagar ese favor.

—Eso está muy bien —dijo Bailey—. Pero le aseguro que me ha interesado mucho lo que me ha contado. Verá, he estado ausente durante varios años. Acabo de regresar hoy mismo. Y ya veo que las cosas han cambiado.

—Desde luego que han cambiado, señor… uh, señor… Sí, han cambiado completamente. Y puede dar por seguro que el lugar no volverá a ser el mismo de antes. ¡Camarero —gritó Wyman—, vuelva a poner más coñac!

El rostro de Bailey palideció al ver que estaban dando un espectáculo. De seguir así los echarían a los dos a la calle, y él no quería. Él quería seguir allí, en aquella placentera y fría oscuridad, observando la elegancia de aquel fino y estrecho mostrador de caoba, mientras pasaba una hora agradable paladeando un whisky: necesitaba recuperar su coraje.

Le habían advertido que San Francisco, igual que todas las ciudades norteamericanas, había cambiado, pero lo que no le dijeron fue cuan chocante era aquel cambio.

El camarero observó por un momento a Wyman, se encogió de hombros y le llenó la copa. La Taberna de Drake jamás habría servido una copa a un borracho. Y, sin embargo, en aquel instante, Wyman veía las cosas doble y ni siquiera se había dado cuenta de lo polvorienta y deteriorada que estaba la decoración isabelina de aquel bar.

—Antes me estaba diciendo que trabaja en los computadores —dijo Bailey con el fin de calmar a Wyman.

El truco dio resultado: la voz de Wyman se suavizó y le contestó con amabilidad:

—Sí, así es. En el Centro Médico. Bueno, mejor sería decir que trabajaba, pues desde ayer ya no lo hago: el proyecto ha sido cancelado. Y sin embargo, de haberse proseguido, habría sido algo grandioso… importantísimo… ¡fundamental!

—¿En qué consistía el proyecto?

Wyman se lo explicó, y Bailey comprendió que se trataba de algo que él había estudiado antes de caer enfermo. Desde luego, la idea de construir un hombre-máquina era muy antigua y conocida, pues se había logrado realizarla alrededor del año 1980. Pero este otro proyecto era algo muy distinto y muy difícil: integrar un cerebro humano y una computadora. El problema no radicaba en las conexiones. No se necesita conectar cables dentro del cráneo ni nada parecido… Mediante la amplificación y la inducción, los impulsos podían deslizarse en ambos sentidos (de la neurona al transistor y del transistor a la neurona) simplemente a través de canales electromagnéticos. ¿Pero cómo desarrollar un lenguaje común? Ahí estaba el quid del problema. Nunca se había podido demostrar que un determinado esquema encefalográfico correspondiera a un tipo determinado de pensamiento, y en realidad parecía imposible de lograr. El pensamiento parecía ser el funcionamiento increíblemente complejo de toda la trama cortical.

—Pero nosotros descubrimos un método que nos acercaba mucho al quid del problema —dijo Wyman—. Nosotros decidimos actuar de un modo muy distinto a como se había estado haciendo hasta entonces. La idea es una realidad; no se necesitan unos códigos especiales. Lo único que se necesita es una conexión uno-uno. Algo parecido a los idiomas: usted puede decir lo mismo en inglés y en alemán, de modo que palabras diferentes signifiquen la misma cosa. En el departamento de neurofisiología demostraron que el cerebro puede incorporar cualquier código digital dentro de sus propios procesos siempre que exista una correspondencia única. Luego los matemáticos de dicho departamento se pusieron a elaborar todo un sistema de teoremas. Como verá, los nuevos datos convierten todo el problema en una especie de mapa. Algo topológico, ¿me comprende? y una vez que se han conseguido todos esos teoremas, ¡adelante! Construir este tipo de computadora y utilizar el método adecuado para programarla no es nada fácil. Se necesita muchos años de trabajo, de perseverancia, de esfuerzos. Pero ahora sabemos con toda seguridad que podemos hacerlo. ¿Se imagina usted por un momento el éxito que tendríamos si lográsemos llevar esa idea a la práctica?

Bailey asintió con un gesto. Cada vez estaba más interesado por aquel proyecto. A pesar de que Wyman estaba intoxicado por el alcohol, hablaba el idioma de los científicos, y el oír hablar así, después de los últimos años perdidos, era para Bailey algo así como regresar al hogar después de una prolongada ausencia. Bailey era un sociólogo, pero últimamente se había interesado por las matemáticas y…

Y el sistema hombre-computadora tenía fantásticas posibilidades. En efecto, la inmensa capacidad de almacenamiento de datos de la máquina, su sistema de memorización y su habilidad para llevar a cabo operaciones lógicas en cuestión de microsegundos podía ser añadido, integrado con la creatividad y el libre albedrío humano. Durante su unión, los dos serían uno solo, una calculadora autoprogramándose continuamente; una mente tan poderosa que el C. I. dejaría de tener significado. Por primera vez en la historia de la intelectualidad se podría considerar la totalidad de un problema.

Ciertamente, existían grandes peligros y otros muchos se presentarían a medida que se llevase a cabo el programa, pero los posibles resultados justificaban correr esos riesgos.

—Pues bien, no podemos llevar a cabo ese programa —dijo Wyman, mirando fijamente la copa que tenía en la mano—. Se acabaron los fondos para esta empresa. Ayer me lo comunicaron. Lo único que me queda ahora por hacer es emborracharme.

—¿Y por qué no tratan de conseguir fondos? —preguntó Bailey—. Creo que el NSF no tendría ningún inconveniente en hacerles un préstamo, teniendo en cuenta la magnitud de la empresa.

—¿De verdad cree lo que está diciendo? ¿Pero de qué mundo lejano acaba usted de llegar? Hace ya mucho tiempo, amigo mío, que el NSF dejó de prestar dinero. Lo mismo ocurrió con el NIH. Apelamos a los dos, pero no conseguimos nada. Bueno, a ellos y a todo el mundo, pero la respuesta fue siempre un no rotundo. La salud mental es algo muy caro. De otro modo, al Gobierno le costaría mucho seguir sosteniendo tantos programas, como por ejemplo el de defensa. Sí, aunque a usted le parezca mentira, el Gobierno está muy interesado en el programa de defensa, pero emplea un sistema muy original para sufragarlo. Por ejemplo, las fuerzas aéreas llevan pasajeros de pago; el barco de la marina de guerra Puerto Rico, está en alta mar funcionando como si fuera un casino flotante, y otras cosas más. De esta forma el Gobierno financia la defensa del país. Fue también por este motivo por el que volvimos a la Guayana el pasado año. Oh, sí, el presidente trató de arreglarlo todo sin emplear la fuerza militar… pero, maldito sea, todo el mundo sabe que Venezuela nos presionó militarmente.

Una lágrima cayó dentro de la copa de Wyman.

—Maldito sea ese hombre —murmuró Wyman—. Maldito sea aunque se esconda en las profundidades del infierno. Maldito sea durante toda la eternidad. Él ha sido quien nos ha arruinado. Me apuesto lo que sea que el Gobierno francés lo puso a propósito en ese lugar. Me apuesto todo el dinero que usted quiera a que él escribió sus libros y pronunció sus discursos con el fin de estropearnos todo nuestro programa.

—¿De quién está usted hablando? —preguntó Bailey.

—Del profesor. Del francés. No puedo pronunciar su maldito nombre. Un individuo con unas ideas muy originales; de esos que tiran la piedra y esconden la mano.

—Un momento —dijo Bailey, levantándose de su silla y sintiendo que se le ponía la carne de gallina—. ¿No se está usted refiriendo a Michel Chanson d’Oiseau?

—Ese es el hombre, ése es el hombre —repitió Wyman—. Shansong Dwahso. Me apuesto algo a que era un agente secreto chino con un nombre idéntico. Él sabía todo lo que nuestro generoso país pensaba llevar a cabo y lo impidió por todos los medios. Fue él quien nos arruinó a nosotros. Fue él quien arruinó mi proyecto, quien arruinó mi país. Y ahora no nos queda otra cosa que hacer que esperar y esperar y esperar. ¡Que un rayo destruya a ese cerdo!

—No —dijo Bailey, incorporándose y tirando la silla por el suelo.

—¿Cómo dice usted? —preguntó Wyman, entornando los ojos.

«No debo dejarme dominar por la ira —pensó Bailey—. Aún no estoy curado del todo. Ellos me dijeron que tuviera mucho cuidado, que no me excitara, que siempre controlara mis emociones hasta que mis nervios estuvieran más fuertes.»

Pero, a pesar de todo, la rabia comenzó a apoderarse de él, haciéndole temblar todo su cuerpo y provocándole náuseas, y, sin poder contenerse, le dijo secamente:

—Para su información, le diré que yo soy también uno de esos holgazanes ineptos y mentecatos.

—¿Cómo? ¿Usted? —exclamó extrañado Wyman.

—¿Es que no me cree? —preguntó Bailey, mientras sacaba la cartera del bolsillo posterior de sus pantalones. (Les había dicho que no necesitaba que le proporcionaran un buen traje, pero ellos le contestaron que el aspecto exterior era un factor importante, desde el punto de vista psicológico, para su recuperación.) Luego sacó un carnet de la cartera en el que se certificaba que estaba mentalmente enfermo—. Esta mañana me soltaron, después de haber estado durante cinco años en el Hospital Estatal de Napa. Antes de caer enfermo, yo era un miembro útil dentro de la sociedad. Pero entonces comencé a sufrir unos trastornos que usted a causa de su borrachera no podría comprender, ni imaginar. Ellos me salvaron en Napa. No pudieron ser más amables de lo que fueron conmigo. Gracias a su elevada formación médica, me curaron mi trastorno mental, aunque no del todo. Actualmente estoy en observación. Cuando esté curado del todo, volveré de nuevo a trabajar. Y con mucho gusto pagaré todos los impuestos para así poder ayudar a todos aquellos que no se encuentran bien.

—Pero…, pero… —Wyman trató de hablar.

Mas Bailey le interrumpió y continuó:

¿Qué pretende usted que haga el Gobierno? Durante los últimos veinte años, el promedio de enfermedades mentales aumentó considerablemente. Había que hacer algo, hay que hacer algo. ¿Qué pretende usted? ¿Que nos maten? ¿Que nos extirpen el cerebro? ¿Que nos exilien? ¿Que nos dejen morir de inanición? Todos esos sistemas son factibles, pero yo, junto con un millón de seres humanos que se encontraban en mi misma situación, damos gracias a Dios porque Chanson d’Oiseau nos enseñó el medio de enfrentarnos con el problema. ¡Váyase usted al infierno!

Al terminar de hablar, Bailey cogió la copa y lanzó su contenido al rostro de Wyman.

—Camarero —gritó Wyman—, ¿ha visto usted lo que ha hecho? ¿Ha visto usted lo que este psicópata a expensas del erario público me ha hecho?

—Cuidado con la lengua —respondió el camarero—. Este señor tiene un certificado en el que se garantiza que está curado. Y la ley nos obliga a respetarlo.

—¿De verdad? —dijo Bailey—. Pues entonces haré otra cosa, puesto que la ley me ampara.

Sonriendo, Bailey vertió el vaso de coñac de su compañero sobre su cabeza.

—Vamos, no sea usted así —intervino de nuevo el camarero—. Luego tengo que limpiar el mostrador.

Bailey giró sobre sus talones y se marchó.

En la calle, el sol brillaba resplandeciente en un cielo sin nubes lleno de viento y de gaviotas. Bailey hizo un esfuerzo para ignorar el estado en que se encontraban las calles, los ruinosos edificios, las sucias aceras y los enfermizos transeúntes. El gasto por parte del Estado era bastante grande, pero se había impuesto la obligación de curar a los enfermos mentales y ello era digno de alabanza. Como había escrito Chanson d’Oiseau, recordó Bailey mientras caminaba, «habiendo demostrado en los capítulos precedentes que la locura epidémica nace de una situación que el hombre ha creado colectivamente (superpoblación, supermecanización, regimentación y todo aquello que los instintos más profundos del ser humano rechazan), considero que tenemos que hacer algo para curar a estos animales humanos. Su número aumenta cada día, y es tan grave el problema que plantean, que la compasión hacia ellos cada día parece disminuir. Sin embargo, el estado en que se encuentran no es debido a ellos, sino a un fallo de la sociedad en que viven. De aquí que todos debamos encontrar una curación social para esta enfermedad social.

»La solución que propondré y desarrollaré en detalle es de lo más radical. ¿Pero qué significa “radical”? Esta palabra procede del vocablo latino radix —que significa raíz—, y lo que yo propongo ataca la raíz del problema.

»Evidentemente, los servicios médicos deben ser gratuitos, y deberán ser aplicados con toda eficacia en cada caso individual. Existen muy pocas o ningunas curaciones. Ahora bien, el enfermo que logra curarse no debe ser incorporado de nuevo en una sociedad que anteriormente fue la causa principal de su desequilibrio mental. Diré más todavía: debería ser apartado de esa sociedad. Su única finalidad es curarse del todo o, por lo menos, evitar una recaída. Por lo tanto, deberá recibir un estipendio público justo, para él y para sus familiares, de acuerdo con el nivel de vida. Y, mientras su conducta no constituya un peligro para los demás, deberá estar libre de restricciones legales y se le deberá permitir que pueda trabajar para cubrir sus necesidades…»

De repente se oyó un chirriar de frenos. Un coche se detuvo a un metro de él. Con la cara blanca como la cera, el conductor sacó la cabeza por la ventanilla y le dijo:

—¿Por qué no mira por dónde anda, loco?

Bailey salió de su ensimismamiento y se dio cuenta de que se encontraba en medio de la calzada de la calle Post, deslumbrado por las luces de los coches.

Todos los automóviles se habían detenido y formaban una cola. Un grupo de individuos acudió y le rodeó. Un policía alto se abrió paso entre la multitud y dijo:

—Está bien, está bien, ¿qué ha ocurrido aquí?

Luego, cuando comprendió lo que había sucedido se dirigió a Bailey y le dijo:

—Paseando por medio de la calzada, ¿no? ¿Es que quiere que lo mate un coche?

—Yo…, yo… —comenzó a decir Bailey, mientras sentía que el miedo le atenazaba la garganta.

—Póngale una multa, agente —dijo el conductor—. Lléveselo de aquí, es una amenaza para las rejillas de los radiadores —añadió en tono burlón.

¡Tut! ¡Tut! ¡Tut!

—Sacerdote de Judas —gruñó el policía—, por culpa suya vamos a tener una cola de coches desde aquí hasta Daly City. ¡Venga usted para acá! ¡Fuera de la calzada! Y ahora vamos a ver su documentación y…

Pero Bailey se había anticipado y le había mostrado su carnet.

—Pero ¿por qué no me lo dijo antes? —exclamó sorprendido y algo arrepentido el policía.

El conductor trató de proseguir su camino, pero el agente le tocó el silbato para que se detuviera.

—Deténgase inmediatamente —le ordenó—. ¿No sabe que ha estado a punto de matar a un pobre desgraciado?

El conductor no sabía qué responder.

—Sí —dijo una voz de la muchedumbre—, y también ha abusado de él. Le dijo que era un loco.

—¿Seguro? —preguntó el policía.

—Sí, absolutamente —dijo el individuo, acercándose al agente—. Yo mismo lo oí, señor agente. Sólo Dios sabe qué daño psíquico le ha causado ese bruto a este pobre hombre.

Varios testigos corroboraron la declaración de aquel individuo.

—Lo siento, señor Bailey —dijo el policía—, pero no puedo acusarle de felonía a menos que usted venga a la comisaría y presente una denuncia contra él. ¿Está usted dispuesto a hacerlo?

Bailey movió negativamente la cabeza.

—Bueno, de todos modos le impondré una multa de acuerdo con el artículo 666 —añadió el agente—. Y tendrá que comparecer ante el juez Jeffreys. Asistiré personalmente al juicio. Nadie puede abusar de nadie estando yo delante.

Bailey estaba ya cansado de tanta discusión y, con mucho disimulo, se mezcló entre la muchedumbre, que le abrió paso, y se encaminó hacia Union Square. En los edificios allí existentes vio unas banderas.

Alto. ¿Por qué no estaban las banderas de América y de California? En cambio sí estaban las de Jolly Roger, la de SPQR, la de Campbell y la de los Friendas United in Close Kinship, y también la de…

El hombre que había sido su testigo le tocó en el brazo.

—¿Puedo ayudarle en algo, querido amigo? —murmuró—. Ya veo que es usted forastero.

—Bueno…, yo… he estado en Napa —respondió Bailey.

—Y ahora se encuentra solo. ¡Es espantoso! Me imagino que ha estado varios días en la más absoluta soledad, sin un amigo, sin nadie.

Aquel hombre era bajo de estatura, correctamente vestido, limpio y muy educado de modales. Bailey lo observo detenidamente y comprobó que lo único chocante en aquel individuo era su batín de terciopelo azul. Se estrecharon las manos y el individuo le dijo:

—Puede llamarme Jules.

—Mi nombre es Bailey. Douglas Bailey. Tengo la impresión de que yo…, de que usted…, de que ambos somos unos desgraciados ¿no es así?

—Naturalmente que sí, querido amigo, naturalmente que sí. Ha tenido usted mucha suerte de que yo estuviera presente. Muy pocos de nosotros frecuentan esta zona de la ciudad. De no haber sido por mí se habría quedado desamparado entre los tessies.

Un hombre vestido de negro salió de entre la multitud y les gritó:

—¡Amigos! ¡Mis queridos amigos subhumanos! Escúchenme. Este es un mensaje muy importante. Habrán observado que soy caucasiano. Pues bien, amigos, tengo una sorpresa para ustedes. Soy un tipo único. Soy un racista. Un fanático racista que mantiene y puede demostrar científicamente que su propia raza es inferior. Los únicos verdaderos humanos en toda la Tierra, amigos míos, la principal línea de evolución, los maestros del futuro, son los altaneros melanesios.

Bailey y Jules se miraron el uno al otro.

—Pues a mí me parece que aquí hay unos tipos individualistas y que todos se encuentran sanos —dijo Bailey.

—Oh, mi querido e inocente amigo —intervino Jules—. ¿Cómo puede contar con ellos? No sea usted cándido. Es usted una persona encantadora, pero cándida. La mitad de los oradores de la plaza de la Unión están sanos. Simplemente se limitan a tener compasión de ellos mismos por temor a que algún airado agente de policía les obligue a enseñarle su documentación, Y la otra mitad, amigo mío, ¿no le parece que son tan malos como los tessies?

¿Tessies? ¿Qué significa esta palabra? —preguntó Bailey.

—Ya veo —dijo Jules— que tendré que enseñarle muchas cosas. Sí, así es; y además creo que es mi deber. Para mí será un placer el explicárselo todo. Le presentaré a las únicas personas que pueden interesarle. Le informaré de todo. Volveré a moldear su personalidad. En una palabra, haré de usted un hombre nuevo.

—¿Cómo? Un momento, yo no quiero…

Jules cogió a Bailey por el brazo y le hizo caminar.

—Los tessies —dijo— son gente que no están mentalmente sanos pero se hacen pasar por tales. Tienen las mismas preocupaciones, las mismas ideas de la sociedad, del éxito, pero no tienen el más mínimo concepto del espacio interior. En cierta ocasión oí a uno de ellos despotricando contra Dios y le pregunté si alguna vez llegó a comprender el infinito mirando simplemente una caja de avena. Pues bien, ¡escupió en el suelo!

Ambos cruzaron la calle.

—Le llevaré a casa de Genghiz. Estoy seguro de que habrá allí una tertulia. Y tiene unos amigos excelentes… Bueno, aquí estamos.

Se detuvieron ante un «Volkswagen» mal aparcado y con una multa en el parabrisas.

—¿Tiene usted permiso de conducir? —le preguntó Bailey.

—Sí, lo tengo. Y eso hace que me aprecien dentro de nuestro pequeño círculo. Como usted comprenderá, a muchos de ellos no les está permitido conducir un coche, pues están furiosos por esta medida. Pero, entre nosotros, amigo mío, tengo que admitir que la sociedad tiene ciertos derechos contra los desafortunados. No muchos derechos, pero sí algunos. Sin embargo, ¿cree usted que hay algún motivo por el que un homosexual no pueda conducir?

—¿Cómo? Pero…, pero… su caso…

Jules se echó a reír alegremente y dijo:

—Oh, mi amor, ¿cómo te trataron en Napa? ¿Te permitían leer los periódicos? ¿Te dejaban oír la radio? Sí, todo esto fue el resultado de nuestras últimas elecciones. Nos hallábamos divididos incluso entre nosotros mismos. La Sociedad Matachine dijo que habían hecho lo imposible para que nos aceptaran como personas normales… pobrecillos. No, no fueron muy realistas. Cada candidato que votó a favor de cambiar la ley para que nos declararan casos mentales fue elegido por una abrumadora mayoría. No sabía que había tantos de nosotros. Bueno, querido, prosigamos nuestro camino.

Bailey subió al «Volkswagen» como un autómata, dándose perfecta cuenta de su debilidad pero incapaz de resistirse. «Después de todo —pensó—, ya estaba a punto de desmoronarme. En cambio, esto puede ser divertido. Y siempre puedo marcharme si no lo es. Espero».

Se dirigieron hacia el oeste, por la carretera de las colinas, en dirección a Haight-Ashbury. Por el camino, Jules le indicaba los lugares dignos de interés, como el templo de Ishtar.

—Es posible que esté cargado de prejuicios, pero creo que esas personas que padecen de ninfomanía y de satiriasis son gente vulgar. Pretenden inventar una religión y que ésta se encuentre respaldada por las leyes de California. ¿No le parece una cosa innecesaria, por no decir una tontería?

»La marihuana había inundado todo el Hamilton Playground. Aquello dio lugar a un litigio que acabó en el Tribunal Supremo. ¿Podían los padres poseedores o no de un certificado de buena salud mental educar a sus hijos? El Tribunal Supremo determinó que, según el artículo catorce, era discriminatorio ejercer control oficial sobre dichos parientes cuando no se había infligido ningún daño físico. Pero yo supongo, admitiendo desde luego que ambas partes tienen un poco de razón, que las instituciones sanitarias no deben ser censuradas cuando dictaminan que un enfermo está curado del todo.

En aquel momento un grupo de hombres y mujeres, vestidos de una manera muy extraña, estaban sacándose fotos los unos a los otros.

—Creo —dijo Jules— que esos turistas son rusos. Durante estos últimos días nos han visitado muchos turistas rusos. Me pregunto por qué.

Cuando el coche se detuvo. Bailey pensó por un momento bajarse rápidamente de él y echar a correr. A ambos lados de la calle se erigían viejos edificios, con los cristales de las ventanas rotos, las puertas destrozadas y las persianas a punto de caerse. Las aceras estaban llenas de inmundicias. Más adelante el camino se hallaba cortado por dos coches que habían chocado; ambos estaban completamente destrozados, y de uno de ellos salió una rata. No había ninguna persona, excepto un marinero escondido en un porche, preparándose una dosis de marihuana. El olor de la basura era nauseabundo y las sombras se proyectaban en las limpias paredes. Alguien, en algún lugar, gritaba en voz alta.

Jules se dio cuenta de que Bailey se encontraba a disgusto y le tocó la mano mientras le decía:

—No se preocupe. Me doy cuenta que esto debe chocarle. ¿Le parece siniestro? Sin embargo, éste es el lugar donde puede encontrarse más seguro. En efecto, los tessies disponen de una zona determinada, pero aquí no pueden intervenir. Después de todo, no pueden monopolizar toda la ciudad. Esta zona ha sido reservada para los infortunados, y aquí pueden hacer lo que se les antoje.

Bailey hizo un gesto vago y acompañó a Jules en dirección a una mansión estilo Eduardo, con torretas, de una altura de tres pisos y que había sido dividida en apartamentos.

—¿No cree que deberíamos traer algo? Si están celebrando una tertulia lo lógico sería presentarse con una botella de whisky o unos paquetes de cigarrillos, ¿no le parece?

—Debería usted dejar de preocuparse por esas tonterías —respondió Jules irritado—. ¿Hay algo más aburrido que una tertulia de este tipo? ¿Qué concepto tiene de la diversión? En cuanto a las bebidas, ¿no tienen la suficiente fuerza de voluntad como para abstenerse de las mismas? Tengo la impresión de que Gengis Khan conoce a Hairless Joe.

—¿Lo cree así?

—Bueno, cálmese. Se lo explicaré. Aquí hay un pobre desgraciado que cree que es Hairless Joe. Hairless Joe fabrica licores. Por lo tanto, todo aquel que crea que es Hairless Joe, debe ser autorizado a fabricar licores. El obligarle a obtener un permiso y pagar un impuesto dañaría su psiquismo. Hairless Joe es el hombre más sensible que jamás me he encontrado en mi vida.

Desde el oscuro vestíbulo partían unas escaleras que conducían al lugar de donde procedían aquellos ruidos que Bailey oyera anteriormente. También se oía en aquel momento unos sonidos que Bailey confundió con una música.

—¿Quién dijo que era la persona que vamos a visitar?

—¡Oh! —exclamó Jules—. ¡Cuánto me alegra que me lo recuerde! Habría sido desastroso que lo desilusionase llamándole de una forma que a él le desagrada. De modo que no se olvide de llamarle en todo momento Gengis Khan. Su verdadero nombre es Ole Swenson, pero no se le debe ni siquiera mencionar. Apenas lo trate comprobará que es una bellísima persona. El pobre siempre se pone a temblar de miedo cuando le preguntan cómo marcha su conquista de la China. Sin embargo, justo es decirlo, hay momentos en que puede convertirse en un ser terriblemente vicioso.

—¿Es una persona violenta?

—¡Oh, no! —dijo Jules, levantando las manos al cielo—. ¿De dónde saca esas extrañas conclusiones? Admito que algunos de mis amigos son algo extraños, pero no es culpa suya, sino de la sociedad en que viven. En el fondo, todos son muy buenas personas. Sin embargo, y en lo concerniente a Gengis Khan, tenga mucho cuidado. Si no lo trata como el emperador de Todos los Hombres, le planteará un litigio por daños psíquicos. Y le advierto que muy a menudo gana los pleitos.

Bailey se humedeció sus labios resecos y echó a andar detrás de Jules.

Pero una vez que estuvieron dentro de la habitación, Bailey comprobó que aquella reunión de personas era de lo más inofensiva del mundo. Aquello le recordó sus días de estudiante en la Universidad de Berkeley. Todos aquellos individuos vestidos con extrañas vestimentas, las pomposas conversaciones que sostenían, la algarabía allí existente, la decoración tan estrafalaria de las paredes, le resultaba familiar a Bailey. Pronto comprendió que aquella gente era inofensiva siempre que el mundo la dejara en paz. Lo mismo le ocurría a él.

La tertulia se extendió hasta la llegada de la noche. Uno de los asistentes cogió una bandeja y pocos instantes después regresó con un montón de bocadillos. Mientras tanto, Bailey recorría todo el apartamento, observándolo todo, conversando con aquellos bohemios y pensando que Jules, probablemente, le había hecho un favor. Aquella tertulia le animó bastante.

Sin embargo, hubo algunos momentos en que tuvo algunas desilusiones. Por ejemplo, un joven vestido con unas ropas muy extrañas, con los cabellos largos hasta la cintura, interrumpió la discusión de Bailey con un profesor de ciencias económicas, preguntándole lo siguiente:

—Oye, Phil, ¿has oído algo sobre Tommy?

—No, ¿por qué? —respondió el profesor.

—Lo han atrapado —dijo el joven—. La policía lo pescó con su esposa.

—Bien, bien —dijo el profesor moviendo la cabeza—. No puedo decir que me cayera muy simpático, pero hay ciertas cosas que no puedo aprobar.

—Vamos, vamos, deje de hablar con ese tono de tessie —dijo el joven—. No podemos dejar que esos polizontes hagan esta canallada. Tenemos que hacer algo.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Bailey. En aquel instante sostenía una copa en la mano y otra que llevaba dentro, lo que le hacía ser extravertido.

—¿Eres nuevo en el grupo? —preguntó el joven—. Sí, tienes cara de serlo. A Tommy le dieron el certificado el año pasado. Un caso grave de impotencia marital.

—¿Quieres decir que en realidad no era impotente?

—Claro que no. Tommy es formidable. Pero creo que alguien fue con el chivatazo a la policía. ¡Se imaginan qué marranada! Meterse en la vida privada de una persona. Pero ¿qué clase de policía estatal es la que tenemos?

—Bueno, pero tengamos en cuenta que un remolón… —dijo Bailey, que estaba tan ebrio que se estaba dirigiendo a la espalda del joven de la extraña vestimenta.

El profesor sonrió. Luego dijo:

—Mucho me temo que eso se ha hecho tan común que incluso ha llegado a ser una cosa respetable en algunos círculos. Estos jóvenes no tienen secretos para con sus amigos ni les ocultan que su monomanía religiosa no es nada más que un medio para vivir sin trabajar.

—¿No fue usted quien lo denunció a la policía?

—No; me falta valor para hacer una cosa semejante. Además, tengo muchas cosas de qué preocuparme para perder el tiempo. Precisamente ahora estaba hablando con este amigo de la moderna política económica americana.

Una o dos horas más tarde, Bailey se hallaba mezclado en un grupo escuchando a un voluble negro su explicación sobre una idea que había tenido.

—Amigos míos —decía el negro—, les aseguro que podemos hacerlo. Todo lo que necesitamos es organización. Si los blancos pudieron hacerlo, ¿por qué no podemos hacerlo nosotros los negros? En el pleito que sostuvieron los habitantes del Brown contra el Ministerio de Educación, el Tribunal Supremo afirmó que la discriminación racial afectaba al psiquismo del individuo. ¿No sucedió así? Claro que sucedió. Y con ley o sin ley, aún existe discriminación racial en este país. Entonces, ¿por qué no formulamos una petición en el sentido de que todos los negros deben ser considerados como enfermos mentales? ¿No nos deben los blancos ese favor?

—Hombre —contestó Gengis Khan—, sí esa misma idea pudiera aplicarse a los mongoles y a los suecos…

—Desde luego que sí —respondió el negro—. ¿Por qué no? Estoy pensando que deberíamos unirnos a los judíos. Pero como los judíos son muy numerosos podría darse el caso de que alguno de ellos se pusiera de lado de los tessies.

Una muchacha pelirroja tocó a Bailey en la manga, le hizo una señal en dirección al negro y murmuró:

—Esa sí que es una maravillosa ironía. A Fred le dieron un certificado tan malo que apenas quiere tocarlo con las manos. Ya me gustaría que lo oyeran explicar cómo los negros no pierden la ocasión de armar tumultos y asesinar a todo hombre blanco del mundo. Quizá sea por eso por lo que no le han dado por sano en la Clínica. Esos bastardos siempre repiten que no es un paranoico, sino que es un hombre que se limita a expresar sus opiniones políticas. Como verá, en el fondo de su alma, él ama a los blancos. No puede evitarlo. Por eso ahora está estudiando para conseguir ser un hombre independiente. Sin embargo, estoy segura de que dentro de diez años su teoría se convertirá en la ley de esta tierra.

A eso de la medianoche empezaron a bailar. Para entonces, probablemente la mitad de la población del distrito se hallaba dentro de la casa, cada uno en su apartamento; subiendo y bajando las escaleras cada vez que necesitaban más instrumentos musicales. Pero luego pensaron que no los necesitarían si todos se pusieran a tocar los bongos al unísono.

A Bailey le dolía la cabeza. Creía que acabaría sordo. Demasiado alcohol, humo, calor, aire viciado para soportar aquella orgía. Pero no quería marcharse de allí: ya no era un ser solitario. Aquel mundo-dentro-del-mundo le había aceptado. La muchacha pelirroja le había hablado del análisis que le hicieron. Y hablaba, y hablaba, y hablaba. Pero era muy atractiva y mientras bailaban se pegaba mucho a él, por lo que Bailey pensó que más tarde podrían acabar en la cama. Bailey continuó bailando.

Todos bailaban sin cesar. El suelo crujía bajo sus pies. Los candelabros se balanceaban sobre las mesas. Los cristales de las ventanas vibraban produciendo un ruido que armonizaba con toda aquella barahúnda. Rataplán, rataplán, rataplán, flan, flan.

Hasta que todo aquel edificio ruinoso e infectado por la carcoma se derrumbó. Bailey sólo dispuso de un instante para darse cuenta de que tanto él como el techo se estaban hundiendo.

Entonces los escombros cayeron sobre él y murió.

La muerte era como un remolino de viento. Bailey tenía la impresión de que el viento le hacía girar, lo elevaba y lo hacía descender. Pero concentrando todo el poder de su voluntad, haciendo caso omiso de aquellas cosas como el trueno, el relámpago y los pulpos, pudo mantenerse a cierto nivel mental.

—Cero —empezó a contar Dios—, uno, diez, once…

—¡Cállate de una vez! —le gritó.

¿Qué le estaba sucediendo? ¿Es que todo iba a continuar indefinidamente así? ¿Acaso habría muerto realmente y le habían enviado al infierno?

No. ¿Cómo iba a estar en el infierno si él no había hecho nada malo para estar allí?

Bailey se concentró. ¿Quién era él? ¿Por qué era él? Como esta vez no se hallaba confuso ni aturdido, ni tampoco asustado, descubrió que podía recordar todo su pasado en cada una de sus vidas. Y llegó a la conclusión de que todas eran la misma. Una infancia normal, estudios, viajes, libros, música, amigos, boda, divorcio, otras mujeres, otros hobbies, una carrera prometedora como investigador sociólogo del Centro Médico de la Universidad de San Francisco. Y todo ello porque había escrito su tesis fundamentándola en el problema que planteaba el creciente aumento de las enfermedades mentales. Y ahora se encontraba buscando la causa y la curación apoyándose en su propia experiencia… Sus vidas divergían varios años atrás (alrededor de 1984, pudo calcular aproximadamente).

—Mil, mil uno, mil diez.

¿Pero cuál de sus cuatro existencias era su verdadera vida? ¿O lo eran todas? No. Eso no podía ser. No había nada en su pasado que demostrase que su psiquismo se había desintegrado. Y sin embargo, así lo parecía. Cuatro veces. ¿Es que entonces todos aquellos episodios eran mera ilusión?

¿Cómo podía ser eso posible?

¿Qué ocurrió la primera vez?

¡No lo sabía! Aquellas «encarnaciones» habían camuflado el último segmento de su vida. ¿Acaso los dioses y las brujas lo habían condenado a muerte varias veces y en varios mundos lunáticos hasta que al final lo habían vuelto loco?

«Pensar. Tengo que pensar —se dijo desesperadamente—. Sí, tengo que concentrarme y pensar. ¿No podría ser posible que me hubiesen lanzado como con una catapulta a una pseudoexistencia distinta?»

—Mil ciento once.

«Debo considerar dónde estuve la última vez. También debo considerar cómo manejaron la situación. Entonces Dios dijo click y de nuevo me volví a encontrar en el mismo punto de partida, pero a un nivel distinto. No valía la pena.»

Por ejemplo, tengamos en cuenta este último mundo. Dentro de él existe el germen de una idea: eliminar las presiones que hacen doblegarse a las personalidades más débiles. Evidentemente, siempre habrá un problema: la sociedad no puede funcionar sin cierta medida de intolerancia y de coacción.

La sociedad tecnológica, orientada hacia el racionalismo, dominadora de las grandes ciudades, obliga a la gente a que realice ciertos esfuerzos, y estos esfuerzos, quizá, son demasiado brutales para algunos. ¿Y. qué decir de una cultura en común pero diferente? No vamos a insistir en los nobles salvajes, desde luego, pero el hombre postecnológico, que utiliza únicamente la maquinaria para trabajos duros y peligrosos, aunque gracias a sus métodos ha conseguido desembarazarse de la fealdad y de los complejos de su mundo convirtiéndolo en un lugar limpio y seguro, ese hombre, al mismo tiempo que satisface sus instintos animales también cultiva sus capacidades intelectuales, espirituales, cosas ambas estrictamente humanas.

Click. La matriz del tiempo estaba impregnada.

—¡No! —gritó Bailey—. ¡No quise decir eso!

Era demasiado tarde.