Abuelito estaba de nuevo en el tejado. Observó cómo pasaba el carro de la leche y cómo llegaba y se iba el cartero.

Mientras tanto, tenía levantado el índice de la mano derecha, bien mojado en saliva, en espera del viento.

Había salido por la ventana de su cuarto en el ático antes de que nadie se despertase en la casa y se había deslizado por la cornisa hasta el parapeto del tejado, tarareando su canción favorita:

Soy un aviador…, soy un aviador.

Y vuelo, vuelo, vuelo,

hasta muy alto en el cielo.

¡Mirad cómo vuelo!

Los gorriones no pueden alcanzarme

por mucho que quieran.

Soy un aviador, soy un aviador…

Y vuelo, vuelo, vuelo…

La canción se le metió dentro y con ella en los labios agitó los brazos, marcando el compás y estimulando su entusiasmo al mismo tiempo.

El aire le ciñó la camisa sobre sus flacos costillares. Recordó su misión y se humedeció los labios, pensativo.

El cartero le vio y se cubrió los ojos haciendo pantalla con una mano, para protegerse del reflejo del sol, que estaba ya al nivel del tejado. Con la otra mano saludó al abuelito.

Abuelito le contestó de la misma manera.

—¿Me ha traído mis alas? —le gritó desde arriba, aunque sabía perfectamente que el cartero no había traído, ni traería nunca, otra cosa que un montón inútil de circulares, facturas y cartas para otras personas.

—Volaron de mi bolsa —le respondió el cartero—. Eso es lo que pasa con estos paquetes por avión.

«Creo que no nací para actor —se dijo a sí mismo con aire de excusa, mientras continuaba su camino calle abajo—, o de lo contrarío estaría distribuyendo mis propias cartas en lugar de las de otras gentes. Llevarle la corriente al viejo es lo más que puedo hacer.»

—¡Cuidado con el viento de popa! —gritó por encima del hombro, antes de alejarse.

—¡Eh! —el grito excitado de Abuelito le obligó a volver la cabeza—. ¿A qué viento de popa se refiere?

Bueno, ya había metido la pata. Quizá había hablado demasiado, pero no le quedaba más remedio que continuar. Buscó en los casilleros de su memoria. Viento de popa…

—Es el que va a hacer hoy. Viento de las colinas. Muy suave cerca del suelo y bastante fresco en las capas altas. Justo el que a usted le gusta.

Vio cómo el viejo se mojaba el índice de nuevo y daba vueltas sobre sí mismo, como si fuese el gallo de una veleta, en busca del viento de popa.

La hora del desayuno. Una hora estupenda, pensó Charlie Parkwood mientras se enjabonaba la cara y ponía una hoja nueva en su maquinilla de afeitar. Una hora de tostadas y tocino frito para llenar los estómagos, calentar los cuerpos y dar optimismo a la mañana.

Con la ventana entreabierta para refrescar el ambiente y los útiles de rasurarse al alcance de la mano, éstos eran la hora y el lugar en que Charlie solía hacer inventario de sí mismo.

Un rostro joven y sonrosado aparecía bajo su barba de espuma. Los ojos un poco saltones, como los de los peces de colores, pensó Charlie, y una cabeza bien redonda que hacía juego con ellos. Una gran cantidad de ideas doradas flotaba dentro de aquella cabeza. Tal vez una de ellas saldría hoy mismo a la superficie para tomar aire.

«Soy un joven brillante y Beth, yo y los niños, vamos a muchos sitios. La prosperidad nos espera…»

Tiritó por debajo de su camiseta cuando una ráfaga de brisa fresca se coló por la ventana. Y con la brisa llegó el primer indicio de realidad tangible y molesta, que desinfló un poco la exuberancia de sus ánimos, duros pero un tanto frágiles.

Los jóvenes brillantes, tuvo que confesar Charlie a su imagen en el espejo, no tienen hilos de plata en las sienes. El espejo pareció asentir con un ligero movimiento producido por el último soplo de la brisa.

«Esas ideas están aquí dentro de todas formas —se dijo a sí mismo para tranquilizarse—. Lo único que necesitan es encontrar alguien, aparte de Beth, que las escuche.»

Beth, pensó, y al recordarla se apagó un tanto el fuego de su entusiasmo. Beth le había escuchado una y otra vez hasta conocer todas sus ideas brillantes mejor incluso que él mismo. Hasta le había corregido en ocasiones para hacerle ver, con tristeza, lo inútil que era todo.

¿Es que los jefes de la oficina meteorológica no querían escucharle? ¿O es que él no hacía el ruido suficiente para que le oyeran?

«No nos engañemos, muchacho —pensó, y escupió a su imagen en el espejo—. Cuando estás hablando con alguien de fuera de casa eres tan inocuo como un tazón de té sintético.»

La hora del desayuno. La hora en que Charlie Parkwood solía hacer inventario de sí mismo… y le entraban náuseas de lo que veía.

Estaba pasándose la maquinilla de afeitar por una mejilla cuando la ventana dio un golpe violento. El espejo se desprendió de la pared, se inclinó hacia él, y la imagen de su rostro desapareció rápidamente hacia arriba por la parte alta. Chocó contra el borde del lavabo y fue a estrellarse sobre el suelo con un estrépito de cristales rotos.

Charlie sintió que le temblaban las manos y el corazón le galopaba en el pecho. Por su mejilla corría un hilillo caliente. Se llevó allí los dedos y los retiró rojos de sangre.

—¡Beth! —llamó—. Beth, ¿dónde estás?

El cartero entró en la cabina telefónica, metió una ficha en la ranura y marcó el número urbano a toda prisa.

—Excentricidades —pidió cuando obtuvo línea.

—Haga su informe —oyó al otro extremo. El departamento de excentricidades no tenía tiempo para perder en preámbulos.

—Hay un anciano en la avenida de las Acacias —continuó el cartero, imperturbable—. Está un poco chiflado con la idea de volar y con el viento. Espera que llegue sentado en el borde del tejado. Y todos los días me pregunta si le he traído alas. Es verdaderamente un excéntrico, si los hay. Inofensivo tal vez, pero…

—No es usted quien tiene que juzgar eso —dijo la voz metálica al otro extremo de la línea—. Aquí examinaremos debidamente todas las posibilidades. Hizo usted bien en llamar.

—No crea que… —estaba diciendo el cartero. Pero la línea ya se había cortado.

Abuelito se reunió con la familia para el desayuno tarareando furiosamente. Dejó vagar una mirada un tanto acuosa en torno a la mesa y se detuvo un instante en el parche plástico que Charlie se había aplicado a la mejilla. Pero no hizo ninguna pregunta.

—Se aproxima viento —dijo y se concentró en su plato de cereales.

—Siempre hay vientos —dijo Charlie, un poco irritado por la aparente falta de interés de su padre en el corte de su mejilla—. Demasiados vientos, en realidad.

Beth le hizo un gesto a Charlie que quería decir: «Piensa en su estado». Abuelito continuó comiendo.

—El cartero me lo dijo —añadió luego—. Un tipo que sabe mucho. Sabe tanto de vientos como tú, Charlie.

Charlie suspiró.

—Estoy seguro de que sí —dijo—. Los computadores son mi especialidad. Quizá pueda decirle al cartero un par de cosas que él no sabe sobre análisis de sistemas.

—Tendrías que saber algo sobre los vientos —dijo Abuelito—. Al fin y al cabo trabajas en la oficina de meteorología.

—En computadores —contestó Charlie—. Yo no hago otra cosa que alimentarlos con estadísticas.

—Tendrías que ser capaz de hacer pasar unos pocos vientos por la ventana de vez en cuando, para los de tu propia sangre. A mí me parece estúpido que trabajes en la oficina de meteorología y no sepas nada sobre el tiempo.

—No es peor que tratar de volar sin alas —le dijo Charlie con dureza—. O que subirse al tejado en pijama.

Pero el viejo Hiram Parkwood se había encerrado de nuevo en su propio mundo mental. Disparaba contra un zepelín y salía de la órbita del sol montado sobre la cola del Barón Negro.

—Aquel problema del alerón parece haberse arreglado por sí solo —dijo.

Charlie inclinó la cabeza.

—Lo siento —dijo, aunque sabía que su padre no le escuchaba siquiera.

Los niños bajaron corriendo las escaleras, como un alud.

—He oído algo que se rompía…

—He oído algo que tintineaba…

—¿Cómo se ha roto el espejo?

—Vamos, niños —les dijo Beth apresuradamente—. Empezad a desayunar. No os queda mucho tiempo.

—Fue un accidente —explicó Charlie, ansioso de preservar el orden y cortar las explicaciones—. Y no entréis en el baño, puede haber aún trozos de cristal por el suelo.

Los niños se fijaron en la mejilla de su padre.

—¿Es ahí donde te ha pegado mamá? —preguntó Mark, ansioso.

—No seas tonto —le contestó Amanda—. Mamá sólo pega en la parte de atrás de las piernas. Pegar en la cara es malo.

Charlie y Beth cruzaron miradas divertidas. Los comentarios de los niños tuvieron la virtud de hacer recobrar a Charlie el buen humor y restaurar su optimismo perdido.

—Fue un accidente —repitió otra vez—. Y a nadie le pegan porque le ocurra un accidente.

—Ni siquiera a los papás —confirmó Beth.

—Ni siquiera a las mamás —dijo Amanda.

—Ni siquiera al abuelito —intervino de pronto el viejo Hiram, como si regresara de las nubes—. Buenos días, niños. ¿Habéis visto el viento?

—No, no lo vimos —le contestó Mark—. Pero vimos dónde fue. Pasó sobre los jardines. Hoy va a hacer un buen día.

—Eso es lo que yo pensé —dijo Abuelito—. Un día espléndido.

Luego se quedó callado, esperando oír el crujido de alguna puerta, o algún silbido en las cañerías.

Pero la casa estaba totalmente silenciosa. Fuera, a través de la ventana, por encima de los setos del jardín, pudo ver las hojas de los castaños que se preparaban para la gran conmoción.

Se acomodó, de nuevo en su silla y dejó que su avioneta hiciera un rizo triunfal.

Charlie besó a Beth en el umbral, hizo un par de fintas de boxeo con los niños y echó a andar por el sendero del jardín. El viento nocturno, con su fuerza de otoño, había desprendido del nogal docenas de hojas que yacían sobre la hierba como grandes copos de maíz, blandos de rocío.

Miró por encima del hombro y señaló a los niños y luego a las hojas. Beth asintió con la cabeza.

Casi no había viento ahora, pero se escuchaba su murmullo más allá del seto exterior. Pareció aumentar con mayor intensidad a medida que se aproximaba al portillo.

«Sólidos setos —pensó Charlie—. Sólidos setos que nos protegen del viento y de los problemas exteriores.» Pasó la mano por el follaje de uno de ellos antes de abrir la verja.

Cuando estuvo en la acera, una ráfaga de viento le precipitó contra el muro. Luego se le llevó el sombrero. Charlie echó a correr detrás de él, mientras el viento se reía como un loco y murmuraba insultos en sus oídos sin dejar de arrastrar el sombrero cada vez más lejos. Hasta que una mano invisible pareció agarrarle ferozmente por el costado y tuvo que detenerse, jadeando para tomar aliento. El sombrero fue disminuyendo de tamaño en la distancia hasta perderse de vista.

Charlie, con una mano en el costado, intentó seguir andando sin dejar por ello de respirar. Estaba sólo a mitad de la escalera del monorraíl local cuando vio arrancar los coches de cola y supo que llegaría con media hora de retraso a la oficina.

Resguardado apenas por las paredes abiertas del andén empezó a preguntarse cómo era posible que el seto de su jardín, que no era ni más grueso ni más delgado de lo normal, hubiera podido proteger la casa de un viento de fuerza nueve por lo menos. Y de todas maneras el follaje no crecía tan alto. ¿Cómo era posible que las ventanas del dormitorio no hubieran crujido en sus goznes y que sus tiestos de chimenea, sus bien conservados tiestos de chimenea, no hubieran señalado el paso del viento?

Durante treinta helados minutos estuvo pensando en esto, pero cuando al fin llegó el monorraíl siguiente aún no había conseguido aclarar nada.

Los niños, mientras tanto, hacían montones con las hojas caídas sobre la hierba, para poder lanzarse luego sobre ellas, cuando volvieran del colegio.

En diez minutos limpiaron el jardín completamente y se quedaron parados el uno junto al otro, admirando su propio trabajo.

—Tiene gracia —dijo Amanda de pronto—. Hay algo que está mal.

—¿El qué? —le preguntó Mark, tratando de adivinar su pensamiento.

—Mira, recoger las hojas es como abrir un camino en la nieve. Mientras uno está limpiando siempre hay más nieve que cae de los montones que ya están hechos, ¿no es así?

Mark pensó un momento y tuvo que darle la razón a su hermana.

—¿Dónde están las hojas que han caído mientras estábamos limpiando?

—No hay viento que las haga volar —dijo Mark, orgulloso de su observación.

—Sí, sí que lo hay. Escucha.

Escucharon y oyeron las ráfagas de aire que silbaban por la calle, al otro lado del seto.

—Es como te dije en el cuarto de baño —continuó Amanda—. Hemos asustado al viento. Hemos matado el trocito de viento que nos correspondía aquí. Es una buena manera de empezar el día.

Y comenzaron a saltar por el jardín, cantando:

—¡Hemos matado al viento! ¡Hemos matado al viento!

Hasta que Beth los llamó para pasarles revista antes de ir al colegio.

El viejo Hiram estaba jugando con la taza de café que seguía a su desayuno. Soplaba sobre ella, tomaba un sorbo y arrugaba el gesto al sentir que le quemaba la lengua. Quería dejar la mesa cuanto antes y marcharse arriba a su cuarto.

Con monótona regularidad sacaba su antiguo reloj de bolsillo y lo observaba atentamente, pasándose la punta de la lengua por sus finos labios, siempre secos.

—No lo oigo —repetía sin cesar—. No lo oigo. Y sin embargo, tiene que estar al llegar. Tiene que estar ya ahí.

Beth, ocupada en limpiar los platos, apenas si le prestaba atención. Hasta que de pronto el anciano la cogió por el brazo cuando pasó cerca de él y se la quedó mirando con aire inquisitivo.

—Tú no crees que Charlie va a detenerlo, después de lo que le dije esta mañana, ¿verdad?

—¿Detener el qué, abuelo?

—Pues el viento de popa. ¿Crees que va a enviarlo a alguna otra parte?

Beth fue a buscar una taza limpia del armario y la llenó con café del termo.

—Aunque pudiese, que no puede, no haría una cosa semejante. Él le quiere mucho, abuelo. Todos le queremos.

—Así es como debe ser. Pero tendría que estar ya aquí y no está. La oficina podría tal vez…

Beth puso su mano sobre el puño sarmentoso del viejo.

—Voy a decirle algo a propósito de aquella oficina. Es pura presunción afirmar que pueden controlar el tiempo. Lo único que pueden hacer es predecirlo y en ciertos casos tomar medidas para prevenirlo, como…, como por ejemplo…

Se interrumpió por no estar familiarizada con la terminología de la profesión de Charlie.

—… como, por ejemplo, imagine que estalla un fuego en los bosques. Que hay un salto repentino en el viento y que el fuego cambia de dirección. Centenares de personas que se creían a salvo se sienten atrapadas. Y ocurre toda clase de tragedias imprevistas. Bueno, pues en el despacho donde trabaja Charlie toman lecturas de los satélites meteorológicos que están puestos en órbita alrededor de la Tierra. Estos satélites envían información de los vientos probables y así se pueden prever sus consecuencias. Y de esa manera pueden prevenir el fuego. ¿Comprende lo que quiero decir?

Era un ejemplo bastante imperfecto y poco preciso, y Beth lo sabía. Pero sabía también que el viejo Hiram no estaba mucho mejor informado que ella y que aceptaría su explicación como convincente.

—No creas en esos satélites —le respondió el viejo.

Beth fingió un aire ofendido.

Hiram le guiñó un ojo.

—Te creo, querida —dijo—. Si tú me aseguras que está bien, te creo. Pero no tengo confianza en esos satélites. ¡Diablos, cuando yo volaba uno todavía no podía subir a más de setecientos metros, porque empezaba a ahogarse y a intoxicarse con las radiaciones ultravioleta y toda clase de cosas! Dicen que hay hombres que viven en esos chismes, pero yo no lo creo. Por lo menos sé que Charlie no está en un satélite porque viene a casa todas las noches, de manera que no podría hacer tampoco mucho, aunque quisiera.

Beth había renunciado hacía tiempo a seguir la extraña lógica del anciano. Pero parecía que le había dado el visto bueno a Charlie, y eso era lo que importaba.

Hiram se encontró con que el café se le había enfriado en la taza. Se lo bebió tan rápido que se salpicó un poco la camisa, y cuando hubo terminado salió por la puerta de la cocina al jardín para continuar su búsqueda.

La señorita Alsop, la maestra de guardia en el patio de juegos, encontró a Amanda Parkwood llorando amargamente en un rincón reservado a almacenar las botellas de leche vacías y las latas de desperdicios, que despedían un fuerte olor a restos de comida.

Amanda era una de las niñas de su clase, de modo que no había necesidad de ningún preliminar cuando se inclinó sobre ella para saber qué le pasaba.

—Yo… estaba mirando por la reja y vi que le estaban pegando a Mark —sollozó Amanda entre lágrimas—. Eran cinco o seis y todos bailaban alrededor de él y le pegaban.

El patio de la sección de los niños estaba separado del de las niñas por una verja alta, que era imposible saltar.

Era un colegio antiguo, como la mayoría de los jardines de infancia de la ciudad. El foco de la educación estaba centrado en los alumnos de once a trece años, que es el período en que éstos empiezan a pensar seriamente en una carrera y a seleccionar el grupo de estudios que más les conviene para este fin. Como consecuencia, se habían descuidado un tanto los jardines de infancia y las escuelas elementales, con el entusiasmo de proveer de mejor equipo y mejores facilidades a los muchachos de más edad.

En muchos lugares la segregación heredada de los antiguos tabúes de los adultos existía aún, en contradicción flagrante con una nueva comprensión de los niños y de sus necesidades educativas. Esto era realmente segregación: una niñita que había visto cómo le pegaban a su hermano, sin poder hacer nada para evitarlo.

—¿Están pegándole aún? —preguntó la señorita Alsop.

—No. Vino uno de los maestros y les hizo dejarlo. Se llevó adentro a Mark. Yo grité, pero hizo como si no me oyese.

—Quizá no te oyó, querida.

—Me oyó muy bien. Porque yo le grité. Mark no es embustero, de veras que no lo es. Pero ellos no querían creerle.

—¿Han llamado embustero a tu hermano?

—Sí, le han llamado embustero y han saltado alrededor de él. Pero no lo es, de veras. De veras que matamos al viento.

—¿Qué? —exclamó la señorita Alsop, sorprendida—. ¿Cómo has dicho?

—Que matamos al viento. Por lo menos lo asustamos, para que se fuera.

La señorita Alsop se echó a reír suavemente y señaló las rodillas de Amanda, donde el viento le arremolinaba el vestido.

—Mira cómo sopla ahora —le dijo.

—No digo aquí —le contestó Amanda—, sino en casa. Se cayó el espejo y papá se cortó en la mejilla y al cortarse hizo un ruido. El espejo también hizo ruido y ahora ya no hay hojas en la hierba de nuestro jardín. Hemos espantado al viento.

—¿Era eso lo que Mark les estaba contando a los otros niños?

—Sí, pero no querían creerle.

La señorita Alsop tuvo que escoger sus palabras con sumo cuidado.

—Bueno, una cosa así no ocurre todos los días. Me imagino que tenían envidia. Llamaré por teléfono ahora para enterarme de lo que ha pasado con Mark. Tú puedes venir conmigo. Creo que hay una botella extra de leche por alguna parte.

Miss Alsop entró en la cabina del teléfono público que había en la escuela y marcó un número. Sonrió a Amanda, que estaba sentada fuera del alcance de sus palabras con una botella de leche en una mano y uno de los bollitos que la señorita Alsop llevaba para su almuerzo, en la otra.

—Excentricidades —dijo cuando consiguió línea.

—Haga su informe —respondió la voz al otro extremo del hilo.

—Dos niños, Mark y Amanda Parkwood, de la avenida de las Acacias, en Helm, dicen textualmente que han «matado al viento», o que han «espantado al viento». Según parece se producen condiciones climatológicas extraordinarias en su casa.

—Investigaremos —dijo Excentricidades—. Hizo bien en llamar. Gracias.

—De nada —contestó miss Alsop. Pero la comunicación se había cortado ya.

Salió de la cabina y le hizo una seña a Amanda.

—Está bien —le dijo—. Mark está un poco nervioso, pero no le ha pasado nada. El maestro dice que oyó cómo gritaba una niña, pero que sólo pudo coger la palabra «embustero» y creyó que estaba diciendo lo mismo que los otros. Por eso no hizo caso.

Amanda asintió con la cabeza.

—Gracias, señorita —dijo—. Ha sido muy amable. Usted nos cree, ¿verdad?

—Naturalmente, cariño. Lo que pasa es que algunas gentes pueden encontrar el hecho bastante extraordinario.

—Claro —dijo Amanda, feliz.

La oficina meteorológica del distrito oeste era un edificio modesto, insignificante, situado en la parte posterior del Ayuntamiento, y por la forma de su fachada exterior no era posible deducir qué clase de trabajos se llevaban a cabo dentro.

Los tres satélites que daban vueltas a la Tierra sobre órbitas polares que formaban entre sí 120 grados transmitían sus informes a las estaciones receptoras. Estas las pasaban a los aparatos de análisis situados en las principales ciudades del mundo y desde allí eran distribuidas en pirámide a todas partes.

Era una enorme cantidad, un verdadero embrollo de información. La tarea de los computadores locales consistía en separar los datos correspondientes a sus regiones particulares. Según estos datos, recomendaban basándose en antecedentes y principios físicos archivados, la mejor manera de contrarrestar las condiciones atmosféricas desfavorables, cuando podían ser contrarrestadas. Esta función se ejercía, sobre todo, en las coordenadas climáticas cercanas al ecuador, un tanto neuróticas por naturaleza, donde por ejemplo una lluvia de sulfato de magnesio podía detener un huracán. También se encargaban de prever la duración de tales condiciones y sus consecuencias probables en otras zonas más estables. Así las gentes sabían a qué atenerse, por lo menos, y podían hacer sus propios preparativos.

El desarrollo de este sistema de satélites no había alcanzado aún el punto en que cada uno de ellos pudiera dar una lectura individual para cada región sobre la que pasaba. De aquí la necesidad de mantener diversas estaciones de computadores locales.

Aquél era, pues, el ojo del torbellino, como Charlie lo había bautizado en uno de sus momentos menos brillantes.

Allí era donde él preparaba sus pequeños parámetros que luego introducía como si fueran bizcochos en las ranuras de las grandes máquinas. Una vez obtenidas las conclusiones pertinentes, se las comunicaba a los hombres que estaban a cargo del departamento de predicción del tiempo.

Para ser fieles a la verdad, hay que decir que Charlie conocía lo suficiente sobre el tiempo en general como para saber las cuestiones que debía plantear a las máquinas. También sabía lo bastante sobre computadores como para poder programar de la manera más conveniente, es decir, en la línea de información que más podía interesar al departamento de predicciones.

Sin embargo, se sentía frustrado por su incapacidad para alcanzar un nivel verdaderamente brillante en ninguna de sus dos funciones; lo bastante brillante como para ser considerado una autoridad en la materia. No era un fracaso en su tarea, pero tampoco era un éxito. Todo lo que intentaba podía hacerlo bastante bien, pero nada más que eso. Y de allí nacía su gran descontento. Los fracasados pueden inventarse mentiras con que cubrirse, pero Charlie no era uno de ellos; era sencillamente inadecuado y ningún andamiaje de sueños que se fabricara podía disimular esta realidad.

Cada mañana, al entrar en la oficina, Charlie inspeccionaba los aparatos en busca de una inspiración. Alguna idea nueva, capaz de ahorrar dinero y tiempo, que revolucionara el sistema entero. Algún perfeccionamiento que pudiera meter en el buzón de sugerencias y le diese ese cinco por ciento que le faltaba para salirse de la media. Y cada día Charlie sentía el amargor de la bilis de la inutilidad e iba a inclinarse sobre su máquina con gesto grave.

Pero hoy era diferente. Para empezar, llegaba demasiado preocupado por sus propios problemas para interesarse en otros detalles. Tenía una pregunta que hacer que desconcertaría sin duda a los encargados de las previsiones. Ya era mejor que nada, pensó.

Cuando llegó su descanso para tomar el café de media mañana, vio que Amery estaba sentado solo en la cafetería. De todos los previsores del tiempo, Amery era sin duda alguna el más brillante. Charlie le planteó su problema.

—Me pregunto cómo es posible que se origine una zona sin viento —le dijo, sentándose frente a él—. Estoy seguro de que si alguien puede explicármelo, eres tú.

Amery no se molestó siquiera en agradecer el cumplido. Dijo simplemente:

—No es posible.

Charlie sonrió. ¿Tan pronto iba a darse por vencido? Estuvo tentado de decirle sin ambages: «Pues sí, es posible, porque yo tengo una en mi casa.» Pero la afirmación categórica del otro, le desconcertó un poco. Quizá el misterio residía en su propia manera de describir el fenómeno.

—Quería decir un área que parece estar sin viento, cuando todo el contorno se inclina bajo la presión de una fuerza número nueve —dijo.

Amery colocó lentamente su taza de café encima de la mesa.

—Sin duda hay algo que actúa como barrera. Algo como colinas o…

—No hay ninguna colina en varias millas a la redonda —dijo Charlie.

—… O una espesa línea de árboles…

—Los árboles no son tan espesos como todo eso.

—… O viscosidad de los remolinos.

—Eso ya suena más interesante. Explícame esta cuestión de la viscosidad de los remolinos.

—Pensé que me estabas tomando el pelo —le advirtió Amery.

—No, es en serio —dijo Charlie, abandonando el tono de broma—. Tengo una razón para preguntarte.

—Bueno, entonces, imagínatelo de esta forma: el aire se desplaza sobre la superficie de la Tierra como un coche que viajase por una carretera llena de baches. En su movimiento está sujeto a diferentes perturbaciones, producidas por colinas, árboles y corrientes ascendentes de aire caliente, que son las que producen las turbulencias principales. Cuando se forma una turbulencia, grandes masas de aire, como hinchazones dentro de la corriente, se deslizan en todas direcciones mientras avanzan. Seguramente son los remolinos los que transmiten el impulso de una capa a otra. El aire de las capas inferiores pierde velocidad a causa del roce con los accidentes del suelo y a su vez origina una fricción con las capas más altas, que se mueven más de prisa. Todo ello actúa como freno sobre el movimiento general del aire, en su conjunto. Es lo que se llama viscosidad de los remolinos, que produce unos efectos de fricción secundaría.

»Cuando el término que representa la fricción de los remolinos interviene en la ecuación general del movimiento, se rompe su equilibrio y el nuevo movimiento resultante ya no es paralelo a las isobaras, sino ligeramente transversal, apuntando hacia el centro de más baja presión.

Charlie dejó que su compañero se extendiera en consideraciones sobre el movimiento acompasado del viento y su ecuación geotrófica. Si era como él lo recordaba, estupendo. Confiaba que acabara por llegar al punto que le interesaba.

—Así, si aceptamos que la corriente de aire no es compresible, es decir, que su movimiento no altera su densidad, se deduce que en ninguna parte la corriente ensancha o disminuye su volumen. Es imposible, sin embargo, que la corriente siga un desplazamiento igualmente horizontal en todos los puntos de una región. Se produce por fuerza una succión ascendente para evitar la acumulación.

—En otras palabras —dijo Charlie—, si dos o más de dichas corrientes se encuentran en un cierto punto, las dos se moverán hacia arriba, como dos coches que chocan de frente. Y justo en ese lugar, por debajo del área del encuentro, se producirá una especie de vacío.

—Exactamente —exclamó Amery, tan excitado por la situación imaginada que se olvidó incluso de que Charlie le había quitado de los labios su razonamiento final—. ¿Sabes de algún sitio donde esto haya ocurrido?

—Sí…, no. —Charlie se corrigió apresuradamente—. Es que me gusta pensar sobre los vientos y las extrañas cosas que hacen. Me gustaría poder hacer predicciones yo mismo, un día —sonrió al llegar aquí—. ¡Eh, mira que hora es! Mis computadores deben estar desmayados por falta de nutrición. Gracias por tu ayuda.

Se alejó de la cafetería con paso rápido. Amery se quedó mirando la puerta largo rato después que Charlie hubo desaparecido. Luego se levantó y fue hacia la cabina telefónica. Buscó un número en su agenda y marcó.

—Excentricidades —dijo, cuando obtuvo línea.

—Haga su informe.

—Estará bien si yo… Esta es la primera vez que…

—Haga una inspiración profunda —dijo Excentricidades—. Tranquilícese. Ordene sus ideas. Tiene todo el tiempo que quiera.

Amery tenía el pelo húmedo contra el auricular. El sudor le bañaba también la frente. El aparato se le escurría de la mano.

Sacó un pañuelo y se secó las palmas de las manos y la oreja.

—Ahora —dijo por fin.

—Haga su informe.

—Un hombre llamado Charles Parkwood ha estado haciendo preguntas sobre las condiciones anormales del viento; concretamente, si un área determinada podía quedar fuera de la turbulencia de un viento fuerte por medios naturales. Le hice varias sugerencias y pareció quedar satisfecho. Sin embargo, sospecho que, deliberadamente o por accidente, ha sido capaz de provocar una situación atmosférica anormal. Pensé que debía informar de esto. Vive en la avenida de las Acacias, en el distrito Helm de la ciudad…

—Ya lo sabemos —dijo Excentricidades—. Hizo usted bien en llamar.

—Pensé que era mi deber hacerlo —dijo Amery.

Pero la línea estaba ya cortada.

El viejo Hiram almorzaba en silencio, mientras Beth intentaba por todos los medios iniciar una conversación cualquiera, que le distrajese un poco.

Ambos habían pasado por la inquietud de la duda aquella mañana; el viejo Hiram de manera más intensa, aunque menos visible que Beth.

Beth había lavado la ropa en la máquina y luego la había colgado en el tendedero giratorio instalado en el jardín; para que se secara al viento. Pero cuando volvió, una hora más tarde, encontró toda la ropa tan mojada como cuando la colgó.

Sin embargo, el viento se oía claramente en alguna parte, por fuera de la casa… ¿Dónde? Parecía como si fuese más allá de la cerca que limitaba el jardín.

No. No era el viento, sino algún motor lejano. El monorraíl.

Los niños habían amontonado todas las hojas caídas durante la noche antes de marchar al colegio, pero ninguna había vuelto a desparramarse sobre el césped.

Ahora las hojas caían verticales del nogal, oscilando solamente a impulsos de su propia caída y amontonándose como una pira funeraria a los pies del árbol.

Beth asomó la cabeza por encima de la cerca y miró a lo largo de la calle. Las ráfagas de aire que pasaban le llenaron los ojos de polvo y le hicieron lagrimear. Seguro que el seto de la cerca protegía el jardín, pero ¿y por encima del seto? ¿Es que no había realmente… cómo se llamaba, turbulencia a todos los niveles?

Levantó una mano para probar y notó el aire en la muñeca y en la palma. Incluso en las puntas de los dedos. Pero era imposible decir si se debía a las ráfagas del viento o a una corriente de aire ascendente.

Al salir de la cocina, Hiram hizo un recorrido de inspección por el jardín. Trepó incluso a un asiento decorativo de hierro que había próximo a la cerca para poder observar el exterior.

Vio que la veleta que había en el campanario de una iglesia distante se movía fuertemente azotada por el viento. Vio como los árboles de la avenida inclinaban sus ramas bajo la fuerza del vendaval. Vio como las hojas volaban en remolinos y las gentes apretaban el paso subiéndose el cuello de sus chaquetas y sus abrigos. Se protegían los ojos contra el polvo y caminaban con las ropas pegadas a sus piernas por la fuerza de las ráfagas.

Contempló todo aquello lo mismo que un hombre podía contemplar un temporal desde el interior de una casa con ventanas de vidrio resistente. Personalmente estaba lejos de los elementos. Y los elementos lejos de él.

Ahora jugaba con su comida, más que comerla, absorto en sus propios pensamientos y testarudamente decidido a no entrar en ninguna clase de discusión con Beth.

Beth, mientras tanto, se guardaba sus dudas para sí misma, temerosa de irritar al viejo y despertar de nuevo sus sospechas.

—No puedo entenderlo —dijo Hiram al fin, como si hablase consigo mismo.

Se levantó de la mesa sin terminar su almuerzo, fue en busca de lápiz y papel y empezó a escribir una serie de ecuaciones relativas a las velocidades de navegación aérea. Con ellas se subió a su cuarto, dejando sobre el plato la mayor parte de su comida y sin haber cruzado ni una palabra con Beth.

Beth miró la hora y decidió llamar a Charlie a la oficina cuando volviese de su almuerzo.

Abuelito estaba sentado junto a la ventana de su cuarto, mirando como el resto del mundo se agitaba bajo el vendaval.

Para entonces ya se había hecho algunas ideas sobre la situación. Todo aquello era obra del Barón Negro. Sin duda venía para acá con una bomba y había conseguido suprimir la resistencia del viento en aquel lugar para que no afectase su lanzamiento. El Barón no había sido nunca un gran matemático. Hiram recordaba los tiempos en que se habían enfrentado una y otra vez sobre el norte de Francia; y aquella ocasión en que Hiram había conseguido desconcertarle con un viraje rápido que le dejó en perfecta posición de ataque detrás de la cola del Barón, sólo para que su 18 mm se le encasquillase en el preciso momento en que tenía el Junker del otro justo en su punto de mira.

Pero esto era el insulto final que se podía hacer a un hombre: querer bombardear su propio hogar. Hiram tenía que despegar antes de que el otro llegara y derribarle en un combate encarnizado, lo más lejos posible de la casa.

Su mecánico había puesto ya en marcha el motor de su «Sopwith», sobre la pista de despegue.

Hiram, inquieto por la impaciencia, se ajustó bien el casco mientras avanzaba por el estrecho sendero que conducía a la pista. Se metió en su carlinga, se ató bien las correas de seguridad y levantó los dos pulgares para dar la señal de arranque a su mecánico: «¡Fuera las cuñas!», gritó.

Se puso en marcha y comenzó a recorrer la pista. Aceleró al máximo y comenzó su despegue. Los cables cantaban por encima de su cabeza, el viento le echaba hacia atrás su pañuelo de seda. Se ajustó las gafas, tiró de la palanca y se elevó sobre el suelo. Flotaba sobre la ciudad mientras sus habitantes miraban hacia arriba, le señalaban con la mano y le ovacionaban.

Soy un aviador, soy un aviador.

Y vuelo, vuelo, vuelo

alto en el cielo.

¡Mirad cómo…!

Luego se estrelló de cabeza sobre el asfalto, a la entrada de la casa de los Parkwood.

Había un policía inclinado sobre Abuelito cuando Beth se acercó a, él.

—Saltó del tejado —dijo el hombre, sin ninguna emoción en la voz—. Mucha gente lo vio.

Beth se inclinó a mirar el cuerpo maltrecho y se sintió enferma, no sólo por la visión del cadáver ensangrentado, sino mucho más aún por ver toda aquella gente que se apretujaba sobre la calzada para no perder detalle de la escena.

—Está muerto, naturalmente —dijo el policía—. ¿Era un pariente suyo?

—El padre de mi marido.

—¿Su marido se llama Charlie?

—Charles Parkwood, sí. ¿Por qué?

—Algo que estaba diciendo el viejo en el momento en que me acerqué a él. Lo único que dijo, en realidad. Sonaba algo así como: «Charlie envió fuera el viento.»

Beth no pudo contenerse por más tiempo. Empezó a sollozar con desconsuelo y se dejó conducir hasta la casa por el policía, que le hizo un té fuerte, cargado de azúcar, y la obligó a beberlo mientras llegaba y se iba la ambulancia.

—No tiene objeto que le acompañe. Puede ir más tarde.

De pronto, ella se puso a hablar; sobre el período de servicio del viejo Hiram en las Reales Fuerzas Aéreas, durante la Primera Guerra Mundial; sobre el paso de los años que había hecho que el hombre centrara su vida en el recuerdo de sus glorias pasadas, como si al sentir la cercanía de la muerte hubiera querido retroceder desesperadamente en el tiempo, en busca de un refugio; de su última preocupación por el viento y de sus relaciones con Charlie. Contó al agente que Charlie era un empleado de la oficina de meteorología y le habló de sus desilusiones cuando veía que los elementos desafiaban los deseos de su imaginación.

El agente lo anotó todo en su librito de notas, con una caligrafía minuciosa.

—Tengo que hacer un informe —dijo, cuando hubo terminado—. Si surge alguna complicación estaremos en contacto.

Luego se marchó, dejando que Beth llorase un poco más, sola, antes de llamar a Charlie por teléfono.

El sargento Malloy, de la comisaría de Helm, leyó el informe del policía sobre la caída mortal de Hiram Parkwood y despidió a su hombre con un gesto de la cabeza.

—Una verdadera preciosidad —dijo—. Voy a enseñárselo al jefe.

Entró en la oficina de éste, después de llamar fuerte en la puerta con los nudillos y le tendió el informe a través de la mesa sin ninguna clase de ceremonia. El jefe le echó una ojeada rápida, descolgó el teléfono y marcó un número.

—Excentricidades —dijo, cuando tuvo línea.

—Haga su informe.

El jefe comenzó sin preámbulos:

—Accidente de caída mortal en el número 79 de la avenida de las Acacias. El informe indica que la víctima estaba convencida de que podía volar. Sus últimas palabras al agente de servicio, antes de morir, fueron: «Charlie envió fuera el viento.» Las primeras investigaciones indican que Charlie era el hijo del difunto Hiram Parkwood. El agente está satisfecho con las declaraciones de la nuera. ¿Lo están ustedes?

—Déjelo en nuestras manos —respondió Excentricidades—. Tenemos ya algunos informes sobre esta familia y su dirección. Hizo bien en llamarnos.

—El gusto fue mío —dijo el jefe.

Pero la comunicación estaba ya cortada.

Charlie tuvo la sensación de que algo grave había ocurrido, aun antes de que Beth hablase. Ella no tenía costumbre de llamarle a la oficina porque sabía que su trabajo tenía un horario muy irregular y que cualquier llamada podía llegarle en un momento inoportuno. Charlie por tanto, descolgó el receptor con cierta inquietud.

—¿Charlie? Ha ocurrido algo terrible.

Beth había pensado decir simplemente a Charlie que viniese a casa. Pero sabía que él la obligaría a ser más explícita, pues el jefe de su oficina le exigiría detalles antes de darle permiso para marchar.

—Abuelo ha saltado desde el tejado.

—¿Ha saltado? Pero, ¿por qué? ¿cómo?

—Debía de estar haciendo uno de sus… juegos. No pude hablar con él durante todo el día. Por la mañana me estuvo preguntando si tú habías mandado el viento fuera.

—¡Yo! ¿Cómo… cómo podía yo mandarlo fuera?

—No lo sé, Charlie. Sin duda tenía miedo de que lo hubieses hecho por lo que te dijo esta mañana.

—Pero eso estaba olvidado.

—No.

—¿No qué?

—Que no estaba olvidado. La última cosa que tu padre dijo antes de morir fue: «Charlie ha enviado fuera el viento.»

Charlie buscó una silla y sin dejar el teléfono se sentó en ella. Se encontraba enfermo y estaba bañado en sudor frío.

Ya era suficiente que el viejo estuviera muerto. A esto podía resignarse. El viejo Hiram llevaba años viviendo al borde de la muerte y Charlie se había preparado para lo inevitable. Pero encontrarse ahora con que su padre le culpaba a él… Tenía que hacérselo repetir a Beth. Sin duda había una confusión.

—¿Es eso lo que te dijo?

—No. Es lo que le dijo al policía que acudió a él. El policía me preguntó quién era Charlie.

—¿Y tú se lo dijiste?

—Naturalmente. Iban a averiguarlo antes o después. Escucha, no te preocupes. Ya les expliqué las extravagancias de Hiram. El policía pareció quedar satisfecho.

—Puede que lo estuviese, sí, pero ¿y sus superiores? ¿Crees que se tomará el trabajo de poner todo esto en su informe?

—Bueno, si no lo hace tendremos que explicarlo de nuevo. Por lo menos si le preguntan, dirá que yo se lo había contado.

—No sé.

—Pero, Charlie, ¿cuál es el misterio?

—No hay misterio. Ha sido simplemente un día de todos los demonios y creo que no ha terminado aún.

—Ven a casa, Charlie.

—Iré, Beth, tan pronto como pueda.

—Espera, Charlie. Aquí están los niños ahora. ¿Qué es lo que pasa, Mark? Es inútil, Charlie, tengo que colgar. No parecen haber tenido un día muy bueno, tampoco. Ven a casa tan pronto como puedas.

Beth colgó el teléfono y Charlie fue a plantear su problema al jefe de su sección.

El Departamento de Excentricidades era ya bastante raro en sí mismo. Se componía de un sistema telefónico automático, programado con preguntas y respuestas que incluían todas las posibilidades de conversación que la experiencia de los agentes del OIIT había podido seleccionar. Estaba combinado con un magnetófono encargado de grabar los mensajes que recibían.

El local del OIIT, la Oficina para la Investigación de las Inconstancias del Tiempo, que tenía ya de por sí un nombre que era una joya, estaba situado dos pisos más abajo del despacho donde Charlie manejaba sus computadores. Tenía su acceso por una puerta lateral sobre la que un rótulo decía: «Almacenes.»

El OIIT había sido concebido en un momento de pánico. Todos los otros departamentos encargados de la investigación de espionaje, intriga y conductas antisociales estaban siempre preocupados. No había razón alguna para creer que pudiera confiarse en el tiempo más de lo que podía confiarse en la embajada china.

Pero hasta ahora la oficina, que contaba con una red envidiable de agentes en todas las esferas de la vida, y aun fuera de ellas, se había visto forzada a limitar sus actividades a la vigilancia de algunos hacedores de lluvia y de algunos descubridores de fuentes ocultas.

Ningún volcán se había dedicado a vomitar peces sobre la población de la isla; ni siquiera lava. Los temblores de tierra eran escasos y de fácil explicación y el daño que causaban muy reducido, ya que los edificios en las regiones sísmicas estaban construidos sobre plataformas especiales que neutralizaban el temblor.

Nadie había intentado teñir de azul la nieve, ni apresar rayos de luna en una jarra. Nadie había intentado dirigir los rayos de las tormentas sobre el sistema de alumbrado eléctrico. Nadie, en realidad, había intentado nada que pudiese interesar ni remotamente a la OIIT. Hasta la fecha.

Pero hoy, un tal Charles Parkwood, cuyo nombre aparecía en varias de las cintas grabadas por un teléfono más activo que de costumbre, había sido acusado por su padre de haberle asesinado, de haber enviado fuera el viento.

Naturalmente que el viejo podía ser un loco, o estar obseso con alguna idea de venganza, o asustado por algo, pero había también un informe completamente independiente que se refería a los hijos de Parkwood.

El operador Tyler desplegó todos los informes sobre la mesa que tenía delante y se puso a estudiarlos. Luego los barajó y los estudió de nuevo. El operador Tempest estaba atento a su lado, apoyado sobre un codo.

—Me parece que es lo que habíamos estado esperando —dijo Tyler, al cabo de un rato.

—Magnífico —respondió Tempest—. ¿Qué hacemos ahora?

Los dos hombres llegaron justo en el momento en que los Parkwood estaban terminando de cenar. Hombres con rostros muy graves, que llevaban sus gabardinas como si fuesen uniformes. Después de entrar, se presentaron por sus nombres:

—Yo soy Tyler, jefe del departamento de Helm, para la OIIT. Es decir, la Oficina de Investigación de las Inconstancias del Tiempo.

—Nunca he oído hablar de usted —dijo Charlie—. Yo también trabajo en la oficina de meteorología y no había oído su nombre hasta ahora.

—No es extraño —dijo el segundo hombre—. No somos un servicio al que se concede publicidad. Yo soy Tempest.

—¿Eso es un nombre o un departamento[2]?

Charlie disimuló una sonrisa.

—Siga riéndose mientras pueda —dijo Tyler.

Charlie sintió como si empezara a nevar en su estómago. Condujo a los dos hombres hasta el salón y les invitó a sentarse. Ambos ignoraron su invitación. En lugar de ello, fueron hacia la chimenea que había en uno de los muros. Se quedaron mirando las llamas con gran extrañeza al principio y luego, a medida que se fueron calentando, con una profunda expresión de agrado. Ambos alargaron las manos hacia las llamas.

Charlie se aclaró la garganta. Los hombres se volvieron hacia él de mala gana.

—Bien, ¿qué es lo que querían ustedes?

—Hemos oído… —empezó a decir Tempest, un tanto vacilante.

Tyler le interrumpió con un gesto y tomó él la palabra.

—Han llegado a nosotros ciertas informaciones de varios sucesos ocurridos hoy que, aunque aparentemente desconectados entre sí, convergen todos ellos en la dirección de esta casa.

Charlie puso cara de asombro. Luego, dijo:

—¡Oh! Se refieren ustedes a mi padre. Escuchen, mi esposa ha hecho ya una declaración a la policía. Y yo mismo he hablado luego con ellos. Es una tragedia de familia, pero no veo en qué puede interesarles a ustedes.

—Hemos venido a propósito del viento —dijo Tempest.

Tyler se le quedó mirando con gesto de desaprobación.

—Es cierto —dijo al cabo de unos segundos—. No hay ráfagas de viento que soplen alrededor de esta casa. ¿Por qué?

—¿Cómo demonios voy a saberlo yo?

—Usted trabaja para la oficina meteorológica.

—Soy simplemente un técnico, no un experto. Un tipo en la oficina dijo algo sobre la viscosidad de los remolinos. Tal vez sea ésa la causa.

Tyler sacó un delgado fajo de informes del bolsillo de su gabardina.

—¿Quiere que le lea esto?

Charlie se dejó caer pesadamente en un sillón ¡Cielos, qué día!

—Adelante con ello —dijo. Por lo menos así tendría alguna idea de lo que quería aquel par.

—Ocho treinta —empezó Tyler—. El servidor público 173/M informa de la manía de un anciano residente en esta casa, obsesionado con «alas y volar», que está «sentado en el borde del tejado en espera de viento propicio».

»Diez treinta: El servidor público 857/T informa que dos niños, sus niños, dicen que “han matado al viento” o “espantado al viento”.

»Once quince: El servidor público de la oficina meteorológica 7/Met, informa de las preguntas que le hizo usted relativas a si era posible que hubiese, por medios naturales, una zona libre de viento.

—Quizá estaba usted tratando de establecer una coartada —interrumpió Tempest.

—Pero… —trató de interponer Charlie.

—Trece treinta —continuó leyendo Tyler—. El servidor policial número 239/Pat. informa de la caída fatal ocurrida en esta dirección y menciona las últimas palabras de la víctima diciendo que «alguien había enviado fuera el viento».

Luego dobló metódicamente sus papeles y volvió a guardárselos en el bolsillo.

—Suena como si se tratara de una conspiración criminal —dijo—. Una manera conveniente de librarse del viejo.

—Pero, ¿por qué iba yo a pensar en matarle? Yo le quería —dijo Charlie, y apoyó su cabeza cansada entre las manos. Empezaba a tener una terrible jaqueca.

—Eso es lo que usted dice, claro.

—¿Qué motivos iba a tener para hacerlo?

—Quizá representaba un estorbo —dijo Tyler—. O quizá para hacer un experimento. Una vez que pudiera usted dominar el viento, cuántas cosas podría hacer… ¡Si parece incluso una conspiración contra el Estado, maldita sea!

—¡Pero yo no puedo dominar el viento! —gritó Charlie.

Beth entró inesperadamente en la habitación y cerró con cuidado la puerta, detrás de ella. De una sola mirada abarcó a los dos hombres parados junto a la chimenea y a Charlie, sentado, con la cabeza entre las manos.

Fue hacia él, se sentó en el brazo del sillón y con mucha suavidad, pero con firmeza, le retiró del rostro la mano derecha. Charlie dejó caer la otra mano y se reclinó en el respaldo de su asiento, con los ojos cerrados. Pronto se sintió más tranquilo.

Tempest miró a Tyler en busca de inspiración. Tyler se limitó a balancearse primero sobre un pie, luego sobre el otro.

—Mejor que lo sepa cuanto antes —lanzó al fin—. Su esposo se encuentra bajo el peso de varias acusaciones graves.

—¿Cómo qué, por ejemplo? —dijo Beth, sin amilanarse.

—Conspiración con las fuerzas meteorológicas para derrocar al Estado —dijo Tyler—. Causar la muerte de Hiram Parkwood.

Beth se le quedó mirando sin dar crédito a sus oídos.

—No voy a fingir siquiera que le comprendo —dijo—. ¿Quién es usted, de todas formas?

—Pertenezco al Departamento de Investigación de las Inconstancias del Tiempo.

—Un título bastante raro. Bueno, ahora, ¿quién es usted realmente? ¿Alguna especie de vendedor de charadas para el mercado?

—Señora, le aseguro…

—Nunca he oído hablar de usted —dijo Beth, tajante.

—No es extraño —recitó Tempest—. No somos un servicio al que se concede publicidad.

—¿Y cuál es el verdadero motivo que les trae aquí? Quiero decir, no pueden creer honradamente, lo mismo que no pueden esperar que yo crea, que mi esposo tiene el tiempo a su disposición. En cuanto a lo otro…

Aún le quedaban lágrimas por verter en lo que se refiere al viejo Hiram, pero cuando Beth visualizó la tragedia y pudo medirla en perspectiva, ante la situación actual en que se encontraba su esposo, le desapareció toda humedad de los ojos.

—Mi marido quería mucho a su padre —dijo—. En cuanto a la posibilidad de causar su muerte, no estaba ni siquiera aquí.

—No tenía que estar —dijo Tyler.

—Entonces, ¿cómo…?

—Sencillamente, retiró el viento.

Beth recordó la ropa que no se secaba y las hojas que caían como piedras. En el tenso silencio que la rodeaba intentó prestar oído a alguna corriente lejana, a algún crujido aislado, a algún silbido. Se echó a reír, con una risa de tono más alto de la que era habitual en ella.

—Pero eso es ridículo —dijo.

—No lo es de acuerdo con las pruebas.

—¿Qué pruebas?

—Tenemos aquí varios informes separados —dijo Tyler, volviendo a sacar los papeles de su bolsillo.

—Según parece, nos han estado espiando —dijo Charlie, como si hablase desde muy lejos—. El cartero, la maestra de los niños, incluso un compañero de oficina. Resulta difícil de creer.

—Tenemos que protegernos —dijo Tyler a la defensiva—. Esto no es una autocracia. Se trata sólo de medidas de seguridad interna. Nuestra vigilancia sobre el tiempo, aunque parece absolutamente segura, aún tiene sus fallos y sus resquicios. Es necesario que vigilemos cada detalle.

—Si nosotros podemos controlarlo, también pueden hacerlo otras personas —apoyó Tempest.

—Incluyendo a su marido —dijo Tyler—. Particularmente a su marido, ya que trabaja en la oficina meteorológica.

—Como programador de los computadores —la voz de Charlie sonó como un eco—. Ya le he dicho que no tengo los conocimientos necesarios para hacer esas cosas que ustedes me imputan.

—Bueno, pues alguien lo ha hecho. Y nosotros tenemos que llevar nuestra investigación hasta el final. Mejor será que haga venir aquí al resto de su familia.

—¡No!

—Hazlo, Beth —dijo Charlie—. O voy a volverme loco.

Beth fue hasta la puerta, la abrió y llamó:

—Mark… Amanda…

Los niños acudieron en seguida, contentos de escapar al pesado silencio que había invadido la casa después del grito de su padre y de alejarse de la silla vacía de Abuelito y del cubierto que Beth había preparado para él sin pensarlo.

Charlie hizo venir a los niños hasta su sillón y sentó a cada uno de ellos en una de sus rodillas.

—Estos hombres tan simpáticos van a haceros algunas preguntas —le dijo—. Se trata de una especie de juego. Pero tenéis que decir la verdad. Hay una penitencia si no lo hacéis.

—¿Qué penitencia? ¿Qué penitencia? —gritaron los niños.

—Una muy grande. Quizá tendría que irme fuera.

—Eso sí que sería una penitencia terrible —dijo Amanda.

—Ahora vais a decirnos —interrumpió Tyler, esforzándose en aparentar un aire lleno de benevolencia— qué es lo que ha sucedido hoy que no fuese habitual.

—¿Quiere decir lo del abuelo? —preguntó Mark.

—No. Antes de eso.

—¿Desde por la mañana?

—Desde el mismo momento en que os levantasteis.

—Eso fue cuando papá dejó caer el espejo —dijo Mark.

—No lo dejé caer —le interrumpió Charlie—. El viento…

—Ya te lo dije —interrumpió Amanda—. Ya te dije que había sido el viento. Siete años de mala suerte para el viento, ya verás.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Charlie—. Siete años…

A las veintiuna treinta y cinco, una regresión nocturna del vendaval comenzó a absorber la minúscula aura de aire caliente que salía de la chimenea de los Parkwood. Esta había estado reforzando las capas termales del oeste en su avance por encontrar el frente este de la depresión fría. Las dos fuerzas, al enlazarse en su convergencia, se empujaron hacia arriba y se deshicieron entre sí. Con ello, al elevarse el aire caliente, el frío se precipitó a reemplazarlo.

La temperatura descendió bruscamente, hasta alcanzar el mínimo nocturno. La veleta del campanario distante se enredó en el torbellino descendente y comenzó a girar en dirección contraria a la que había seguido hasta entonces.

Primero una hoja y luego otra, empezaron a caer sobre el césped del jardín. La hierba pareció desperezarse como si una mano invisible pasase sobre ella.

La puerta delantera se abrió bruscamente y salieron los tres hombres.

—Hace más frío ahora —dijo Tyler, subiéndose el cuello de su gabardina.

Tempest sintió una corriente de aire en sus orejas.

—Se ha levantado el viento —dijo.

Los dos se echaron a un lado del sendero para dejar sitio a su detenido.

—Se ha levantado el viento —volvió a repetir Tempest, casi sin poder creerlo—. Está bien, tío listo, ¿qué es lo que ha hecho usted?

—¿Qué puedo haber hecho? —dijo Charlie, volviendo la cara hacia la brisa—. Ustedes han estado conmigo todo el tiempo. ¿Me han visto apretar algún botón, o girar alguna palanca? ¿Me han oído recitar algún sortilegio?

—Está bien, está bien. Aún le tenemos por asesinato.

—Pero, ¿cómo? ¿Cómo pude hacerlo? Admiten ahora que no he estado haciendo nada con el viento, de modo que, ¿cómo he podido «retirarlo» para que se cayese el abuelo?

Tempest se mordió el labio inferior. Tyler se metió las manos hasta el fondo en los bolsillos de su gabardina. Cuando tropezó allí con los papeles de sus informes, los sacó y los fue rompiendo en pedacitos, lenta y deliberadamente. Luego los arrojó al viento con gesto de desafío. Un gesto perdido, porque el viento los lanzó de nuevo contra su impermeable.

—No se moleste en recogerlos —le dijo a Charlie, que estaba ya persiguiendo los papelitos a través del césped iluminado por la luna.

Tyler y Tempest continuaron sendero adelante y cruzaron la puerta de la verja sin volver la cabeza. Parado en medio del césped, Charlie se quitó el impermeable y la chaqueta. Con la cabeza echada hacia atrás, los ojos vueltos al cielo y los pulmones absorbiendo con ansia la esencia misma de aquel aire maravilloso, se dejó estremecer gloriosamente cuando el viento frío le aplastó la camisa contra el cuerpo.

Vio cómo grandes aglomeraciones de cúmulos algodonosos avanzaban sobre la luna y cómo ésta perdía su halo en el aire helado. Cuando volvió bajo el porche ya había empezado a caer la lluvia, en grandes ráfagas diagonales, fuertes, envolventes.

Abrió la puerta y gritó:

—¡Beth!

«Al abandonar la residencia del acusado Parkwood pudimos observar que no había ya una marcada ausencia de viento en aquella región. Puesto que no hubo posibilidad alguna de que Parkwood pudiese restablecer las condiciones naturales por ningún medio artificial, comprobamos que el fenómeno sobre el que habíamos recibido quejas… (¿Crees que suena bien así, Tempest? No importa)… que el fenómeno que estaba sujeto a investigación había sido causado por alguna inconsistencia inexplicable en las corrientes naturales de aire. Por lo tanto, Parkwood fue puesto en libertad con toda la cortesía debida.»

Tyler sacó su primer informe oficial del dictáfono y lo llevó a un clasificador que había junto al calefactor central del despacho. Buscó en él la sección «P» y archivó allí el informe.

Tempest le había seguido de cerca hasta el clasificador, como si no pudiera soportar perderse ni un solo detalle de los movimientos finales de la pantomima. Apoyó los codos sobre el mueble y empezó a calentarse las manos en el calefactor.

—Ese fuego de carbón era algo estupendo, ¿eh? —dijo, recordando la chimenea en casa de los Parkwood—. Tal vez llegue un día en que vuelvan a distribuir carbón para todo el mundo. —Se sintió de pronto en un estado de ánimo sumamente benévolo respecto a aquel tipo, Parkwood—. No veo que haya peligro alguno en un fuego descubierto.

Tyler sólo sentía benevolencia hacia sí mismo y hacia Tempest.

—Creo que manejamos el asunto bastante bien. Sobre todo para ser nuestro primer caso. No podríamos haberlo hecho mejor, aunque hubiésemos conseguido una condena.

—Dice mucho en favor del departamento el que hayamos podido probar la inocencia de una persona. Bueno, ocasionalmente al menos —opinó Tempest.

Beth se despertó muy temprano, al oír que Charlie se movía a su lado.

La lluvia corría por la parte exterior de las ventanas. El viento aullaba en las cañerías.

—¿Charlie? —susurró, en voz baja.

Él le cogió una mano y se la apretó tres veces, toque en su código secreto significaba: «Te quiero.»

—Lo siento, cariño —le dijo—. ¿Te he despertado?

—No. ¿Qué pasa? ¿No puedes dormir?

—Supongo que podría —dijo Charlie—. Pero prefiero escuchar durante un rato.

Los dos se quedaron escuchando. Oyeron un ruido áspero y luego otro, pocos momentos después, seguido del chasquido de algo que se hace añicos.

—Ahí va otra hermosa teja —dijo Charlie—. ¡Qué agradable es sentirse de vuelta a la normalidad!

—No tan normal. Nos va a costar un ojo de la cara.

—Entonces es agradable… poder… lamentarse en paz. —Descubrió de pronto una ligera dificultad con su voz—. Es una pena que papá…

Y juntos lloraron un rato mientras un nordeste de fuerza nueve azotaba los flancos de la casa.