2

Lo sorprendieron en su habitación practicando vicios solitarios. La puerta se abrió de repente. Dos hombres corpulentos penetraron en la estancia.

—Quédese quieto y no se mueva de donde está —dijo uno de ellos—. Levante las manos. Vuélvase de espaldas.

Aquello le produjo el mismo efecto que un puntapié en el estómago. Bailey se tambaleó, casi se cayó, y por un instante le pareció que le faltaba aire en los pulmones. Tuvo la impresión de que la luz del sol y el ruido del tráfico que penetraba por la ventana abierta era algo irreal. También le parecieron irreales las formas familiares de las sillas, las mesas, las cortinas y aquel olor de trementina. Por el contrario, estaba seguro de que su corazón latía, que su piel estaba cubierta por el sudor y que las rodillas se le doblaban sin fuerza.

—De acuerdo —dijo el otro detective al superintendente del edificio, un individuo bajito que se hallaba en el vestíbulo—. Puede marcharse.

—Sí, señor. ¡Inmediatamente!

—Pero no abandone este lugar. Es posible que alguien quiera hablar con usted más tarde.

—Desde luego —susurró el superintendente—. Estoy a su disposición para todo lo que quiera mandarme.

El hombrecillo desapareció.

Bailey sentía como un nudo en la garganta. Alguien tenía que haberle proporcionado una llave maestra de su apartamento. De modo que todas las precauciones que había tomado habían resultado vanas.

—Bien, bien, bien —dijo el primer detective a su compañero—. ¿Qué piensas de todo esto, Joe?

El terror se había apoderado de Bailey mientras contemplaba a aquellos dos individuos. Iban bien vestidos, afeitados y llevaban el cabello corto. Ambos contemplaron el trabajo de Bailey como si se tratase de un hacha con la que se había cometido un asesinato.

—¿Por qué miran mi cuadro de esa forma? —les preguntó Bailey—. ¡Es un hobby! ¿Acaso no puedo tener un hobby como todo el mundo? Yo no tengo nada que ocultar, yo no tengo ningún secreto. Todo el mundo sabe que yo pinto. Además, el presidente nos recomienda que tengamos un hobby.

—¿Se refiere a este tipo de pintura? —preguntó Joe.

—Supongo que no le habrá enseñado este cuadro a todo el mundo, ¿no es así? —intervino el compañero de Joe.

—No, he tenido mucho cuidado —respondió Bailey.

En primer lugar, aquellas pinturas, la mayoría de paisajes, constituían para él un medio de distracción, de evitar que el tiempo se le hiciera demasiado pesado, igual que Penélope tejiendo y destejiendo la ropa que hilaba. Aquellos hombres le molestaban, pero al menos habían sentido cierta curiosidad por el trabajo que estaba haciendo.

En segundo lugar, siempre cerraba la puerta de su apartamento cuando se ponía a pintar temprano por la mañana. Claro que tenía una pequeña habitación donde ocultaba sus cuadros más valiosos y que carecía de cerradura. En cuanto a su apartamento, dado que éste estaba en un tercer piso y al otro lado de la calle sólo había un almacén. Bailey estaba seguro de que nadie podía sospechar de que se dedicaba a pintar.

En tercer lugar, el sitio en que vivía no era el más adecuado para su trabajo, pero al menos se hallaba en el distrito de Haight-Ashbury. Antes de que se promulgara el Acta de Salud Mental, aquel lugar había quedado reservado para la gente excéntrica, pero a medida que pasó el tiempo y se construyeron modernos edificios, aquel sitio se había convertido en la zona más respetable de San Francisco. Por otro lado, la vigilancia era muy estricta en Nob Hill. Pero, ¿qué ocurría con los habitantes de Haight-Ashbury? ¿Por qué tenían el más alto promedio de estabilidad en toda la ciudad?

Y en cuarto lugar, Bailey se había pasado toda su existencia oculto.

Era muy posible que aquel género de vida que llevaba Bailey hubiera dado motivo para que la gente pensase que estaba loco, que era un psicópata. Sí, era posible, era posible. Pero, ¿cómo se comportan los hombres que están sanos mentalmente?

—Bueno, de acuerdo, veamos todas esas pinturas que tiene —dijo Joe.

—Pero si sólo se trata de modestos dibujos al estilo de Van Gogh…

—¿Es que pretende que nos lo creamos? En este pueblo tenemos un Departamento de Salud Mental y sus miembros han encontrado muchos cuadros pornográficos. El FBI sostiene la tesis de que existen muchos enfermos mentales que se dedican a esta clase de pintura obscena.

Mientras así hablaba el detective, su compañero se había acercado al cuadro que estaba pintando Bailey y se puso a observar sus fuertes tonalidades azules y amarillas. Luego, dirigiéndose a Bailey, le dijo:

—Las flores no son tan grandes como usted las ha pintado. Y tampoco observo ninguna perspectiva. Amigo mío, está usted enfermo… Es un enfermo mental.

—Eso lo decidirá la Clínica —intervino Joe—. Veamos ahora su documentación, Sam.

Bailey sacó su cartera. Joe se puso a examinar su permiso de conducir, su contrato de trabajo, el permiso para consumir bebidas alcohólicas, el certificado de vacunación, el carnet de la seguridad social y otros documentos.

—Oiga, ¿cómo es que tiene un carnet de la clase B? —le preguntó Joe.

—Es que soy sociólogo —contestó Bailey—. Me dedico a la investigación. De vez en cuando necesito consultar libros especializados…, revistas científicas…

—¡No me diga! —dijo Joe, con ironía—. A lo mejor la próxima vez consigue la clase A y logra una copia de Krafft-Ebbing, ¿verdad que sí?

Joe se puso a reír, pero continuó examinando los documentos contenidos en la cartera de Bailey hasta que encontró su ficha psicotécnica.

—Oiga —dijo Bailey, mientras sentía que la garganta se le secaba—, siempre tengo mi documentación en orden. Todos los años me preocupo de renovarla…, tal como lo ordena la ley. La última vez que la renové fue hace… unos cuatro meses.

—Escuche, amigo —dijo Joe—, basta ya de juegos. Hace ya muchos años que trabajo en la profesión y sé perfectamente lo que significa un electroencefalograma normal, máxime cuando se trabaja en una ciudad con una población de muchos millones de habitantes. Si no fuera así, hace ya mucho tiempo que me habrían echado del departamento. Siéntese tranquilamente en esa silla, Bailey; en ese rincón, y así no nos molestará. Vamos, Sam, registremos a fondo este apartamento.

El otro individuo hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se dirigió a una estantería llena de libros. Acto seguido sacó de su bolsillo una lista de títulos que comparó con los de los volúmenes allí existentes. Se trataba de un trabajo lento, ya que los libros de la estantería estaban cubiertos de polvo, y había que abrirlos para comprobar sus títulos. Mientras tanto, Joe se dedicaba a revisar todos los cuadros con la misma agilidad que un galgo persiguiendo a una liebre.

Bailey se sentó en un sillón. Estaba estupefacto. Pero, ¿por qué tenía que preocuparse? ¿De qué tenía que sentir miedo? Si al menos pudiera dormir. Sí, una oportunidad para poder dormir, soñar, morir… No, no debía esperar eso. Debía encerrarse en sí mismo, aislarse, olvidarse de todo. No debía preocuparse de nada, ya que él sabía que los síntomas típicos de la esquizofrenia no eran los que él presentaba. «Sí, yo no estoy loco; no, no, no.»

—Pero me encuentro tan cansado… Si al menos el mundo me dejara en paz…

Al cabo de una hora, Joe y Sam compararon los resultados que habían obtenido. No habían encontrado el compartimento secreto, pero Bailey tenía la sensación de que habían descubierto algo de importancia, a pesar de estar seguro de que no había dejado nada por esconder. Por otra parte, existían muchas cosas que la ley permitía poseer. Bailey no sabía qué podían haber encontrado los dos detectives en su apartamento (la información psiquiátrica por encima del más elemental nivel no era permisible a nadie que no tuviera un carnet A). Por otra parte, tanto Joe como Sam hablaban en voz tan baja que no pudo enterarse de nada.

Pero aquello no le importaba; su apatía le provocaba una absoluta indiferencia por todas las cosas.

—Bueno —dijo Joe—, lo mejor será llevárnoslo y luego regresar para proseguir la investigación.

—¿Quieres decir tú y yo? —dijo su compañero.

Bailey dedujo que Sam tenía que ser nuevo en el oficio o bien que acababa de ser trasladado desde otro departamento.

—Claro que no —respondió Joe—. La investigación no es cosa que nos ataña a nosotros. Los expertos dirán si este individuo intentaba asesinar a su padre o apalear a su madre.

—O las dos cosas, ¿no? —dijo Sam.

—En este caso, supongo que sí. Por eso debemos llevarnos pronto a este pájaro a nuestro departamento.

Joe se dirigió lentamente hacia el sillón donde se hallaba sentado Bailey. El suelo crujía bajo el enorme peso de su cuerpo.

—Vamos, levántese. Tenemos un excelente doctor que está esperándole para reconocerle a fondo.

Bailey se levantó y acompañó a los dos detectives. Ambos se detuvieron para cerrar la puerta tras ellos. Seguramente la gente se había enterado de lo que había sucedido con Bailey, pues los pasillos y las escaleras estaban vacíos. El eco de sus pisadas resonaba por todo el edificio mientras bajaban las escaleras.

Fuera, el sol brillaba intensamente en un cielo de verano cruzado por varias gaviotas. Sus rayos iluminaban la hilera de edificios a ambos lados de la calle por donde caminaban los transeúntes. El automóvil de la policía no tenía ningún distintivo. Se trataba de un «Chevrolet» modelo 1989.

—¿Por qué? —preguntó Bailey.

—¿Por qué, qué? —dijo Joe, mirándole fijamente.

—¿Por qué tenemos que ir en un coche corriente donde todo el mundo pueda vernos? ¿No creen que es ridículo que toda la gente se dé cuenta que me llevan detenido? Un coche de la policía debe ocultar a sus ocupantes de la mirada del público. Nadie debe saber cosas de mi vida íntima. Esto es ridículo.

—¿Ha dicho usted «ridículo»? —le preguntó Sam, mientras sacaba un libro de anotaciones.

—Vamos, Sam, eso no tiene ninguna importancia —dijo Joe.

Bailey permaneció silencioso. Joe cerró las puertas del automóvil y se puso al volante. Los otros dos se sentaron en el asiento posterior. Bailey no sentía el menor deseo de mirar a sus acompañantes, por lo que se limitó a contemplar los edificios y la gente de las calles por donde pasaban.

Por primera vez desde que vivía en aquella zona, Bailey se fijó en una pantalla de anuncios que había en la calle cerca de una parada de autobús, en la que se recomendaba a la gente que fuera higiénica.

«Evitemos esto», decía, mostrando por un momento la imagen de una persona escuálida y sucia que hacía unos extraños gestos como si tratara de cazar moscas imaginarias. «¡Tiene que ser así!», añadía, mostrando una familia americana integrada por un padre sano y robusto, su hermosa esposa y sus cuatro hijos, alegres y rebosantes de salud. Uno de los niños era nórdico, el segundo negro, el tercero oriental, y el cuarto judío. «¡Así tiene que ser! (música de trompetas). Para ser limpio, recto, feliz… (tambores)… ¡PIENSE LIMPIAMENTE! ¡PIENSE RECTAMENTE! ¡PIENSE FELIZMENTE

Más adelanté, Bailey observó un cartel en el que se ofrecía una recompensa de diez mil dólares por cualquier información que condujese a la detención y tratamiento de cualquier persona que padeciese trastornos psíquicos.

Algunos metros después, Bailey vio a un policía que estaba interrogando a una mujer de mediana edad. Por un momento pensó que le estaba diciendo lo de costumbre: «Tiene usted que dirigirse al centro donde está registrada antes de esta fecha. Allí debe ser examinada de nuevo y obtener un certificado en el que se especifique bien claramente que es usted una persona mentalmente sana. De no hacer lo que le estoy diciendo, la próxima vez que la vea me veré obligado a detenerla. ¿Me ha comprendido?» La mujer parecía hallarse más bien molesta que asustada. Y es que el Acta de Salud Mental que había sido promulgada tenía por finalidad detener la creciente ola de enfermedades mentales, y todo el mundo tenía la obligación de reconocer su estado psíquico y denunciar los casos de los que estuviese enterado. Y para que esta campaña contra las enfermedades mentales diese su fruto, todos los ciudadanos debían cooperar. Claro que la ley ya se encargaba de que todos los ciudadanos colaborasen…

El coche de la policía prosiguió su marcha, atravesó el Golden Gate Park y luego giró a la altura del Kezar Stadium. En este último lugar, Bailey observó a un grupo de alumnos sentados en el suelo, con su uniforme blanco, escuchando una clase de higiene. Delante de ellos se encontraba su profesora. Era una mujer joven y atractiva. Por un instante, Bailey pensó que tenía que resultar difícil para los alumnos escuchar atentamente las instrucciones teniendo delante de ellos a un ser tan encantador. A su mente acudió el recuerdo de aquella misma escena cuando él era un niño. Luego escuchó como la profesora decía: «Bueno, niños, éste es un momento en que debemos pensar en todo lo que es bello y hermoso. En primer lugar, cantemos una canción ensalzando la belleza de la luz solar. Vamos a ver: a la una, a las dos, a las tres…» Bailey no tuvo tiempo de escuchar aquella canción, ya que el coche, después de haber estado detenido unos instantes, prosiguió su camino a gran velocidad.

La calle era muy empinada. Al final de la misma surgieron los edificios de la Clínica cual picos de una escarpada montaña. Bailey recordó la época en que aquella Clínica había sido el Centro Médico Universitario.

El coche se detuvo en la entrada principal donde unos funcionarios identificaron la documentación de los ocupantes. Detrás de dichos funcionarios, una pareja de guardias vigilaba una cola de pacientes ante la puerta del dispensario. Se trataba de unos individuos que ya habían estado internados anteriormente y que acudían para ser reconocidos y recibir su dosis de tranquilizantes. A pesar de toda la propaganda que se había llevado a cabo insistiendo en lo beneficioso de la campaña en pro de la salud mental de la población, todos aquellos individuos de la Cola iban penetrando uno por uno en el dispensario cabizbajos y con una mirada de tristeza en sus ojos. El funcionario que se encargaba de ellos los iba haciendo entrar con modales nada delicados ni corteses.

«De haberlo sabido… me habría librado de todo esto —pensó Bailey—. De haber confesado al principio los trastornos que me afectaban, seguramente me habrían curado y no hubiera llegado hasta este extremo… Pero no; no me importa. Quiero seguir actuando como lo he hecho hasta ahora. Además, ya es demasiado tarde.»

Bailey se sentía tan desgraciado que no se dio cuenta que el coche había reemprendido la marcha, vuelto a detenerse y los detectives lo conducían adentro del edificio más grande. El ascensor por el que subieron parecía más bien un ataúd para tres personas. Cuando éste se detuvo en el tercer piso, los tres salieron del mismo. Bailey observó un largo corredor por el que se deslizaban silenciosamente enfermeros vestidos de blanco y cuya atmósfera desprendía un fuerte olor a productos antisépticos. Al final del corredor había un mostrador. Detrás del mismo se encontraba sentado un funcionario con rostro adusto, y detrás de éste un cierto número de extrañas máquinas y varias secretarias trabajando.

—Aquí lo tiene —dijo Joe—. Este es Bailey.

El funcionario cogió una hoja impresa y se la entregó, junto con una pluma, a Bailey, mientras le decía:

—Rellénela.

Bailey cogió el impreso y leyó lo siguiente:

Bailey levantó asombrado los ojos.

—Pero esto es un impreso de ingreso —dijo con voz débil—. No creo que deba rellenarlo, ¿no le parece?

—Si lo cree así, puede abstenerse de rellenarlo —respondió el funcionario—. Pero si no lo rellena, ello será interpretado como que es incapaz de hacerlo, y entonces su ingreso en esta Clínica será automático.

Bailey lo rellenó. Luego le tomaron las huellas dactilares y le hicieron varias fotografías.

—Bueno, eso está mejor —dijo el funcionario.

Después, dirigiéndose a los dos detectives, el funcionario les dijo:

—De acuerdo, muchachos, ya pueden irse. Aquí tienen el recibo de la entrega.

—Gracias —dijo Joe—. Hasta la vista, Mac. Ya nos veremos más adelante. Vamos, Sam.

Los detectives se marcharon.

—Tiene usted suerte, Bailey —dijo el funcionario—. El doctor Vogelsang le verá inmediatamente. He conocido a muchos que han tenido que esperar más de tres días para verle. Es un hombre que siempre tiene mucho trabajo.

Acto seguido, ambos echaron a andar por el pasillo. Bailey seguía al funcionario como un hombre desamparado, como si todo aquello lo estuviera soñando. Pero cuando llegaron a una oficina al final del pasillo, pareció despertarse de aquella especie de sueño. Nunca se había encontrado en sitio semejante. Las paredes estaban recubiertas de paneles de roble, el suelo estaba cubierto por espesas alfombras y sobre una mesa había un montón de antiguos pergaminos chinos. Se oía una música de fondo suave que Bailey inmediatamente reconoció como la sonata Claro de luna. Detrás de una mesa había un hombrecillo de cabellos blancos y de piel descolorida. Se levantó para estrecharle la mano.

—Bien venido a bordo, señor Bailey —dijo, sonriendo—. Me alegro mucho de conocerle.

Luego, dirigiéndose al funcionario, le dijo:

—Eso es todo, Roger, puede retirarse.

—Pero, ¿no cree usted, doctor Vogelsang, que Bailey debería ser «refrenado»? —preguntó el funcionario.

—Oh, no —dijo el doctor Vogelsang—. Desde luego que no.

Cuando el funcionario se retiró y cerró la puerta detrás de él, el doctor le dijo a Bailey:

—Debe disculparle, señor Bailey. No es una persona muy competente, pero tenemos tanto trabajo aquí y tantas cosas que hacer, que tenemos que contentarnos con el primer personal que encontramos. Por favor, siéntese. ¿Un cigarrillo? ¿Prefiere un puro? Tengo algunos aquí.

Bailey se sentó en un sillón muy confortable y respondió:

—Gracias yo… no fumo… Pero si puede ofrecerme… una copa, se lo agradeceré.

—¡Naturalmente que sí! —exclamó el médico, riendo—. Es una idea excelente. No se extrañe que comparta su gusto, pues como profesional de la medicina reconozco que es el sedante más antiguo y todavía uno de los mejores. ¿Desea un whisky?

Acto seguido, el doctor Vogelsang ordenó por el teléfono interior que trajeran la bebida.

Bailey, sin atreverse a mirar al rostro del médico, le preguntó, cabizbajo:

—¿Por qué me han traído a este lugar?

—Recibimos una información en la que nos sugerían que lo reconociésemos. A decir verdad, según los datos que nos proporcionaron, debo decirle francamente que hay algunos pequeños detalles en su ficha que debemos analizar a fondo. Cosas que debían haberse estudiado hace ya mucho tiempo —y que las volveremos a estudiar—, pero que, como ya le dije anteriormente, son difíciles de entender. En realidad, dependemos hasta cierto punto del mismo paciente, es decir, de su habilidad para detectar los primeros síntomas y acudir a nosotros. Pero, por favor, no vaya a pensar que dudamos de usted. Nos damos perfecta cuenta de que en este momento es usted dueño de sí mismo. Nuestro único deseo es curarle. Tiene usted una excelente mente, señor Bailey, puedo asegurárselo. Tiene usted un C. I. muy por encima del normal. La sociedad necesita mentes como la suya; mentes liberadas de culpabilidad, de terrores, de desequilibrios metabólicos, de todo aquello que los hace actuar con un porcentaje de eficiencia inferior a la mitad y hace que las personas se sientan desgraciadas… Ah, aquí tenemos el whisky.

Una enfermera entró llevando una bandeja, con una botella de whisky, un cubo con hielo, unos vasos y soda. Sonrió afectuosamente tanto a Bailey como a su jefe y luego se retiró cerrando la puerta.

—A su salud —brindó el doctor Vogelsang.

—¿Qué…, qué piensa hacer conmigo? —le preguntó Bailey con voz temblorosa.

—Pues, en verdad, no mucho. Queremos examinar una serie de tests diagnósticos y otras cosas antes de tomar cualquier decisión. Pero no se preocupe. Estoy seguro de que le curaremos completamente y que antes de Navidad estará fuera de aquí.

El whisky era bueno. La conversación era agradable. La atmósfera era tan cordial que Bailey llegó a preguntarse si no le habían exagerado cuando le hablaron de la Clínica.

Y, efectivamente, los primeros días consistieron en simples interrogatorios, narcosíntesis, cuestionarios multifásicos, Rorschachs y estudios de laboratorios; exhaustivos, incluso molestos, pero de corta duración.

Pero he aquí que cierto día decidieron trasladarlo a la Sala 7. Esta sala de la Clínica estaba reservada para los casos extremadamente graves.

En la Sala 7 se aplicaba el electroshock y la insulinoterapia. Este tratamiento reducía en un gran porcentaje el nivel del C. I. Y cuando este tratamiento fallaba, se apelaba a la cirugía, bien practicando la lobotomía prefrontal o la leucotomía transorbital.

Cuando Bailey se enteró de los tratamientos que se llevaban a cabo en la Sala 7, empezó a gritar y a sollozar. Le expresó su gratitud al doctor Vogelsang cuando éste le tranquilizó diciéndole que con él se utilizaría una terapia de excitación experimental. Entonces lo tumbaron sobre una camilla, lo sujetaron con correas e hicieron pasar una corriente de baja frecuencia a través de sus nervios. Fue el último dolor que sintió. El doctor Vogelsang lo estuvo observando durante todo el tratamiento.

—Bueno, bueno, bueno —dijo el médico dos o tres semanas después, mientras meneaba su blanca cabeza—. No ha habido éxito. Me temo que no podemos seguir con este tratamiento. Pero no hay más remedio que borrar esos pensamientos que le atormentan la mente. Le diré una cosa: los trastornos que padece no parecen radicar en su sistema glandular. Estoy convencido de ello. De modo que utilizaremos el método de Pavlov y esperemos que dé resultado.

El método terapéutico a que se refería el doctor Vogelsang consistía en algo realmente espantoso. Privación de dormir, frío, calor, hambre, sed y ruidos de campanas. Cuando la reacción era la que se esperaba, se le recompensaba, pero cuando no, se le castigaba. Pero a pesar de este tratamiento, el estado de Bailey no sufrió la más mínima mejoría. Desesperado, Bailey ya no sabía qué hacer ni qué pensar.

—Amigo mío —dijo el doctor Vogelsang—, mucho me temo que tendremos que dar un paso más adelante. El método pavloviano a menudo proporciona unos resultados decisivos cuando se castra al paciente.

Al oír aquellas terribles palabras, Bailey intentó atacar al médico, pero estaba sujeto por el cuello por una correa y no pudo ni siquiera moverse.

No puede hacer eso conmigo —gritó desesperado—. ¡Tengo mis derechos!

—Vamos, vamos, sea usted razonable. Usted sabe perfectamente que el Tribunal Supremo declaró constitucional el Acta de Salud Mental, y ésta nos autoriza a llevar a cabo este tratamiento. De todas formas, no tiene que preocuparse. La operación no le hará ningún daño. Yo mismo la efectuaré. Y, desde luego, antes de llevarla a cabo, congelaremos algunos de sus espermatozoides, con el fin de que pueda tener hijos el día que esté curado del todo. Es lo que anhela cualquier hombre normal.

Pero tampoco este tratamiento dio resultado.

—Creo que estamos aplicando un tratamiento inadecuado —dijo el doctor Vogelsang—. Se encuentra usted igual que el primer día. A mi juicio, uno de los escollos contra el que chocamos es su innata hostilidad. Después de pensarlo mucho, creo que lo mejor que podemos hacer es reconstruirlo.

—¿Reconstruirme? —dijo Bailey horrorizado—. ¿Matarme? ¿Es que piensa matarme?

—Oh, no. ¡No, no, no y mil veces no! Ya veo que la gente profana no comprende nuestros sistemas terapéuticos. Ciertamente, la reconstrucción ha sustituido a la pena capital, pero eso no significa que usted sea un criminal. Quiere decir que el criminal es también un hombre enfermo, igual que usted. No vamos a ser tan bárbaros como para intentar legalizar el asesinato. Sobre todo en su caso. Usted posee un potencial maravilloso, pero éste se encuentra a un nivel bajo a causa, desgraciadamente, de sus malas costumbres. Tanto es así que ha llegado a convertirse en parte integrante de su propia personalidad. De modo que… volveremos a empezar. Pero no se preocupe, pues se trata de un método muy moderno pero completamente seguro y sin peligro. El tratamiento electroquímico invierte la información de RNA, que es la base física de la memoria. Cada memoria, cada hábito, cada sistema tiene sus características. Usted empieza el tratamiento limpio, fresco, rebosante de salud. Una tabula rasa en la que los expertos incrustarán una eficiente y nueva personalidad.

—¡Oh! —exclamó Bailey mientras en su fuero interno pensaba que lo mejor era que lo dejaran en paz.

Pero cuando al final le pusieron el casco, lo amarraron a la cama con correas y le inyectaron drogas en las venas, empezó a sollozar y a recordar…

… la hora del crepúsculo en las colinas de la bahía del Este; la primera muchacha que besó, y la última; una curiosa y antigua taberna, un verano que pasó en Inglaterra cuando era joven; las tardes que había pasado esquiando en High Sierra; Shakespeare, Beethoven, Van Gogh; trabajo, amigos, padre, madre, madre…

… los instintos animales revivieron en él y se puso a gritar en su agonía de terror:

—Si esto no es la muerte, ¿entonces, qué es?

Entonces la última huella de lo que había hecho con su dotación genética, y lo que habían hecho con ella, desapareció. Bailey estaba muerto.

La muerte era un remolino de viento. Era como si le soplasen, le hicieran girar y le hiciesen subir y bajar mientras un ruido monstruoso azotaba sus oídos. No sabía si aquel viento era frío o caliente. Tampoco se preocupó mucho de ello, ya que la luz cegó sus ojos y el trueno le hizo rechinar los dientes.

¿Ojos? ¿Cómo podía saberlo si sólo creyó ver la ráfaga de un relámpago? ¿Dientes? ¿Cómo, si estoy muerto? No, un momento, esto no es lógico. Ellos quemarán mi cuerpo. A mí no me importaría la eutanasia cuando ya no pudiera soportar más mi propia miseria. No, ni incluso así. Esta gente ha llegado a trastornar tanto mi cerebro, después de haberme convertido en un ser miserable, que ya no me preocupa nada ni me importa nada.

—Cero, uno, diez, once, cien, ciento diez —comenzó a contar Dios.

Bailey buscó desesperadamente la realidad, cualquier realidad, en los torrentes de la noche. Sintió vértigo al notar que su cuerpo giraba en una infinita espiral. Pero la única realidad era él mismo. Bailey se agarró a esa idea. «Yo soy Douglas Bailey —pensó al ver al pulpo devorador—. Yo soy…, yo soy… un sociólogo. Un loco. ¿Y qué más? He muerto dos veces, después de haber llevado dos vidas horribles.»

¿Había algo más? No puedo recordarlo. El viento sopla muy fuerte.

Alto. Una mirada. No, se fue.

—Mil once —siguió contando Dios—, mil cien, mil ciento uno, mil ciento diez.

«¿Por qué me está haciendo esto a mí? —Bailey gritó—. Es usted tan malo como ellos. Ellos me mataron dos veces. Una vez con indiferencia. Dijeron que era libertad…, libertad para escoger la muerte que me dieron…, pero no se preocuparon de nosotros, excepto para reducir nuestro número. Se retractaron de todo lo que prometieron, establecieron una maquinaria social automática para procesarnos, y luego hicieron todo lo que pudieron para olvidarse de nosotros. Y de nuevo volvieron a matarme con odio. Sí, tenía que ser odio, crueldad, deseo de matar, por mucho que trataran de disimularlo hablando de métodos de curaciones. ¿Qué más? Ah, sí. ¿Cómo se puede coger a un ser humano y hacer un objeto de él, convertirlo en una cosa que se arrastra…?»

—Diez mil, diez mil uno, diez mil diez, once mil once.

El espacio giró hacia atrás y el tiempo se deslizó como las aguas del Estigia. Mientras tanto, el viento seguía soplando y soplando.

Su problema era real. Estaba sufriendo. Necesitaba ayuda y amor.

Click. El viento dejó de soplar. La oscuridad esperó.

«Por favor, compadécete de Douglas Bailey. Ayúdame. Cuídate de mí. Dame tu amor.»

Así fue.