Y ESO DECIMOS TODOS

Bruce McAllister

Robert se incorporó lenta y cautelosamente en su lecho en la blanca y silenciosa habitación. Como una membrana sobre el esqueleto infinitamente limpio de su universo inmediato, la arrugada sábana se relajaba a través de sus piernas, curvándose maternalmente alrededor de las esquinas del colchón como las alas de un gran murciélago albino. Desviando sus ojos de un lado a otro con nerviosa prudencia, Robert permaneció inmóvil por espacio de una hora, dos horas, tres... y luego dio un respingo cuando el aire silbó a través de sus propias fosas nasales. Bajo el fláccido mármol de su frente, los pensamientos matinales continuaron afluyendo de sus dos personalidades. Pero siempre estaba tranquilo, de modo que sus paredes eran lisas, sin acolchamientos.

—¡Oh, he estado aquí largo rato, y, oh, no me he movido en un largo rato! Me gustaría moverme, alisar aquella arruga de la cama... agarrar aquella mosca que está en el techo de la habitación. Pero permíteme que te diga que si hiciera una de esas cosas papá me advertiría que no lo hiciera. Así de sencillo. Papá siempre está cerca, y sabe lo que no debo hacer, y me lo dice.

»Oh, si extendiera mi brazo y tocara la mosca, papá extendería su brazo desde el lugar en que se encuentra y tocaría mi cara. Y la fuerza de la mano de papá sería como la de mi mano aplastando la mosca.

»Aquella mujer con la bandeja de comida... ella dice que es una enfermera y que estoy en un hospital, pero si la voz de papá está aquí todo el tiempo, tengo que estar en casa. ¿Ves la bandeja y la enfermera? La llamaría ahora mismo, pero papá me oiría y me pegaría.

»Papá me deja desayunar, almorzar y cenar. De modo que estoy extendiendo mi mano y tocando la bandeja. Papá me deja masticar, también, y tragar, lo cual estoy haciendo.

»En la bandeja hay también un pastel. Huele bien, y...»

¡No, Bobby! Ese pastel es dulce, malo para ti, para tus dientes. Malo para tus venas, malo para tu mente. Te lo he dicho mil veces: come para vivir, no vivas para comer. Lo dice la Biblia, y lo dijo también Benjamín Franklin, un gran hombre de los Estados Unidos de América. Nada de pastel. Despídete del pastel.

—Adiós, pastel. ¿Ves? Papá sabe lo que no debo comer y me lo dice. Si hubiera lamido un poco de aquel pastel de limón, ahora sangraría por la nariz, o tendría las mejillas enrojecidas, o los ojos amoratados como los que papá me pone cuando hago cosas malas.

Me preguntáis de nuevo cómo eran las cosas entonces. Antes de Robert. Esencialmente, yo era joven y trabajaba para la Decade. Escribía mis artículos para la revista, pero básicamente estaba tan a oscuras como cualquier otra persona en la nación. ¿De veras creéis que mis recuerdos tienen algún valor? Adelante, pues, pero los que sufrirán serán vuestros oídos.

P de Parasicología y Petrocelle. Vamos a empezar por el doctor, ya que se le atribuye —o se le reprocha— el haberlo iniciado todo.

El Dr. Sebastián Petrocelle dirigió la invasión de las clínicas mentales en 1997. En su calidad de miembro del Departamento de Defensa tenía el derecho y la obligación de hacerlo. En realidad, había sido uno de sus propios colegas el que había descubierto que los enfermos mentales parecían poseer espantosos poderes de percepción extrasensorial, telequinesis, telepatía y tele-etcétera.

Cuando se publicó el informe inicial sobre las correlaciones significativas, los psicólogos, los psiquiatras y los psicoanalistas de todo el mundo abrieron unos ojos como platos, agarraron el problema por los cuernos y escribieron el equivalente de cinco mil volúmenes de Guerra y Paz en el corto espacio de un mes. Los doctores se plantearon, en resumidas cuentas, la pregunta crucial:

«La presencia de percepción y concepción extrasensoriales en el enfermo mental, ¿es el resultado o la causa de la enfermedad mental?

De los cinco mil y pico de volúmenes escritos para contestar a aquella pregunta, un millar contestaron: «La enfermedad es la causa».

Otro millar afirmó: «La enfermedad es el resultado».

Los otros tres millares se salieron por la tangente, sin comprometerse: «Los dos factores no pueden ser considerados independientemente: no aparece claramente definida ninguna relación causa-efecto».

El Dr. Petrocelle leyó eventualmente uno de los cinco mil Grandes Artículos Mundiales escritos sobre el tema PES-enfermedad mental. Aquel artículo resultó ser el prototipo de todos ellos y había sido escrito por un colega. Consecuente con el MO habitual de Petrocelle, su lectura del artículo tuvo lugar doce meses después de haber dirigido la invasión de las clínicas mentales, doce meses después de su enorme faux pas con Robert Johnson.

Después de haber vertido la leche del Departamento de Defensa, el Dr. Petrocelle se hallaba en una casa de reposo cuando finalmente se decidió a leerlo.

Al principio, la única preocupación de Petrocelle fue la de descubrir el poder potencial en la correlación PES-enfermedad mental.

«Poder para el progreso —solía decir—, y progreso en competencia con el Enemigo... que no ha sido siempre el enemigo pero que ahora lo es».

Al Dr. Petrocelle no le resultó difícil conseguir ayuda financiera para su investigación del poder potencial, debido a que se conocía perfectamente su inveterado escepticismo en lo que respecta a la parasicología y otros campos ocultos. Un escepticismo reconocido, respetado y compartido por los hombres que manejaban los fondos del Departamento de Defensa.

—Si nuestro Dr. Petrocelle ve algo en todo este asunto del poder mental y las enfermedades mentales, tiene que haber algo en él.

Para facilitar las cosas, se construyó una máquina destinada a localizar la presencia de lo que el público llamaba «poder mental». Petrocelle, por su parte, prefirió darle el nombre de FA —fortiter animae—, como si el hecho de incorporar al asunto una romántica frase latina pudiera añadir dignidad a su tarea.

La máquina fue llamada un electroFAgrafo.

El Dr. Petrocelle se sintió estimulado cuando su electroFAgrafo localizó un enfermo mental con un chirriante potencial FA. Al principio, Petrocelle no estaba seguro de la intensidad del poder latente en el paciente; pero su inseguridad no tardó en desvanecerse cuando el tratamiento de shock prescrito para el paciente arrancó bruscamente al pobre hombre de su inmovilidad física y mental. Por desgracia, la terapia de shock sólo dio al paciente movimiento: continuó completamente loco. Un agente de policía tuvo que matarle a tiros cuando utilizaba su FA para taladrar un agujero de diez pies de diámetro en la pared del hospital, con la intención de fugarse.

El agente disparó contra él porque, según sus propias palabras, «No quería detenerse». Y todo el mundo admitió que el agente no hubiese podido manejar al maníaco FA con las manos vacías.

Antes de que el proyectil practicara un agujero mucho más pequeño pero igualmente formidable en su vientre, el maníaco FA pronunció unas palabras que tardarían en olvidarse: «¡Tengo que salir!»

Todo el mundo supuso que se trataba de una referencia al confinamiento en el hospital.

El agente no era el tipo de hombre que se dedica a disparar contra los enfermos mentales. El factor variable, en aquella ocasión, fue que la argamasa volando de la pared del hospital le recordó una película que había visto, llamada Earth versus the Mina Master: una película en una de cuyas escenas un agente de policía tenía la suerte de matar a tiros a la primera Mente Superior que aterrizaba sobre la Tierra. Suerte, porque después de aquel incidente ningún ser humano se encontró en condiciones mentales de disparar contra nada.

Después de la ejecución accidental de su prodigio, Petrocelle se hizo más cauteloso y más científico. Entró en acción, rodeándose de más colaboradores, oficialmente para registrar, experimentar e investigar, pero en realidad para procurarse apoyo verbal en el caso de que la aventura FA no progresara con la rapidez suficiente para los gustos del gobierno.

En la clínica mental del Estado de Adaja, el doctor Petrocelle y la máquina FA descubrieron a un segundo paciente. Su electroFAgrafía oscilaba de un modo semejante al del anterior y ahora difunto enfermo.

—De modo que me da usted el informe clínico sobre Robert —dijo el Profesor Stapleton—. Pero no comprendo cómo va a curar su esquizofrenia con mi máquina y, encima de eso, conseguir que trabaje para el gobierno con su FA cuando esté curado. Yo soy un profesor, doctor Petrocelle, no un médico ni una mente gubernamental.

—Lo sé, Stapleton. Pero usted conoce esa máquina suya, y es el único motivo por el que le necesito aquí.

Stapleton asintió con aire dubitativo.

—Lo que vamos a hacer —continuó el Dr. Petrocelle, dando unos golpecitos a la máquina docente— es deslizamos dentro de la mente de Robert. En vez de enseñar a un estudiante dormido con su persuasiva voz, va usted a deslizarse dentro de la mente de Robert y a convencer a las dos partes de su mente —la del padre y la del hijo— para que mantengan todo su ser inmóvil y su FA solamente potencial. Convénzales de que deben trabajar juntos. Dígales que en otro tiempo estuvieron de acuerdo, y que deben ponerse de nuevo de acuerdo para siempre. Robert interpretará su voz, Stapleton, como otra voz paternal, y su voz-de-Bobby-hijo se fundirá con la voz-de-padre que se ha creado para sí mismo. De este modo, cuando salga usted de su mente, dejará al padre y al hijo reconciliados, felices, y Robert podrá moverse de nuevo y utilizar su FA. Cuando vuelva a ser una sola mente, estará en nuestras manos. Lo que tenemos que hacer es decirle que esos electrodos inalámbricos en forma de disco de la máquina docente son aparatos auditivos que le ayudarán a oír mejor a su padre: Bobby se los colocará y no nos planteará dificultades. Nunca ha oído hablar de una máquina docente. Además, parece ser subnormal en inteligencia.

—¿Cómo espera conseguir que utilice su FA para el gobierno? Podría utilizarlo para sí mismo y convertirse en un criminal... Eso es lo que todo el mundo ha predicho para una situación como ésta.

—En la maraña de palabras de ese informe que tiene usted en la mano, se dice que Robert es a la vez muy religioso y muy patriota: como lo fue su verdadero padre. Desgraciadamente para el estado mental de Robert —aunque afortunadamente para nuestros objetivos—, su padre era también muy estricto. El patriotismo, la devoción religiosa y el severo ordenancismo de la voz paterna en la mente de Robert provocarán en el muchacho un temor a ser antipatriota... entre otras cosas. No tendremos problemas.

Stapleton parecía un poco apenado, un poco indeciso. El Dr. Petrocelle se decidió inmediatamente por la anestesia verbal, su especialidad.

Petrocelle empezó:

—Robert —huérfano de madre desde los siete años—, siempre ha sido un problema. Su padre era un modelo de disciplina y no vacilaba en aplicar los métodos más brutales para imponerla. Desde muy joven, Robert se acostumbró a que su padre censurase todos sus movimientos con palabras duras y castigos corporales. Robert se replegó en sí mismo, dejando de funcionar en cualquier sentido social, comiendo muy poco, porque incluso oculto en su propia mente no podía escapar de la voz de su padre. No es autístico ni catatónico, técnicamente hablando, pero su estado es deplorable. Habituado a las censuras, tuvo que modelarse una gárgola paterna para el hombro de su mente. La voz paterna es muy real para Robert, aunque no sea más que una manifestación de sus propios generalizados sentimientos de culpabilidad y condicionamiento. Por desgracia —o por fortuna, lo ignoramos aún—, Robert no es muy listo.

»En la locura disciplinaria del padre de Robert había cierto mérito, pero Robert, muy joven y no demasiado inteligente, no podía discernirlo. En su subconsciente, Robert llegó a la conclusión de que, en un estado ideal, un padre critica todo lo que hace un hijo. De modo que la voz paterna ataca ahora a todos y cada uno de los movimientos y verbalizaciones de Robert. Su instinto de supervivencia —para simplificar las cosas— obliga a Robert a creer que su padre no censuraría al hijo que comiera lo más esencial... pero a veces el muchacho casi se muere de hambre. A veces, aunque con poca frecuencia, cuando se despierta, por ejemplo, pronuncia palabras que expresan su omnipresente temor a su omnipotente y al parecer omnisagaz padre.

Con los oídos entumecidos, el Profesor Stapleton murmuró:

—¡Dios mío!

—De modo —concluyó Petrocelle— que deseo que usted, Stapleton, una al padre y al hijo. Que sostenga una conversación de hombre a hombre con el padre y el hijo. ¿De acuerdo?

Robert parpadeó y se removió en la cama. Tenía la rabadilla entumecida y se removió de nuevo. Luego miró sus manos, lentamente. Sus sienes estaban adornadas con unos pequeños discos.

—¡Oh! Quiero morderme la uña. Morderla con mis dientes, hasta que quede como una media luna. Pero sé que no debo hacerlo, de modo que seré bueno y pensaré en otras cosas. El sol es bonito a través de la ventana. Pero me produce picor en la nariz, y quiero rascármela.

Bob, hijo mío, no debes rascarte la nariz. Es una cosa fea. Además, podrías infectarte la nariz, la cual se te pondría roja e hinchada. Y tú no quieres eso, ¿verdad? Si te rascas la nariz, parecerás un golfillo que no ha recibido ninguna educación, de modo... ¡BOBBY! ¡ROBERT! ¡BOB!

—¿Qué es eso?. Alguien me está llamando. Y no es papá.

Si alguien te está llamando, Bobby, no le escuches. No escuches ninguna voz que oigas. No puedes creer siempre todo lo que oigas. Escucha a tu padre. No...

¡BOBBY! ¡PADRE DE BOBBY! BOBBY Y PADRE DE BOBBY, NO DEBÉIS DISCUTIR.

Una nueva voz le estaba diciendo cosas.

¡No escuches la voz!

TÚ ERES HIJO DE TU PADRE, BOBBY. ERES DE LA MISMA SANGRE. TU PADRE TE QUIERE; INCLUSO CUANDO TE PEGA. PERO YA NO TE PEGARÁ MÁS, NI VOLVERÁ A GRITARTE, ¿VERDAD, PADRE DE BOBBY? SOIS PADRE E HIJO, Y DEBÉIS PENSAR Y ACTUAR DE ACUERDO CON ELLO. TÚ DEBES HACER LO QUE QUIERAS HACER, BOBBY: TU PADRE DESEA EN REALIDAD QUE HAGAS LO QUE QUIERAS. TÚ ERES SU HIJO, ÉL ES TU PADRE. LA VUESTRA ES LA RELACIÓN MÁS IMPORTANTE DEL MUNDO: DEBÉIS ACTUAR JUNTOS, HACER LAS COSAS DE MUTUO ACUERDO.

—¿Debo contestar a la voz? Creo que contestaré a la voz.

¡No! Es una voz maligna.

—¿Por qué es una voz maligna?

NO SOY UNA VOZ MALIGNA. SOY LA VOZ DEL BIEN.

—¿Es buena la voz, papá?

No lo sé, Bob. La voz puede ser buena o mala.

—¿Debo moverme de la cama y abrir la ventana para que entre aire fresco mientras escucho la nueva voz, la cual me dice que haga lo que quiera?

Sí, ABRE LA VENTANA, BOB. TU PADRE QUIERE QUE ABRAS LA VENTANA, QUE HAGAS LO QUE QUIERAS. ERES FUERTE Y UN BUEN MUCHACHO, Y POSEES UN GRAN PODER PARA AYUDAR A LA GENTE Y HACERTE FELIZ A TI MISMO HACIENDO LO QUE QUIERES. ABRE LA VENTANA, SI LO DESEAS.

—¿Debo abrir la ventana?

HAZ LO QUE QUIERAS, BOBBY.

Sí, supongo que debes hacer exactamente lo que quieras hacer, Bobby.

El Dr. Petrocelle estaba excitado.

—Stapleton, ¿ha visto cómo decidió finalmente abrir la ventana? Y ni siquiera la tocó. Se incorporó en la cama y dejó libre su voluntad de abrir la ventana, con tanta intensidad que se abrió de golpe y de par en par. ¡Qué FA! —dijo.

—Sí, lo vi y lo oí, también —Stapleton se encontraba incómodo en presencia del entusiasmado doctor. También se sentía culpable—. Me alegro de que hayamos salido de su mente. Un muchacho, lo mismo que un hombre, tiene derecho a cierta intimidad mental.

—Desde luego, desde luego. Ahora, Robert trabajará para nosotros... —De pronto, el entusiasmo de Petrocelle se nubló ligeramente y añadió—: Debió usted decirle algo acerca de trabajar para la nación, de utilizar su poder para su patria.

—Le dije que poseía el poder de ayudar a otros.

—Sí, lo sé, pero debió decirle algo acerca de la nación. Bueno, de todos modos, Robert es patriota: su padre era muy patriota. Robert ha estado hablando con todo el mundo toda la mañana —con todas las enfermeras y los médicos—, de modo que podremos insuflarle la idea de su patria con bastante facilidad.

Robert sonrió, se dijo «hola» en voz alta a sí mismo y se desperezó, contemplando orgullosamente la ventana. Por primera vez, las sábanas estaban frescas.

—¡Oh! La ventana se abrió de golpe, ¿verdad?

Sí, Bob, de golpe.

—La voz tenía razón. Poseo un gran poder.

Sí, Bob, un gran poder.

—Papá, me gustaría saber para qué vino la voz, de dónde procedía, qué era. Era como un sonido fantasmal. Pero tenía sentido. Padre e hijo. Yo te quiero, papá, como un hijo debe querer a su padre.

Y yo también te quiero, hijo. La voz fantasmal fue buena al venir y hablar y estar con nosotros: al hacernos comprender lo que hemos de hacer, lo que tú has de hacer con tu poder. Cualquier cosa que quieras hacer, ¿no es estupendo eso?

—Desde luego. Pero me gustaría saber de dónde procedía la voz, qué era. Me gustó la voz. Me gustaría que volviera, ¿sabes?

También a mí me gustaría que volviera, Bob. Los dos queremos que vuelva y que nos hable. Nos hace sentirnos bien, ¿no es cierto, Bob?

—Sí, desde luego que sí. Tal vez si escuchamos con atención podamos oírla de nuevo. ¿Puedes oírla tú?

No lo sé.

—A mí me parece que puedo oírla, débilmente.

A mí me parece que puedo oírla. Los dos queremos que vuelva. Me parece que puedo oírla.

—Podemos oírla.

Sí, creo que podemos oírla.

¿PODÉIS OÍRME? HE VUELTO PARA ESTAR CON VOSOTROS. AHORA SEREMOS TRES. ¿PODÉIS OÍRME?

—Sí, podemos oírte. Pero, ¿quién eres, por qué estás aquí?

Sí, ¿por qué estás aquí?

DEJADME PENSAR. ESTOY AQUÍ. ¿QUIÉN SOY? ¿POR QUÉ ESTOY AQUÍ? DEJADME PENSAR.

—También yo pensaré en ti.

Los dos pensaremos en ti, y por qué estás aquí, y quién eres.

Los tres pensaremos en mí: en mí, la voz fantasma, la voz buena que llega a vosotros y le muestra a Bob que posee un gran poder para ayudar a la gente, vamos a pensar.

En cuanto Stapleton y Petrocelle salieron de la habitación de Robert, el muchacho cerró la puerta y empezó a contemplar el cielo a través de la ventana. Cuatro pasos más allá de la puerta, Petrocelle paró al profesor.

Preguntó:

—¿Qué estaba diciendo? ¿Que había vuelto la voz fantasma? Ni siquiera tuve ocasión de hablarle de ello... No hizo más que hablar en términos enigmáticos de la voz fantasma.

Stapleton estaba furioso.

—Ha imaginado que la voz de la máquina docente —mi voz— ha vuelto. Hemos complicado su esquizofrenia. Ahora tiene tres voces en el cerebro.

—Tranquilícese. No hay nada de malo en ello —Petrocelle miró al profesor a los ojos—. Él tiene el poder, y nada va a cambiar eso, porque ahora es feliz: ha encontrado una válvula de escape para su frustración, provocada por la voz paterna. Y le gusta su poder FA. La voz paterna está ahora también a favor de ese poder. La voz fantasma que imagina no le hará daño. Ahora, lo único que tenemos que hacer es hablarle de trabajar para la defensa de esta nación.

—¿No podríamos dejarle tranquilo una temporada? Parece muy cansado. Ha experimentado un gran cambio.

—Le dejaremos descansar esta noche y hablaremos con él mañana por la mañana. Los halcones del gobierno me picotearán el cuello si no consigo que Robert realice inmediatamente algo productivo. ¡Ah! Cuando le vean abrir ventanas como puede hacerlo, matar moscas como puede hacerlo...

Petrocelle estaba en pleno éxtasis. Stapleton murmuró algo ininteligible.

Enfermeras, guardianes, policía local y, sin duda, agentes de la CIA y del FBI iban de un lado a otro por el hospital. Stapleton tardó media hora en encontrar al Dr. Petrocelle.

El doctor estaba inclinado sobre un interfono en la oficina principal del hospital. Muy pálido, y abrumado por negros pensamientos.

—Robert ha desaparecido —dijo Petrocelle, como si anunciara el fin del mundo.

Stapleton suspiró, encogiéndose de hombros.

—¿Qué esperaba usted?

—Ni siquiera llegamos a hablarle de la nación y de los planes de defensa del país para los próximos diez años. Su poder iba a ser el epicentro.

—Robert es un muchacho, y acaba de descubrir un padre amable y una nueva voz dentro de su cerebro. ¿De veras creía usted que iba a quedarse en el hospital cuando hay todo un mundo exterior por el que puede viajar? Y más disponiendo de su poder, un gran juguete con el que entretenerse...

—¡Dios mío! Stapleton, Robert es un muchacho patriota, ¿no es cierto? No perjudicaría a su propio país, ¿verdad? Su poder es tan grande...

—No, no creo que nos perjudique. Las travesuras de Tom Sawyer, en el peor de los casos. No nos perjudicará, a menos de que usted trate de evitar que vaya a donde quiere ir. Creo que no tardará en regresar. A este mismo lugar, incluso. Entonces puede usted hablar con él de la defensa de la nación. No estropeará nada, no se preocupe. Al menos, puede estar seguro de que no se pasará al otro bando —Stapleton se permitió un pequeño sarcasmo—: Sus excelentes principios religiosos y patrióticos, nos garantizan eso.

El profesor dejó al doctor y volvió a su máquina docente, la cual estaba embalada para ser devuelta a la universidad. El profesor estaba riendo en voz baja... por miedo a llorar.

Como el ojo amarillo de un cíclope, el sol parpadeaba en lo alto y Robert continuó andando apaciblemente a lo largo del sendero.

—Yo soy Bob y poseo el poder de ayudar a la gente. Hay seis mil millones de personas sobre esta tierra, y todas ellas han sido lastimadas de seis mil millones de maneras distintas. Soy Bob, con poder. Tengo el poder del bien, y he descubierto quién es la voz fantasma.

Y has descubierto lo que puedes tú en realidad. Y ahora sabemos quién es la voz fantasma.

—Yo estoy moviéndome y no voy a dejar de moverme hasta que pueda oír, no sólo dos, sino seis mil millones de voces. Hasta que los seis mil millones de personas que hay sobre esta tierra puedan oír mis tres voces.