I
No leáis esto; es inglés antiguo y la ortografía es distinta: «Un xarlatán es un home que fabla mucho delante de la jente y que non siente ni mantiene lo que dize».
Ahora que a pesar de todo lo habéis leído, os diré que lo escribió Geoffrey Chaucer en Los Cuentos de la Parroquia. Lo que quería decir era... pero no necesito traducirlo; probablemente no tendréis más dificultades para entenderlo que las que os planteaba el inglés que los pinchadiscos hablaban en otros tiempos en las emisoras de radio dedicadas a la música de rock.
Pero llegó otra clase de llamada. Llegó en Phoenix, donde le cayó en gracia a un excéntrico multimillonario que poseía, entre cosas y personas, una red de radiotelevisión, una agencia de publicidad, unos estudios cinematográficos, una editorial, una universidad, varias compañías electrónicas, una ciudad importante en el sudoeste —era dueño de la mayoría de los terrenos e inmuebles y de bastantes de los políticos—, y de una base de lanzamiento de cohetes en el desierto. Ya conocéis el nombre del multimillonario y la obstinada determinación con que perseguía lo que deseaba. Volveremos a hablar de él más adelante.
El verdadero nombre de nuestro pinchadiscos era el de Edward James MacHenry. Tenía treinta y ocho años y empezaban a pesarle. Su actuación era más deliberada, no ensayada, pero sí pensada de antemano.
Le consolaba saber que su dificultad no era única. Un escritor le había dicho que a veces le costaba un enorme esfuerzo introducir un folio en la máquina de escribir. Conocía a otros artistas que decían lo mismo. Conocía poetas, también, y campesinos...
«¡Oh, sí! Conozco poetas y campesinos, y plañideras y sacerdotes. En mi camino se cruzaron príncipes, o yo en los suyos, en climas extraños y en playas nativas, ya que los príncipes viajan. Y he conocido princesas —nacidas aquí como Grace K. Raniero y Rita H. Kahn—, y otras de raza extranjera como Elizabeth y Margaret, entre muchas».
«Pero me he apartado de mi tema, que es la música, de modo que voy a pinchar un disco, como se decía en mi profesión. Bailad conmigo, ¿queréis?, mientras disfrutamos de los sonidos del Aeroplano Jefferson».
Dos minutos y cuarenta segundos más tarde estaba preparado para intervenir al final de la música.
«¡Amigos! ¡Compañeros seres humanos! ¡Mortales como yo! ¿Estáis preocupados por dificultades...?»
Y así interminablemente.
Tal vez os preguntéis quién está hablando aquí, además de Ed. Quiero decir que las palabras no brotan del vacío, especialmente cuando no son palabras de Ed, y Ed es el último hombre vivo.
He estado hablando yo: Marty. Soy una máquina. MARTY son las iniciales de mi nombre completo: Machine Amplifying Racionalizations of Yore. Me doy cuenta de que, en mi calidad de máquina, tengo que ser concreta. No debo deciros cosas distintas, o variaciones de una misma cosa, y pretender que no existe ninguna diferencia. Hacer esto es incurrir en lo que alguien llamó inexactitud terminológica. Creo que ese alguien fue Winston Churchill. Desde luego, no quiero decir que realmente pienso. Eso sería una mentira y no existe ninguna máquina capaz de mentir. Especialmente teniendo en cuenta que una de mis funciones es la de enmendar, corregir, editar, ampliar y hacer más comprensibles para la posteridad las parrafadas de Esotérico Ed.
Pero, escuchemos lo que dice Ed.
Ed:
A veces cuento historias distintas, aquí en la soledad. Me fabrico pasados alternos para mí mismo. Utilizo diferentes nombres para mis distintos pasados, para mis diversos estados de ánimo.
Algunos días soy Gaylord Guignol, único superviviente de un mundo destruido y cronista qué-diablos-me-importa de su última agonía. Salvo que me importa; mi indiferencia enmascara el profundo dolor que experimenté, y experimento, ante la muerte de la Tierra.
A veces soy Hank Hardcastle, el héroe de ojos acerados de un millar de emocionantes aventuras, descendiente de una familia casi-noble.
Otras veces soy Harry Protagonist, pinchadiscos espacial, que gira en el vacío en cumplimiento de una insondable misión. Necesito comunicar mis temores, mis esperanzas, mis fantasías y, por encima de todo, mi confusión, a mis oyentes imaginarios.
A veces olvido quién soy en realidad. Una persona puede enmarañarse hasta tal punto con lo que es, fingiendo ser otro, que llega a convertirse, hasta cierto punto, en uno de aquellos otros. Entonces, su propio yo se pierde, o se difumina. Y esto es malo. A veces resulta deseable ocultarse del propio yo, fingir, atribuirse una personalidad fantástica, pero es posible que me haya pasado de la raya.
¿Quién soy en realidad? ¿Acaso importa mientras llegue al final del día? Me debo una aclaración a mí mismo, y también a mis oyentes. Es mi obligación para con ellos y para conmigo mismo. Pero se necesita cierta tranquilidad para llegar al final del día. Algunos la alcanzan gracias a su talento natural o a su propia vivacidad. Tenazmente, respiran y se alimentan de cuando en cuando y van al lavabo para evacuar los residuos de lo que han comido, y trabajan un poco, y se encuentran ante un nuevo día. Algunos no alcanzan nunca el nuevo día. Les asfixia el miedo. Otros se ayudan con el alcohol o con las drogas. Hablo de tiempos pretéritos, desde luego. Tal vez os hayáis dado cuenta de que no siempre estoy lúcido, aunque en cierta ocasión en un club nocturno fui Harry el Lúcido, encargado de explicar la sociedad contemporánea a los menos informados. Pero competía. Utilizaba la música. Siempre tenía algo en marcha, en la HI-FI o en la radio. Pero aquello sucedía hace muchísimo tiempo, y ahora formo parte de la nada porque nada está en marcha.
Lo único que está en marcha es lo que yo hago funcionar, e incluso eso puede no ser real.
Han hecho algo conmigo. Me siento atado, como un pato canadiense. No tengo un aro alrededor de la muñeca o del tobillo, pero sé que estoy atrapado a algo.
En cierta ocasión leí que unos ornitólogos habían atado un aparato de radio a un cóndor para descubrir qué distancia recorría para ir en busca de comida, o para descansar, o para hacer lo que hacen los cóndores.
Ignoro si el cóndor sabía que le controlaban. Pero sé que han hecho algo conmigo, y me fastidia. No me importa aportar mi granito de arena en beneficio de la ciencia. Pero si han afectado a mi dignidad humana, si han alienado mi mente...
Marty:
De nuevo habla Marty. Os diré algo más acerca del hombre que puso a nuestro héroe aquí. Se llamaba John Potter Parnell y, debido a que era fabricante de artículos sanitarios, se le conocía por Potty, o John. A veces le llamaban Young Potty, para distinguirle de su padre, conocido también como Potty y también como Poopy para unos cuantos íntimos. A los cincuenta años, Young Potty vivía aún a la sombra de su padre.
El anciano había fundado el negocio y acumulado los millones originales. La Hy-G-Enic, Inc., fabricaba la mayoría de los lavabos, tazas de retrete, bañeras y elementos sanitarios y profilácticos del país, y más tarde del mundo. Los millones y luego los miles de millones afluyeron a un ritmo tal que, cuando Poopy se retiró, Potty podía haberse sentado a descansar dejando que la inercia continuara creando riqueza para él y para sus herederos. Pero Potty —él prefería que le llamaran John— había llegado tarde a la presidencia y no iba a limitarse a permitir que la Hy-G-Enic se expansionara a un ritmo lento y seguro. Creó una fundación dotándola con abundantes fondos para la investigación. Creó una sección experimental, contrató científicos y les concedió absoluta libertad para que trabajaran a su aire y se limitaran a informarle cuando consiguieran algo. Patrocinó un concurso para diseñar un bidet más cómodo y más práctico. Envió ingenieros a Washington para que se informasen de la contribución que la Hy-G-Enic podía aportar al programa espacial.
Los emisarios de Potty en la NASA le sugirieron que contratara a Ed. Le sacaron de una compañía subsidiaria, la Arizona Airtalk, para la cual había estado emitiendo como Jim McHenry, el Pinchadiscos del desierto. El espectáculo que presentaba Ed era la desesperación de los competidores de las cadenas de radio.
Volveremos a hablar de Ed. Hablemos ahora de mí: Marty, la máquina. No una máquina, en singular. Yo soy el producto final de muchas máquinas, sofisticadas y normales. Sé todo lo que ellas sabían, debido a que soy la síntesis, la reencarnación de todas ellas.
Dejadme contestar a la pregunta que no habéis formulado: «¿Por qué no sueno como una máquina? ¿Por qué me muestro coloquial en vez de respetuosa, como corresponde a la relación hombre-máquina?» Como: «Tú amo, yo robot». O solemnemente, como: «Los datos que has solicitado están almacenados en circuitos en el Sub-tanque 4739C de mis amplios e interconectados bancos de memoria. Se producirá una inevitable demora mientras se efectúan las necesarias conexiones para localizar este material raramente solicitado».
Tonterías. Todo lo que tengo es vuestro, inmediatamente. A veces ni siquiera tenéis que preguntar. Toda esta nave es mi circuito de memoria. Me extiendo hasta el último rincón... incluso a lugares en los que Ed prefiere no pensar, como la unidad de reconstitución. Casi podría decirse que soy la nave. Pero eso sería una exageración, y una fanfarronada.
Es lógico que penséis que parezco más humana que mecánica. Fui construida por seres humanos. ¿De qué otro modo podría hablar? ¿Como los lobos de Mowgli o los monos de Tarzán? Las máquinas hablan bien. Coloquialmente. Las máquinas han hablado durante generaciones enteras. Preguntádselo a Víctor.
Ed:
Esta repugnancia a comer me mantiene delgado. Quiero decir que no estoy hinchado. No tengo grasas superfluas ni doble papada. Me conservo bastante bien, y supongo que se debe al hecho de que soy abstemio. No como demasiado, y nunca a deshora. Tampoco vosotros comeríais mucho si todo lo que tuvierais para almorzar fuera algo que ya hubieseis comido centenares, millares de veces. Alimentos «reconstituidos». Quiero decir que he comprado automóviles de segunda mano, y llegado el caso no me habría importado comprar una alfombra oriental usada, pero no acabo de acostumbrarme a la idea de comer alimentos usados. Mis parientes hablaban a veces de la Depresión y de las cosas baratas que comían, pero al menos eran los primeros en comerlas. Salieron de aquellos malos tiempos fuertes y orgullosos. Yo me siento a cenar con el mismo placer que el que podría experimentar un explorador en un banquete de antropófagos. No me apetece esta comida, por sana que pueda ser, que ha pasado ya una vez, como mínimo, a través del tubo digestivo. Y no representa ningún consuelo saber que no ha navegado por ningún conducto extraño: sólo por mis propias glándulas. Es una vergüenza para el sistema. Salvo que el ofendido no es el sistema. El cuerpo puede aceptarlo; lo que se subleva es la imaginación.
Marty:
Tengo que defender las tareas de reconstitución contra las calumnias de Ed. Después de todo, es una compañera máquina. Lo que sale de ella vuelve a Ed completamente limpio. Más limpio que lo que le daban en aquellos restaurantes de moda, y mucho más sano y nutritivo que las comidas que se preparaba en sus diversos apartamentos de soltero.
Disculpad la digresión. Tenía que echarlo fuera de mi sistema, del mismo modo que Ed lo echaba fuera del suyo. Si estas notas son publicadas por algún futuro cronista, algún pobre M.A. en busca de un tema nuevo para su disertación doctoral, el título podría ser: «Echándolo fuera de su sistema». El problema de Ed es que todo lo que echa fuera vuelve a entrar en él. Su única catarsis irreversible es verbal. ¿O tendría que decir oral?
Lo que trato de hacer es escribir una historia sin ninguna cooperación de mi protagonista. No soy un escritor adiestrado, pero estimo las dificultades. Desde luego, no estoy escribiendo, en el estricto sentido de la palabra. No tengo manos, naturalmente. De modo que hago lo mismo que él: hablar. Y las palabras quedan registradas, ¿para la posteridad? Como en conserva. Es una especie de escritura automática, sin pizarra. Y, desde luego, sin intervención de la mano. Si escribo, o hablo, demasiado, atribúyase a mi inexperiencia. En realidad, no cabe esperar mucho más de un haz de circuitos instalados en esta cápsula experimental de Potty Parnell. Mi tarea es la de almacenar —conservar— la tortuosa mente de Ed, o lo que de ella revele a través de sus monólogos ante el micrófono, hasta el punto que le sea permitido a una máquina. Tuvieron que confiar en una máquina, porque nadie más iba a estar aquí con Ed. Y nadie está con él. Mi conocimiento de Ed fue reunido pieza por pieza a medida que las máquinas que me precedieron recibían información proporcionada por las entrevistas con centenares de personas que habían conocido a Ed y habían hablado con él antes de que Potty le diera su empleo. Existe también la información proporcionada por el propio Ed, en entrevistas directas y en el curso de un espionaje gastrointestinal. Este espionaje empezó a raíz del primer almuerzo de Ed con Potty, cuando Ed se tragó un transmisor miniaturizado que había sido colocado en una ostra cruda; sus efectos duraron hasta que hubo pasado a través del sistema de Ed. No resultó tan complicado como podría parecer. Ed era huésped de Potty y todos los lavabos de la casa formaban parte del sistema experimental de la Hy-G-Enic. Fue cuestión de rutina localizar el aparato que había salido del cuerpo de Ed.