TERAPIA 2000
El problema empezó con los tapones para los oídos. Mejor dicho, con la ausencia de tapones para los oídos, con las dificultades que Travers encontró al tratar de comprar aquel artículo anticuado y potencialmente insociable. Desde luego, había preparado un pretexto; en realidad tenía cuatro, cada uno de ellos vagamente menos verosímil que el anterior. Pero ni siquiera como un técnico de laboratorio que realizaba experimentos en un proyecto secreto relacionado con la guerra ultrasónica tuvo éxito. No había tapones para los oídos.
Pero, una vez implantada, la idea no le abandonó. Desarrolló la perniciosa costumbre de introducir en sus oídos trozos de papel, de tela, cualquier cosa que tuviera a mano. Creía que el Sonido absorbía propiedades de un gran número de substancias. En un momento determinado, la cera caliente pareció una posibilidad; pero no había manera de controlarla, una vez licuada, y evitar que se derramara. Tal vez con la cabeza ladeada, apoyada sobre la mesa... Su único experimento terminó con un lamentable fracaso. La cera quedó definitivamente descartada; pero quedaban otras materias...
Travers se convirtió en un hombre distraído. Sus distracciones se manifestaban particularmente en forma de dolorosas tentativas de introducir más objetos en unos oídos que no admitían ya nada más. El problema, desde luego, todo el problema consistía en que nada duraba. Unos minutos, tal vez sólo segundos, de delirante sordera, de ausencia absoluta de sensación auditiva; luego, el Sonido empezaba una vez más a introducirse a través de los intersticios del tapón; y de nuevo resonaban los demonios, aunque con sordina, pateando y aporreando en el interior de su cráneo.
Desarrolló una nueva teoría, y no pudo renunciar a ella, a pesar de que era absurda desde el punto de vista científico. En esencia, consistía en que los tapones se empapaban de ruido y, en consecuencia, se hacían permeables. Esta nueva preocupación le condujo a rápidos y frenéticos cambios de tapones y alternación de materiales. Ahora utilizaba tapones de cerámica y de madera labrada a mano y perfectamente engrasada. Estas últimas obras de arte solía dejarlas en el fregadero, evidentemente para que escurrieran el Sonido que las empapaba.
Esta era la vida de Travers. Al amanecer, con el Dicky Dobson Rise and Glow Show, se levantaba obedientemente. Dos horas después —dos horas de Información Deportiva, Cartelera de Espectáculos, el Intérprete del Día, Resumen de Noticias y todo lo demás—, el tubocar le vomitaba en su lugar de trabajo, un edificio de cuarenta pisos rematado por las dos plantas de Maschler-Crombie-Cohen Associates. Allí pasaba la jornada empaquetando y pegando etiquetas a los artículos que la firma vendía por correo, desde cremas hormonales hasta armónicas.
En realidad, Travers utilizaba una Grant & Digby, una voluminosa combinación de epidiascopio y máquina de imprimir que permitía reducir o ampliar a voluntad las imágenes antes de ser fijadas mediante la simple pulsación de un botón. Era una bonita máquina. Una vez sumergido en las complicaciones de sus diversos envoltorios de plástico negro, Travers experimentaba una sensación de casi-aislamiento. Aunque incluso allí, desde luego, penetraba el barullo de la oficina.
A las cuatro de la tarde Travers regresaba a su casa para empezar su larga velada de ocio. Los tubocars estaban equipados ahora con aparatos de Tri-Vi; Travers se preguntaba cómo habían podido soportar los viajes sin Tri-Vi. Él ya no era joven. Podía recordar los tubocars sin Tri-Vi, y otras muchas cosas; después de todo, había dado doce años de su vida laboral a la Grant amp; Digby. En cierta ocasión, mientras se afeitaba —el siglo XXI, en tantos aspectos la cumbre de la perfección tecnológica, no había resuelto aún el problema de las patillas humanas—, descubrió en su cabeza un solitario cabello blanco. Se lo dijo a Deidre aquella noche; ella se limitó a reírse con aquella frialdad tan suya, y le dijo que a los hombres y mujeres verdaderos les importaba muy poco la edad; luego le besó y corrió a arrojar un guijarro al mar.
Esta era la vida de Travers al salir del trabajo. El tubocar le dejaba al pie de su hogar. Tomaba el ascensor —había leído que iban a instalar Tri-Vi en los ascensores, también— hasta su propio apartamento en el piso cuarenta y tres. Aunque la frase «propio apartamento» le sonaba un poco rara, de cuando en cuando. Si por error se hubiese encontrado algún día, no en el Apartamento 633, sino en otra de las ochocientas y pico de cajas incluidas en el inmueble, ¿cómo hubiera adivinado que la celda no era la suya, su particular, personal y absolutamente seguro fragmento de cultura del siglo XXI? Tal vez por las pequeñas huellas que habían dejado en las paredes los objetos que había lanzado contra ellas en el curso de aquellos arrebatos infantiles que parecían hacerse más frecuentes en él. Desde luego, los proyectiles no provocaban ninguna reacción; las paredes estaban tan empapadas de Sonido, que un golpe más o menos había llegado a carecer de importancia. De modo que las botas de Travers, los condimentos de la alacena donde guardaba sus frugales comidas y ocasionalmente el propio Travers, eran proyectados contra las dúctiles y transparentes paredes de plástico, detrás de las cuales unas sombras electrónicas vociferaban y contoneaban durante todo el día. Y durante casi toda la noche.
Pero, ¡cuan valioso era el fragmento representado por aquel «casi»! Hacía mucho tiempo que Travers había contado el número y decidido la ubicación exacta de los aparatos de Tri-Vi dentro del alcance inmediato de su oído. Básicamente, estaba rodeado. Encima y debajo, naturalmente; y en dos lados. El tercer lado de la habitación, el tabique del pasillo, aunque no era impenetrable proporcionaba el acercamiento más próximo a una zona muerta. El cuarto lado era la pared de partición de un lavabo. No había ventanas. Los apartamentos con ventanas eran caros; ochenta dólares a la semana, contra los cincuenta que Travers pagaba por el suyo. Y no es que la falta de vistas al exterior le preocupara. Las vistas al exterior le tenían sin cuidado. Por desgracia, esa despreocupación no alcanzaba al Sonido; una pared exterior le hubiese proporcionado otra pequeña zona de silencio, haciendo menos multidireccional el asalto continuo que sufrían sus sentidos.
Travers vivía lo que su vida tenía de valor en las tres horas que transcurrían entre el Pequeño Show (que llegaba después del Penúltimo Show y del Último Show) y el coro matutino del inimitable Dicky Dobson. Hubo una época en que la pausa en la transmisión duraba cuatro horas. Y anteriormente, cuatro horas y media. Travers había contemplado su despiadado cierre con terror y desaliento, como un hombre primitivo podría observar, con el ceño fruncido, la inexorable desaparición del sol durante un eclipse. En una época determinada la pausa había quedado reducida a dos horas; pero —posiblemente por primera vez—, Dios había acudido en ayuda de Travers. No en Su propia persona, sino a través de la intervención de la Walk-In-Light, aquel cuerpo inmensamente poderoso con células en todos los países del globo. Travers oyó el anuncio por fuerza, una noche; de acuerdo con las ilimitadas posibilidades de las matemáticas, tres Tri-Vi vecinos habían sintonizado conjuntamente el mismo canal, y los resultados penetraron a través de la última versión del Protector de la Cordura de Travers con soportable facilidad. La declaración fue hecha por el Presidente de la Walk-In-Light en persona; a un costo de miles de millones de dólares, informó orgullosamente, la Corporación había negociado una hora de silencio por día, para la meditación y la plegaria. Presumiblemente se produciría un alboroto; pero la Walk-In-Light era rica, muy rica, y pesaría lo suyo. Travers, agradecido y lleno de curiosidad, había pedido incluso su folleto, Salvación; le llegó en un sobre de plástico de color manila, y en la portada había un hombre y una mujer, desnudos, tendiendo los brazos a un sol poniente anaranjado. Travers quedó intrigado; no tanto, desde luego, por la perspectiva de la Amistad Inmortal como por las Capillas a prueba de sonidos de la Orden, donde el tiempo para la meditación podía ser adquirido por muy poco dinero. Pero las cuotas de alistamiento y de suscripción eran muy elevadas, fuera del alcance de Travers con sus doscientos dólares de sueldo semanales, y, aunque de mala gana, tuvo que renunciar al sueño.
Su otro sueño —el sueño importante— permanecía.
Él la llamaba Deidre. Mejor dicho, de mutuo acuerdo habían decidido que su nombre era Deidre. Deidre, risueña y dorada, era su único capricho, su única esperanza y su única distracción.
No sabía, ni podía recordar, cómo había surgido a la vida Deidre. Nacida de fantasías infantiles, quizás, de aquellas historias que los niños se cuentan a sí mismos por la noche en la cama. Pero Deidre no era una forma nocturna, un súcubo. Era real y vivida, tan real como cualquier mujer, más real que algunas; padecía morriñas y resfriados y en cierta ocasión se cortó con un cristal y sangró; tenía sus momentos de calma y sus momentos de reflexión, y unos momentos especiales de broma, durante los cuales nada de lo que él decía estaba bien, y nada de lo que hacía estaba bien, y él se enfurecía, sabiendo que Deidre no hablaba en serio pero pensando que ella no se daba cuenta de la rapidez con que se deslizaba el tiempo. Luego discutían, o ella se limitaba a sentarse en silencio y a contemplarle, con el rostro tranquilo y dolorido. Y el día siguiente sería un infierno. Infierno en la oficina, infierno dentro del proyector donde las imágenes de ella pululaban brillantes, doradas y azules, manchas perturbadoras delante de sus ojos. El día siguiente y la noche siguiente, hasta que el último Tri-Vi se apagaba y ella llegaba corriendo hasta él, una niña, surgida del frío atardecer o del alba, y le decía lo larga que había sido la separación. Luego le contaba cómo había pasado el día y lo que había hecho, los vestidos que estaba haciendo —Deidre era brillante haciendo cosas, vestidos, hogares, felicidad, todo—, y le preguntaba a él cómo lo había pasado, qué tal le habían ido las cosas. Y él le hablaba de la frustración, de la desesperación, del incesante ruido en la ciudad, en la colmena humana de la Nada. Entonces ella le rodeaba con sus brazos, apretando fuertemente su cabeza contra sus senos, y canturreaba y reía y le hacía olvidar, y Travers se perdía a sí mismo en el calor de Deidre y dormía para despertar y dormir de nuevo.
La realidad de Deidre era fruto de sus conclusiones particulares y cuidadosamente meditadas. En alguna parte, de alguna manera, un eslabón espacial, temporal, se había soltado y él había tenido acceso a otra realidad, a la única realidad que conservaba algún significado para él.
Un eslabón de tiempo, casi con seguridad; ya que las cosas que Deidre le mostraba, los lugares que recorrían, no podían existir. Eran cosa del pasado.
¿Inventaba ella los lugares, para complacerle? Él se lo preguntaba muy a menudo. Pero ella se limitaba a reír, invariablemente, y no se lo decía. Y él pensaba que ella le ocultaba algo, algún secreto que una vez desvelado podía sumergirles de nuevo en el limbo de la noche y el día. Pero no había nada; Deidre se lo dijo una vez, sincera y sencillamente, con sus manos alrededor de las manos de Travers, sus ojos azules buscando los de él, oscilando hacia adelante y hacia atrás en aquellos pequeños cambios de dirección tan característicos en ella. Cuando Deidre hablaba así, con calma y seguridad, no cabía dudar de ella. Con aquella voz, y de aquella manera, le había dicho que existía realmente un Dios.
El que Deidre fuera real tenía sus inconvenientes. Ya que, ¿quién podía decir de qué centenares, de qué millares de maneras podría perjudicar Travers a su amiga? Algo que hiciera o dijera, inconscientemente, durante el día, algún extraño eslabón olvidado que pudiera... ¿Qué? ¿Destruir, envenenar todo lo que era encantador y real? Con este conocimiento, Travers experimentó una terrible reacción. Durante meses enteros nada fue demasiado bueno para Deidre. Y ella lo aceptaba todo con el mismo ingenuo —no, ingenuo no era la palabra exacta, ni infantil, ni tampoco simple— deleite, con aquel placer físico que caracterizaba todo lo que hacía.
«Cuida de mí —decía—. Haz que me sienta cómoda y segura».
Y él lo hacía.
Aquel día, un día...
«Tonterías».
Deidre estaba sentada en una playa. Su playa favorita. La curva de arena, blanca donde el sol la había secado, de color pardo claro donde la marea decreciente no la cubría, se extendía hasta una gran colina, una verde altura coronada por un grupo de árboles sacudidos por el viento.
Más allá de aquella altura había otras, columnas de roca que se erguían escalonadamente hasta el brumoso resplandor del horizonte.
«Tonterías —repitió Deidre. Luego, tomando una vez más sus manos—: Querido, te amo. ¿No puedes comprender...? ¡Oh! No puedo explicarlo, me faltan palabras. Pero, ¿no puedes comprender que eso es lo único que importa?»
Travers no contestó. No en aquel momento. Estaba envuelto en pensamientos. Hasta que ella cogió un puñado de arena, se lo arrojó y echó a correr, para zambullirse en el mar. Y luego regresaron a la cabaña, junto a la playa. Esta vez era la cabaña, no el chalet. Deidre poseía también un chalet de paredes blancas bañadas por la luz del sol, y decorado con cachorros de bronce y de cobre, con un hogar en el que ardían gruesos troncos, y con pieles de cordero de un color blanco lechoso en vez de alfombras. Amontonaban las pieles y hacían el amor sobre ellas, al danzarín y chispeante resplandor de las llamas. En el hogar, el café se conservaba caliente. Travers llenaba dos tazas y obligaba a Deidre a levantarse, medio dormida, y a beber. Y ella bebía con los ojos cerrados, con el resplandor de las llamas en el rostro. Y él cepillaba sus dorados cabellos, los sedosos cabellos que Deidre había dejado crecer para él. Y volvían a besarse, y...
¿Cómo se alejaba Deidre de su lado?
Lo ignoraba.
Pero las paredes del cubículo estaban iluminadas, y al otro lado martilleaban las voces familiares y odiadas.
«Despertad-despertad, es hora de levantarse. Aquí está el Show de Dicky Dobson».
Mientras Deidre desaparecía, fantasmal y triste, rodeada de niebla.
¡Pero los días, los días largos, inútiles, llenos de Sonido! Las horas se alargaban interminablemente hasta que podía llamar de nuevo a Deidre. El ruido le impedía dormir; y los tranquilizantes le estaban vedados. Una vez, drogado, había tratado de evocar a Deidre, pero ella no pudo o no quiso venir; no había sido más que una mancha oscura en la oscuridad, una silueta que gemía y gemía como podría gemir un pájaro, palideciendo hasta desvanecerse en otro amanecer. En consecuencia, no había vuelto a drogarse. Y de ahí el juego con los tapones.
Cuando le habló a Deidre de los tapones, ella se mordió el labio y frunció el ceño. Era evidente que los desaprobaba, y Travers se sintió perdido, y transcurrió toda una hora irreemplazable antes de que se suavizara la tensión. Después de aquello, Travers no volvió a hablarle del asunto. Hasta entonces, que él pudiera recordar, no había tenido ningún secreto para Deidre.
Tres días después descubrió, en parte, el motivo de la preocupación de Deidre. Le había salido un absceso.
Era muy doloroso. Para ser más exactos, era como si un pequeño y llameante sol hubiese quedado irrevocablemente encerrado dentro de su quijada, para agonizar en ella. Ni pensar en dormir en tales condiciones; aunque Travers sintió las manos de Deidre, el alma y la fuerza vital de Deidre, esforzándose por alcanzarle a través de la manta de dolor. Gritó y lloró, se golpeó la cabeza, se desmayó, quizás...
Por la mañana, antes de que amaneciera —antes, incluso, del Dicky Dobson Show—, se vio obligado a ir en busca de su médico.
Cuatro agónicas horas antes de que le visitara. Llamó por video al jefe de personal de la empresa, el cual se echó a reír al ver su cara, y luego le preguntó si le aliviaba el gritar, y cuando Travers, sin habla, sacudió la cabeza, estalló en una franca carcajada. El aspecto de Travers era ahora grotesco, ya que el pus había formado nuevas bolsas y aumentado la inflamación. Aunque con el aumento de la hinchazón el dolor había remitido misericordiosamente. Ahora era peor el dolor espiritual; el saber que algo, a través de lo que había hecho, lastimaría a Deidre.
Necesitaba verla urgentemente, explicarse, estrecharla entre sus brazos. Pero allí estaba el doctor Rees.
El doctor estaba enojado. Con motivo, pensó Travers. Ya que la causa primaria de su sufrimiento eran los Cuerpos Extraños —al parecer se habían recuperado algunas hilachas y fragmentos— que el doctor Rees le acusó de insertarse en los oídos; y el sufrimiento de Travers era la causa primaria de que el doctor desperdiciara su tiempo. Travers quedó anonadado. Le gustaba el doctor Rees; o, más exactamente, trataba de que le gustara, concienzuda y seriamente. Aunque resultaba difícil; ya que el doctor tenía un Tri-Vi instalado en su consultorio y mientras él trabajaba y diagnosticaba, Kandinsky —por quinta vez aquella semana, Travers llevaba la cuenta— volvía a luchar sus clásicos quince asaltos con Bleeding Billy Cheshire. Travers se dio cuenta de que estaba desarrollando una memoria retentiva: se sabía el comentario de la pelea de memoria, casi palabra por palabra.
Pero el doctor estaba hablando.
Era un joven de aspecto blando con una tripita precoz. Y tenía la cara llena de granos. En su fuero íntimo, Travers atribuyó al Tri-Vi la existencia de aquellos granos. Era otra de sus teorías, también sin base científica: aquel Sonido continuo, apuntado principalmente a la cabeza, era absorbido hasta que los tejidos, excesivamente empapados por decirlo así, rechazaban cada nuevo asalto de breves y semibreves, cada oleada de octavas y disonancias. La cara del doctor Rees exudaba Sonido, a través de todo el espectro auditivo: de cuarenta a mil quinientos hz, con rastros de armónico vigésimo discernibles únicamente por medio de un osciloscopio. La Teoría de las Pústulas...
Pero, tenía que prestar atención. Iba a ser enviado a un especialista, porque la cosa era seria. Sí, asintió, sí; lo comprendía y estaba de acuerdo. Habían vendado su cara; se sentía limpio y cómodo. Haría cualquier cosa, cualquier cosa; por su propio bien, se daba cuenta de ello.
Se lo contó a Deidre, aquella noche. Ella le formuló medio centenar de preguntas, acerca del doctor Rees, de lo que había dicho y hecho, y del especialista que tenía que visitar a Travers. ¿Qué clase de especialista?
Travers enrojeció, desconcertado. Estaba demasiado nervioso y no se había acordado de preguntarlo.
Pero pensó una vez más lo que había pensado muchas veces, que Deidre sería una magnífica enfermera. La vio en una sala de hospital, blanca, almidonada y alta, con una toca que recordaba las alas de una mariposa blanca. Por una vez, su sueño fue reparador, y la imagen le sostuvo durante su jornada en Maschler-Crombie.
Sin embargo, por la tarde volvieron a surgir problemas.
Travers había deseado llamar a Deidre temprano. Realmente temprano, sólo por una vez. Porque tenía mucho que contarle acerca de su corta y tumultuosa jornada. Había oído decir —nada concreto, un simple rumor— que en Maschler pensaban ascenderle. Trató de sonsacar al jefe de personal, y Rawlinson no lo había negado, aunque tampoco lo había afirmado. Se había encogido de hombros, le había mirado por encima de sus gafas, y había contestado con evasivas, pero no había dicho que no, no lo había negado en redondo. El ascenso representaba cincuenta dólares más a la semana, la posibilidad de un apartamento exterior. Travers se sentía al borde del desmayo al pensarlo. Un apartamento exterior, con todos los privilegios que entrañaba: ¡toda una pared, un lado completo de su existencia libre de ruido! Mentalmente veía ya el apartamento, y a él mismo sentado junto a la ventana; una noche de verano, tal vez, con los millones y millones de luces parpadeantes que eran la ciudad, un mapa viviente extendido debajo de él... Después de aquello, la realidad del Apartamento 633 resultaba difícil de aceptar. Especialmente ahora que le habían prohibido su vicio secreto. Se sentó, en medio del persistente ruido, tapándose los oídos con las manos; se tendió en la cama, se levantó, hizo café, lo bebió, volvió a tenderse, se sentó.
Las manecillas del reloj de pared se arrastraban con imposible lentitud, marcando los segundos y los minutos lúgubremente, como si incluso el reloj deseara privarle de aquel interludio de paz.
Alrededor de las ocho un extraño estado de ánimo tomó posesión de él. Quizás por primera vez en muchos años, se encontró a sí mismo preguntándose por qué él, Travers, tenía que ser víctima de tales desventuras. El asunto de los tapones, por ejemplo; mirando hacia atrás, reconstruyendo todos sus actos, no podía encontrar ningún fallo en la lógica, ningún detalle ante el cual pudiera decirse: «Travers, te has pasado de la raya». No, había hecho lo que había hecho por pura necesidad; una extravagancia, quizá, pero una necesidad básica para él como individuo. Luego le dio por preguntarse si había existido una época —en el período Cámbrico, por ejemplo, o en el Devónico—, durante la cual hubo Silencio. Si existía ahora algún lugar (aparte de aquellas inasequibles Capillas que habían labrado la fortuna de la Walk-In-Light) del que pudiera decirse que en él prevalecía el Silencio, incluso brevemente. Desde luego, no en lo que quedaba de campiña. Travers había ahorrado durante varios años para costearse unas breves vacaciones lejos de la ciudad, pero había sido inútil. En todas partes, en aquellos campos cuidadosamente conservados, en aquellos trozos de playa, en las colinas que fijaban los límites de la ciudad por uno de sus lados, habían instalado locales de recreo; los turistas, errando al azar y un poco asustados, se arracimaban alrededor de ellos con sus Tri-Vi portátiles, embriagando sus almas con la deliciosa ambrosía del Sonido. No había encontrado nada allí. Ninguna de aquellas playas vacías de sus sueños, o de los sueños de Deidre, ningún suspiro del viento sobre la hierba, ningún susurro de las olas resbalando sobre la arena...
Se encontró a sí mismo, contra su voluntad y con gran sorpresa por su parte, utilizando su video. Los números del listín parpadearon en la pantalla, verdes y brillantes. Localizó lo que buscaba, marcó el número de la Oficina de Correos, Torre Central, tragó saliva un par de veces y expuso su queja con la mayor claridad y concisión que le fue posible.
El caballero que apareció en la pantalla tenía un rostro amable. Sí, sí, exceso de Sonido, muy lamentable; cada ciudadano estaba rigurosamente controlado, desde luego; sólo tenía derecho a un nivel determinado de decibeles, de acuerdo con la ley. ¿Estaba seguro Travers de que alguien violaba las normas locales?
Travers estaba seguro.
En tal caso, dijo su nuevo amigo y benefactor, se tomarían las medidas oportunas. Inmediatamente. Los Ingenieros de la Central peinaban la ciudad continuamente en busca de infractores; una camioneta estaba ya en camino. No se preocupe, Mr. Travers; siéntese tranquilamente y espere... Con una sonrisa impersonal, el empleado se borró a sí mismo de la pantalla.
Lo he hecho, pensó Travers, con una mezcla de terror y exultación. Lo he hecho, Deidre...
Pero, ¿y si... supongamos, esperanza contra esperanza... y si se hacía realmente algo? Travers lo imaginó, o trató de imaginarlo. Silencio. Extendiéndose como un bálsamo, como las ondas sobre un lago, desde su cubículo, a través y más allá del edificio. Travers se entregó al ensueño. Se vio a sí mismo como el patriarca, el archipreste de una nueva fe. ¿Y si, partiendo de aquel modesto principio, la fe continuaba creciendo? A través de la ciudad, del país, saltando por encima de los mares, tal vez, para inundar el mundo. La visión era delirante e inmensa. Silencio; un nuevo credo reuniendo a centenares, a millares, a millones tal vez de conversos. ¿De qué tamaño tendría que ser el arca, se preguntó, para garantizar un Silencio absoluto? ¿Paredes de un metro de espesor, de un centenar de metros, de quinientos metros? El dinero no sería problema. Vio el arca convertida en realidad. Dentro de ella, una eternidad de Silencio. Con Deidre...
El llamador situado encima de la puerta parpadeó insistentemente, un furioso ojo rojizo.
¿Cuánto tiempo había permanecido amodorrado? Sólo unos minutos; pero incluso el Sonido se había apagado temporalmente. Travers se dirigió hacia la puerta, como un sonámbulo, presa aún de su momentánea exaltación.
Eran dos ingenieros. Con una gran cantidad de aparatos, medidores, localizadores de dirección en forma de copa, troles repletos de controles y de discos, un micrófono sobre un soporte plegable, con su cabeza achatada semejante a la de una serpiente de cromo. Hurgaron aquí y comprobaron allá, consultaron tablas y notas, extendieron sobre el suelo un enorme plano del edificio... Estaban muy bien equipados, evidentemente.
Travers rezó en silencio.
La cabeza del micrófono giró, interrogadora, mientras las saetas de los medidores oscilaban y temblequeaban. Unas luces se encendieron y se apagaron. Travers notó que el sudor brotaba copiosamente de su frente y de sus axilas.
Ahora, el micrófono olfateaba el techo.
«Negativo —dijo uno de los ingenieros—. Dos puntos ocho de máxima».
Apuntaron el micrófono al suelo.
«Negativo —repitió el ingeniero—. Cinco coma cero».
Los gritos y los aullidos, la música, los ritmos que se entremezclaban caprichosamente, el terrible ruido... ¿Era negativo todo aquello? El micrófono estaba sordo, o desajustado. Aquellos hombres le estaban tomando el pelo.
«Oiga, mister —dijo el ingeniero—. Creo que nos ha llamado usted para nada».
«Un momento...»
La esperanza que renacía.
La cabeza del micrófono estaba apuntando a un rincón del suelo. A Travers le pareció que el micrófono temblaba, como si olfateara una víctima.
«Aquí tenemos un nueve coma cinco —dijo el ingeniero—. De acuerdo, mister, tenía usted razón».
Los localizadores de dirección entraron en funciones. Luego, los ingenieros consultaron el plano.
«Este es el tipo —dijo uno de ellos—. Se llama Lupcheck. Le caerá una multa de ochenta dólares. Mr. Travers, gracias por su llamada. No podemos permitir que la gente sufra por el exceso de ruido. No es bueno para el sistema nervioso».
Recogieron todos los aparatos y se marcharon.
Travers retorció sus manos.
Lupcheck... Conocía a Lupcheck, perfectamente. Y Lupcheck conocía a Travers; sus caminos se habían cruzado ya una vez. Lupcheck manejaba una grúa en el supermercado local: un enorme trasto pintado de azul que corría continuamente, silbando y roncando, a lo largo de una complicada red de rieles colgada sobre un acre y medio de artículos para la venta. Uvas, latas de conservas, flores artificiales, cajas de huevos y de queso, todo era atrapado por la grúa de Lupcheck y depositado en los lugares asignados ante las mismas barbas de los consumidores. Travers había admirado a menudo su destreza con la grúa; hasta que un día sucedió algo imprevisto que dejó a un cliente sin sombrero y derramó por el suelo racimos de plátanos, latas de aceitunas sevillanas, tarros de mermelada y cereales. El cliente gritó algo furiosamente en dirección al tejado, y desde allí le replicaron, y continuó gritando, hasta que Lupcheck bajó: al lado de la grúa había una escalerilla que descendía hasta el suelo. Lupcheck no era alto, pero sí muy ancho, con un cuello de toro y unos recios y velludos antebrazos. Sus puños eran enormes, con unos nudillos impresionantes; disparó uno de ellos, y las gafas del cliente quedaron incrustadas en su rostro, mientras brotaba la sangre y goteaba hasta el suelo. El cliente profirió unos terribles aullidos y Lupcheck trepó tranquilamente por la escalerilla y volvió a atender a su máquina. Y Travers se dirigió rápidamente hacia la salida, sintiéndose enfermo y renunciando a las cosas que había comprado, preguntándose con asombro cómo era posible que nunca se hubiese dado cuenta del poder destructor de la bola de hueso situada al final de un brazo humano.
Travers temía a Lupcheck. Y ahora, en virtud de su denuncia, Lupcheck tendría que pagar ochenta dólares.
Poco después de la retirada de los cazadores de decibeles, uno podía haber detectado o no una pequeña reducción en el volumen de los rugidos de los Tri-Vi. Travers pasó una mala noche, demasiado preocupado para dormir, incapaz de evocar a Deidre. Como siempre, la cesación del ruido trajo la incredulidad. Era como tratar de recordar el dolor; parecía inconcebible que el edificio no hubiese estado siempre envuelto en una silenciosa quietud. Las luces fueron apagándose en los cubículos circundantes, hasta que Travers quedó rodeado por una aterciopelada oscuridad. A oscuras, se maldijo a sí mismo amargamente. ¡Qué insignificancia parecía, después de todo, aquel asunto del Sonido! Sin ningún motivo, o por un motivo muy nimio, había comprometido la mañana del día siguiente. Y se había negado a sí mismo a Deidre, y la había lastimado; no tenía la menor duda acerca de eso. Trató de obligarse a dormir, con una especie de desesperación; pero llegó el amanecer, y Dicky Dobson estalló en su diaria cacofonía, y Travers no había pegado un ojo. El terror abrió sus fauces delante de él, ya que si conseguía eludir a Lupcheck, este era de todos modos el Día del Especialista.
Lupcheck le atrapó en el ascensor.
Travers llevó la mano a los controles, aterrorizado, pero el otro fue demasiado rápido para él. Apoyó un hombro contra la puerta antes de que se cerrara; el mecanismo chirrió levemente, y la puerta se abrió y volvió a cerrarse con Lupcheck dentro. El ascensor inició su suave descenso.
Lupcheck agarró a Travers por las solapas de la americana, lo levantó del suelo y lo empujó contra uno de los lados de la caja. Travers jadeó, con sus azules ojos desorbitados. Como le había ocurrido antes, se sintió como dividido en dos: una parte de su cerebro se daba cuenta de que Lupcheck estaba realmente furioso, mientras sus ojos registraban la aspereza de la piel del otro, las redes de venas diminutas, las hirsutas cejas con pelos rojizos, grises y blancos. Un pequeño músculo latió en la comisura de la boca de Lupcheck, y Travers se preguntó por un instante si el operador de la grúa no podía ser tan desgraciado como él. Luego llegó la rabia, vertiginosa y fría, sugiriendo que Travers golpeara con la rodilla el empeine de Lupcheck y descargara un puñetazo en la intersección de su nariz y sus ojos. Lo que había presenciado en el supermercado le contuvo. Lupcheck era invencible; seguirían otros golpes, como mazazos, demasiado terribles para ser soportados. Y se romperían cosas dentro de la boca de Travers: podía ver ya la sangre y experimentar el dolor. De modo que se quedó quieto, mientras Lupcheck volvía a empujarle contra el lado del ascensor y gruñía, y prometía, y juraba.
Ocurriera lo que ocurriera, Deidre se pondría furiosa. Furiosa por su cobardía, furiosa si luchaba y le magullaban inútilmente. De modo que Travers tuvo que oír las cosas que Lupcheck decía, y dar las garantías que Lupcheck exigió, y largarse furtivamente, cuando Lupcheck le soltó. La rabia hervía aún en él; sabía que no le abandonaría ya hasta que Deidre hubiera sufrido por su causa. Como siempre, contra su voluntad.
La rabia no abandonó a Travers mientras se dirigía al hospital. Había estado allí una vez, hacía años, y apenas recordaba el camino. Cruzó pasos subterráneos, en los cuales resonaba el estrépito de los automóviles y autobuses que pasaban por encima. Los aparatos de Tri-Vi, instalados aquí y allá en paredes y tejados, competían en sus vociferaciones. Los postes de anuncios parlantes aportaban su contribución —una contribución relativamente modesta— al barullo.
El hospital estaba perfectamente señalizado. Parecía extender fibras nerviosas electrónicas hasta los pasos subterráneos; Travers no tardó en encontrarse enfrentado a las posibilidades conflictivas de Otorrinolaringología, Oftalmología, Geriatría, Cáncer y media docena más de departamentos ominosamente etiquetados. Se equivocó dos veces, retrocedió, hasta que finalmente consiguió orientarse y llegar a la zona de recepción.
Recordó el lugar. Interminables paredes de hormigón, luces blancas y deslumbrantes, y ruido. Los altavoces, apuntados en todas direcciones, aullaban números y números de Tarjetas de Identidad, indicando a los pacientes los pasillos o ascensores que debían utilizar. Más allá se encontraba el Pabellón de Emergencias, donde eran atendidos los accidentados de toda una ciudad. Las ambulancias afluían ininterrumpidamente, descargando camillas y heridos capaces de andar por su propio pie; el vestíbulo era un hervidero de enfermeras y ordenanzas. Travers pudo ver la llegada de un vehículo aplastado, montado sobre un camión. Varios hombres subieron inmediatamente a la caja del camión, y uno de ellos portaba los cilindros de un anticuado soplete de acetileno. Las víctimas serían extraídas del vehículo siniestrado allí mismo, como sardinas de una lata. Travers se estremeció y se alejó de allí. Poco después presentaba su Tarjeta de Identidad al escrutinio impersonal de un Monitor. La máquina parpadeó, y al cabo de unos segundos le entregó un volante. Siguiendo las instrucciones que figuraban en él, Travers encontró su pasillo, contó las puertas, presentó el volante a otro Monitor y fue admitido mecánicamente a una antesala alfombrada, pero sin muebles, aparte unas cuantas sillas.
Aquí, al menos, el ruido era menos intenso. Había un solitario Tri-Vi funcionando, pero con el Sonido desconectado. Un recepcionista, humano por fin, asumió la dirección de los asuntos de Travers. Le dijo que se sentara y aguardara, y le entregó una revista con hojas de plástico para que se entretuviera. Travers leyó, maquinalmente, palabras que no tenían ningún sentido. Y rezó por Deidre. En otras ocasiones, en otras grandes crisis de su vida, la técnica había funcionado. Cerró los ojos, se concentró...
Mr. Travers...
Travers levantó la mirada, sobresaltado, al oír repetir su nombre en tono impaciente. De nuevo había pisado en falso. Ahora había enojado al especialista.
Fue introducido en una oficina interior. Aquí, por fin, había Silencio. Un silencio tan intenso, que el leve zumbido del ventilador instalado en el techo resultaba ruidoso. El especialista consultó unas cuartillas, frunció el ceño y sacudió la cabeza. Luego empezó a hablar.
En primer lugar, dijo, Travers debía darse cuenta del considerable problema que él y otros como él planteaban a una sociedad moderna; una sociedad, subrayó el especialista, organizada sobre sanos principios históricos para el mayor bien del mayor número posible de sus miembros. Repitió, una por una, las admoniciones del Doctor Rees. Travers asentía a todo, humildemente. Lo único que deseaba en aquel momento era huir una vez más a su desierto de Sonido.
Pero aquello, al parecer, no sería posible. Ya que el especialista continuó hablando, formulando preguntas. Unas preguntas muy raras. Se interesaba por la infancia de Travers, por los acontecimientos más remotos que pudiera recordar y que hubieran dejado huella en él. Travers contestaba a las preguntas, reticente al principio, luego más locuaz, hasta que por fin toda su amargura se derramó en un torrente de palabras apasionadas. Habló, sobre todo, de la Necesidad, la gran Necesidad de Silencio que experimentaba su alma. Y de su idea del Arca.
Travers se interrumpió, avergonzado. Pero el especialista le apremió para que siguiera. El especialista comprendía el problema de Travers; lo comprendía de veras. En cuanto a la solución... Bueno, en esta sociedad moderna, en el mejor de los mundos posibles, no había nada que no pudiera alcanzarse. Y, después de todo, la Necesidad resultaba muy fácil de satisfacer. ¿La respuesta? Nada de píldoras, nada de aparatos, nada de sueños románticos e inasequibles...
Travers parpadeó mientras toda la belleza de la solución se iluminaba delante de él. Tan sencilla, de una sublime sencillez, sencilla como la Relatividad, sencilla como todas las ideas realmente grandes y originales... Significaría, desde luego, el sacrificio de su ascenso, el final del antiguo sueño de un apartamento exterior; pero su mente se refocilaba ya con las otras posibilidades, mucho mejores. Felicidad, total y completa, para él y para Deidre. Se vio a sí mismo comunicando la maravillosa noticia: Tiempo, ilimitado, Tiempo para estar juntos. El mundo se difuminó; Travers no vio nada más que el brillante y perfecto futuro. Asintió, febril, mudo en su impaciencia, ávido por firmar los formularios que le presentó el especialista y empezar.
Fue conducido a otra sala. Aséptica esta vez, blanca y resplandeciente. La anestesia local le insensibilizó rápidamente desde la mandíbula hasta el cuello y las sienes. Fue conducido a un sillón que moldeó la forma de su cuerpo mientras se sentaba. Una lámpara se encendió sobre su cabeza; notó el momentáneo pulso de calor en las mejillas y en la nariz antes de que extendieran un paño sobre sus ojos. Unos dedos hurgaron en sus insensibles mejillas.
Los instrumentos producían leves sonidos. Repiquetees y chasquidos metálicos. Luego, nada.
Absolutamente nada.
Apartaron el paño; y Travers miró a su alrededor, deslumbrado. La pesadilla había terminado, limpiamente, en un brevísimo espacio de tiempo. Ahora no habría más Dicky Dobson; no habría más gente; nada.
La técnica era tan perfecta, le habían asegurado, que su sentido del equilibrio permanecería intacto; se trataba de una simple escisión, para extirpar unos huesos diminutos que funcionaban conectados con otros huesos diminutos para transmitir el infierno desde los cuatro puntos cardinales hasta el interior de su cráneo...
Los rostros le estaban hablando, ahora. Enfermera, anestesista, cirujano; elogios o maldiciones, felicitaciones o reproches. Travers sonrió, eufóricamente. Ni sabía lo que le decían, ni le importaba.
Y allí estaba la ciudad silenciosa, fuera. Los silenciosos tubocars, las silenciosas personas y los silenciosos vehículos. Un millón de ventanas silenciosas, ojos de cubículos que albergaban a un millón de silenciosos Tri-Vi. En alguna parte, Lupcheck manejaba su grúa silenciosa, rumiaba su silenciosa rabia. Pobre estúpido y derrotado Lupcheck, que ahora no importaba absolutamente nada.
Travers se encaminó a su apartamento, despacio, ya que le habían advertido de la posibilidad de que le afectara una sensación de vértigo, durante algún tiempo. Más allá de las paredes del Apartamento 633, como siempre, danzaban sombras electrónicas. Las miró sonriendo, con una sonrisa de bendición.
Se desvistió lentamente. Ahora disponía de todo el Tiempo del mundo. La preocupación de la noche anterior, la tensión del día, le habían agotado. Se tendió en su camastro, y quedó dormido casi instantáneamente.
La playa se iluminó. Y allí estaba Deidre corriendo, corriendo como nunca había corrido. Él corrió, también, notando que sus pies se hundían en la arena calentada por el sol, con los brazos extendidos. Trató de abrazar a Dreide, pero ella le apartó de su lado. Y entonces vio, desconcertado, las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas; y vio la terrible acusación en sus ojos. Deidre cayó de rodillas, sujetándose la garganta, formulando una y otra vez la misma silenciosa pregunta, por qué, por qué, hasta que por fin llegó la comprensión.
Deidre se había vuelto muda.