POR EL AMOR DE GRACE
El Khadilh ban-harihn frunció el ceño ante el disco que sostenía en la mano, enojado y aprensivo. Desde luego, siempre existía la posibilidad de una avería en el sistema de comunicación. Se inclinó hacia adelante y apretó de nuevo el botón transmisor con el pulgar. La máquina zumbó unos instantes, al parecer normalmente, y depositó otro disco en la bandeja de los mensajes. El Khadilh lo tomó, lo examinó y prorrumpió en una sarta de juramentos, dado que no estaba presente ninguna mujer.
Allí, a la izquierda, se veía la marca-matriz que identificaba a su familia, el símbolo ban-harihn perfectamente claro; por este lado no existía la posibilidad de un error. Y de allí partía una serie de pequeñas líneas, amarillas para las hembras, verdes para los varones, una para cada uno de los miembros de la casa, todas perfectamente en orden.
Excepto una.
La línea amarilla que representaba el estado de su esposa, la Khadilha Althea, no era normal. Aparecía interrumpida a intervalos de un cuarto de pulgada por un punto negro, señalando que algo no marchaba como era debido. Y el símbolo al final de la línea no era la cruz azul que hubiera clasificado la dificultad como puramente física; era la estrella roja que indicaba que el problema, cualquiera que fuese, podía ser considerado como grave, o factible de adquirir gravedad.
El Khadilh suspiró. Aquello podía significar cualquier cosa, desde el mal uso de sus tarjetas de crédito por parte de su esposa, hasta un reprobable asunto amoroso. Aunque su propio conocimiento de la frígida naturaleza de la Khadilha le hizo considerar como sumamente improbable aquella última posibilidad. Lo único que podía hacer era pedir un informe completo e inmediato.
¿Y que pasaría, se preguntó, si el informe ponía de manifiesto la necesidad de regresar a casa inmediatamente? Desde el lugar en que se encontraba —en las avanzadas de la Federación— tardaría al menos nueve meses en llegar a su hogar, incluso si conseguía reservar un vuelo prioritario con facilidades de trasbordo y literas acondicionadas para la vida artificial. Desde luego, las mujeres sólo planteaban problemas.
Pulsó el botón de la transmisión oral y el comunicador empezó a emitir la señal para marcar. El Khadilh marcó, seleccionando cuidadosamente el código del planeta, dado que su última tentativa para establecer contacto con su hogar, en ocasión del cumpleaños de su esposa, había acabado con una confusa conversación con un ser erizado de tentáculos, que había sido arrancado de su (presunto) lecho en medio de su (presunto) sueño. Y el Khadilh tuvo que pagar el importe de la llamada, ya que todas las comunicaciones intergalácticas corrían a cuenta y riesgo del que llamaba.
«...tres-tres-dos-tres-dos...», terminó, con mucho cuidado, y esperó. La diminuta pantalla se iluminó, y aparecieron las palabras NO SE RETIRE, para ser reemplazadas al cabo de unos segundos por AMANUENSE (FEMENINA) DE LA FAMILIA BAN-HARIHN, lo cual significaba que al menos había marcado correctamente. La pantalla se iluminó y las palabras fueron reemplazadas por el rostro de la amanuense de su familia, tan distorsionado por la distancia que hacía falta una gran dosis de cortesía para aceptar que era un rostro humano, pero con la marca-matriz ban-harihn sobreimpresa en verde y amarillo, a través de la pantalla, como garantía.
El Khadilh habló rápidamente, preocupado por el importe de la llamada a semejante distancia.
—Amanuense ban-harihn, esta mañana el disco de la Khadilha Althea señalaba alguna dificultad en su estado. Confirma si ese estado puede ser descrito como una emergencia.
Después de la habitual interrupción para la conversión a símbolos, la respuesta apareció sobreimpresa encima de la marca-matriz, y el Khadilh pensó como de costumbre que aquellas diminutas pantallas intergalácticas quedaban tan atestadas de símbolos antes que terminara una conversación que resultaba difícil interpretar los mensajes transmitidos.
En este caso el mensaje fue «NEGATIVO», y el Khadilh sonrió: la amanuense se preocupaba incluso más que él por el importe de la transmisión.
Pulsó el botón de borrar y terminó con:
«Gracias, amanuense ban-harihn. Prepara inmediatamente un informe detallado, por escrito, y envíamelo por los medios más rápidos a tu alcance. Si el problema se agravara hasta el punto de constituir una emergencia, autorizo desde ahora una llamada intergaláctica, que pedirá uno cualquiera de mis hijos. Final».
La pantalla se apagó y el Khadilh, por simple curiosidad, pulsó una vez más el botón del control del estado de la familia. La máquina entregó otro disco y allí estaban, de nuevo, los puntos negros y la estrella roja. El Khadilh tiró el disco a la basura, se encogió de hombros y encargó café. No podía hacer absolutamente nada hasta que recibiera el informe de la amanuense.
Sin embargo, si resultaba que había perdido el importe de una transmisión intergaláctica a cuenta de alguna insignificante trifulca doméstica, se prometió a sí mismo que armaría un buen alboroto antes de pagar, y que la Khadilha recibiría un adecuado castigo, administrado por el funcionario de la Unidad Disciplinaria de Mujeres más próxima. Desde luego, los códigos del control del estado familiar tendrían que ser más detallados, para poder distinguir una guerra de una simple discusión con una sirvienta.
El informe llegó al cabo de cuatro días por Tele-salto. Una elección muy prudente, pensó el Khadilh, satisfecho, ya que el mecanismo del Tele-salto era completamente automático e impersonal. Resultó algo difícil de leer, dado que la amanuense había especificado que debía ser entregado sin más trascripción que a símbolos verbales, y en consecuencia el Khadilh tuvo que examinar un rollo de papel amarillo de ocho símbolos de anchura y de una longitud que parecía de varias millas. Sólo leyó lo suficiente para convencerse del hecho que no iba a plantearse ningún problema de discreción, y luego introdujo el mensaje en la ranura de trascripción, recibiendo a cambio una carta estándar en papel blanco.
«Al Khadilh ban-harihn —leyó—, de acuerdo con su petición, el siguiente informe de la amanuense de su familia:
»Hace tres días, como sin duda sabe el Khadilh, se celebró aquí el festival de las Lluvias de Primavera. Toda la familia, con la excepción del propio Khadilh, estuvo presente en una gran procesión destinada a señalar el comienzo de las Horas de Trance de la Alaharibahn-khalida. Un lugar adecuado para contemplar la procesión, completamente de acuerdo con el decoro, había sido escogido por la Khadilha Althea, y las mujeres de la familia estaban de pie en la segunda fila a lo largo del borde de la calle, un espacio que siempre se dejaba aparte para las mujeres.
»Habían pasado los danzarines, las bandas de música, etcétera, seguidos por trece de los Poetas de esta ciudad. Los Poetas casi habían pasado, con el habitual complemento de animales exóticos y flores móviles, sin que se hubiera producido ningún incidente, cuando de pronto la hija del Khadilh, Jacinth, fue abordada (perdón por mi libertad de expresión) por el Poeta Anna-Mary, que es, como el Khadilh sabe, una mujer. Anna-Mary se ladeó en su montura, haciendo sonar sus campanillas para indicar que quería hablar con la hija del Khadilh, y parando la procesión para hacerlo. En aquel momento ocurrió el incidente que sin duda ha provocado la variación en el disco que señala el estado de la Khadilha Althea. Inesperadamente, la Khadilha, en vez de enviar a la niña hacia adelante para que hablara con el Poeta, tomó a Jacinth por los hombros y la colocó detrás de ella, tapándola completamente con sus pesadas vestiduras para que no pudiera hablar ni ver.
»El Poeta Anna-Mary se limitó a saludar desde su caballo, haciendo una seña para que la procesión emprendiera nuevamente la marcha, pero estaba muy pálida y evidentemente ofendida. La familia quiso participar del resto de las ceremonias del día, pero los hijos del Khadilh decidieron que todos regresaran a casa a media tarde, evitando así que la Khadilha tomara parte en las Horas de Trance. Sin duda fue una medida juiciosa.
»La amanuense ignora las consecuencias que ha podido tener todo esto, ya que la servidumbre no ha sido informada de nada. La amanuense se complace en reiterar su respeto y sumisión al Khadilh.
»Final del informe».
«¡Bien!», dijo el Khadilh. Dejó la carta encima de su escritorio, con aire pensativo, frotándose la barba con una mano.
¿Qué podía esperarse a modo de repercusiones de un insulto público a una anciana —y susceptible— Poeta? Resultaba difícil de predecir.
En su calidad de único Poeta femenino del planeta, la Poeta Anna-Mary estaba muy sola; y como sus obligaciones no eran arduas, disponía de mucho tiempo para cavilar. Y aunque era Poeta, continuaba siendo una mujer, con las facultades de razonamiento inferiores de la mujer. Estaba acostumbrada a los homenajes reverentes, a que las mujeres levantaran en alto a sus hijos para que pudieran tocar el borde de su túnica. Difícilmente podía esperarse que reaccionara con placer a un insulto público, y procedente de otra mujer.
Lo más probable sería que se vengara en sus hijos, a través de la Universidad, pensó el Khadilh, y él no podía permitirlo. Habían trabajado demasiado duramente, lo mismo él que sus hijos, para dejar que una mujer vengativa, por encumbrada que fuese su posición, destruyera lo que ellos habían edificado. Sería mejor regresar a casa y dejar que las huertas cuidaran de sí mismas; por importantes que fueran los sabrosos melocotones de la Tierra para la economía de su planeta natal, más importantes eran sus hijos.
No todas las familias podían presumir de tener cinco hijos en la Universidad, todos ellos seleccionados tras un examen competitivo por el Mayor en Poesía. A veces, una familia tenía a dos hijos seleccionados, pero el resto era rechazado, como había sido rechazado el propio Khadilh, y tenía que conformarse con la selección por parte de los Mayores en Derecho, Medicina o Gobierno. El Khadilh sonrió orgullosamente, recordando las respetuosas miradas de sus amigos cuando sus hijos iban obteniendo las mejores notas en los exámenes, y cuando su primogénito ingresó en el Cuarto Nivel. Y cuando había sido escogido el más joven, eximiendo así al primogénito del acostumbrado voto de soltería —dado que el imponerlo hubiese significado el término de la línea familiar, una situación imposible—, al Khadilh le había resultado muy difícil mantener una actitud de fingida modestia. El significado, desde luego, era que tendría como nieto al descendiente directo de un Poeta, algo que no había sucedido en todo lo que alcanzaban sus recuerdos e incluso los recuerdos de su padre. De hecho, hacía más de trescientos años que no ingresaban en los cursos de Poesía todos los hijos de una familia (La ley prohibía que una familia que tuviera un solo hijo lo presentara a los Exámenes de Poesía).
Sí, debía regresar a casa, y al diablo los melocotones de la Tierra. Que se pudrieran, si los robots-agrícolas no podían manejarlos.
Se dirigió al comunicador y transmitió un mensaje declarando sus intenciones, y luego fue a tirar de las cuerdas necesarias para obtener un vuelo prioritario.
Cuando el Khadilh llegó a su hogar, sus hijos estaban alineados en su estudio, esperándole, cada uno de ellos con la reglamentaria túnica parda de estudiante, pero con la faja roja de Poeta alrededor de la cintura para deleite de sus ojos. Les dirigió una sonrisa, diciendo:
—Es un placer volver a verles, hijos míos; ustedes dan descanso a mis ojos y alegría a mi corazón.
Michael, el primogénito, respondió en nombre de todos:
—También a nosotros nos complace mucho volver a verte, Padre.
—Vamos a sentarnos —dijo el Khadilh, señalándoles sus puestos alrededor de la mesa situada en el centro del estudio.
Cuando estuvieron sentados, el Khadilh golpeó la mesa con los nudillos, de acuerdo con el antiguo ritual, tres veces y lentamente.
—Sin duda saben por qué he decidido dejar mis huertas al cuidado de los robots-agrícolas y regresar a casa de un modo tan repentino —dijo—. Por desgracia, he invertido diez meses en el viaje. No existía otro medio más rápido para regresar.
—Lo comprendemos, Padre —dijo el primogénito.
—Entonces, Michael —continuó el Khadilh—, haz el favor de informarme del desarrollo de los acontecimientos desde aquel incidente en la procesión de las Lluvias de Primavera.
Su hijo se mostró indeciso, como si no se atreviera a hablar, y el Khadilh le dirigió una sonrisa alentadora.
—Vamos, Michael —dijo—, no es cortés por tu parte hacer esperar a tu padre de este modo...
—Comprenderás, Padre —dijo el joven lentamente—, que no nos ha sido posible comunicar contigo después de tu última transmisión. Comprenderás también que este asunto no era de los que permiten recurrir al consejo ajeno. Lo único que podía hacer era esmerarme en el momento de tomar decisiones.
—Lo comprendo. Desde luego.
—Muy bien. Espero que no estés furioso, Padre.
—Estaré furioso si no me cuentas inmediatamente lo que ha ocurrido en los últimos diez meses. Me pones nervioso, hijo mío.
Michael respiró profundamente y asintió.
—De acuerdo, Padre —dijo—. Seré breve.
—Y rápido.
—Sí, Padre. Me llevé a la familia del festival en cuanto pude hacerlo decorosamente, sin provocar habladurías; y cuando llegamos a casa envié inmediatamente a la Khadilha a sus habitaciones, con órdenes de permanecer allí hasta que tú me aconsejases lo contrario.
—Muy bien —dijo el Khadilh—. ¿Y luego?
—La Khadilha me desobedeció, Padre.
—¿Te desobedeció? ¿En qué sentido?
—La Khadilha Althea no hizo el menor caso de mis órdenes, y llevó a nuestra hermana al Pequeño Pasadizo, y allí le permitió asomarse a la celda donde está encerrada nuestra tía, Padre.
—¡Dios mío! —exclamó el Khadilh—. ¿Y tú no hiciste nada por impedirlo?
—Padre —dijo Michael ban-harihn—, debes comprender que nadie podía prever los actos de la Khadilha Althea. De haberlo sabido, es indudable que lo hubiésemos impedido; pero, ¿quién podía imaginar que la Khadilha desobedecería las órdenes de un varón adulto? Se suponía que se encerraría en sus habitaciones y no saldría de allí.
—Comprendo.
—No establecí contacto con la Unidad Disciplinaria de Mujeres —continuó Michael—. Preferí que esa orden procediera de ti, Padre. Sin embargo, se dieron órdenes para que la Khadilha no saliera de sus habitaciones, y no se ha permitido que nadie la viera, a excepción de las sirvientas. Se desconectaron los hilos de su comunicador, y se tomaron las medidas oportunas para que recibiera una adecuada medicación añadida a su comida. La encontrarás muy dócil, Padre.
El Khadilh estaba temblando de indignación.
—La disciplina será restablecida inmediatamente, hijo mío —dijo—. Pido disculpas por el desagradable comportamiento de la Khadilha. Pero, continúa, por favor... ¿Qué hay de mi hija?
—Eso es quizás lo más desagradable de todo.
—¿En qué sentido?
Michael inclinó la cabeza, sin contestar.
—¡Contesta inmediatamente! —gritó el Khadilh.
—Nuestra hermana Jacinth —dijo su segundo hijo, Nicolás— tenía ya doce años en la época del festival. Cuando regresó del Pequeño Pasadizo, sin informar a ninguno de nosotros, anunció por carta al Poeta Anna-Mary su intención de competir en los exámenes de Poesía...
—Y el Poeta Anna-Mary...
—Transmitió inmediatamente la petición a las autoridades de la Unidad de Poesía —terminó Michael—. Desde luego, no hizo absolutamente nada para disuadir a nuestra hermana.
—Se ha vengado con creces del insulto de la Khadilha —dijo el Khadilh amargamente—. ¿Se ha producido algún otro acto por parte del Poeta Anna-Mary?
—Ninguno, Padre. Nuestra hermana fue enclaustrada por orden del gobierno inmediatamente, desde luego, para evitar la contaminación de las otras mujeres.
—¡Dios mío! —suspiró el Khadilh—. ¿Cómo es posible que la desgracia haya alcanzado mi casa..., por segunda vez? —Meditó unos instantes—. ¿Cuándo se celebrarán los exámenes? He perdido la noción del tiempo.
—Han pasado diez meses, Padre.
—Entonces, falta un mes.
—Tres semanas.
—¿Me dejarán ver a Jacinth?
—No, Padre —dijo Michael—. Y, Padre...
—¿Sí, Michael?
—Me avergüenzo del hecho que haya sucedido todo esto como resultado de dejar a la familia a mi cuidado.
El Khadilh palmeó cariñosamente el hombro de su hijo.
—Eres muy joven, hijo mío —dijo—, y no tienes que avergonzarte de nada. Cuando las mujeres de una familia se empeñan en trastornar el orden natural de las cosas y en violar las normas de la decencia, es muy poco lo que puede hacerse.
—Gracias, Padre.
—Ahora —dijo el Khadilh, dirigiéndose a todos—, sugiero que lo primero que hagamos sea hacer intervenir a la Unidad Disciplinaria de Mujeres. ¿Quieren que haga colocar a la Khadilha bajo Medicación Permanente, hijos míos?
Confió en que ellos no insistirían para que lo hiciera, y quedó complacido al ver que, efectivamente, no insistían.
—Vamos a esperar, Padre —dijo Michael—, hasta que conozcamos el resultado de los exámenes.
—No creo que pueda existir ninguna duda acerca del resultado.
—De todos modos, Padre, ¿podemos esperar?
Era el más joven de los muchachos. Como es lógico, sus sentimientos eran aún excesivamente delicados. Y, en el fondo, al Khadilh no le desagradaba que fuera así.
—Una juiciosa decisión —dijo—. En tal caso, después que me haya bañado y me hayan servido la cena, haré llamar al Letrado an-ahda. Y ahora pueden marcharse, hijos míos.
Los muchachos desfilaron, encabezados por el solemne Michael, dejando al Khadilh sin más compañía que la lenta danza de una flor móvil procedente de una de las estrellas tropicales. La flor ondulaba suavemente, susurrando para sí misma y desprendiendo una lluvia de chispas plateadas de cuando en cuando. El Khadilh la contempló unos instantes con aire suspicaz, y luego pulsó el botón del comunicador para llamar a la Gobernanta. Cuando apareció el rostro en la pantalla, el Khadilh le gritó:
—Gobernanta, ¿estás familiarizada con la naturaleza de la planta móvil que alguien ha colocado en mi estudio?
La voz de la Gobernanta, asustada, resonó inmediatamente.
—Podemos sacar la planta del estudio del Khadilh... ¿Debo avisar al Jardinero?
—Lo único que quiero saber es el sexo de esta maldita planta —aulló el Khadilh—. ¿Es macho o hembra?
—Macho, Khadilh, del género...
El Khadilh cortó la comunicación mientras la Gobernanta le recitaba el pedigree de la planta. Era macho; por lo tanto, podía quedarse. Le hablaría a la planta, mientras cenaba, de la increíble conducta de su Khadilha.
El Letrado an-ahda se arrellanó en su asiento y sonrió a su cliente.
—Sí, ban-harihn —dijo en tono amable, ya que conocía al Khadilh desde que fueron compañeros en la Universidad—. ¿Qué puedo hacer para contribuir a que el sol brille con más fuerza a través de tu ventana?
—El asunto es grave —dijo el Khadilh.
—Ah.
—Ya estás enterado —no te preocupes por ser cortés y negarlo— del comportamiento de mi esposa en la procesión de las Lluvias de Primavera. ¿No es cierto?
—Muy impulsiva —asintió el Letrado—. Muy imprudente. Indisciplinada.
—Desde luego. Sin embargo, la continuación es mucho peor.
—¡Oh! ¿Acaso el Poeta Anna-Mary trató de vengarse?
—No en el sentido a que tú te refieres. Pero ha ocurrido algo peor, amigo mío, mucho peor.
—Cuéntamelo.
El Letrado se inclinó hacia adelante atentamente, escuchando, y cuando el Khadilh hubo terminado se aclaró la garganta.
—No se puede hacer nada —dijo—. Debiste saberlo inmediatamente.
—¿Absolutamente nada?
—Nada. La ley especifica que cualquier mujer puede presentarse a los Exámenes de Poesía, con tal que ella tenga doce años cumplidos y sea ciudadana del planeta. Sin embargo, si no es aceptada, la pena a imponer por haberse presentado y fracasado es la de confinamiento solitario de por vida en la casa de su familia. Y una vez que ha anunciado a la Facultad por escrito que desea competir, es enclaustrada hasta el día de los exámenes, y no puede cambiar de idea. La ley es muy clara al respecto.
—Jacinth es muy joven.
—Tiene doce años. Es lo único que exige la ley.
—Es una ley cruel.
—Nada de eso. ¿Puedes imaginar, ban-harihn, el caos que se produciría si todas las jóvenes emotivas, aburridas de esperar el matrimonio en las habitaciones de las mujeres, pretendieran tener vocación y esgrimieran su derecho a competir? El propósito de la ley es el de evitar que las jóvenes ligeras de cascos planteen dificultades a sus familias y al estado.
—Sí, supongo que tienes razón. Pero, ¿por qué se permite competir a las mujeres? En las otras Profesiones no se permite esa estupidez.
—La ley especifica que, dado que la Profesión de Poeta es un oficio religioso, tiene que existir un canal adecuado para las raras ocasiones en que el Creador estime oportuno llamar a una mujer a Su servicio.
—¡Qué tontería!
—Tenemos al Poeta Anna-Mary, ban-harihn.
—¿Y cuántas más?
—Ella es la tercera.
—¡En casi nueve mil años! ¿Sólo tres en tantos siglos, y no puede hacerse una excepción con una niña de doce años?
—Lo siento de veras, amigo mío —dijo el Letrado—. Puedes formular una petición al Consejo, desde luego, pero estoy seguro (completamente seguro) del hecho que esto será inútil. La opinión pública reacciona con especial desagrado a la simple tentativa de una mujer de presentarse a los exámenes, debido a que el hecho aparece como sacrílego incluso a los ojos de muchas personas de mentalidad progresista. El Consejo no se atrevería a hacer una excepción.
—Podría hacer una apelación galáctica.
—Podrías.
—Se produciría un escándalo entre los pueblos de la galaxia si se supiera que una niña es sometida a tal castigo.
—Amigo, mío, mi querido ban-harihn, piensa en lo que estás diciendo. Provocarías un incidente internacional, un incidente internacional intergaláctico, con todas sus implicaciones: atraerías una oleada de censuras sobre nuestras cabezas, y seguramente una investigación de nuestras costumbres religiosas por la policía intergaláctica, lo cual provocaría a su vez una protesta de nuestro gobierno, lo cual a su vez...
—Sabes perfectamente que no lo haré.
—Espero que no. ¡Sería una locura equivalente a la Guerra de Troya..., ¡y todo por una niña!
—Somos un pueblo bárbaro.
El Letrado asintió.
—Después de diez mil años, si la barbarie perdura se convierte en algo firmemente arraigado.
El Letrado se puso en pie y se envolvió en su pesada capa azul.
—Al fin y al cabo —dijo—, sólo se trata de una niña.
Todo estaba muy bien, pensó el Khadilh cuando su amigo se hubo marchado. Pero el Letrado, sin duda, no había tenido ocasión de comprobar el resultado de toda una vida de confinamiento solitario en absoluto silencio, ya que de otro modo no hubiese hablado con tanta despreocupación de la posibilidad que una niña corriera aquella suerte.
La hermana del Khadilh tenía treinta años, y era soltera, cuando decidió competir, y ahora tenía cuarenta y seis. Había sido un impulso demencial, provocado por treinta años de aburrimiento, y el Khadilh acusaba a sus padres. Debieron ofrecer una dote suficiente para que incluso Grace, a pesar de su fealdad, se convirtiera en una esposa aceptable para alguien, en alguna parte.
La habitación en el Pequeño Pasadizo, donde había sido confinada desde su fracaso, no tenía ninguna ventana, ningún comunicador, nada. Le pasaban la comida a través de una ranura de la pared, así como los escasos libros y periódicos que podía leer, de acuerdo con las severas normas de la Unidad Disciplinaria de Mujeres.
Una de las obligaciones de la Khadilha Althea era la de ir cada mañana a la celda y observar a la prisionera a través de una mirilla especial. En las dos ocasiones en que aquella observación había permitido detectar una dolencia física, se había disparado un dardo conteniendo un anestésico a través de la ranura, y Grace había quedado inconsciente durante el tiempo necesario para que un médico entrara en la celda y la atendiera. Llevaba dieciséis años de encierro, y la Khadilha había tenido que vigilarla, a través de los primeros años cuando Grace alternaba días enteros de pasivo estupor con días enteros de gritos y súplicas..., y ahora que Grace estaba completamente loca. El Khadilh la había observado en dos ocasiones en que la Khadilha estuvo enferma, y le había resultado difícil creer que el ser que se arrastraba a cuatro patas de un extremo a otro de la habitación, despeinado y sucio, era su hermana. Aullaba, gemía y se clavaba las uñas en la carne: resultaba difícil creer que era un ser humano. Y sólo llevaba encerrada dieciséis años. ¡Jacinth tenía doce!
El Khadilh llamó a las habitaciones de su esposa y ordenó a las sirvientas que dejaran sola a la Khadilha. Luego se dirigió rápidamente hacia allí. Encontró a su esposa sentada delante del hogar, contemplando las plantas móviles que danzaban junto al calor del fuego. Tal como había dicho su hijo, la Khadilha se mostraba muy dócil, casi desconectada de la realidad.
El Khadilh sacó una cápsula del bolsillo de su túnica, haciendo que su esposa la tragara, y cuando los ojos de la Khadilha quedaron libres de la niebla de sus sueños de drogada, le dijo:
—Como puedes ver, he regresado, Althea. Deseo saber por qué mi hija ha acarreado esta desgracia sobre nuestra familia.
—Fue idea suya —dijo la Khadilha con voz amarga—. Desde que fue elegido el último de sus hermanos decidió competir, diciendo que para nuestra casa sería un gran honor el hecho que todos los hijos del ban-harihn fuesen aceptados para la fe.
Fue como si se hubiera encendido una luz.
—¡Entonces, no fue un impulso! —exclamó el Khadilh.
—No. Jacinth alimentaba esa idea desde que tenía nueve años.
—Pero, ¿por qué no se me dijo nada? ¿Por qué no me fue dada la oportunidad...?
Se interrumpió bruscamente, sabiendo que estaba diciendo tonterías. Ninguna mujer hubiese molestado a su marido con los problemas planteados por una niña. Pero ahora empezaba a comprender.
—Jacinth ni siquiera sabía —continuó diciendo su esposa— que existía un Poeta femenino vivo, aunque alguien le había dicho que la posibilidad no era descabellada. Cuando el Poeta Anna-Mary se acercó a ella en la procesión, estuvo segura. Entonces supo que había sido escogida.
Desde luego. Aquel simple hecho, el ser distinguida delante de la multitud, convenció a la niña del hecho que su elección había sido ordenada por la Divinidad. Y la Khadilha había llevado a la niña a la celda de su tía en un desesperado intento de disuadirla.
—Para ser una niña —murmuró el Khadilh—, Jacinth tiene mucha fuerza de voluntad, puesto que no se dejó impresionar por el espectáculo de la pobre Grace.
Su esposa no contestó, y el Khadilh se sentó, casi demasiado cansado para moverse. Estaba tratando de situar a la niña Jacinth en su mente, sin resultado. Habían transcurrido cuatro años desde la última vez que la vio, con la camisola blanca que todas las niñas llevaban. Recordaba a una niña delgada, recordaba unos cabellos negros... Pero en el planeta todas las niñas eran delgadas y tenían los cabellos negros.
—Ni siquiera la recuerdas —dijo su esposa, y el Khadilh dio un respingo, irritado por la sagacidad de la Khadilha.
—Es cierto —admitió—. No la recuerdo. ¿Es bonita?
—Es muy bella. Aunque, ahora, eso no tiene importancia.
El Khadilh meditó unos instantes, contemplando el estoico rostro de su esposa, y luego, escogiendo cuidadosamente las palabras, dijo:
—Tenía la intención de presentar una queja ante la Unidad Disciplinaria de Mujeres por tu conducta, Khadilha Althea.
—Esperaba que lo harías.
—Conoces suficientemente a los agentes de la UDM. ¿No te preocupa la perspectiva?
—Me es indiferente.
El Khadilh la creyó. Recordaba perfectamente el comportamiento de su esposa en su último embarazo, ya que se necesitaron cuatro agentes de la Unidad para dominarla y atarla al lecho conyugal. Y, sin embargo, sabía que muchas mujeres acudían de buena gana, incluso ávidamente, a sus citas con sus maridos. A veces le resultaba difícil comprender por qué no había sometido a Althea a la Medicación Permanente desde el primer día; desde luego, no hubiese sido difícil obtener permiso para tomar una segunda esposa, más femenina. Por desgracia, se mostró débil, y Althea había sido la madre de su primogénito, con lo cual había tenido que continuar con ella, buscando en sus concubinas el ardor y la ternura femeninos.
Y, con el paso de los años, Althea se había endurecido, en vez de ablandarse.
—He decidido —concluyó bruscamente— que tu conducta no es tan escandalosa como había pensado. No estoy seguro de no haber reaccionado como tú, si hubiera conocido los planes de la niña. En consecuencia, no presentaré ninguna queja.
—Eres muy indulgente.
El Khadilh escudriñó el rostro de su esposa, en el cual no se había apagado del todo la belleza, en busca de algún rasgo de impertinencia, pero no encontró ninguno.
—Sin embargo —continuó—, debes comprender que nuestro primogénito debe decidir por sí mismo si desea presentar su propia queja. Tu desobediencia fue la primera para él. Yo me he acostumbrado ya a que me desobedezcas.
Giró sobre sus talones y se marchó, divertido por su propia debilidad. Pero canceló inmediatamente la orden de Medicación. La Khadilha era una mujer, y había querido evitar que su hija se convirtiera en lo que se había convertido Grace; no resultaba tan difícil de comprender, después de todo.
La familia no acudió a la Universidad el día de los exámenes. Esperaron en casa, preparados para lo inevitable, en la medida en que se podía estar preparado.
Las llorosas sirvientas habían preparado otra habitación, cerca de la que ocupaba Grace, y ahora estaba abierta, esperando.
El Khadilh había autorizado a su esposa a salir de sus habitaciones, dado que sólo podría pasar unos momentos con su hija, y más adelante sólo tendría la obligación de observarla cada mañana, como hacía con su cuñada. La Khadilha estaba ahora sentada en la sala común, muy pálida, preguntándose, suponía el Khadilh, qué haría ahora. No tenía ninguna otra hija; no tenía hermanas ni cuñadas. Estaría sola en la casa, a excepción de sus sirvientas, hasta que Michael, tal vez, le proporcionara una nieta. El Khadilh sintió pena por ella, sola en una casa de hombres, cinco de los cuales, muy pronto, únicamente podrían hablar el lenguaje rimado de los Poetas.
—¿Padre?
El Khadilh alzó la mirada sorprendido. Era su hijo menor, el pequeño James.
—Padre —dijo el muchacho—. ¿Podrá pasar el examen? Quiero decir, ¿es posible que lo pueda pasar?
Michael respondió por él.
—James, sólo tiene doce años, y es una mujer. No ha recibido ninguna educación; apenas sabe leer. No hagas preguntas tontas. ¿No te acuerdas de los exámenes?
—Me acuerdo —dijo James, sin ceder—. Pero me pregunto si es posible. Está el poeta Anna-Mary.
—La tercera en muchos centenares de años, James. No te hagas ilusiones.
—Pero, ¿es posible? —insistió el muchacho—. ¿Es posible, Padre?
—No lo creo, hijo —dijo el Khadilh cariñosamente—. Sería un milagro que una niña de doce años, sin preparación alguna, pasara unos exámenes que yo mismo no pude pasar, cuando tenía dieciséis años. ¿No crees?
—Entonces —dijo el muchacho—, ¿Jacinth no podrá ver a nadie, mientras viva, no podrá hablar con nadie, no podrá asomarse a una ventana, no podrá salir de aquella pequeña habitación?
—No.
—¡Ésa es una ley cruel! —dijo el muchacho—. ¿Por qué no ha sido cambiada?
—Hijo mío —dijo el Khadilh—, no es un caso que se presente a menudo, y el Consejo tiene otras muchas cosas de las que ocuparse. Es una ley antigua, y el saber que existe ofrece a las jóvenes aburridas algo en que pensar. Está destinada a asustarlas, hijo mío.
—Algún día, cuando tenga suficiente poder, haré cambiar esa ley.
El Khadilh alzó una mano para que cesaran las risas de los hermanos mayores.
—Déjenle en paz —gruñó—. Es muy joven, y Jacinth es su hermana. Tengamos un espíritu de compasión en esta casa, si debemos soportar una tragedia.
Luego se le ocurrió una idea.
—James —dijo—, te tomas mucho interés por este asunto. ¿Es posible que tengas algo que ver con esa estupidez de tu hermana?
—Te enfadarás, Padre —dijo James—, pero no es eso lo peor. Lo peor es que he condenado a mi hermana a...
—James —dijo el Khadilh—, tus autoacusaciones no me interesan. Explícate inmediatamente, con sencillez y sin dramatismo.
—Bueno, solíamos practicar, ella y yo —dijo el muchacho apresuradamente, con la vista clavada en el suelo—. Pensé que no pasaría los exámenes, ¿sabes? Me imaginaba a todos mis hermanos pasándolos, y yo no. Y a la gente diciendo: «Ése es el único de los hijos del ban-harihn que no pasó los exámenes de Poesía».
—¿Y?
—Y por eso practicamos juntos, ella y yo —dijo James—. Yo escogía el tema y la forma, y escribía la primera estrofa; y luego ella escribía la réplica.
—¿Cuándo hacían eso? ¿Dónde?
—En los jardines, Padre, desde que Jacinth aprendió a rimar. Es muy buena, Padre, de veras.
—¿Jacinth sabe rimar? ¿Conoce las formas?
—¡Sí, Padre! Y es buena, tiene una predisposición natural. Es mucho mejor que yo, Padre. Me avergüenza decir eso de una mujer, pero decir otra cosa sería una mentira.
¡Las cosas que pasan en la casa de uno! El Khadilh estaba asombrado y desalentado, y disgustado, además. No es que fuera anormal que hermanos y hermanas jugaran juntos, mientras eran muy jóvenes, pero seguramente que uno de los criados, o un miembro de la familia, tuvo que darse cuenta del hecho que los dos pequeños estaban jugando a Poesía.
—¿Qué más pasa en mi casa ante los ojos ciegos y los oídos sordos de aquellos en quienes confío? —preguntó furiosamente, y nadie se atrevió a contestar.
El Khadilh dejó oír un gruñido de disgusto y se acercó a la ventana para tender la mirada sobre los jardines que se extendían hasta el riachuelo que discurría por detrás de la casa. Había empezado a llover, una lluvia verde y suave que era poco más que una niebla, y el río parecía de terciopelo a través del velo de agua. En otro momento, el Khadilh hubiera disfrutado con aquel espectáculo; pero el día no invitaba a los placeres contemplativos, precisamente.
A menos, desde luego, que Jacinth pasara los exámenes.
Una idea absurda. Los exámenes de Poesía eran muy distintos de los de las otras Profesiones. En estos últimos se repartían las papeletas con los temas propuestos, que el examinando debía resolver en un plazo de seis horas. Las calificaciones eran atribuidas por una computadora. Luego, al cabo de unos días, el interesado recibía la notificación de si había sido aprobado o no.
La Poesía era algo distinto. Para empezar, existían diversos grados, desde el Primer Nivel, que capacitaba a un hombre para los oficios menos importantes de la fe, hasta el Séptimo Nivel, a través de otros cinco niveles subordinados. Rara vez se ingresaba en el Séptimo Nivel. Dado que no podía ascenderse de un nivel a otro, ya que los exámenes situaban a un hombre en su nivel apropiado desde el primer momento, en ocasiones el Séptimo Nivel permanecía vacante durante más de un año. Michael había sido situado en el Cuarto Nivel, lo mismo que sus hermanos.
Para la Poesía se celebraba primero un examen de tipo normal, como el de las otras Profesiones. Pero, luego, si se pasaba aquel examen, quedaba la parte más difícil. El Khadilh no había pasado aquel primer examen e ignoraba lo que venía a continuación, salvo que tenía algo que ver con las computadoras.
—Michael —inquirió—, ¿cómo discurre, exactamente, el examen para Poesía por medio de computadoras?
—Primero hay que pasar el examen escrito —dijo Michael.
—De acuerdo. Continúa.
—Luego hay que entrar en una cabina, en la que está el tablero de una computadora, y apretar un botón. Entonces, la computadora da las instrucciones.
—¿Por ejemplo?
—Vamos a ver... Por ejemplo, puede decir: TEMA: AMOR A LA PATRIA... FORMA: SONETO... ESTILO: SOLEMNE, ADECUADO PARA UN BANQUETE OFICIAL. Y entonces se empieza.
—¿Está permitido utilizar papel y pluma, hijo mío?
—¡Oh, no, Padre! —Michael estaba sonriendo, sin duda, pensó el Khadilh, al comprobar lo ingenuo que era su padre—. Ni papel, ni lápiz. Y hay que empezar inmediatamente.
—No hay tiempo para pensar.
—No, Padre, ninguno.
—¿Y luego?
—Luego, a veces, te envían a otra computadora, la cual da temas más difíciles. Supongo que debe ser lo mismo hasta llegar al Séptimo Nivel, salvo que el tema es cada vez más difícil.
El Khadilh quedó pensativo. Para su propio oficio de Khadilh, que significaba poco más que «Administrador de Fincas», había tenido que pasar un examen oral, en prosa vulgar, y el examinador había sido un hombre, no una computadora, y aún recordaba la increíble estupidez de sus respuestas. Se había sentido aturdido por las cosas que brotaban de su boca, y había tenido el convencimiento que ella no pasaría el examen. Y Jacinth sólo tenía doce años, y no había recibido ninguna de las enseñanzas que sus hermanos recibieron, y apenas estaba familiarizada con la historia de los clásicos. Seguramente se habría mostrado demasiado aterrorizada para hablar. La simple modestia de su feminidad habría bastado para mantenerla muda, en el supuesto que hubiese tenido la suerte de pasar el examen escrito. ¡Maldita chiquilla!
—Michael —preguntó el Khadilh—, ¿cuál es el nivel del Poeta Anna-Mary?
—El Segundo Nivel, Padre.
—Gracias, hijo mío.
El Khadilh permaneció unos instantes más junto a la ventana, contemplando la lluvia, y luego fue a sentarse de nuevo al lado de su esposa. Las manos de la Khadilha volaban, ocupadas con las pequeñas agujas que utilizaba para confeccionar los complicados gorros que llevaban los Poetas. Quería que sus hijos, de acuerdo con la antigua tradición, llevaran las prendas propias de su condición confeccionadas por sus propias manos, aunque nadie la hubiera censurado si las prendas eran confeccionadas por otros, dado el número de hijos que las necesitaban. El Khadilh quedó muy complacido por aquel detalle y decidió que más tarde le haría enviar un regalo.
Las campanas repicaron en la ciudad, señalando las cuatro de la tarde, Hora de Meditación, y los hijos del Khadilh se miraron unos a otros, vacilando. Según las normas de su Mayor, tenían que pasar aquella hora en sus habitaciones, pero su padre les había rogado específicamente que se quedaran con él.
El Khadilh suspiró, tomando nota mental del hecho que debía suspirar menos: era una costumbre desagradable.
—Hijos míos —dijo—, tienen que cumplir las normas de vuestro Mayor. Consideren esto como mi primer deseo.
Los muchachos le dieron las gracias y salieron de la habitación, y el Khadilh permaneció allí sentado, contemplando primero los ágiles dedos de la Khadilha y luego la danza de las flores móviles, hasta que las sombras empezaron a extenderse a través del enlosado suelo de la habitación. Llegaron las seis, y luego las siete, y ninguna noticia. Cuando regresaron sus hijos les despidió, malhumorado, no encontrando ningún motivo por el cual tuvieran que compartir su angustia.
Cuando los dobles soles se habían puesto ya sobre el río, el Khadilh había perdido la compasión que había aconsejado a los demás y estaba furioso con Jacinth y con el sistema. Le asombraba el hecho que una niña insignificante pudiera crear semejante desolación en él y en su familia. Empezaba a comprender el significado de la norma; la ley empezaba a parecer menos dura. El Khadilh había descuidado su cena y había pasado el día poseído de una insoportable tensión. Sus huertas estaban sin duda cubiertas de insectos y muriendo de sed, y su cuenta bancaria había quedado agotada por los gastos del viaje de regreso, el costo de los robots-agrícolas suplementarios en la Tierra, y la minuta por la inútil visita del Letrado. Y su sistema nervioso estaba descompuesto, y la paz de su hogar destruida. ¡Y todo ello por los caprichos de una niña de doce años! Y, como culminación de todas las desgracias, tendría que vivir con su madre mientras ella contemplaba a su hija desintegrarse en una masa de suciedad y de locura como su tía Grace.
El Khadilh entrechocó sus puños, en un acceso de rabia, y la Khadilha dio un respingo, sobresaltada.
—¿Quieres escuchar un poco de música, marido mío? —inquirió la Khadilha—. ¿O quizás te gustaría que te sirvieran la cena aquí? ¿Tal vez un buen vino?
—¡Tal vez una docena de bailarinas! —gritó el Khadilh—. ¡Tal vez un desfile de elefantes terrestres y un Ave Tentáculo de las Lejanas Lunas! ¡Que los dioses tengan piedad de mí!
—Te suplico que me perdones —dijo la Khadilha—. Te he enfurecido.
—No me has enfurecido tú —replicó el Khadilh—. ¡La que me ha enfurecido es esa miserable hija que me diste, y que me ha costado indecibles pesares y gastos!
—Muy pronto —observó la Khadilha suavemente—, Jacinth estará fuera del alcance de tu vista y de tu oído para siempre. Tal vez entonces no te enfurezca tanto.
La viveza de ingenio de la Khadilha, que a veces resultaba mortificante, había sido uno de los motivos por los que la había conservado a su lado durante tantos años. Sin embargo, en aquel momento deseó que fuera más estúpida y más tímida, y que se encontrara a mil años-luz de distancia.
—No tendrías que estar aquí, a estas horas —dijo—. No es decoroso en una mujer.
—Sí, marido mío.
—Se está haciendo tarde.
—Sí, se está haciendo tarde.
—¿Qué pueden estar haciendo allí?
Se acercó al comunicador y dio órdenes a la Gobernanta para que enviara a alguien con una consola videocolor. Era posible que en alguna parte de la galaxia estuviera ocurriendo algo que le distrajera de su angustia.
Sintonizó diversos canales, refunfuñando. En uno de ellos representaban una nueva comedia de algún desconocido autor vanguardista, describiendo un lío amoroso entre la hija de un miembro del Consejo y un servomecanismo. En otro canal transmitían un partido de jidra, entre dos equipos de las Lejanas Lunas, a juzgar por su tamaño. Cada uno de los programas era peor que el anterior. Finalmente, encontró un canal que transmitía noticias y se inclinó hacia adelante.
¡Sí! Estaban anunciando los resultados de los exámenes de Poesía.
«... finalizaron a las cuatro de la tarde. De los tres mil candidatos presentados, sólo han sido aceptados ochenta y tres...»
—¡Desde luego! —gritó el Khadilh.
Cuán estúpido había sido al no darse cuenta, más pronto, que puesto que todos los miembros de Poesía estaban obligados bajo juramento a observar la Hora de Meditación, los exámenes tenían que haber terminado antes de las cuatro de la tarde. Pero, en tal caso, ¿por qué no había venido nadie a notificarles el resultado de los exámenes o a devolverles a su hija? Eran casi las nueve de la noche...
Una leve esperanza prendió en su corazón. Era posible que la demora se debiera a que incluso los encallecidos miembros de la Unidad de Poesía se resistieran a condenar a una niña a un confinamiento solitario para toda la vida. Tal vez se habían reunido para discutir el problema, tal vez habían encontrado alguna argucia legal para evitar aquel desafuero...
El Khadilh desconectó el vídeo y marcó el número de la Unidad de Poesía en el comunicador. Inmediatamente, la pantalla quedó invadida por el bordado gorro y el rostro barbudo de un Poeta, Primer Nivel, que sonreía amablemente a través de la sobreimpresa marca-matriz de su familia.
El Khadilh explicó su problema, y el Poeta sonrió y asintió.
—En este momento, los mensajeros se dirigen a tu casa, Khadilh ban-harihn —dijo—. Lamentamos el retraso, pero estas cosas requieren tiempo.
—¿A qué cosas te refieres? —preguntó el Khadilh—. ¿Y por qué me estás hablando en prosa? ¿No eres un Poeta?
—El Khadilh parece trastornado —dijo el Poeta con voz atemperante—. Debería saber que los Poetas que sirven a la Unidad de Poesía en calidad de comunicadores están dispensados de hablar en verso mientras se encuentran de servicio.
—¿Alguien viene a mi casa?
—Los mensajeros están en camino.
—¿A pie? ¿A lomos de una mula-robot, al estilo de la Tierra? ¿No podían transmitir un mensaje por el comunicador?
El Poeta sacudió la cabeza.
—Nuestra profesión es muy antigua, Khadilh ban-harihn. Hay que observar muchas tradiciones. Temo que la velocidad no se encuentre entre esas tradiciones.
—¿Qué mensaje me traen?
—Lo siento, pero no estoy autorizado para decírtelo —dijo el Poeta pacientemente.
—Final de la transmisión. Gracias —dijo el Khadilh, desconectando el comunicador.
La Khadilha había dejado su labor a un lado y estaba temblando. Su marido le palmeó cariñosamente la mano, deseando poder transmitirle algún consuelo.
¿Haría bien encargando la cena? Se preguntó si alguno de los dos sería capaz de comer.
—Althea... —empezó a decir, y en aquel preciso instante una sirvienta introdujo a los mensajeros de la Unidad de Poesía, y el Khadilh se puso en pie.
—¿Y bien? —preguntó bruscamente. No estaba dispuesto a perder el tiempo con los habituales e interminables prolegómenos—. ¿Dónde está mi hija?
—Hemos traído a tu hija con nosotros, Khadilh ban-harihn.
—Bueno, ¿dónde está?
—El Khadilh debería tranquilizarse.
—¡Estoy tranquilo! ¿Dónde está mi hija?
El mensajero decano levantó una mano, en un gesto ritual, reclamando silencio, y empezó a hablar con un irritante sonsonete.
—La hija del Khadilh ban-harihn será autorizada a hablar con sus padres por espacio de un minuto, contado por el reloj que sostengo en mi mano, para dar a sus padres el mensaje de despedida que estime oportuno. Una vez haya dado su mensaje, la hija del Khadilh saldrá de la casa, y ni el Khadilh ni nadie de su familia podrá volver a hablar con ella salvo por autorización especial del Consejo.
El Khadilh quedó desconcertado. Notó que su esposa temblaba como un pajarillo asustado junto a él. ¿Iba a provocar acaso un segundo escándalo?
—Si no puedes controlar tu emoción, Khadilha —le dijo en voz baja—, sal de esta habitación.
—¿A qué te refieres al decir que mi hija saldrá de la casa? —le preguntó Khadilh al mensajero—. ¡No creo que el Consejo desee que reciba su castigo lejos de mi casa!
—¿Castigo? —dijo el mensajero—. Nadie ha hablado de castigo, Khadilh. Pero los estudios que debe cursar tu hija sólo pueden serle impartidos en el Templo de la Universidad.
Ahora, el que temblaba era el Khadilh. ¡Jacinth había pasado los exámenes!
—Por favor —dijo con voz ronca—, ¿quieres aclararme eso? ¿Debo entender que mi hija ha pasado el examen?
—Desde luego —respondió el mensajero—. Este es un día de gloria para la familia del ban-harihn. Puedes sentirte orgulloso, Khadilh, ya que tu hija ha terminado el examen final y ha sido colocada en el Séptimo Nivel. Se celebrará un festival, y todos los ciudadanos del planeta Abba gozarán de un día de asueto...
El Khadilh no oyó nada más. Se dejó caer en su asiento, sordo a la lista de los honores y de las celebraciones que iban a producirse como resultado de aquel hecho extraordinario. ¡Séptimo Nivel! ¿Cómo era posible?
Se dio cuenta vagamente del hecho que la Khadilha lloraba sin tratar de ocultar sus lágrimas, y alargó la mano para hacer caer los velos sobre el rostro de su esposa.
—Sólo un minuto, contado por mi reloj —estaba diciendo el mensajero—. ¿Comprendes? No puedes tocar al Poeta-Candidato, ni influir en ella en ningún sentido. Por su parte, a ella sólo le está permitido dar un mensaje de despedida.
Y a continuación permitieron que su hija, aquella desconocida que había realizado un milagro y a la que él ni siquiera hubiese reconocido en una multitud, entrara en la habitación y se acercara a él. Parecía muy joven y cansada, y el Khadilh contuvo el aliento para oír lo que ella iba a decirle.
Sin embargo, lo que les dio no fue un mensaje de despedida. El Poeta-Candidato, Séptimo Nivel, Jacinth ban-harihn, dijo:
—Enviarán a alguien inmediatamente a informar a mi tía Grace que he sido nombrada para el Séptimo Nivel de la Profesión de Poesía; el Consejo me ha concedido la gracia de interrumpir su confinamiento solitario todo el tiempo que haga falta para que mi tía comprenda lo que ha sucedido.
Y luego se marchó, seguida por los mensajeros, dejando detrás de ella el leve susurro de las flores danzarinas y el suave repiqueteo de la lluvia sobre el tejado para contrapuntear el silencio.