SEXTO SENTIDO

Michael G. Coney

No recuerdo a ningún individuo aquella mañana: sólo un mar de rostros de bebedores entre mí mismo y la hora de cerrar. Sé que estaba ocupado, y habitualmente, cuando el parador está atestado, el tiempo pasa muy aprisa. Pero aquella mañana se alargaba. ¡Cómo se alargaba, Dios mío! Recuerdo algunas obscenidades bienintencionadas de los clientes habituales al darse cuenta que mi mente no estaba en lo que hacía, y les servía whisky cuando pedían cerveza, y cuando ellos me señalaban el error volvía a equivocarme...

Al final dieron las tres y empezaron a desfilar. Cerré la puerta detrás de los últimos rezagados y anduve de un lado a otro de la sala, recogiendo vasos y volviendo a soltarlos... Abrí el grifo del agua, llené el fregadero, dejé caer en él unos cuantos vasos sucios y empecé a lavarlos, sin darme cuenta exacta de lo que hacía.

No pude soportarlo por más tiempo. Solté los vasos, abrí la puerta y salí al exterior, con un nudo de anticipación en el estómago. Crucé el sendero y eché a andar sobre la hierba corta y salitrosa hasta la cumbre del acantilado. Al llegar allí di media vuelta y tendí la mirada tierra adentro.

A través de los campos, muy lejos, un fantasma de polvo se alzó en el aire inmóvil, avanzando lentamente, demasiado lentamente.

Mientras lo contemplaba, mis pensamientos fueron transportados súbitamente hacia atrás por un proceso vívido de déjà vu, y fue de nuevo aquel cálido día de verano, hace tres años...

Estaba de pie en el umbral del parador, sin pensar en nada concreto, contemplando el cabrilleo del mar bajo los rayos del sol.

Hacía un calor húmedo y pegajoso y por un instante acaricié la idea de descender por la colina hasta la pequeña aldea situada a orillas del agua, y desvestirme, y refrescarme con un buen chapuzón. Desde el parador, colgado cerca de la cumbre del acantilado, el agua se veía clara e invitadora en la pequeña cala que formaba el puerto de la aldea. Podía ver el fondo, guijarros color de plata debajo del verde oscuro del agua, alrededor de la base del acantilado. No tenía obligación de abrir el bar hasta las cinco; disponía de mucho tiempo...

Pero tenía que pensar en los huéspedes. Habían escrito diciendo que llegarían a media tarde, y no les causaría buena impresión que nadie contestara a sus llamadas y que tuvieran que esperar en el umbral, contrariados, mientras yo subía la colina con los húmedos taparrabos pegados al cuerpo.

Estarían sudorosos y cansados y querrían bañarse y beber. Mi parador no tiene pretensiones de lujo, y sólo cuenta con tres dormitorios para alquilar, pero me agrada que la gente se sienta a gusto. A fin de cuentas, el parador es mi único medio de vida.

De modo que me limité a dar un paseo hasta el borde del acantilado, a unos doscientos metros de distancia. Permanecí allí, en mangas de camisa y shorts, deseando que soplara una fresca brisa, contemplando el océano y las aves marinas que revoloteaban alrededor del Espolón de las Gaviotas.

Algunos han trepado por el Espolón de las Gaviotas, por pura diversión. Les he visto hacerlo, contemplándoles a través de la ventana desde mi puesto detrás del mostrador. Yo mismo trepé por él una vez. Y nunca más.

El acantilado, donde yo me encontraba, se alzaba unos ochenta metros por encima del tranquilo mar. Unos veinte metros más abajo había una especie de puente de pizarra tendido entre el acantilado y el Espolón de las Gaviotas. El Espolón era un pináculo de la misma pizarra que el arrecife, pero alzándose casi vertical desde el agua hasta un punto situado casi diez metros por encima de la cumbre del acantilado, como el brazo nudoso de un viejo gigante que se estuviera ahogando.

Y la gente trepaba por él por pura diversión. Los agarraderos eran muy poco estables. Se desmenuzaban en la mano, en cuanto uno los encontraba.

Pero la gente continuaba descendiendo el acantilado hasta el puente, y avanzaba por él mientras el mar, los días en que soplaba el viento, baboseaba codiciosamente muy abajo, y empezaba a trepar, con una mueca de temor en el rostro. Cada año, un trozo de puente desaparecía en el mar, en tanto que las galernas de noviembre erosionaban la base del Espolón. Algún día, también el Espolón se derrumbaría, tal vez ante mis propios ojos. Entonces no vería ya a aquellos insensatos agitando triunfalmente una mano a sus amigos del bar desde su precaria percha en la cima, hundidos hasta el tobillo en excremento de gaviota. Suspiré, entristecido por el deterioro de una curiosidad local.

Al volverme, divisé un rastro de polvo alzándose en el aire inmóvil desde el camino que zigzagueaba tierra adentro entre los campos. Los huéspedes. Nadie de la aldea regresaría del pueblo a esta hora de la tarde.

Abandoné el acantilado y regresé al parador, ensayando mi sonrisa de bienvenida.

Entré en el parador, cerrando la puerta detrás de mí, y esperé. Esto es algo que hago siempre; me permite apreciar las personalidades de los recién llegados, antes que ellos puedan verme y se pongan en guardia, levantando las barreras.

Al cabo de un rato me proyecté al exterior. Cautelosamente, para evitar que me detectaran.

Mi mente se encontró con un tropel de confusa y malhumorada acrimonia, una sensación de sudor y malestar, la sensación de un grupo de personas entre las cuales la amistad no era más que una capa superficial.

Bueno, en mi profesión hay que tratar con tipos de todas clases. Abrí la puerta de par en par y salí a la implacable luz del sol. Fue como volver a entrar en un horno. Sonreí, exudando bonhomie.

El automóvil era un modelo de lujo, todo esmalte y platino. La primera en bajarse fue una mujer, cuyo aspecto rivalizaba en ostentación con el vehículo.

—Hera Piggott —se presentó a sí misma.

Se me quedó mirando con aire insolente, y capté una imagen de mí mismo en un rincón descuidado de su mente. Yo llevaba una blusa en cuya parte delantera había tres XXX. Mi rostro quedaba oculto debajo de un enorme sombrero y mis piernas estaban embutidas en unas botas altas. Decidí que no me gustaba la señora Piggott, pero procuré que ella no se enterara. En mi profesión, hay que ser un experto en el arte de disimular.

—Jack Garner —le contesté, cortésmente.

Un hombre de aspecto serio, medio calvo, se bajó del asiento delantero. Hera Piggott había estado conduciendo, naturalmente.

—Señor Piggott.

Su esposa no le dio tiempo a presentarse a sí mismo: la potencia de su emisión anuló su débil onda. «Piggy», pensó ella para sí, y el coro de risitas mentales que había sido discernible entre los otros pasajeros invisibles fue como un comentario burlesco a aquel pensamiento.

Pero había un elemento de disensión. Una jovencita se bajó de la parte posterior del automóvil, alisando su falda corta, y nada divertida por las caricaturas mentales proyectadas a su alrededor.

—Soy Mandy. Encantada de conocerle.

Era sincera. Me sonrió, y sus sentimientos eran una mezcla de amistad y de una extraña clase de simpatía y de..., algo más, algo que expresaba su clara mirada pero que aparecía velado en su mente. Aparentaba unos dieciséis años, pero sospeché que era más joven. Era muy alta y estaba muy bien construida.

—Mi hija —anunció Hera Piggott, sin el menor orgullo. De hecho, con mal disimulada antipatía. Celos, posiblemente.

—Jim Blantyre —anunció el gigoló de cabellos negros, mientras ayudaba a bajarse a su esposa («Joyce», informó) con exagerada caballerosidad. Joyce tenía un aspecto ratonil y deprimido, la antítesis de Hera.

Inmediatamente supuse que Jim y Hera estaban unidos por algo sórdido, y que Piggy y Joyce no tenían los suficientes redaños para enfrentarse con la situación. Después de diez años de parador, podía clasificar a mis huéspedes con bastante rapidez, con barreras mentales o sin ellas.

Tras las presentaciones, me vi asaltado por una insistente imagen colectiva de cuatro cuerpos tendidos en un baño de agua fría, bebiendo combinados. La quinta persona, Mandy, estaba en guardia, o tal vez ahogada por los demás.

Yo disponía solamente de un baño, y no era demasiado bueno mezclando bebidas, pero no lo di a entender. Ya lo descubrirían por sí mismos.

—Pasen..., les enseñaré sus habitaciones.

Echaron a andar detrás de mí, emitiendo imágenes de bebidas. Las ignoré conscientemente, concentrándome en la idea de llevarles a sus habitaciones y ordenar sus equipajes.

—Antes que nada pónganse cómodos, y luego podrán beber con más tranquilidad —intimé, con una entonación de lógica y sensibilidad.

Accedieron, supongo que de mala gana, y les acompañé a sus habitaciones: dos dobles y una individual. Luego bajé a buscar el equipaje.

Había un montón de maletas, y en cada una de las habitaciones dobles las opiniones acerca del mejor lugar para colocarlas divergían.

—Allí.

—No, querido. Sobre la cama, podremos deshacerlas más fácilmente. No, la otra cama, está más cerca de los cajones de la cómoda.

Etcétera.

—Déjela en cualquier parte. —Era la habitación individual, la de Mandy, y la última maleta—. Nunca voy cargada. Así no se me plantea el problema de no saber qué vestido ponerme. A mamá le preocupa mucho lo que debe ponerse. He estado con ella a veces, conversando con el tío Jim —una imagen de leve repugnancia—, y mamá se ha pasado el tiempo preguntándose si llevaba el vestido adecuado. He captado imágenes de ella, examinándose a sí misma llevando algo distinto. Hace mucho tiempo que decidí que nunca sería así.

Mandy sonrió. Por lo visto, estaba muy segura de sí misma.

Era un placer comunicarse con ella. Las imágenes eran maravillosamente claras y directas, expresando exactamente lo que querían expresar.

Mandy era bonita, también, con los cabellos cortos, a la moda, y unos grandes ojos castaños en un rostro ovalado. Una boca encantadora, con leves hoyuelos en las comisuras. Me sorprendí a mí mismo preguntándome qué sensación me produciría besarla. Me estaba haciendo demasiado viejo para ese tipo de cosas, y Mandy no era más que una niña.

—¿Qué edad tienes, Mandy? —pregunté.

Ella sonrió, con una sonrisa traviesa, y empezó a emitir una hilera de números. 21, 20, 19, 18..., 17..., haciendo una pausa más larga a cada número, esperando captar una respuesta mía en el sentido que yo la creía. Cuando desapareció el 17, la emisión se interrumpió.

—Diecisiete —repetí, restando un poco más en mi fuero íntimo—. Será mejor que baje a preparar esos combinados.

—Bajaré en seguida —respondió ella, por medio de una imagen de sí misma bajando la escalera con unos breves shorts negros y una camisa blanca.

Tuve la impresión que Mandy esperaba mi aprobación. Sonreí y me marché, sin hacer ningún comentario.

Las bebidas reanimaron a los huéspedes y la atmósfera se hizo más agradable mientras se sentaban en la barra formulándome preguntas acerca de la localidad. Se sorprendieron cuando les dije que llevaba diez años en el parador.

—¿No lo encuentra aburrido en invierno?

La pregunta de Hera iba envuelta en la imagen de un paisaje nevado, con grandes témpanos contra la puerta del parador y huellas de pisadas visiblemente ausentes del camino que conducía a la aldea.

Sonreí, y emití para ella una imagen nocturna del bar, con todos los clientes locales, el fuego ardiendo alegremente en el hogar, y las llamas proyectando reflejos parpadeantes en los vasos.

—Sí, pero aquí nunca puede suceder nada.

Una imagen de una alegre reunión, con alegres estallidos de globos de colores y Hera como centro de atracción. Fuera, una calle atestada de gente; encima, una nube de heliautos.

Traté de explicar hasta qué punto me desagradaba la ciudad, con sus olores, sus multitudes, sus apresuramientos. Cómo había vivido allí por espacio de veinte años, y lo contento que estaba de haberme marchado.

Pero, como siempre, me callé el verdadero motivo. No me gusta que me consideren un fenómeno...

Mandy había terminado de bañarse, se había vestido, estaba bajando. Quedé sorprendido al comprobar que podía detectarla, desde tan lejos. Observé a los otros brevemente, pero estaban discutiendo acerca de una fiesta a la que habían asistido la noche anterior. Los pensamientos de Piggy iban acompañados por una sensación de náusea. Había bebido demasiado, estaba explicando. Alguien le había inducido a hacerlo. Jim estaba sonriendo, recordando a Piggy tumbado en el suelo mientras las parejas bailaban a su alrededor.

Mandy apareció en lo alto de la escalera, se detuvo unos segundos y empezó a descender. Llevaba, desde luego, los shorts negros y la camisa blanca, y debo admitir que tenía un aspecto delicioso. Sus piernas eran largas y esbeltas, y observé que Hera daba un involuntario tirón a su falda, para ocultar unos muslos que estaban acumulando grasa.

—Has tardado mucho. Todos necesitamos un baño, ¿sabes? Podrías tener un poco de consideración hacia el resto de nosotros, jovencita —fue el agrio comentario de Hera.

Mandy no replicó; estaba pensando en salir a dar un paseo, pero me hizo un guiño y yo capté una leve imagen del Espolón de las Gaviotas y del mar abierto; luego, Mandy miró a Jim, y el mar se encrespó, y el Espolón de las Gaviotas empezó a desmoronarse, a hundirse.

Aquella noche, después que los clientes locales se marcharon, nos sentamos a conversar. Me contaron algo acerca de sí mismos. Al parecer, Piggy y Jim eran socios, aunque no especificaron la naturaleza exacta de su negocio. Sin embargo, saqué la impresión que éste se trataba de una de aquellas empresas en las que uno se arriesga a fin de hacer dinero rápidamente.

Hera y Piggy llevaban cinco años de casados, el segundo matrimonio para cada uno de ellos. Mandy era hija de Hera y de su primer marido. Mientras Hera me describía la situación, capté, sorprendentemente, un fuerte lazo de mutuo afecto y respeto entre Mandy y su padrastro.

Joyce, por su parte, era algo mayor que Jim. También ellos llevaban cinco años de casados, pero no tenían hijos. Joyce se sentía desgraciada por ello, y observé una triste y semioculta imagen de sí misma tendiendo unas prendas infantiles recién lavadas.

Era evidente que Jim no quería tener hijos. También era evidente que deseaba a Hera, aunque se esforzaba lo indecible por ocultarlo. Deduje que se había casado con Joyce por su dinero y que ahora lo lamentaba, pero seguía unido a ella porque..., supongo que porque Joyce poseía la mayor parte de las acciones del negocio.

Los pensamientos de Mandy no se translucían al exterior. Estaba sentada un poco alejada de los demás, frunciendo el ceño de cuando en cuando a unas ideas que yo no podía captar, y sin unirse a los intercambios generales. Había salido a dar un largo paseo, sola, después de cenar, mientras los demás se dedicaban a beber combinados. Estaba sorbiendo un agua mineral, mirando hacia nosotros de cuando en cuando, pero concentrándose de un modo especial en su vaso.

—Ya es hora de acostarse, Mandy —emitió Hera mirando a la muchacha.

Mandy no captó el mensaje; estaba perdida en algún ensueño personal, mirando a través de Hera más bien que a Hera.

—Maldita chiquilla —Hera aumentó la potencia—. Ha sido un estorbo todo el día, zanganeando por ahí. Por el amor de Dios, tómate un trago y anímate un poco, por lo menos.

Mandy conservó su aire enigmático, desviando la mirada hacia su padrastro.

A medida que transcurrían los días, el tiempo se hizo más húmedo y el estado de ánimo de los huéspedes más irritable. Cada uno de ellos parecía desquiciar los nervios de los otros, e incluso el presunto lío entre Hera y Jim estaba encallado.

Al cuarto día estaban demasiado agotados para hacer algo por la tarde, y se limitaron a tumbarse en los colchones de aire sobre el césped al lado del parador, mientras yo entraba y salía continuamente con una interminable sucesión de bebidas, procurando tranquilizar mi propia irritación con la idea de estar ganando una fortuna a costa de ellos. No creo que a ellos se les ocurriera aquella idea: me esforzaba en ocultarla, temiendo que se dieran cuenta súbitamente del hecho que el tiempo me estaba favoreciendo.

Mandy no estaba allí; había desaparecido inmediatamente después del almuerzo, para realizar una de sus expediciones particulares. La echaba de menos. No la había visto demasiado, pero su presencia hacía soportable la de los otros. Pero incluso ella, los últimos dos días, se había mostrado más silenciosa a medida que aumentaba el calor, y sus pensamientos habían tendido a ocultarse. Mi primera impresión respecto a que era una muchacha sincera y abierta estaba siendo gradualmente revisada. En Mandy existían profundidades.

Mientras entregaba a Hera su enésimo vaso, ella dirigió una imagen del cielo hacia mí.

—Parece que vamos a tener tormenta —observó, con una especie de alivio y de extraña anticipación—. Eso podría aclarar un poco la atmósfera —añadió enigmáticamente.

Piggy tenía un aspecto más apagado, si es posible, que nunca. Su blanco cuerpo estaba muy enrojecido, como si hubiese tomado el sol con exceso. Dios sabe por qué no se cubría el cuerpo, a menos que tuviera la patética idea respecto a que su esposa podía sentirse atraída por sus rollizas formas.

El cuerpo de Jim estaba ya bronceado; era de esos tipos que siempre están morenos. Alzó la mirada hacia las amenazadoras nubes que avanzaban hacia nosotros y sonrió, y algo pasó entre Hera y él de un modo tan íntimo y tan rápido que no pude captarlo.

Mandy estaba aquí. Apareció en el sendero y echó a andar a través de la hierba hacia nosotros, con un aspecto sumamente acalorado, su blanca camisa pegada a su cuerpo y contorneando sus juveniles senos. Me sorprendió mirándola, y súbitamente pareció asomar a sus ojos todo el conocimiento de la madurez. Luego contempló al grupo de bebedores.

—¡Piggy! —Una afectuosa palabra de exclamación. Estaba mirando a su padrastro, sin necesidad de emitir más palabras mientras proyectaba una vívida imagen de una langosta de color escarlata, medio cocida, agitando débilmente sus tenazas en los estertores de la muerte—. ¡Ve a vestirte! Si continúas aquí se te llenará el cuerpo de ampollas.

Piggy se puso en pie obedientemente y Mandy le acompañó al interior del parador, emitiendo una sádica impresión de una loción pegajosa y unas manos agónicamente frías.

Los otros tres encargaron más bebidas y Joyce modificó su postura, quedando ahora sentada en su gandula, directamente entre Hera y Jim. Sus cabellos lacios estaban empapados en sudor, y miraba a las nubes tormentosas con aire abstraído y preocupado.

La tormenta estalló durante la cena. Les había servido ensalada, ya que nadie podía enfrentarse con la idea de una comida caliente, y estaba retirando los platos para servir el helado cuando una serie de relámpagos rasgaron el aire. Inmediatamente empezó a llover, a torrentes.

La comunicación, que había ido haciéndose cada vez más difícil, resultaba ahora casi imposible en aquella pesada atmósfera eléctrica. Tuve que inclinarme mucho hacia Mandy para captar su encargo:

—A mí de chocolate, por favor. Y creo que es usted muy simpático.

Miré a los otros. Había quedado desconcertado y con una ridícula sensación de culpabilidad, pero ellos no se habían dado cuenta de nada. Con aquella tormenta, no podía comunicarse ni siquiera a través de la mesa. Los ojos de Jim y de Hera se encontraron y Hera pasó su lengua a través de sus labios, con aire excitado.

La conversación se había apagado ahora por completo y el resto de la cena discurrió en un completo silencio mental. Nunca he presenciado una tormenta como aquélla, ni antes ni después, que me aislara de un modo tan absoluto de la humanidad y del intercambio social. Pero al menos dos de los huéspedes estaban disfrutando de la situación, a juzgar por la misteriosa sonrisa que afloraba a los labios de Hera y la intensidad de las miradas de Jim.

Habían terminado de cenar. La taza de café de Mandy chocó contra su platillo por última vez; la mano de la muchacha temblaba ligeramente. Hera y Jim la habían estado observando, deseando que terminara, y ahora se levantaron bruscamente, seguidos con menos prisa por Joyce y Piggy, y, finalmente, Mandy. Salieron del comedor.

Retiré las tazas y las dejé en la cocina. Las lavaría más tarde. Sorprendentemente, encontré a los otros en el bar, esperándome. Había supuesto que saldrían, desafiando a la lluvia para ir al pueblo. Hera se deslizó de su taburete al verme entrar, y se acercó a mí.

—Whisky, por favor. Doble —Estaba emitiendo a toda potencia—. Prepare cuatro. Y una limonada.

Traté de alcanzar a los otros, sentados a dos o tres metros de distancia, pero era como..., era como una tarde de invierno cuando se levanta una niebla del mar, y al mirar a través de la ventana hacia el Espolón de las Gaviotas sólo se divisa una forma oscura más allá de la cortina de niebla, sin que se sepa si la visibilidad se extiende a cincuenta metros o a cinco.

Algo parecido estaba ocurriendo ahora, mientras los relámpagos zigzagueaban en el exterior y la atmósfera se llenaba de estática. No sabía si estaba recibiendo imágenes directas de Mandy, o las anónimas y grises formas mentales de Joyce. O si estaba recibiendo algo, aparte de las casi dolorosas emisiones de los relámpagos y la niebla eléctrica general.

Hera se volvió, mirando al exterior. Iba a ser todo un espectáculo, cuando llegara la noche. De momento, a la media luz crepuscular, el borde del acantilado era apenas visible, y el Espolón de las Gaviotas no era más que un dedo borroso detrás de una cortina de lluvia.

—¿Perdón?

Me había parecido captar unas palabras de Hera. Me incliné hacia adelante.

—Decía que resulta fastidioso no poder comunicarse. Y con este tiempo, cualquiera sale al exterior...

Hera parecía hacerme responsable del mal tiempo. Me estaba mirando con aire expectante, como si yo fuera un payaso obligado a distraer a los clientes aburridos.

Luego señaló el Sensibilizador, instalado detrás del mostrador. Obedientemente, lo puse en marcha. Normalmente, lo tengo desconectado cuando el bar está abierto, porque se interfiere con las conversaciones. Pero, si ella lo deseaba... Cualquier cosa con tal que ella estuviera contenta.

Abrí todo el volumen y mi mente quedó llena de la melodiosa música de baile interpretada por una gran orquesta. La potencia era considerable, luchando valientemente con la tormenta eléctrica. Se trata de una cinta continua, en realidad. Me gusta la música de baile; sobre todo por las mañanas, cuando estoy limpiando el bar. El Sensibilizador tiene un juego de luces acoplado: es un modelo caro. Lo puse en marcha, también, y los destellos luminosos empezaron a latir rítmicamente, uno dos tres, uno dos tres, rojo azul blanco, rojo azul blanco, al compás de la música. Súbitamente, el bar adquirió un aspecto alegre.

Los huéspedes se habían animado, y Hera repiqueteaba con los dedos sobre el mostrador, marcando el compás. Aunque la música quedara parcialmente ahogada, incluso a todo volumen, las luces funcionaban estupendamente.

—¿Bailamos?

Hera se había levantado de su asiento y estaba delante de Jim, con las manos extendidas. Jim se puso en pie y la enlazó por la cintura. Empezaron a bailar lentamente, y muy bien.

Piggy les contemplaba con ojos de perro apaleado. Por lo visto, el baile no era una de sus especialidades. Y, de todos modos, para él hubiese sido agónico notar en su lacerada espalda las largas uñas de Hera. Miró especulativamente a Joyce, luego a Mandy, luego se lo pensó mejor y volvió a concentrar su atención en Hera y en Jim.

—¿Quiere bailar conmigo, Jack?

Era Mandy, levantando confiadamente la hoja plegadiza de acceso al interior del mostrador para que yo saliera. Se aferró a mí con firmeza, pero castamente, y empezamos a bailar. Era como una pluma entre mis brazos, y algo fresco y confortable, un oasis en medio del sofocante calor de la habitación. Estaba empezando a disfrutar. Mandy, por su parte, sonreía, velando cuidadosamente sus pensamientos. Al dar la vuelta vi que también Piggy sonreía, contemplando cariñosamente a Mandy.

Luego, súbitamente, ocurrió la cosa.

Primero capté un destello furioso de Mandy: descarnado y amargo.

Luego, al girar, mientras me preguntaba qué había podido provocar aquella repentina explosión, tropecé con Hera y Jim, los cuales bailaban con las cabezas muy juntas, completamente olvidados de todo lo que les rodeaba.

Mi mente captó leves destellos de pensamientos impuros.

Se hicieron más intensos, se apagaron, volvieron a crecer, vibrando.

Repulsivo. Allí estaba aquella pareja, a la vista de todos los demás, incluida una jovencita, aprovechándose de las condiciones meteorológicas para entregarse a la más desenfrenada forma de adulterio mental que pueda concebirse. Mientras apartaba apresuradamente a Mandy, me persiguieron imágenes de cuerpos desnudos. No soy un puritano, precisamente, y en los años que llevo en el parador he visto muchas cosas raras. Pero, esto... Resultaba increíble.

—No quiero bailar más, gracias —dijo una vocecilla en mi cerebro.

Solté a Mandy y ella se sentó, muy pálida, rehuyendo mi mirada.

Y Hera y Jim seguían bailando, perdidos en su mundo particular de lascivia, cínicamente serenos con el conocimiento del hecho que nadie sabía lo que estaba ocurriendo, aunque lo sospecharan... Apuesto a que lo habían planeado de antemano cuando se dieron cuenta de la inminencia de la tormenta, y pensaron que ésta sería la única oportunidad que tendrían, durante un par de semanas...

Por fin se sentaron. Mandy se relajó ligeramente, expresando alivio y luego comprensión, cuando finalmente fue capaz de encontrarse con los ojos de su padrastro. Algo pasó entre ellos, sin pensamientos, expresado únicamente con los ojos. Me pregunté si Piggy había sospechado algo. Tenía muy mal aspecto.

¡Se puso en pie y se acercó a mí.

—Creo que voy a acostarme —observó débilmente—. No me encuentro bien. Un poco de insolación, seguramente. Buenas noches.

Empezó a subir la escalera.

Mandy estaba furiosa. Pude leer los pensamientos en su rostro, mientras contemplaba la retirada de su padrastro. Debo decir que la actitud de Piggy me pareció poco enérgica. Tenía que haber sospechado algo, aunque sólo fuera por la expresión del rostro de Hera mientras bailaba, pero no quiso dar un espectáculo. Tal vez parezca un poco absurdo aporrear la nariz de un hombre por lo que está pensando mientras baila con la esposa de uno; especialmente cuando no se han captado los pensamientos. De todos modos, hacen falta dos para...

Estaban bailando de nuevo y ahora, ausente Piggy y con Joyce aparentemente dormida en su sillón, actuaban con más descaro, emitiendo con tanta intensidad que desde el lugar en que me encontraba pude captar un par de imágenes de Hera, por encima de la electricidad estática...

Mandy estaba observando, con ojos inescrutables... Su última bebida había sido un whisky; el vaso colgaba ahora vacío en su mano. Se movía inquieta en su sillón, observando...

Los labios de Jim aparecían entreabiertos en una sonrisa de orgullo. En el rostro de Hera había una expresión de éxtasis.

Era una cinta continua. Dios mío, esto podía durar toda la noche. Con el tiempo que hacía, no vendría ningún otro cliente. Tendría que desconectar el Sensibilizador.

Pasó el tiempo.

Mandy había desaparecido; su sillón estaba vacío. Seguramente había subido a ver a Piggy, mientras yo observaba a la pareja...

Piggy descendía por la escalera. Capté una imagen suya cuando pasó cerca de mí. Iba a disolver la reunión. Había reunido el valor necesario. Las cosas habían llegado demasiado lejos.

Supuse que Mandy le había dicho lo que estaba ocurriendo.

Dio unos golpecitos a Jim en el hombro, y cuando Jim se volvió y soltó a Hera —y mientras yo esperaba que derribara a Jim de un derechazo—, Piggy enlazó a su esposa por la cintura y empezó a bailar con ella, torpemente. Hera pareció cómicamente sorprendida. Por su parte, Jim se sentó de mala gana y contempló a la pareja que bailaba en el centro de la sala. En su rostro se reflejaban encontradas emociones. Miraba a Piggy con una especie de respeto, aunque el espectáculo de Piggy bailando con Hera no resultaba impresionante, precisamente. Piggy era tres o cuatro centímetros más bajo que su esposa. Bailaron un buen rato, pero no creo que sus pensamientos estuvieran concentrados en el baile.

El colosal anticlímax me produjo una curiosa sensación de desencanto.

Eventualmente, Piggy condujo a Hera a su asiento, y luego se acercó al mostrador.

—¿Dónde está Mandy? —inquirió.

—No lo sé —dije—. Creí que estaba con usted.

—No la he visto. No está en su cuarto. Lo he comprobado antes de bajar... ¡Hera! —La imagen cortó la estática como un cuchillo—. ¿Has visto a Mandy?

Una débil y sumisa negativa. Me pregunté qué habría pasado entre ellos, exactamente, durante el baile.

—¿Cuánto hace que no la has visto?

—Una hora, quizás. No lo sé. Mandy es ya lo bastante mayor para cuidar de sí misma.

—No tiene más que catorce años... ¿Por qué diablos ha tenido que salir, en una noche como ésta? Puede haberse caído por el acantilado...

Se habían reunido todos a su alrededor, con creciente alarma. Piggy, sorprendentemente, dominaba al grupo; su preocupación por Mandy y la culpabilidad de los otros al permitir que Mandy saliera habían producido un trauma en las habituales relaciones.

—Será mejor que salgamos a buscarla —emitió Joyce, mientras Hera y Jim vacilaban—. Iré a buscar los impermeables. Jack, ¿tiene usted alguna linterna?

Al cabo de unos minutos estábamos en medio de la oscuridad nocturna, iluminada espasmódicamente por los relámpagos.

—¡MANDY! —proyectó Piggy a toda potencia, pero sólo fue un susurro contra la tormenta.

—Así no la encontraremos —Joyce estaba impaciente—. Tenemos que buscarla. Vamos. Puede estar caída en alguna parte.

De modo que nos separamos. Piggy y Hera tomaron la dirección de la aldea; yo avancé por el sendero tierra adentro, en tanto que Jim y Joyce investigaban en la cima del acantilado y los alrededores inmediatos. A pesar del impermeable, al cabo de unos minutos estaba empapado, la lluvia me goteaba cuello abajo y las perneras de mis pantalones se pegaban a mi carne, enlodadas y desagradables. Anduve durante media hora, tal como habíamos convenido, y regresé al punto de partida. Encontré a los otros en la cima del acantilado. Nadie había visto a Mandy.

Piggy estaba proyectando el haz luminoso de su linterna a lo largo del borde del acantilado.

—Supongamos...

Trató de interrumpirse pero yo percibí, a través de la estática, la débil imagen de una figura cayendo.

—¡No seas estúpido! —le reprochó Hera.

—No había oscurecido del todo cuando Mandy salió... Tal vez creyó que era más temprano.

Una pueril sugerencia de Jim.

—Y cuando la encontremos, si es que la encontramos. —Las formas mentales de Piggy habían adquirido súbitamente las dureza del acero—, tú y yo pasaremos cuentas, Hera. Hay unas cuantas cosas que quiero poner en claro.

—No sé de qué estás hablando —replicó Hera nerviosamente—. Mandy salió a dar un paseo. Se ha portado de un modo muy raro durante todo el día. —Luego, con un relámpago de la antigua Hera—: Voy a decirle cuatro cosas a ella, cuando regrese. ¡Asustarnos de este modo!

—¡Cállate! —ordenó Piggy bruscamente—. ¡MANDY! —emitió de nuevo, a toda potencia.

Un crujiente silencio, mientras todos tensábamos nuestros sentidos.

Ninguna respuesta. La lluvia caía implacable. Miramos a nuestro alrededor, indecisos, preguntándonos qué podíamos hacer.

Luego...

Luego supe repentinamente dónde estaba Mandy.

Seguido de los otros, incrédulos aún, avancé unos metros a lo largo del borde del acantilado.

—Esperen aquí —les instruí—. Y proyecten toda la luz de sus linternas sobre mí, mientras paso al otro lado.

Me incliné sobre el borde del acantilado y empecé a descender hacia el puente de pizarra.

Me alegré de no poder ver las olas que rugían debajo. Sostuve la linterna entre mis dientes mientras me arrastraba a través del puente a cuatro patas. Las linternas proyectaban su luz sobre mí mientras avanzaba, iluminando rocas carcomidas, desapareciendo en un pavoroso vacío, retrocediendo para alumbrar el camino delante de mí.

Llegué al Espolón de las Gaviotas. Tomando la linterna en mi mano, dando la vuelta hasta situarme fuera de la vista de los otros, empecé a trepar.

La lluvia había amainado, ahora; la oscuridad era absoluta, con el repentino fulgor de los relámpagos en agudo contraste, iluminando la fachada rocosa con claridad de magnesio. Recordé, inquieto, una imagen que había captado de Mandy hacía unos días. Del Espolón de las Gaviotas, irguiéndose sobre el mar. Traté de no pensar en ello, pero me estremecía cada vez que zigzagueaba un rayo, preguntándome dónde caería. El mar se movía furiosamente debajo de mí, y la roca era muy resbaladiza. A veces necesitaba las dos manos para trepar y tenía que sujetar la linterna con los dientes.

Mientras trepaba murmuraba para mí mismo. Creo que estaba repitiendo el nombre de Mandy. Tenía que concentrarme en algo: las alturas siempre me han producido vértigo.

Continué trepando, sin dejar de murmurar.

Súbitamente, me encontré en un amplio reborde de roca. Reposé unos instantes, respirando fatigosamente, tratando de apaciguar los furiosos latidos de mi corazón. Y entonces restallaron de nuevo los relámpagos, y vi una cara asustada...

Mandy reposaba sobre su lecho en el parador y todos nosotros la rodeábamos, indeciblemente dichosos al ver sus ojos abiertos, olvidando las estupideces y los resquemores del día al comprobar que Mandy no había sufrido ningún daño.

—Lo siento —se disculpó Mandy—. No debí salir a esa hora. Gracias, Jack —añadió—. Fue una estupidez por mi parte.

—¿Qué diablos te impulsó a subir a aquella roca?

La irritación estaba reemplazando a la preocupación en las emisiones de Hera, ahora que las cosas volvían a ser normales.

—¡Oh! No lo sé... Estaba aburrida, supongo. La lluvia había amainado un poco, y decidí dar un paseo, sencillamente. Y luego me asusté.

Creí que Hera iba a formular algún otro comentario, pero no lo hizo. El color había vuelto a las mejillas de Mandy; parecía encontrarse perfectamente. La capacidad de recuperación de la juventud. Yo mismo necesitaba otro whisky y un sueño reparador.

Hera dirigió su atención hacia mí.

—¿Cómo diablos supo usted que estaba allí? —Una pregunta formulada bruscamente, pero que no ocultaba del todo una gratitud subyacente y profunda—. Mis sentidos son bastante agudos, pero no lo bastante agudos para captar las emisiones de Mandy en medio de la tormenta. Por lo visto, recibe usted como una radio espacial...

—¡Oh! No lo sé —respondí modestamente—. No soy tan agudo. Posiblemente, el reborde rocoso sobre el cual se encontraba Mandy amplificó sus emisiones y las dirigió directamente hacia mí, debido a la posición en que me hallaba. En una tormenta se producen efectos muy curiosos.

Les dejé que creyeran aquello. Resultaba más fácil que tratar de explicarlo.

Siguió un embarazoso silencio, parecido al silencio que se produce intermitentemente en un hospital durante las horas de visita. Mandy se removió bajo las sábanas, y súbitamente sus párpados se cerraron y su respiración se hizo más profunda y regular. Se había dormido.

Permanecimos allí unos instantes, contemplando a Mandy, arropándola, y luego nos marchamos. Hera cerró la puerta silenciosamente y dirigió una sonrisa insegura a Piggy, el cual sonrió a su vez, brevemente. La intención original de «pasar cuentas» parecía olvidada, al menos de momento.

—Vamos, Jim. —Joyce tomó a su marido del brazo—. Tenemos que acostarnos. Mañana tendremos que madrugar, para salir temprano.

—¿Piensan marcharse mañana? —pregunté, sorprendido.

—Sí. Lo hemos discutido con Jim, y hemos decidido cambiar de ambiente. No creo que sea una buena idea para todos nosotros estar juntos demasiado tiempo, viendo las mismas caras que vemos durante el resto del año, como si no estuviéramos de vacaciones. ¿No le parece?

Y Joyce y Jim se dirigieron a su habitación, tomados de la mano.

Pensé que no hay nada como una pequeña crisis para que la gente recobre el sentido común.

Y ahora el remolino de polvo estaba cerca, y pude oír el zumbido del motor, y de pronto el pequeño modelo deportivo dio la vuelta a la esquina, se salió de la carretera y corrió a través de la hierba hacia mí. El motor se apagó y el automóvil se detuvo, a unos metros de distancia.

Mandy se bajó y yo tomé sus manos entre las mías. Había crecido un poco y llevaba los cabellos un poco más largos. Pero no se había sofisticado. Mandy no sería nunca una mujer sofisticada.

Mandy sonrió, y obedeciendo a un repentino impulso la besé; luego nos apartamos un poco el uno del otro, algo avergonzados.

—¿Es así como recibes a tus nuevas empleadas? —inquirió Mandy, con las claras formas mentales que yo recordaba tan bien—. No me extraña que tengas dificultades para encontrar personal en verano. Nada más llegar, asustas a las candidatas. —Sonrió—. No creo que mamá me hubiese dejado venir sola, si hubiera sabido que ibas a hacerme este recibimiento.

—Espero que tu madre se alegrará de haberse librado de ti por un par de meses —observé—. De todos modos, me alegro mucho de verte. Has sido muy buena al renunciar a tus vacaciones para venir a ayudarme.

—¡Oh, sí! —Mandy me miró de soslayo—. En realidad, no he renunciado a mis vacaciones. Abandoné la escuela hace una semana, para siempre. Puede decirse que estoy empezando a trabajar.

—¡Oh! —Se me escapó una exclamación sin forma, llena de implicaciones personales. Pensé que no era tan viejo, a fin de cuentas. Treinta y siete años... ¿Es viejo un hombre a los treinta y siete años? Sólo que Mandy era tan joven... Pero había vuelto. Conocía mis sentimientos; tuve que decírselo, aquella noche, en el Espolón de las Gaviotas. Y, sin embargo, había vuelto—. De modo que..., ejem..., no tienes que regresar a casa, necesariamente, cuando termine el verano.

—No.

De nuevo la mirada de soslayo y una sonrisa maliciosa.

Mandy miró a su alrededor, el mar, los acantilados, la aldea, el parador, el Espolón de las Gaviotas.

—Todo está exactamente igual. Aquí no cambia nada, ¿verdad? Comprendo por qué no te gustan las ciudades. Esto es tan apacible...

Desde luego. Resulta difícil, pero, ¿puede alguien imaginar cómo aparecen las ciudades para una persona como yo?

El rugido de los cohetes espaciales, el incesante clamor de los heliautos, los enloquecedores ultrasonidos del tráfico a motor...

Nadie puede imaginarlo, lo sé.

En el siglo veinte me hubiesen comprendido, antes que llegara la telepatía, que hizo innecesario el sentido del oído. Un sentido que era una fuente constante de dolor, debido al insoportable fragor de la vida cotidiana. Hasta que gradualmente, misericordiosamente, aquel sentido se perdió...

No, nadie puede imaginarlo porque, excepto yo, todo el mundo ha perdido el sentido del oído.

¿Soy un fenómeno, un salto atrás biológico?

Si lo soy, doy gracias a Dios por ello. Porque fue ese sentido primitivo el que me condujo al lado de Mandy aquella noche memorable. Mandy quedó atrapada en aquel reborde rocoso, y en su terror gritó y gritó, de un modo primitivo, y nadie pudo oírla, nadie podía saber dónde estaba, ya que la estática lo ahogaba todo.

Pero yo pude oírla gritar.