MUERTE POR ÉXTASIS
Primero llegó la rutinaria solicitud de un permiso para «violación de intimidad». Un oficial de la policía tomó nota de los detalles y pasó la petición a un funcionario, el cual se aseguró de que llegara al juez cívico pertinente. El juez se mostró reticente, ya que la intimidad es algo muy valioso en un mundo de dieciocho mil millones de habitantes; pero al final no pudo encontrar ningún motivo para denegar la petición. Y el 2 de noviembre de 2123 concedió el permiso.
El inquilino se había retrasado dos semanas en el pago del alquiler. Si el administrador de los Apartamentos Mónica hubiese pedido el desalojo, su solicitud hubiera sido denegada. Pero ocurría que Owen Jennison no contestaba las llamadas a su puerta, ni al teléfono de su cuarto. Nadie recordaba haberle visto desde hacía varias semanas. Al parecer, el administrador deseaba cerciorarse de que todo estaba en orden.
Y por ello le permitieron que utilizara su llave maestra, acompañado de un oficial.
Y así fue como encontraron al inquilino del 1809.
Y cuando revisaron su cartera, me llamaron a mí.
Yo estaba en mi despacho del Cuartel General de la BRAZO, haciendo anotaciones inútiles y deseando que llegara la hora de almorzar.
El caso Loren había entrado en una fase de espera. Se trataba de una banda perfectamente organizada, aparentemente dirigida por un solo hombre, pero lo bastante grande como para cubrir la mitad de la costa occidental norteamericana. Habíamos cosechado numerosos datos de sus métodos de operación —centros de actividad, unos cuantos clientes antiguos, incluso un tentador puñado de nombres—, pero nada que nos diese real excusa para actuar. De manera que había que rebuscar entre lo que teníamos en la computadora, vigilar a los sospechados como integrantes de la banda de Loren y esperar a que se produjera una brecha.
Los meses de espera me estaban arruinando el hígado.
El videófono zumbó. Solté la pluma y dije:
—Gil Hamilton.
Un rostro menudo y moreno me miró con suaves ojos negros.
—Buenos días. Soy el detective-inspector Julio Ordaz, del Departamento de Policía de Los Angeles. ¿Está usted emparentado con un tal Owen Jennison?
—¿Owen? No, no somos parientes. ¿Se encuentra en problemas?
—Entonces sí le conoce.
—Claro que le conozco. ¿Está aquí, en la Tierra?
—Eso parece —Ordaz no tenía el menor acento, pero la ausencia de coloquialismo en su voz le hacía parecer extranjero—. Necesitaremos una identificación positiva, señor Hamilton. La ID del señor Jennison le cita a usted como persona relativa.
—¡Qué raro! Yo... Un momento, ¿qué ha pasado? ¿Owen ha muerto?
- Alguien ha muerto, señor Hamilton. Y en su cartera llevaba la identificación del señor Jennison.
—De acuerdo. Owen Jennison era ciudadano del Cinturón; esto podría provocar complicaciones intermundiales. Por lo tanto, el caso corresponde a la BRAZO. ¿Dónde está el cadáver?
—Lo encontramos en un apartamento alquilado a su propio nombre, en el bajo Los Angeles. Apartamentos Mónica, habitación 1809.
—Bien. No toquen nada que no hayan tocado ya. Parto de inmediato.
Apartamentos Mónica era un bloque de hormigón de ocho pisos, que ocupaba una superficie de mil metros cuadrados. Las hileras de pequeños balcones conferían algún relieve a las cuatro fachadas, apostadas sobre una cornisa de doce metros de ancho que evitaba que los inquilinos arrojaran cosas a los transeúntes. Un centenar de edificios como ése hacía que el bajo Los Angeles se viera como apelmazado desde el aire.
El vestíbulo era de un anónimo modernismo. Mucho metal y plástico: ligeros y confortables sillones sin brazos, enormes ceniceros, luz indirecta, un techo bajo; ni el menor espacio desperdiciado. Toda la habitación podría haber sido estampada a partir de una matriz. No se suponía que pareciera pequeña, pero lo parecía, sugiriendo cómo serían los apartamentos.
Encontré la oficina y al administrador, un hombre bajo de maneras suaves, con ojos de un azul acuoso. Su conservador traje, de papel color bordó, parecía haber sido escogido para hacerle invisible, igual que el corte de sus largos cabellos castaños, peinados hacia atrás sin raya.
—Nunca ocurrió aquí algo parecido —me confió, mientras me conducía al ascensor—. Nunca. Hubiera sido bastante malo sin que fuera del Cinturón, pero ahora... los reporteros meterán las narices en todo —se acobardó al pensarlo.
El ascensor era como un ataúd, pero con las manijas en la parte interna. Subió con rapidez y suavidad. Salí al largo y estrecho corredor.
¿Qué podía haber estado haciendo Owen en un lugar como éste? No parecía sitio para personas, sino para máquinas.
Bien, tal vez no fuera Owen; Ordaz se había mostrado reacio a comprometerse al respecto. Además, no existe ninguna ley contra los carteristas; en tan atestado planeta no podría sostenerse semejante ley. En la Tierra, todo el mundo era un carterista en potencia.
De modo que eso sería todo. Alguien había muerto llevando consigo la cartera de Owen.
Caminé en dirección al 1809.
Era Owen, riéndose burlonamente desde un sillón. Le eché una buena mirada, lo suficiente para convencerme, y luego desvié los ojos y no volví a mirarle. Pero el resto del asunto resultaba aún más increíble.
Ningún ciudadano del Cinturón hubiese podido tomar aquel apartamento. He nacido en Kansas, e incluso yo sentí un odioso escalofrío ante el anonimato del cuarto. Este sitio habría vuelto loco a Owen.
—No puedo creerlo —dije.
—¿Le conocía bien, señor Hamilton?
—Tanto como dos hombres pueden conocerse. Ambos pasamos tres años como mineros del cinturón de asteroides; en tales condiciones los secretos no se conservan.
—Sin embargo, usted no sabía que él estaba en la Tierra.
—Eso es lo que no puedo comprender. ¿Por qué diablos no me llamó, si estaba en apuros?
—Usted es de la BRAZO —dijo Ordaz—. Un miembro de la Policía de las Naciones Unidas.
Era un buen punto. Owen era tan honrado como cualquiera; pero la honradez no es igual en el Cinturón que en la Tierra. Los ciudadanos del Cinturón opinan que todos los terrestres somos unos ladrones. No comprenden que, para un terrestre, robar carteras no es más que un juego de habilidad. En cambio, un ciudadano del Cinturón considera eso mismo del contrabando, sin que involucre deshonestidad. Sopesa la ganancia del treinta por ciento contra la posible confiscación de su cargamento, y si considera que las probabilidades están a su favor, apuesta.
Quizá Owen estuviera haciendo algo que a él le parecía honesto, pero que a mí no me lo parecería.
—Jennison pudo haber estado haciendo algo ilegal —admití—. Pero no puedo imaginármelo suicidándose por ello, y mucho menos aquí. Ni siquiera hubiera entrado a este sitio.
El 1809 consistía en una sala multipropósito, un cuarto de baño y un armario. Eché una ojeada al cuarto de baño, sabiendo lo que iba a encontrar. Era del tamaño de un amplio gabinete de duchas. Un panel de comandos ubicado en el exterior permitía convertirlo en lavadero, en ducha, en retrete, en tocador y en baño turco, modificando la forma del memoplástico para generar los accesorios. Lujoso en todo, menos en el tamaño..., y eso si se presionan los botones correctos.
La sala era algo por el estilo. Había una cama de doble plaza oculta tras una pared. La cocina —horno, parrilla, tostadora y fregadero— se plegaba dentro de otra pared; el sofá, los sillones y las mesas desaparecían en el suelo. Un inquilino y tres invitados podían llevar a cabo allí un abarrotado cóctel, una acogedora cena o un cerrado juego de póquer. Las mesas para jugar a las cartas, para cenar, incluso la de café, estaban todas allí, con sus sillas correspondientes; pero del suelo sólo brotaba un juego a la vez. No había refrigerador, ni freezer, ni bar. Si un inquilino necesitaba comida o bebida, telefoneaba, y el supermercado del tercer piso enviaba el pedido.
El inquilino de uno de aquellos apartamentos disfrutaba de ciertas comodidades, pero no era dueño de nada. Allí había espacio para él, pero no para sus pertenencias. El 1809 era uno de los apartamentos interiores del bloque. Un siglo atrás no hubiese faltado una boca de ventilación, pero hoy eso hubiera encarecido la habitación. No había siquiera una ventana. Se vivía en una confortable caja.
En aquel momento, lo que había a la vista era un mullido sillón de lectura, dos mesitas laterales, un taburete para los pies y la pequeña cocina. Owen Jennison estaba sentado en el sillón, riendo burlonamente. La risa era muy natural. Poco más que piel seca cubría la risa natural de su calavera.
—Es un cuarto pequeño —dijo Ordaz—, pero no demasiado. Millones de personas viven así. Y, de todos modos, un ciudadano del Cinturón no sería la persona más indicada para padecer claustrofobia.
—No es la forma correcta de verlo. Jennison tripuló una nave individual antes de unirse a nosotros; tres meses continuos en una cabina tan pequeña que no le permitía ponerse de pie con la escotilla cerrada. Nada de claustrofobia, de acuerdo, pero... —hice un gesto con el brazo alrededor de la habitación—. ¿Ve usted algo personal, algo que fuera suyo?
Pequeño como era, el armario estaba casi vacío. Algunas ropas de calle, una camisa de papel, un par de zapatos, una pequeña maleta marrón. Todo nuevo. Las pocas cosas que había en el botiquín del baño eran igualmente nuevas y anónimas.
—¿Cuál es el punto? —dijo Ordaz.
—Los ciudadanos del Cinturón son nómadas. No poseen muchas cosas, pero las que tienen las veneran. Pequeñas pertenencias, reliquias, souvenirs... No puedo creer que Owen no tuviera nada.
Ordaz enarcó una ceja.
—¿Su traje espacial, tal vez?
—¿Cree usted que es improbable? Todo lo contrario. El interior del traje espacial es el hogar para un ciudadano del Cinturón. A veces es el único hogar que tiene. Gasta una fortuna decorándolo. Si pierde su traje, deja de ser un ciudadano del Cinturón. No sugiero que tuviera aquí su traje espacial, pero Owen Jennison debía tener algo. Un frasco con polvo marciano. Un fragmento de ferroníquel que le extrajeron del pecho. O, si dejó todos sus souvenirs en casa, tuvo que adquirir algo en la Tierra. Pero en esta habitación... no hay nada.
—Tal vez no anduvo de paseo por los alrededores —sugirió Ordaz con cierta delicadeza.
Y de alguna manera, lo que dijo hizo que todo cayera en su sitio.
Owen Jennison estaba sentado sonriendo, vestido con un traje de noche de seda, manchado por alguna mojadura. Su rostro, oscurecido por el sol del espacio, se aclaraba bruscamente por debajo del mentón, dejando lugar a un bronceado de lámpara. Su cabello rubio, demasiado largo, guardaba el estilo de la Tierra; no había rastros del peinado típico del Cinturón, la franja tipo mohawk que había llevado toda su vida. Una barba de un mes, completamente descuidada, cubría la mitad inferior de su rostro. Un pequeño cilindro negro asomaba por la parte superior de su cabeza. Un cable se extendía desde el cilindro hasta un tomacorriente situado en la pared.
El cilindro era un contactor, un transformador de los que utilizan los adictos a la corriente.
Me acerqué más al cadáver y me incliné para ver mejor. El contactor parecía normal, pero había sido modificado. El de un adicto común sólo dejaba pasar una cantidad mínima de corriente al cerebro. Owen había estado recibiendo una carga diez veces superior a la acostumbrada, lo suficiente para dañar irreversiblemente su cerebro en el espacio de un mes.
Me acerqué a él y toqué el contactor con mi mano imaginaria.
Ordaz estaba de pie a mi lado, sin intervenir para nada en mi investigación. Naturalmente, desconocía todo lo que se refiere a mis restringidas facultades psíquicas.
Restringidas era la palabra. Yo tenía dos facultades psíquicas: telequinesis y ésper. Con el sentido ésper podía palpar las formas de los objetos sin tocarlos, pero la distancia a que podía hacerlo era del alcance de un brazo. Podía levantar pequeños objetos gracias a la telequinesis, pero siempre que no estuvieran más allá de las puntas de los dedos de una mano imaginaria. La restricción en alcance era un fallo de mi propia imaginación. Desde que no podía creer que mi mano imaginaria alcanzara más allá, pues no alcanzaba.
Pero incluso una facultad psíquica tan limitada puede ser útil. Con las puntas de mis dedos imaginarios toqué el contactor en la cabeza de Owen, los deslicé hasta un pequeño agujero en su cuero cabelludo, y más allá.
Era una operación quirúrgica standard. Owen podía habérsela hecho hacer en cualquier parte. Un agujero en su cuero cabelludo, invisible debajo del cabello, muy difícil de localizar aunque se supiera lo que se estaba buscando. Ni siquiera los amigos más íntimos se enteraban, a menos de que le sorprendieran a uno con el contactor instalado. Pero el pequeño agujero permitía acceder a una clavija de mayor tamaño, inserta en el hueso del cráneo. Toqué la clavija del éxtasis con las puntas de mis dedos imaginarios, y luego los deslicé por el finísimo cable que se hundía profundamente en el cerebro de Owen hasta el centro del placer.
No, el exceso de corriente no le había matado. Lo que había matado a Owen era la falta de voluntad. No había tenido la suficiente fuerza de voluntad para levantarse.
Había muerto de hambre sentado en aquel sillón. Había varias botellas de plástico en torno a sus pies, y un par de ellas sobre la mesa. Todas vacías. Un mes atrás debieron estar llenas. Owen no había muerto de sed... Había muerto de inanición, y su muerte había sido premeditada.
Owen, mi compañero de tripulación... ¿Por qué no has acudido a mí? Yo mismo soy a medias del Cinturón. Cualquiera que fuese tu problema, podría haberte ayudado de alguna forma. ¿Un poco de contrabando? ¿Qué problema había? ¿Por qué has hecho que me enterara sólo después de que todo hubiera acabado?
El apartamento estaba tan limpio... demasiado limpio. Había que inclinarse mucho para olfatear la muerte; el acondicionador de aire se lo llevaba todo.
Owen había sido muy metódico. La cocina estaba abierta, para que un catéter pudiera ir desde él al fregadero. Se había abastecido de suficiente agua como para terminar el mes. Había pagado un mes de alquiler por anticipado. Y había recortado el cordón del contactor deliberadamente, instalándolo en un enchufe que lo dejaba fuera del alcance de la cocina.
Un modo complicado de morir, pero gratificante a su manera. Un mes de éxtasis, un mes del placer físico más intenso que un hombre puede sentir. Podía imaginar a Owen riendo tontamente cada vez que recordaba que se estaba muriendo de hambre, con la comida a unos pasos de distancia... Pero tenía que desenchufar el contactor si quería alcanzarla. Tal vez pospuso la decisión, y volvió a posponerla...
Owen Jennison, Homer Chandrasekhar y yo habíamos vivido tres años en un pequeño cascarón rodeado de vacío. ¿Qué podía saberse de Owen que yo no supiera? ¿Dónde estaba la debilidad que no hubiésemos compartido? Si Owen se había hecho esto, para el caso también podía hacérmelo yo. La idea me asustó bastante.
—Muy limpio —susurré—. Como en el Cinturón.
—¿Típico del Cinturón, diría usted?
—No. Los del Cinturón no se suicidan. No de este modo, al menos. Si un ciudadano del Cinturón quisiera suicidarse, detonaría el motor de su nave y moriría como lo hacen las estrellas. La limpieza es típica. El resultado no lo es.
—Bueno —dijo Ordaz—. Entiendo.
Se sentía incómodo. El hecho hablaba por sí mismo, pero se resistía a llamarme embustero. Volvió a los formulismos.
—Señor Hamilton, ¿identifica usted a este hombre como Owen Jennison?
—Es él —siempre lo había visto un poco excedido de peso, pero le había reconocido inmediatamente—. Pero vamos a asegurarnos...
Tiré del sucio traje, dejando al descubierto un hombro de Owen. Una cicatriz, formando un círculo casi perfecto de unos veinte centímetros de diámetro, se extendía sobre el lado izquierdo de su pecho.
—¿Ve esto?
—Ya lo habíamos visto, sí. ¿Una quemadura?
—Owen era el único hombre que conocí que podía mostrar sobre su piel una cicatriz producida por un meteoro. Le dió en el hombro un día, mientras se encontraba fuera de la nave. El traje presurizado se evaporó, desparramando acero en microgotas por todo su pecho. El cirujano le extrajo un pequeño trozo de ferroníquel del centro de la cicatriz, justo debajo de la piel. Owen llevaba siempre encima aquel trocito de ferroníquel. Siempre —repetí, mirando a Ordaz.
—Nosotros no lo encontramos.
—De acuerdo.
—Lamento el mal trago que está pasando, señor Hamilton. Pero usted mismo insistió en que dejáramos el cadáver in situ.
—Sí. Gracias.
Owen me sonreía desde el sillón de lectura. Noté el dolor, en mi garganta y en la boca del estómago. Una vez perdí mi brazo derecho; la muerte de Owen me produjo la misma impresión.
—Me gustaría saber más acerca de esto —dije—. ¿Me hará saber los detalles a medida que los reciba?
—Desde luego. ¿A través de la oficina de la BRAZO?
—Sí —el caso no correspondía a la BRAZO, a pesar de lo que yo le había dicho a Ordaz; pero el prestigio de la organización sería de gran ayuda—. Quiero saber por qué murió Jennison. Tal vez enloqueció... El shock de la civilización, o algo por el estilo. Pero si alguien lo acosó hasta la muerte, no descansaré hasta obtener su sangre.
—Seguramente, la administración de justicia es mejor dejársela a... —Ordaz se interrumpió, desconcertado. ¿Hablaba yo como miembro de la BRAZO, o como un ciudadano común?
Lo dejé interrogándose.
En el vestíbulo había varios inquilinos que entraban o salían de los ascensores, o simplemente ocupaban los sillones. Permanecí unos instantes de pie al lado del ascensor, buscando en los rostros de los que pasaban, rastros de la erosión de personalidad que debía existir en un sitio como ése.
Confort producido en masa. Espacio para dormir, y comer, y contemplar la tridi, pero ningún espacio para ser alguien. Viviendo aquí, no se poseía nada. ¿Qué clase de personas vivirían así? Tenían que ser todas iguales, moverse al unísono, como en los espejos triples de los barberos.
Entonces localicé unos cabellos castaños peinados hacia atrás, y un traje de papel rojo oscuro. ¿El administrador? Tuve que acercarme más para estar seguro. Su rostro era el de un permanente extranjero.
Al verme llegar sonrió sin entusiasmo.
—¡Oh! Hola, señor... Eh... ¿Encontró...? —no se le ocurría la pregunta concreta.
—Sí —dije, contestándola de todos modos—, pero me gustaría saber algunas cosas. Hacía seis semanas que Owen Jennison vivía aquí, ¿no es cierto?
—Seis semanas y dos días, antes de que abriéramos su habitación.
—¿Recibió alguna visita?
El hombre enarcó las cejas; íbamos llegando a su oficina y pude leer el nombre que figuraba en la puerta: Jasper Miller, Administrador.
—Desde luego que no —dijo—. Cualquiera se habría dado cuenta de que pasaba algo anormal.
—¿Quiere usted decir que Jennison alquiló la habitación con el exclusivo propósito de suicidarse? ¿Sólo lo vio una vez, y nunca más?
—Supongo que pudo... No, espere.
El administrador meditó unos instantes.
—No. Se inscribió un jueves. Me di cuenta de que era un ciudadano del Cinturón, desde luego, por lo oscuro de su rostro. Al día siguiente, viernes, salió. Le vi pasar por casualidad.
—¿Ese fue el día en que obtuvo el contactor? No, disculpe, usted no podría saberlo. ¿Fue la última vez que le vio salir?
—Sí.
—Entonces, pudo recibir alguna visita a última hora del jueves, o a primera del viernes.
El administrador negó con la cabeza, muy convencido.
—¿Por qué no?
—Verá, señor... eh...
—Hamilton.
—Tenemos una holocámara en cada piso, señor Hamilton. Toma una fotografía de cada inquilino la primera vez que entra en su habitación, y nunca más. La intimidad es uno de los servicios que el inquilino paga junto con el alquiler —el administrador se enderezó un poco mientras lo decía—. Por el mismo motivo, la holocámara toma una fotografía de cualquiera que no sea el inquilino. De este modo, los inquilinos quedan protegidos de cualquier posible intrusión.
—¿Y no hubo visitantes en ninguna de las habitaciones del piso de Owen?
—No, señor, ninguno.
—Sus inquilinos son gente solitaria, por lo visto.
—Parece ser así, señor.
—Supongo que en el sótano hay una computadora que decide quién es inquilino y quién no lo es.
—Desde luego.
—De modo que... durante seis semanas, Owen Jennison estuvo solo en su habitación, y en todo ese tiempo fue completamente ignorado.
Miller trató de que su voz sonara firme, pero estaba demasiado nervioso.
—Tratamos de garantizar la... la intimidad de nuestros huéspedes, señor. Si el señor Jennison hubiese deseado ayuda de cualquier tipo, le bastaba con utilizar el teléfono. Podía haberme llamado a mí, o a la farmacia, o al supermercado.
—Bien. Gracias, señor Miller; eso es todo. Quería saber cómo Owen Jennison pudo tardar seis semanas en morir sin que nadie se diese cuenta.
Miller tragó saliva.
—¿Se estuvo muriendo durante todo ese tiempo?
—Sí.
—No podíamos saberlo. ¿Cómo podríamos...? Escuche... no veo cómo puede culparnos.
—Ni yo tampoco —dije, y lo dejé estar.
Miller había estado lo bastante cerca de Owen, y por eso lo acosé con preguntas... pero ahora estaba arrepentido. El hombre tenía razón: Owen podría haber pedido ayuda, si así lo hubiera querido.
Salí afuera y alcé la mirada hacia los trozos de cielo que se recortaban entre los tejados de los edificios. Un taxi flotaba a la vista; activé mi llamador y se dejó caer.
Regresé al cuartel de la BRAZO. No para trabajar —no hubiese podido concentrarme, dadas las circunstancias—, sino para hablar con Julie.
Julie. Una muchacha alta, de unos pujantes treinta años, ojos verdes y largos cabellos veteados de rojo y dorado. Y dos marcas marrones encima de su rodilla derecha —rastros de unos fórceps—, que ahora no estaban a la vista. Miré a través del cristal de su despacho, observándola mientras trabajaba.
Estaba sentada en un cómodo sillón de contorno, fumando. Tenía los ojos cerrados. De cuando en cuando enarcaba las cejas, revelando lo intenso de su concentración. De cuando en cuando dirigía una ojeada al reloj y volvía a cerrar los ojos.
No la interrumpí. Conocía la importancia de lo que estaba haciendo.
Julie no era guapa. Tenía los ojos demasiado separados, la barbilla demasiado cuadrada, la boca demasiado ancha. Pero eso no importaba gran cosa, porque Julie podía leer las mentes ajenas.
Era la cita ideal. Todo lo que un hombre necesitaba. Hace un año, al día siguiente de haber matado por primera vez a un hombre, me encontraba en un estado de ánimo terriblemente destructivo. De alguna manera, Julie lo convirtió en una exaltación maniática. Habíamos corrido salvajemente por un parque anarquista supervisado, generando una enorme cuenta de gastos. Fuimos cinco millas hacia ninguna parte, yendo de espaldas en una acera rodante por el centro de la ciudad. Al final terminamos fatigados, demasiado agotados para pensar... Pero dos semanas atrás habíamos pasado una noche deliciosa: una pareja feliz por la mutua compañía, simplemente. Julie era lo que uno necesitaba, en cualquier momento, en cualquier parte.
Su harén masculino debe de haber sido el mayor de la historia. Para captar los pensamientos de un hombre de la BRAZO, Julie tenía que estar enamorada de él. Afortunadamente, la capacidad de amar de Julie era inagotable. No nos exigía fidelidad, afortunadamente; la mitad de la plantilla estaba casada. Pero Julie tenía que amarnos, a fin de poder protegernos.
De hecho, ahora nos estaba protegiendo. Cada quince minutos, Julie establecía contacto con un determinado agente de la BRAZO. Las facultades psíquicas son muy poco confiables, pero en ese aspecto Julie era una excepción. Si caíamos en un agujero, Julie estaría siempre allí para sacarnos de él... a menos que algún imbécil la interrumpiera en pleno trabajo.
De modo que me quedé fuera esperando, con un cigarrillo en mi mano imaginaria.
El cigarrillo era para practicar, para fortalecer los músculos mentales. A su manera, mi «mano extra» era tan poco confiable como el contacto mental de Julie, posiblemente debido a sus propias limitaciones. Si se entra a dudar de las propias facultades psíquicas, simplemente desaparecen. Un tercer brazo claramente definido era más razonable que la capacidad de mover los objetos por medio del simple deseo. Yo sabía cómo se sentía un brazo y lo que podía hacer.
¿Por qué paso tanto tiempo levantando cigarrillos? Bueno, es el máximo peso que puedo levantar sin esfuerzo. Y hay otro motivo... algo que Owen me enseñó.
A las tres menos diez Julie abrió los ojos, se levantó del asiento y se acercó a la puerta.
—Hola, Gil —dijo, en tono soñoliento—. ¿Problemas?
—Sí. Un amigo mío acaba de morir. Pensé que sería mejor que lo supieras —le entregué una taza de café.
Julie asintió con un gesto. Teníamos cita esa noche, y lo sucedido cambiaría el carácter de la salida. Sabiendo eso, Julie hizo una pequeña exploración.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Qué horrible! Lo siento muchísimo, Gil. Anulemos la cita, ¿de acuerdo?
—A menos que quieras unirte a la borrachera ritual.
Julie sacudió la cabeza vigorosamente.
—Yo no le conocía. No sería correcto. Además, te la pasarás hurgando en tus recuerdos, Gil. Muchos de ellos serán íntimos. Si supieras que yo, precisamente yo estaba allí, te sentirías cohibido. Si fuera Homer Chandrasekhar sería distinto.
—Ojalá Homer estuviera aquí. Pero tendré que emborracharse solo. O tal vez con alguna de las chicas de Owen, si están cerca.
—Sabes lo que siento —dijo Julie.
—Sólo lo que yo siento —respondí.
—Me gustaría poder ayudarte.
—Tú siempre me ayudas, descuida. —Consulté el reloj—. Tus diez minutos de descanso se están agotando.
—¡Explotador! —murmuró Julie cariñosamente, pellizcándome el lóbulo de la oreja—. Haz que Owen se sienta orgulloso de ti —dijo, y regresó a su despacho a prueba de ruidos.
Julie siempre ayuda. Ni siquiera tiene que hablar. Sólo sabiendo que ha leído mis pensamientos, que alguien me comprende... eso es suficiente.
Completamente solo, a las tres de la tarde inicié mi borrachera ritual.
La borrachera ritual es una costumbre reciente, que no está sujeta aún a ningún protocolo. No se ha establecido ninguna duración. No hay que formular ningún brindis específico. Los participantes han de ser amigos íntimos del difunto, pero su número no está limitado.
Empecé en el Luau, un local con frías luces azules y pequeñas cascadas. En el exterior eran las tres y media de la tarde, pero adentro era el anochecer en las islas Hawaii, siglos atrás. El local estaba lleno a medias. Me instalé en una mesa situada en un rincón y marqué pidiendo un ponche Luau. Llegó, frío, pardo y alcohólico, con la pajilla inserta en un cono de hielo.
Hace cuatro años, fuimos tres los asistentes a la borrachera ritual por Cubes Forsythe, una negra noche en Ceres. Un grupo lamentable: Owen, yo y la viuda de nuestro tercer tripulante. Gwen Forsythe nos culpó de la muerte de su marido. Yo apenas salía del hospital con un brazo derecho que acababa en el hombro, y maldije a Cubes, a Owen y a mí mismo, todo al mismo tiempo. Hasta Owen se había puesto serio e introspectivo. No podíamos haber escogido un peor trío —ni una peor noche— de habérnoslo propuesto.
Pero había que seguir la costumbre, y allá estábamos. Ahora, como entonces, me encontré ahondando en mi propia persona, en busca de la herida que significaba un trip desaparecido, un amigo desaparecido. Me sumergí en la introspección.
Gilbert Hamilton. Nacido de padres llaneros, en abril de 2093, en Topeka, Kansas. Nacido con dos brazos, y sin el menor síntoma de facultades extraordinarias.
Los del Cinturón llaman «llaneros» a los que han nacido en la Tierra, en particular a aquellos que no han visitado el espacio. No estoy seguro de que mis padres hubiesen mirado las estrellas siquiera. Poseían una de las mayores haciendas de Kansas: dieciséis kilómetros cuadrados de tierras de cultivo, entre dos anchas franjas de ciudad brotadas a la vera de dos autopistas. Nosotros éramos gente de ciudad, como todos los llaneros; pero cuando las multitudes nos ahogaban, a mis hermanos y a mí, disponíamos de esas inmensas extensiones de tierra para estar solos. Dieciséis kilómetros cuadrados de terreno para jugar, sin más estorbos que los sembradíos y las máquinas automáticas.
Mis hermanos y yo mirábamos las estrellas. En la ciudad, las estrellas no son visibles; las luces las ocultan. Incluso en los campos no podían verse cerca del iluminado horizonte. Pero estaban allí, directamente encima de nuestras cabezas: un cielo oscuro moteado de puntitos brillantes, y a veces una hermosa luna blanca y plana.
A los veinte años, renuncié a mi ciudadanía de las Naciones Unidas para convertirme en ciudadano del Cinturón. Yo quería las estrellas, y el gobierno del Cinturón controlaba los títulos de propiedad de la mayor parte del sistema solar. Existen fabulosas riquezas en las rocas, que pertenecen a una desperdigada civilización de unos cuantos centenares de miles de ciudadanos del Cinturón; yo deseaba mi parte de aquellas riquezas.
No era sencillo. Hasta que transcurrieran diez años, no me concederían la licencia para tripular una nave individual. Entretanto, tendría que trabajar para otros y aprender a evitar los errores antes de que éstos acabaran conmigo. La mitad de los llaneros que se unen al Cinturón mueren en el espacio antes de haber podido obtener sus licencias.
Hice minería del estaño en Mercurio y extraje productos químicos exóticos de la atmósfera de Júpiter. Arrastré hielo desde los anillos de Saturno y busqué mercurio en Europa. Una vez, nuestro piloto cometió un error al tirar de una roca, y estuvimos a punto de tener que regresar a pie. Cubes Forsythe estaba con nosotros entonces; consiguió reparar el transmisor láser y apuntarlo hacia Ícaro para pedir ayuda. En otra ocasión, el mecánico encargado del mantenimiento de la nave se olvidó de cambiar un filtro, y nos pasamos el viaje ebrios a causa del alcohol que se mezclaba con el aire que respirábamos. Seis meses más tarde encontramos al mecánico; he oído decir que sobrevivió.
La mayoría de las veces formé parte de una tripulación de tres hombres, aunque los miembros cambiaban continuamente. Cuando Owen Jennison se unió a nosotros, reemplazó a alguien que se había ganado su licencia individual y no podía esperar para cazar rocas por su cuenta. Estaba demasiado ansioso. Más tarde me enteré de que había hecho un viaje entero y la mitad de otro.
Owen tenía mi edad, pero más experiencia; había nacido y se había criado en el Cinturón. Sus ojos azules y su rubia cresta de cacatúa destacaban sobre su oscura piel. El bronce acusado de su rostro terminaba abruptamente donde la argolla alrededor del cuello del traje cortaba la intensa luz del sol que su casco dejaba pasar. Era barrigón desde siempre, pero en caída libre parecía como si hubiera nacido con alas. Viendo eso intenté imitar sus movimientos, para regocijo de Cubes.
No cometí ningún error hasta que tuve veintiséis años.
Estábamos usando detonaciones para llevar una roca a una nueva órbita. Esa técnica es más antigua que la del empuje a fusión, tan antigua como la colonización del Cinturón, y sigue resultando más barata y más rápida que utilizar la fuerza motriz de una nave para remolcar la roca. Se emplean bombas de fusión industriales, que son pequeñas y limpias, y se las hace estallar de modo que cada explosión profundice el cráter y canalice mejor la fuerza de las explosiones posteriores.
Habíamos hecho estallar ya cuatro bombas, cuatro blancas bolas de fuego que crecieron y se desvanecieron a medida que surgían. Cuando estalló la quinta, sobrevolábamos el otro lado de la roca.
La quinta explosión partió la roca en mil pedazos.
Cubes había situado la bomba. En cuanto a mi error, fue compartido, porque cualquiera de los tres debió tener el suficiente sentido común como para salir corriendo inmediatamente. Sin embargo, nos quedamos contemplando —y maldiciendo— cómo una valiosa roca repleta de oxígeno se convertía en trozos casi inútiles. Miramos cómo las esquirlas se extendían lentamente formando una nube... y mientras lo hacíamos, una de las astillas se precipitó hacia nosotros. Se movía demasiado lento como para vaporizarse al golpear; no obstante, se abrió camino a través del casco —de triple capa de hierro cristalino—, atravesó mi brazo y empaló contra la pared a Cubes Forsythe, clavándole como a un insecto, justo en el corazón.
Una pareja de nudistas entró en el local. Permanecieron unos instantes parpadeando —adaptando sus ojos al crepúsculo azul—, y luego se dirigieron, lanzando grititos de alegría, hacia el grupo que ocupaba una mesa cercana. Observé y escuché con un ojo y un oído, pensando en lo diferentes que eran los nudistas de la Tierra y los del Cinturón. Todos los nudistas llaneros parecían iguales. Todos tenían el cuerpo trabajado, carecían de cicatrices interesantes, llevaban sus tarjetas de crédito en bolsos idénticos colgados del hombro, y todos ellos se afeitaban las mismas zonas.
En las grandes bases íbamos siempre desnudos, como la mayoría. Era normal, dado que usábamos día y noche los trajes presurizados mientras estábamos en las rocas. Si un ciudadano del Cinturón se encuentra en un lugar lo bastante cálido como para andar en mangas cortas, se burlará de quien lleve camisa. Sólo es por comodidad. Pero si se le da un motivo, se viste tan rápidamente como cualquiera.
Pero no pasaba tal cosa con Owen. Después de haber sido alcanzado por aquel meteorito, nunca lo vi con camisa. No sólo bajo las cúpulas de Ceres, sino en cualquier sitio donde hubiera aire para respirar. Owen tenía que exhibir aquella cicatriz.
Le hice un lugar a la tristeza y recordé...
...Owen Jennison sentado en mi cama del hospital, contándome el vuelo de regreso. Yo no podía recordar nada después de que aquella astilla me arrancó el brazo.
Pude haberme desangrado en pocos segundos, pero Owen lo evitó. La herida estaba desgarrada; con un láser de comunicaciones me rebanó el brazo a la altura del hombro. Luego colocó un trozo de tela de fibra de vidrio sobre la herida y la ató fuertemente alrededor del muñón. Para disminuir los efectos de la pérdida de sangre, me puso el traje bajo dos atmósferas de oxígeno puro y viajó a cuatro gravedades para llegar a tiempo.
Deberíamos haber muerto rodeados de estrellas y gloria. Es nuestro derecho.
—Se acabó mi reputación —decía Owen—. Todo el Cinturón sabe que modifiqué el motor. Muchos de ellos piensan que soy lo suficientemente estúpido como para arriesgar mi vida de semejante manera, y que arriesgaría las suyas también.
—Por lo que no es seguro viajar contigo.
—Exacto. Empiezan a llamarme «Cuatro ges» Jennison.
—¿Tú crees que tienes problemas? Me imagino cómo será cuando al fin deje este lecho: «¿Hiciste alguna tontería, Gil?». Con un demonio, claro que fue una tontería.
—Entonces miente un poco.
—Oh, seguro. ¿Podemos vender la nave?
—Ni hablar. Gwen heredó de Cubes la tercera parte de los beneficios. Y no querrá vender.
—Entonces, estamos realmente arruinados.
—Aún tenemos la nave. Necesitaremos otro tripulante.
—Rectifica: necesitas dos tripulantes. A menos que quieras volar con un manco; no puedo pagar un transplante.
Owen nunca trató de ofrecerme un préstamo. Me hubiese insultado, aún en el caso de que tuviera el dinero.
—¿Qué tiene de malo una prótesis?
—¿Un brazo de hierro? No, lo siento. Soy bastante remilgado.
Owen me miró de un modo muy raro, pero todo lo que dijo fue:
—Bueno, esperaremos un poco. Tal vez cambies de idea.
No me había presionado. Ni entonces, ni más tarde, cuando salí del hospital y alquilé un apartamento mientras me acostumbraba a desenvolverme con un solo brazo. Si Owen creyó que con el tiempo me decidiría a aceptar una prótesis, estaba equivocado.
¿Por qué? Bien, no es una pregunta fácil de contestar. Hay mucha gente que opina lo contrario que yo: millones van por ahí con partes de metal, plástico o silicona. Mitad hombres, mitad máquinas. ¿Cómo pueden saber cuál es la verdadera persona?
Prefiero la muerte a ser en parte metálico. Llámenlo excentricidad, si quieren. Quizá sea por eso mismo que mi piel se estremece cuando entro a un lugar como los Apartamentos Mónica. Un ser humano tiene que ser completamente humano. Debe tener hábitos y posesiones de su propiedad, no debe tratar de verse o comportarse como otra persona, sino como él mismo.
De modo que allí estaba yo, Gil «el Brazo» Hamilton, aprendiendo a comer con la mano izquierda.
Un amputado nunca pierde del todo lo que ha perdido. Los dedos que no tenía me daban comezón. Evitaba tontamente que el codo tropezara con algo. Alargaba el brazo derecho para coger algún objeto, maldiciendo cuando no lo atrapaba.
Owen continuaba esperando, aunque sus propios ahorros debían encontrarse a un nivel muy bajo. Yo no le había ofrecido vender mi parte de la nave, y él no me lo había pedido.
En fin, hubo una chica una vez... he olvidado su nombre. Una noche, estaba en su apartamento esperando que terminara de cambiarse —íbamos a cenar juntos—, y vi sobre la mesa una lima para uñas que ella había dejado. La cogí y me aprestaba a limarme las uñas, pero recordé a tiempo la imposibilidad de hacerlo. Malhumorado, arrojé la lima sobre la mesa... y cayó al suelo.
Como un imbécil, traté de cogerla con la mano derecha.
Y la cogí.
Nunca había sospechado que pudiera tener facultades psíquicas. Para utilizar una facultad psíquica hay que estar mentalmente preparado. Pero... ¿quién había tenido una oportunidad mejor que la mía aquella noche, con toda una parte de mi mente sintonizada con los nervios y los músculos de mi brazo derecho... y ningún brazo derecho?
Sostuve la lima para las uñas en mi mano imaginaria. La noté en la mano, del mismo modo que notaba que las uñas que no tenía habían crecido demasiado. Deslicé mi pulgar a lo largo de la áspera superficie de acero; hice girar la lima entre mis dedos. Telequinesis para levantar, ésper para tocar.
- Eso es —había dicho Owen al día siguiente—. Es todo lo que necesitamos. Un tripulante más, y tú con tus fantásticas facultades. Practica, y verás como aumenta tu fuerza. Ya encontraré un novato.
—Tendrá que aceptar la sexta parte de los beneficios. La viuda de Cubes querrá mantener su porción.
—No te preocupes. Yo lo arreglaré.
—¡No te preocupes, dices! —agité un trozo de lápiz ante su nariz. Incluso en la reducida gravedad de Ceres, era lo máximo que podía levantar—. No creerás que la TQ y el ésper pueden substituir a un verdadero brazo, ¿verdad?
—Serán mejores que un brazo. Ya lo verás. Podrás extender la mano a través de tu traje espacial, sin perder presión. ¿Qué ciudadano del Cinturón puede hacer eso?
—Oh, seguro...
—¿Qué demonios quieres, Gil? ¿Que alguien te devuelva el brazo? Sabes que eso es imposible. Hablando sin rodeos, lo perdiste por tu propia estupidez. Ahora elige: ¿quieres volar con tu brazo imaginario, o prefieres regresar a la Tierra?
—No puedo regresar. No tengo dinero para el pasaje.
—¿Y bien?
—De acuerdo, de acuerdo. Busca un tripulante... Alguien a quien pueda impresionar con mi brazo imaginario.
Sorbí pensativamente mi segundo ponche Luau. Ahora todas las mesas estaban llenas, y una segunda hilera se estaba formando en la barra. Las voces treparon lentamente a un rugido de continuidad hipnótica. Había llegado la hora de los cócteles.
Owen lo había arreglado todo, de acuerdo. Con la «maravilla» de mi brazo imaginario, convenció a un muchacho llamado Homer Chandrasekhar para que se uniera a nuestra tripulación.
También tuvo razón respecto a mi «brazo».
Otros con sentidos similares a los míos tienen un alcance mucho mayor, incluso hasta el otro lado del mundo. Por desgracia, mi imaginación es tan escasa que me ha restringido a una mano psíquica. Pero mis dedos ésper se fueron haciendo más sensibles, más confiables, y con el tiempo pude levantar más peso. Actualmente puedo alzar un vaso pequeño lleno de líquido contra la gravedad de la Tierra.
También descubrí que podía alargar mi «mano» a través de la pared de la cabina para localizar averías en los circuitos situados detrás de ella. En el vacío, podía quitar el polvo de la parte exterior del visor de mi casco. Y estando en el puerto, realizaba trucos mágicos.
Casi dejé de sentirme un inválido, y todo gracias a Owen. En apenas seis meses de trabajo había pagado mis facturas del hospital y tenía lo suficiente para mi regreso a la Tierra, y unos cómodos sobrantes.
—¡Por Finagle! —había estallado Owen, cuando se lo dije—. De todos los sitios posibles, ¿por qué quieres volver a la Tierra?
—Porque si consigo que me devuelvan mi ciudadanía de las Naciones Unidas, en la Tierra me harán un transplante de brazo. Gratis.
—¡Oh! Es cierto —dijo, en tono dubitativo.
En el Cinturón también hay bancos de órganos, pero siempre están bajos de material. Los ciudadanos del Cinturón no son de hacer regalos, y tampoco su gobierno. Mantiene los precios de los transplantes tan altos como se puede. De este modo equilibran la demanda con las existencias, y los impuestos en caso de despido se mantienen bajos.
En el Cinturón hubiese tenido que comprar mi propio brazo, y no disponía del dinero. En la Tierra existía la seguridad social, y un amplio suministro de material para transplantes.
Así logré lo que Owen había considerado imposible: encontrar a quien me devolviera el brazo que había perdido.
A veces me he preguntado si Owen hubiera hecho lo que yo. Nunca dijo nada, pero Homer Chiandrasekhar había hablado con el tiempo. Un ciudadano del Cinturón se habría ganado su propio brazo... o habría prescindido de él. Jamás hubiera aceptado una limosna.
Quizá fuera esa la razón de que Owen no me telefoneara...
Pero negué con la cabeza. No podía creerlo.
El local continuó oscilando cuando dejé de sacudir la cabeza. De modo que tenía bastante alcohol por ahora. Terminé mi tercer ponche y encargué la cena.
La comida me devolvió la suficiente sobriedad como para pasar a la siguiente ronda. Era traumatizante el darme cuenta de que había pasado toda una vida con Owen Jennison. Fuimos amigos durante tres años, lo que parecía un montón de tiempo. Y lo había sido, de alguna manera. La mitad de los seis años que viví como ciudadano del Cinturón.
Ordené un ponche de café y observé cómo lo preparaban: café y un poco de leche, muy calientes, aderezados con canela en rama y otras especias... y ron de alta graduación encendido, y vertido en un chorro de fuego azul. Era una de las bebidas especiales, sólo servidas por un camarero humano, y era la única razón de que conservaran al sujeto. Fase segunda de la borrachera ritual: reventar a lo grande la mitad de la propia fortuna.
Pero llamé a Ordaz antes de tocar la bebida.
—Sí, señor Hamilton, ¿qué desea? Estaba a punto de irme a cenar.
—No lo entretendré mucho. ¿Han hallado algo nuevo?
Ordaz contempló mi imagen en la pantalla del teléfono. Su desaprobación era evidente.
—Veo que ha estado bebiendo. Tal vez debiera marcharse a casa, y llamarme mañana.
Quedé desconcertado.
—¿No sabe nada acerca de las costumbres del Cinturón?
—No comprendo qué...
Le expliqué lo de la borrachera ritual.
—Mire, Ordaz, si usted sabe tan poco acerca de la psicología de los ciudadanos del Cinturón, será mejor que charlemos. Y pronto. De otra manera, lo más probable es que pase algo por alto en su investigación.
—Estoy de acuerdo. Puedo verle mañana a mediodía, después de almorzar.
—Muy bien. ¿Qué ha averiguado?
—Varias cosas... pero ninguna demasiado útil, según creo. Su amigo llegó a la Tierra hace dos meses, en el Pilar de Fuego, en las afueras de Outback Field, Australia. Ya llevaba el pelo a lo terrestre. Desde allí...
—Eso es raro. Tuvo que esperar al menos dos meses para que le creciera el cabello.
—Ya había pensado en eso. Tengo entendido que los ciudadanos del Cinturón suelen afeitarse la cabeza, dejando sólo una franja de pelo de unos centímetros de ancho desde la frente a la nuca.
—Exacto. Probablemente, la costumbre empezó cuando alguien descubrió que podía vivir más tiempo si los cabellos no le cubrían los ojos durante un aterrizaje de emergencia. Pero Owen pudo dejarse crecer el pelo durante el viaje en una nave individual. No habría nadie para verlo.
—A pesar de todo, no parece normal. ¿Sabía usted que el señor Jennison tenía un primo en la Tierra? Un tal Harvey Peele, que dirige una cadena de supermercados.
—De modo que yo no era su pariente más próximo, ni siquiera en la Tierra.
—Sin embargo, Jennison tampoco intentó comunicarse con él.
—¿Algo más?
—He hablado con Kenneth Graham, el tipo que le vendió a Jennison el contactor y el enchufe. Tiene su tienda en Gayley, al oeste de Los Angeles. Graham asegura que el contactor era un modelo standard, y que su amigo de usted debió modificarlo.
—¿Le cree usted al tipo?
—De momento sí. Su permiso y sus archivos están en orden. El contactor fue modificado con un soldador de mano, una herramienta de aficionado.
—Hum.
—En lo que atañe a la policía, lo más probable es que el caso quede cerrado cuando se encuentren las herramientas que utilizó el señor Jennison.
—Le diré lo que voy a hacer: mañana contactaré con Homer Chandrasekhar. Tal vez él pueda aclararnos algo; por qué aterrizó Owen con los cabellos largos, por qué vino a la Tierra...
Ordaz alzó las cejas con indiferencia. Me dio las gracias por las molestias que me tomaba y colgó.
El ponche de café aún estaba caliente. Lo bebí, saboreándolo, tratando de olvidar la muerte de Owen y recordándolo en vida. Siempre había sido ligeramente barrigón, pero no subía ni bajaba de peso. Podía moverse tan ágilmente como un lebrel, si era necesario.
Y ahora estaba horriblemente delgado, y la muerte lo había sorprendido con una mueca de obscena alegría en el rostro.
Encargué otro ponche de café. El camarero, todo un showman, se aseguró de que le prestaba atención antes de encender el ron, y luego lo vertió espectacularmente desde una distancia de un palmo por encima del vaso.
Este trago no puede beberse despacio. Se desliza muy fácilmente y, si esperas demasiado, se puede enfriar. Ron y café fuerte. Un par más, y estaría ebrio y alerta durante horas enteras.
La medianoche me pilló en el Bar Marciano, bebiendo whisky con soda. Antes había estado en Bergin’s tomando café irlandés, brebajes fríos y humeantes en el Estanque Lunar, y en el Más Allá sorbí mi escocés escuchando música delirante. No conseguía emborracharme, ni siquiera alegrarme un poco. Una barrera me separaba del cuadro que estaba tratando de reconstruir.
Era el recuerdo del cadáver de Owen, sentado en un sillón, con una mueca en el rostro y un cable hundido en el cerebro.
No conocía a ese Owen. Nunca lo había conocido, y tampoco hubiera querido conocerlo. En el trayecto desde el bar al club nocturno, y de allí al restaurante, había huido de esa imagen, esperando que el alcohol quebrara la barrera entre este feo presente y el pasado que conocía.
De modo que me senté en una mesa rinconera del Marciano, rodeado de paisajes tridimensionales de un Marte imposible. Torres de cristal y largos, rectos canales azules, bestias de seis patas y humanos de una belleza y esbeltez imposible, me observaban desde el país del Nunca Jamás. ¿Cómo lo hubiese encontrado Owen: triste, o divertido? Owen había estado en el Marte verdadero, y no quedó impresionado.
Había alcanzado la fase en la que el tiempo se torna discontinuo, y transcurren lagunas de segundos o minutos entre los acontecimientos que uno puede recordar. Me encontré contemplando un cigarrillo. Por lo visto acababa de encenderlo; todavía conservaba sus veinte centímetros de largo. Quizá un camarero lo había encendido asomándose por detrás de mí. Como fuera allí estaba, ardiendo entre mis dedos índice y medio.
Contemplé la brasa mientras me invadía un dulce sopor. Estaba tranquilo, me sentía flotar. Me iba perdiendo en el tiempo...
Habíamos pasado dos meses entre las rocas, en nuestro primer viaje después del accidente. Regresamos a Ceres con un cargamento de oro con una pureza del cincuenta por ciento, especialmente apropiado para cables eléctricos y placas conductoras a prueba de corrosión. Al caer la noche estábamos listos para celebrar.
Anduvimos por los límites de la ciudad, con las luces de neón parpadeando —llamándonos— desde la derecha, un acantilado de roca fundida a la izquierda, y las estrellas brillando arriba, tras de la cúpula. Homer Chandrasekhar prácticamente resoplaba. El término de su primer viaje coincidía con su regreso a casa, y ésa era la mejor parte.
—Supongo que nos separaremos a medianoche —dijo.
No hacía falta que lo mencionara. Tres hombres juntos podían ser tres pilotos de naves individuales, pero lo más probable era que fueran compañeros de la misma nave. Todavía no consiguieron sus licencias, así que, o son demasiado tontos, o unos inexpertos. Si queríamos compañía femenina sería mejor separarse.
—No lo has pensado del todo —replicó Owen.
Homer tardó en reaccionar, entonces su rápida mirada a mi hombro hizo que me sintiera avergonzado. No necesitaba que mis camaradas me dieran una mano y, en esta condición, sólo los retrasaría.
Antes de que pudiera abrir mi boca para protestar, Owen agregó:
—Piénsalo bien. Tenemos una excelente oportunidad, y seríamos unos idiotas si la desperdiciamos. Gil, coge un cigarrillo. No, con la izquierda no.
Estaba borracho, gloriosamente borracho, y me sentía inmortal. Los «marcianos» parecían moverse en las paredes, aquellas paredes que semejaban ventanas hacia un Marte que nunca fue. Por primera vez aquella noche, levanté mi vaso en un brindis.
—En homenaje a Owen, de Gil «el Brazo». Gracias.
Tomé el cigarrillo con mi mano imaginaria.
Seguro supone Ud. que lo estaba sosteniendo con mis dedos imaginarios. La mayoría de la gente tiene la misma impresión, pero no es así. Lo sujetaba ignominiosamente dentro de mi puño. La brasa no podía quemarme, por supuesto, pero el cigarro pesa como un lingote de plomo.
Apoyé mi codo imaginario sobre la mesa, y aquello pareció aliviar el peso... lo cual era ridículo, pero cierto. En realidad, había esperado que mi brazo imaginario desapareciera luego del transplante. Pero descubrí que podía disociarlo del nuevo brazo, para sostener pequeños objetos y captar sensaciones con las yemas de los dedos.
Me gané el apodo de Gil «el Brazo» aquella noche en Ceres. Owen tuvo razón: todo el mundo se había quedado pasmado al ver el cigarrillo flotante que fumaba el manco. Todo lo que tuve que hacer fue buscar a la chica más guapa del local y atraer su mirada.
Aquella noche fuimos el centro de la mejor fiesta improvisada en la Base Ceres. No es que lo hubiéramos planeado. Hice el truco del cigarrillo tres veces, a fin de que cada uno de nosotros tuviera su pareja. Pero la tercera muchacha ya tenía acompañante, y el tipo estaba celebrando algo. Había vendido cierta patente a una firma industrial de la Tierra; tiraba el dinero como si fuera confeti, de modo que le permitimos quedarse. Realicé varios trucos, introduciendo mis dedos éspers en una caja cerrada para decir lo que había dentro; y cuando hube terminado, habían juntado todas las mesas y yo me encontraba en el centro, con Homer, Owen y las tres chicas. Luego empezamos a cantar viejas canciones, y los dependientes se nos unieron, y al final todo fue a cuenta de la casa.
Eventualmente, una veintena de nosotros terminamos en la mansión orbital del Primer Orador del gobierno del Cinturón. Los policías de la Dorada intentaron cogernos antes, y el Primer Orador estuvo realmente muy grosero, pero después les compensamos invitándoles a unirse a la fiesta.
Y ésa es la razón de que usara la TQ en tantos cigarrillos.
En el otro extremo del Marciano, una muchacha que llevaba un vestido color melocotón me observaba fijamente, con la barbilla apoyada en una mano. Me puse de pie y me acerqué a ella.
Tenía la cabeza despejada. Fue lo primero que comprobé al despertar. Aparentemente recordé tomar la píldora para la resaca.
Una pierna estaba enganchada sobre mi rodilla. Se sentía muy bonito, a pesar de que se me había dormido el pie por la presión. Unos fragantes cabellos negros se desparramaban por debajo de mi nariz. No me moví. No quise que ella supiera que estaba despierto.
Resulta muy embarazoso despertar al lado de una muchacha y no recordar su nombre.
Bueno, veamos... Un vestido color melocotón colgado detrás de la puerta. Recordé mi largo paseo de la noche anterior. La chica del Marciano. Un espectáculo de marionetas. Música de todo tipo. Le había hablado de Owen, hasta que ella me interrumpió diciendo que aquello le deprimía. Luego...
¡Ah! Taffy. Ése era el nombre, pero el apellido no lo hallé.
—Buenos días —dije.
—Mhm días. No trates de moverte... estamos enroscados.
A la luz matinal, era encantadora. Largos cabellos negros, ojos castaños, piel cremosa y sin broncear. Verse bien a aquellas horas de la mañana era un gran truco. Se lo dije, y sonrió.
Una de mis piernas parecía carne muerta... hasta que empezó a hormiguear, y me dediqué a hacer muecas hasta que el hormigueo desapareció. Taffy no dejó de hablar mientras nos vestíamos.
—Esa tercera mano es algo muy raro. Recuerdo que me sujetabas con tus dos brazos y me acariciabas la nuca con el tercero. Fue muy agradable. Me recordó una historia de Fritz Leiber.
- El vagabundo. La mujer pantera.
—Eso es. ¿A cuántas chicas has pescado con ese truco del cigarrillo?
—A ninguna tan guapa como tú.
—¿Y a cuántas les has dicho lo mismo?
—No puedo recordarlo. Hasta ahora siempre dio resultado. Pero esta vez es verdad.
Intercambiamos sonrisas.
Un minuto después la sorprendí observando pensativamente mi nuca, con el ceño fruncido.
—¿Pasa algo? —inquirí.
—Sólo pensaba. Anoche te diste una buena paliza, por lo visto. Espero que no bebas tanto de común.
—¿Por qué? ¿Estás preocupada por mí?
Ella enrojeció, luego asintió.
—Debí decírtelo —expliqué—. De hecho, creo que lo hice, anoche. Se trataba de una borrachera ritual. Cuando muere un buen amigo, es obligatorio quedar hecho pedazos.
Taffy exhaló un suspiro de alivio.
—Mira, no he querido inmiscuirme en tus asuntos...
—¿...personales? ¿Por qué no? Tienes derecho. De todos modos, me gustan las chicas... —quería decir maternales, pero no pude hacerlo—, las personas que se preocupan por mí.
Taffy acarició sus cabellos con algo parecido a un peine, que tomó de su cartera. Luego de repasarlo algunas veces, su cabello quedó en perfecto orden. ¿Electricidad estática?
—Fue una buena borrachera —continué—. Owen, mi amigo, se hubiese sentido orgulloso. Y ese es todo el luto que haré. Una borrachera, y... —extendí las manos—. ¡Se acabó!
—No es una mala forma de hacerlo —murmuró Taffy, reflexivamente—. Me refiero a los estímulos de corriente. Quiero decir, si tienes que irte...
—¡Cállate!
No sé por qué me enfurecí con tanta rapidez. Delgado como un alma en pena y sonriendo en el sillón de lectura, el cadáver de Owen había aparecido súbitamente ante mis ojos. Había luchado contra aquella imagen durante demasiadas horas.
—Saltar de un puente es suficiente para un convicto —gruñí—. Agonizar durante un mes mientras la corriente eléctrica te quema el cerebro es más que repulsivo.
Taffy quedó dolida y desconcertada.
—Pero tu amigo lo hizo, ¿no? Y no has hablado de él como si fuera un debilucho...
—Tonterías —me oí decir—. Él no lo hizo. Fue...
De golpe, estuve seguro. Debí atar cabos cuando estaba borracho, o durmiendo. Claro que no se había suicidado. No era propio de Owen. Y la afición a la corriente tampoco lo era.
—Fue asesinado. Claro que sí, ¿cómo no me di cuenta antes?
Y me arrojé al teléfono.
—Buenos días, señor Hamilton —el detective-inspector Ordaz se veía fresco y acicalado aquella mañana. Súbitamente recordé que no me había afeitado—. Veo que recordó tomar las píldoras contra la resaca.
—Sí. Ordaz, ¿se le ha ocurrido que Jennison pudo haber sido asesinado?
—Naturalmente. Pero no es posible.
—Yo creo que sí. Supongamos...
—Señor Hamilton.
—¿Sí?
—Tenemos una cita para almorzar... ¿Podemos discutirlo entonces? Venga a la Jefatura a las doce.
—De acuerdo. Pero hay algo que puede hacer ahora mismo: compruebe si Owen solicitó licencia de nudista.
—¿Cree usted que pudo solicitarla?
—Sí. Luego le diré por qué.
—Muy bien.
—Espere, no cuelgue. Usted dijo que había localizado al hombre que le vendió a Jennison el contactor y el enchufe. ¿Quiere repetirme su nombre?
—Hum, deje ver... Sí: Kenneth Graham.
—Ah, lo había recordado bien, entonces.
Colgué. Taffy tocó mi hombro.
—¿De... de veras crees que fue... asesinado?
—Sí. Mira, todo el asunto parte del hecho de que Owen no habría sido capaz de...
—No, espera... En verdad, no quiero saberlo.
Me volví hacia ella. Realmente no quería saberlo. El simple hecho de la muerte de un desconocido le daba náuseas.
—De acuerdo. Escucha, sé que soy un grosero por no invitarte siquiera a desayunar, pero debo abocarme enseguida al asunto. ¿Puedo llamarte un taxi?
Cuando llegó el taxi introduje una moneda de diez marcos en la ranura y la ayudé a subir. Capté la dirección que dio antes de que se marchara.
El Cuartel General de la BRAZO hervía de actividad. Los saludos me llovieron, pero los respondí sin detenerme. Podía escapárseme algo importante si me distraía.
Al pasar por delante del cubículo de Julie eché una ojeada. Estaba trabajando duramente, desparramada en su sofá y haciendo notas con los ojos cerrados.
Kenneth Graham.
La mayor parte de mi escritorio estaba ocupada por una conexión con la computadora del sótano. Había tardado varios meses en aprender a utilizarla, y aún no era muy ducho. Escribí una orden de café con leche y donas, y luego:
LICENCIA GENERAL: VENTA DE MATERIAL PARA ESTIMULACIÓN CON CORRIENTE ELÉCTRICA.
La cinta empezó a brotar inmediatamente de la ranura y fue enrollándose sobre mi escritorio. No necesitaba leerla para intuir que estaba en lo cierto.
Las nuevas tecnologías crean nuevas costumbres, nuevas leyes, nuevas éticas, nuevos delitos. Casi la mitad de la actividad de la BRAZO, la policía de las Naciones Unidas, está relacionada con el control de un delito inexistente hace apenas un siglo. El tráfico de órganos humanos era el resultado de miles de años de progreso médico, y de millones de vidas dedicadas en forma altruista a curar a los enfermos. El progreso había convertido aquellos ideales en realidad y, como de costumbre, había creado nuevos problemas.
En el año 1900, Carl Landsteiner clasificó la sangre humana en cuatro tipos, brindando a los pacientes la primera posibilidad real de sobrevivir a una transfusión. La tecnología de los transplantes se desarrolló en el transcurso del siglo XX. Sangre, huesos, piel, riñones y corazones vivos pudieron ser transplantados de un cuerpo a otro. La donación salvó decenas de millares de vidas durante aquel centenar de años, gracias a la cesión cadavérica a la medicina.
Pero el número de donantes era limitado, y no morían demasiadas personas del modo adecuado para aprovechar lo suficiente de sus cuerpos.
El Diluvio se produjo hace algo menos de cien años. Un donante ideal —aunque desde luego, no existía semejante sujeto— podía salvar una docena de vidas. ¿Por qué, entonces, un asesino condenado debía morir inútilmente? Al principio unos cuantos estados, y luego la mayoría de las naciones del mundo promulgaron nuevas leyes. Los criminales condenados a muerte debían ser ejecutados en un hospital, y los cirujanos salvarían todo lo posible de ellos para los bancos de órganos.
Los miles de millones de habitantes del mundo deseaban vivir, y los bancos de órganos significaban la vida en sí mismos. Cualquiera podría vivir indefinidamente, siempre que los médicos fueran substituyendo los órganos deteriorados. Pero sólo podría hacerse realidad si los bancos de órganos disponían de reservas suficientes.
El centenar de grupos existente en contra de la pena de muerte se desintegró silenciosamente: todo el mundo se enferma alguna vez.
Y, sin embargo, seguía habiendo escasez en los bancos. Seguían muriendo muchos pacientes debido a la falta del órgano que los salvara... De modo que los legisladores del mundo habían respondido nuevamente a la presión de los habitantes. Se implantó la pena de muerte para el asesinato en primer, segundo y tercer grado. Enseguida, para los atracos con arma mortal. Luego, para una multitud de delitos, cada vez menores: violación, fraude, estafa, tener hijos sin licencia, la acumulación de cuatro o más delitos leves... Durante casi un siglo la tendencia había ido en aumento, porque los ciudadanos con derecho a voto actuaban para proteger su derecho a vivir eternamente.
Pero incluso ahora no hay órganos suficientes. Una mujer con un riñón enfermo tiene que esperar hasta un año para un transplante: un riñón sano que durase el resto de su vida. Un enfermo cardíaco de treinta y cinco años puede recibir un corazón sano, pero de cuarenta y cinco años. Un pulmón, parte de un hígado, prótesis que se deterioran demasiado pronto, o que pesan demasiado, o no remedian lo suficiente... No hay suficientes criminales. Como es lógico, la pena de muerte resulta hoy muy disuasiva. La gente deja de cometer delitos, temerosa de enfrentarse con la sala de donantes de un hospital.
Para una substitución inmediata del aparato digestivo, para obtener un corazón sano y joven, para obtener un hígado entero que reemplazara al destrozado por el alcohol... había que recurrir necesariamente a un traficante de órganos.
El tráfico de órganos posee tres aspectos fundamentales.
El primero es el negocio del rapto-asesinato. Es un asunto riesgoso. No se puede llenar un banco de órganos sólo esperando que acudan voluntarios, y la ejecución de los condenados a muerte es monopolio del gobierno. De modo que hay que salir y conseguir a los donantes: en una acera móvil abarrotada, en un aeropuerto, en un auto detenido en la autopista por una avería en el capacitor... en cualquier parte.
La venta de los órganos trae también sus complicaciones. A veces, un hombre desesperadamente enfermo guarda en sí un resto de conciencia. Compra su transplante... y luego acude directamente a la BRAZO, curando su enfermedad y su conciencia al denunciar a la banda. De modo que las ventas suelen ser anónimas; y como pocas veces se repite el cliente, eso mucho no importa.
El tercero de los aspectos es el técnico, el puramente médico. Probablemente, ésta sea la parte más segura del negocio. Tu hospital es grande y fácil de ver, pero puedes situarlo donde quieras. Esperas a los donantes, que te llegan todavía vivos; extirpas hígados, glándulas y trozos de piel, y los etiquetas correctamente para evitar los rechazos.
Pero no es tan fácil como parece. Se necesitan cirujanos. Buenos cirujanos. Y ahí es donde entraba en escena Loren, pues el tipo había logrado un monopolio.
¿De dónde los conseguía? Aún estamos tratando de descubrirlo. Lo cierto es que Loren había descubierto un medio infalible para reclutar, en masa, a médicos talentosos y deshonestos. ¿Era realmente una sola persona? Todas nuestras fuentes decían que sí. Y tenía a la mitad de la costa oeste norteamericana en la palma de su mano.
Loren. Ninguna holografía, ninguna huella dactilar, ni siquiera una descripción. Lo único que teníamos era un apellido —ni siquiera un nombre—, y unos cuantos posibles contactos.
Uno de ellos era... Kenneth Graham.
La holografía era buena; probablemente había posado en una cabina de retratos. Graham tenía el típico rostro alargado de un escocés, con mandíbula caída y boca pequeña e inflexible. Había tratado de sonreír conservando al mismo tiempo una expresión de dignidad, pero sólo había conseguido verse incómodo. Su cabello era de un color arenoso, y lo usaba muy corto. Por encima de sus ojos gris claro, las cejas eran tan escasas que resultaban casi invisibles.
Llegó mi desayuno. Mojé una dona en el café, la mordí y descubrí que tenía más hambre de lo que había supuesto.
En la cinta que me había entregado la computadora figuraba toda una serie de reproducciones holográficas. Las repasé rápidamente, comiendo con una mano y tirando de la cinta con la otra. Algunas estaban borrosas, porque habían sido tomadas furtivamente a través de los escaparates de su tienda. Ninguna resultaba comprometedora. Tampoco se lo veía sonreír.
Hacía ya doce años que Graham vendía material para los cabletas.
Un adicto a la corriente eléctrica tenía una gran ventaja sobre su proveedor: la electricidad es barata. Con cualquier droga, el proveedor siempre tiene la posibilidad de aumentar el precio; con la electricidad, no. Se visita al comerciante de éxtasis una vez, se paga la operación y el contactor, y nunca más. Nadie queda atrapado en el vicio por casualidad. El cliente siempre sabe lo que va a obtener, lo que la corriente eléctrica hará por él... y también lo que hará con él.
De todos modos, se requería cierta falta de escrúpulos para ganarse la vida al modo de Kenneth Graham. Además, tenía que mantenerse distante de sus clientes. Nadie se convierte gradualmente en un adicto a la corriente. Lo decide de pronto, y compra la operación incluso antes de haber probado esa supuesta felicidad. Cada cliente de Graham había llegado a la tienda después de decidir que lo mejor para él era dejar de pertenecer a la raza humana.
¡Qué fila de desesperados debió de haber pasado a través de su tienda! ¿Cómo podían dejar de acosarle en los sueños? Y si Kenneth Graham dormía tranquilamente, entonces...
Entonces, no tendría nada de extraño que se hubiera convertido en un traficante de órganos.
Se encontraba en excelente situación para ello. La desesperación es una característica típica de los potenciales cabletas. Los desconocidos, los solitarios, esas personas a las que nadie visita, nadie necesita y nadie echa de menos, pasan continuamente por la tienda de Kenneth Graham. Si unos pocos nunca volvían a salir, ¿quién se daría cuenta?
Repasé rápidamente la cinta para verificar quién era el encargado de vigilar a Graham. Hum... Jackson Bera. Le llamé por la línea en mi escritorio.
—Desde luego —dijo Bera—, hace tres semanas que lo tenemos bajo los rayos espía. Hasta ahora ha sido un desperdicio de tiempo, y de sueldos de la BRAZO. Tal vez esté limpio, o le hayan pasado el dato de que está siendo vigilado.
—Entonces, ¿por qué no dejan de vigilarle?
Bera pareció disgustado.
—Porque sólo llevamos tres semanas en esto. ¿Cuántos donantes cree que necesita al año? Sólo dos. Lea los informes. El beneficio bruto que reporta cada donante asciende a más de un millón de marcos NU. Graham puede permitirse el lujo de ser cuidadoso respecto a las personas que escoge.
—Comprendo.
—Aunque no ha sido lo bastante cuidadoso. El año pasado desaparecieron al menos dos de sus clientes. Tenían familiares; eso fue lo que nos puso sobre aviso.
—De modo que puede que sea vigilado durante los próximos seis meses sin que haya seguridad de obtener nada... Y el tipo espera tranquilamente a que llegue a su tienda el individuo apropiado.
—Exactamente. En su métier legal, Graham está obligado a redactar un informe sobre cada cliente; eso le otorga derecho a formular preguntas personales. Si el individuo informa parentescos, Graham le deja marchar. La mayoría de las personas conserva algún pariente. Además, existe la posibilidad de que Graham sea inocente. A veces, un adicto a la corriente eléctrica desaparece sin que nadie le ayude.
—¿Cómo es que no he visto ninguna holografía de Graham en su residencia? No pueden haber estado vigilando solamente su tienda.
Jackson Bera se rascó la cabeza. Su cabello era como lana de acero negra, y lo llevaba largo como el de un bosquimano.
—Desde luego, hemos estado vigilando su casa, pero no podemos hacer llegar un rayo espía hasta allí. Es un apartamento interior, en un edificio. Sin ventanas. ¿Sabe usted algo acerca de los rayos espía?
—No mucho. Sé que se usan desde hace bastante tiempo.
—Son tan antiguos como el láser. El truco más viejo consiste en colocar una pequeña lámina espejo en la habitación que se desea espiar. Luego se proyecta un láser invisible a través de una ventana, o incluso a través de unos pesados cortinajes, y se hace que rebote en el espejo. Al regresar, ha sido distorsionado por las vibraciones que capta la lámina. Eso permite extraer una grabación completa de todo lo que se ha dicho en la habitación. Pero, cuando se trata de fotografías, se necesita algo un poco más sofisticado.
—¿Qué es lo más sofisticado de que disponemos?
—Podemos introducir un rayo espía en cualquier habitación que tenga una ventana. Podemos enviarlo incluso a través de algunos tipos de pared. Si hay una superficie ópticamente plana, podemos enviar un rayo espía alrededor de las esquinas.
—Pero siempre necesitan una pared que dé al exterior.
—Desde luego.
—¿Qué está haciendo Graham ahora?
—Un momento —Bera desapareció de la vista y regresó al cabo—. Alguien acaba de entrar en la tienda. Graham está hablando con la persona. ¿Quiere ver?
—Sí. Déjelo conectado en mi línea. Cuando termine lo desconectaré desde aquí.
La imagen de Bera se oscureció. Un momento después apareció el despacho de un médico. De no haber entrado en antecedentes, podía haber pensado que era el consultorio de un pedicuro. Había en él un cómodo sillón reclinable, con apoyos para la cabeza y los pies. Junto al asiento había un armario, con diversos instrumentos colocados encima de un paño blanquísimo. El escritorio se veía en un rincón. Kenneth Graham estaba hablando con una muchacha de aspecto vulgar.
Escuché las paternales palabras de Graham, tranquilizando a la presunta cliente y describiendo la magia de la corriente eléctrica. Cuando no pude soportarlo más, desconecté el sonido. La muchacha se sentó en el sillón y Graham colocó algo sobre su cabeza.
El vulgar rostro de la muchacha adquirió entonces una repentina belleza.
La felicidad es belleza. Una persona feliz es bella per se. Súbita y absolutamente, la muchacha estaba llena de felicidad... y me di cuenta de que no lo sabía todo respecto a la venta de contactores. Al parecer, Graham poseía un inductor para situar la corriente donde quería, sin cables. Podía hacerle experimentar al cliente cómo se sentía la corriente, sin necesidad de implantar previamente la clavija.
¡Qué poderoso argumento de venta!
Graham desconectó el mecanismo. Fue como si hubiera desconectado a la muchacha, la cual permaneció unos instantes como atontada. Luego, rebuscó frenéticamente en el interior de su bolso.
No quise seguir mirando. Apagué la pantalla.
No sería extraño que Graham se hubiese convertido en traficante de órganos. Hasta para vender su mercancía legal tenía que liberarse de todo escrúpulo.
Por ello, pensé, el tipo sentaba un buen principio.
Estaba, evidentemente, más endurecido que la mayoría de los habitantes del mundo. Pero no mucho, en realidad. Cada votante tenía algo de traficante. Al votar la pena de muerte para tantos delitos, los legisladores se habían limitado a doblegarse ante la presión de los ciudadanos. Existía una creciente falta de respeto por la vida, lo que evidenciaba el aspecto nocivo de la tecnología de transplantes. Un criminal ajusticiado podía salvar una docena de vidas honestas, y ¿quién iba a quejarse por ello?
En el Cinturón no se opinaba así. En el Cinturón la supervivencia era una virtud en sí misma, y la vida algo muy valioso, esparcida como estaba entre las rocas estériles, cazando individualmente la esquiva fortuna a través del mortífero vacío entre los mundos.
Por eso tuve que venir a la Tierra por mi transplante.
Mi petición había sido atendida dos meses después de mi arribo. ¿Tan pronto? Más tarde me enteré de que los bancos tenían siempre superávit de determinadas partes. Eran pocas las personas que necesitaban un brazo. También me enteré, un año después del transplante, que me había sido otorgado un brazo procedente del tanque de un traficante de órganos que había sido capturado.
La noticia me impresionó. Suponía que mi brazo procedía de un depravado asesino, de alguien que había disparado contra catorce enfermeras desde un tejado... Nada de eso. Alguna víctima anónima había tenido la mala suerte de encontrarse con un necrófago, y yo había resultado el beneficiario.
¿Acaso eso me impulsó a renunciar a mi nuevo apéndice, en un rapto de repugnancia? No, por raro que pueda parecer, no. Pero me uní a la BRAZO, anteriormente las Brigadas Amalgamadas Zonales, y ahora, la policía de las Naciones Unidas. Había recibido el brazo de un hombre asesinado, y me dedicaría a perseguir a los criminales que le habían dado muerte.
La noble urgencia de aquella decisión había quedado ahogada en las tareas burocráticas durante los últimos años. Quizás me estaba envileciendo, como los llaneros: los otros llaneros que me rodeaban, votando nuevas penas de muerte año tras año, por evasión de impuestos, o manejar un volador bajo control manual sobre una ciudad...
¿Era acaso Graham mucho peor que ellos?
Oh, desde luego. El bastardo había colocado un cable en el cerebro de Owen.
Esperé veinte minutos a que saliera Julie. Podría haberle enviado un memorándum, pero había mucho tiempo antes de mi cita del mediodía, y muy poco tiempo para hacer algo concreto, y... quería hablar con ella.
—Hola —dijo Julie, aceptando el café que le ofrecía—. Gracias. ¿Cómo fue la borrachera ritual? Oh, ya veo. Mmm. Muy bien. Casi poético.
Conversar con Julie era como tomar un atajo.
Poético, de acuerdo. Recordé cómo la inspiración me había golpeado, como un relámpago de suave fulgor. El truco del cigarrillo de Owen. ¿Qué podía haber sido mejor para honrar su memoria que volver a usarlo para conquistar a una chica?
—De acuerdo —convino Julie—. Pero hay algo que puedes haber pasado por alto. ¿Cuál es el apellido de Taffy?
—No puedo recordarlo. Lo tecleó en...
—¿Cómo se gana la vida?
—¿Cómo puedo saberlo?
—¿Qué religión es la suya? ¿Es una pro, o una anti? ¿Dónde se educó?
—Oh, diablos...
—Hace media hora estabas murmurando muy complaciente acerca de lo despersonalizados que somos todos los llaneros, excepto tú. ¿Acaso Taffy es una persona, o sólo una imagen desplegable para ti?
Julie hablaba con los puños apoyados en las caderas, como una severa maestra de escuela.
¿Cuántas personas hay en Julie? Algunos de nosotros nunca la hemos visto bajo el aspecto de la Guardiana. Es atemorizante como Guardiana. Si apareciera ese personaje en una cita nocturna, el hombre que estuviera con ella quedaría impotente para siempre.
Pero nunca se lo permite. Cuando alguien merece una reprimenda, Julie se la echa en cara a plena luz del día. Eso sirve para mantener separadas sus funciones, pero no lo hace más sencillo de tragar.
Además, era inútil argüir que no era asunto de su incumbencia.
Yo había venido aquí a pedir la protección de Julie. Si me hacía enojoso para Julie, si hacía que ella dejara de quererme, me convertiría en una mente ilegible para ella. Y entonces, ¿cómo sabría que yo estaba en dificultades? ¿Cómo podría hacerme llegar la ayuda que me rescatara de lo que fuera? Mi vida privada era plenamente asunto suyo: su único, vasto e importante trabajo.
—Taffy me gusta —protesté—. No me importó quién era cuando nos conocimos. Me gusta, y creo que yo le gusto. ¿Qué más puede esperarse de una primera cita?
—Vamos, tú lo sabes bien. No habrás olvidado otras citas, en las cuales has hablado toda la noche sobre un sofá, por el simple placer de saber más el uno del otro —Julie mencionó tres nombres, y yo enrojecí. Sabe poner el dedo en la llaga—. Taffy es una persona, no un episodio ni un símbolo de algo, ni una noche agradable. ¿Qué piensas de ella?
Lo medité, de pie en el pasillo. Resultaba curioso que me hubiese enfrentado con Julie la Guardiana en varias otras ocasiones, y que nunca se me hubiera ocurrido zafarme de tan desagradable situación. Pero más tarde pensaría en aquello. Por el momento me limité a permanecer allí, enfrentándome con el monstruo. Pensé en Taffy...
—Es agradable —dije—. No está despersonalizada. Es delicada, incluso. No sería una buena enfermera, imagino. Sentiría deseos de ayudar, y la destrozaría la eventual imposibilidad de hacerlo. Diría que es una persona vulnerable.
—Continúa.
—Quiero volver a verla, pero no me pondré a hablar con ella de nuestras vidas. De hecho, creo que será mejor que no la vea hasta que se haya resuelto lo de Owen. Loren podría interesarse en ella... o ella podría interesarse en mí, y yo resultar lastimado. ¿He olvidado algo?
—Creo que sí. Le debes una llamada telefónica. Si no piensas verla por unos cuantos días, llámala y díselo.
—De acuerdo. —Giré sobre mis talones para irme, pero di media vuelta—. ¡Por Finagle! Casi lo olvido. Había venido aquí para...
—Lo sé, quieres un contacto diario. Puedo hacerlo cada mañana, a las diez menos cuarto.
—Es un poco temprano. Cuando estoy en peligro, suele ser de noche.
—Por la noche estoy fuera de servicio. Lo que puedo ofrecer es a las diez menos cuarto. Lo siento, Gil: lo tomas o lo dejas.
—Compro, compro. Diez menos cuarto.
—Bien. Hazme saber si consigues alguna prueba de que Owen fue asesinado. Estableceré dos contactos diarios, pues el peligro será más concreto entonces.
—Gracias.
—Te adoro, querido. Caramba, el tiempo vuela...
Y Julie entró apresuradamente en su oficina, mientras yo acudía a llamar a Taffy.
No estaba en casa, desde luego, y yo ignoraba dónde trabajaba y en qué, de hecho. Su teléfono me ofreció tomar un mensaje. Le dije mi nombre, y que volvería a llamar.
Y luego me quedé allí sentado, sudando, por cinco minutos.
Eran las once y media. Por más que lo intentaba, no encontraba argumentos para convencerme de que no debía enviar un mensaje a Homer Chandrasekhar.
No quería hablar con él, ni ahora ni nunca más. La última vez que le vi, su actitud hacia mí distó mucho de ser amistosa. Obtener mi brazo gratis se había cobrado mi historia en el Cinturón, y el respeto de Homer. No quería hablar con él, ni siquiera quería enviarle un mensaje y, sobre todo, no quería tener que decirle que Owen había muerto.
Pero alguien tendría que decírselo.
Y tal vez él supiera algo.
Y no podía retrasar esa tarea todo el día.
Sudé durante cinco minutos y luego llamé a Larga Distancia, grabé un mensaje y lo envié a Ceres. Mejor dicho... grabé seis mensajes antes de quedar satisfecho. Prefiero no hablar al respecto.
Llamé de nuevo a Taffy; quizá hubiera regresado a casa para almorzar. No era así.
Colgué, preguntándome si Julie había sido justa conmigo. ¿Qué habíamos intentado, Taffy y yo, más que pasar un rato agradable? Y lo tuvimos, y tendríamos otros, con suerte.
Pero era difícil que Julie lo encontrara injusto. Si ella pensaba que Taffy era del tipo vulnerable, era porque había tomado esa información de mi mente.
Oh, los sentimientos mezclados. Supón que eres un chico, y tu madre acaba de violar la ley. Es una ley, algo en lo que puedes confiar... pero ella te presta atención... y a ella le importas... cuando a tantos otros allá afuera, apenas les importas un bledo.
—Por supuesto que pensé en la posibilidad de un asesinato —dijo Ordaz—. Siempre tengo en cuenta esa posibilidad. Cuando mi santa madre murió, luego de tres años de tiernos cuidados por parte de mi hermana María Angela, llegué a pensar en buscar rastros de pinchazos en su cabeza.
—Vaya. ¿Encontró alguno?
El rostro de Ordaz quedó helado. Dejó su cerveza sobre la mesa y empezó a ponerse en pie.
—No se lo tome así —me apresuré a decir—. Discúlpeme, no fue mi intención ofenderle.
Sus ojos centellearon y volvió a sentarse, a medio apaciguar.
Habíamos escogido un restaurante al aire libre, a nivel de la peatonal. Al otro lado de un seto —un seto verdadero, lleno de verdor natural, creciendo y todo—, una acera móvil transportaba una corriente de transeúntes. Detrás de ellos, otra acera llevaba a similar rebaño de gente en la otra dirección. Por un momento sentí que los que nos movíamos éramos nosotros.
Un camarero robot parecido a un peón de ajedrez sacó unos humeantes platos de chile de su torso, los dejó delante de nosotros y se alejó flotando en su cojín de aire.
—Naturalmente he considerado el asesinato, señor Hamilton. Pero créame, la teoría no se sostiene.
—Yo creo que puedo armar un buen caso.
—Puede intentarlo, por supuesto. Es más, lo ayudaré a comenzar. Primero, tendríamos que suponer que Kenneth Graham, el comerciante en felicidad, no le vendió a Jennison un contactor y una clavija, sino que nuestro hombre fue obligado a someterse a la operación. Entonces los archivos de Graham, incluyendo el permiso escrito para operar, fueron falsificados. Debemos asumir todo esto, ¿verdad?
—De acuerdo. Pero antes de que me diga que el escudo de armas de Graham es intachable, déjeme decirle que no es así.
—¿Eh?
—Está relacionado con una banda de traficantes de órganos. Esto es información clasificada, inspector. Le estamos vigilando, y no queremos que el tipo se entere.
—Esas sí que son noticias —murmuró Ordaz, frotándose la barbilla—. Tráfico de órganos... Bueno. Pero... ¿qué tiene que ver Owen Jennison con el tráfico de órganos?
—Owen Jennison era ciudadano del Cinturón. Y en el Cinturón siempre andan muy escasos de material de transplante.
—Sí, importan grandes cantidades de suministros médicos de la Tierra. No solamente órganos, sino también drogas y prótesis. ¿Y entonces?
—Owen realizó varios cargamentos a ocultas de la Policía Dorada en sus días. Lo capturaron algunas veces, pero estaba muy por delante del gobierno. Estaba fichado como un contrabandista exitoso. Si un traficante de órganos importante deseaba ampliar su mercado, no es descabellado suponer que recurriera a un exitoso contrabandista del Cinturón.
—Nunca mencionó que el señor Jennison fuera un contrabandista.
—¿Para qué? Todos los ciudadanos del Cinturón son contrabandistas, si creen que no van a pillarles. Para un ciudadano del Cinturón, el contrabando no es inmoral. Pero un traficante de órganos podía no estar al tanto del detalle, y suponer que Owen era inevitablemente un delincuente.
—¿Cree usted que su amigo...? —Ordaz vaciló, por delicadeza.
—No, Owen no se hubiese sentido bien como traficante de órganos. Pero pudo intentar hacerse uno de ellos. Las recompensas por toda información que conduzca a la captura y condena de los traficantes son muy sustanciosas. Si alguien estableció contacto con Owen, a mi amigo pudo habérsele ocurrido intentar localizar la raíz de aquel contacto.
»Ahora bien, la banda que actualmente perseguimos cubre la mitad de la costa occidental de este continente. Es bastante grande. Se trata de la banda de Loren, para la cual puede estar trabajando Graham. Supongamos que a Owen se le hubiese presentado la oportunidad de conocer al propio Loren en persona...
—Cree usted que la hubiese aprovechado, ¿no es así?
—Creo que lo hubiera hecho. Sospecho que se dejó crecer los cabellos para convencer a Loren de que deseaba parecer un terrestre y, en consecuencia, pasar inadvertido. Creo que recogió toda la información que pudo, y luego trató de salir sano y salvo... y no lo consiguió.
»Dígame, ¿encontró usted alguna solicitud de licencia de nudista?
—No. Me di cuenta de hacia dónde apuntaba usted —dijo Ordaz. Se retrepó en su asiento, ignorando la comida que tenía delante de él—. El bronceado de Jennison era uniforme, exceptuando el característico ennegrecimiento del rostro. Supongo que en el Cinturón era un nudista practicante.
—Sí. Allí no se necesita licencia. Y aquí también lo hubiese sido, a menos que tuviera que ocultar algo. Recuerde aquella cicatriz; nunca perdía oportunidad de exhibirla.
—¿Pudo habérsele ocurrido la idea de hacerse pasar por un... —Ordaz vaciló-... por un llanero?
—¿Con aquel bronceado del Cinturón? ¡No! Exageró un poco con el corte de pelo; tal vez pensó que así Loren le menospreciaría. Pero no quería pregonar su presencia, puesto que se dejó en el Cinturón sus pertenencias más personales.
—De modo que estaba tratando con traficantes de órganos, y ellos le descubrieron antes de que tuviera ocasión de ponerse en contacto con usted... Sí, señor Hamilton, la teoría no es mala. Pero no funcionará.
—¿Por qué no? No estoy tratando de probar que fue un asesinato. Todavía no. Sólo trato de demostrarle a usted que la idea del asesinato es tan verosímil, al menos, como la suya del suicidio.
—Pero no lo es, señor Hamilton.
Lo miré interrogativamente.
—Consideremos los detalles del hipotético asesinato —prosiguió—. Jennison es drogado, desde luego, y llevado a la tienda de Graham. Allí le insertan una clavija. Adaptan a ella un contactor normal y luego lo modifican con herramientas de aficionado..., cosa que demuestra, por parte del presunto asesino, una minuciosa atención a los detalles. Volvemos a ver esto en la falsificación de los papeles del permiso de cirugía de Graham: son impecables.
»A continuación, Owen Jennison es vuelto a su apartamento. Tenía que ser al suyo, ¿verdad? No hubiera servido de nada llevarle a otro sitio. La cuerda de su enchufe es acortada, de nuevo una idea de amateur. Luego, Jennison es atado...
—Me preguntaba si había imaginado usted eso.
—¿Por qué no habían de atarle? Lo atan, y lo dejan despertarse. Quizás le explican el asunto, quizás no. Eso depende del asesino. Después, el criminal enchufa el contactor. La corriente llega al cerebro de Jennison, quien conoce el placer puro por primera vez en su vida.
»Le dejan atado por espacio de... digamos, unas tres horas. Creo que ya en los primeros minutos se convertiría en un adicto incurable...
—Usted habrá conocido más cabletas que yo.
—Le aseguro que no quisiera ser enchufado a la fuerza. Un cableta normal se convierte en adicto al cabo de unos pocos minutos. Pero el adicto normal lo es por voluntad propia, y sabe lo que será de él. La adicción a la corriente eléctrica es un síntoma de desesperación. Su amigo pudo haberse liberado después de unos minutos de exposición.
—De modo que le mantuvieron atado por espacio de tres horas. Luego cortaron las cuerdas.
Me sentí enfermo. El cuadro que estaba describiendo Ordaz encajaba con el mío en todos sus detalles.
—No más de tres horas, según nuestras hipótesis. No se hubiesen atrevido a permanecer allí por más tiempo. Cortaron las cuerdas y dejaron que Owen Jennison muriese de hambre. En el espacio de un mes, las pruebas de que había sido drogado se desvanecerían, así como cualquier rozadura producida por las cuerdas, bultos de golpes en su cabeza, las marcas de las inyecciones de la droga, etcétera. Un plan adecuado en todos sus detalles, ¿no cree?
Me dije a mí mismo que Ordaz no estaba exagerando; se limitaba a realizar su trabajo. Sin embargo, resultaba difícil contestar objetivamente.
—Encaja en la idea que tenemos de Loren. Siempre ha sido muy cuidadoso. Le gustan los planes detallados y bien pensados.
Ordaz se inclinó hacia adelante.
—Pero, ¿no se da usted cuenta? El plan tiene un fallo esencial. Supongamos que el señor Jennison se arrancaba el contactor...
—¿Podía hacerlo? ¿Lo haría?
—¿Si podía hacerlo? Desde luego. Un simple tirón con los dedos. La corriente no afecta a la coordinación motriz. Ahora bien, ¿querría hacerlo? —Ordaz sorbió pensativamente su cerveza—. Sé muchas cosas acerca de la adicción a la corriente, señor Hamilton, pero ignoro las sensaciones que produce. Un adicto normal retira su contactor con tanta frecuencia como lo inserta, pero su amigo estaba recibiendo una corriente diez veces superior a la normal. Pudo haberse quitado el contactor una docena de veces, para volver a enchufárselo inmediatamente cada vez. Sin embargo, se supone que los ciudadanos del Cinturón son hombres dotados de una gran fuerza de voluntad, muy individualistas. ¿Quién sabe si, incluso después de una semana de adicción, su amigo no podría haber desconectado el contactor, enrollado el cordón y habérselo guardado en el bolsillo, recobrando su libertad?
»Para el asesino existiría, además, el peligro adicional de que alguien entrara en la habitación... un empleado de servicio de los muebles automáticos, por ejemplo. O de que alguien se diera cuenta de que no había comprado comida en un mes. Un suicida hubiese corrido el riesgo; suelen concederse a sí mismos la posibilidad de cambiar de idea. Pero... ¿un asesino?
»No, ni que pensarlo. Aunque la posibilidad fuese de una entre mil, el hombre que ideó un plan tan detallado no se hubiera expuesto a aquel riesgo.
El sol caía implacable sobre nuestros hombros. De pronto Ordaz se acordó de su almuerzo, y empezó a comer.
Observé al mundo girar más allá del cerco. Los transeúntes se agrupaban para hablar, otros echaban un vistazo a las vidrieras o nos miraban comer. Había los pocos que luchaban abriéndose paso a través de la multitud, con expresiones serias, molestos por los escasos quince kilómetros por hora de las aceras.
—Tal vez le estaban vigilando. Tal vez la habitación estaba cableada.
—La registramos minuciosamente —dijo Ordaz—. Si hubiera habido equipos de observación, los hubiéramos encontrado.
—Pudieron hacerlos desaparecer.
Ordaz se encogió de hombros.
Recordé las cámaras espía de los Apartamentos Mónica. Alguien tendría que haber entrado físicamente en la habitación para retirar cualquier aparato de observación. Podrían haberlos destruido con alguna señal electrónica, tal vez, pero habrían quedado huellas.
Y Owen había tomado un cuarto interior. Nada de rayos espía.
—Ha olvidado usted una cosa —dije, de pronto.
—¿De qué se trata?
—Mi nombre en la cartera de Jennison, como pariente cercano suyo. Mi amigo estaba dirigiendo mi atención hacia aquello en lo cual trabajaba: la banda de Loren.
—Eso es posible.
—Vamos, no puede montarlo todo junto...
Ordaz bajó su tenedor.
—Puedo montarlo todo, señor Hamilton. Pero no le gustará.
—Hum... Bien, imagino que no.
—Vea, incorporaremos su presunción. Jennison fue abordado por un agente de Loren, el traficante de órganos, quien trataba de vender al Cinturón material de transplante. Él aceptó. La promesa de riquezas fue demasiado tentadora.
»Un mes más tarde, algo le hizo darse cuenta de que había cometido un terrible error. Decidió morir. Acudió a un comerciante en éxtasis y se hizo colocar un alambre en el cerebro. Después, y antes de enchufarse el contactor, se le ocurrió una especie de reparación por su delito: le citó a usted como pariente cercano, a fin de que usted pudiera sospechar por qué había muerto, y tal vez pudiera utilizar ese conocimiento en contra de Loren.
Ordaz me miró a través de la mesa.
—Veo que nunca estará de acuerdo conmigo —concluyó—. Mire, no puedo evitarlo. Sólo puedo leer la evidencia.
—Yo también. Pero conocía a Owen Jennison, y sé que nunca hubiera trabajado para un traficante de órganos, y jamás se hubiera suicidado; al menos, no de ese modo.
Ordaz no contestó.
—¿Encontraron huellas dactilares? —pregunté.
—¿En el apartamento? Ninguna.
—¿Ninguna aparte de las de Jennison?
—Incluso las suyas se encontraron solamente en el sillón y en los cantos de las mesas. Maldigo constantemente al tipo que inventó la limpieza automática. Todas las superficies planas de ese apartamento fueron limpiadas cuarenta y cuatro veces, exactamente, mientras lo ocupó Jennison —dijo, y volvió a dedicar su atención al almuerzo.
—Entonces, escuche esto. Suponga por un momento que estoy en lo cierto, que Jennison iba detrás de Loren, y que el traficante le atrapó. Jennison sabía que estaba haciendo algo peligroso. No me hubiera puesto sobre la pista de Loren demasiado pronto; querría cobrar la recompensa. Pero podía haberme dejado alguna pista, sólo por si acaso.
»Algo en un armario de alquiler en algún lado, un aeropuerto o espaciopuerto, por ejemplo. No bajo su propio nombre, desde luego, ni tampoco del mío, ya que soy un conocido agente de la BRAZO, sino...
—Algún nombre que ambos conocieran —sugirió el inspector.
—Exacto. Tal vez Homer Chandrasekhar. O, mejor aún, Cubes Forsythe. Sí, Owen pudo pensar que este último era el más indicado, ya que Cubes lleva un buen tiempo muerto.
—Lo confirmaremos. Pero debe entender que eso no probará que usted tiene razón.
—Desde luego. No importa lo que encuentre, Owen Jennison siempre pudo haberlo dejado en un rapto de conciencia. Investigue eso y comuníqueme lo que averigüe —dije; me levanté y me fui.
Subí a la acera rodante, sin preocuparme de la dirección que llevaba. Así tendría ocasión de poner mis ideas en orden.
¿Podía Ordaz estar en lo cierto? ¿Podía estarlo? Pero cuanto más profundizaba el inspector en su muerte, Owen quedaba cada vez peor parado. En consecuencia, Ordaz tenía que estar equivocado.
¿Owen trabajando para un traficante de órganos? Más bien hubiese sido un donante.
¿Owen sorbiendo su placer de un enchufe eléctrico? ¡Ni siquiera le había gustado la tridi!
¿Owen sucidándose? No. Al menos, no de aquel modo.
Pero, aún en el caso de que pudiera haberme tragado todo aquello... ¿Owen Jennison permitiendo que yo supiera que había trabajado con traficantes de órganos? ¿Yo, Gil «el Brazo» Hamilton? ¿Hacérmelo saber a mí?
La acera rodaba, pasando restaurantes, shoppings, iglesias y bancos. Diez pisos por debajo, el ronroneo de los autos y motos en el nivel vehicular apenas se escuchaba. El cielo era una estrecha cuchillada azul entre las sombras de los rascacielos.
¿Hacérmelo saber? Jamás.
Pero la teoría de Ordaz no era mejor, con ese asesinato extrañamente inconsistente.
Entonces pensé en algo que incluso Ordaz había pasado por alto. ¿Por qué tendría que preocuparse Loren por quitarse de en medio a Owen de un modo tan complicado? Bastaría con hacerle desaparecer en el banco de órganos para que dejara de molestarle...
Los locales eran cada vez más escasos, igual que las personas. La acera rodante se hizo más angosta al penetrar en una zona residencial, y no de las mejores. Me había dejado llevar un largo trecho. Miré a mi alrededor, tratando de ubicarme.
Estaba a cuatro manzanas de la tienda de Graham.
Mi subconsciente me había jugado una mala pasada. Quería ver a Kenneth Graham, cara a cara. La tentación de continuar era casi irresistible, pero luché contra ella y cambié de dirección al llegar al disco siguiente.
La intersección de las aceras rodantes es un gran disco giratorio, tangente a las cuatro aceras que acuden a él, y moviéndose a la misma velocidad tangencial que éstas. Desde el centro fijo del disco se puede subir por una escalera mecánica para alcanzar los caminos estacionarios junto a los edificios. Podría haber tomado un taxi en el centro del disco, pero todavía tenía muchas cosas para pensar, así que tomé la acera de regreso.
Podía ser que entrara en la tienda de Graham y encontrar lo que buscaba. Tal vez. Hubiera fingido que estaba desesperado, diciéndole a Graham que deseaba un contactor, pero que estaba preocupado por lo que dirían mi esposa y mis amigos, y luego cambiar de idea en el último momento. Y él me hubiese dejado marchar, sabiendo que alguien me echaría de menos. Tal vez.
Pero Loren tenía que saber algo más sobre la BRAZO de lo que nosotros sabíamos de él. Y existía la posibilidad de que en algún momento le hubiera mostrado a Graham una holografía de mí. Al ver entrar en su tienda a un agente de la BRAZO, Graham se hubiera sentido invadido por el pánico. No valía la pena correr el riesgo.
Entonces, maldita sea, ¿qué demonios podía hacer?
El inconsistente asesino de Ordaz. Si dábamos por hecho que Owen fue asesinado, no podíamos pasar de las suposiciones. La cobertura, con todos esos obsesivos detalles... para luego dejar a Owen solo, permitiendo que se quitara el contactor y se marchara, o fuera descubierto por un vendedor persistente, o un ladrón, o...
No. El hipotético asesino de Ordaz —o el mío, de hecho— hubiera vigilado a Owen como un halcón. Durante el mes completo.
Eso era. Salté de la acera mecánica al llegar al siguiente disco y tomé un taxi.
El vehículo me dejó en el tejado de los Apartamentos Mónica. Bajé por el ascensor hasta el vestíbulo.
Si acaso el administrador se sorprendió al verme, no lo demostró cuando me invitó a pasar a su oficina. Parecía más espaciosa que el vestíbulo, posiblemente porque había elementos que rompían el anonimato del sitio: cuadros en la pared, un rastro oscuro y sinuoso en la moqueta —causado de seguro por el cigarrillo de algún visitante—, y una holografía de Miller y esposa campeando en el ancho y semivacío escritorio. Esperó a que me hubiese acomodado y se inclinó hacia adelante, con aire expectante.
—Estoy aquí en misión oficial —dije, entregándole mi ID de la BRAZO.
Me la devolvió sin mirarla.
—Supongo que se trata del mismo asunto —dijo, sin la menor cordialidad.
—Sí. Estoy seguro de que Owen Jennison recibió visitas mientras estuvo aquí.
El administrador sonrió.
—Eso es ridíc... imposible.
—No, no lo es. Sus cámaras holográficas toman imágenes de los visitantes, pero no de los inquilinos, ¿no es cierto?
—Por supuesto.
—Entonces, Owen pudo ser visitado por cualquier inquilino del inmueble.
El administrador pareció sorprendido.
—No, desde luego que no. En realidad, no sé qué le lleva a creer tal cosa, señor Hamilton. Si alguien hubiese encontrado al señor Jennison en tal estado, lo habría informado.
—No comparto su opinión. ¿Pudo haberle visitado algún inquilino del inmueble?
—No. Las cámaras hubiesen tomado una fotografía de cualquier inquilino de otro piso.
—¿Y si se trataba de alguien del mismo piso?
De mala gana, el administrador asintió.
—Sí. En lo que respecta a las cámaras, es posible. Pero...
—Entonces, necesitaré las holografías de todos los inquilinos del piso dieciocho durante las últimas seis semanas. Envíelas al Cuartel general de la BRAZO, en el centro de LA. ¿Puede hacerlo?
—Desde luego. Estarán allí en una hora.
—Bien. Ahora, se me ocurre otra cosa. Supongamos que un hombre se apea del ascensor en el piso diecinueve y baja a pie al dieciocho. La cámara le habrá registrado en el piso superior, pero no en aquel al que ha llegado, ¿no es así?
El administrador sonrió con indulgencia.
—Señor Hamilton, en este edificio no hay escaleras.
—¿Sólo ascensores? ¿No es peligroso eso?
—En absoluto. Cada ascensor posee su fuente independiente de energía, para su uso en caso de emergencia. Es práctica común. A fin de cuentas, ¿quién querría subir a pie dieciocho pisos si fallara la corriente?
—Entiendo. Una última pregunta. ¿Podría alguien manipular la computadora, para que no tomara una determinada fotografía, por ejemplo?
—Yo... no soy experto en sistemas, señor Hamilton. ¿Por qué no consulta directamente al fabricante? Es la Caulfield Brains, Inc.
—Eso es lo que haré. ¿Qué modelo tenéis aquí?
—Un momento —Miller consultó un archivo—. EQ-144.
—Muy bien.
Aquello era todo lo que podía hacer allí, y lo sabía... pero no me decidía a marcharme. Tenía que haber algo más...
Finalmente, Miller se aclaró la garganta.
—¿Es eso todo, señor Hamilton?
—Sí... —comencé—. No. ¿Puedo entrar al 1809?
—Comprobaré si no lo hemos alquilado.
—¿Ha terminado ya sus investigaciones la policía?
—Así es. —Volvió a consultar el archivo—. No, aún está disponible. Le llevaré arriba. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse ahí?
—No lo sé. Alrededor de media hora. No es necesario que suba usted.
—De acuerdo.
Miller me entregó la llave y esperó a que me fuera.
Un leve parpadeo de luz azulada llegó a mi retina cuando salía del ascensor. De no haber conocido la existencia de las cámaras-holo, hubiese creído que se trataba de una jugarreta de mi nervio óptico. Y tal vez así fuera. Para tomar una holografía no se necesita iluminar con láser, aunque este método permite obtener imágenes más claras.
La habitación que había sido de Owen era una caja vacía. Todos los muebles estaban ocultos; sólo se veían las paredes desnudas. Nunca había visto nada tan desolador... como no fuera alguna roca asteroidal, demasiado pobre para una prospección minera, y demasiado mal situada para que valiera como base.
El tablero de mandos estaba en el interior, al lado de la puerta de acceso. Encendí las luces y luego pulsé el botón central. Aparecieron varios contornos, trazados con líneas rojas, verdes y azules. Un gran cuadrado en una pared revelaba la cama, la mayor parte de otro muro la cocina, y otros contornos cruzaban el suelo. Muy práctico. Se evitaba el peligro de hacer surgir una mesa cuando algún invitado se encontraba de pie encima de su ubicación.
Había ido allí para sentir el lugar, para estimular alguna intuición, para comprobar si había pasado algo por alto. Empecé por revisar el tablero de mandos para localizar los circuitos. Los circuitos impresos eran demasiado pequeños y detallados para referirme algo, pero deslicé las puntas de mis dedos imaginarios a lo largo de varios alambres, y descubrí que estaban tirados directamente a sus puntos de actuación, sin desviaciones de ninguna clase. No había sensores hacia el exterior. Había que estar dentro de la habitación para saber lo que estaba a la vista y lo que estaba oculto.
De modo que una habitación supuestamente ocupada había mantenido la cama retirada durante seis semanas. Pero había que estar dentro de la habitación para saberlo.
Pulsé los botones para hacer aparecer la cocina y el sillón de lectura. El muro se deslizó hacia afuera un par de metros; el suelo ascendió y tomó forma. Me senté en el sillón: el mueble de la cocina bloqueaba la visión de la puerta.
Nadie podía haber visto a Owen desde el rellano.
Si alguien se hubiera dado cuenta de que Owen no encargaba comida, aquello podría haberle salvado.
Pensé en otra cosa... y eso me hizo mirar alrededor, en busca del acondicionador de aire. La rejilla estaba a nivel del piso; me acerqué e hice unos tanteos detrás de ella con mi mano imaginaria. Algunas de estos acondicionadores se ponen en marcha cuando los niveles de dióxido de carbono llegan a cierta cota, pero éste en particular sólo permitía el control manual de la temperatura.
Si hubiera sido uno del otro tipo, un asesino cuidadoso podría haber puesto un sensor en el aire acondicionado, para verificar que Owen estuviera aún vivo y presente. Pero con este sistema, el 1809 bien podría haber estado vacío por seis semanas.
Volví a la silla de lectura y me eché en ella.
Si mi hipotético asesino había vigilado a Owen, lo había hecho con un aparato espía... a menos que hubiera vivido en el mismo piso durante las cuatro o cinco semanas que Owen tardó en morir. No había otra solución.
De acuerdo, supongamos que usó un sensor. Hagámoslo lo bastante pequeño y nadie lo encontrará..., excepto el robot limpiador, que lo enviará directamente al incinerador. De modo que hay que hacerlo de cierto tamaño, para que el robot no lo considere una mota de suciedad. No hay por qué preocuparse de que Owen lo descubra... Y luego, cuando se confirma el deceso, lo haríamos autodestruirse.
Pero si lo hacemos estallar, dejará un agujero en alguna parte. Ordaz lo hubiese encontrado. ¿Acolcharlo con amianto? No, se necesita que la explosión deje rastros que un robot limpiador pueda eliminar...
Y si crees eso, te creerías cualquier cosa. Sería demasiado aventurado. Nadie sabe lo que un robot limpiador decidirá que es basura. Los fabrican estúpidos porque resulta más barato. Sólo están programados para no llevarse ningún objeto grande.
Tenía que haber habido alguien más en este piso, para vigilar a Owen personalmente, o bien para recoger el aparato que efectuaba la vigilancia. Hubiera apostado todo a un vigilante humano.
Había venido aquí para darle una oportunidad a mi intuición. Y no estaba dando resultado. Owen había pasado mes y medio en aquel sillón, y llevaba al menos una semana muerto. Sin embargo, yo no sentía a Owen allí. No era más que un sillón con dos mesitas laterales. Owen no había dejado nada en la habitación, ni siquiera un fantasma descontento.
La llamada me pilló a medio camino del Cuartel General.
—Tenía usted razón —me dijo Ordaz por el teléfono de muñeca—. En el espaciopuerto del Valle de la Muerte hemos encontrado un armario a nombre de Cubes Forsythe. Yo me dirijo ahora hacia allá. ¿Quiere venir?
—Lo veré allí.
—Bien. Estoy tan impaciente como usted por ver lo que Jennison nos dejó.
Yo lo dudaba mucho.
El espaciopuerto se encuentra a algo más de trescientos cincuenta kilómetros de distancia, una hora a velocidad de taxi. El precio del pasaje sería elevado. Anoté la nueva dirección en el teclado de a bordo y luego llamé al Cuartel General. Un agente de la BRAZO goza de amplias libertades; no tiene que justificar cada uno de sus movimientos. El obtener permiso no era problema; en el peor de los casos, podían negarse a cubrir el pasaje en mi cuenta de gastos.
—Os enviarán una serie de holos de los Apartamentos Mónica —advertí al contacto—. Haced que la computadora los compare con todos los traficantes de órganos conocidos y con los individuos relacionados con Loren.
El taxi se remontó suavemente y puso proa al este. Contemplé la tridi y bebí café hasta que me quedé sin monedas.
Si se visita entre noviembre y mayo, cuando el clima es ideal, el Valle de la Muerte puede ser un paraíso para el turista. Está el campo de golf del Diablo, con sus fantásticos acantilados y pináculos de sal; Punta Zabriskie, con su sobrenatural topografía de páramo; las antiguas minas de bórax, y toda clase de plantas raras, perfectamente adaptadas al clima caluroso y seco como un hueso. Sí, el Valle de la Muerte tiene muchos lugares interesantes, y algún día iría a visitarlos. Hasta entonces, lo único que había visto ya era el espaciopuerto. Pero, a su manera, era impresionante por sí mismo.
La zona de aterrizaje aprovecha el sitio de un antiguo lecho marino interior, que ahora es un campo de sal. Unos círculos concéntricos, alternadamente rojos y azules, marcan todo el campo para que las naves desciendan del espacio, y un siglo de desarrollos en fisión química y reactores de fusión han dejado pozos coloreados como el arcoiris, por las esotéricas y a menudo radioactivas sales. Pero la mayor parte del lugar aún conserva su antigua luminosidad blancuzca.
Y fuera del sitio de arribo, yacen las naves, de variadas formas y tamaños. Los vehículos y el personal de mantenimiento danzan atendiéndolas, y si tienes tiempo suficiente, podrás contemplar un aterrizaje. La espera vale la pena.
El edificio, al borde de la pista mayor, es una torre verde pastel apoyada sobre una enorme placa de concreto color naranja fluorescente. Nunca aterrizó una nave allí... todavía. El taxi me dejó en la entrada y fue a reunirse con otros vehículos de su tipo. Y yo me detuve un momento y aspiré el aire seco y balsámico.
Durante cuatro meses al año, el clima del Valle de la Muerte es ideal. Pero recuerdo un agosto, en que el Rancho del Arroyo del Horno registró una temperatura de 60 grados centígrados a la sombra.
El hombre detrás del escritorio me informó que Ordaz había llegado antes que yo. Le encontré acompañado de otro oficial, en medio de un laberinto de armarios de alquiler, cada uno lo bastante grande como para contener dos o tres maletas. El que Ordaz había abierto sólo contenía un pequeño maletín de plástico.
—Pudo haber tomado otras taquillas —sugirió Ordaz.
—No es muy probable; los ciudadanos del Cinturón viajan con poco equipaje. ¿Ha intentado abrirlo?
—Todavía no. Es una cerradura de combinación. Pensé que quizás usted...
—Tal vez —dije, y me acuclillé para echar una mirada.
Era curioso: no experimentaba la menor sorpresa. Como si siempre hubiese sabido que el maletín de Owen se encontraría aquí. ¿Y por qué no? Owen trataría de protegerse de alguna manera. A través de mí, porque yo estaba involucrado en el tráfico de órganos, pero del lado de las Naciones Unidas. Dejó esto en el casillero de un espaciopuerto, porque Loren no podría localizarlo ni tener acceso a él si lo localizaba, y porque yo relacionaría lógicamente a Owen con los espaciopuertos. Y lo puso bajo el nombre de Cubes, porque yo conocía aquel nombre, y Loren no.
Los recuerdos son algo maravilloso.
La cerradura tenía cinco cifras.
—Es de esperar que la clave tuviera sentido para mí, que yo pudiera abrirla. Vamos a ver...
Luego de meditar un momento, compuse el número 22417. 22 de abril de 2117, la fecha en que Cubes murió, ensartado contra una pared divisoria de plástico.
La cerradura se abrió.
Ordaz echó mano rápidamente a una carpeta de papel manila. Con más cuidado, yo recogí dos ampollas de cristal. Una de ellas estaba cuidadosamente sellada para proteger el contenido contra el aire de la Tierra, y aparecía llena hasta la mitad de un polvo rojizo increíblemente fino. Tan fino, que resbalaba como aceite contra el vidrio. El otro frasco contenía un trocito ennegrecido de ferroníquel, apenas visible.
En el maletín había otros objetos, pero lo importante eran aquellos pliegos. La historia estaba allí... al menos, hasta cierto punto. Probablemente, Owen había planeado completarla.
Al regresar de su último viaje, un mensaje lo esperaba en Ceres. Owen debió reírse al leer algunos de los párrafos, ya que Loren se había tomado la molestia de reunir todo un dossier sobre las actividades de contrabando que Owen había desarrollado durante los últimos ocho años. ¿Creía acaso que podía asegurarse su silencio con la amenaza de entregar el informe a las autoridades?
El caso es que Owen decidió establecer contacto con Loren y ver en qué paraba aquello. En circunstancias normales, me hubiese reenviado el mensaje, dejando el asunto por mi cuenta. Después de todo, yo era el experto. Pero el último viaje de Owen había sido un desastre.
Su motor a fusión había estallado en alguna parte más allá de la órbita de Júpiter, no decía porqué. Una nave de rescate le había recogido y transportado a Ceres. La factura prácticamente le había arruinado. Necesitaba dinero. Loren debía haberse enterado, y contaría con ello.
La recompensa por la información que permitiera capturar a Loren le permitiría comprar una nave nueva.
Había aterrizado en Australia, de acuerdo con las instrucciones de Loren. Desde allí, los hombres de Loren le habían llevado a muchas partes: a Londres, Bombay, Amberg... El relato de Owen terminaba en Amberg. ¿Cómo había pasado luego a California? No tuvo ocasión de decirlo.
Pero, entretanto, se había enterado de muchas cosas. Había numerosos detalles sobre la organización de Loren: el plan completo para embarcar materiales de transplante ilegales con destino al Cinturón, y para encontrar y establecer contacto con los clientes.
Owen hacía algunas sugerencias respecto a la organización. La mayoría de ellas parecían razonables, y seguramente eran probables. Muy típico de Owen. Pero no pude encontrar en el texto ningún indicio de que se hubiese extralimitado en su juego. Aunque él nunca lo hubiera sabido, por supuesto.
Y había holos, veintitrés de ellos, cada uno de un miembro distinto de la banda de Loren. Algunas de las fotografías llevaban una anotación al dorso; otras estaban en blanco. Owen no había podido descubrir la posición que cada uno ocupaba en la organización.
Las repasé dos veces, preguntándome si alguno de aquellos individuos podía ser el propio Loren. Owen no había llegado a enterarse.
—Parece que tenía usted razón —dijo Ordaz—. Su amigo no podría haber recoger todos estos datos sólo por accidente. Desde el primer momento debió haber planeado traicionar a la banda de Loren.
—Tal como yo le había dicho. Y le asesinaron por ello.
—Eso parece. ¿Qué motivo podía tener para suicidarse? —el rostro redondo y tranquilo de Ordaz estaba realizando un gran esfuerzo para mostrarse enfurecido—. Ha arruinado usted mi digestión, señor Hamilton.
Le hablé de mi idea acerca de otros inquilinos en el piso de Owen. Él sonrió y asintió.
—Es posible, es posible. Bien, es su caso ahora. El tráfico de órganos es asunto de la BRAZO.
—Exacto. —Cerré el maletín y lo alcé—. Vamos a ver lo que la computadora es capaz de hacer con esto. Enviaré a su departamento fotocopias de todo lo que hay aquí.
—¿Me informará de lo que descubra acerca de los otros inquilinos?
—Se lo prometo.
Ingresé al Cuartel General de la BRAZO balanceando aquel valioso maletín, sintiéndome en la cumbre del mundo. Owen había sido asesinado. Había muerto con honor, si no con dignidad. Ahora, incluso Ordaz lo sabía.
En aquel momento, Jackson Bera pasó corriendo por mi lado, gruñendo y jadeando.
—Eh, ¿qué sucede? —grité a sus espaldas. Tal vez buscaba la ocasión de fanfarronear un poco. Tenía veintitrés rostros, los de veintitrés traficantes de órganos, en mi maletín.
Bera se volvió y me miró.
—¿Dónde diablos has estado?
—Trabajando. Te lo aseguro. ¿Porqué la prisa?
—¿Recuerdas aquel comerciante en placer que estábamos vigilando?
—¿Quién, Kenneth Graham?
—El mismo. Está muerto. Se la dimos —y salió disparado.
Había llegado al laboratorio cuando al fin le di alcance. El cadáver de Graham yacía boca arriba sobre la mesa de operaciones. Su alargado rostro aparecía pálido y sin expresión, vacío. Había unos aparatos por encima y debajo de su cabeza.
—¿Cómo va la cosa? —preguntó Bera.
—Mal —respondió el médico—. No ha sido vuestra culpa; le metisteis en el congelador con la rapidez suficiente. Lo que pasa es que la corriente... —se encogió de hombros.
Sacudí el hombro de Bera.
—¿Qué ha pasado?
Bera jadeaba todavía un poco a causa de la carrera.
—Alguien debió advertirle... El tipo trató de escapar... Le alcanzamos en el aeropuerto.
—Pudieron haber esperado un poco. Poner a alguien en el avión con él. Inundar el avión con TY-4...
—Oh, vamos... ¿No recuerdas el jaleo que se armó la última vez que utilizamos el TY-4 en un avión civil?
Bera estaba temblando. No se lo reproché.
La BRAZO y los traficantes juegan entre sí un juego extraño. Los traficantes de órganos necesitan vivos a sus donantes, de modo que siempre van armados con pistolas hipodérmicas, que disparan agujas hechas de un anestésico cristalino que se funde inmediatamente al contacto con la sangre. Nosotros utilizamos la misma arma, por un motivo parecido: los criminales tienen que ser capturados vivos para que puedan ser juzgados y conducidos después a los hospitales del gobierno. De modo que ningún agente de la BRAZO espera nunca matar a un hombre.
Pero hubo un día en que aprendí cómo eran las cosas. Un traficante llamado Raphael Haine trataba de alcanzar un botón de alarma, en su propio domicilio. Si hubiera pulsado aquel contacto, los hombres de Haine, alertados, me habrían acribillado con sus balas anestésicas, para conducirme luego al almacén de órganos de su jefe. De modo que estrangulé a Haine.
El informe estaba en la computadora, pero sólo tres personas sabían de él. La segunda era mi superior inmediato, Lucas Garner. La tercera era Julie. Hasta entonces, era el único hombre que yo había matado.
Y Graham era el primero de Bera.
—Le hallamos en el aeropuerto —explicó Bera—. Llevaba sombrero. Si me hubiese dado cuenta, nos hubiéramos movido más rápido. Empezamos a acercarnos a él con pistolas hipodérmicas. De pronto, se giró y nos vio. Introdujo la mano debajo de su sombrero, y luego cayó.
—¿Se suicidó?
—Sí.
—¿Cómo?
—Echa un vistazo a su cabeza.
Me acerqué más a la mesa, procurando no interponerme en el trabajo del médico. El profesional estaba tratando de extraer información por inducción de un cerebro muerto, sin resultado hasta entonces.
En la parte superior de su cabeza, Graham tenía una caja plana y oblonga. Era de plástico negro, y tenía la mitad del tamaño de un mazo de cartas. La toqué, y supe de inmediato que estaba adherida al cráneo.
—Un contactor. Pero no del tipo corriente. Es demasiado grande.
—Ahá.
Por mis nervios corrió helio líquido.
—Tiene una batería.
—Así es.
—A menudo me he preguntado qué compraban los taberneros, etcétera. Un contactor sin cable. Hombre, eso es lo que quiero como regalo de Navidad.
Bera se estremeció.
—No digas eso.
—¿Sabías que Graham era cableta?
—No. Teníamos miedo de intervenir con micrófonos su casa; podía haberlo descubierto y ponerse sobre aviso. Echa otra mirada a ese objeto.
Estaba algo deformada, me pareció. La caja de plástico negro estaba fundida a medias.
—Calor —murmuré—. ¡Oh!
—Así es. Descargó toda la batería de golpe. Envió toda la carga mortal a través de su cerebro, directo al centro de placer. Cristo, Gil, no puedo dejar de pensar en eso... ¿Cómo se sentiría tal cosa? Gil, ¿puede haber sentido realmente algo?
Di unas palmadas en su hombro, en lugar de inventar una respuesta inteligente. Ha de haber pasado largo rato pensando en ello. Lo mismo me pasaría a mí.
Aquí estaba el hombre que había cableado el cerebro de Owen. ¿Había sido su muerte un infierno momentáneo, o todas las delicias del Paraíso en un solo instante? Confiaba en que hubiera sido el infierno, pero no lo creía.
Al menos, Kenneth Graham no estaría en alguna otra parte, con un nuevo rostro, nuevas retinas y nuevas huellas dactilares, procedentes de los bancos de órganos de Loren el traficante.
—Nada —dijo el médico—. Su cerebro está demasiado quemado. Lo que queda está demasiado revuelto para que tenga algún sentido.
—Siga intentándolo, por favor —dijo Bera.
Me marché en silencio. Tal vez más tarde invitara a Bera a unos tragos; parecía necesitarlos. Era un tipo con empatía. Sabía que tal vez hasta sintió esa tremenda descarga de éxtasis y muerte cuando Graham dejó este mundo.
Los holos de los Apartamentos Mónica habían llegado hacía varias horas. Miller había entregado no sólo los de los inquilinos que habían ocupado el piso dieciocho durante las últimas seis semanas, sino también a los que habitaron los pisos por encima y debajo.
Ante semejante riqueza, jugué con la idea de alguien del piso diecinueve descolgándose de su balcón al del piso dieciocho, todos los días, durante cinco semanas. Pero la habitación 1809 no tenía muros al exterior, y ni siquiera una ventana. Mucho menos algo parecido a un balcón.
¿Se le habría ocurrido a Miller la misma idea? Tonterías. Ni siquiera conocía el problema. Se había excedido en el asunto de los holos, sólo para demostrar su amplia intención de colaborar.
Ninguno de los inquilinos durante el período en cuestión coincidía con miembros conocidos o sospechosos de pertenecer a la banda de Loren.
Formulé un comentario apropiado y fui a buscar un café. Luego recordé los veintitrés hombres de Loren en el maletín de Owen. Se los había dejado a un programador, dado que no estaba seguro de saber introducirlos en la computadora. Ya habría terminado con ellos.
Lo llamé. Sí, lo había hecho.
Persuadí entonces a la computadora para que los comparase con los holos de los inquilinos de los Apartamentos Mónica.
Nada. Nadie coincidía.
Pasé las dos horas siguientes redactando el informe sobre el caso Jennison. Un programador tendría que traducirlo para la máquina; yo todavía no era tan bueno.
Estábamos de vuelta con el asesino inconsistente de Ordaz. Lo único que teníamos era un montón de cabos sueltos. La muerte de Owen nos había proporcionado un puñado de fotografías, las cuales podían ser ya completamente anticuadas. Los traficantes de órganos cambian de cara como de camisa. Terminé el informe, lo envié a un programador y llamé a Julie. Ahora ya no necesitaría su protección.
Pero Julie se había marchado a casa.
Empecé a llamar a Taffy, pero me interrumpí en la mitad del número. Hay momentos que son inoportunos para una llamada. Lo que yo necesitaba ahora era una cueva para estar solo. Probablemente, mi expresión hubiera hecho que la pantalla del fono se quebrase. ¿Por qué afligir a una muchacha inocente?
Me marché a casa.
Había oscurecido cuando salí a la calle. Subí por el puente peatonal que cruzaba por encima las aceras rodantes y esperé un taxi en el disco de intersección. De pronto apareció uno, con el cartel LIBRE de color blanco parpadeando en su abdomen. Ingresé en él e inserté mi tarjeta de crédito.
Owen había reunido sus holos en el continente eurasiático. La mayoría de ellos, si no todos, pertenecerían a agentes extranjeros de Loren. Había sido tonto de mi parte esperar encontrarles en Los Angeles.
El taxi se remontó en el claro cielo nocturno. Las luces de la ciudad convertían la capa de nubes en una cúpula blanca y aplanada. El vehículo penetró en las nubes, y allí siguió todo el trayecto. Al autopiloto le tenía sin cuidado que yo viera algo del paisaje o no.
Bien, ¿qué era lo que tenía hasta ahora? Alguno entre esas docenas de inquilinos era un agente de Loren. Eso... o el cuidadoso e inconsistente asesino de Ordaz, quien había dejado morir a Owen durante cinco semanas, solo y sin vigilancia alguna.
¿Tan seguro de sí mismo estaba el inconsistente asesino?
Después de todo, el Loren que yo perseguía también era hipotético. El criminal había asesinado, había cometido el crimen máximo. Y Loren lo había hecho de un modo rutinario, una y otra vez, con beneficios fabulosos. La BRAZO no había sido capaz de hacerle mella. ¿No habría llegado el día en que empezara a descuidarse?
Lo mismo que Graham. Durante mucho tiempo, había estado escogiendo donantes entre sus clientes, unos cuantos don nadie al año. Y entonces, por dos veces en pocos meses, tomó a clientes que fueron luego dados por desaparecidos. Se había confiado.
La mayoría de los delincuentes no son muy brillantes. Loren de seguro lo era, pero los hombres de su nómina debían ser término medio. El jefe tendría que lidiar con estúpidos, que se dedicaban a la delincuencia porque carecían de cerebro para salir adelante en la vida legal.
Si un hombre como Loren se volvía descuidado, se debía probablemente a que medía la inteligencia de los hombres de la BRAZO por la de la propia tropa. Seducido por un ingenioso plan para cometer asesinato, podía restar importancia al único obstáculo y ponerlo en práctica. Asesorado por Graham, sabría mucho más que nosotros acerca de la adicción a la corriente..., quizás lo bastante para confiar en sus efectos sobre Owen.
En consecuencia, los asesinos de Owen le habían dejado en su apartamento y se habían despreocupado de él. Era un riesgo que Loren había corrido, y le había salido bien.
La próxima vez sería aún menos cauteloso. Y un día le echaríamos el guante.
Pero no por ahora.
El taxi se desprendió de la guía de tránsito, y descendió hasta posarse en el techo de mi edificio, en las colinas de Hollywood. Me apeé y eché a andar rápidamente hacia los ascensores.
Uno de ellos se abrió. Un tipo salió de él.
Algo me alertó. Su forma de moverse, tal vez. Di media vuelta, retirando mi arma de la sobaquera. El taxi podía haber sido un buen refugio, si no hubiera remontado ya el vuelo. Otras figuras brotaron de entre las sombras.
Creo que tumbé a un par antes de que algo picara mi mejilla. Balas de piedad, astillas de anestésico cristalino diluyéndose en mi corriente sanguínea. Mi cabeza dio vueltas, el tejado también, y la fuerza centrífuga me derribó al suelo. Unas sombras planearon sobre mí y luego se hundieron en el infinito.
Me despertó el masaje de unos dedos sobre mi cuero cabelludo.
Estaba de pie, envuelto como una momia en unos suaves y apretados vendajes. No podía siquiera flexionar un músculo por debajo del cuello. Cuando me di cuenta de la cercanía, ya era demasiado tarde: el hombre situado detrás de mí había terminado de quitar los electrodos de mi cabeza y se había apartado, lejos del alcance de mi brazo imaginario.
Tenía algo de pájaro. Era alto y delgado, de huesos frágiles, y su rostro triangular estaba rematado por una puntiaguda barbilla. Sus sedosos y desordenados cabellos rubios estaban peinados hacia atrás desde sus sienes, dejando un agudo pico de cabello en la frente. Llevaba un impecable traje de lana a rayas anaranjadas y grises. Sonriendo en forma alegre, con los brazos cruzados y la cabeza ligeramente ladeada, esperaba que yo hablara.
Y lo reconocí. Owen tenía un holo de él.
—¿Dónde estoy? —gruñí, fingiendo un desconcierto que no sentía—. ¿Qué hora es?
—¿Qué hora es? Por la mañana —dijo mi captor—. En cuanto al lugar en que se encuentra, le permito que adivine.
Algo en sus modales... Me vino un rapto a la mente y dije:
—¿Loren?
Loren se inclinó, sin exagerar.
—Y usted es Gilbert Hamilton, de la policía de las Naciones Unidas. Gil «el Brazo» Hamilton.
¿Había oído bien? ¿Sabría de mi condición ésper y TQ?
—Al parecer, he caído —dije.
—Menospreció usted el alcance de mi propio brazo. Y también mi interés en usted.
Era cierto. No resulta mucho más difícil capturar a un agente de la BRAZO que a cualquier otro ciudadano, si se le pilla desprevenido y se está dispuesto a arriesgar secuaces. Esta vez, su riesgo no le había costado nada. Los policías utilizan pistolas de agujas por el mismo motivo que las utilizan los traficantes de órganos. Si alcancé a alguno de mis atacantes durante aquellos escasos segundos de lucha, estarían ya completamente repuestos. Loren hizo que me envolvieran con aquellos vendajes y luego me dejó bajo los efectos del «sueño ruso», hasta que decidiera hablar conmigo.
Los electrodos eran el «sueño ruso», también llamado soñador. Una placa sobre cada párpado, otra en la nuca. Una leve corriente eléctrica pasa a través del cerebro, provocando el sueño. En una hora se descansa tanto como en toda una noche. Y si no se desconectan los electrodos, uno puede dormirse para siempre.
De modo que éste era Loren. Finalmente.
Me observaba atentamente... la cabeza ladeada, semejante a un ave de presa, con los brazos cruzados. Una de sus manos sostenía una pistola de agujas... con cierta negligencia, pensé.
¿Qué hora sería? No me atreví a repetir la pregunta, temiendo que el criminal sospechara algo. Pero si lograba entretenerle hasta las diez menos cuarto, Julie podría enviarme ayuda...
Pero... ¿a dónde lo haría?
¡Maldito fuera Finagle! ¿Dónde estaríamos? Si yo no me enteraba, Julie tampoco lo sabría...
Y Loren me reservaba para el banco de órganos, eso era evidente. Una astilla cristalina me adormecería sin dañar ninguno de los delicados e infinitamente diversos órganos que me convertían en Gil Hamilton. Los médicos de Loren se encargarían luego de desmembrarme.
En los hospitales del gobierno, los cerebros de los criminales eran incinerados y enterrados posteriormente en una urna. Dios sabe lo que Loren haría con el mío. Pero el resto de mi cuerpo era joven y sano. Incluso considerando los gastos fijos de Loren, en el gancho yo valía más de un millón de marcos NU.
—¿Por qué a mí? —pregunté—. Me buscaba a mí, no a cualquier agente de la BRAZO. ¿Por qué ese interés por mí?
—Era usted el que estaba investigando el caso de Owen Jennison. Con demasiada minuciosidad.
—¡No con la suficiente, maldita sea!
Loren pareció intrigado.
—¿De veras no lo comprende?
—No.
—Eso me parece muy interesante —murmuró Loren—. Mucho.
—De acuerdo, ¿por qué sigo vivo aún?
—Sentía curiosidad, señor Hamilton. Esperaba que me contara de su brazo imaginario.
De modo que sí lo sabía. De todos modos, disimulé.
—¿De qué está hablando?
—Es inútil que juegue conmigo. Cuando me aburra, utilizaré esto... —y agitó la pistola hipodérmica—, y no volverá usted a despertar.
¡Maldición! El tipo lo sabía. Las únicas cosas que yo podía mover eran mis orejas y mi brazo imaginario, y Loren lo sabía. Nunca podría engañarle para que se pusiera a mi alcance...
Salvo que no lo supiera todo. Tenía que enterarme de cuánto sabía.
—De acuerdo —dije—. Pero me gustaría saber cómo lo descubrió usted. ¿Puso un espía en la organización?
Loren cloqueó.
—¡Ojalá fuera eso! No. Hace unos meses capturamos a uno de sus agentes, por pura casualidad. Cuando supe lo que era, le convencí para que hablara conmigo en plan confidencial. Me habló acerca de su extraordinario brazo. Espero que usted me dirá algo más.
—¿Quién era él?
—En realidad, señor Hamil...
- ¿Quién era él?
—¿Cree usted de veras que puedo recordar el nombre de cada donante?
¿Quién habría pasado a los bancos de órganos de Loren? ¿Un extraño, un conocido, un amigo? ¿Recuerda acaso el director de un matadero a todos los novillos sacrificados allí?
—Las facultades psíquicas me interesan —siguió Loren—. Me acordaba de usted. Y luego, cuando estaba a punto de concluir un acuerdo con su amigo Jennison del Cinturón, recordé un dato curioso acerca de un tripulante que había navegado con él. Le llamaban a usted Gil «el Brazo», ¿no es cierto? Qué profético ha sido. En el puerto, las bebidas le salían gratis si podía utilizar su brazo imaginario para beberlas.
—¡Maldita sea! Usted pensó que yo había plantado a Jennison en su banda, ¿verdad? ¡Y lo mató por mi culpa!
—El enojo no le servirá de nada —la voz de Loren se hizo metálica—. Entreténgame un poco, señor Hamilton.
Yo había estado palpando a mi alrededor en busca de algo que pudiera librarme de mis ataduras. Pero no había suerte. Estaba envuelto como una momia en vendajes demasiado fuertes para romperlos. Lo único que pudo palpar mi mano imaginaria fueron las vendas hasta el cuello y una tabla colocada a lo largo de mi espalda para mantenerme en pie. Debajo de las vendas estaba desnudo.
—Le haré una demostración de mis increíbles facultades —dije— si me permite un cigarrillo.
Tal vez aquello le acercara a mí lo suficiente...
Loren sabía algo acerca de mi brazo: conocía su alcance. Colocó un cigarrillo sobre el borde de una mesita con ruedas y la deslizó hacia mí. Cogí el cigarrillo, me lo puse en la boca y aguardé esperanzado a que se acercara a encendérmelo.
—He cometido un error —murmuró; tiró de la mesa hacia atrás y repitió toda la operación con un cigarrillo encendido.
Mala suerte... Pero al menos, iba a fumar. Me quité el cigarrillo anterior de la boca y lo arrojé lo más lejos que pude: alrededor de medio metro. Tengo que moverlo lentamente; de otro modo, lo que estoy sosteniendo simplemente se desliza a través de mis dedos.
Loren observaba, fascinado a su pesar. ¡Un cigarrillo flotante, obedeciendo a mi voluntad! En sus ojos había trazas de espanto y horror. Mal síntoma ése. Tal vez pedirle un cigarrillo había sido un error.
Algunas personas ven las facultades psíquicas como algo emparentado con la brujería, y consideran a los psíquicos como sirvientes de Satanás. Si Loren me temía, ya podía darme por muerto.
—Interesante —dijo Loren—. ¿Hasta dónde puede alcanzar?
Él sabía eso.
—Tan lejos como mi brazo real, desde luego.
—¿Por qué? Otros llegan mucho más lejos. ¿Porqué usted no?
Estaba ahora al otro lado de la habitación, a unos buenos tres metros de distancia, retrepado en un sillón. Con una mano sostenía una bebida, y con la otra la pistola. Se veía completamente relajado. Me pregunté si alguna vez le vería moverse de aquel cómodo sillón; ya ni pensar en que se me pusiera al alcance.
La habitación era pequeña y desnuda, y tenía el aspecto un sótano. El sillón de Loren y un pequeño bar portátil eran los únicos muebles, a menos de que hubiera otros por detrás de mí.
Podía estar en cualquier parte. En Los Angeles, o fuera de allí. Si realmente era de día, podía encontrarme en cualquier lugar de la Tierra, a juzgar por el tiempo que había pasado desde que me capturaran.
—Por supuesto —dije—, otros llegan mucho más lejos que yo. Pero no poseen mi fuerza. Se trata de un brazo imaginario, claro está, y mi imaginación no puede atribuirle una longitud de tres metros. Tal vez alguien pudiera convencerme de ello, si lo hiciera con suficiente empeño. Pero quizá fuera contraproducente, y arruinaría lo poco que tengo. Entonces me quedaría con dos brazos, como cualquiera. Mejor dejarlo estar.
De todas formas, pensé, Loren iba a hacer que me quedara sin ninguno en cualquier momento.
Había acabado el cigarrillo. Tiré la colilla.
—¿Quiere un trago?
—Desde luego, si tiene un vaso pequeño. De no ser así no podré levantarlo.
Llenó un vaso de un trago y me lo envió por medio de la mesita con ruedas. Apenas tuve fuerzas para cogerlo. Los ojos de Loren no se apartaron de mí mientras tomaba unos sorbos y dejaba el vaso.
El viejo truco del cigarrillo. La noche anterior lo había utilizado para conquistar a una chica. Ahora me estaba manteniendo con vida.
¿Deseaba realmente abandonar el mundo con algo fuertemente sujeto en mi puño imaginario? Tenía que distraer a Loren. Retener su interés hasta...
¿Dónde estaba? ¿Dónde?
Y súbitamente lo supe.
—Estamos en los Apartamentos Mónica —dije—. En ninguna otra parte.
—Sabía que acabaría por adivinarlo —sonrió Loren—. Pero es demasiado tarde. Le pillé a usted a tiempo.
—No sea tan pagado de sí. Fue una estupidez por mi parte, no un mérito suyo. Debí suponerlo. Owen nunca hubiera elegido este lugar. Usted hizo que lo trajeran aquí.
—Desde luego. Para entonces ya sabía que era un traidor.
—Y le trajo aquí a morir. ¿Quién le vigilaba para comprobar que no se moviera? ¿Miller, el administrador? Ha estado trabajando para usted. Y se encargó de eliminar de la computadora del edificio las holografías de usted y de sus hombres.
—En efecto, él borró las pruebas —asintió Loren—. Pero no entraba cada día a controlar a Jennison. Tenía a un hombre vigilando continuamente, por medio de una cámara portátil. La retiramos de la habitación cuando Jennison murió.
—Y luego esperaron una semana para hacer la denuncia. Lindo detalle.
Lo increíble es que no me hubiera dado cuenta antes. La atmósfera del sitio... ¿Qué tipo de gente vivía en los Apartamentos Mónica? Los que carecían de identidad, los anónimos, los que no serían echados de menos por nadie. Ellos vivirían inocentemente en sus apartamentos mientras Loren se encargaba de comprobar que realmente nadie los buscaría. Los que calificaban luego desaparecían, y con ellos sus documentos y pertenencias, y sus holos se desvanecían de la computadora.
—Mi plan era el de vender órganos a los ciudadanos del Cinturón, a través de su amigo Jennison —dijo Loren—. Sé que me traicionó, Hamilton. Quiero saber hasta qué punto.
—Lo suficiente —dije—. Tenemos detallados los planes para el establecimiento de un banco de órganos en el Cinturón. Pero no hubiese dado resultado, Loren. Los ciudadanos del Cinturón no creerían que valiera la pena.
—¿Alguna fotografía?
—No..., ninguna. —No quería que Loren cambiara de rostro.
—Estaba seguro de que Jennison había dejado algo —dijo Loren—. De otro modo, le habríamos convertido en un donante. Mucho más sencillo... y más provechoso, también. Me hubiera venido bien el dinero, Hamilton. ¿Sabe lo que le cuesta a la organización renunciar a un donante?
—Alrededor de un millón. ¿Por qué renunció a Jennison?
—Había dejado algo en algún sitio, y no había modo de conseguirlo. Lo único que podía hacer era tratar de impedir que la BRAZO lo buscara por desaparecido.
—Ya veo —dije—. Cuando alguien desaparece sin dejar rastro, lo primero que se le ocurre a cualquier idiota es que los traficantes de órganos tienen que ver en ello.
—Exactamente. De modo que no podía simplemente desaparecer. La policía hubiese acudido a la BRAZO, el informe habría llegado a sus manos, y usted habría empezado a investigar.
—Buscando en la gaveta de un espaciopuerto.
—¿Eh?
—Bajo el nombre de Cubes Forsythe.
—Conozco ese nombre —dijo Loren, entre dientes—. Caramba, debí buscar en esa dirección. Vea, cuando ya tuvimos a Jennison atrapado con la corriente, probamos sacarle la clavija para inducirle a hablar. Pero no sirvió de nada. No podía concentrarse en otra cosa que no fuera el contactor. Lo probamos todo...
—Voy a matarle —dije, escupiendo las palabras.
Loren ladeó la cabeza, con el ceño fruncido.
—Todo lo contrario, señor Hamilton. ¿Otro cigarrillo?
—Sí.
Me lo envió, encendido, sobre la mesita de ruedas. Lo cogí y lo sostuve en alto, ostentosamente. Tal vez consiguiera concentrar su atención en el cigarrillo..., la única forma que él tenía de ver dónde estaba mi mano imaginaria.
Si Loren mantenía los ojos clavados en el cigarrillo, y yo me lo llevaba a la boca en un momento crucial, mi mano quedaría libre sin que se diera cuenta al instante.
Pero...¿en qué momento crucial estaba pensando? Loren continuaba en el sillón, y yo tenía que luchar contra mi urgencia de atraerle. Cualquier movida en aquella dirección hubiera despertado sus sospechas.
¿Qué hora sería? ¿Y qué estaría haciendo Julie? Recordé una noche, dos semanas atrás. Aquella cena, en la terraza del restaurante más alto de Los Angeles, a casi kilómetro y medio de altura. Una alfombra de neón que se extendía debajo de nosotros tocaba el horizonte en todas direcciones. Tal vez Julie captara este recuerdo tan íntimo entre nosotros...
Establecería contacto conmigo a las diez menos cuarto. ¿Qué hora sería?
—Debió ser usted un notable cosmonauta —dijo Loren—. El único hombre del sistema solar capaz de ajustar una antena del fuselaje sin abandonar la cabina...
—Eso requiere más fuerza de la que yo tengo... —de modo que Loren sabía que podía atravesar objetos—. Debí quedarme en el espacio —aseguré—. Ojalá estuviera en una nave minera... Todo lo que entonces necesitaba era un buen par de brazos.
—Oh, qué pena. Bien, ahora tiene tres. ¿Ha pensado alguna vez que utilizar su poder contra los hombres es una trapacería?
—¿Qué?
—¿Se acuerda de Raphael Haine?
La voz de Loren había subido de tono. Estaba enfadado, y se contenía a duras penas.
—Desde luego. Un traficante de órganos sin mayor importancia, que operaba en Australia.
—Haine era amigo mío. Sé que le tuvo a usted atado en determinado momento. Dígame, señor Hamilton: si su mano es tan débil como dice, ¿cómo se las arregló para desatar las cuerdas?
—No lo hice. No podría haberlo hecho. Haine me colocó esposas. Le saqué la llave del bolsillo... utilizando mi mano imaginaria, desde luego.
—Empleó sus facultades contra él. ¡No tenía derecho a hacerlo!
Oh, la hechicería. Cualquiera que no sea psíquico experimenta los mismos sentimientos. Algo de miedo, mezclado con envidia. Loren creía poder con la BRAZO; había liquidado a uno de nuestros agentes, como mínimo. Pero enviar hechiceros contra él no era jugar limpio.
Por eso me había permitido despertar. Loren buscaba regodearse. ¿Cuántos pueden jactarse de haber capturado a un hechicero?
—No sea estúpido —dije—. No entré voluntariamente a su tonto juego, o al de su amigo Haine. Mis propias reglas indican que usted no es más que un repugnante asesino.
Loren se puso en pie —¿qué hora sería?—, y súbitamente me di cuenta de que el plazo se había agotado: el traficante estaba ciego de rabia. Sus rubios cabellos parecían electrizados.
Miré el pequeño agujero en el cañón del arma. No había nada que pudiera hacer. El alcance de mi TQ era el alcance de mis propios dedos. De pronto, me pareció sentir todas las cosas que jamás iba a sentir: el cuarto litro de anticongelante en mi sangre, para que el agua de mis células no se congelara, rompiéndolas; el baño en alcohol semicongelado, los escalpelos y los delgados y precisos láseres quirúrgicos. Sobre todo, los escalpelos...
Y mis recuerdos y conocimientos desaparecerían cuando botaran mi cerebro. Yo sabía cómo era Loren. También la trampa que eran los Apartamentos Mónica, y ¿quién sabe cuántos otros? Yo sabía dónde estaban las bellezas del Valle de la Muerte, esas que algún día visitaría...
¿Qué hora sería? Maldita sea, ¿qué hora?
Loren había levantado la pistola hipodérmica y me apuntaba con el brazo completamente extendido. Como si estuviera practicando el tiro al blanco.
—Es una verdadera lástima —dijo, con un levísimo temblor en la voz—. Debió quedarse en el espacio.
¿Qué estaría esperando?
—No puedo hacerle una reverencia, a no ser que afloje usted estos vendajes —dije, y escupí hacia Loren el resto de mi cigarrillo, para poner énfasis en la frase. Pero antes de que se alejara demasiado, lo sujeté con mi mano imaginaria...
Y lo hundí en mi ojo izquierdo.
En otro momento hubiera estudiado la idea con un poco más de atención. Pero creo que habría terminado por hacer lo mismo. Loren me consideraba ya su propiedad. Mi piel, riñones y metros de arterias, como partes en sus bancos, valían un millón de marcos NU. ¡Y había destruido mi ojo! Los traficantes de órganos aprecian mucho los ojos. Cualquiera que deba usar gafas es candidato para un par de ojos nuevos, y los propios traficantes necesitan cambiar continuamente las tramas de su retina, para adoptar una nueva identidad.
Lo que yo no había previsto era el dolor. Había leído en alguna parte que no había ningún nervio sensorial en el globo ocular. Por lo tanto, eran los párpados lo que me dolía. ¡Y terriblemente!
Pero sólo tendría que sufrirlo un momento.
Loren blasfemó y se precipitó hacia mí. Sabía ya lo débil que era mi brazo imaginario; ¿qué podría hacer contra él? Saltó hacia mí y golpeó con la mano abierta el cigarrillo, un cachetazo que casi me separa la cabeza del cuello y que envió la colilla, ahora apagada, a rebotar contra la pared. Jadeando, mudo de rabia, permaneció a mi alcance.
Mi ojo se cerró como un pequeño puño atormentado.
Alargué mi mano imaginaria pasando la pistola de Loren, a través de su caja torácica, y encontré su corazón. Y apreté.
Los ojos de Loren se desorbitaron, su boca se amplió, su laringe se sacudió convulsivamente. Era el momento de disparar su arma, pero en lugar de ello, clavó los dedos en su pecho, con el brazo semi paralizado. Por dos veces rascó con sus uñas, boqueando, alzando la cabeza en busca del aire que no entraba... Pensó que estaba siendo víctima de un ataque cardíaco. Pero entonces giró los ojos a mi rostro.
Y vio a un carnívoro de un solo ojo, gruñendo en el éxtasis del asesinato... que le quitaría la vida, aun si tuviera que arrancarle el corazón del pecho.
Y entonces cayó en la cuenta.
Disparó al suelo, y cayó.
Yo estaba sudando, y temblando de repulsión y disgusto. ¡Las cicatrices! Loren era todo cicatrices; pude sentirlas al entrar en él. Su corazón era un transplante. Y el resto de él... Se veía como de treinta años a cierta distancia, pero de cerca era imposible asegurar su edad. Algunas partes eran jóvenes, otras no. ¿Cuánto de Loren era Loren? ¿Cuánto era de otra gente? Y ninguna de las partes encajaba bien.
Debió haber sido un enfermo crónico, pensé. Y por ello, el Comité de Transplantes no le habría otorgado los órganos que requería. Y un día, encontró la respuesta a todas sus necesidades...
Loren estaba inmóvil. Ya no respiraba. Yo podía sentir aún la forma en que su corazón había saltado y se había retorcido dentro de mi puño, y luego el momento en que se rindió.
Estaba tendido sobre el lado izquierdo, lo que ocultaba su reloj de pulsera. Completamente solo en una habitación vacía, yo aún no sabía qué hora era.
Y nunca lo supe. Pasó un buen rato antes de que Miller se atreviera a interrumpir a su jefe. Asomó la redonda cabeza a través de la puerta, vio a Loren caído a mis pies y retrocedió precipitadamente dando un respingo. Un minuto después vi asomar el cañón de una pistola hipodérmica, por delante de un húmedo ojo color azul. Noté el pinchazo en la mejilla.
—Te contacté temprano —dijo Julie, incómodamente sentada a los pies de la cama del hospital—. Mejor dicho, tú me obligaste. Cuando llegué a la oficina no estabas allí, y yo me pregunté por qué sería, y... ¡blam! Pasaste un mal rato, ¿verdad?
—Muy malo —dije.
—Nunca contacté con alguien que estuviera tan asustado.
—Bueno, no le cuentes a nadie —activé el mando para elevar la cama a la posición de asiento—. Acabarías con mi fama de héroe...
Tenía el ojo vendado, ciego. No me dolía, pero aquella misma ausencia de dolor resultaba inoportuna, porque me recordaba a los dos muertos que ahora formaban parte de mi cuerpo. Un brazo, un ojo.
Si Julie captaba mis pensamientos, no era raro que estuviera nerviosa. No dejaba de acomodarse y removerse, sentada en el borde del lecho.
—Oye, no dejé de preguntarme qué hora era. ¿Puedes decírmelo?
—Las nueve y diez, aproximadamente. Creí desmayarme cuando aquel... aquel sujeto te apuntó con su pistola hipodérmica desde la puerta... ¡Oh, no! No, Gil... Ya acabó.
¿Tan cercana a mí estaba?
—Mira, Julie —dije—, será mejor que vuelvas al trabajo. Aprecio realmente tu visita, pero creo que no nos está haciendo ningún bien. Si continuamos con ello, acabaremos en un estado de constante terror.
Julie asintió con un gesto y se puso en pie.
—Gracias por venir —concluí—. Gracias también por haberme salvado la vida.
Julie sonrió desde el marco de la puerta.
—Gracias a ti por las orquídeas.
Sonreí a mi vez. Aún no las había encargado.
Llamé a la enfermera, y conseguí autorización para abandonar el hospital aquella misma noche, después de cenar, a condición de que me marchara directamente a casa e hiciera reposo. Luego me fue traído un videófono, y lo utilicé para encargar las orquídeas.
Entonces me tendí en la cama, meditando. Era hermoso estar vivo. Empecé a recordar promesas que había hecho, y que nunca había cumplido. Tal vez había llegado el momento de cumplir algunas.
Llamé a Supervisión y conseguí con Jackson Bera. Luego de permitirle que me sonsacara la historia de mi heroísmo, le invité a que viniera al hospital. Yo pagaría la botella que trajera. No le gustó esa parte del trato, pero lo obligué a aceptarla.
Empecé a marcar el número de Taffy pero, al igual que la noche anterior, cambié de idea. Mi teléfono de muñeca estaba sobre la mesilla de noche. Mejor sin imágenes.
—Hola.
—¿Taffy? Aquí Gil. ¿Estás libre el fin de semana?
—Desde luego. ¿Empezando el viernes?
—Estupendo.
—Pasa a buscarme a las diez. ¿Has descubierto algo acerca de tu amigo?
—Sí. Era lo que yo suponía. Los traficantes de órganos le asesinaron. El caso está resuelto; hemos capturado al culpable. —No mencioné mi ojo; para el viernes los vendajes habrían desaparecido—. Respecto al fin de semana, ¿te gustaría visitar el Valle de la Muerte?
—Estás bromeando, ¿verdad?
—No. Escucha...
—Pero... ¡es un horno, y un desierto! ¡Está tan muerto como la Luna! Has dicho el Valle de la Muerte, ¿no?
—Este mes no está tan caliente. Escucha... —y ella escuchó. Escuchó lo suficiente como para dejarse convencer.
—He estado pensando —dijo Taffy después—. Si vamos a estar juntos unos días, será mejor que hagamos... un trato. No hablaremos de trabajo. ¿De acuerdo?
—Es una buena idea.
—El caso es que trabajo en un hospital —dijo Taffy—. Cirugía. Para mí, el material orgánico de transplante no es más que una fuente de trabajo, una herramienta para curar a los enfermos. Pero me llevó mucho tiempo aceptar esa idea. Ahora no quiero saber de dónde procede el material, ni quiero saber nada sobre traficantes de órganos.
—Trato hecho. Pasaré a recogerte el viernes, a las diez.
Una cirujana, pensé luego de colgar. Estupendo. El fin de semana iba a ser algo bueno. Las personas sorprendentes son siempre las más dignas de ser conocidas.
Bera entró con una botella de J amp;B.
—Pago yo —dijo—. Y es inútil que trates de discutir, porque de todos modos no puedes alcanzar tu cartera.
Y comenzó la lucha.