UN DOMINGO EN NEPTUNO

Alexei Panshin

Ben Wiseman y yo fuimos los primeros seres humanos que aterrizamos en Neptuno, pero Ben no ha vuelto a dirigirme la palabra. Piensa que yo le traicioné.

El traslado a la Base Tritón, una oportunidad para mi, fue simplemente una etapa final para él. Yo no podía ver aún los límites de mi vida, pero él podía ver los límites de la suya. Y estaba hambriento de popularidad.

Era un hombre de entusiasmos repentinos, despertados por casualidad. No sabía casi nada de biología, pero disponiendo de mucho tiempo libre para contemplar la verde mole de Neptuno en nuestro cielo, concibió la idea de que había vida en el planeta, y quedó convencido de que si lo demostraba se aseguraría automáticamente un puesto de honor en los libros de consulta. Su teoría adquiría cierta fuerza por el hecho de que ya habíamos descubierto la existencia de vida en nuestra propia Luna, en Venus y Marte, en Júpiter, Saturno y Urano, e incluso en Ganímedes. No en Mercurio: demasiado pequeño, demasiado cercano, demasiado cálido. Ni en Plutón: demasiado pequeño, demasiado lejano, demasiado frío. Pero las posibilidades le parecían bastante favorables, y la lista de nombres a la que se uniría el suyo suficientemente corta como para inspirarle la sensación de que se le distinguía.

—La vida es insistente —decía Ben—. La vida es persistente.

Se acercó a mí debido a que no tenía a nadie más. Era un hombre sumamente difícil. A la edad de treinta y cinco años, no había descubierto aún los principios básicos del trato social. Al ser presentado a alguien, se tomaba un exceso de confianza con demasiada rapidez. Y si la reciprocidad no era absoluta, lo consideraba una traición. Cuanto más favorable fuera la respuesta inicial, más dolorosa resultaba la herida cuando era inevitablemente traicionado. No tenía amigos, desde luego.

También yo le traicioné, aunque no me di cuenta de ello hasta que él me lo dijo. Después de aquello se mostró siempre rígido y reservado, pero dado que no me consideraba peor que el resto de la humanidad, y dado que en Tritón sólo había veinte personas, solía hablar conmigo. Yo estaba dispuesto a hablar con él, y en este caso yo estaba dispuesto a escuchar.

Tritón, el satélite mayor de Neptuno, es una buena base substancial. Es una de las mayores lunas del sistema solar, dos dedos más ancha que Mercurio. Es el último asiento cómodo para los hombres en el sistema solar, y el emplazamiento evidente para una gran base.

Terminada la Operación Springboard y con nuestra primera nave estelar de camino hacia una nueva tierra verde y agradable, la actividad en la Base Tritón había quedado reducida a las tareas de mantenimiento e instrucción. Algunos de nosotros, como yo, estábamos allí porque éramos jóvenes brillantes con un futuro. Otros, como Ben Wiseman, estaban allí porque nadie más les hubiese querido tener con ellos.

Pero, en términos generales, la vida era aburrida. El mantenimiento es aburrido. La instrucción es aburrida. Incluso los cielos son oscuros. Neptuno está allí, grande y verde. Urano puede ser encontrado, si se le busca. Pero el Sol no es más que una lejana llamita parpadeando pálidamente en la noche, y los planetas interiores no pueden verse.

Uno se siente muy solo allí.

Yo estaba interesado en la sugerencia de Ben. Mike Marshall, nuestro jefe, había delegado en mí el problema de la moral de nuestro pequeño grupo, y dado que yo mismo me aburría estaba a favor de cualquier proyecto que pudiera significar algo con que entretenernos los domingos.

—Es una buena idea, Ben —dije—. Pero hay un problema. No disponemos del equipo necesario para un asalto como ese. Y ya sabes lo apretado que es el presupuesto. Puedo pedírselo a Mike.

—¡No le pidas nada a Mike!

—Bueno, tengo que pedírselo a Mike. Y él podrá pedirlo a su vez. Pero no creo que consigamos lo que nos haría falta.

—La cosa es mucho más sencilla que todo eso —dijo Ben—. El batiscafo de Urano se encuentra aún en Titanio. Es un modelo antiguo, desde luego, pero no hay ningún motivo por el que no pueda ser utilizado aquí. Los dos planetas son prácticamente gemelos. La oposición está próxima. El batiscafo podría ser traído aquí con muy poco esfuerzo. Pensé que podrías tramitar la solicitud a través de tu departamento.

Este era Ben. Un hombre muy raro. Creo que suponía que yo lograría traer el batiscafo que había sido utilizado para explorar la atmósfera-océano de Urano sin que Mike se enterase. Luego, él y yo nos trasladaríamos tranquilamente a Neptuno los finales de semana. Si hubiese podido obtener y manejar la máquina por sí mismo, seguro que lo hubiera preferido.

—Si el equipo está aún en Titanio, es posible que podamos conseguirlo —dije—. Se lo preguntaré a Mike mañana.

—No le digas nada a Mike.

—Mira, Ben, si quieres obtener todo eso, tiene que ser a través de Mike. No hay otro camino. Lo sabes perfectamente.

—Olvida lo que te he dicho —dijo Ben—. Siento haber hablado del asunto.

Ben estaba celoso de sus ideas. Si pasaban a través de muchas manos, perdían todo sabor para él. Esta era una buena idea, o al menos yo la encontraba buena, pero Ben preferiría renunciar a ella a permitir que quedara involucrado el resto de nuestra pequeña colonia.

Al día siguiente hablé con Mike. Era otro tipo raro. Había perdido todo su entusiasmo. Procuraba delegar en los demás sus responsabilidades y trabajaba de un modo rutinario. Acogió mi proposición con escaso interés.

—¿A quién le importará que encontremos vida en Neptuno? Sabemos ya que los mundos con atmósfera de amoníaco-metano pueden sustentar la vida, y pasada la novedad nadie se interesa por esta cuestión.

—Es cierto —dije—. Pero, ¿cree usted que a mí me importa demasiado descubrir otra especie rara de foxino? Lo importante es que el proyecto contribuiría a que la mayoría de nosotros nos interesásemos por algo constructivo. Por mi parte, disfrutaría con él.

—¿Y cree que alguien más disfrutará? —preguntó Mike—. ¿Cuántos primeros aterrizajes se han producido? De cincuenta a sesenta. ¿Quién se acuerda de todos ellos? ¿A quién le importan?

—El caso no es que otros puedan interesarse —dije—. Prescindamos de los otros. Esta mañana, Mike, me levanté de mi butaca y descubrí que mi trasero se había quedado dormido. Necesito hacer algo.

Tuve que discutir largo rato, pero finalmente Mike prometió averiguar si el batiscafo estaba disponible. Resultó estarlo, y llegó a la Base Tritón a bordo de una nave siete meses después. No era mucho tiempo. No teníamos otra cosa que hacer. No teníamos ninguna otra parte a donde ir.

Ben, desde luego, estaba furioso, sobre todo conmigo. Yo había robado su idea. Yo había arruinado su idea. Había traicionado su confianza. Había estropeado las cosas.

—Es la última vez que te dirijo la palabra —dijo. Como había dicho más de una vez antes de entonces.

Sin embargo, después de la llegada del batiscafo la cosa empezó a funcionar. El personal dejó de preocuparse por nimiedades y empezó a cumplir mejor sus obligaciones. Había menos polvo en los rincones y menos suciedad en las personas. Mi trasero dejó de dormirse. Incluso Mike empezaba a mostrarse interesado.

Era algo parecido al bote que se construye en el sótano cuando se tienen catorce años. Era lo que nosotros hacíamos en nuestro tiempo libre. Era el Proyecto.

Ben estaba dentro, y Ben estaba fuera. Ben trabajaba a veces, y a veces no trabajaba. No consideraba ya la aventura como completamente suya, pero no podía decidirse a permanecer completamente al margen de ella. De modo que incluso él quedaría involucrado.

Todos los demás se interesaron muchísimo. Tenían algo que hacer. En primer lugar, el batiscafo tuvo que ser revisado pulgada a pulgada. Esta tarea ocupó mucho tiempo libre. Y quedaba la perspectiva de consumir mucho más tiempo libre en meses y meses de exploración.

Al igual que todos los otros planetas —a excepción de Plutón, que es una luna desplazada—, Neptuno es un gigante gaseoso. En otra época se creyó que tenía una capa de hielo y un núcleo de roca debajo de su atmósfera. En realidad, no tiene ninguna superficie sólida. Es todo atmósfera, un verde mar de hidrógeno, helio, metano y amoníaco. Hay nubes y tormentas de nieve, pero ningún lugar donde apoyar los pies. Más que cualquier otra cosa, es como los océanos de la Tierra, y el vehículo que pretendíamos utilizar para explorar sus desconocidas profundidades era una fantástica combinación de dirigible y de los batiscafos de Piccard y sus sucesores. Neptuno no era un jardín bien cuidado, seguro y cómodo, pero de hecho era más accesible que las hostiles profundidades de los mares terrestres, con sus increíbles presiones.

El planeta se encontraba a un paso de distancia de nosotros en Tritón, más cerca que la Luna de la Tierra. El batiscafo podía llegar a Neptuno por sus propios medios, pero su regreso no estaba garantizado, ya que no podía cargar el suficiente combustible para desarrollar la energía que le permitiera vencer el peso de la gravedad. En consecuencia, decidimos utilizar una nave-nodriza, que dejaría caer el batiscafo y luego lo recuperaría. Hasta cierto punto quedé decepcionado, porque la idea de un globo lleno de hidrógeno abriéndose camino a través del espacio me parecía divertida.

A su debido tiempo, estuvimos preparados para efectuar nuestro primer ensayo. Entonces se planteó el problema de escoger a los dos primeros tripulantes. Un problema peliagudo. ¿Había que escogerlos por su categoría? ¿Por la cantidad de trabajo que habían aportado? ¿Por sorteo? A medida que se acercaba la fecha prevista para el despegue, el problema se agudizaba. Cada uno de los métodos de elección tenía sus partidarios. La cosa se agravó todavía más cuando Arlo Harlow, que había trabajado más que nadie, y Sperry Donner, que era el segundo comandante, se enzarzaron en una pelea a puñetazos.

Finalmente, Mike zanjó el asunto: el primer viaje lo haríamos Ben y yo, puesto que éramos los responsables de la idea. En los viajes sucesivos, las parejas se acoplarían por orden alfabético. Más tarde, Mike me dijo que había pensado en la solución alfabética desde el primer momento, pero que renunció a ella porque hubiera significado relegar a Ben a la última pareja, lo cual hubiera constituido un problema, y le habría acoplado con Roy Wilimczyk, lo cual hubiera constituido otro problema.

—Esta parece la mejor solución —dijo—. Si alguien puede formar pareja con él, es usted.

—Gracias —dije.

Y Mike comprendió que le daba las gracias por pura fórmula.

Aquella semana, Ben se mostró francamente suave... tratándose de Ben. Esto significa que casi el cuarenta por ciento del tiempo se lo pasaba sin maldecir a alguien. Incluso me perdonó.

Finalmente, un domingo lo más brillante y soleado que cabía esperar en Tritón, cuatro de nosotros nos dirigimos hacia la gran masa de algodón verde que llenaba diez grados de cielo. Ben y yo no esperamos a verla crecer. Mucho antes de que la nave se hallara en órbita de estacionamiento, Ben y yo nos encontrábamos en la cabina del batiscafo, y el conjunto quedó encerrado en una cápsula de lanzamiento.

Yo pilotaba nuestra máquina. Ben se dedicaría a supervisar el equipo que registraría nuestros encuentros con el planeta.

No fuimos arriados por encima de la borda, como era tradicional con los batiscafos en los mares de la Tierra. Fuimos escupidos como una pepita de sandía. Estábamos atados y ciegos. Yo apoyaba mi dedo sobre el interruptor manual, pero no tuve necesidad de pulsarlo. La cápsula se desprendió automáticamente.

Luego nuestras luces se encendieron y nos encontramos hundidos en una verde lobreguez. No tenía consistencia. Nuestras luces palparon delante de nosotros. A veces podíamos ver durante distancias considerables: metros. A menudo sólo podíamos ver por espacio de unos pies. Disponíamos de los ojos adicionales de radar que miraban en círculos alrededor de nosotros sin ver nada, salvo en una ocasión que localizaron lo que me pareció un torbellino de amoniaco, eludiéndolo. Otros aparatos auscultaban el planeta, tomaban su temperatura y su pulso. Su temperatura era fría, muy fría. Su pulso era lento y regular.

Puse casi horizontales mis elevadores y comprobé que el batiscafo funcionaba tal como yo había asegurado que lo haría. Los turbopropulsores emitían un zumbido uniforme y tranquilizador.

—Recuerda por qué estamos aquí —dijo Ben.

—No lo olvido —repliqué—. Sin embargo, hasta que conozcamos mejor el planeta, creo que un lugar será tan bueno al menos como el siguiente. Todavía no he visto ninguna manada de ballenas.

—No —dijo Ben—, pero eso no significa que no estén ahí. Pueden ser tímidas, sencillamente. Después de todo, la existencia de la Gran Serpiente de Mar no fue establecida definitivamente hasta los últimos diez años. Aunque yo busco algo más pequeño.

Teníamos recipientes adecuados en el exterior, los cuales podían demostrar la presencia del mismo tipo de vida que se encontró en Urano.

Yo me había embarcado en esta aventura porque estaba aburrido, mortalmente cansado de no hacer nada en particular. Había llegado a Neptuno con un interés muy leve en demostrar que Ben estaba en lo cierto. Ahora, sin embargo, empezaba a sentirme complacido por encontrarme aquí. El paisaje, mientras nos deslizábamos a través de las corrientes de este mar gaseoso, era monótono, monocromático, pero fantasmagóricamente bello. Este era un mundo muy distinto de todos los que conocía. Y me gustaba. Puede parecer raro, pero yo lo respetaba por su fidelidad a sus propias características, del mismo modo que se respeta a una muchacha absolutamente fea que se ha reconciliado con su fealdad y se comporta con naturalidad y sin complejos de ninguna clase.

Estaba complacido por el hecho de que unos hombres hubieran llegado a este último rincón oscuro del Sistema Solar, y me alegraba de ser uno de los hombres. Hay un lugar para esto en los libros de consulta, también, aunque sólo sea en una nota de pie de página con los centenares de nombres de aquellos que realizaron primeros contactos.

Transcurrieron cinco horas largas antes de que volviéramos a encontrarnos a bordo de nuestra nave-nodriza. Arlo Harlow nos ayudó a salir del batiscafo.

—¿Cómo ha ido la cosa? —inquirió.

—No podremos saberlo hasta que hayamos revisado los datos —dijo Ben—. No hemos visto nada identificable. Al menos, en la zona que hemos recorrido.

—Tendrás que verlo por ti mismo —dije—. Yo sería incapaz de describirlo.

Arlo dijo:

—Mike desea hablar con vosotros. Tiene noticias.

Ben y yo nos adelantamos para hablar con Mike en la Base Tritón. El satélite era invisible delante de nosotros: con Neptuno lleno, Tritón era necesariamente una luna nueva, y oscura.

—Hola, Mike —dije—. Arlo dice que tiene usted noticias. ¿Algo acerca de la nave estelar?

—No —dijo Mike—. La noticia son ustedes. Una historia de interés humano. Aterrizaje en el último planeta del Sistema Solar. Ya se ha publicado el primer artículo. Los titulares son: NEPTUNO ALCANZADO. Y empieza: «En esta época de grupos y organismos e instituciones, en esta época en que está a punto de producirse el despegue de la primera nave estelar con una tripulación de diez mil miembros, las hazañas humanas individuales parecen cosa del lejano pasado». Y termina: «Mientras contemos con hombres como esos, la raza humana prevalecerá».

—Me gusta eso —dijo Ben—. Es muy bueno.

Mike dijo:

—Hay también un artículo interesándose por el dinero que se ha invertido en esa inútil aventura.

—Dígales que el batiscafo estaba fuera de servicio, en Urano, y que nosotros mismos lo pusimos en condiciones.

—Ya lo he hecho —dijo Mike—. Volviendo al primer artículo, el autor aplaude el valor que han demostrado al arriesgar su vida en un vehículo exploratorio tan primitivo y anticuado.

—¡Diablo! —dije.

—Escuche. Hay algunas preguntas que desean ver contestadas. Quieren saber por qué fueron allá. ¿Por qué fue usted, Bob?

—Dígales que la idea me pareció buena —dije.

—No se conformarán con eso.

—Queríamos comprobar si había vida en Neptuno —dijo Ben.

—¿Encontraron algo?

—Por lo que sabemos hasta ahora, no —dije.

—Entonces, no puedo decirles eso. Piense otra cosa.

Medité. Al cabo de unos instantes, dije:

—Dígales que no nos parecía justo que los hombres viajaran a las estrellas sin antes haberse posado en todas las bases del Sistema Solar.

La frase «posarse en todas las bases» ha sido incluida en todos los libros de citas.

Ben y yo estamos también en los libros de historia: en las notas de pie de página, con los centenares de nombres de aquellos que realizaron primeros contactos.

Ben no se siente feliz enterrado en las notas de pie de página, y no me dirige la palabra. Está furioso conmigo. No descubrió vida en Neptuno, ni es probable que nadie la descubra. Por otra parte, una de mis frases figura en los libros de citas. A Ben le parece una monstruosidad.

No es una gran distinción, lo admito, pero en el curso de mi vida ha habido noches oscuras durante las cuales he permanecido despierto y preguntándome si dejaría alguna estela detrás de mí. Y, por pequeña que sea, me conformo con la estela de esa línea.