III
Las llanuras son anchas como el pensamiento,
como la memoria, donde el viajero
percibe en el límite del cielo
a los errantes niños muertos;
y más adelante, al irse estrechando el cielo,
bajo el terrible polvo,
los niños aceptan su nombre,
pues ellos son sus propias facetas
arrancadas a jirones durante el peregrinaje.
O así es como lo cuenta la historia
referida a la ceguera
en el país de los leopardos,
donde los ojos se quedan mudos
tras decir: somos parte de los niños
de la piel, del polvo, de la memoria.
Pero el tiempo de la Vara no es tiempo,
como advirtió el anciano que ocurriría,
por saberlo al leer el corazón del halcón
e interpretar el sesgo del viento;
por saber que la llamada de la Vara
altera el paisaje y el corazón y el modo
en que la memoria vaga por el corazón.
Y las lunas se cruzaron
en un ángulo imposible,
para reposar Solinari en la fuente del sol,
y Lunitari en los dragones.
Así supo Riverwind
que el leopardo se aproximaba,
con la piel desbordante de luz y oscuridad,
de oscuridad bullendo en luz,
hueso y músculo cometidos
ante túneles imaginados de llanuras y movimiento.
A sus espaldas,
algo se unió al canto del leopardo,
y brilló su ojo izquierdo
a través del leopardo
hasta alcanzar el límite del mundo.
Y a sus espaldas,
algo le dijo:
«Acuéstate, renuncia a esto de inmediato,
renuncia antes de que comience,
hijo, cachorro nuestro,
pues no conseguirán nada de este misterio;
nada, excepto
hierba agostada, tinieblas, anhelos; nada excepto
las tumbas de tu infancia
expuestas a la luz de las lunas;
y la muerte.
La muerte callada que ves
allá donde el cielo se une con las llanuras,
será tu muerte que se aproxima».
Él sabe que toda esta historia
es un sueño producto del peregrinaje;
producto de la noche y del persistente coro de voces
que ocultó al Pueblo,
a Goldmoon, al jefe,
incluso al anciano.
Es la trama de la sangre,
el sueño que no puede recordar,
en el que el halcón baja en picado
arrastrando las alas como un trofeo, una presa,
con el viento rendido a sus ojos.
Mas, cuando él se acerca,
el leopardo y el halcón
se escabullen como el agua,
reflejos de luna sobre luna,
en el centro del reino de la Vara;
y persigue cada desaparición
acechando las trampas de las lunas.
«Anciano —susurra—. Anciano,
voy conociendo este país inexplorado».
Pero el peregrino viaja
a través de hambres emboscadas,
de campos sedientos que ahuyentan
conocimiento y sabiduría;
y las palabras del anciano
interpretan el camino que deja atrás,
pero el que aguarda frente a él, es un rumor de aguas,
de cristal que se alza desfigurado
por la luz de las lunas,
por el pensamiento y la ausencia del pensamiento.
Por fin, surge el agua ante él,
cual cristal azul.
«Esta vez, el sueño ha terminado —piensa—.
Esta vez… Esta vez…».
Pero el gua lo elude, se escapa
llevándose las lunas
a sus profundidades cual recuerdos
o conjeturas de dioses, hasta que, de nuevo,
el agua aparece,
y en su espejo se ve a sí mismo
mirando a lo alto,
con las lunas enredadas en sus hombros,
y se arrodilla a beber, mas bebe demasiado tiempo,
pues desde el agua
se alzan sus propios brazos,
terribles, fríos como el viento,
arrastrándolo al fondo,
hacia las lunas y las tinieblas,
hacia la paz recordada del pasado
que murmura sobre su rostro difuso:
«Ven a mí, hermano mío, mi doble…».
Mas la voz del anciano regresa,
sacándolo a la superficie,
y el aliento de sus palabras
que lo sostiene más allá de la fe,
cae sobre el fondo de las aguas que nunca fueron,
pues, en alguna parte,
el abuelo repite, repite:
«La fe es una faceta del cristal
que, al girar, capta la luz
y la moldea en formas y espejismos,
en un fuego fatuo
situado en el corazón del cristal,
donde no existe nada excepto luz,
dañada y rota,
más allá de las cosas.
Recuerda, hijo mío, recuerda…».
Y Riverwind, renovado y redimido
por las palabras cual, por el aire purificador,
dice: «Anciano, también he sopesado esto,
voy conociendo este país inexplorado».
Va conociéndolo hasta que el rojo y la plata
de las lunas se mezclan en el aire,
y la luz es dorada
como las vidas perfumadas de Istar,
olvidadas,
tal vez terribles,
y allí, caminando cual leopardo,
al filo de lo inaudible y de la fe,
ve a Goldmoon que le dice:
«Acuéstate, abandona de inmediato,
renuncia a esto antes de que comience,
amado, joven nuestro,
porque puedes aprender todo con este misterio,
todo por este misterio,
hierba agosta y tinieblas y anhelos
y el origen de los niños
floreciendo para ti en invierno.
Acuéstate, mi amor, descansa».
Aún así, camina hacia la hija de los jefes;
mas ella, en silencio se aleja.
La historia de días y de años
gira cual remolino de aguas.
«Anciano —susurra él—. Anciano,
voy conociendo este país inexplorado».
Pero ella se aleja en silencio,
hacia el refugio y los brazos
de innumerables hijos de jefe,
que ante él se alzan eternamente
como pieles de muertos
relucientes de estrellas,
y que se abrazan eternamente a ella, que se vuelve,
—saetas de luz sus verdes ojos,
sus ojos, los de él bajo la luna sinuosa—,
y le sonría mientras lo entrega a los guerreros.
«Anciano —susurra él—. Anciano,
voy descubriendo este conocimiento,
este sueño de la Vara
que es horrible cuando la Vara se rinde».
Bajo las lunas, continúa su marcha
de pasos extraviados,
hasta que su piel se vuelve contra él,
moteada, oro sobre negro, sobre oro,
y sus fuertes manos semejan
un nido de cuchillos,
y su frente se inclina ante el tórrido viento,
ante el coro de leopardos.
En la garganta de ella,
esa garganta de innumerables jefes,
la sangre bulle, se alza
como espejismos, como corrientes térmicas,
y ya no quedan palabras
mientras él sueña su sueño,
y las gargantas se esclarecen.
Adelante. Sigue adelante sin recordar nada,
ni marcha, ni grito del Pueblo,
ni caza a la cabeza de la marcha,
ni horizontes, ni conjunción de lunas
en noches que le dieron nombre.
Ha dejado todo atrás, completamente,
rindiéndolo a la piel desbordante de luz y oscuridad,
de oscuridad bullendo en luz,
hueso y músculo sometidos
ante túneles imaginados de llanuras y movimiento.
Algo a su espalda
le canta al oído, y su ojo izquierdo brilla
directamente, a través de espejismos,
hasta alcanzar el límite del mundo;
y el olor a sangre
se mezcla con el olor de la roca, del agua,
de las cosas bajo la roca y el agua
que son sabias y letales y buenas más allá de la razón.
Erguido y vertical,
más allá de la protección del leopardo,
entra cauteloso y en la luz,
su primera y última piel
recordada y vencida,
de nuevo arropado por el largo sueño deslumbrante.
Y allí, en un templo de roca frío,
insustancial como la lluvia,
impasible como el silencio pétreo,
se encuentra la Vara, que canta,
que canta:
«Levántate. Te has ganado esta paz
del límite del mundo.
Atrás dejas un país que se desvanece.
Álzame como un trofeo,
como una tercera luna en el cielo conocido,
y, en lugar de ser brazo de jefe,
sé tú el jefe mismo,
el señor de la tierra del leopardo».
Y Riverwind, impasible
como el silencio pétreo,
evoca el límite del cielo,
y los niños vagabundos muertos.
La Vara brilla de súbito
y alcanza la mano que la rechaza;
y allí, entre sus dedos, el mundo gira,
y en su subconsciente
la voz del leopardo, hecha palabras, canta:
«Acuéstate, renuncia a esto de inmediato,
renuncia antes de que comience,
hijo, cachorro nuestro,
pues no conseguirás nada de este misterio;
nada, excepto
las tumbas de tu infancia
expuestas a la luz de las lunas.
Y la muerte;
la muerte callada que ves,
allá donde el cielo se une a las llanuras,
es tu muerte que se aproxima».
Pero se somete a luz de la Vara
que resplandece con más fuerza al alumbrar el país afligido,
a las tres lunas, ahora equilibradas,
a la noche replegada en el corazón de la noche.
Y emite luz azul,
la luz del cristal revelada, por la mano de un guerrero
descendiente de la estirpe del leopardo;
y el perpetuo corazón del Pueblo
recobró la memoria del pasado.
Pero Riverwind, impasible, como el silencio pétreo,
ríe por vez primera
desde que el oeste desapareció,
porque sabe que éste es el país
al que no ha logrado conquistar,
porque bajo las llanuras yace la nada,
porque la victoria camina
de la mano de niños muertos
a través de perturbadores años de luz.