Capítulo 1

Caramon se encontraba de pie en el centro de una vasta sala excavada en obsidiana. Era tan amplia que el perímetro se confundía en las sombras, y tan alta que el techo se perdía en la oscuridad. No había pilares que sustentaran su peso. A pesar de que no se veían antorchas, la iluminaba una claridad de origen desconocido. Era un luz blanca, tenue, tan fría y tan triste que no proporcionaba calor alguno.

Aunque no se veía a nadie más en la sala, ni ningún sonido alteraba el pesado silencio que parecía ser arcaico, Caramon sabía que no estaba a solas, que unos ojos lo observaban, como lo habían hecho años atrás. Por lo tanto continuó de pie estoicamente esperando con paciencia a que los invisibles personajes decidieran que había llegado el momento de actuar.

Sonrió para sus adentros al imaginar lo que estarían haciendo en ese momento. A los ojos de quienes lo vigilaban, el rostro del hombretón permaneció impasible, sereno. Estaba decidido a no dejarse sorprender y a no mostrar debilidad, ni tristeza, ni amargura. Aunque los recuerdos habían hecho presa en él, la evocación era cálida y afectiva. Estába en paz consigo mismo. Lo estaba desde hacía veinticinco años.

Como si le hubiesen leído el pensamiento —algo, por otro lado, más que probable—, los presentes en la sala se dejaron ver. No es que la luz se hubiese intensificado, ni que la peculiar neblina se hubiera disipado, ni tampoco retrocedieron las sombras. Nada de esto ocurrió. La sensación que tuvo Caramon fue de ser él quien entraba de forma repentina, a pesar de que llevaba más de quince minutos allí. Era evidente que los personajes vestidos con túnicas que acababan de aparecer formaban parte de aquel lugar; al igual que la mágica luz blanca y el silencio de siglos. Pero él, no, pensó Caramon. Él era y siempre sería un extraño, un intruso venido del exterior.

—Bienvenido una vez más a nuestra Torre, Caramon Majere —saludó una voz.

El guerrero respondió con una inclinación de cabeza, pero no dijo una sola palabra. Era incapaz de recordar, aunque en ello le fuera la vida, el nombre de su interlocutor.

—Soy Justarius —añadió el hombre con una sonrisa placentera—. Sí, han pasado muchos años desde que nos vimos por última vez, y aquel encuentro tuvo lugar en unos momentos muy conflictivos. No es pues de extrañar que se te haya olvidado mi nombre. Toma asiento, por favor. —Una sólida silla de roble tallado se materializó junto a Caramon—. El viaje ha sido largo y estarás cansado.

El hombretón estuvo a punto de replicar que se encontraba perfectamente y que un viaje como el que acababa de hacer no tenía la menor importancia para quien, como él, había recorrido el continente de Ansalon de punta a rabo en sus años mozos. Sin embargo, a la vista de aquel sillón y sus blandos e invitadores cojines, Caramon cayó en la cuenta de que el trayecto se le había antojado largo en verdad; más largo de lo que había imaginado. Le dolía la espalda, tenía la sensación de que la armadura había aumentado de peso, y sentía los músculos de las piernas agarrotados.

«¿Y qué esperabas? —Se increpó a sí mismo, mientras se encogía de hombros—. Eres dueño de una posada, de la que no has salido desde hace… los dioses saben cuánto tiempo, pues tienes que estar pendiente de infinidad de detalles, entre los que se encuentra comprobar la calidad de las comidas…».

Caramon lanzó un apesadumbrado suspiro, tomó asiento y rebulló inquieto en el sillón hasta encontrar una postura cómoda.

—Supongo que me estoy haciendo viejo —comentó, con un remedo de sonrisa.

Justarius movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Eso nos ocurre a todos. Es decir, a casi todos —rectificó, mientras miraba de soslayo a la figura sentada a su lado.

Caramon siguió la dirección de sus ojos y observó que el otro personaje se quitaba la capucha negra festoneada con runas plateadas, de modo que dejó al descubierto un rostro familiar. Un rostro de rasgos elfos.

—Saludos, Caramon Majere.

—Saludos, Dalamar —respondió el hombretón, que permaneció impasible a pesar de que, al reconocer al Túnica Negra, sus recuerdos se tornaron amargos.

El elfo oscuro seguía siendo el mismo de antaño; quizá más sabio, más reposado, más frío. Años atrás, cuando era sólo un aprendiz de mago, a sus noventa y cinco años se lo podía considerar un joven temperamental e impulsivo, habida cuenta de la longevidad de los elfos. Los veinticinco años transcurridos desde entonces no tenían más importancia para los de su raza que el paso de una estación a otra. En la actualidad, a sus ciento y pico de años, su rostro calmo y atractivo, aparentaba el de un humano de treinta. Justarius rompió el silencio.

—El tiempo te ha tratado con indulgencia, Caramon. La posada El Último Hogar, ahora de tu propiedad, es una de las más prósperas de Krynn. Tanto a ti como a tu esposa se os recuerda como a héroes. Imagino que Tika Majere se encuentra bien y, sin duda, tan hermosa como siempre.

—Más, si cabe —contestó el hombretón con dulzura.

Justarius sonrió.

—He oído que tenéis cinco hijos. Dos chicas y tres varones.

Un vago temor ensombreció la alegría de Caramon. «No —dijo para sí—. Ya no tiene poder sobre mí». Se arrellanó en el sillón con gesto firme y adoptó una actitud desafiante, como el soldado presto a la batalla.

—Tus dos hijos mayores, Tanin y Sturm, son guerreros de renombre, y ya empiezan a hacer méritos para igualar las valerosas hazañas de sus famosos padres. —Justarius hablaba con placidez, como si charlara con un vecino, pero Caramon no se dejó embaucar y mantuvo la mirada fija en el hechicero, que prosiguió—: No obstante, el tercer chico, el menor de los varones, que se llama… —Justarius vaciló, como si no recordara el nombre.

—Palin —dijo el hombretón, con el entrecejo fruncido en un gesto de enojo.

—¡Ah, sí! Palin. —El hechicero hizo una pausa. Luego agregó con una voz carente de inflexiones—: Al parecer, sigue los pasos de su tío.

«¡Acabáramos! —Pensó Caramon—. Por eso nos han ordenado venir». Hacía tiempo que venía temiéndose algo así. ¡Malditos! ¿Por qué no lo dejaban en paz? Jamás habría venido si Palin no hubiera insistido tanto. El hombretón soltó un hondo suspiro y clavó la mirada en Justarius, en un intento de descifrar su propósito. Mas obtuvo el mismo resultado que si hubiera intentado leer alguno de los libros mágicos de su hijo.

Justarius, que no sólo era el portavoz de su Orden, la de los Túnicas Rojas, sino que también poseía en la actualidad el título de jefe del Cónclave de Hechiceros y, por ende, era el archimago más poderoso de Krynn, estaba sentado en un sillón de piedra, en el centro de un semicírculo formado por veintiún asientos, y, a pesar de su avanzada edad, los únicos signos exteriores de envejecimiento eran su cabello canoso y las arrugas que le surcaban el rostro. Por el contrario, los ojos eran tan vivaces, y su cuerpo tan fuerte —salvo la pierna lisiada—, como cuando Caramon lo había conocido veinticinco años atrás.

La mirada del hombretón se posó en la pierna izquierda del archimago, oculta bajo los pliegues de la túnica. La cojera del hombre era sólo conocida por los que lo habían visto caminar.

Al reparar en el escrutinio de Caramon, Justarius se llevó la mano de manera automática a la pierna y se la frotó. De inmediato contuvo su gesto con un movimiento brusco y esbozó una sonrisa sarcástica. El archimago estaría lisiado, pensó Caramon estremecido, pero era sólo su cuerpo el disminuido, no su mente ni su ambición.

Veinticinco años atrás, el archimago era el portavoz de la Orden de los Túnicas Rojas, los magos de Krynn que habían dado la espalda tanto al Bien como al Mal para seguir el camino de la Neutralidad. Hoy, era el gran maestro, bajo cuyas órdenes estaban todos los magos de Krynn, ya fueran Túnicas Blancas, Rojas o Negras. La magia de un hechicero era una fuerza tan poderosa que éste debía jurar lealtad al Cónclave por encima de sus ambiciones o deseos personales.

Y todos lo hacían. Es decir, casi todos. Hubo uno, su hermano gemelo, Raistlin… Hacía ya veinticinco años.

Por aquel entonces, Par-Salian era el jefe del Cónclave.

Caramon sintió que las garras del recuerdo lo oprimían con más fuerza. Aun así, cuando habló su voz sonó tranquila e indiferente.

—No alcanzo a comprender qué tiene que ver Palin en todo esto. Además, si deseas conoces a mis hijos, los hallarás en el cuarto que invocasteis a nuestra llegada. Imagino que puedes traerlos a tu presencia con sólo chasquear los dedos, en el momento que quieras. Por lo tanto, y puesto que ya hemos cumplido con los requisitos sociales… Por cierto, ¿dónde está Par-Salian? —Caramon hizo la pregunta de manera inesperada, y recorrió con la vista la estancia, deteniéndola un instante en los asientos vacíos, próximos a Justarius.

—Cesó en su cargo de gran maestro hace veinticinco años, a raíz de…, del incidente en que te viste implicado —respondió el archimago con gravedad.

La cólera tiñó de rojo las mejillas de Caramon, pero el hombretón guardó silencio. Le pareció que los delicados rasgos elfos de Dalamar se distendían con una irónica sonrisa.

—Fui nombrado jefe del Cónclave —prosiguió Justarius—. Y Dalamar fue elegido portavoz de los Túnicas Negras, en sustitución del Ladonna, como recompensa por los peligros corridos, y el valor demostrado durante…

—El «incidente» —lo interrumpió Caramon con rabia—. Enhorabuena.

Los labios de Dalamar se curvaron con una mueca burlona. Justarius inclinó la cabeza, pero era evidente que no iba a permitir que lo apartaran del tema que le interesaba.

—Será para mí un placer conocer a tus hijos —dijo con frialdad—. En especial a Palin. Tengo entendido que el joven ansía llegar a ser mago algún día.

—Estudia el arte, si es a eso a lo que te refieres —comentó Caramon con voz tensa—. Pero ignoro hasta qué punto se lo toma en serio, y mucho menos si proyecta hacer de ello su profesión, como tú has dado a entender. No hemos discutido sobre ello.

Dalamar resopló despectivo al escuchar el comentario del hombretón. Justarius puso una mano sobre el brazo del elfo con un gesto admonitorio.

—Entonces, tal vez no son ciertos los rumores que nos han llegado acerca de las ambiciones de tu hijo —continuó el archimago.

—Es más que probable —replicó Caramon con frialdad—. Palin y yo estamos muy unidos. Estoy seguro de que me lo habría confesado si fueran ésas sus intenciones.

—Es reconfortante que en estos tiempos un hombre tenga la confianza de sus hijos —comenzó Justarius con amabilidad, pero Dalamar lo interrumpió.

—¡Bah! Ya puesto, también podrías decir que es reconfortante ver a un hombre con los ojos cerrados a la verdad. —El elfo oscuro apartó de un tirón el brazo que sujetaba Justarius—. Durante años, estuviste ciego a las oscuras ambiciones de tu hermano, hasta que casi fue demasiado tarde. Ahora también te niegas a admitir la verdad sobre tu hijo…

—¡Mi hijo es un buen muchacho, tan distinto de Raistlin como lo son la luna blanca y la negra! ¡No tiene tales ambiciones! ¿Qué sabes tú de él? ¿Qué puede saber un… paria desterrado? —Gritó Caramon encolerizado, a la vez que se incorporaba.

A pesar de haber sobrepasado el medio siglo de vida, el hombretón se mantenía en buena forma debido al duro trabajo, y al haber entrenado a sus hijos en las artes marciales. Se llevó la mano a la empuñadura de la espada, sin recordar que en el Torre de la alta Hechicería estaba tan indefenso como un enano gully ante un dragón.

—Y, ya que hablamos de oscuras ambiciones —continuó el hombretón—, tú serviste bien a tu salafi, ¿no es cierto, Dalamar? Raistlin te enseñó mucho. Tal vez más de lo que imaginaron…

—¡Y también llevo impresa todavía la marca de su mano en mi carne! —Gritó el elfo oscuro, incorporándose con violencia. Rasgó la pechera de la negra túnica y su torso quedó a la vista. Cinco heridas, las huellas de cinco dedos, eran perceptibles en la suave piel. Un fino hilillo de sangre resbalaba de cada una de ellas—. Durante veinticinco años he vivido con este dolor.

—¿Y qué pasa con mi dolor? —Preguntó Caramon con voz ahogada. Los recuerdos, que eran cálidos y amables al iniciarse la entrevista, se habían tornado hirientes como puñales clavados en el alma. ¿Por qué me habéis hecho venir? ¿Para que mis heridas se abran y sangren como las tuyas?

—Caballeros, por favor —intervino Justarius con voz queda—. Dalamar, domínate. Y tú, Caramon, toma asiento, por favor. Recordad que ambos os debéis la vida, y ello establece un lazo entre vosotros que debéis respetar.

El tono quedo del archimago sobrepasó los gritos que aún resonaban en la vasta cámara. Su fría autoridad hizo enmudecer a Caramon y consiguió calmar a Dalamar. El elfo oscuro se cerró la túnica desgarrada y se acomodó en su asiento otra vez.

El hombretón también se sentó, avergonzado y humillado. Se había prometido a sí mismo que no le harían perder los nervios. Y ya lo habían conseguido. Se recostó en el respaldo del sillón procurando asumir una actitud relajada, si bien su mano agarrotada no se apartó del puño de la espada.

Justarius posó de nuevo la mano en el brazo del elfo oscuro.

—No se lo tomes en cuenta, Dalamar. Ha hablado así impulsado por la rabia y el dolor. Y tú, Caramon, estás en lo cierto cuando dices que tu hijo Palin es un buen hombre. Y fíjate que digo hombre, no muchacho. Después de todo ya tiene veinte años.

—Acabados de cumplir —puntualizó Caramon, mientras dirigía una mirada recelosa al archimago.

Justarius hizo un ademán, como desestimando el último comentario del hombre.

—Es como bien has dicho, diferente de Raistlin —repitió—. ¿Cómo no iba a serlo? Es otra persona, nacida de otros padres. Ha crecido en circunstancias distintas y más felices de las que tuvisteis tu hermano y tú. Por lo que nos han comentado, Palin es atractivo, simpático, fuerte, bien formado. No tiene que soportar la carga de una salud frágil, como le ocurría a su tío. Adora a su familia, en especial a sus dos hermanos mayores. Y ellos, a su vez, lo corresponden. ¿Me equivoco?

Caramon negó con un brusco movimiento de cabeza, incapaz de hablar por el nudo que tenía en la garganta. Al observar su reacción, la beatífica expresión de Justarius se tornó de pronto aguda y penetrante. Sacudió la cabeza.

—Pero, en cierto modo, es verdad que estás ciego, Caramon. ¡Oh, no del modo que opina Dalamar! —Se corrigió el archimago, al ver que el rostro del hombretón se congestionaba por la rabia—. No como lo estuviste con la maldad de tu hermano. Es esa otra ceguera que nos aflige a todos los padres, amigo mío. —Justarius sonrió con amargura—. Lo sé, porque yo también tengo una hija…

Miró de soslayo a Dalamar. Los sensuales labios del elfo oscuro se curvaron al reprimir una sonrisa, pero no dijo una palabra, y siguió con la mirada prendida en las sombras de la sala.

—Sí, los padres estamos ciegos. Mas no es ése el tema que debemos tratar en este momento. —El archimago se inclinó hacia adelante y enlazó las manos—. Veo que te impacientas, Caramon. Supones bien al imaginar que te hemos hecho venir con un propósito. Un propósito que, me temo, tiene mucho que ver con tu hijo Palin.

«Ha llegado el momento», se dijo el hombretón, mientras abría y cerrara la mano sobre el puño de la espada con gesto nervioso.

—No es algo fácil de decir. Por lo tanto, seré brusco y directo. —Justarius inhaló profundamente. Su rostro se tornó circunspecto, pesaroso, ensombrecido por el miedo—. Tenemos fundadas razones para creer que el tío del joven, tu hermano gemelo, Raistlin, no está muerto.