La cosecha
Nancy Varian Berverick
Flint alzó la cabeza y estrechó los ojos para otear los parches de mortecino cielo azul que asomaban entre el esquelético entramado de las copas de los árboles. La dorada luz del sol otoñal declinaba, y la perspectiva de tener que pasar otra noche en el lóbrego bosque no mejoraba el humor del enano, bastante agrio ya a causa de las dos noches precedentes, en las que apenas había descansado. Susurros malévolos y gemidos espeluznantes componían la música nocturna de este horrendo lugar. Flint se estremeció, mientras sus dedos tamborileaban nerviosos en el mango del hacha de guerra. Algo no marchaba bien en este bosque. El recuerdo de Solace y su acogedor hogar jamás le había parecido tan apetecible como ahora.
Miró a Tanis con el entrecejo fruncido. ¡Maldita la curiosidad del joven semielfo! Que hubiera salido de su Qualinesti natal poco tiempo atrás, no justificaba que se metiera por cualquier sendero de cabras en busca de aventuras. ¿O es que acaso él, Flint Fireforge, un respetable comerciante, no tenía el suficiente sentido común para saber lo que era juicioso y lo que no? Suspiró irritado. A juzgar por los hechos, no, o, en caso contrario, no se encontraría ahora en el apuro de vagar perdido en un oscuro bosque, que ni siquiera aparecía indicado en su mapa.
—¿Seguirás mucho tiempo ensimismado contemplando el suelo, o buscamos un sitio donde acampar? —rezongó.
Tanis, que se había retrasado a fin de examinar el terreno a la izquierda del sendero plagado de raíces, le hizo una seña para que se acercara.
—Mira esto —le dijo cuando el enano llegó a su lado.
Los arbustos y la hierba agostada por las heladas aparecían tronchados y pisoteados al lado del camino, de modo que marcaban una trocha que se internaba en la espesura. Unas hebras de lana marrón, prendidas en las punzantes espinas de la maleza, todavía se movían.
—Parece que alguien ha pasado por aquí —comenzó Flint—. Y no hace mucho.
Tanis escudriñó el bosque en la dirección tomada por el solitario viajero. A cierta distancia, se escuchaba la canción del agua al correr y saltar entre peñas, y ofrecía un suave contraste al murmullo susurrante de las hojas movidas por un frío vientecillo. Entonces, más próximo, se oyó el apagado sonido de la respiración de algo o de alguien los entrecortados jadeos denotaban un miedo palpable.
—Flint…
—Lo he oído.
Tanis cogió su arco y encajó una flecha con los movimientos seguros, casi mecánicos, de quien tiene la práctica de años. Con un breve gesto indicó al enano que siguiera. Con el sigilo nato de un elfo, silencioso como un zorro al acecho, dejó atrás el sendero y se internó en la sombría espesura.
La profusión de robles y la maraña de maleza baja formaban una barrera consistente de troncos y sombras. El semielfo se deslizó de árbol en árbol, con movimientos ágiles y veloces, manteniéndose a cubierto en todo momento. Tras un trecho de espeso follaje, los robles acababan de manera repentina en un claro que estaba tapizado por las hojas ocres de los árboles.
La muchacha que se agazapaba al borde del claro era la criatura más desaliñada que Tanis había visto en toda su vida. El cabello, del color de las hojas de álamo cubiertas de escarcha, se desparramaba enmarañado sobre sus hombros y le caía en la cara, que estaba marcada con rasguños y cortes, señal inequívoca de un descuidado deambular a través de los arbustos espinosos.
No contaría más de diecisiete años. Muy joven, pensó Tanis, aun considerando la corta vida de la raza humana.
Ella permaneció inmóvil, agachada tras la densa sombra del tronco de un viejo roble. La expresión de sus ojos azules recordaba al semielfo los de una cierva acorralada por el cazador.
Flint, sorprendido, masculló un juramento y, como si el murmullo del enano hubiera sido el impulso que necesitaba, la muchacha saltó como un muelle y huyó a todo correr.
—¡No, espera! —llamó Tanis.
Pero la chica se metió entre los árboles, demasiado asustada para mirar atrás. El semielfo salió en su persecución; aflojó el arco tensado y retornó la flecha a la aljaba mientras corría. A sus espaldas oía a Flint, que acortaba terreno en dirección al arroyo. En lo alto, un cuervo soltó un ronco graznido y remontó el vuelo con ruidosos aleteos. Tanis alcanzó a la muchacha en el arroyo.
—¡Espera! —gritó otra vez.
Ella corrió hacia la musgosa orilla y, una vez allí, se arrodilló mientras buscaba a tientas una piedra. Su mano, enrojecida por el frío y temblorosa de miedo, asió un enorme pedrusco y se lo lanzó al semielfo con todas sus fuerzas, pero con escasa puntería. Tanis se agachó y la piedra pasó sin causarle daño alguno y cayó en los matorrales que había a sus espaldas. Flint salió de la espesura corriente arriba, cerca de donde se encontraba la muchacha. Se acercó silencioso al borde del agua. La atención de la chica seguía prendida en Tanis, que se había plantado en la ribera en un par de zancadas. El enano aprovechó ese momento para agarrarla por los codos y le sujetó los brazos a la espalda, de manera que la obligó a ponerse de pie.
—Basta, jovencita —dijo con brusquedad—. No queremos hacerte daño.
Los ojos de la chica, desorbitados por el terror, fueron del viejo enano al joven semielfo. En medio de jadeos entrecortados, se debatió para soltarse de la presa de Flint. Tanis adelantó otro paso con las manos en alto para mostrarle que no tenía arma alguna.
—Lo dice en serio. No queremos hacerte daño. Flint, suéltala.
—Lo haré encantado… en cuanto prometa que no intentará otra vez abrirnos la cabeza a pedradas.
—Lo prometerá, ¿no es así? —El semielfo esbozó una sonrisa tranquilizadora.
La chica levantó la barbilla y, a pesar del temblor que le agitaba los labios, lo miró desafiante.
—¿Qué garantía me das? —preguntó.
—Te daré, no una, sino dos —respondió él con suavidad—. La primera, mi palabra de que ninguno de nosotros te causará el menor daño. La segunda, nuestra oferta de compartir el calor de una hoguera para pasar la noche. ¿Te parecen garantías suficientes?
—Sí. —En el quedo monosílabo se advertía tal mezcla de esperanza y temor que conmovió al semielfo.
A la decreciente luz crepuscular, Tanis atisbó el brillo de las lágrimas en sus ojos. La tomó de la mano y la ayudó a salir del agua. Dirigió una mirada a Flint por encima de la cabeza de la muchacha, pero el enano se limitó a encogerse de hombros. Sin embargo, Tanis sabía que su amigo se estaba preguntando lo mismo que él: ¿qué hacía una jovencita a solas en un bosque?
El semielfo se las ingenió para cazar un par de conejos mientras Flint y la muchacha preparaban el campamento. Riana, que así se llamaba la joven, no se prestó a dar otra información aparte de su nombre. Tanis confiaba en que, una vez que hubiera comido y entrado en calor, se mostraría más dispuesta a hablar.
Riana guardó silencio durante todo el rato que tardaron en asarse los conejos, si bien daba la impresión de que perdía poco a poco el miedo a medida que se sucedían las chanzas de Tanis y las siempre bruscas respuestas de Flint. Tampoco habló durante la cena, salvo para darles las gracias y anunciar que iba al arroyo para lavar los platos.
El semielfo la oyó avanzar cautelosa en dirección a la orilla. Una fuerte ráfaga de viento barrió el claro del bosque, agitó las hojas e hizo crujir las desnudas ramas al entrechocar ente sí. Tales ruidos eran los únicos que escuchaban en un bosque sumido en el letargo del invierno.
El cielo había estado despejado al anochecer, pero ahora el aire arrastraba unos nubarrones procedentes del norte. El rojizo fulgor de Lunitari, que los había alumbrado las noches precedentes, no brillaría hoy. Tampoco contarían con la luz de Solinari, que, de haber sido visible, sólo habría mostrado un estrecho cuarto creciente. Más allá del resplandor de la hoguera, las retorcidas y nudosas ramas de los árboles se alzaban contra el cielo sombrío. Una niebla fantasmagórica se arrastraba entre los troncos y ocultaba el suelo y la maleza baja.
Flint llevaba siempre entre sus bártulos una pequeña bolsa en la que guardaba trozos de madera. Tanis sonrió al ver que su amigo metía la mano en la bolsa y sacaba el primer pedazo que había cogido. Era un taco del tamaño de su puño, suave y blanco, cortado del mismo centro de un tronco de arce. La daga del enano centelleó con el fulgor de la hoguera mientras su dueño se instalaba cómodamente frente al fuego. Un amable silencio cayó sobre los dos amigos, y, en su transcurso, el trozo de madera se convirtió paso a paso en un conejo con una oreja agachada y la otra levantada en un gesto de alerta. Le faltaban como si ventease el aire de la noche, cuando empezó de nuevo el tenue gemido quejumbroso que los había desasosegado las dos noches anteriores.
Tanis contuvo un escalofrío.
—En nombre de los dioses, Flint. ¿Por qué una criatura tan joven viajará a solas por este espantoso bosque?
Antes de que el enano respondiera, la sombra de Riana se proyectó en la fogata.
—No estaba sola cuando emprendí el viaje —dijo, con voz temblorosa—. Mi hermano y… Karel me acompañaban.
Dejó los platos junto al fuego para que se secaran, y tomó asiento cerca del calor de la lumbre. El semielfo atizó el fuego.
—¿Dónde están ahora, Riana? —preguntó sin apartar los ojos de la llamas avivadas.
La chica tembló de pies a cabeza y se acurrucó para arrebujarse bajo el escaso abrigo que le ofrecía su capa raída.
—No lo sé. Todo ocurrió hace dos noches. Habíamos viajado a Haven y acampamos en el camino de regreso. Nuestro pueblo, Valle Ventoso, está al norte de aquí. Quizá lo conozcáis.
Flint seguía con su tarea de cortar en finas virutas la madera y no levantó la vista de la figurilla.
—Sí, lo conocemos —dijo—. ¿Qué ocurrió con tu hermano y ese tal Karel?
—Ataca…, atacaron nuestro campamento. —El viento pasó entre los árboles como un prolongado gemido. Riana, temblorosa, se acurrucó más, y dobló las piernas contra el pecho—. Nos atacaron… Nos atacaron unos entes, fantasmas o espíritus… Ignoro qué eran. Sólo sé que eran espantosos. Cuando Karel atravesó a uno de ellos con su espada, esa cosa no murió. Se echó a reír, y el sonido de aquella risa me heló la sangre. ¡Nunca había visto a Karel tan asustado, y lo conozco de toda la vida!! Se quedó mirándome, como si me suplicara ayuda… Como si se despidiera para siempre.
Riana enmudeció y luchó por contener el sollozo que pugnaba por escapar de su garganta. Sus ojos azules tenían una mirada desolada, rayana en la desesperación.
—Entonces —prosiguió con voz entrecortada—, ése… esa cosa lo tocó y lo cogió de la mano, del mismo modo que otro de ellos había cogido a Daryn, mi hermano, y… desaparecieron.
La muchacha apoyó la cabeza sobre las rodillas y empezó a mecerse atrás y adelante, sumida en un opresivo silencio. Conmovido por su dolor. Tanis la rodeó con el brazo y ella se reclinó en su pecho, temblorosa. El crepitar de la hoguera se tornó ruidoso en medio de la quietud de la noche.
—¿Y has estado perdida estos dos días, vagando por el bosque? —preguntó el semielfo.
—¡No! —La protesta sonó amortiguada al tener la boca apretada contra el hombro de Tanis, que notó el cuerpo de la muchacha tenso por la fuera—. ¡No he estado perdido, sino buscándolos!
—Lo que, desde mi punto de vista, viene a ser lo mismo —intervino el enano sin apartar la vista de la talla.
—No, no lo es —refutó Riana, mientras se separaba del semielfo y apartaba los mechones que le caían sobre el rostro bañado en lágrimas.
—Ajá. Entonces, es que sabes adónde se han llevado esos fantasmas o espíritus a tu hermano y su amigo.
—Si lo supiera, estaría en camino, y no aquí, sentada.
—Lo dicho: perdida y vagando de acá para allá…
Antes de que la chica articulara una protesta, Tanis la tomó de la mano e hizo enmudecer al enano con una mirada de reproche.
—Riana, sea como sea, no puedes seguir sola en estos bosques. Nosotros nos dirigimos al noreste de Solace, y estaremos encantados de acompañarte. Al menos, hasta allí.
—Te lo agradezco, pero no. He de encontrar a mi hermano y a Karel. ¿O es que no has oído lo que he dicho? —Sus ojos fueron de Tanis a Flint, y comprendió la razón del brusco interrogatorio del enano—. No me habéis creído, ¿verdad?
El semielfo sacudió la cabeza.
—No se trata de que te creamos o no, Riana…
—No me creéis —lo interrumpió la joven—. ¿Y qué pensáis que les ha pasado? ¿Qué los he matado y me he deshecho de sus despojos? ¿A mi propio hermano y al hombre que… que ha sido nuestro amigo toda la vida? ¿O quizá pensáis que estoy hechizada, o lo bastante loca para vagar sola por este condenado bosque por puro placer? —Su voz se alzó estridente en la quieta noche—. Mi hermano y Karel han desaparecido. ¡Se desvanecieron en el aire!
—Riana, déjanos ayudarte. Permítenos que te llevemos a Solace.
—No. He de encontrarlos. Y en Solace no los encontraré. —Su voz asumió un tono amargo, decepcionado…
El enano vio a Tanis coger la mano de la muchacha con delicadeza y, de repente, su mente captó lo que iba a decir su amigo, con la misma claridad que su cuerpo percibía el frío aire nocturno.
«Seguirá a esa chica en su loca empresa», pensó, e intentó protestar, pero, antes de que abriera la boca, Tanis se le adelantó.
—En ese caso, no irás sola, Riana.
Los ojos de la muchacha se iluminaron, y sus labios esbozaron una sonrisa de genuina sorpresa y esperanza.
—¿Quieres decir que me ayudarás?
—Sí, te ayudaré.
Los dos jóvenes hablaron durante un rato. Flint los observó de reojo todo el tiempo, sin hacer el menor intento de sumarse a la conversación. Cuando, por fin, Riana, vencida por el cansancio, le dio las buenas noches, el enano se limitó a responder con un breve cabeceo.
Una vez que la muchacha, envuelta en una capa de Tanis, se quedó dormida, Flint se echó hacia adelante y miró al semielfo con fijeza, sumido en un obstinado silencio. Pero Tanis no pronunció una palabra. Sabía por propia experiencia que la mejor defensa contra la oposición del enano era mantenerse callado. Claro que, al no darle argumentos contra los que descargar su enfado, antes o después, Flint hallaría el modo de desafiar su silencio. Con deliberada lentitud, Tanis avivó el fuego, y luego tomó las flechas que había utilizado para cazar los conejos. Los penachos de plumas verde y oro que las distinguían como suyas se habían estropeado. Se dedicó a repararlos con estudiada calma. Al cabo, el enano no aguantó más.
—¿Y bien?
El semielfo alzó la vista de su trabajo.
—¿Y bien, qué?
—Mira, Tanis, es ya muy tarde para que andemos con jueguecitos de palabras. ¿Qué te ha inducido a entrometerte en esa locura?
—¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejarla sola en el bosque?
—La habríamos escoltado hasta Solace.
—No habría venido.
—¿Por qué estás tan seguro? No pusiste mucho empeño en convencerla.
—Estaba muy claro para mí —respondió, mientras alisaba las enredadas plumas de una de las flechas.
—Lo que sí está claro es que te han embarcado en una empresa sin sentido. Tanis, ni siquiera sabemos cuánto hay de cierto en la historia de la chica. ¿Fantasmas? Yo diría más bien salteadores. ¿Pero espíritus que se ríen del acero? ¡Vamos, por favor! —El enano sacudió la cabeza con gesto enérgico—. O esa chica miente, o no está en sus cabales.
—No, Flint. Ni lo uno ni lo otro.
—¿Estás seguro?
El semielfo no tenía una certeza absoluta, pero sí sabía que la determinación de la muchacha en buscar a su hermano y a su amigo era cierta. El brillo de sus ojos, sus palabras, tenían la apasionada decisión de quien no cambiará de parecer. Además, aunque no contaba con una razón que confirmara su presentimiento, Tanis estaba convencido de que Riana había dicho la verdad. Movió la cabeza. Al menos, lo que para ella era la verdad.
—Sí, Flint, estoy seguro. Aunque no pueda decirte el porqué. Hay algo extraño en este bosque; tanto tú como yo lo hemos notado. Aún así, ella quiere seguir adelante, con o sin ayuda. No puedo dejarla sola.
—No niego que este lugar rezuma maldad. Casi se huele. Y se acrecienta de día en día, conforme nos desplazamos hacia el norte. Muchacho, tú estás aún en edad de ser temerario, pero no yo.
Tanis miró a su viejo amigo y después a Riana, que dormía sosegada, con la cabeza reclinada en una mano y la otra cerrada con fuerza, como si con ese gesto quisiera, aún en su sueño, mantener el coraje. Cualesquiera que fueran las dudas que albergara sobre el relato de la chica, Tanis sabía que ella no renunciaría a la búsqueda, aunque tuviera que hacerlo sin su ayuda, y, lo más probable, es que se encontraría en una situación peligrosa a no mucho tardar. No estaba dispuesto a permitir que tal cosa ocurriera.
—Flint, no te he comprometido a ti. No quisiera ir solo, pero lo haré si no queda más remedio.
Se había levantado un poco de humo de la hoguera que interponía un velo entre los dos amigos. Con todo, al enano no le pasó inadvertida la expresión apesadumbrada en los ojos del semielfo, y supo que, a despecho de sus protestas, todo estaba decidido.
—No, ya me di cuenta de que ponías buen cuidado en no involucrarme en este asunto. Pero no deja de sorprenderme que pienses que te dejaría ir solo. —Recogió las flechas que se le había caído a Tanis—. Toma, pon más cuidado o acabará quemándose.
—¿Entonces me acompañas?
El viento susurró tenebrosos secretos a la noche. El crujido de las ramas bajo la escarcha semejó el lamento de almas en pena. Flint fue incapaz de contener un escalofrío al rememorar la historia de Riana sobre fantasmas y espíritus.
—Aún no doy crédito a lo que nos ha contado esa chica; pero sí hay algo de lo que estoy completamente seguro: los dos necesitáis que alguien con un poco de sentido común os acompañe en esta misión de locos.
Tanis adoptó una actitud seria para darle las gracias. Sabía que sonreír estaba de más en este momento.
En el parapeto de piedra negra de su castillo, Gadar, el viejo hechicero, alzó la vista hacia el cielo desapacible. El rojizo resplandor de Lunitari se colaba entre las apretadas nubes purpúreas. Las sombras se arrastraban sobre el abrupto terreno, se enroscaban a los troncos grises de pinos alineados en prietas filas, y se deslizaban por las laderas de las montañas. Una rapaz nocturna, cuyas garras centellearon a la creciente luz de la luna, se lanzó en picado desde su nido como una flecha dirigida irrevocablemente sobre su presa, el conejo chilló, su primer y último sonido articulado, un breve canto de alabanza a la vida y de protesta por la agonía de la muerte.
Detrás del mago, en una cámara teñida de rojo por las llamas de antorchas y la chimenea, un cuervo graznó, como advirtiéndole que el tiempo pasaba. Gadar dio la espalda a las montañas y regresó a la habitación.
El cuervo graznó de nuevo, giró la cabeza con gesto interrogante y empezó a arreglarse las plumas de las alas con el pico.
—Lo sé —susurró el mago—. Quizá sean un problema, pero me ocuparé de ellos.
El pájaro dejó de atusarse las plumas, volvió la cabeza hacia la larga mesa situada frente a la chimenea y miró con gran desconfianza el cofre que había sobre el tablero. Fabricado con fina madera de palisandro, y con herrajes de plata, el cofre no reflejaba la luz de la lumbre.
—Sí, sí, amigo mío. Será mejor que te marches ahora, cuando aún estás a tiempo —dijo el mago.
El cuerno no vaciló; levantó con torpeza el vuelo, salió por la ventana y se perdió en el mordiente frío de la noche.
Una vez a solas, Gadar cogió el cofre. Con movimientos cuidadosos soltó el cierre, un fino trabajo de plata, y cerró los ojos. Las palabras del conjuro de invocación acudieron de inmediato a su mente y lo inundaron de poder, de la fuerza de voluntad exigida para dominar aquello que iba a invocar.
Sabed quien os llama:
aquel que conserva lo que vosotros abandonasteis.
Levantó la tapa del cofre sin prestar atención al suave tacto de la madera, ni a la queda oscilación de los herrajes. Abrió los ojos y bajó la vista al terciopelo ambarino que protegía el tesoro guardado en su interior. Frías y resplandecientes, plata y oro engastados, las cuatro empuñaduras de espada, ricamente enjoyadas, reposaban en el suave acolchado colocadas en forma de cruz.
Sabed quien os dirige:
aquel que guarda lo que vosotros perdisteis.
La lumbre del hogar trepidó y las llamas se avivaron mientras bramaban con las voces fantasmagóricas de espíritus errantes. Un viento tan frío que parecía llegar de un glaciar recorrió gimiente la habitación.
Sabed quién os vigila:
aquel que posee lo que vosotros vendisteis.
Y entonces, negros como la noche, insustanciales como el humo de una pira funeraria, los cuatro espectros aparecieron ante el mago. Sus cuerpos eran sólo las sombras de lo que antaño había sido seres vivientes. Sus ojos semejaban ascuas ardientes. El lugar ocupado antes por sus corazones era ahora un vacío gélido.
—¿Dónde? —preguntó el más tenebroso de los cuatro, el que llevaba muerto más tiempo.
—A una jornada de camino. Los alcanzaréis antes del amanecer. Son una chica, un enano y un semielfo.
—¿Los traemos?
Gadar vaciló. El espectro se echó a reír, y el mago sintió que le erizaba el vello de los brazos. A pesar de tener bajo control a estos seres, no por ellos dejaba de temerlos. Sin embargo, más temía que algo o alguien obstaculizara sus planes; bajo ningún concepto debía permitir una injerencia en estos momentos. El conjuro se llevaría a cabo mañana por la noche, y dentro de unas horas se elegiría a uno de los dos jóvenes que aguardaban en las mazmorras. No tenía más opción que servirse de nuevo de los espectros. Debía asegurarse de que no ocurriera nada que frustrara el hechizo.
—Acabad con ellos.
—Así se hará —susurró el fantasmal cabecilla.
«Sí, así se hará», pensó Gadar, mientras observaba cómo se desvanecían las siluetas incorpóreas de los espectros hasta que desaparecieron. Jamás habían fallado en su cometido, y tampoco fracasarían en esta ocasión.
Un cierto remordimiento agitó su corazón, pero no fue lo bastante intenso para apartarlo del sombrío sendero por el que caminaba hacía tiempo. Su conciencia estaba amordazada y atada con cadenas cuyos eslabones se habían ido forjando con cada asesinato cometido. Y esas cadenas eran muy, muy pesadas, y estaban al rojo vivo, fraguadas por el fuego de la necesidad.
El sueño de Riana fue breve. Se despertó en el momento en que Flint llamaba a Tanis para que se encargara de la segunda guardia de la noche; la joven se había acercado a la hoguera y había mantenido encendido el fuego alimentándolo con cualquier clase de combustible que tenía a mano. No era una compañía muy locuaz, pensó el semielfo mientras la veía remover la lumbre para avivarla. La chica se había pasado casi toda la guardia con los ojos fijos en las llamas danzantes.
Tanis se puso de pie y, con suave firmeza, le quitó de las manos el largo palo ennegrecido por el fuego.
—Basta —dijo, arrojando a un lado el palo—. Conseguirás que muramos achicharrados.
Apenado, Tanis vio a la muchacha encogerse temerosa. Había hecho el comentario con el único propósito de aliviar la tensión, ya que tanto el calor como la luz eran de agradecer, pues la niebla, que al comienzo de la noche desdibujaba las siluetas de los árboles, se había espesado con el paso de las horas.
—Perdona —musitó la joven, mientras se echaba la capa sobre los hombros con manos temblorosas, sin apartar los ojos de la hoguera.
Su miedo era tan palpable que el semielfo casi paladeaba su gusto acre.
—Haces bien en estar asustada, Riana. Si has cambiado de parecer, no tienes por qué sentirte avergonzada.
—¡No!
Flint rebulló entre las mantas con las que se había arropado para resguardarse del frío y la humedad.
—¡Chist! —Susurró Tanis—. Ha estado de guardia, no lo despiertes.
—No abandonaré a Karel ni a Daryn —dijo la chica con un susurro tembloroso. Se mordió el labio con tanta fuerza que Tanis pensó que le iba a sangrar—. Detesto este bosque. No soy tan estúpida como cree tu amigo. Nada me gustaría más que ir con vosotros a Solace, pero… no puedo. ¿No comprendes que, al menos, debo intentar encontrarlos? Son mi única familia.
Enmudeció, como si fuera incapaz de soportar la idea de vivir sin su hermano y su amigo.
Reinaba un profundo silencio, y Tanis tembló cuando el viento arreció de manera inesperada. Las llamas se avivaron y, un instante después, se redujeron hasta convertirse en meros rescoldos. La casi consumida hoguera desprendió un humo espeso y acre que le entró a Tanis en los ojos y lo hizo llorar. Sobre sus cabezas se escuchó el profundo y ronco bramido del viento que agitaba las copas de los árboles. Aunque en principio no la vio, el semielfo supo que Riana se había incorporado; la oyó toser, medio asfixiada, y respirar entre jadeos. A sus espaldas, Flint se había sentado y protestaba furioso contra la gente que era incapaz de mantener una simple hoguera de campamento sin prender todo el bosque.
El viento arremetió con más fuerza contra el fuego, esparció las brillantes brasas y aspiró el humo, que se elevó en una oscura columna y se perdió entre las ramas altas de los robles. Tanis sintió un aguijonazo de miedo en la boca del estómago.
—¿Riana? —llamó.
La respuesta de la chica fue un apagado y quejumbroso lloriqueo. Entonces, con la misma rapidez con que se había levantado, el viento amainó. Tanis miró en derredor y vio a Riana de pie al otro lado de la hoguera, paralizada. Flint estaba enfrente, con el hacha en la mano. El semielfo leyó el peligro en los ojos del enano y giró sobre sus talones mientras llevaba la mano a la daga sujeta a su cintura.
A juzgar por lo tenebroso e insustancial de su apariencia, aquellos seres parecían hechos de humo, pero sus ojos —cuatro pares de ardientes brasas— hablaban de un hálito de vida maligno, perverso. Uno de ellos, más alto y tenebroso que el resto, se apartó del grupo y se adelantó hacia donde la hoguera, ahora meros rescoldos esparcidos, había estado. Riana dio un respingo y lanzó un quejido de terror.
Tanis vio que la espada estaba fuera del alcance de su mano. El corazón le dio un vuelco al comprender que éstos debían de ser los entes que habían atacado el campamento de Riana tres noches antes. Si lo que la muchacha había contado era cierto, ninguna espada o daga servirían de nada contra estos fantasmagóricos enemigos.
Como si le hubiera leído el pensamiento, el cabecilla de los tenebrosos atacantes rompió a reír; una risa acerba y cruel que helaba la sangre.
—No te lamentes por no tener tu espada. De nada te serviría —dijo con voz cavernosa.
—¿Quiénes…? —Tanis tenía la garganta constreñida por el terror, y le falló la voz. Tuvo que tragar saliva—. ¿Quiénes sois?
—Eso no tiene importancia, pero sí que hemos sido enviados para deteneros. —Las rojas cuencas oculares del espectro centellearon mientras reía otra vez—. Y así será.
El gemido aterrado de Riana fue apenas un tenue murmullo. Hundió la cabeza en el pecho y ocultó la cara con las manos.
—No —sollozó—. Otra vez no…
El espectro se fijó en ella, y un chispazo de reconocimiento brilló en sus ojos.
—Sí, pequeña. Otra vez. Pero esta vez será la última.
Alargó un brazo hacia la muchacha con el movimiento fácil y ligero del humo al ser arrastrado por el viento.
El semielfo se lanzó hacia su espada y esparció los rescoldos de la fogata al patearlos en su carrera. Asió el arma por la funda y la desenvainó a la vez que giraba sobre sí mismo, justo en el momento en que otra de los espectros se desplazaba en su dirección. Un tercero, en cambio, se revolvió cuando las calientes ascuas, cual relucientes piedras preciosas, rodaron a sus pies. ¡Lo asustaba el fuego!
—¡Flint, la lumbre! ¡La lumbre! —Gritó Tanis.
Pero el enano se enfrentaba al cuarto espectro y no tenía posibilidad de acercarse a la agonizante hoguera. Llevado por el instinto combativo que rehusaba aceptar la invulnerabilidad de estos seres al acero, el enano blandió el hacha y trazó un mortífero arco. El golpe habría decapitado a un enemigo mortal, pero la hoja atravesó inofensiva el cuello de su adversario, y pasó silbando en el frío aire de la madrugada. El viejo enano barbotó un juramento, producto tanto de la rabia como del miedo, mientras hacía una finta para esquivar el contraataque de su enemigo. El espectro pasó tan cerca de él que lo rozó el gélido halo que emanaba del cuerpo translúcido. En su precipitación, Flint tropezó con el círculo de piedras de la hoguera y cayó de rodillas. Al apoyar las manos en el suelo, en un intento desesperado de girarse para presentar defensa, las ardientes ascuas se le clavaron en las palmas.
—¡Flint, el fuego! —Insistió Tanis.
—¡Fuego! —Gruñó furioso—. ¡Ya sé qué es el fuego!
El semielfo se había interpuesto entre el cabecilla de los espectros y Riana, con la espada enarbolada a pesar de saber que no le serviría de mucho. De pronto, el enano comprendió lo que su amigo quería decir, y supo lo que tenía que hacer para mantener a raya a los fantasmales guerreros.
Se movió veloz, sin osar mirar atrás para comprobar si su adversario se acercaba o no, y recogió trozos de leña que no había consumido el fuego. Haciendo caso omiso de las ardientes mordeduras de las brasas las amontonó en el desbaratado círculo de piedras y apiló sobre los rescoldos un puñado de encendaja. Luego, a pesar de sus entrecortados jadeos, se obligó a soplar con fuerza para que prendieran las llamas.
—¡Flint!
—¡Estoy en ello!
Dos de los espectros, uno por la derecha y otro por la izquierda, convergieron sobre el enano, que sintió su mortífero halo en la espalda. El viento aulló sobre sus cabezas, cargado de amenazadora cólera que prometía una muerte espeluznante. La mano del tenebroso cabecilla estaba muy próxima al cuello de Tanis; su roce acabaría con él al helarle la sangre en las venas.
Riana lanzó un alarido. Su grito fue como una señal.
En aquel momento las llamas brotaron con fuerza, retorcidas, y lamieron la quebradiza encendaja, que chasqueó. Flint agarró un trozo de madera ya encendido y se lo lanzó a su amigo. No esperó a comprobar si Tanis lo había cogido; aferró otro palo prendido y se revolvió contra sus atacantes.
Mas no había ninguno. Se habían desvanecido ahuyentados por las brillantes llamas. Sólo sus voces ululantes y crueles flotaron un instante más en la grisácea luz del alba.
Incapaz de contener un escalofrío, el enano recogió su hacha y se acercó al fuego. No era calor lo que buscaba, si no la luz. Se llevó a la boca las manos quemadas mientras contemplaba a Tanis y a Riana por encima de los nudillos.
El semielfo bajó la espada, rodeó con un brazo a la muchacha en un gesto protector, y la condujo cerca de la lumbre. En silencio, la ayudó a sentarse. Luego recogió las mantas esparcidas por el suelo y se las echó sobre los hombros. Susurró unas palabras, y ella asintió con un leve cabeceo. Se alejó del círculo de llamas e hizo un gesto a Flint para que se reuniera con él. El viejo enano se apartó reacio de la luz, sin dejar de chuparse las doloridas manos.
—¿Estás bien? —Le preguntó el semielfo mientras lo tomaba por las muñecas y le volvía las manos para verle las palmas.
—¡No! —Replicó con brusquedad—. ¿Cómo esperas que esté bien? ¡Me he quemado, y he pasado tanto miedo que casi pierdo la chaveta!
—¿Son graves las quemaduras?
Flint arrugó el entrecejo y apartó con brusquedad las manos.
—Lo suficiente —rezongó, pero, al ver la preocupación de Tanis, se encogió de hombros—. Aunque no tanto como para ser incapaz de blandir mi hacha si es preciso. En cualquier caso, no sé de qué mi iba a servir contra esos seres…
—¿Has cambiado de opinión acerca de Riana?
—¿De que mintiera? Sí, admito que decía la verdad.
—¿Y de que está loca?
Flint resopló y negó con un enérgico movimiento de cabeza.
—Eso lo mantengo. Y añadiré que nosotros también estamos chiflados si no nos marchamos cuanto antes de este bosque.
—Yo seguiré adelante.
—Lo imaginaba. En tal caso, yo también. —Se miró ceñudo las palmas de las manos, en las que ya se levantaban ampollas—. Alguien tiene que pagarme esto; y no me gusta dejar cuentas pendientes.
Una enfermiza claridad anunció el amanecer y debilitó la confianza de Gadar de realizar la tarea de aquella noche sin que surgieran obstáculos. Los guerreros espectrales habían fracasado en su misión y lo habían dejado desprotegido y vulnerable; no podía recurrir a ellos hasta que las tinieblas nocturnas engulleran la luz del día. Para entonces, los intrusos habrían tenido tiempo y oportunidad de encontrarlo. O tal vez no. Habría que correr el riesgo. Era el momento propicio para invocar el hechizo, y la víctima había sido elegida. Si esperaba otras veinticuatro horas, sería demasiado tarde.
Durante un instante, el remordimiento, hiriente y amargo, le atenazó el corazón. Siempre le ocurría igual cuando se enfrentaba a esta tarea. El muchacho rebosaba vitalidad; su sangre corría rauda y bulliciosa por las venas, al igual que en los otros. Sus ojos tendrían el brillo de la fuerza juvenil que iluminaría su rostro con doradas esperanzas…
Los tenues gemidos que se iniciaron con el alba se habían hecho más persistentes, señal inequívoca de sus esfuerzos por romper las oscuras barreras de la inconsciencia, contra la que se debatía con escasa fuerza pero con un ánimo encomiable. Le habría sido más fácil renunciar un momento, darse un respiro, e intentarlo al cabo de un rato; pero aquel muchacho mostraba una voluntad férrea, y por ello sería él quien tendría que dar su esencia vital.
—Muchacho —susurró pesaroso Gadar—, ojalá hubiera otro modo…
Pero no lo había. No lo hubo desde el momento en que dio el primer paso por el oscuro camino que había elegido seguir. Y, después de todo, ¿qué importaba esa vida comparada con aquella otra que debía preservar aún a costa de su propia alma? El remordimiento no le serviría de nada; sólo conseguiría distraerlo, y ello era peligroso. Gadar cruzó la habitación y se detuvo junto a la gran mesa, donde repasó los componentes del conjuro. Todo estaba preparado: la artemisa, el polvo de un zafiro molido, los tallos tiernos de romero, la oscura sangre del corazón de un cervato…
El viejo hechicero no tenía intención de dejar atrapada temporalmente el alma de su víctima, y en ello radicaba la dificultad del hechizo. Con arrojar el espíritu del muchacho a un laberinto sin salida, no lograría su objetivo. La joven vida serviría a un propósito mejor.
Había elegido al fornido muchacho de espeso cabello castaño, Daryn, así se llamaba, porque parecía lo bastante fuerte para proveer al mago de la esencia vital que necesitaba… Al menos, hasta que encontrase a otro más fuerte. El hechicero se quedó inmóvil, mirando ensimismado el cielo que clareaba poco a poco. Quizá no había sido tan desastroso el fracaso de los espectrales asesinos. Tal vez, si permitía que los intrusos dieran con él, obtendría una magnífica recompensa… La tozuda muchacha y el viejo enano no le eran de ninguna utilidad, pero un semielfo, joven y fuerte como aquél, le proporcionaría una vida mucho, muchísimo más larga que la de los patéticos jóvenes humanos utilizados hasta ahora.
—Sí —musitó, acariciando la superficie de la mesa con gesto abstraído—. Tendría paz. Descansaría de esta *tarea agotadora, aunque fuera sólo durante un tiempo.
Ahora, con la deslumbrante luz diurna, no podía enviar a los espectros a buscar al semielfo. Pero él vendría por propia voluntad. Gadar esbozó una fría sonrisa. La testaruda muchacha se encargaría de ello. Bien. Los dejaría que encontraran el castillo. No levantaría más obstáculos en su camino que los precisos para retrasarlos hasta que llegara la noche y así llevar a cabo el conjuro sin interrupciones. Y hasta que el semielfo llegara, la vida de Daryn le proporcionaría un tiempo que necesitaba. Al fin y a la postre, ése había sido siempre su propósito: ganar tiempo.
Las sombras cubrieron el bosque mucho antes de la puesta del sol. Los sonidos susurrantes de las noches precedentes se tornaron amenazadores gruñidos en la maleza, llorosos lamentos en las ramas de los árboles. El viento soplaba racheado, y el pequeño grupo de los tres compañeros avanzó con dificultades por el empinado y apenas perceptible sendero que serpenteaba entre pinos. El desapacible frío parecía anunciar un invierno adelantado.
Aquella mañana, con un siniestro sentido del humor, Flint había comentado que, con sólo dejarse llevar por la maldad del bosque, no tardarían en encontrar a sus fantasmales visitantes.
Tanis no tomó en serio las palabras del enano hasta que, después de dirigirse al norte a falta de otra ruta mejor, los dos amigos empezaron a sentir el mismo temor irracional.
—Es como un olor pestilente, o como el roce deslizante de un reptil —había dicho Riana con un hilo de voz. Sus manos, apretadas con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos, le temblaban.
Tenían la sensación de que algo pavoroso se cernía sobre ellos, invisible, alentando susurrante entre los árboles y gimiendo lastimero con el moribundo tono del invierno; era un sonido que Tanis jamás había oído hacer al viento. Tembloroso por el soplo desapacible del aire, el semielfo hizo una seña a Flint.
—Podríamos seguir esta sensación con la misma facilidad que si fuera un sendero bien marcado.
—Ya lo creo que sí —contestó el enano, mientras pasaba el dedo por el filo cortante de su hacha—. ¿Pero qué encontraríamos al final? Nada agradable, me imagino. —El recuerdo de los espectros lo hizo temblar, más que el soplo cortante del viento.
El desdibujado sendero se ensanchó durante un trecho al abrirse a una vereda rocosa, árida, limpia incluso de tierra, que los llevó hacia arriba en una constante escalada. A veces daba la impresión de que la voz del viento fuera en realidad el lamento de cosas muertas, ávidas por lo vivo. Los árboles, desnudos, atrofiados, como retorcidos por una mano demente, eran unas feas plantas asidas a la vida por el mero capricho de la cruel naturaleza. Más arriba, donde ya no crecía nada y los bosques habían quedado muy atrás, cuando la respiración se hizo trabajosa a causa del aire enrarecido por la altitud, el sendero se estrechó de nuevo hasta convertirse en un angosto paso flanqueado por altos picachos. Un poco más adelante, el paso se interrumpía de manera súbita en lo alto de un risco sembrado de pedruscos. Detrás de los amigos se extendía el oscuro bosque, al frente, allá abajo, se divisaba un estrecho valle.
Riana, temblorosa y agotada, recorrió el último tramo del paso apoyada en Tanis. No obstante, la férrea determinación que la había impulsado a llegar tan lejos, seguía latente en el brillo de sus ojos. «Es más su coraje que su fuerza», pensó el semielfo.
—Descansaremos un rato, Riana. Todos lo necesitamos.
Ella movió la cabeza en señal de asentimiento, demasiado exhausta para hablar, y se dejó caer sobre el helado suelo pedregoso. Tanis la contempló indeciso un momento y luego se reunió con Flint, al borde del risco.
—No aguantará mucho más, Tanis. Está al límite de sus fuerzas.
—Lo sé. Y no es ella la única. Has estado muy callado en las últimas horas, amigo. ¿Cómo te encuentras?
—Tengo los huesos helados. —Flint se sopló los dedos entumecidos y agarrotados por el frío—. Pero ¿qué otra cosa se puede esperar cuando uno presta oídos a descabelladas historias de jovencitas hermosas que han perdido a sus hermanos y a sus amados en un bosque?
—¿Amado? ¿Quién, Karel? ¿Qué te hace pensar eso?
El enano resopló y sacudió la cabeza con actitud irritada.
—Cualquiera que la oyera contar su historia se daría cuanta. Aunque lo más probable es que ella no lo sepa. Que quiere a su hermano, es evidente; pero ha sido del tal Karel del que hemos oído hablar una y otra vez, ¿o no? Además, las muchachas no se sonrojan hasta la raíz del cabello cuando se refieren a amigos de su familia.
—Flint, me sorprendes.
—¿Por qué? ¿Porque tengo los ojos abiertos? Aún no soy tan viejo para no fijarme en ciertos detalles, jovencito. Mas no es eso lo que me preocupa ahora. Lo que quisiera saber es dónde demonios nos encontramos.
Tanis oteó el valle, que no era otra cosa que una profunda fisura entre las montañas, envuelta en la densa niebla.
—Tengo la impresión de que estamos cerca de nuestra meta. Mira —dijo, señalando hacia un punto del valle donde la niebla se había abierto.
Negro, arrancado de las mismas entrañas de la tierra, se alzaba un enorme castillo con torreones que semejaban afilados dedos esqueléticos. El sol poniente parecía una herida ardiente abierta en el quebradizo cielo azul, de la que sangraba luz y se derramaba sobre la repulsiva piedra oscura.
El quejumbroso lamento del viento los rodeó de nuevo.
—¿Lo sientes, Flint?
La sensación de maldad que los había guiado hasta allí parecía bullir en el fondo del valle, como si fuera la fuente de donde manaba el viento ululante y el frío terror.
—¡Vaya si lo siento! Y no me gusta en absoluto.
El enano echó una ojeada a Riana por encima del hombro; la joven seguía sentada, encogida y temblorosa, con los ojos fijos en las piedras esparcidas a sus pies.
—Tanis no me sorprendería que los espectros procedieran de este lugar. —El enano volvió la vista al valle y sintió que algo más frío que el viento le helaba el alma—. Y también sospecho que, allá abajo, algo o alguien sabe que estamos aquí.
Si no hubiera estado tan cansado, el semielfo se habría reído. Conocía al viejo enano gruñón hacía tantos años que ya no le sorprendían sus extravagantes conclusiones. Lo miró con más detenimiento, y lo que vio lo hizo estremecer; las palabras de Flint las dictaba la certeza, aunque el rictus de sus labios denotaba que no tenía ni idea del origen de tal seguridad.
—Es un presentimiento —musitó el enano.
—Creo que tienes razón. Como también estoy convencido de que ese algo o alguien que conoce nuestra presencia aquí no permitirá que ahora nos volvamos atrás. Pronto oscurecerá, y ninguno de nosotros está en condiciones de hacer el recorrido hasta le castillo en plena noche, por lo tanto, más vale que nos pongamos en marcha cuanto antes.
—Sí, de acuerdo. Pero reflexiona un momento, Tanis. Cuando los espectros atacaron el campamento de Riana, no mostraron mucho interés por ella. Se llevaron sólo a Daryn y a Karel. Algo me dice que tampoco tendrán un excesivo interés en un viejo enano.
—El semielfo fue incapaz de contener una sonrisa.
—No me digas que ahora tienes el don de la videncia, Flint.
—No, por supuesto que no. Me limito a recordar lo que la chica nos contó.
Y lo recordó durante todo el camino de descenso hacia el valle. A pesar de que, merced a su experiencia, no le habría sido difícil encontrar el estrecho sendero de pizarra por el que bajaban, Flint, un Enano de las Colinas que había vivido muchos años en las montañas Kharolis, pensó que la senda había aparecido de manera muy oportuna, demasiado oportuna, a decir verdad. Casi podía jurar que antes no existía. Daba la impresión de estar fuera de lugar.
—Como si fuera reciente —comentó con Tanis—. A pesar de su aspecto antiguo.
—Y también es lo más parecido a una pared vertical —respondió el semielfo mientras sujetaba a Riana, que se había resbalado al pisar un trozo suelto de pizarra—. Cuanto antes salgamos de este sitio, más probabilidades tendremos de no rompernos el cuello.
El enano abrigaba serias dudas al respecto, y, a juzgar por la expresión atemorizada de Riana, ella las compartía. Con todo, la chica recuperó el equilibrio sin perder el gesto de firme determinación, y el enano no tuvo más remedio que admitir un sentimiento de renovado respeto.
—Por aquí, Riana. Ten cuidado. La pizarra está cada vez más suelta. No me gustaría bajar rodando el trecho que queda.
—¿Riana?
«Riana… Riana… Riana…».
La llamada susurrante de Karel levantó ecos en su mente con la fuerza de un trueno. Sentía en su mejilla el frío de las duras losas de piedra. El jubón de cuero no lo protegía por completo de la corriente de aire que barría el suelo.
—¿Daryn?
Poco después comprendió que se encontraba a solas. No estaba sujeto con cadenas ni grilletes, pero era incapaz de mover ni siquiera un dedo.
Estaba solo. ¿Pero dónde? Aunque se esforzó por recordar, Karel no logró llenar el vacío que había en su memoria entre el instante en que sintió la gélida presa del espectro —¿cuánto hacía de eso? ¿Un día? ¿Dos?— y el momento en que se despertó tumbado en las frías losas. Mas el tiempo había pasado, no cabía duda. Por la ventana divisaba Lunitari medio oculta tras los nubarrones. La última vez que había contemplado la luna roja, el satélite se encontraba en cuarto creciente, y ahora, en cambio, mostraba casi la fase llena. ¿Dónde estaba?
—¿Dónde estás?
El terror atenazó a Karel, pero lo que quiera que fuere que lo mantenía inmovilizado era tan inflexible que ni siquiera pudo mover un músculo. La voz era vieja, pero firme, y denotaba un poder abrumador. Semejante a un susurro fantasmal, se escuchó la doliente respuesta.
—Aquí, a tu alcance.
—Dime tu nombre.
—Daryn, hijo de Teorth.
Aunque era la voz de su amigo la que respondía a las preguntas, Karel apenas la reconocía. Inexpresiva, monótona, sin el menor vestigio de la firme seguridad que caracterizaba la de Daryn. Karel sintió una convulsión en el estómago al sobrevenirle una náusea; no era la voluntad de su amigo la que lo impulsaba a responder, sino otra ajena a él.
En alguna parte, fuera del alcance de su vista, el joven escuchó el crepitar del fuego. Un acre olor a artemisa quemada impregnaba el ambiente.
—Atiéndeme, Daryn, hijo de Teorth.
Karel apretó con fuerza los párpados cuando la autoritaria voz inició una susurrante salmodia incomprensible, y el suelo de piedra empezó a vibrar a la vez que emitía un sordo zumbido.
La abrumadora tensión que cargó el aire fue tan real, tan tangible, que se habría podido tocar con sólo alargar la mano.
Las ondulantes llamas proyectaban un enloquecedor juego de luces y sombras. La carga de energía mágica estalló e inundó la habitación con una oleada de destellos multicolores.
Daryn exhaló un gemido. Fue un sonido que salió de lo más hondo de su ser, retorcido, estremecido, y despertó un terror indescriptible en el alma de Karel. Éste se debatió contra las invisibles ataduras que lo inmovilizaban. Los músculos acusaron doloridos el inútil esfuerzo, y la cabeza pareció a punto de estallarle. El sudor le resbaló por la frente y, al entrarle en los ojos, le produjo un punzante escozor y fragmentó la rielante luz mágica en esquirlas de colores brillantes.
—¡Daryn! —Jadeó.
Pero su amigo no respondió. Le era imposible. En medio del círculo sangriento, reducido por la magia a un estado de estupefacción y aturdido por la horrible certeza de que Gadar le estaba arrebatando el alma, Daryn soltó un espeluznante alarido.
Entraron en el pequeño valle tras haber cruzado un terreno pedregoso. Tanis llevó a cabo una exploración meticulosa de los alrededores, pero no halló señales de que el castillo estuviera custodiado. Sin embargo, nada más regresar junto a sus amigos, una oscuridad densa y tenebrosa como un manto enlutado cayó sobre el grupo con alarmante rapidez.
Riana dio un respingo, pero Flint se limitó a sacudir la cabeza como dando a entender que se esperaba algo parecido.
—La oscuridad de la noche —murmuró— no es tan profunda.
El enano percibía los rojizos contornos difuminados de las siluetas de sus compañeros a pesar de la tiniebla. Y otro tanto le ocurría a Tanis. Riana, en cambio, estaba limitada por su visión nocturna humana, ínfima si se comparaba con la de enanos y elfos; para ella, era como estar metida en un pozo.
—Tanis, dale un minuto —dijo Flint al semielfo, y a Riana le indicó—: Cierra los ojos un momento y, cuando los abras, intenta ajustarlos a la oscuridad.
—Nada. ¡Es como si me hubiera quedado ciega!
—Sí. Y, lo más probable, es como quieren que te sientas. —Flint la tomó de la mano e hizo que la pusiera sobre su hombro—. Recoge los bártulos, Tanis. ¿Qué descubriste?
—No mucho. Hay una puerta en el lado norte. Opino que deberíamos intentarlo por allí. El acceso principal no está vigilado, pero preferiría entrar en el castillo sin llamar mucho la atención.
—Estoy de acuerdo contigo. Ve pues delante, y dirígenos.
El camino por el que los condujo el semielfo era estrecho y pedregoso; trazaba un arco que rodeaba la parte norte del valle y, por último, descendía una suave pendiente que llevaba al pie de un minarete alto y estrecho que sobresalía de la torre principal. Sin apartarse del negro muro, Tanis se deslizó sigiloso hacia la puerta de madera deslustrada por las inclemencias del tiempo, y esperó a que llegaran Flint y Riana. La muchacha seguía agarrada al hombro del enano.
La puerta se abrió sin dificultad; daba a un empinado tramo de escaleras de peldaños resbaladizos. Rotos y desgastados por el paso del tiempo, tapizados de un musgo pardusco que los hacía peligrosos, eran tan estrechos que sólo permitían el paso de una persona.
—Tened cuidado —advirtió el semielfo con un susurró. Aguardó a que Riana se situara entre Flint y él, y a continuación inició la ascensión con toda clase de precauciones. La escalera estaba tan oscura que se vieron forzados a subirla con pasos cautos y lentos. Silenciosos como sombras, ascendieron más y más. El enano se preguntó si los escalones no llegarían hasta la misma cumbre de la montaña.
De pronto, tras un tiempo interminable de buscar a tientas escalón por escalón, de palpar las ruinosas paredes de piedra para guardar el equilibrio, Flint oyó el murmullo del semielfo al anunciar que la escalera finalizaba en un corredor.
La luz se filtraba desde una intersección situada a varias decenas de metros en dirección oeste, y llegaba a un zaguán de techo alto. En la densa penumbra, el enano vio a Tanis tomar la mano de la muchacha para ayudarla a remontar los últimos peldaños.
Mientras respiraba hondo varias veces para recobrar el aliento, y satisfecho de dejar atrás la peligrosa escalera, el enano se llevó la mano a la espalda para equilibrar el peso del hacha y acto seguido se internó en el corredor. Las negras paredes de piedra rezumaban humedad, y el suelo estaba resbaladizo a causa de unos charcos de espuma verdosa.
Fue entonces cuando Flint cayó en la cuenta de que sonaba el gemido del viento en un sitio cerrado, donde era imposible que soplara viento alguno, y a él se unieron unas voces frías, burlonas.
—Tanis, esto no me gusta nada.
Riana se dio media vuelta, con una atemorizada mirada interrogante en los ojos, y soltó la mano del semielfo. Las sombras ondularon sinuosas, como si las proyectara una antorcha manejada por un bailarín enloquecido. Semejantes a murciélagos que hubieran sido ahuyentados de una cueva, las voces, huecas e inhumanas, pasaron ululando sobre sus cabezas y levantaron ecos en el alto techo abovedado. Un frío sepulcral azotó el corredor.
Las sombras, que se tornaron más densas de repente, se arremolinaron hasta formar una silueta oscura, de vaga apariencia humana.
Antes de que Flint tuviera oportunidad de moverse o lanzar un grito de aviso, el negro espectro alargó la mano hacia su amigo y lo agarró por la muñeca. Horrorizado, el enano vio a Tanis darse media vuelta, con los ojos vidriosos e inexpresivos, y el rostro rígido como la mascarilla de un cadáver. Flint saltó hacia adelante y se lanzó tras el semielfo en un intento de arrancarlo de la mortal presa del espectro. Pero, a despecho de la rapidez con que actuó, llegó demasiado tarde. Durante un breve instante notó el calor natural del brazo de Tanis bajo su mano. Después, no sintió nada.
—¡No! —Bramó. Llevado por el miedo y la ira, la emprendió a golpes con la pringosa pared de piedra—. ¡Tanis! —Pero su amigo había desaparecido como si jamás hubiera existido. Flint aporreó de nuevo la pared, sin reparar en que las afiladas aristas de la piedra le desgarraban la piel de los nudillos—. ¡Tanis! ¡Maldita sea! ¿Dónde estás?
—¡Basta, por favor! —Gritó Riana—. ¡Flint, detente!
El enano se encaró con la joven. Un brillo amenazador iluminaba sus pupilas.
—¿Dónde está?
—Se lo han llevado, como hicieron con Karel y Daryn. ¿Quién sabe dónde?
Uniéndose a los gritos que saturaban el aire, se alzaron unas voces susurrantes que hablaban de tortura e insoportable agonía.
«Ha desaparecido —pensó encolerizado el enano, que se aferraba a su ardiente cólera para contrarrestar el frío que el miedo ponía en su corazón—. Se ha ido y me ha dejado. ¡Maldita sea!».
En el corredor, cerca de la bifurcación donde la luz grisácea de fuente desconocida se abría paso a duras penas, el enano descubrió un hachero viejo en el que había una antorcha apagada. Corrió hacia allí. Encontró una segunda antorcha y, tras coger ambas, regresó junto a la chica. Con gesto precipitado, las encendió y tendió una a Riana.
—Toma, lleva ésta —gruñó—. Y no dejes que se apague. Esos demonios hacen su sucio trabajo amparados en las tinieblas. ¡Vaya que sí! No les gustó ni pizca el fuego de nuestro campamento. Se guardarán mucho de acercarse a las antorchas. Vamos, busquemos a Tanis. Estoy seguro de que cuando lo encontremos, sea donde sea, también habremos encontrado a tu hermano a tu amigo.
Riana sujetó la antorcha con las dos manos. Bajo su luz titilante, los ojos del enano tenían una expresión dura y feroz.
—¿Lo encontraremos?
Flint se cambió la antorcha a la mano izquierda y asió con la derecha el mango de su hacha de guerra.
—No te quepa la menor duda, muchacha. Daremos con él —rezongó.
«Y, cuando lo haga —pensó para sus adentros, alimentando su furia para ahuyentar el miedo—, tendrá suerte si no lo mando hasta Solace de la patada que pienso soltarle en el trasero por haberme metido en esta pesadilla».
Cuando se toparon con los primeros cuerpos, la cólera de Flint se ahogó en un presentimiento tan negro como un pozo sin fondo. Riana, que sollozaba ya sin el menor disimulo, se quedó paralizada clavada en mitad del corredor, incapaz de apartar los ojos de aquellos despojos humanos que un día habían sido cuerpos jóvenes y fuertes. Ninguno de los cadáveres —algunos todavía en estado de descomposición, y otros simples esqueletos blanqueados por el paso del tiempo— mostraba señales de lucha; sin huesos rotos, ni cráneos astillados. Nada. Al parecer, todos habían ido hacia la muerte sin presentar resistencia. Yacían amontonados en el corredor como juguetes viejos que, una vez usados y rotos, se hubieran desechado.
Flint, aunque se sabía incapaz de mirar aquello sin estremecerse, se obligó a mantener un gesto impasible y se movió con cuidado entre los cuerpos.
La sangre se le agolpó en las sienes, su respiración se tornó jadeante, su voz fue un susurro entrecortado de preguntas a unos dioses que muy pocos recordaban; la mano se le agarrotó en torno al mango del hacha.
Despacio, con delicadeza, empujó un cuerpo tras otro con la punta de la bota para darles la vuelta y examinarlos.
Mas ninguno era Tanis; ni tampoco Karel o Daryn. Aunque a ellos no los conocía, los cadáveres más recientes llevaban allí demasiado tiempo para que fueran ellos.
Con un profundo suspiro de alivio, se volvió hacia la muchacha y la cogió de la mano para ayudarla a pasar entre los cuerpos.
—No te esfuerces, no te servirá de nada. No podrás moverte.
A despecho de sus propias palabras, Karel intentó alargar una mano hacia el recién llegado, pero fue en vano. El joven torció el gesto.
—No insistas —murmuró—. Desperdiciarás tu fuerza. Y vas a necesitarla.
Sus palabras levantaron ecos en el cerebro de Tanis, y se mezclaron hasta convertirse en sonidos incomprensible. ¿Dónde estaba? El corazón le palpitó con violencia al recordar el roce de los gélidos dedos al sujetar su muñeca, la presa de la esquelética mano, la voz quejumbrosa, persuasiva, que lo inducía a seguirlo. Y lo había hecho, incapaz de resistirse. Después, las tinieblas, negras como la desesperanza, lo envolvieron y lo ahogaron en un terror brutal, devastador.
Flint… Riana… Recordó con amarga desesperación las palabras pronunciadas por el enano al borde del risco: «Esos espectros mostraron poco interés por Riana. Y tampoco estarán interesados en un viejo enano». ¿Qué habría sido de ellos? ¿Habrían muerto? Muerto… Escuchó su propio gemido angustiado y comprendió que, al menos, era capaz de hablar.
—¿Quién eres? ¿Dónde estás? —preguntó.
—Aquí, a tu lado. —La apagada risa de Karel sonó amarga—. Si pudieses volver la cabeza, me verías. Pero, tal y como están las cosas, tendrás que conformarte con mirar al techo, amigo. Espera a que ese maldito hechicero esté absorto en el conjuro, y entonces prueba a moverte.
Una luz, centelleante y dividida en todos los colores del arco iris, surgió cegadora ante los ojos de Tanis, y cruzó zigzagueante su radio de visión. El semielfo se vio obligado a apretar los párpados para aliviar el punzante dolor.
—¿Quién eres? —Preguntó otra vez.
—Karel. ¡Chist!
—¡Daryn…! —La voz del hechicero retumbó atronadora en la habitación, cargada de amenaza—. ¡Levántate!
Tanis escuchó el respingo del joven que estaba a su lado. Con los dientes apretados, se obligó a moverse. Con el esfuerzo realizado debería haberse puesto de pie, pero todo cuanto consiguió fue girar sobre su costado. Sin embargo, fue suficiente para permitirle ver toda la habitación… y se estremeció aterrado por lo que apareció ante sus ojos.
El que daba las órdenes era un hombre consumido y muy, muy viejo, al que el paso de los años parecía pesarle como una maldición, si bien en aquel momento el brillo de la magia alentaba en sus pupilas. La túnica roja se agitó a su alrededor al levantar un brazo.
En medio de un círculo sangriento, un hombre joven se debatía con debilidad. «¡Daryn! —Adivinó el semielfo—. ¡El hermano de Riana!». El susurrante cántico del mago subía y bajaba sinuoso con entonaciones a veces persuasivas, a veces conminatorias.
Después, con movimientos de autómata, inhumanos, Daryn se puso de pie. Sus manos se crisparon, las piernas le fallaron un instante, aunque se irguieron enseguida, cuando los pies se asentaron con firmeza en el suelo de piedra.
El mago estrujó unas hojas secas de romero. Las echó al brasero, y el fuego siseó. Luego, Gadar trazó un arco en el aire mientras arrojaba el polvo de zafiro de manera que salvara la distancia que lo separaba de la circunferencia de sangre. El polvo, reluciente, quedó suspendido en el aire sobre la cabeza del joven, como un halo azulado, y a continuación cayó con suavidad, con precisión, en el interior del círculo de manera que formó una segunda barrera.
Apresado en los círculos mágicos de Gadar, el muchacho continuó de pie, estático, con el rostro consumido y demacrado. En aquel instante, la certeza del destino implacable que lo aguardaba se abrió paso en su mente de forma violenta, y el horror se plantó desgarrador en sus rasgos. En el mismo momento, la puerta situada al otro lado de la habitación, y por lo tanto apenas visible para Tanis, se abrió con un estrépito de astillas rotas. La luz sobrenatural se reflejó en la afilada hoja del hacha de Flint, refulgente, deslumbrante.
El mismo sollozo angustiado que Karel exhaló al divisar a Riana detrás del enano, podría haberlo lanzado Daryn si no hubiera estado sometido a la parálisis por los dobles círculos mágicos. O también podría haber sido la exclamación de terror del propio Tanis.
Gadar se había dado la vuelta y la expresión de sus ojos era salvaje, siniestra, rebosante de odio. Unos rayos de luz blanca salieron disparados de sus dedos: los mortales dardos de fuego.
—¡Flint, agáchate!
Pero la advertencia del semielfo no era necesaria. El viejo enano ya se arrojaba al suelo arrastrando consigo a la muchacha, y gateaba para ponerse a cubierto.
Karel palmeó con fuerza la pierna de Tanis.
—¡Ahora! —gritó—. ¡Levántate, amigo!
El aullido del mago, semejante al rugido de un jaguar, se alzó atronador en la cámara mientras se volvía hacia los dos jóvenes. Sin haber tenido tiempo para incorporarse del todo, el semielfo tuvo que zambullirse de nuevo en el suelo. Los dardos de luz al rojo vivo pasaron rozándole la cara, y sintió el punzante ardor de los proyectiles. El aire se impregnó de un olor acre y sulfuroso. De reojo, vio a Karel acercarse de un salto a los círculos que tenían atrapado a su amigo.
Daryn gimió, y Karel, agazapado en el exterior de la circunferencia, le tendió una mano. Al instante lanzaba un grito de dolor y salía despedido hacia atrás, impulsado por la demoledora fuerza mágica de Gadar.
Riana chilló y el semielfo se abalanzó sobre el hechicero; lo atrapó pos las rodillas y lo derribó al suelo. De algún rincón oculto en la manga de su túnica, Gadar extrajo una daga. La fría hoja centelleó a la luz de las antorchas al trazar un arco ascendente en el aire. Al bajar, chocó con la mano de Tanis y le produjo un corte profundo en el dorso. El semielfo hizo caso omiso del dolor, y empezó a golpear una y otra vez la mano que asía la daga. La hoja de acero tintineó al caer en el suelo de piedra. De un brusco tirón, Tanis sujetó los brazos del mago y se los cruzó a la espalda; luego lo tumbó boca abajo en el suelo y lo inmovilizó apoyando todo su peso en la rodilla que le había clavado en los riñones.
Se oyeron los sollozos de Riana, desconsolados, entrecortados, aterrados. Una seca maldición mascullada en el idioma enano puso de manifiesto que Flint se encontraba bien.
—Libera a Daryn, mago —ordenó con voz tensa Tanis—. Todo ha terminado. Suéltalo.
Sacudido por la ira, respirando entre jadeos, Gadar giró la cabeza para enfrentarse a su aprehensor. La voz, fría y dura como el acero, sonó chirriante:
—Nada habrá terminado mientras el invocador del hechizo, es decir, yo, no lo disponga así. Y olvida la idea de sacarlo del círculo mágico. Cualquiera que intente traspasarlo sucumbirá de manera instantánea.
—Ya no hay razón para que lo retengas. Déjalo libre.
—Para ti no la habrá. Para mí sí.
Un violento ataque de tos sacudió el cuerpo del mago. Por un instante, a Tanis le pareció que los ojos de Gadar se enturbiaban, y un velo de amargura apagaba el oscuro brillo del odio.
—Aunque quizá ni siquiera me quede eso —continuó el hechicero—, a pesar de todo lo que he hecho. —La implacable determinación renació una vez más en su semblante y lo ensombreció—. ¡No! ¡Lucharé hasta el final! ¡Lucharé, como siempre he hecho!
El semielfo levantó el puño, convencido de que debía golpearlo antes de que tuviera oportunidad de utilizar magia. «Pero este hombre es un anciano —se reprochó—. Y está agotado».
«Sí, viejo y cansado —susurró en su mente una voz quebrantada—. Con un solo golpe lo habrás conseguido, muchacho; sólo uno… Si es que te atreves a asestárselo a un oponente tan débil. ¿Qué defensa tengo contra la fuerza de tu joven puño?». La voz denotaba el cansancio de los años, la carga de una amargura interminable. Las borrosas imágenes de una continua lucha desesperada y valerosa surgieron en la mente del semielfo, tan nítidas como si fueran vivencias propias. Bajo la temblorosa luz de las antorchas, su puño se le antojó algo siniestro y maligno. «¡Es sólo un anciano!».
Tanis aflojó la presa y soltó al mago. Entonces, a la vez que agachaba la cabeza, avergonzado por haber estado a punto de golpear a un viejo indefenso, vio que los labios del hechicero se movían lentamente al entonar en silencio las palabras de un conjuro, en tanto que sus pupilas relucían como las de una serpiente presta al ataque.
Karel se agazapó y agachó la cabeza, dispuesto a arremeter contra la barrera de poder invocada por Gadar.
—¡No! —el alarido de Riana vibró en el aire.
—¡Karel! —En esta ocasión, no fue la muchacha quien gritó su nombre, sino Daryn.
Libre de la influencia del hechicero que lo había manejado como a una marioneta, el joven había recobrado su voluntad. Alzó una mano, como si quisiera frenar a su amigo para que no irrumpiese en el círculo de sangre. Sus ojos, aún desorbitados, estaban ensombrecidos por el miedo. Moviéndose tambaleante, adelantó un paso, chocó contra la barrera mágica y la atravesó con una mano.
—¡No, Karel! —repitió. Su voz sonaba sepulcral, un mero eco de la desolada agonía de los espíritus que vagaban por el castillo. Agarró a su amigo por el hombro y lo empujó con fuerza, de manera que lo hizo retroceder dando tumbos hasta que cayó rodando por el suelo.
Al mismo tiempo, un estruendo sacudió la sala cuando la energía mágica encauzada por el hechizo de Gadar quedó liberada al romperse el círculo.
Daryn, con la boca abierta en un mudo alarido, se retorció a causa de la atroz agonía que desgarraba su cuerpo, y se desplomo. Su cuerpo se encogió y se sacudió con los últimos espasmos de dolor.
Luego, en medio de siseantes chisporroteos, la luz multicolor perdió intensidad poco a poco, se arremolinó unos instantes y acabó por desvanecerse al no tener razón de ser. Dentro del círculo mágico, no alentaba una vida a la que retener.
Sobrevino un silencio agobiante, durante el cual la certeza del sacrificio realizado por Daryn se abrió paso en la mente de todos.
Tanis se acercó a Riana, que, aturdida, dio un paso vacilante hacia el ahora inofensivo círculo donde yacía muerto su hermano. El semielfo la sujetó por los hombros, la apartó de allí y la condujo con firme delicadeza hasta Karel. Éste, de rodillas, y con la cabeza hundida en el pecho, alargó una mano, buscando a tientas la de ella.
—¿Por qué? —La pregunta de la muchacha encerraba todo el dolor desgarrador de su corazón—. ¿Por qué, Karel?
El joven la abrazó con fuerza, pero guardó silencio. Alzó los ojos hacia Tanis, como si le hiciera la misma pregunta. El semielfo no tenía respuesta. A sus espaldas se escuchó el gemido del mago, que se estremeció un instante antes de quedarse completamente inmóvil. Al margen de la respiración trabajosa del semielfo y los quedos sollozos de Riana, la habitación se había sumido en un repentino silencio. El viejo hechicero había expirado.
Tenía que existir una respuesta, sí; pero el mago ya no podría darla. Y, aún en el caso de que lo hubiera hecho, Tanis dudaba que hubiera sido capaz de comprenderla o admitirla.
¿Qué oscuro propósito empujaba a un hombre a hacer uso de una magia tan pervertida? El mago era un hombre viejo, con la piel apergaminada, las manos como garras nudosas cubiertas de venas hinchadas y retorcidas. ¿La vejez? ¿Habría sido ése el motivo que había impulsado al hechicero a arrebatar la fuerza vital de Daryn? ¿Retrasar el envejecimiento? ¿Acaso había estado robando la juventud de otros para mantenerse vivo? Una repugnancia vacía de compasión abrumó al semielfo hasta provocarle náuseas.
Agotado, dio la espalda a la pareja abrazada en el suelo, y buscó a Flint. Lo encontró en el rincón más oscuro de la habitación, arrodillado junto a un estrecho lecho. En él, arropado con gruesas mantas, yacía un muchachito delgado, frágil.
En un primer momento, Tanis creyó que estaba muerto. Su respiración, tan leve que apenas se percibía en el movimiento del pecho, era inaudible.
—¿Flint?
—Está vivo… todavía.
El muchacho suspiró y abrió los ojos. El semielfo sintió en su propio corazón el dolor punzante que había en aquella mirada. Era un dolor antiguo, largamente soportado. Entonces, por un breve instante, los ojos del chico se iluminaron con una súplica empañada por el temor.
—¿Padre?
—No —respondió Tanis mientras se arrodillaba junto al lecho.
—No más, padre…
El semielfo miró a Flint, pero el enano se encogió de hombros.
El chico estaba tan débil que apenas veía, y tan agotado que no alcanzaba a comprender que Tanis no era el padre a quien se dirigía. Llevado por una dolorosa compasión, el semielfo tomó en su mano la del muchacho.
—Tranquilízate —susurró.
Pero el chico hizo un débil intento de mirar la mano.
—No —insistió—. Otra vez, no, padre. Por favor, no lo soporto más.
—No hables, muchacho. Descansa.
—Padre, escúchame. Me… me quedaría, si pudiera. Pero, padre, por favor… basta ya. No… no quiero más vidas robadas —balbuceó.
Al mismo tiempo que oía la ahogada exclamación del enano, Tanis supo el porqué de la enconada lucha del mago para disponer de la vida de Daryn. ¡Era para este muchacho! El chico aparentaba tener doce o trece años, pero sus ojos hablaban de muchos, muchísimos más; y el semielfo comprendió de repente que todos aquellos años no habían sido para esta frágil criatura más que inviernos decadentes.
—Padre, déjame marchar, por favor. Estoy tan cansado… Libérame… ¿Padre?
—Tanis, dale lo que te pide —intervino Flint, mientras se dejaba caer con pesadez en el suelo y apoyaba la espalda en la cama, como si se sintiera incapaz de contemplar más tiempo al muchacho agonizante.
A decir verdad, Tanis habría querido también darse media vuelta; pero no lo hizo, a pesar de saber que era incapaz de acceder a la súplica angustiosa reflejada en las pupilas del chico.
—Lo que me pide es la muerte, Flint.
El muchacho se estremeció, y buscó a tientas la mano del semielfo. El sordo rumor del roce de la manta semejó las tenues pisadas de la Parca.
—Tienes que ayudarlo —insistió el enano—. Cree que eres su padre.
El semielfo abrazó con ternura al muchacho y lo sujetó con firmeza contra su pecho, como si, merced a su piedad, deseara mantener encendida la débil chispa de vida que aún alentaba en él. Al otro extremo de la habitación, Tanis vio a Riana que lloraba silenciosa en brazos de Karel mientras acariciaba con una mano temblorosa el rostro de su hermano muerto. La débil respiración del muchacho moribundo rozó el cuello del semielfo.
«No es la muerte lo que pide —comprendió Tanis de repente—. Sino sólo mi permiso para dejarlo morir».
—Sí. —Musitó la palabra que el chico anhelaba oír, el consentimiento que jamás había otorgado el mago.
Desfallecido, el muchacho alzó los ojos, buscándolo, y sonrió.
—Te quiero, padre.
—Lo sé. —Tanis respiró hondo para deshacer el nudo que le oprimía la garganta y añadió con voz estrangulada—: Puedes irte ya. Y ve con todo mi amor.
Por un instante quiso no haber pronunciado aquellas palabras. Luego, el chico suspiró y un leve estremecimiento le agitó el cuerpo, como el tenue aleteo de una mariposa nocturna. Tanis apretó entre sus brazos el frágil cuerpo sin vida, y hundió la cabeza en el pecho. Transcurrido un buen rato, oyó a Flint moverse a su lado. No opuso resistencia cuando su amigo le quitó al chico de los brazos y lo tendió en la cama.
—¿Te encuentras bien, muchacho?
El semielfo asintió en silencio, con expresión absorta.
—¿En qué piensas? —preguntó el enano.
—En que todas estas personas hicieron lo que hicieron impulsadas por el amor; Riana, su hermano, Karel… Incluso el mago y su hijo. Y, sin embargo, mira qué amarga ha sido la cosecha de ese amor.
—Sí —admitió Flint, mientras lo ayudaba a ponerse de pie—. A veces, los frutos son amargos.
Tanis acarició el rostro lleno de paz del muchacho muerto; pensó que parecía dormir, y que era el sueño, no la muerte, el que suavizaba las profundas huellas marcadas por el sufrimiento.
—Y hay otros frutos que ni siquiera se cosechan —dijo en un susurro.
Flint guardó silencio un momento. Después, sonriendo para sí, cogió a Tanis por el brazo y lo apartó del lecho.
—Sí, es cierto —dijo—. Unos frutos son amargos. Otros no llegan siquiera a madurar. Pero la cosecha que se recoge, Tanis, depende de la tierra en la que se echa la simiente, y los cuidados que se le prodigan mientras crece. —Señaló con un gesto a Riana y a Karel, que seguían abrazados—. La de ellos tiene aún la oportunidad de ser abundante y dulce, ¿no crees?