Capítulo 3
—Os equivocáis —dijo Caramon con calma—. Mi hermano está muerto.
Justarius arqueó las cejas y echó una mirada fugaz a Dalamar. El elfo oscuro se encogió de hombros. De todas las respuestas que esperaban escuchar, esta tranquila negativa del guerrero de antaño y hoy posadero no era, al parecer, una de ellas.
El archimago asumió una expresión grave y volvió la mirada hacia Caramon.
—Lo afirmas como si tuvieras pruebas de ello.
—La tengo —fue la rotunda respuesta del hombretón.
—¿Y puedo preguntarte cuál es? —Intervino sarcástico Dalamar—. El Portal del Abismo se cerró, con la ayuda de tu hermano, dicho sea de paso, y lo dejó atrapado al otro lado. —El elfo oscuro bajó la voz—. Su Oscura Majestad no lo mataría. Raistlin le impidió entrar a este mundo, y su cólera no tendría límites. Sin duda, querría darse la satisfacción de atormentarlo por toda la eternidad. La muerte habría sido la salvación para Raistlin.
—Y así fue —afirmó Caramon con suavidad.
—¡Palabrería sensiblera…! —Protestó Dalamar con impaciencia, pero Justarius le agarró el brazo otra vez, y el Túnica Negra se sumió en un mutismo cargado de amenaza.
—Advierto certeza en tu voz, Caramon. —En la del archimago había un deje de ansiedad—. Debes saber algo que nosotros, evidentemente, ignoramos. Haznos partícipes de ello. Comprendo cuán doloroso ha de resultarte todo esto, pero nos enfrentamos a una decisión de suma importancia y, sea lo que sea, quizás influya en un sentido u otro.
Caramon, indeciso, frunció el entrecejo.
—¿Tiene que ver con mi hijo esa decisión? —Preguntó.
—Sí.
El semblante de Caramon se ensombreció. Bajó la vista hacia su espada, y entrecerró los ojos con actitud meditabunda. Sus dedos se cerraron con fuerza sobre la empuñadura, con un gesto inconsciente.
—En ese caso, os lo contaré —admitió de mala gana, pero con voz firme—. Es algo que jamás he revelado a nadie. Ni a mi esposa, ni a Tanis… A nadie. —Guardó silencio un instante, como si recopilara sus recuerdos. Luego tragó saliva, se frotó los ojos con la mano e inició el relato—. Me volví medio loco después de… de lo ocurrido en la Torre de Palanthas; de que Raistlin… muriera. Era incapaz de pensar. Mejor dicho, no quería pensar. Era más fácil pasar los días como un sonámbulo. Me movía, hablaba, pero no sentía nada. Era más fácil. —Se encogió de hombros—. Había mucho que hacer y me mantenía ocupado, la ciudad se hallaba en ruinas. Dalamar… —miró de soslayo al elfo oscuro— estaba medio muerto. La Hija Venerable Crysania gravemente herida. Por no mencionar a Tas, que se había apoderado de una ciudadela flotante. —Caramon sonrió al recordar las barrabasadas del alegre kender. Pero su sonrisa se desvaneció pronto. Sacudió la cabeza, y reanudó su historia—. Sabía que algún día tendría que pensar en Raistlin, que tendría que aceptar lo ocurrido. —Alzó la cabeza y miró a Justarius a los ojos—. Tenía que aceptar lo que había sido mi hermano y lo que había hecho. Llegué a comprender que con su maldad había puesto en peligro a Krynn, y muchos inocentes habían sufrido y muerto por su causa.
—Y, por ello, naturalmente, le fue concedida la salvación. —Las palabras de Dalamar salieron entre sus dientes apretados.
—¡Un momento! —Caramon levantó una mano. Tenía las mejillas encendidas—. También llegué a otras conclusiones. Amaba a Raistlin. Era mi hermano, mi gemelo, y estábamos muy unidos. Nadie se imagina cuánto. —Enmudeció, incapaz de articular una palabra, y bajó la vista hacia su espada, con el rostro crispado. Por fin, domeñó la emoción y continuó—: Raistlin hizo también cosas buenas. Sin él, no habríamos tenido ocasión de derrotar al ejército draconiano en la Guerra de la Lanza. Y cuidaba de los débiles y enfermos… como él. Sin embargo, sé que, a pesar de todo eso, no se habría salvado al final. —Caramon apretó los labios con fuerza y pestañeó para contener las lágrimas.
»Cuando nos encontramos en el Abismo, estaba muy cerca de la victoria, como muy bien sabéis. Sólo tenía que cruzar el Portal y esperar que la Reina de la Oscuridad lo siguiera. Entonces la habría derrotado, y habría ocupado su puesto haciendo realidad su sueño de convertirse en un dios. Pero habría destruido el mundo. Yo lo había visto cuando viajé al futuro; y él lo vio a través de mí. Raistlin habría llegado a ser un dios, sí, pero habría gobernado un mundo muerto. Entonces comprendió que no podía regresar, que se había condenado a sí mismo. Él conocía los riesgos que corría cuando entró en el Abismo…
—Sí. Y, en su ambición, eligió libremente aceptar esos riesgos —comentó Justarius en voz baja—. ¿Qué quieres decir con todo esto?
—Raistlin cometió un error, un trágico y tremendo error. Pero hizo lo que muy pocos de nosotros seríamos capaces de hacer. Tuvo el coraje de admitirlo, y no dudó en ponerle remedio, aunque ello significaba sacrificarse a sí mismo.
—Los años te han hecho sabio, Caramon Majere. Lo que dices, tiene sentido —Justarius lo miró con respeto y cierto tristeza—. No obstante, es un interrogante que deberán discutir los filósofos, pero no es una prueba. Discúlpame si insisto, Caramon, pero…
—Pasé un mes en casa de Tanis antes de regresar a Solace —prosiguió Caramon, como si no hubiese escuchado la interrupción del archimago—. Fue en su hogar, tranquilo y apacible, donde reflexioné sobre todo lo ocurrido. Fue allí donde tuve que enfrentarme al hecho de que mi hermano, mi compañero desde nuestro nacimiento, el ser a quien más había amado en este mundo, ya no estaba conmigo. Lo había perdido para siempre. Y, por lo que sabía, estaba atrapado en un horrible tormento. Estuve… estuve tentado de recurrir de nuevo al aguardiente enano en más de una ocasión para calmar aquel dolor insufrible. Pero, en el fondo de mi corazón, sabía que aquélla no era la solución. —Caramon apretó los ojos con fuerza antes de continuar.
»Un día, creyendo que no lo resistiría más sin volverme loco, me fui a mi cuarto y cerré la puerta por dentro. Me tumbé en la cama y saqué mi espada mientras pensaba lo fácil que sería… escapar. Cerré los ojos, resuelto a acabar con mi vida, pero, sin motivo aparente, me quedé profunda e instantáneamente dormido.
»Ignoro cuánto tiempo duró mi sueño, pero cuando me desperté, la luz plateada de Solinari brillaba a través de la ventana, y yo me sentí rebosante de una inexplicable sensación de paz. Me pregunté el porqué y entonces…, entonces lo vi.
—¿A quién? —preguntó Justarius tras intercambiar una rápida mirada con Dalamar—. ¿A Raistlin?
—Sí.
Los rostros de los dos hechiceros se demudaron. El hombretón continuó su relato con voz conmovida.
—Lo vi acostado a mi lado, dormido, como cuando…, cuando éramos muchachos. Solía tener unas pesadillas horribles, y yo lo tranquilizaba, y… y lo hacía reír. Al cabo de un rato, suspiraba, recostaba la cabeza en mi hombro, y se quedaba plácidamente dormido. Así es como lo vi.
—¡Bah! ¡Un sueño! —Se mofó Dalamar.
—No. Era demasiado real. Vi su cara como ahora veo la tuya. La vi como la había visto por última vez en el Abismo… solo que las líneas marcadas por el dolor, y el rictus de maldad y ambición habían desaparecido. Su expresión era de reposo… De paz, como dijo Crysania. Era el rostro de mi hermano, de mi gemelo, no el del extraño que llegó a ser. —Caramon se enjugó las lágrimas con el reverso de la mano y prosiguió con un murmullo.
»Al día siguiente regresé a mi casa sabiendo que todo había acabado bien. Por primera vez en mi vida, creí en Paladine. Sabía que él había comprendido a Raistlin y lo había juzgado con benevolencia, aceptando su sacrificio.
—¡Te han pillado, Justarius! —Retumbó una voz en las sombras—. ¿Qué tienes que decir de una fe tan firme?
Caramon volvió la cabeza y vio cuatro figuras que se habían materializado en la penumbra de la sala. Se esforzó por sobreponerse a los penosos recuerdos, y reconoció a tres de los recién llegados. Los ojos se le humedecieron una vez más, pero en esta ocasión sus lágrimas eran de emocionado orgullo al contemplar a sus hijos. Observó que los dos mayores, cuyas espadas resonaban al chocar contra las armaduras, se mostraban un poco intimidados. Su reacción no era de extrañar, habida cuenta de lo que sabían acerca de esta Torre, no sólo por las leyendas, sino también por los relatos familiares.
Así pues, sus muchachos tenían la misma opinión que él acerca de la magia, se dijo Caramon: desconfianza y desagrado a partes iguales. Los dos flanqueaban protectores, como siempre, a su hermano pequeño.
Fue a este último a quien Caramon estudió con ansiedad. Palin se aproximó al jefe del Cónclave con la cabeza inclinada y los ojos bajos, como era preceptivo para alguien de rango inferior.
El muchacho había cumplido los veinte años, y ni siquiera había alcanzado la categoría de aprendiz de mago. Y, lo más probable, es que no llegara a serlo hasta después de cumplir los veinticinco, edad a la que los magos de Krynn solían tomar la decisión de pasar o no la Prueba, un arduo examen de su habilidad y talento en el arte, al que debían someterse antes de tener acceso a conocimientos más avanzados y peligrosos.
Puesto que los magos tenían en sus manos tamaño poder, la Prueba estaba pensada para disuadir a aquellos que carecían de aptitudes o que no tomaban en serio la práctica del arte. Y lo hacía de un modo muy efectivo el fracaso acarreaba la muerte.
No había vuelta atrás. Una vez que un joven, de uno u otro sexo, de cualquier raza —elfo, humano, ogro—, decidía entrar en la Torre de la Alta Hechicería con el propósito de pasar la Prueba, él o ella se entregaban en cuerpo y alma a la magia.
Palin se mostraba inusualmente serio y circunspecto, al igual que lo había estado durante el viaje a la Torre, como si se dispusiera a someterse a la Prueba.
Pero tal cosa era absurda, se recordó Caramon. El muchacho era muy joven. Cierto que Raistlin la había pasado a esta edad, pero fue porque el Cónclave lo necesitaba. Raistlin estaba seguro de su destreza, sobresalía en el arte, y, a pesar de todo, la Prueba casi le había costado a vida. Caramon todavía veía a su gemelo, derrumbado en medio de un charco de sangre, en el suelo de la Torre… apretó los puños. ¡No! Palin era inteligente, poseía aptitudes, pero no estaba preparado. Era demasiado joven.
«Además —se dijo Caramon entre diente—, dejemos que pasen unos cuantos años, y es posible que decida olvidarse de esas ideas estúpidas».
Como si presintiera el preocupado escrutinio de su padre, Palin alzó la cabeza y le dirigió una sonrisa tranquila. Caramon le sonrió a su vez, y se sintió mejor. Tal vez el hecho de conocer este enclave espantoso le había abierto los ojos.
Los cuatro se aproximaron al semicírculo de sillas donde Justarius y Dalamar aguardaban en silencio.
Caramon los observó mientras avanzaban con mirada crítica, y constató que sus muchachos se encontraban bien y se comportaban del modo que se esperaba de ellos. Los dos mayores, quizás algo bruscos y ruidosos para la ocasión. Ya más tranquilo, Caramon estudió al cuarto personaje, el que había dicho algo sobre la fe a Justarius.
Desde luego, su aspecto era poco corriente. Caramon no recordaba haber visto nunca a nadie tan extraño, y eso que había viajado por casi todo el continente de Ansalon. Que el hombre procedía de Ergoth del Norte era fácil de deducir por el color negro de su piel, un rasgo característico de aquella raza de marineros. Vestía como tal, si se exceptuaban los saquillos colgados al cinturón y la banda blanca ceñida al pecho. Su voz era de las que están habituadas a dar órdenes en un tono que sobrepasaba el golpeteo de las olas en el casco y el rugir del viento. La sensación era tan real que Caramon echó una mirada intranquila alredor. No le habría sorprendido haberse encontrado con un barco con el velamen desplegado en mitad de la sala.
—Caramon Majere, supongo —dijo el hombre, mientras se acercaba a él y le estrechaba la mano con una firmeza que lo asombró. El hombre negro hizo un guiño y se presentó—: Soy Dunbar Mastersmate, de Ergoth del Norte, portavoz de la Orden de los Túnicas Blancas.
Caramon parpadeó desconcertado.
—¿Un mago? —Preguntó incrédulo mientras correspondía al apretón de manos.
Dunbar rompió a reír.
—Exactamente la misma reacción que tus hijos. Sí, les he hecho compañía un rato, en lugar de estar aquí cumpliendo con mi obligación, me temo. Unos chicos estupendos. Los dos mayores, según me han contado, participaron en la batalla contra los minotauros cerca de Kalaman. Por poco nos conocemos allí. Ésa es la causa por la que me he retrasado —se justificó con Justarius—. Mi barco tuvo que atracar en Palanthas para reparar los desperfectos sufridos en el combate contra esos mismos piratas. Soy un Mago del Mar —añadió, al reparar en la expresión perpleja de Caramon—. ¡Por los dioses! Tus chicos llevan el mismo camino que su padre. —Se echó a reír y tendió la mano para estrechar otra vez la de Caramon.
Éste sonrió complacido. Ahora todo iría bien, una vez que los hechiceros habían entendido lo de Raistlin. Cogería a sus muchachos, y volverían a casa.
Dunbar lo observaba con atención, y Caramon tuvo la sensación de que le leía el pensamiento. El rostro del mago se tornó grave. Dunbar sacudió la cabeza con suavidad, le dio la espalda y cruzó la sala con pasos rápidos y bamboleantes, como si estuviera sobre la cubierta de su barco. Al llegar al semicírculo, tomó asiento a la derecha de Justarius. Caramon sintió que su confianza se tambaleaba al reparar en la expresión circunspecta y solemne de los tres hechiceros. Su rostro se endureció con un gesto de tozuda determinación.
—Supongo que no hay más que hablar —dijo con frialdad—. Habéis oído lo que tenía que deciros acerca de… de Raistlin.
—Sí. Todos lo hemos oído. Y sospecho que alguno de nosotros lo ha oído por primera vez —intervino Dunbar, que mantenía los ojos fijos en el suelo. Caramon tosió para aclararse la garganta.
—Será mejor que nos pongamos en marcha —anunció.
Los hechiceros intercambiaron una rápida mirada. Justarius parecía desasosegado. Dunbar, tenso y serio. Pero ni el uno ni el otro dijeron una sola palabra.
—No puedes marcharte todavía, Caramon —exclamó el elfo oscuro—. Aún queda mucho que hablar.
—¡Decid pues de una vez lo que tengáis que decir! —Gritó iracundo, mientras se volvía para enfrentarse a los hechiceros.
—Muy bien. Lo haré yo, ya que estos dos sienten escrúpulos de desafiar esa fe tan firme de la que haces gala. —Dalamar lanzó una mirada insultante a sus dos colegas—. Quizás hayan olvidado el grave peligro que nos amenazó hace veinticinco años. ¡Pero yo no! —Su mano se crispó sobre la túnica rasgada—. ¡No puedo olvidarlo! Una visión, por muy conmovedora que resulte, no es suficiente para que deseche mis temores. —Sus labios se curvaron con una mueca despectiva—. Siéntate, Caramon. Siéntate y escucha la verdad que a estos dos les asusta hasta tal punto que les impide hablar.
—No es que me asuste hablar de ello, Dalamar. —En la voz de Justarius había un tono de censura—. Reflexionaba sobre lo que nos ha contado Caramon, y en la incidencia que podría tener sobre el asunto.
El elfo oscuro resopló con desdén, pero, ante la mirada severa de su superior, regresó a su asiento y se envolvió en la túnica. Caramon continuaba de pie, con el entrecejo fruncido, mirando alternativamente a los tres hechiceros. Tras él se escuchaba el ruido de las armaduras de sus hijos mayores, que se movían inquietos. Este sitio los ponía nerviosos, como le ocurría a él. Ansiaba darse media vuelta y marcharse para nunca más volver a esta Torre que había sido escenario de tanto dolor y tanto sufrimiento.
¡Y por los dioses que lo haría! ¡Que intentaran detenerlo!
Caramon se llevó la mano a la espada y retrocedió un paso, a la vez que buscaba la mirada de sus hijos. Los dos mayores hicieron un movimiento hacia la salida. Pero Palin permaneció inmóvil, con una expresión grave y pensativa que su padre no supo descifrar. A Caramon le pareció oír la voz susurrante de Raistlin: «Vete si quieres, querido hermano. Piérdete en el bosque mágico de Wayreth, lo que sin duda te ocurrirá al no ir conmigo. Yo me quedo…».
No. No quería escuchar aquellas mismas palabras en boca de su hijo. Turbado, con el corazón oprimido, Caramon se dejó caer con pesadez en el sillón.
—Decid de una vez lo que tengáis que decir —repitió con voz cansada.
—Hace casi treinta años, Raistlin Majere llegó a esta Torre para someterse a la Prueba —comenzó Justarius—. En su transcurso entró en contacto con él…
—Eso ya lo sabemos —interrumpió Caramon.
—Algunos de nosotros lo sabemos. Otros no —replicó el archimago mirando a Palin—. O, al menos, no conocen toda la historia. La Prueba fue difícil para Raistlin. Lo es para todos.
Dalamar no respondió, pero su semblante, por lo habitual pálido, se demudó, y los ojos, por lo general brillantes, se enturbiaron. Todo rastro de alegría había desaparecido del rostro de Dunbar. La mirada del Mago del Mar se posó en Palin, e hizo un movimiento de cabeza apenas perceptible.
—Sí —prosiguió Justarius, mientras se frotaba la pierna lisiada con gesto abstraído, como si le doliese—. La Prueba es dura. Pero no imposible. Par-Salian y los otros portavoces no habríamos consentido en que Raistlin lo intentara a una edad tan temprana si no hubiéramos opinado que tenía posibilidades de triunfar. ¡Y lo hubiera hecho! ¡Sí, Caramon! Ni en mi mente, ni en la de ninguno de los que estuvieron presentes aquel día, cabía la menor duda. Tu gemelo poseía la fuerza y la habilidad necesarias para haber triunfado por sí mismo. Mas prefirió el camino fácil, y aceptó la ayuda de un perverso hechicero, el mejor de cuantos han existido en la Orden: Fistandantilus.
Sobrevino un tenso silencio.
—Fistandantilus —continuó Justarius, con los ojos puestos en Palin—, tras perder el control en un hechizo, murió en el Monte de la Calavera. Sin embargo, era lo bastante poderoso para desafiar a la propia muerte, y su espíritu sobrevivió en otro plano, a la espera de hallar un cuerpo en el que reencarnarse. Y lo encontró. Encontró a Raistlin.
Caramon guardaba silencio, con la mirada prendida en Justarius. Tenía el rostro congestionado, y los músculos de las mandíbulas tirantes. Sintió que una mano se posaba en su hombro y, al alzar la vista, se encontró con Palin, que se había acercado a su lado. El joven se agachó.
—Vayámonos, padre —le susurró al oído—. Lo siento. Estaba equivocado al insistir que viniéramos. No tenemos por qué seguir escuchando…
Justarius respiró hondo.
—Sí, joven mago. Me temo que tendrás que escucharme. Debes saber la verdad.
—Sabemos la verdad —dijo el hombretón con voz ronca—. El malvado hechicero se apoderó del alma de mi hermano. ¡Y fuisteis vosotros, magos, los responsables de que ocurriera!
—¡No, Caramon! —Justarius apretó los puños y frunció el entrecejo de manera que las grises cejas se unieron sobre el puente de la nariz—. Raistlin hizo la deliberada elección de dar la espalda a la luz y abrazar las tinieblas. Fistandantilus le otorgó poder para superar la Prueba, y, a cambio, Raistlin le dio parte de su fuerza vital para que ese espíritu corrupto sobreviviera. Eso fue lo que le destrozó el cuerpo, no los retos a los que se enfrentó en la Prueba. ¡El propio Raistlin lo decía, Caramon! «Éste es el precio que he pagado por mi magia». ¿Cuántas veces lo oíste pronunciar esas palabras?
—¡Ya está bien! —Gritó Caramon incorporándose de un salto—. El culpable fue Par-Salian. Mi gemelo cometió toda clase de atrocidades, pero fuisteis vosotros quienes lo pusisteis en el camino que lo llevó a realizarlas.
Caramon hizo un gesto conminatorio a sus hijos, dio media vuelta y se dirigió hacia donde suponía que estaba la salida de aquel lugar tan extraño.
—¡No! —Justarius se incorporó tambaleante, incapaz de sostener el peso de la pierna tullida. Por el contrario, su voz sonó firme, atronadora—. ¡Escucha y haz un esfuerzo por comprender, Caramon Majere! ¡Hazlo, o lo lamentarás!
—No lo entiendo —se obstinó el hombretón, si bien se había detenido como si vacilara.
Dalamar se adelantó en la silla. Semejaba una serpiente presta a atacar.
—¡Oh, sí! ¡Ya lo creo que lo entiendes! —Su voz adoptó un tono suave y letal—. Lo entiendes perfectamente. No nos pidas que te demos detalles, porque sería imposible. Pero, por ciertos indicios revelados en contactos con planos del más allá, tenemos razones para creer que Raistlin sigue vivo…, de manera parecida a como lo estuvo Fistandantilus. Busca el modo de volver a este mundo, y necesita un cuerpo en el que reencarnarse. Y tú, su muy amado e irreflexivo hermano, se lo has proporcionado. Un cuerpo joven, fuerte, y dotado en el arte…
Las siguientes palabras del elfo oscuro se clavaron en el alma de Caramon como colmillos envenenados.