El Último Hogar

Nick O’Donahue

—Una taberna es alabada o denostada por su cerveza. Y la cerveza es alabada o denostada por el agua y el lúpulo que contiene.

La frase, enunciada tan pomposamente, la había pronunciado Otik.

El posadero soltó la carretilla y observó satisfecho que la rueda, forrada con trapos en un alarde de prudencia, no había estropeado el lustre del suelo, conseguido a fuerza de mucho trabajo y cariño.

Tika salió de la cocina tambaleándose, y vació uno de los baldes que traía en el tonel de mezcla que Otik había abierto dando un fuerte tirón a la tapa.

—Lo sé, lo sé —rezongó la muchacha—. Y por eso tengo que traer agua fresca del manantial y subirla hasta aquí, cubo a cubo, en lugar de utilizar el agua de lluvia recogida en la cisterna, que está a mano.

Para demostrar sus esfuerzos, enseñó al posadero las rozaduras producidas por la cuerda en las palmas de las manos. Tika tenía sólo quince años, y carecía de la paciencia que se requiere para fabricar cerveza.

—Más vale que sea a cubos que no a barriles —sentenció Otik, a la vez que daba unas palmadas en la panza del tonel.

El hombre reanudó su disertación mientras fregaba hasta el último rincón del recipiente, asegurándose de que no quedaba la más mínima mancha o rastro de suciedad.

—El anterior tabernero consideraba muy trabajoso tener que limpiar el tonel de la calderada cada vez que había que utilizarlo, y se limitaba a mezclar el lúpulo, la malta y el azúcar con el mosto de la cerveza, dentro de cada barril. Los destapaba y los rellenaba sin limpiarlos siquiera.

—Sé que no debemos hacer tal cosa —replicó Tika—. Pero, al menos, podríamos ahorrarnos el trabajo de subir el agua hasta aquí.

—He probado distintos métodos, muchacha. Mi primera calderada en este mismo tonel la fabriqué abajo, al pie del árbol.

—¿Y por qué no seguimos haciéndolo así? —Preguntó, adoptando una expresión pensativa—. De ese modo, sólo tendríamos que llevar rodando los barriles hasta la trampilla de la cocina y dejarlos caer. Atados con cuerdas, claro, para que no se estrellaran contra el suelo. No habría que subir el agua, sólo llevarla al pie del árbol.

Con un gesto maquinal, la muchacha palmeó el tronco vivo del vallenwood sobre el que se asentaba la posada. Los habitantes de Solace eran las gentes más conscientes del crecimiento de los árboles de todo Krynn.

—Cuando la cerveza hubiera madurado y estuviera lista —prosiguió Tika con su razonamiento—, llenaríamos los barriles y… ¡Oh!

Enmudeció de repente, abrió los ojos de par en par, y se llevó la mano a la boca.

Otik, satisfecho de que hubiera llegado por sí misma al fondo del problema, asintió.

—Exacto. Como te decía, hice la calderada abajo, a nivel del suelo, y luego me encontré con que no disponía de otros medios para subirla los quince metros que me separaban de la posada salvo acarrear por las escaleras cincuenta pesados barriles. Claro que también cabía la posibilidad de bajar la rampa a la carrera cientos de veces con jarras vacías e ir rellenándolos poco a poco en la taberna.

En un acto reflejo, el posadero se frotó la espalda antes de proseguir.

—Aseguré los barriles con cuerdas y los icé uno por uno. El resultado fue que la mezcla necesitó un mes más para que se asentara la fermentación. Y yo tuve que pasarme tres días en la cama hasta que se me quitaron las agujetas.

Tika estalló en alegres carcajadas.

—¡Pobre Otik! Ojalá hubiera estado aquí para verlo. Nunca ocurre nada emocionante cuando hacemos cerveza.

—Vergüenza debería darte decir tal cosa, muchacha —dijo con tono festivo el posadero—. La producción de otoño siempre es algo emocionante. Hoy llegará un cargamento de lúpulo procedente de las llanuras de Abanasinia. Soy el único tabernero que trae desde tan lejos esa preciada y sabrosa planta.

—Es que eres el único posadero de Solace —observó Tika, aunque se apresuró a añadir—: Pero serías el mejor aunque los hubiera a miles.

El posadero se hinchó de satisfacción y se palmeó el rotundo vientre.

—Vamos, vamos. No es para tanto. Me limito a realizar mi trabajo con cariño, y la posada me lo devuelve con creces. Y ahora, muchacha, ve a buscar más agua.

Como respuesta a su petición, llegó desde la cocina una llamada.

—¿Oyes? —Apuntó Otik—. El cocinero ha subido una carga por ti. Estarás contenta ¿no?

—¡Oh, desde luego! ¡Estoy loca de alegría! Da las gracias a Riga de mi parte —respondió con sorna la muchacha.

El posadero la contempló mientras salía de la sala. Luego suspiró y, para evitar pensar en el largo día de duro trabajo que le esperaba, inició los preparativos necesarios como si ejecutase un ritual. Primero limpió a conciencia un cazo y lo arrimó a la lumbre para que se secara. Mientras se enfriaba, prendió una mecha de sebo que colocó en otro cazo, cuidando de que estuviera bien en el centro para que no goteara fuera, y después lo introdujo en el tonel. Revisó los costados en busca de alguna brecha o juntura abierta. Que la cerveza rezumara no era un problema, pero sí que el aire se colara en la mezcla.

Repitió la misma operación con cada uno de los barriles en los que echaría el mosto ya caldeado.

Por último dejó a un lado la vela y llenó el primer cazo, ya seco y frío, con el agua traída del manantial. Dio un sorbo. Acto seguido bebió un largo trago.

—¡Aaah! —Exclamó satisfecho.

Quince metros más abajo, próximo a la base del vallenwood que sostenía y daba forma a la estructura de El Último Hogar, el manantial brotaba a borbotones a través de la piedra caliza.

Se decía que el estrato rocoso alcanzaba tal profundidad que, por mucho que un hombre excavara, nunca llegaría al final. Y el manantial se filtraba a través de toda aquella mole.

Otik apenas había viajado, pero en el fondo de su corazón sabía que no existía en el mundo un agua más pura y más dulce que la que brotaba de este manantial. Resultaba difícil encontrar un lúpulo y una malta que igualaran su calidad.

Tika regresó cargada con los baldes.

—Otik, nunca te he preguntado por qué pusiste ese nombre a la posada —dijo.

—No fui yo, niña. La posada El Último Hogar se lo puso…

—¿Pero por qué tiene ese nombre? —insistió, sin dejarle terminar la frase.

—¿No te lo he contado? —Preguntó él a su vez, con sorpresa. Luego, recorriendo con la mirada cada marca, cada muesca suavizada por el paso del tiempo en la madera oscurecida del vallenwood, explicó—: Los habitantes de Solace construyeron sus casas en lo alto de los árboles porque no tenían otro sitio adonde ir. El Cataclismo no les había dejado otra opción. Merodeadores hambrientos, gentes enloquecidas que habían perdido sus hogares, arrasaban pueblos y saqueaban cuanto caía en sus manos. Los vecinos de Solace comprendieron que, si no presentaban una buena resistencia, estos árboles serían los últimos hogares que habitarían. Pero sobrevivieron. Y, con el tiempo, las cosas volvieron a sus cauces normales. Podrían haberse trasladado de nuevo al suelo, pero… Ven, sígueme.

El posadero cogió la carretilla y echó a andar. Al llegar a la despensa se detuvo.

—El hombre que construyó esta posada fue Krale el Fuerte. Se dice que era capaz de sujetar un barril de cerveza bajo un brazo y trepar por el árbol con la única ayuda de su otra mano. Tal y como estaba la situación, Krale sabía que cabía la posibilidad de que la posada fuera destruida en menos de un año. —Otik dio unos golpes suaves con el pie en el suelo de piedra de la despensa—. Has estado aquí dentro miles de veces, muchacha. ¿Nunca te has parado a pensar un momento en este suelo?

Tika se encogió de hombros.

—¡Bah! No es más que piedra… —comenzó. Entonces cayó en la cuenta—. ¿Un suelo de piedra? Creí que la chimenea era…

—Era la única construcción de piedra en toda la posada —acabó la frase Otik—. Y así es. Esto no es una construcción. Es un bloque entero, una sola pieza que se colocó aquí para conservar fresca la cerveza a quince metros sobre el suelo.

»Krale fabricó un arnés de cuerdas con el que la izó a pulso. Después excavó el cuarto en la madera viva del tronco, y colocó la piedra como suelo. Éste iba a ser el último hogar de su gente, y lo construyó a conciencia, para que durara siglos.

Como para corroborar sus palabras, Otik propinó un fuerte taconazo en el piso. Los ángulos de los bordes estaban redondeados a causa de las paredes de madera viva, que habían crecido rebasando la piedra a razón de unos milímetros cada año.

—Una vez pasado el peligro —continuó el posadero—, los vecinos de Solace habrían podido reanudar la vida a nivel del suelo, pero no lo hicieron. Éstas eran sus casas, las definitivas. Para entonces, ningún otro lugar en el mundo sería un hogar para ellos. Ni para mí tampoco. —Algo turbado por su discurso, Otik carraspeó—. Bueno, jovencita, ve a traer más agua.

Mientras trabajaban, Tika empezó a canturrear en voz baja. Tenía una voz suave y dulce, y Otik se alegró cuando, por último, empezó a cantar.

La tonada era una balada de las colinas, melódica y melancólica. La muchacha, llevada por el entusiasmo, la entonó con gran tristeza. A la segunda estrofa había soltado la bayeta y tenía los ojos cerrados. Estaba tan entusiasmada que incluso se había olvidado de Otik. Él la escuchó en silencio, sabedor de que cesaría de cantar, avergonzada, si se percataba de su presencia.

En los últimos tiempos, la chica se había vuelto arisca y tímida en el trato con los hombres; una actitud poco favorable para una camarera, pero que era la normal para su edad.

El posadero no le daba importancia, pues sabía que esa timidez no tardaría mucho en desaparecer. Escuchó atento la canción.

A mi puerta crece un árbol;

cada año lo veo tornar de color,

extender sus ramas, echar nuevos tallos.

Me pregunto si, al llegar al próximo otoño,

seguiré aquí sola, a su lado,

mientras cambia sus verdes en oro.

Cuando estaba aquí mi amado,

los pájaros alzaban sus trinos al cielo,

que, como nuestras ilusiones, se remontaban muy alto.

Mi amor se marchó a la guerra, lejos,

y ellos siguen con sus cantos,

que son para mí tristes ecos.

Mis mejores amigas se casarán,

se despedirán de mí con lágrimas y besos.

Tendrán esposos con quienes hablar,

hijos a los que arrullar quedo,

y yo pasaré otro año más, aguardando su regreso.

Cantan felices noche y día,

porque les espera un futuro bello.

A mí me complace su alegría…

Miro a los pájaros, y ellos

dulces trinos me dedican,

que son para mí tristes ecos.

A Otik le gustó mucho la tonada, que le resultaba familiar. Mientras observaba a Tika cantar con los ojos cerrados y siguiendo con los brazos la cadencia de la melodía, una idea repentina, algo dolorosa, cruzó su mente.

«Está ya casi en edad de tener su propia casa».

La muchacha vivía con él hacía tiempo. Ates de que llegara Tika, había vivido solo y feliz durante muchos años, pero ahora le resultaría muy penosa la soledad. Al terminar la canción se volvió hacia la joven.

—Hermosa balada —dijo—. ¿Cómo se llama?

—¿Qué? —Tika se ruborizó—. ¡Ah, la canción! Se titula «Balada de la espera de Elen». La oí anoche por primera vez.

—Sí, ahora lo recuerdo.

El intérprete había sido un joven de unos veintitrés años, y la mayoría de su auditorio fueron quinceañeras. El muchacho tenía un bonito pelo oscuro y rizado, y los ojos de un azul profundo. Cuando inició la segunda tonada, la mitad de las chicas de Solace lo rodeaban.

—¿No era un atractivo joven quien la interpretó? —Preguntó Otik con malicia.

—Te burlas de mí. Nunca me tomas en serio.

Tika frunció el entrecejo, y siguió enfurruñada aunque Otik negó con la cabeza y sonrió.

—Claro que te tomo en serio, niña. Ese joven que cantaba…

—Rian —interrumpió ella. Su tono se dulcificó y desapareció el gesto de enfado—. Y no es tan joven como te figuras. ¿No reparaste en que tenía canas?

—¡No me digas! ¿Siete?

Ella, sin percatarse de la chanza, asintió con un enérgico cabeceo que hizo brincar sus rizos pelirrojos.

—Sí, siete. Cuando acabó su actuación, permitió que tres de nosotras las contáramos, y todas llegamos a la misma cifra.

—¡Qué amable por su parte!

—Bueno, creo que a él le gustó que lo hiciéramos —dijo Tika con inocencia. Luego arqueó una ceja y añadió—: Sobre todo cuando se las contó Loriel.

—¿Cuál de ellas era Loriel? —Preguntó algo confuso el posadero.

El grupo de jovencitas asistentes había sido muy numeroso y, para regocijo de Otik, tras la actuación de Rian las muchachas se habían dedicado a recorrer la taberna de un lado a otro, con la cabeza muy erguida, como si anduvieran perdidas en los más nobles pensamientos. Un joven de la localidad, pelirrojo y larguirucho, de ojos saltones, se había sentado en un rincón sin dejar de recitar letras de canciones; sus amigos rebulleron inquietos, como si temieran que se pusiera a cantar en cualquier momento.

A la pregunta de Otik, Tika reaccionó restregando el barril con tanta energía que lo hizo tambalear. El posadero lo sujetó mientras ella respondía con aparente indiferencia:

—¿Loriel? Ya sabes, la de la nariz respingona que tiene un montón de pecas. La que enseña los dientes cuando se ríe… lástima que los tenga tan torcidos… y que presume por ese montón de pelo color de la paja.

—¡Ah! Es ésa que tiene una preciosa melena rubia…

Otik recordó que la chica en cuestión frecuentaba mucho la posada en los últimos tiempos. En opinión del posadero, se reía demasiado, pero a los chicos de su edad parecía gustarles que lo hiciera. También tenía por costumbre alejarse de la gente dándose la vuelta de manera que la melena ondeara en el aire para después caer sobre su espalda como si acabara de peinarla. El posadero había sorprendido a Tika en dos ocasiones practicando aquel mismo gesto.

—¿De verdad crees que es guapa? —Preguntó la muchacha fingiendo sorpresa—. ¡Qué bueno eres! Pobrecilla. Le alegrará saberlo.

Los restregones al barril eran más enérgicos a cada momento que pasaba. De repente, Tika se llevó las manos a los ojos y el agua sucia se los embadurnó.

—¡Ay, Otik! —Gimió—. ¡A él le gusta ella y yo no!

—Vamos, vamos.

El posadero intentó consolarla y la rodeó con su brazo mientras pensaba, y no por primera vez, que, de haber tenido esposa, ahora la pobre criatura contaría con alguien más sensible que sabría cómo ayudarla.

—Vamos, niña. No creo que ese muchacho sea el amor de tu vida. Es sólo un chico con una buena voz, atractivo y mayor que tú. ¿Cómo es posible que te guste alguien así? —Su comentario consiguió arrancar una sonrisa a la muchacha, que se secó las lágrimas con el antebrazo.

—Tienes razón, pero Loriel… Pensaba que era mi amiga y… ¿Qué habrá visto en ella?

—Eh… —Otik creía saberlo—. Bueno, ella es mayor que tú, ¿no?

—Muy poco. Sólo un año —contestó entre hipidos.

—No empieces a llorar otra vez. ¡Acabarás por salar la cerveza! —dijo el posadero para hacerla reír, y casi lo consiguió—. Has de ser paciente, como la mujer de la canción. ¿Cómo era la historia?

—Era un hombre que se despide de su amada con un beso y se marcha para no volver. Pero ella no lo sabe, y espera su regreso hasta que se hace vieja y muere.

—Y los pájaros le cantan ¿no?

—Sí, pero sus trinos son muy tristes. —Tika suspiró—. Otik, ¿me ocurrirá a mí lo mismo? ¿Crees que acabaré así, sin nadie a quien amar y con quien vivir, durmiendo sola, y cocinando sólo para mí?

El posadero se quedó largo rato contemplándose en el espejo que había tras el mostrador. Después se volvió hacia la muchacha.

—A veces ocurre, pero no creo que sea tu caso. Y ahora, mi preciosa chiquilla, ve a buscar el último barril y tráemelo.

Mientras ella se alejaba, Otik empezó a restregar el tonel con movimientos enérgicos. Más enérgicos de lo que, quizás, era necesario.

Aunque ya había caído la tarde, no se olía el típico aroma de las patatas picantes, ni se escuchaban gritos pidiendo cerveza.

Otik había colocado una jarra boca abajo sobre el poste, al pie de la rampa. Con esa señal, todos, incluso los que no supieran leer, se ahorrarían una escalada innecesaria hasta la posada. Siempre cerraba la taberna cuando preparaba una calderada y no volvía a abrir hasta que la nueva cerveza estaba lista.

El tonel se encontraba frente al mostrador, limpio y lleno de agua del manantial, a la espera del jarabe de malta. Otik tenía el extracto preparado y templado. La levadura, último componente de la mezcla, estaba en una escudilla sobre el mostrador.

Pero el lúpulo aún no había llegado, y Otik empezaba a sentirse tan impaciente como la propia Tika, cuando se escucharon unos pasos lentos y pesados que subían la rampa…

—¡Tika, ven! —Llamó.

La chica salió de la cocina mientras se secaba las manos en el delantal.

—¿Oyes eso, muchacha? Alguien acarrea un bulto pesado. Por fin ha llegado nuestro cargamento de lúpulo.

Ladeó la cabeza y escuchó con atención. La experiencia de los años le hizo comentar:

—No es tan pesado como esperaba. ¿Acaso Kerwin no trae la carga completa?

La puerta de la posada se abrió de golpe, y un saco de arpillera entró en la sala dando tumbos, como si anduviera solo, y fue a parar de un salto junto al tonel.

Un kender, aún doblado por el peso del saco, los miró con unos ojos escrutadores enmarcados por arqueadas cejas.

—Moonwick —dijo Otik, sin el menor asomo de entusiasmo en la voz.

Entre los habitantes de Krynn, los pequeños y traviesos kenders eran conocidos por su afición a gastar bromas pesadas y por su absoluta falta de respeto hacia la propiedad ajena. Moonwick, además, tenía una fama que sobrepasaba con creces a la de los restantes miembros de su raza.

Se comentaba, incluso entre los viajeros más serios, que en cierta ocasión, estando Moonwick en el lago Crystalmir, los componentes de una tripulación con los que había celebrado una fiesta despertaron sobre la cubierta del bote y se encontraron con que su embarcación estaba colgada entre dos árboles, a nueve metros del suelo. En las ramas más altas quedaban marcas de poleas. Unas poleas que, por desgracia, habían desaparecido. Costó dos días de trabajo bajar la embarcación al suelo entre ocho hombres.

Corrían muchos más rumores, historias que, seguramente, habían sido difundidas por el propio kender, sobre cómo había robado en distintas ocasiones la cola de a un gato, la melena rubia a una joven, y, la noche que se produjo un extraño eclipse, la luz de la propia luna… De ahí su nombre, Moonwick, es decir, Pabilo de Luna.

Otik, sin embargo, era de los que apoyaban la teoría más popular de que el nombre del kender se debía a una tergiversación favorecedora de su nombre real, Moonwick, o, lo que es lo mismo, magín Lunático. El kender sonrió al posadero.

—Aquí tienes tu carga de lúpulo. Sólo los dioses saben las veces que he rezado para que le crecieran alas al saco y viniera por sus propios medios. A ver, ¿dónde está mi recompensa? —Su sonrisa se ensanchó—. Me conformo con un poco de oro…

Otik no le devolvió la sonrisa.

—Era Kerwin quien debía traer mi carga. ¿Qué le ha pasado? —Moonwick adoptó una actitud seria.

—Le pagaste por adelantado. Con dinero fresco en el bolsillo, se le despertaron ganas de jugar. Le dije que podíamos apostar cualquier cosa: botones, guijarros, objetos que lleváramos en los bolsillos… Pero no me hizo caso e insistió en que fuera dinero, argumentó que tenía la corazonada de que estaba de suerte.

El posadero estrechó los ojos.

—¿Y jugó contigo por dinero? ¡Qué la Diosa Fortuna se apiade de sus lunáticos huérfanos! ¿Qué pasó?

—Perdió —comentó el kender con gesto compungido.

—¡Quién lo hubiera imaginado! —El timbre de Otik era irónico, pero, cuando Moonwick inició una protesta, el posadero lo cortó con brusquedad—. ¡Olvídalo! No tiene importancia. Lo que me interesa es por qué has traído tú el lúpulo.

La expresión del kender se tornó agraviada e iracunda.

—Kerwin me dijo que, ya que la paga había pasado a mí poder, también me correspondía el trabajo. Le respondí que era una estupidez, y discutimos. Luego, me propuso jugarnos quién de los dos hacía el viaje.

—Y, por supuesto, aceptaste, ya que eres incapaz de rechazar una apuesta. Sigue.

El posadero imaginaba lo que venía a continuación, pero no acababa de creerlo.

—Ganó él —farfulló el kender—. No alcanzo a comprender cómo ocurrió. Tuvo que hacer trampa.

—Sin lugar a dudas. En cualquier caso, tú ya has cobrado por el trabajo. No obstante, como pago por todas las molestias, te invitaré a una cerveza. Y a comer, si te apetece.

Mientras hacía el ofrecimiento, Otik se arrodilló junto al saco, lo abrió, y hundió las manos en el montón de lúpulo.

El kender manoseó con gestos inquietos su jupak, que llevaba sujeta al cinturón. Daba la impresión de que la vara, que era a la vez la mejor arma y el principal instrumento musical de los kenders, le estuviera estorbando.

—Bueno, verás… Ya tomé algo por el camino. Compartí la comida con un… Bueno, con otro viajero.

Otik, a quien la experiencia de tantos años al frente de una posada le había agudizado el instinto, captó el tono evasivo en la voz del kender.

—¿Qué tipo de viajero? —Preguntó.

Moonwick se encogió de hombros.

—Un humano —fue la escueta respuesta. Tuvo que agarrar otra vez la jupak, que no dejaba de inclinarse hacia un lado—. Este trasto no mantiene el equilibrio como es debido.

De repente, el posadero cayó en la cuenta de por qué el kender se mostraba tan reacio a hablar de su compañero de viaje.

—Quizá se deba al peso del saquillo que cuelga de su punta —comentó con sorna.

—¿Saquillo? ¿Qué saquillo? —Preguntó Moonwick mientras daba media vuelta—. No veo ninguno.

La vara, naturalmente, había girado al mismo tiempo que él.

—Sobre tu hombro —indicó Otik—. ¡No, ése no! El otro. El cordón de cierre está enrollado al extremo de la honda.

El posadero suspiró resignado al ver al kender que escudriñaba acá y allá, con la aparente incredulidad de quien jamás espera encontrar en su poder la propiedad de otra persona.

—¡Caray! ¡Fíjate! Es un saquillo, como dijiste. ¿Quién lo hubiera imaginado?

—Sí, parece increíble —dijo Otik con sarcasmo.

—Y, sin embargo, —continuó el kender—, creo saber cómo ha llegado a parar ahí. ¿Sabes cómo se maneja una jupak?

—Tengo una vaga idea, sí.

Es conocido que los kenders son capaces de mover estos artilugios tanto para combatir como para crear sonidos, con una rapidez que el ojo apenas puede captar. Otik había presenciado en cierta ocasión cómo un espadachín borracho perdía una pelea con un kender aparentemente desarmado, ya que el pequeño personaje estaba a más de metro y medio de su jupak cuando empezó la trifulca.

Moonwick se dispuso a exponer su teoría de lo ocurrido.

—Verás, estaba cantando e hice girar la jupak para alcanzar una nota más aguda. Por cierto, en un día seco y algo ventoso, logro sacar dos notas al mismo tiempo. En fin, como iba diciendo, torcí un poco la muñeca mientras la giraba, y, al inclinarse, debió de enganchar el cordón del saquillo.

—Claro, claro. Así debió de suceder… —se mofó Otik.

—Te haré una demostración.

Moonwick empezó a dar vueltas a la vara sobre su cabeza; la jupak, al parecer de manera accidental, pasó rozando el mostrador y llegó hasta la pared.

—Como comprobarás —siguió el kender—, resulta difícil ver hasta dónde llega la punta cuando la estás rotando.

—Sí, ya me doy cuenta —repuso el posadero, a la vez que cogía al vuelo una jarra que se había enganchado al extremo de la vara como por arte de magia—. A veces ocurre de manera accidental —comentó, irónico.

—En efecto —Moonwick adoptó una expresión inocente—. Porque nunca, jamás, se me ocurriría quitarle a alguien su bolsa.

—Desde luego que no.

—En especial, a un tipo tan amable e inteligente como era ése. —El kender se apoyó en la jupak—. Compartimos nuestras provisiones para hacer más variada la comida. Y me relató un montón de historias fabulosas.

»Al parecer ha buceado hasta el fondo del lago Crystalmir para coger peces roca. Y también ha recolectado plantas al mismo borde del Bosque Oscuro. En cierta ocasión, trepó por un árbol muerto en una noche de luna llena con el propósito (¡vaya que tiene gracia!) de hablar con el espíritu de su abuela, quien jamás lo había respetado cuando vivía.

»Me dijo que se llamaba Ralf, y que iba a visitar a su madre. —El kender mostró una actitud pensativa—. A ella deben de gustarle las joyas, porque Ralf llevaba un montón de pequeños regalos. Sin embargo, cuando se refería a ella, cambiaba de nombre cada dos por tres. Por ejemplo, dijo que en este saquillo había unos polvos para abrir el apetito a Gwendol. Luego la llamó Genna. Y más tarde Gerria.

—¿Polvos? —Interrumpió Otik—. ¿No sería un mago?

—¡Oh, no! Era un simple buhonero que vendía amuletos, pociones, bebedizos… Nada serio. —El kender cogió el saquillo y se lo tendió al posadero—. Es posible que el pobre hombre se presente aquí cualquier día de estos y pregunte por su bolsa. Si no te importa…

—No. —Se negó en rotundo Otik.

—No la tendrías por mucho tiempo. ¿No creerás que…?

—He dicho que no.

—¿Qué mal hay en que…?

—No tengo ni idea de si hay o no algún mal en ello —interrumpió el posadero con firmeza—. Y no pienso averiguarlo. No quiero tener nada que ver con cosas mágicas.

El kender le dedicó una mirada conmiserativa.

—Con esa actitud, te perderás un montón de emociones —dijo.

—Hace tiempo me juré a mí mismo que renunciaría a darle cualquier emoción a mi vida —replicó Otik.

—De acuerdo. —Moonwick cogió una jarra—. Tal vez me quede a pasar la noche —comentó con un deje esperanzado.

—Ni hablar. Aún estoy reponiendo los tenedores que desaparecieron tras tu última visita.

—¿No pensarás que fui yo? —Preguntó enojado el kender—. ¡Eh! ¿Qué se ha oído en la cocina? ¿Un grito?

En efecto, era un grito. Y lo siguió un estruendo, como si al cocinero se le hubieran caído encima todos los cacharros. Otik lanzó un gruñido de fastidio.

—Otra vez se han caído los estantes de la despensa —dijo, a la vez que corría hacia la cocina.

Acababa de salir de la taberna, cuando la espita del barril que había en el mostrador dijo con voz chirriante:

—Sírvete otra.

—Sí, lo haré —aceptó alegre el kender—. Y gracias por la invitación.

Mientras bebía, y sólo por seguir practicando, hizo que el grito de un cocinero enterrado bajo cacharros saliera de uno de los fardos que colgaban de su hombro.

Después cogió su jupak y la giró de modo que el saquillo enganchado en la horquilla se balanceó a uno y otro lado. Cuando los nudos del cordón se soltaron, cogió la bolsa al vuelo con gran destreza y la olisqueó.

—¡Qué aroma más raro!

La abrió y la inclinó hacia un lado mientras la sacudía con suavidad. Un pellizco de polvillo, semejante a la canela, cayó al suelo. Moonwick torció el gesto.

—Es para un hechizo, no cabe duda —opinó—. Tiene un olor desagradable, demasiado… dulzón, y picante. Ni siquiera lleva etiqueta. Podría servir para cualquier cosa. ¿Cómo espera Ralf que quien se encuentre su saquillo por casualidad sepa qué hacer con él? —Suspiró—. Para abrir el apetito ¿eh? ¡Bah! No puede fiarse uno de los magos. —Moonwick hizo saltar el saquillo sobre la palma de su mano—. Aun así, la bolsa es bonita.

El kender se asomó tras el mostrador en busca de un sitio donde vaciar los polvos, y vio el tonel de la mezcla, medio destapado. Esbozó una sonrisa traviesa, levantó del todo la tapa, y sacudió dentro el contenido de la bolsa.

Al poco regresaba Otik. El posadero echó una rápida ojeada por la sala, pero no echó nada en falta. Miró con fijeza a Moonwick, que le sonrió con expresión inocente.

—¿Qué ocurría? —preguntó el kender.

—Nada. No sé de dónde vino ese grito, pero no procedía de la cocina.

—Buena cerveza —dijo Moonwick, con intención de llamar la atención del posadero y que dejara de pensar en el misterioso grito.

—Es mi propia receta —respondió ufano Otik—. Y gracias a tu colaboración, la calidad de la nueva calderada será aún mejor.

El kender se atragantó. Otik se inclinó para darle unas palmadas en la espalda. Entonces se fijó en una bolsa vacía que estaba caída en el suelo.

—¿Qué es esto? —murmuró, mientras la recogía.

—Es mía. —El kender se la arrebató de las manos con un gesto fulgurante—. Espero llenarla algún día.

—No será en mi posada —comentó Otik. Al ver que el kender se levantaba para marcharse, añadió—. Gracias, Moonwick. Deja la puerta abierta al salir. Así se ventilará el olor de la mezcla. Si quieres saborear lo que has transportado, regresa la próxima luna.

—Será mejor que me ponga en marcha —se disculpó el kender. En el fondo, no era una excusa. Ralf aparecería más pronto o más tarde buscándolo—. Espero que me sea posible regresar para probar esa nueva cerveza.

Se despidieron con un apretón de manos, tras el cual el posadero comprobó si su anillo continuaba en el dedo.

Escuchó el tranquilizador ruido de las pisadas del kender que bajaba por la rampa. Suspiró satisfecho y dijo para sus adentros: «ahí va una fuente de problemas y, por fortuna, no ha ocurrido ninguna desgracia. Ahora, a calderar la mezcla».

Se dirigió a la parte trasera de la taberna, en busca de Tika.

Al poco de haberse ausentado de la sala, dos golondrinas, una macho y una hembra, entraron volando por la puerta abierta. Empezaron a picotear el fino polvillo aromático que se había derramado en el suelo. Acto seguido, remontaron otra vez el vuelo mientras hacían piruetas, gorjeaban bulliciosas, se daban el pico, y apretaban sus cuerpecillos con frenesí.

Tras echar el lúpulo al caldero, Otik limpió los pulidos cantos refractarios y fregó las tenazas de hierro con las que los manipularía después. La posada empezó a calentarse al encender el fuego y abrir el respiradero para avivar los carbones. Extendió los cantos refractarios sobre una losa rasa y limpia del hogar. Conforme se fueron calentando, los cogió con las tenazas y los introdujo en el mosto.

Al poco, sudaba copiosamente. Con un resoplido, soltó a un lado las tenazas y se enjugó la frente.

Por su propia iniciativa, Tika recogió las herramientas, extrajo del tonel los cantos ahora fríos, y los repuso con los que estaban calientes. Los dejó caer en el mosto con suavidad para evitar que salpicaran.

Otik la observó henchido de orgullo. De haber sido él más joven, no habría tenido que hacer un alto para descansar. Claro que, en tal caso, Tika habría sido demasiado pequeña para que él consintiera en que lo sustituyera en la tarea.

Mientras el tonel empezaba a echar vapor, el posadero pensó por segunda vez: «Ya está casi en edad de tener su propia casa». Sacudió la cabeza para alejar aquella idea, y se esforzó por concentrarse en su trabajo.

Cuando la cocción hubo concluido, Tika y Otik vertieron la cerveza en barriles más pequeños; sólo llenaron las cuatro quintas partes de su capacidad, puesto que el mosto crecía durante la fermentación, y un barril completamente lleno podía reventar. El posadero recordaba todavía aquella ocasión en la que, siendo aún joven, había llenado uno a rebosar y tuvieron que pasar semanas antes de que desapareciera el olor que había impregnado toda la posada cuando el barril estalló.

Cada vez que cerraban un barril, lo llevaban rodando despacio hasta el tronco del vallenwood, y lo colocaban vertical, de manera que le llegaran los rayos de sol, pero siempre alejado de las paredes exteriores.

Durante los primeros siete días, los barriles se mantendrían caldeados, siguiendo el proceso, mientras que la levadura se asentaba.

Una vez transcurrida la semana, los trasladarían con toda clase de cuidados hasta el frío suelo de piedra de la despensa, y los dejarían allí para que la cerveza madurase en la fresca y tranquila penumbra, hasta la siguiente luna llena.

Si para entonces disponían de más barriles —y sobre todo si tenían fuerzas y ganas—, Otik y Tika verterían la cerveza en los recipientes recién fregados para su maduración final. A menudo, el tabernero inventaba cualquier clase de excusa para rehuir ese trabajo extra. Tener que repetir la operación de fregar los barriles y trasvasar la cerveza a medio madurar le parecía una labor excesiva para obtener una bebida agradable.

Por ahora, sin embargo, la parte más dura del proceso de fabricación había concluido, y ambos creyeron percibir un delicioso aroma procedente del mosto.

Tika, que había olvidado o dejado de lado sus problemas; cantó otra estrofa de la «Balada de la espera de Elen».

¿Llegará algún día quien conozca

hacia dónde va el tiempo,

y me guíe de la mano en esa hora?

Sé que me estoy consumiendo

día a día, y el corazón no soporta

la larga ausencia de su dueño.

No digo que él más supiera,

ni que otros hombres sepan menos,

pero sí supo colmar mi alma entera.

Los pájaros miran, escuchan, y luego,

año tras año lo esperan,

cantando sus tristes ecos.

Otik cerró herméticamente otro barril. Lo que cantaba Tika le trajo un vago recuerdo.

—Es muy bonito. —Contempló ensimismado los viejos barriles oscurecidos por el tiempo—. También había canciones así cuando yo era un muchacho.

—¿Cómo ésta? —La chica no salía de su asombro. Era imposible que jamás se hubiese escrito una canción tan profunda y sentida.

—Como ésta, o quizá mejores. Algunas incluso hablaban de los pájaros.

Un estallido de trinos resonó en el exterior y el posadero se asomó curioso sobre la ventana.

—Aunque yo no afirmaría que todos sus cantos sean tristes. Si no estuviéramos en otoño, juraría que las golondrinas se están apareando —comentó.

—Otra vez me tomas el pelo —rezongó la chica.

—Naturalmente. —Otik le dio un rápido y cariñoso abrazo. Luego olisqueó el vaho que desprendía el mosto, y añadió—: Maravilloso, mi avispada jovencita. ¿Querrás ayudarme ahora a terminar de echar la cerveza en los barriles pequeños? —Tika lo hizo. El resto de la soleada tarde transcurrió de un modo placentero y, al llegar la noche, ambos fueron conscientes de que jamás se habían sentido tan unidos como en aquel momento. Más, incluso, que si fueran padre e hija.

La oronda luna llena acababa de salir y brillaba a través de las gruesas ramas del vallenwood cuando Otik sacó rodando de la despensa el primer barril de cerveza nueva. Apenas acababa de anochecer y el posadero estaba más nervioso que un recién desposado.

Había taberneros que reservaban el primer barril y no lo destapaban hasta la segunda o tercera ronda de la noche, pero Otik despreciaba esta forma de proceder. ¿Qué mejor manera de apreciar plenamente el sabor de una cerveza que degustándola a lo largo de toda la velada, sin cambios ni mezclas? Era un riesgo, lo sabía. La reputación de algunas posadas se había resentido durante años a causa de la mala calidad de una calderada, incluso los viajeros que no bebían mucho evitaban hospedarse en ellas al juzgar que el servicio y las camas serían de tan baja calidad como su bebida. Sin embargo, una buena casa debe ofrecer lo mejor que tiene, y Otik siempre había dejado de abrir los nuevos barriles para servir la primera ronda después del ocaso.

Un hombre joven y esbelto, buhonero a juzgar por el aspecto de sus bártulos, apareció en el umbral y se sacudió el polvo de sus ropas.

Otik hizo un silencioso gesto de aprobación, que desapareció de inmediato cuando el mercader, amablemente, sacudió también el polvo a un caballero mientras lo despojaba con gran habilidad de su bolsa.

El posadero carraspeó con fuerza. El buhonero sufrió un ligero sobresalto, se encogió de hombros y devolvió a su sitio la bolsa. El caballero lo palmeó con contundencia en el hombro.

—Os lo agradezco, señor. Cuando seáis un viejo añoso, podréis contar a vuestros maravillados nietos que en cierta ocasión, limpiasteis la armadura de Tumber el Poderoso.

El mercader se frotó el dolorido hombro.

—No os quepa duda de que, si llego a esa edad, recordaré a menudo a su señoría —respondió el mercader con actitud obsequiosa, aunque en su voz se advirtió un deje de cierta sorna.

El caballero sonrió complacido y tomó asiento. El buhonero se dirigió a Otik.

—Le limpiaba una mancha que tenía bajo la bolsa y me olvidé de ponerla de nuevo en su sitio. Gracias por… mmmm… recordármelo.

—Fue un placer. —Otik añadió con énfasis—. Siempre estoy atento para que mis clientes no se olviden de esos pequeños detalles.

—Bien, bien. Aunque dudo que yo tenga otro descuido semejante. —El hombre hablaba mientras sus ojos vigilantes recorrían el establecimiento—. Dígame, señor…

—Otik —dijo el posadero, a la vez que ofrecía la mano como tenía por costumbre.

—Yo soy Reger, más conocido por Reger el Buhonero. —Soltó la mano de Otik, miró la suya con asombro y devolvió al posadero su anillo—. ¡Caramba, fíjese! ¡Ha vuelto a fallarme la memoria! Y eso que estaba usted para recordármelo… —concluyó, esbozando una apacible sonrisa. Otik se echó a reír.

—Muy hábil. Un trabajo rápido y limpio —admitió el posadero—. He captado su mensaje, Reger, y, en lugar de vigilarlo, le pido su colaboración.

—Cuente con ella —respondió el hombre. Por primera vez, se advirtió el cansancio en su rostro—. He tenido un viaje largo y agotador. Sólo quiero comer algo y tomar una buena cerveza.

—Yo mismo le traeré la cena. En cuanto a la cerveza… —Otik rebulló inquieto—. En fin, espero que quede complacido.

—Seguro que sí —asintió Reger con cortesía. Se inclinó hacia adelante para acercarse al posadero—. Doy por sentado que conoce bien a toda esta gente. ¿Sabe si algún vecino se ha quejado últimamente de la mala calidad de los utensilios de cocina, o tiene aparatos que funcionan mal, o se rompen, o les rechinan las juntas?

—No, nadie —respondió desconcertado Otik.

—Bien, qué se le va a hacer. —Reger adoptó una actitud confidencial—. ¿Sabe de algún buen hombre o mujer, quizás usted mismo, que, cansado del engorroso trabajo en la cocina, quisiera hacer su labor más llevadera, o que el mezquino pelar y cortar fuera una tarea más sencilla, y todo ello gracias al asombroso, inédito, eficaz, rápido…? —El hombre rebuscó en su bolsa de viaje.

Otik le interrumpió con cruda franqueza.

—Tengo una herramienta para hacer esa clase de trabajo. Se llama cocinero. El cocinero tiene un dispositivo para pelar y cortar. Se llama cuchillo, y está muy, muy afilado. El cocinero, además, tiene un genio espantoso y una memoria sorprendente. Le aconsejo que no intente vender aquí su mercancía, señor.

—De acuerdo —Reger sacó la mano de la bolsa y empezó a tamborilear con los dedos en el mostrador—. Tal vez sea mejor que me limite a descansar el resto de la jornada. No me vendrá mal un pequeño respiro, después de todo.

—Tampoco a nosotros, señor —dijo Otik con un suspiro.

Tika, que pasaba en ese momento junto a los dos hombres, con la cabeza demasiado gacha debido a su exagerada timidez, dio un tropezón y estuvo en un tris de irse de bruces al suelo. La mano izquierda del buhonero se movió velozmente y asió la bandeja. La sostuvo equilibrada con facilidad mientras que su mano derecha sujetaba a la muchacha por el brazo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—Sí, sí. —Tika se sonrojó—. Se me ha enganchado el pie en… Me he tropezado con… —Balbuceó, y enmudeció consternada al verse el vestido—. ¡Oh, se ha manchado! Debo de tener un aspecto horrible.

—Estás preciosa —dijo él, quitándole la bandeja de las manos—. Demasiado encantadora par que vayas por ahí luciendo esa fea mancha que parece un borrón de pintura. ¡Sería un escándalo!

—Bromea —respondió Tika, que había enrojecido hasta la raíz del cabello.

—Claro que sí —Reger le guiñó un ojo—. Y opino que no lo hago mal del todo. Anda, ve a limpiarte esa mancha. Yo me encargaré de servir la bandeja.

La muchacha miró interrogante a Otik, quien asintió con un leve cabeceo.

—Gracias. —Con los ojos bajos, Tika hizo una breve reverencia, dobló la falda de manera que no se viera el manchón y se alejó precipitadamente.

—Deme la bandeja —pidió Otik.

Reger hizo con la cabeza un rotundo gesto de negación.

Un mechón de cabello se escapó de debajo de la capucha y le dio apariencia de un muchacho obstinado.

—Dije que lo haría yo, y quiero cumplir mi palabra. —Miró a Tika, que se dirigía hacia la cocina, y volvió a sonreír—. Una chiquilla encantadora. Mi hermana tiene más o menos su edad.

—Está bien —accedió Otik—. Lleve la fuente con patatas a la mesa del fondo. Ponga cuatro platos y cuatro cucharas en cada mesa, excepto en la grande del centro. Tendrá lista su cena cuando haya terminado.

—No hay de qué. Es un placer ayudarlos —comentó Reger, empleando de nuevo su tono obsequioso.

Levantó la bandeja sobre el hombro y se abrió camino entre las mesas, sin dejar de canturrear en voz baja. Otik lo observó mientras se alejaba.

En la mesa más cercana, dos hombres, ganaderos a juzgar por sus vestimentas y el aspecto ligeramente bovino que adquieren quienes se dedican durante años a tales menesteres, se abalanzaron sobre la fuente de patatas. Entretanto, Tumber el Poderoso, que se sentaba a la mesa de al lado, enarbolaba la cuchara y les describía un combate.

—Y, señores, imagínenlo, por favor: un mago y dos hombres, la viva estampa de la maldad, plantados ante mí. Y yo, recién salido del arroyo de tomar un baño, desarmado y desnudo. Imaginen al mago torciendo el gesto y dispuesto a conjurar un rayo mortal; e imagínenme a mí, señores. —El caballero se puso de pie. A pesar de la armadura, el estómago le rebosaba sobre el cinto—. Imagínenme, desnudo…

—Por favor —barbotó con brusquedad uno de los ganaderos—. Estamos comiendo.

El otro soltó un gruñido y se tapó la nariz y la boca con la mano, haciendo un gesto grosero.

Tumber el Poderoso no se dio por aludido.

—¿Qué puede hacer un hombre en tal situación? —Continuó, y miró a lo alto, como si esperara encontrar la respuesta en las vigas del techo—. ¡Ah! Pero ¿qué haría un héroe? —Propinó un puñetazo en la mesa que hizo saltar la fuente de patatas—. Di un salto —y saltó adelante, a la vez que los dos ganaderos retrocedían de un brinco—. Rodé por el suelo. —El caballero se balanceó de un lado a otro y estuvo a punto de atropellar a Reger, lo evitó merced a una ágil finta—. Agarré mi espada, esta misma que cuelga de mi cintura, y, con la única ayuda de mis manos y un acero libre de brujerías, detuve el rayo mágico e hice que se volviera contra él. —Tumber cruzó los brazos en un gesto triunfante—. El mago murió, por supuesto. Y yo bauticé a mi espada con el nombre de Rayo Mortal, en honor a la hazaña de aquel día.

Su actitud pomposa se tornó en otra de nerviosa incomodidad cuando los ganaderos, que masticaban al unísono como si la vida les fuera en ello, no sólo no lo aplaudieron, sino que lo observaron con ojos insolentes. El caballero echó una ojeada en derredor, en busca de algún otro oyente, y se encontró con que una mujer de la localidad, de centelleantes cabellos rojizos y brazos musculosos, lo contemplaba arrobada y boquiabierta.

—¿Dónde ocurrió eso? —se atrevió a preguntar la mujer.

—¡Ah, cierto, cierto! ¿Dónde? —El caballero se dirigió a la mesa que ella ocupaba y tomó asiento—. Tuvo lugar en unas tierras tan distantes, tan desconocidas para usted, que si le hablara de ellas…

—¡Oh, sí! ¡Hágalo, por favor! —Exclamó con ansiedad—. Me entusiasman las historias sobre lugares remotos, héroes, batallas, magia. Me pasaría el día entero escuchándolas si no tuviera que hacer mi trabajo. —La mujer tendió una mano enrojecida con gesto desmañado—. Mi nombre es Elga, pero me llaman Elga la lavandera —balbuceó.

Él se inclinó respetuoso, sobre su mano.

—Yo soy Tumber. —Hizo una pausa para darle al asunto cierta intriga—. Conocido por Tumber el Poderoso.

La impresión que esperaba suscitar se produjo. Sonrió complacido a la mujer.

—Si me hace el honor de cenar conmigo, tendré mucho gusto en relatarle historias de batallas y gloria, de magia y monstruos, de viajes y naufragios, todas ellas presenciadas con mis propios ojos.

En cierto modo, era verdad, ya que Tumber sabía leer y había visto los relatos escritos en los libros. A Elga le traía sin cuidado que el hombre fuera de verdad un héroe.

—Cuéntemelo todo. Hasta el último detalle. Ojalá pudiera presenciar alguna de esas aventuras. —Su voz denotaba amargura, y sus ojos relucían con un fuego más ardiente que los llameantes rizos pelirrojos.

Tumber había iniciado ya la primera narración cuando entró en la taberna una mujer esbelta, a pesar de que aparentaba haber cumplido los cuarenta, y se acercó al mostrador con gráciles movimientos. Llevaba una capa corta, y de la cintura colgaba una pequeña mochila.

—¿Llego tarde para cenar? —Preguntó al posadero con una voz clara y educada.

Otik, a quien había causado buena impresión la sencillez de sus ropas de viaje, se apresuró a contestar.

—No, señora, no es tarde. Tenemos patatas picantes y venado, y sidra, y…

—Huele muy bien. —La mujer sonrió—. Mi nombre es Hillae. Le ruego que me llame así.

A Tika le llamó la atención el cabello de la mujer. Le llegaba casi hasta la cintura, y era muy negro, salvo un mechón gris que crecía a un lado.

—Las posadas están abiertas hasta muy tarde las noches de luna llena —intervino la muchacha, sin dejar de observarla—. La gente viaja más esos días. Suponía que usted lo sabría por experiencia.

Hillae se echó a reír.

—Es decir, que tengo el aspecto raído de una trotamundos, ¿verdad? No, no te avergüences. Es cierto que llevo años viajando, pero las costumbres difieren de unas regiones a otras.

Tika movió la cabeza en señal de asentimiento y después se alejó. La mujer se volvió hacia Otik.

—Me gustaría comer algo.

—¡No faltaría más! —El posadero titubeó un instante al reparar en los dos ganaderos y en un forastero recién llegado que lucía un parche sobre uno de los ojos—. Si lo desea, le serviré la cena en un cuarto reservado, Hillae.

Ella sacudió la cabeza.

—Los cuartos reservados no están hecho para mí —dijo. Luego miró a Otik a los ojos y admitió con sencilla franqueza—: He comido sola muchas veces. Y no por mi gusto.

El posadero sonrió a su vez; comprendía muy bien lo que quería decir la mujer. Era, como él, un alma solitaria por circunstancias de la vida.

—Sé a lo que se refiere, señora. La sentaré en una esquina iluminada. No le faltará compañía.

—Gracias. —Hillae miró a Tika, que observaba de reojo al hombre del parche. El forastero le hizo un guiño y la muchacha se dio media vuelta con brusquedad—. La camarera es preciosa. ¿Hija suya?

—Adoptiva. —De manera inesperada, Otik añadió—: Verá, si entiende de cosas de jovencitas, idilios y esas zarandajas, quizá no le importaría a usted tener una charla con ella. Si no es molestia, claro está. Estos últimos meses ha sufrido desilusiones amorosas a razón de una por semana. Yo ya no sé qué decirle, pero usted, quizá… —Otik no acabó la frase, y abrió los brazos con gesto de desamparo.

—No tardará mucho en aprender de desengaños y corazones rotos sin necesidad de mi ayuda. Crecen muy deprisa a su edad. —La mujer palmeó la mano del posadero con gesto maternal, a pesar de que él era varios años mayor—. Sin embargo, mándela a mi mesa cuando haya acabado su trabajo. Me gusta tener compañía… como usted muy bien adivinó.

Hillae se alejó con su caminar suave y tranquilo. Otik, aunque se sentía un poco tonto, se alegró de haberle pedido ayuda.

Para entonces, los vecinos de Solace habían empezado a llegar en grupos a la posada tras haber cenado en sus casas, y esperaban disfrutar de una agradable velada en la que no faltarían los chismorreos.

Los primeros en entrar fueron el pelirrojo y larguirucho Patrig con sus padres. Otik los saludó.

—Franken, Sareh. Lo siento, Patrig, pero esta noche no tendremos juglares que nos amenicen la velada.

—¿De veras? —La voz del muchacho se encontraba en pleno cambio y sonó como un graznido. Su madre se acercó al posadero.

—No hace más que hablar de las canciones que escucha aquí. ¡Ama tanto la música! —dijo.

—Sí, pero el suyo es un amor imposible. —Franken soltó una risita ahogada y revolvió el cabello de su hijo—. El pobre es incapaz de entonar bien una sola nota.

El muchacho hundió la cabeza en el pecho y murmuró algo entre dientes. Los tres se dirigieron hacia la mesa central. En el camino se cruzaron con Loriel, que acababa de llegar. La chica se dio media vuelta de modo que la melena ondeó al aire en las mismas narices de Patrig. Una voz cascada rezongó junto al brazo del posadero.

—Música y galanteos. ¡Bah! Es lo único que interesa hoy a los jóvenes. Música y galanteos.

Otik saludó con respeto a Kugel el Anciano.

—Supongo que sí, señor. Aunque también a mí me gustaba echar un bailecito en mis años mozos —comentó el posadero.

Kugel torció el gesto.

—Yo me refiero a mucho antes, joven. Cuando la vida era sencilla y digna, y no había tanta novelería sentimental.

—Desde luego, señor. Mire, allí junto al fuego hay un asiento esperándolo. ¿Quiere que lo ayude?

La esposa de Kugel, una viejecita menuda como un pajarillo, salió de detrás de su marido.

—En toda mi vida no ha precisado otra ayuda que la mía. ¡Aunque los dioses saben que bien la ha necesitado!

Kugel la amenazó con la mano, pero consintió en que lo guiara a través de las mesas. Sortearon a un corpulento granjero, que se quitó respetuoso el sombrero al pasar ellos. El hombretón se lo volvió a poner enseguida y ocupó un asiento cerca de Elga y el caballero. Otik volvió a su trabajo.

Aunque siempre llegaba alguien a mediodía para comer, por regla general los vecinos y viajeros no aparecían por la posada hasta el anochecer, e incluso después de que hubiera salido la luna. Pocos eran los que no aprovechaban la luz del día al máximo, pero aún eran menos los que estaban tan ansiosos por llegar a su destino como para no hacer un alto durante la noche.

Para comer, Otik servía las patatas picantes, con sidra caliente o cerveza, y, sólo cuando se lo pedían, carne de venado, «que templaba los corazones en invierno», como le gustaba decir. En esta época del año, se empezaban a formar ya finos parches de hielo en los arroyos, y los árboles habían dejado caer las hojas. Su dicho parecía tener un fondo de razón, ya que a primera hora de la noche casi se había terminado el venado.

El posadero no recordaba una velada en la que la posada hubiera estado tan abarrotada como esa noche.

El forastero con el parche en el ojo, que le daba más apariencia de vagabundo maltrecho que de aventurero rudo, se aproximó al mostrador.

—Cerveza —pidió, mientras echaba una ojeada a los vasos, y después, más complacido, a las lustrosas jarras que colgaban de clavijas tras la barra—. Un pichel grande.

—Un momento, señor.

Otik hizo una seña a Tika, que le trajo una espita. El posadero la cogió, cerró los ojos, y sus labios se movieron en una muda plegaria. Después, apoyó la espita contra el costado del barril y, de un único y certero golpe, atravesó el sello y la introdujo en la barrica. El forastero volteó una moneda en el aire, pero Otik la rechazó sonriente.

—Guarde su dinero, señor. La primera jarra de cerveza nueva es siempre una invitación de la casa.

—Muy agradecido. —El ojo sano del forastero contempló con ansiedad el chorro espumoso que salía del barril—. Tiene buen aspecto. ¡Ya lo creo que sí! —sonrió a Tika, que se escondió detrás de Otik.

Éste, con una espátula de madera pulida, quitó la espuma sobrante. El corazón le saltó alegre en el pecho al advertir el rico olor a nuez de la cerveza. Por supuesto, la confirmación de su calidad sólo la tendría probándola, pero eso no lo hacía nunca el posadero hasta que el último de sus clientes estaba servido. Esta calderada, sin embargo, tenía cuerpo, llamaba la atención, tenía el mismo encanto que la lustrosa madera de la posada.

—Es cierto, señor. Tiene un aspecto estupendo —se mostró conforme Otik. La olisqueó satisfecho y rodeó con el brazo a Tika en actitud cariñosa—. La hicimos entre los dos, señor. Nos gustaría saber su opinión.

El forastero se abalanzó sobre la jarra con excesiva premura. Luego, en un intento de rectificar su gesto, la observó con atención, la olió y la puso a contraluz de la ventana, como si los rayos de la luna pudieran atravesar el peltre del pichel. Por fin, la levantó y la empinó lo bastante como para no ver otra cosa que la propia cerveza. Empezó a beber. De repente, se quedó paralizado, mudo, le temblaba la garganta. Otik se quedó también de piedra. ¡Oh, dioses! ¿Se estaba ahogando aquel hombre? ¿Era aquélla su primera calderada mala?

El forastero soltó el pichel y sonrió de oreja a oreja.

—¡Maravilloso!

Los demás parroquianos aplaudieron. Otik ni siquiera había reparado en que los estaban observando. Alzó las manos para corresponder al aplauso, y empezó a llenar vaso tras vaso, jarra tras jarra.

Poco tiempo después, se abría paso entre una muchedumbre charlatana, afectiva, amistosa. En la primera ronda, Otik sirvió a Tumber el Poderoso y a Elga la Lavandera así como al corpulento granjero, que se llamaba Mort, y también a Reger.

El buhonero se sentía cansado y mustio, y miró anhelante su jarra, pero respetó su propia regla de observar a todos los presentes antes de beber.

Ocurría a veces que coincidía en el mismo establecimiento con alguno de sus clientes, y en cierta ocasión, tras haber saludado a un supuesto desconocido al que debería haber reconocido, cayó redondo en una silla al recibir el golpe del campesino, que esgrimía un exprimidor de manzanas, poco útil como tal, pero excelente como cachiporra.

Habida cuenta que Reger prometía de tanto en tanto más de lo que su mercancía podía ofrecer, prefería ver a sus clientes descontentos antes de que ellos lo vieran a él.

Comprobó que los presentes eran vecinos de Solace, un puñado de gente bastante rústica; miró a Mort el Granjero, que bebía en un rincón, cerca de la puerta; al flacucho Patrig, que ocupaba con sus padres la mesa central; por último, sus ojos dedicaron una mirada apreciativa a Elga, la fuerte pelirroja que se sentaba en la mesa de al lado.

Reger tuvo la fugaz idea de acercarse a invitarla a una cerveza. Sin embargo, Tumber el Poderoso ya charlaba con ella y era evidente que la mujer estaba encantada con él, pero sí con sus historias. Además, se advertía en ella cierta ferocidad soterrada. Reger, como buen buhonero y a pesar de su juventud, había aprendido a captar estos detalles. No era el mejor momento para interrumpirlos. Se encogió de hombros. Quizá más tarde. Alargó la mano hacia su jarra… y salió rebotado contra el respaldo de la silla al recibir en pleno esternón un empujón. Era el fornido granjero, que lo miraba con fijeza, de pie junto a la mesa.

—Basta ya de eso —farfulló el hombretón.

—¿Basta ya de qué? —Preguntó Reger, observando al granjero con ojos entornados.

Si se juzgaba por sus músculos, Mort debía de ganarse la vida haciendo malabarismos lanzando al aire vacas en lugar de bolas. Mort pasó por alto su pregunta.

—¿Quién te crees que eres?

—¿Quién crees que soy? —Inquirió el buhonero.

—No te pases de listo. Me revienta. Me revienta tanto, como la amo a ella. Deja de mirar a mi chica así.

Mort volvió los ojos, al parecer atraído irremediablemente hacia la mujer de la mesa de al lado: Elga la Lavandera.

—¿Tu chica? —Reger estaba boquiabierto—. ¡Pero si ni siquiera estás con ella!

—¿Y qué? La amo. La amo sobre todas las cosas, y no permito que la mires de ese modo.

—Yo no la miraba de ningún modo especial —negó el buhonero en tanto acercaba la mano a un corto bastón que llevaba a la cintura. Algunas noches eran buenas para pelearse, otras no. Y ésta era de las segundas, por mucho que le gustaba una buena trifulca—. Amigo mío, lo que ocurre es que crees ver en todos los presentes la misma atracción que sientes por ella. Yo jamás me interpondría entre un hombre y una mujer que se conocen… ¿Desde cuándo has dicho que la conoces?

—Desde siempre. —Mort el Granjero sacudió la cabeza, sorprendido—. La conozco desde que, siendo un mocoso, llegué aquí con las vacas de mi padre y entré en el establecimiento de su madre para que me lavara la ropa. Y allí estaba… ¡Caray! ¡Si esta misma camisa que llevo ahora la ha lavado ella! Esas manos han quitado el sudor y el estiércol de esta tela… —Acarició el tejido y, por un momento, dio la impresión de que acabaría por besarlo.

—Un bonito detalle por su parte. ¿Y desde cuándo la amas?

—No lo sé. Desde hace tiempo, supongo. —Se rascó la cabeza—. Pero al acabar la cerveza fue cuando caí en ello, ¿sabes? Que estaba enamorado, quiero decir.

—Claro, claro. Y acabas de darte cuenta, a pesar de que la conoces hace un montón de tiempo. Discúlpame si te hago una sugerencia, pero pareces un tipo muy perspicaz. ¿No será que has cambiado de gustos? —Reger acompañó las últimas palabras con un guiño cómplice.

—¿Insinúas que es fea? —El granjero levantó un puño inmenso, producto del manejo diario del arado, y lo agitó frente a las narices del buhonero—. No consentiré que la insultes. Es la mujer que amo, y es la más hermosa, la más encantadora…

«Y tú estás borracho», pensó para sus adentros Reger.

—Mira, amigo —dijo, con un suspiro de fastidio—. Dime lo que quieres que diga de ella, y lo proclamaré a los cuatro vientos, ¿de acuerdo? No hay por qué enfadarse.

El joven tomó un trago de la cerveza. No tenía sentido esperar a que aquel patán la derramara en cualquier momento. Mort el Granjero lo sacudió por el hombro.

—No te desentiendas de mí. Y no te burles de ella. ¿Acaso buscas pelea?

Reger soltó la jarra medio vacía. Sus ojos relucían con un brillo inusitado.

—Jamás me burlaría de la mujer más maravillosa que he visto en mi vida —dijo.

El hombretón bizqueó desconcertado, con expresión bobalicona.

—Dijiste que no la amabas.

—Mentí. —Reger agregó con tono circunspecto—: La quiero, ¿te enteras?

A continuación echó otro trago.

—¡Un momento! —El granjero le dio otro empujón—. No puedes hacerme esto. ¿Es que buscas pelea? —repitió.

El buhonero dejó la jarra sobre la mesa y dirigió una mirada radiante a la pelirroja Elga. Los oídos le zumbaban.

—¿Pelea? —Sonrió alegre y agarró su bastón corto—. ¡Me encantaría pelear!

El primer golpe alcanzó de lleno el estómago del boquiabierto granjero. Reger se sacudió las manos, saludó a todos y a nadie en particular, y se quedó mirando embobado a Elga hasta que Mort, que se había incorporado, le propinó un puñetazo en la mandíbula que lo estrelló contra la mesa.

Otik vio venir el estropicio, pero no tuvo oportunidad de hacer nada. Sabía que las reyertas eran una calamidad que ocurría de vez en cuando y que no se podían evitar, pero lo que se estaba cociendo esta noche era algo diferente. La sala entera parecía vibrar con una extraña mezcla de tensión y galanteo.

Por lo general, cuando Otik pasaba entre las mesas repartiendo bebidas, chocaba de manera «accidental» con alguna pareja que se mostraba afectuosa en exceso para el agrado del resto de la clientela.

No ocurría a menudo, pero hoy tenía que ir de pareja en pareja dando topetazos a cada momento. Hubo casos en los que se vio forzado a separarlos de un tirón. Todos buscaban los rincones más discretos en las irregularidades del tronco del vallenwood. ¿Qué demonios le pasaba a esta gente?

El posadero sufrió un sobresalto al separar a la última pareja. Kugel el Anciano, al verse arrancado con tanta brusquedad de los brazos de su mujer, miró a Otik encolerizado. Las palabras escaparon siseantes entre los huecos que años atrás estaban ocupados por sus dientes.

—Déjanos en paz y lárgate, muchacho.

Otik retrocedió pasmado. Kugel era el hombre más viejo de la ciudad y el hecho de que fuera su mujer a la que estaba achuchando en público, no hacía la situación menos chocante. ¿Qué demonios le pasaba a esta gente? Dio un codazo a Tika.

—Haz que corra la cerveza en abundancia. No sé si se debe a la luna, o es que hay algo flotando en el aire, pero más vale que pongamos a dormir a esta cuadrilla de locos cuanto antes.

La muchacha, visiblemente incómoda por lo que sucedía a su alrededor, asintió en silencio y se dirigió presurosa hacia los nuevos barriles que estaban tras el mostrador.

En el centro de la sala, Patrig bailaba con torpeza sobre la mesa grande. Llevaba en la mano una jarra pringosa que se bamboleaba de un lado a otro con evidente peligro para las cabezas de cuantos lo rodeaban. Pero ninguno se daba cuenta, ya que estaban muy ocupados en batir palmas y en abalanzarse los unos sobre los otros para robarse un beso, y ponían en ello tanto ímpetu que la mayoría de las veces sus cabezas chocaban entre sí.

Sareh dejó de abrazar a su marido el tiempo justo para advertir a su hijo:

—Patrig, bájate de ahí. Te harás daño.

El muchacho no hizo caso. Abrió los brazos y empezó a cantar con gran apasionamiento y mayor desafinación:

Nadie sabe de un amor

como mi amor,

porque su amor

es todo amor.

Carraspeó un poco para aclararse la garganta antes de proseguir con su serenata.

Y sólo en su amor

yo encuentro el amor

y entonces su amor

es el propio amor

Recitó otras veinte rimas, igualmente horribles, entre trago y trago de cerveza.

En opinión de Otik, los esfuerzos poéticos del muchacho estaban recibiendo unos aplausos inmerecidos. Sin embargo, sus ramplones versos parecían tener gran aceptación aquella noche. Loriel, la joven rival de Tika, lo contemplaba embobada, como quien ve salir la luna por vez primera. Su jarra también estaba vacía. Rian, el de las siete canas, había pasado temporalmente al olvido.

Por último, y demasiado excitado para cantar, Patrig alzó los brazos y gritó a pleno pulmón:

—¡Amor, amar, vivir!

Y, acto seguido, cayó redondo sobre la mesa.

Otik se acercó para asegurarse de que no estaba herido o muerto, pero a mitad de camino tuvo que salir corriendo hacia un rincón donde los dos ganaderos se dedicaban a estrangular a un forastero mientras barbotaban los insultos más soeces.

Hillae, la del pelo negro cual ala de cuervo, tenía la mirada prendida en su jarra medio vacía.

—¡Qué mujer tan interesante! —comentó Tika al frenético Otik, que no siquiera la escuchó—. Es tan hermosa… Y, probablemente, muy sabia. Ha viajado, ha hecho cosas, tiene la experiencia de toda una vida. ¡Quién sabe los secretos que podría transmitirme si fuéramos amigas!

La muchacha se acercó a la mujer para llenarle la jarra. Hillae dio otro sorbo y dijo en voz alta, aunque hablaba para sí misma:

—Farin iba a cumplir los treinta y tres. ¡Que los dioses le hayan concedido la paz! Un cuerpo fuerte como un roble, y lo vencieron las malditas fiebres… —Sus ojos estaban arrasados de lágrimas. Tika la dejó a solas con su dolor.

Entretanto, Otik llenaba otra vez el vaso de Elga la Lavandera, que se hallaba totalmente absorta en los relatos de Tumber. El caballero había consumido cantidades ingentes de cerveza, pero sólo parecía estar enamorado de sí mismo. A cada momento proclamaba su destreza tanto en la guerra como en el amor, y las aventuras relatadas empezaban a alcanzar la categoría de extravagantes. Elga no daba señales de estar más impresionada con sus exageraciones de lo que lo estaba con las bamboleantes reverencias que Reger o Mort le dedicaban cada vez que conseguían ponerse de pie, y antes de precipitarse de nuevo al suelo para machacarse en uno al otro.

La mujer tenía los brazos cruzados y, al ver el vaso lleno, se tomó el contenido de un solo trago. Luego arrojó a un lado el recipiente vacío, que se estrelló contra la frente de Tumber. Éste no pareció advertirlo, pues prosiguió con la descripción de una increíble epopeya de amor y lucha en la que participaban un ejército enemigo, dos doncellas guerreras, una serpiente marina y un laúd.

De manera inesperada, Elga se puso de pie, echó atrás la cabeza y gritó a pleno pulmón:

—¡Dioses, diosas, hombres y mujeres! ¡Oídme todos! ¡Estoy harta de coladas, comidas, niños y árboles!

Alguien lanzó un grito de aprobación. Ella propinó un puñetazo a la mesa antes de reanudar su arenga.

—¡Dadme un acero! ¡Dadme una armadura! ¡Mostradme una batalla, algo por lo que merezca la pena luchar, y entonces…! ¡Que nadie ose interponerse en mi camino! ¡Amo la aventura! ¡Anhelo la gloria! ¡Ansío fervientemente…!

—¡Lo tendrás! —La interrumpió Tumber, que añadió con precipitación—: ¡Encontrarás todo eso y mucho más en mi magnífica persona! Ven, reina de mis batallas, y admira mi grandeza. Tiembla mientras contemplas mis hazañas. Alaba mi pericia, mi destreza, mi habilidad…

—¡Por todos los dioses! —Todas las cabezas se giraron hacia ella. Elga no era de las que tenía un tono bajo de voz—. ¿Tus batallas? ¿Tu grandeza? ¿Tus aventuras? —Por un instante, pareció que Tumber iba a escabullirse bajo la mesa—. ¡No me interesan! Mis batallas, mis conquistas, mis guerras. ¡Eso es lo que deseo!

Él se quedó boquiabierto. La mujer le propinó un fuerte empellón y aprovechó para soltarle un izquierdazo que lo alcanzó de lleno en la desprotegida mandíbula. Al caer al suelo, Elga le arrebató la espada y la blandió sobre su cabeza.

—¡Oídme todos! ¡Olvidad que hubo una Elga la Lavandera! ¡Guardaos de ahora en delante de Elga la Guerrera! ¡Dejo Solace y marcho en busca del combate, la aventura y la gloria que ansío!

—¡No puedes llevarte mi espada! —Exclamó Tumber desde el suelo—. Es mi honor. Mi única compañera de batallas… Hasta que apareciste tú, claro. Es mi medio de vida… —El caballero vaciló—. Es prestada —acabó declarando con voz desolada.

—¿Prestada? —Elga la sopesó, la blandió con flexibles giros de muñeca, y apunto con ella a Tumber.

—Bueno, más o menos. Prestada, o alquilada. Perteneció a un caballero que se encontraba en apuros… económicos. En realidad, la he utilizado poco. —Luego, desesperado, añadió—: Acompáñame, querida, e iremos juntos al encuentro de la gloria. Juro que te dejaré utilizarla de vez en cuando, pero ahora devuélvemela.

Hizo intención de coger el arma, pero la mujer le apartó con brusquedad la mano.

—Así que prestada, ¿no? Bueno, pues ahora lo será por segunda vez. —Lanzó entonces un grito tan estridente que hizo vibrar los vasos—: ¡Tras la gloria y la fortuna!

Unas cuantas parejas la vitorearon entre beso y beso. Otik intentó cerrarle el paso, pero Elga agitó el arma robada con gesto amenazador, y el posadero tuvo que lanzarse de cabeza a un lado de la puerta. Un segundo después, la mujer se había marchado.

Tumber el Poderoso pasó corriendo junto al posadero y le arrojó unas monedas.

—Eso pagará sus cervezas y las mías. En verdad, no comprendo qué le ha sucedido. Es una chica maravillosa, le gustan mis historias tanto como a mí. ¡Espera, amor mío! —Gritó en dirección a la escalera, y desapareció en la noche tras apartar a Otik de un empellón.

El posadero fue dando traspiés hasta que chocó con un brazo alzado. Una pareja de campesinos de mediana edad se habían enzarzado en una pelea y se miraban con profundo odio.

—¡No niegues que estás comiéndotela con los ojos, desvergonzado crápula! —voceaba la mujer.

—¡Claro que sí! ¡Cualquier hombre lo habría hecho! —Gritó él con tanta fuerza que debió oírselo en varios árboles a la redonda—. ¡Sobre todo si estuviera casado con una mole sebosa y protestona como tú! ¡Vaca! ¿Cómo te atreves a acusarme? ¿No te has pasado toda la noche dedicando tiernas miradas a ese forastero delgaducho y taimado que está…? —Se volvió para señalar a Reger, pero hubo de desistir al no distinguir otra cosa que un revoltijo de brazos y puños—. ¡Bueno, por ahí, en alguna parte! ¡Golfa!

—¡Cerdo!

Se enzarzaron de nuevo y se echaron las manos al cuello. Desaparecieron debajo de una mesa.

Tika había presenciado toda la escena consternada, cubriéndose la boca con las manos. De debajo de la mesa llegaron gruñidos y jadeos. Otik se preguntó, mientras pasaba corriendo hacia otro foco de crisis, si es que continuaban peleándose o…

La muchacha chocó contra el posadero y estuvo a punto de volcar la bandeja. Otik la agarró por los brazos.

—¿Les estás sirviendo la cerveza fuerte como te dije?

De pronto advirtió los ojos empañados de la chica; en principio creyó que le había hecho daño al sujetarla, pero enseguida comprendió que sus lágrimas se debían al pánico.

—Sí, Otik. Les he dado la más fuerte, sacada directamente de los nuevos barriles. Pero están cada vez peor, y nadie da señales de tener ni pizca de sueño.

—¡No es posible! —El posadero olisqueó la cerveza. Tika hizo otro tanto—. Entonces, ¿qué es lo que les pasa? —volvió a preguntarse Otik por enésima vez.

En aquel momento reparó en que las pupilas de la muchacha se habían dilatado y tenían un brillo extraño. ¡Pero si sólo había inhalado los vapores! De repente supo la respuesta a su pregunta.

—¡Moonwick!

El posadero recordó que habían hablado de magia y que después había dejado al kender solo, junto al mosto.

¡La bolsa vacía que estaba caída en el suelo…! ¡Alguna poción amorosa!

«Si ese condenado ladrón barullero vuelve a aparecer por aquí le…», farfulló para sus adentros Otik.

Justo a tiempo, se dio cuenta de que el hombre del parche levantaba la jarra sin quitarle el ojo a Tika, y los de la muchacha sostenían con fijeza su mirada. Otik dio un respingo, empujó a la chica tras el mostrador, e interpuso entre el hombre y ella uno de los barriles. El forastero se pasó la lengua por los labios y se acercó con la jarra en la mano.

El haber puesto un barril en su camino le pareció en principio una buena idea al posadero, pero pronto descubrió que su estratagema sólo había conseguido abrir las compuertas de una situación que lo desbordó.

A pesar de sus repetidas protestas de «lo siento, pero la cerveza está en malas condiciones», el forastero sacó rodando un barril tras otro, hasta el último. Los parroquianos hicieron una breve pausa en sus amoríos o peleas para lanzar vítores. Empezaron a correr ríos de cerveza.

A partir de aquel momento, las cosas se volvieron confusas. Los dos ganaderos iniciaron varias peleas en las que perdían interés entre ronda y ronda de bebida, vagaron de acá para allá, y, por último, se abrazaron con entusiasmo para, acto seguido, empezar de nuevo otra pelea.

Patrig y Loriel bailaban en el centro de la sala. Los padres del muchacho se besaban, recostados contra el tronco del árbol. Hillae había desaparecido no se sabía dónde. Reger cabalgaba sobre Mort el Granjero, que recorría a gatas toda la taberna; sus gritos y relinchos pasaron inadvertidos en el tumulto de lo que quiera que ocurriera aquí y allá, al abrigo de las sombras.

—¿Esto es a causa de la cerveza? —Preguntó Tika, y miró con interés la jarra que tenía sobre la bandeja—. Otik, ¿y si yo…?

—¡¡No!! ¡Pero, es que parece tan…!

—¡¡No!! Esto no sólo parece ser tan, sino que es demasiado.

Otik tiró de ella y la apartó de una fila de parejas danzantes.

—Pero si Loriel puede, yo…

—¡No, no y no! Tú no eres Loriel. —Otik tomó una decisión—. Aquí tienes tu capa; póntela y coge la mía para acostarte en ella. Ve y busca un sitio donde dormir esta noche, y no vuelvas a aparecer por la posada hasta mañana.

—No podrás arreglártelas sin mí.

—No podré arreglármelas si estás aquí —dijo, señalando la sala que bullía de actividad.

—¿Y dónde voy a dormir?

—En cualquier sitio que sea seguro, pero fuera de aquí. Ve, pequeña…

Al salir a la noche, la muchacha se volvió hacia él.

—¿Por qué? —Preguntó con un deje de resentimiento.

Otik se sintió de repente muy cansado.

—Ya hablaremos de ello. Ahora, márchate, niña. Lo siento.

Quiso darle un beso de buenas noches, pero Tika, furiosa, lo esquivó y echó a correr.

—¡Ojalá tuviera mi propia casa! —Gritó mientras se alejaba.

El posadero esperó a que la chica bajara la escalera, luego cerró la puerta e intentó llegar a la chimenea. Pero sólo consiguió alcanzar el mostrador, después de forcejear y sortear a unos y a otros. Tanto los bailarines como los luchadores se habían dividido en grupos más pequeños, pero mucho más alborotadores, y no cesaban de cantar y aullar.

Sin poder siquiera alimentar el fuego de la chimenea, Otik tuvo que presenciar impotente cómo los cuerpos se tornaban siluetas forcejeantes, las siluetas en sombras enlazadas, las sombras en oscuridad ruidosa.

Aquella noche, la posada estuvo repleta de voces alegres o furiosas, pero todo cuanto Otik alcanzó a ver a la titilante luz de la única vela encendida junto al espejo, fue su propia imagen… solitaria.

A la mañana siguiente, el posadero recorrió aturdido la taberna, sorteando vasos rotos y cuerpos entrelazados. La mayoría de los bancos estaban caídos de lado, incluso uno de ellos estaba patas arriba.

Aquello parecía un campo de batalla, pero ¡por los dioses que era incapaz de asegurar quién había vencido!

Los cuerpos aparecían amontonados unos sobre otros, las ropas colgaban de las sillas como estandartes, los brazos extendidos y piernas despatarradas asomaban por debajo de las escasas piezas del mobiliario que se mantenían en pie.

Había jarras caídas por todas partes, como también fuentes y cacharros que vibraban con los ronquidos y quejidos de los durmientes.

El fuego estaba a punto de extinguirse, cosa que no había sucedido ni en las peores noches del Largo Invierno. El posadero colocó sobre las agonizantes brasas un poco de yesca y la sopló hasta que prendieron unas alegres llamas; añadió unas astillas y echó encima las patas rotas de un taburete.

Colocó la sartén sobre la lumbre, procurando no hacer ruido, pero fue inevitable el chisporroteo de los huevos al caer sobre el aceite caliente. Alguien lloriqueó quejoso, y Otik, resignado, apartó la sartén del fuego.

Se dedicó a ir de un lado a otro de puntillas mientras recogía jarras abolladas, restos de vajilla, vasos rotos y unos cuantos puñales y dagas extraviadas.

Un joven forastero ojeroso lo agarró por el tobillo y pidió suplicante un poco de agua. Cuando Otik regresó con el líquido, el hombre se había dormido otra vez, con el brazo en torno a la morena Hillae; su gesto, en lugar de darle un aspecto protector, lo había parecer aún más joven. Ella sonrió entre sueños y le acarició el cabello.

En el exterior sonaron unas firmes pisadas como si alguien quisiera apagar un fuego a pisotones. Se levantaron más lloriqueos y quejidos.

La puerta de la posada se abrió de golpe y chocó contra la pared. Tika, con el cabello recogido hacia atrás, entró en la taberna y miró con desagrado el estropicio y los cuerpos enmarañados.

—¿Empezamos a limpiar? —preguntó con un tono alto en exceso.

El posadero dio un respingo. Los demás se encogieron estremecidos sobre sí mismos.

—Dentro de un rato, pequeña. ¿Por qué no vas a coger agua? Me temo que vamos a necesitar más de la que contiene la cisterna.

—Si de verdad te hace falta… —y salió dando un portazo.

El ruido de sus pasos al bajar la escalera retumbó en el suelo de madera.

—¿Por qué no la matamos? —Gruñó Reger, mientras se cubría los oídos con un brazo y enterraba la cabeza en el amplio pecho de Mort el Granjero.

Unas cuantas voces quejumbrosas se mostraron de acuerdo con su propuesta.

—Otra insinuación así —advirtió Otik con voz queda—, y me pongo a dar golpes con dos ollas.

Tras su amenaza, sobrevino un silencio total.

Poco a poco, los cuerpos se fueron desenlazando y unos cuantos parroquianos se incorporaron vacilantes.

Hillae se acercó al mostrador, caminando con dignidad, y dejó algunas monedas sobre la madera.

—Gracias. —Su voz era reposada—. No ha sido la velada que había planeado, pero al menos ha resultado interesante.

—Tampoco ha sido como yo imaginaba —se mostró de acuerdo el posadero—. ¿Se encuentra bien?

—Cansada —admitió la mujer, mientras se apartaba el cabello de la cara—. Es hora de que regrese a casa. Hay un pájaro al que he de dar de comer.

—¡Ah! Entonces está enjaulado —balbuceó Otik, que, en el momento de decirlo, se dio cuenta que no estaba muy agudo esta mañana—. ¿Un ave cantora?

—Un pájaro de amor. Su compañero ha muerto, y voy a dejarlo en libertad. —Una súbita sonrisa iluminó el rostro de la mujer—. Que tenga un buen día.

Se agachó y besó la mejilla de su dormido acompañante nocturno. Después, salió en silencio de la posada.

Tika hizo una ruidosa entrada al golpear los baldes contra el quicio de la puerta. Algunos parroquianos dieron un respingo, pero no se atrevieron a articular una sola protesta tras mirar con sus enrojecidos ojos el semblante serio de Otik.

El posadero cogió los cubos de la chica.

—Gracias. Ve ahora y di a Mikel Claymaker que necesito cincuenta vasos. Aquí tienes dinero suficiente para pagar el encargo —concluyó entregándole un puñado de monedas.

La muchacha miró estupefacta el dinero. Esta mañana Otik se comportaba de manera despreocupada tanto con el dinero como con su ayuda.

—¿No será mejor que me quede? Hace falta que alguien limpie este suelo —y, para dar más énfasis a sus palabras, pegó un patadón en la madera que levantó polvo.

—La mejor forma de ayudarme es hacer lo que te he dicho. —Otik habló tranquilo. La chica estaba confusa pero obedeció.

Alguien se incorporó de la silla en la que había estado derrumbado como un muñeco de trapo.

—Tika…

—¿Loriel? —Tika no daba crédito a sus ojos—. ¡Dioses, tu pelo parece un nido de pájaros! —Y añadió malintencionada—: Un nido de aves marinas, mojado y sucio.

—¿De veras? —Loriel se llevó la mano al pelo, pero de inmediato la apartó—. No importa. Escucha, Tika, ha ocurrido algo emocionante. Patrig me dijo anoche que le gusto, y lo ha repetido esta mañana.

—¿Patrig? —Se extrañó Tika, y miró a su alrededor. Un par de botas que le resultaban conocidas asomaban por debajo de la mesa central, cada una apuntando en distinta dirección—. Loriel, ¿estás segura de que ha hablado esta mañana?

—Durante un ratito. Después se volvió a dormir. —Sus ojos relucieron—. Anoche cantó de maravilla.

—Lo recuerdo —dijo Tika con voz carente de inflexiones. No alcanzaba a comprender que alguien admirase las aptitudes del muchacho para el canto. Y Loriel, por regla general, tenía sentido musical…—. Acompáñame, así me contarás lo que ha pasado.

Las dos bajaron la escalera.

Poco después, trabajosamente, los parroquianos empezaron a recoger sus pertenencias, ropas incluidas en algunos casos, y pagaron las consumiciones.

Varios tuvieron que recorrer toda la sala para encontrarlas. Bolsas, sandalias, jubones, aparecían desparramadas por todas partes. Las mochilas colgaban de cualquier clavija o saliente; una, inexplicablemente, se sujetaba en un clavo medio suelto en la viga central del techo.

Al principio, Otik controló las idas y venidas de sus parroquianos a fin de evitar algún robo, pero poco después se daba por vencido.

Reger, el buhonero, dejó caer sobre el mostrador una extraña moneda en la que aparecía en relieve una serpiente.

—Esto cubrirá mi hospedaje y la bebida. ¡Ah, por cierto! Quisiera comprar una partida de su cerveza. Ya sabe, con este tiempo, me vendría bien para el camino…

—No está a la venta —cortó Otik con brusquedad. Mordió la peculiar moneda y la rechazó. El disco metálico cayó sobre el mostrador con un sordo tintineo.

—¡Oh, sí! Bueno… —balbuceó Reger y rebuscó en su bolsa dinero legal—. Si cambia de parecer, volveré. Tenga. —Contó unas monedas y añadió otra de cobre—. Y sirva un desayuno a mi amigo. Creo que no se encuentra muy bien —señaló a Mort el Granero, a quien le sobresalía un enorme chichón en la frente.

—Me ocuparé de ello. Que tenga un buen día, señor.

El posadero suspiró satisfecho cuando vio salir a Reger y bajar la rampa con pasos rápidos. En un acto relejo, como solía hacer cuando se marcha un kender, Otik contó las cucharas. Faltaban varias.

Patrig se despertó despejado y sin resaca, como sólo un joven podría hacerlo, y se marchó cantando de un modo totalmente desafinado, como sólo él lo podía hacer. Al salir preguntó por Loriel.

Kugel el Anciano y su esposa cruzaron la sala de puntillas y agarrados de la mano a la vez que discutían por bobadas. En la puerta se volvieron y contemplaron con un gesto de desaprobación a las otras parejas.

El hombre y la mujer que había peleado, o lo que quiera que fuera que habían hecho bajo la mesa, se marcharon por separado.

Un hombre, en el que Otik apenas había reparado la noche anterior, pagó por una habitación.

—Así, mi amiga podrá dormir cuanto quiera.

Al preguntarle Otik cuándo quería que la despertara, el hombre enrojeció.

—Oh, no hay prisa. No antes del mediodía… Más tarde si es posible.

Otik, como bien posadero que era, había reparado en la marca circular del dedo anular del hombre, donde normalmente debía de llevar un anillo.

El resto de los parroquianos empezaron a levantarse, y esquivaron la mirada, avergonzados, mientras se palpaban las doloridas cabezas y chasqueaban las secas lenguas.

El posadero se adelantó al centro de la sala e hizo una tímida propuesta.

—Si mi estimada clientela cree estar en disposición de tomar un desayuno —oteó por los cristales coloreados de la venta y vio el sol ya alto—, o un temprano almuerzo…

Un murmullo de aprobación se alzó entre los parroquianos, y Otik colocó de nuevo la sartén en la lumbre. Desde la puerta de la cocina pidió a Riga, el cocinero, que trajera unas patatas; sin levantar mucho la voz, por supuesto.

A media mañana ya había calculado las pérdidas y los beneficios de la noche anterior. Aún descontando el gasto de reponer los vasos y arreglar jarras abolladas, la suma representaba la mayor ganancia que jamás había hecho en una sola noche. Eso sí, sin contar con que aún faltaban por pagar varios hospedajes.

Tomó el montón de monedas que le ocupaba ambas manos. Un rayo de sol pasó por un cristal roto de la ventana y cayó sobre ellas arrancándoles un cálido destello.

Con todo, cuando el hombre del parche en el ojo pidió con voz pastosa que le sirviera un trago antes de partir «para alejar el polvo del camino», Otik puso las manos sobre el único barril que quedaba de la nueva mezcla.

—No, señor —dijo con firmeza—. No volveré a servir esta cerveza sin antes haberla rebajado. Si lo desea, le serviré una jarra de nuestro surtido habitual.

—Está bien —gruñó el hombre—. No lo culpo, pero me parece un desperdicio y un crimen que le quite fuerza. ¿Cómo va a conservar todo su sabor si le echa agua?

Apuró la jarra de un tirón y se marchó haciendo eses. A Otik le sorprendió que un bebedor habitual como él ignorara el proceso de rebajar la bebida. Se hacía añadiendo otra clase de cerveza, no agua.

Posó los ojos en el último barril de su primera calderada mágica y —¡los dioses lo quisieran!— la última que pensaba hacer en todo su vida.

Tomó en una mano el sacacorchos, y en la otra una jarra. Se colgó el embudo por el asa al cinturón y recorrió barril por barril. Destapaba, extraía la medida de una jarra, echaba otra de la mezcla nueva, y volvía a taparlo.

Le llevó la mayor parte de la mañana realizar aquella operación en todos los barriles almacenados, y gastó casi todo el contenido de la barrica restante de la noche anterior.

Al terminar el trabajo, hasta el último barril de la posada contenía cuarenta o cincuenta partes de cerveza normal y una parte de aquel líquido amoroso. Sólo quedaba media jarra de la extraña poción. Otik sudaba y le dolían los músculos de los brazos de tapar y destapar tantos barriles. Se dejó caer con pesadez sobre el taburete que había tras el mostrador. Recorrió con la mirada las barricas que llenaban el almacén desde el suelo hasta el techo. Mientras durasen, en la posada El Último Hogar no surgiría ninguna pelea, ningún rencor, ninguna desilusión amorosa.

Otik sonrió, pero estaba demasiado cansado para mantener la sonrisa. Se secó las manos con el paño de la barra.

—Me he ganado un trago —dijo con voz ronca.

La jarra medio llena estaba sobre el mostrador, y por los bordes escurrían gotitas del dorado líquido. Unas ondas concéntricas se formaron en su superficie cuando el viento agitó las ramas del vallenwood sobre las que reposaba el suelo de la taberna.

Podría dárselo a beber a cualquier mujer y se enamoraría de él. Podría tener a una belleza, o a una jovencita, o una regordeta matrona de su edad que caldeara su cama y le gastara bromas sobre su vientre prominente, y le preparara sidra caliente en las noches frías. ¡Tantos años y casi no había tenido tiempo de sentirse solo!

¡Tantos años…!

Otik recorrió con la mirada la posada El Último Hogar. Había crecido sacándole brillo al mostrador, restregando su suelo irregular, pulido por el paso del tiempo. Los vecinos que acudían a la taberna eran sus amigos, y también los forasteros, a quienes trataba de dar una buena acogida. Se escuchó a sí mismo diciéndole a Tika: «Ningún otro lugar del mundo podría ser ya mi hogar».

Sonrió a la madera. A los cristales coloreados de las ventanas. A los amigos que tenía. A los que aún no había conocido. Levantó la jarra.

—A vuestra salud, señores y señoras.

Y apuró de un trago el resto del brebaje mágico.