A tiro de piedra
Roger E. Moore
La ciudadela del mago se asentaba en la cima del monte más yermo de todo Krynn, sobre el que se cernían, perpetuos y amenazantes, unos negros cúmulos nubosos que descargaban turbonadas de rayos y relámpagos sobre las desoladas laderas. Los escasos indicios de vida que en su tiempo se aferraban a las rocas, habían sido barridos por el persistente y gélido ventarrón.
A lo largo de tres centurias, ningún ser vivo se había atrevido a poner los pies en las cercanías del monte.
Viajeros y curiosos eludían los senderos adyacentes, arredrados por la bullente turbulencia.
Reyes y nobles dirigían sus intereses y codicias hacia otros puntos.
Hechiceros poderosos investigaban secretos menos peligrosos.
No es de extrañar pues que el amo de la fortaleza recibiera una sorpresa cuando se descubrió la presencia de un intruso en el recinto del castillo.
Furioso, aunque no por ello menos intrigado, convocó a los muertos vivientes, sus esbirros, y les ordenó que capturaran al transgresor y lo llevaran a su estudio para interrogarlo.
Sin embargo, apresar al merodeador resultó casi una hazaña, ya que se trataba de un personaje de extraordinaria habilidad para escabullirse y se zafó de sus perseguidores en varias ocasiones. No obstante, llegó el momento en que dos de los zombis irrumpieron en el estudio llevando en volandas y sujeto por ambos brazos al intruso, quien cesó de patalear de inmediato al reparar en la presencia del hechicero y su inquisitiva mirada.
El prisionero, de constitución menuda, no sobrepasaba el metro veinte de estatura. Los ojos vivaces, de color avellana, relucían en un rostro aparentemente infantil. Las orejas, estrechas y puntiagudas, se pegaban contra el cabello castaño claro, que llevaba recogido en un ridículo copete.
Todas esas características hicieron que el mago identificara la raza del intruso sin la menor dificultad: un kender. Una especie secundaria y absolutamente molesta que se extendía por todo Krynn como una plaga.
El hechicero estaba acostumbrado a ver los rostros de sus prisioneros desfigurados por el terror cuando se encontraban ante él, y le desconcertó la animada expresión de franca curiosidad con la que el kender lo observaba mientras esbozaba una sonrisa tan inocente, en apariencia, como la de un niño al que se sorprende con la mano dentro del tarro de las galleras.
—¡Eh! ¡Tú debes de ser uno de esos tipos «nigrománticos», «taumatúrgicos», o «como-necrotáurgico-quiera» que os llaméis! —Exclamó con voz estridente, a la vez que estiraba el cuello para inspeccionar el estudio como si se encontrara en la sala de estar de un amigo—. ¡Qué estancia tan interesante! Me gusta…
Irritado, el mago asintió con un cabeceo y aprovechó la ocasión para interrumpir a su locuaz cautivo.
—Hacía muchos años que no recibía visitas y, de pronto, apareces tú e irrumpes en mi fortaleza. Sólo por no mostrarme descortés, preguntaré primero cómo te llamas antes de pasar a exigirte una explicación del cómo y el porqué de tu presencia aquí.
El pequeño personaje se debatió un momento entre las garras de sus aprehensores, pero poco podía hacer contra la inflexible presa de los gigantescos zombis y sus casi dos metros y medio de altura. Suspiró resignado y se dispuso a soltar una parrafada que lo sacara del embrollo en que se había metido.
—Mi nombre es Tasslehoff Burrfoot —dijo con tono alegre. Estuvo en un tris de agregar que sus amigos lo llamaban Tas, pero lo pensó mejor y, en lugar de eso preguntó—: ¿Te importaría ordenar a tus guardianes que me soltaran? Me hacen daño en los brazos.
El mago hizo caso omiso de la sugerencia.
—Tasslehoff, ¿eh? Un nombre poco corriente, aunque reconozco el Burrfoot como un patronímico habitual en los de tu raza. Bien, Tasslehoff, dime cómo penetraste en mi fortaleza.
—Oh, pues, la verdad es que no lo sé. Daba un paseo por los alrededores y vi tu ciudadela. Pensé que podría dejarme caer por aquí y entrar a saludarte…
El hechicero emitió un sonido siseante que recordaba el silbido de una víbora a la que se pisa la coa. El kender enmudeció.
—No resulto muy convincente, ¿verdad? —aventuró.
El semblante del mago, ya de por sí pálido, estaba demudado por la cólera.
—¡Rata miserable! ¡No me hagas perder más tiempo y habla claro! —espetó enfurecido.
A los kenders les apasiona gastar bromas irritantes, pero también saben cuándo han llegado demasiado lejos con sus chanzas.
—Bueno, verás… —balbuceó Tasslehoff—. Es que no sé cómo llegué hasta aquí. Quiero decir que…, eh… —Tragó saliva y señaló con la cabeza su mano izquierda, atrapada todavía entre las zarpas del zombi—. Me puse este anillo —explicó— y me teleportó dentro del castillo. Pero… No sé cómo lo hizo. Ocurrió, simplemente.
—¿Te refieres al anillo que llevas? —preguntó.
Tasslehoff soltó otro sonoro suspiro.
—Sí. Lo encontré la semana pasada, y en aquel momento me pareció un objeto muy interesante. Bien, pues, como iba diciendo, me lo puse en el dedo y empezó todo este lío de la teleportación que me ha llevado de un sitio a otro sin parar y sin que pueda hacer nada para evitarlo.
El kender esbozó una tímida sonrisa, como si lo avergonzara admitir tal cosa. Luego, ante la impasividad del mago, pensó que no le creía.
—Así que, te lo pusiste, y apareciste aquí. Un anillo que teletransporta a quien lo lleva…
El hechicero se quedó absortó, considerando, al parecer, aquella posibilidad. Tasslehoff se encogió de hombros e hizo un nuevo comentario.
—Bueno, también tiene su lado negativo, no vayas a creer…
—Quítatelo —ordenó el mago.
—¿Qué me lo quite? —Repitió con voz débil el kender, a quien se le había borrado de golpe la sonrisa—. Eh… Bueno… Lo intentaré, si estos grandullones amigos tuyos me sueltan.
El hechicero hizo un gesto conminatorio y los muertos vivientes aflojaron la presa de los brazos del kender, que cayó al suelo. Tasslehoff se incorporó, se frotó los doloridos músculos, dio un profundo suspiro, y agarró el anillo con gesto firme. Tiró y tiró hasta que la cara se le congestionó por los esfuerzos, pero sus afanes no dieron el resultado apetecido.
—Lo haré yo —dijo el mago.
De manera automática, el kender escondió la mano tras la espalda. No es que el hechicero lo asustara, pero tampoco estaba ansioso por tenerlo más cerca.
El nigromante pronunció unas palabras y el aire se cargó súbitamente de poder. Una aureola luminosa le rodeó la mano derecha, con la que apuntó al kender.
—Muéstrame el anillo —ordenó con sequedad.
Bien que de mala gana, Tasslehoff sacó la mano de detrás de la espalda, con la ferviente esperanza de que el hechizo no le arrancara el brazo de cuajo. Con tranquila seguridad, el mago hizo ademán de coger el anillo. Al tocarlo, un deslumbrante fogonazo de luz verdosa restalló en la sala, seguido de un estruendo ensordecedor.
Tasslehoff dio un respingo y apartó la mano sorprendido, si bien no había sufrido daño alguno. Cuando los efectos del deslumbramiento remitieron en sus ojos, el kender observó que el mago estaba a gatas en el suelo, intentando incorporarse, al otro extremo de la habitación, donde lo había lanzado la fulgurante descarga como si pesara menos que una pluma.
—¡Guau! —Exclamó admirado el kender, con los ojos abiertos de par en par—. ¿El anillo hizo eso? No tenía ni idea…
El prolongado siseo que escapó de entre los apretados dientes del nigromante hizo que Tasslehoff enmudeciera al instante. Durante casi un minuto, el mago permaneció en silencio; luego, se sacudió la túnica y miró a los zombis.
—Cogedlo —siseó.
Su voz chirriante recordó a Tasslehoff el sonido de la puerta de un mausoleo al cerrarse.
—Bueno —se dijo Tasslehoff, y su voz levantó ecos en los muros de la celda—. Supongo que he pasado por situaciones más difíciles.
Por desgracia, en aquel momento no recordaba ninguna que hubiera sido peor que la presente. Llegó a pensar que, por algún motivo que escapaba a su comprensión, había despertado la ira de los dioses, y que ellos se divertían ahora a su costa, hasta que le llegara el castigo final.
Se estrujó el cerebro en un intento de recordar algún pecado cometido, aparte, claro está, de lanzar algún que otro juramento, y de coger prestadas cosas que luego olvidaba devolver a sus legítimos dueños. Los demás llamaban a eso robo, pero a él le encrespaba tal definición. Entre tomar algo prestado y robarlo existía una gran diferencia; aunque tenía que admitir que tal distinción le resultaba tan confusa que nunca había logrado precisarla.
Tas giró sobre un costado y se incorporó. Tras abandonar el estudio del mago, los zombis lo habían arrojado en aquella celda donde la única luz la proporcionaba la diminuta llama de una vela. Una multitud de telarañas colgaba del techo en un profuso revoltijo. Tasslehoff empezó a dar golpecitos con la mano en el suelo, y recreó un soniquete monótono con el golpeteo metálico del anillo contra la piedra.
«Debería haber hecho caso a mi madre y haberme dedicado al oficio de escribiente», reflexionó. Pero hacer mapas y recorrer mundo era mucho más interesante que pasar a limpio unos libros de contabilidad.
Cuando era niño, su habitación estaba abarrotada de docenas de mapas, y llegó a memorizar hasta el último nombre reflejado en ellos, así le resultaba más fácil seguir los relatos de sus imaginados viajes, con los que tanto había distraído y divertido a sus amigos.
A menudo, Tasslehoff intentaba hacer sus propios mapas, pero carecía de la paciencia y la minuciosidad requeridas para llevar a cabo la tarea de un modo correcto; estas deficiencias las encubría describiéndose a sí mismo como un explorador experimentado que no precisaba tantos detalles, y que dejaba para los que viniesen detrás menudencias tales como encontrar en qué dirección estaba el norte. Lo que contaba era ser el primero en llegar a un lugar, y no el que dibujaba la ruta después.
Llevaba ya muchos años recorriendo el mundo, y tenía grabadas en la memoria infinidad de marcas e indicaciones, tanto las importantes como las que pasaban inadvertidas para otros.
Sobre la cima de una montaña desolada había contemplado la lucha a muerte entre una quimera dorada y una mantícora de colmillos sanguinarios. Los qualinestis, el pueblo elfo de las praderas altas, lo invitaron a presenciar la coronación de uno de sus príncipes de los reinos boscosos y le proporcionaron una vestimenta de seda y plata de raros diseños. Había conversado con nómadas de una docena de razas, muchos de ellos amistosos, y otros pocos no tan amables.
De tanto en tanto, Tasslehoff había coincidido con algún antiguo compañero de aventuras ocurridas años atrás, y habían viajado en compañía. Tenía esbozados toscos mapas de sus recorridos a fin de enseñárselos posteriormente a sus amigos; los había hecho sólo con vistas a sus correrías y para que causaran el efecto apetecido, es decir, la sonrisa de sus oyentes. Le encantaba relatar los sucesos acaecidos siguiendo la trama sobre un mapa.
No era aquélla, sin embargo, su única afición. En ocasiones, ocurría que cualquier cosilla que tenía al alcance de la mano llamaba su atención, y, si no había nadie observándolo, la cogía prestada para examinarla. A menudo, cuando el kender daba por finalizada la investigación del objeto, el propietario ya se había marchado. Entonces, con un suspiro, el kender lo dejaba caer en uno de sus innumerables saquillos y seguía su camino mientras pensaba lo descuidada que era la gente con sus posesiones. Su intención no era robar. Simplemente, las cosas ocurrían así siempre.
Tasslehoff había encontrado el anillo una semana tras. A la mortecina luz de la vela, el kender se rascó la nariz mientras rememoraba lo ocurrido.
Por entonces, se encontraba pasando unos días en una pequeña comunidad agrícola llamada Esker. Aquella mañana se había levantado temprano con el propósito de conseguir unos pastelillos recién horneados en la cercana panadería. Mientras aguardaba a que abrieran el establecimiento, escuchó a dos individuos que discutían en un callejón adyacente.
La disputa acabó por desembocar en un violento altercado y, un momento después, oyó un alarido espeluznante que le hizo dar un brinco.
Tres vigilantes que pasaban por allí echaron a correr hacia el callejón, al tiempo que un hombre de rostro descarnado se alejaba poniendo pies en polvorosa.
El asesino estaba demasiado nervioso y, en su precipitación, tropezó con una piedra. Al intentar sujetarse para evitar la caída, extendió la mano que un instante antes llevaba cerrada con fuerza. Un pequeño objeto reluciente saltó de su palma y fue a caer rebotando cerca de Tasslehoff, que se había escondido tras una caja, en la puerta de la panadería.
En un abrir y cerrar de ojos, el kender escamoteó el objeto. El homicida titubeó unos segundos mientras se maldecía por haber dejado caer el anillo, pero salió disparado al ver que los vigilantes se aproximaban con gran rapidez.
En cuestión de segundos, tanto perseguido como perseguidores se habían perdido de vista al doblar una esquina. Tasslehoff se guardó la sortija con indolente desenvoltura, y se alejó de allí a fin de examinarla con tranquilidad.
Cuando por fin lo hizo, se quedó impresionado. La joya era de oro macizo, con diminutas esmeraldas incrustadas, y rematada por otra enorme esmeralda tallada, tan impresionante que con sólo mirarla al kender le dabas vuelta la cabeza. No cabía duda de que valía una fortuna y con ella podría adquirirse incluso una pequeña mansión, o casi cualquier cosa que Tasslehoff pudiera imaginar.
Por pura curiosidad, comparó el tamaño de su dedo corazón de la mano izquierda con el diámetro del anillo, y luego se lo puso para admirarlo.
Fue entonces cuando descubrió que no había forma de sacárselo. Tiró con fuerza de él, lo retorció sobre su dedo, le dio agua y jabón, pero todo sin resultado alguno.
Unos cuantos minutos después de que hiciera el último intento de quitárselo, el anillo centelleó, cegó al kender con una luz verde aterciopelada, y lo transportó hasta un océano que, supuestamente, se encontraba a cientos de kilómetros de distancia.
La transición ocurrió de manera tan brusca que faltó poco para que Tasslehoff se ahogara, antes de reaccionar lo suficiente para bracear y mantenerse a flote.
Se debatió contra las aguas un buen rato, pero, poco a poco, las fuerzas lo abandonaron conforme transcurría el tiempo. Después una ola inmensa lo azotó, le hizo tragar un buen buche de agua salada, y casi lo asfixió. De repente, el anillo centelleó de nuevo y lo transportó lejos, a un terreno boscoso, cuajado de espinos punzantes.
El proceso se repitió durante días. Cada pocas horas, la sortija lo trasladaba hasta un nuevo lugar que le era desconocido y, al menor atisbo de peligro o amenaza, la joya lo sacaba de la situación con brusquedad transportándolo a cualquier otra parte. El kender llegó a la conclusión de que el anillo estaba hechizado y no había modo de controlarlo, pero más valía que discurriera algo para detener aquellos locos desplazamientos antes de que se encontrara dentro de un volcán en erupción o cualquier cosa por el estilo. Desde luego, lo que no podía negarse era que estaba adquiriendo una gran soltura para nadar a costa de tanta práctica.
No tardó mucho en advertir que la distancia entre salto y salto iba decreciendo; hubo ocasiones en las que sólo lo transportó un par de kilómetros, pero en tales casos los desplazamientos se volvían más frecuentes.
Tomó nota mental de las marcas y accidentes del terreno y comprobó que se desplazaba en línea recta, cosa que le levantó el ánimo. El anillo lo conducía a un lugar específico, no cabía duda. ¡Una aventura a la vista!
Su euforia se vino abajo de manera estrepitosa al aparecer en el horizonte un gigantesco frente tormentoso. Bajo la turbonada, e iluminado por los rayos zigzagueantes, se distinguía un pico vasto y árido, coronado por una ciudadela de piedra negra. A juzgar por las apariencias, aquél era el punto de destino del anillo.
Tasslehoff pronunció un juramento que había oído utilizar en cierta ocasión a un bárbaro enfurecido. Le gustaban las aventuras, sí. ¡Pero todo tenía un límite!
Como si el exabrupto lo hubiera espoleado, el anillo trasladó al kender a menos de dos kilómetros del monte.
Los kenders no conocen el miedo, pero sí distinguen algo maligno cuando lo ven, y, a su entender, un buen ejemplo de maldad eran la tormenta, el pico y la ciudadela. Tasslehoff gateó entre las rocas y cascotes en un intento desesperado de alejarse de aquel pernicioso lugar, pero el anillo volvió a centellear, y el kender reapareció a tan sólo quince metros de las funestas murallas de la fortaleza.
—¡No! ¡No! ¡Detente! —Vociferó frenético, a la vez que intentaba amedrentar al anillo amenazándolo con una piedra del tamaño de su puño—. ¡Volvamos al océano! ¡No quiero entrar en…! ¡Guau!
Un destello verdoso iluminó la celda e interrumpió con brusquedad los recuerdos del kender. Una araña que lo observaba desde el oscuro techo de la mazmorra se encogió sobresaltada. Ahora, ella era la única ocupante del calabozo.
Al principio, Tasslehoff creyó que había sido transportado a una cueva. Como en ocasiones anteriores, el destello lo había cegado, pero, al remitir los efectos del deslumbramiento, todavía seguía inmerso en una oscuridad absoluta. Tanteó a su alrededor y descubrió que se encontraba en un túnel estrecho y cuadrado, de apenas unos noventa centímetros de altura. Gateó despacio, eligiendo al azar la dirección mientras examinaba con cuidado el suelo en busca de trampas o fosos, pero no encontró ni lo uno ni lo otro. Al cabo de un rato, vislumbró una luz débil un poco más adelante, y se encaminó hacia ella con presteza.
El origen de la claridad era un pequeña hueco cerrado con barras, semejante a una ventana, que se abría en el muro de la izquierda. Al otro lado de la abertura se extendía una vasta cámara de unos treinta metros de lado y una altura que alcanzaba como mínimo la mitad de su longitud. La ventana se encontraba a dos tercios del suelo y, por lógica, Tasslehoff dedujo que se hallaba metido en una especie de conducto de ventilación. Ya había sentido una ligera corriente de aire mientras gateaba por el túnel, pero no le había dado importancia.
Dentro de la sala ardía la luz trémula de docenas de braseros repartidos por el suelo en una amplia circunferencia. Al observarlos con más detenimiento, Tasslehoff cayó en la cuenta de que se trataba de un círculo mágico, como los que utilizan los hechiceros para convocar a los espíritus procedentes del más allá. Unos trazos borrosos de tiza coloreada se perdían en la creciente oscuridad que rodeaba las titilantes llamas de los braseros.
Con un sobresalto, el kender reparó en que la cámara no estaba vacía; por el lado opuesto se acercaba al círculo de braseros una silenciosa figura vestida con túnica negra. No tardó mucho en comprender que se trataba del mago, y durante un breve instante, consideró la posibilidad de esconderse. Sin embargo, pudo más su curiosidad y se pegó a los barrotes a fin de no perderse detalle.
El mago se detuvo a unos tres metros del círculo, dentro de otra pequeña circunferencia dibujada asimismo con tiza. Durante un tiempo, pareció estar absorto en las llamas que tenía ante sí. La luz rojiza se reflejaba en su rostro tenso, pálido como un cadáver; sus ojos oscuros absorbían la luz sin reflejar destello alguno.
Luego, muy despacio, el mago levantó los brazos y habló al círculo de fuego en un lenguaje desconocido para el kender. Al principio, las llamas chisporrotearon y se agitaron, pero, conforme el mago seguía articulando las extrañas palabras, se amortiguaron hasta casi extinguirse. El aire se tornó gélido. Tiritando, Tasslehoff se frotó los brazos para entrar en calor.
De repente, atrajo su atención el centro del círculo mágico, donde unas líneas rojizas empezaban a extenderse en zigzag y se entrecruzaban, sin sobrepasar la circunferencia de los braseros. Daba la impresión de que el suelo se estuviera desgajando al ser presionado por una erupción de lava. Una bruma opaca envolvió la cámara, y las llamas de los braseros ardieron con más fuerza. Una extraña vibración, semejante al avance de una ola gigantesca, resonó en la sala y creció en intensidad hasta convertirse en un rugido atronador que hizo temblar en sus cimientos a la misma roca. Tasslehoff se aferró a los barrotes mientras se preguntaba si el hechicero había provocado un terremoto con sus poderes.
Allá abajo, el mago pronunció tres palabras con lentitud. Tras cada una de ellas, se produjo un estallido de luz y fuego en el centro del círculo mágico, y cada uno de esos destellos se clavó como dardos ardientes en los ojos del kender, que aún así, fue incapaz de apartar la vista.
En el círculo, un magma anaranjado resplandeció y emitió una radiación ardiente que consumió las llamas de los braseros. La onda de calor enrojeció el rostro del kender, al igual que la parte de los brazos que no estaba protegida por el chaleco de piel. Al mago, por el contrario, no pareció afectarlo lo más mínimo.
El oscuro personaje pronunció una última palabra: un nombre. Tasslehoff creyó que el corazón se le paraba cuando reconoció aquel nombre.
El atronador retumbar se desvaneció de súbito, y un silencio espectral saturó el ambiente durante un espacio de tiempo en el que su alborotado corazón palpitó seis veces.
Luego, con un silbido ensordecedor, la lava del círculo desapareció por completo y dio paso a una profunda oscuridad rasgada por hirientes rayos de luz violeta. El efecto visual recordaba un vacío tenebroso en el cielo nocturno.
Tasslehoff se esforzó por distinguir cualquier cosa en aquel pozo de tinieblas, pero, en ese mismo momento, algo titánico emergió del abismo tenebroso y se materializó en la sala.
El kender había oído rumores acerca de eso que ahora tenía frente a él, pero jamás les había dado crédito… hasta aquel momento.
La aparición se elevó sobre el mago hasta triplicar su estatura. Dos grandes tentáculos salían de los hombros allí donde deberían haber estado unos brazos. Dos cabezas recubiertas de pelambre negra reposaban en el lugar donde sólo debería haber habido una. Brillantes escamas protegían la piel y, a la luz de los braseros, Tasslehoff observó que los pies eran como garras de un ave de presa. El cuerpo rezumaba légamo y aceite que goteaban humeantes sobre las losas del suelo.
Las cabezas se inclinaron y clavaron la mirada en el mago. Las bocas cavernosas, inhumanas, hablaron con voces rechinantes que sonaban ligeramente descompasadas.
—De nuevo me sacas del Abismo, me degradas con tu presencia, e invocas mi divina persona para satisfacer tus mezquinos deseos. Estás provocando mi eterna cólera. ¡Oh, cómo ansío vengarme de este mundo por haber engendrado un ser como tú, que osa tratar al Príncipe de los Demonios como si fuera su esclavo! Anhelo tu alma con la misma intensidad que un sediento desea un sorbo de agua.
—No te he invocado para escuchar tus cuitas —replicó el mago con voz quebrada y cortante—. Estás atado a mí. Atado por mi círculo y tendrás que acudir siempre que requiera tu presencia.
—¡¡Aaaaag!! ¡¡Maldito!! Hablarme así, ¡a mí! Diez mil veces serás condenado si estas cadenas que me atan a ti se rompen. ¡Diez mil veces te destrozaré entre mis espirales hasta que tu negra alma se pudra!
Durante varios minutos el demonio bramó encolerizado. El mago permaneció ante él, impávido, silencioso.
Llegó el momento en que los alaridos frenéticos del leviatán cesaron, y su respiración se redujo a un lento y amenazante rumor.
—Habla —sisearon las voces con timbre venenoso.
—Ha llegado a mi ciudadela un aventurero que porta un anillo adornado con una gema verde —comenzó el hechicero—. La joya se aferra a su dedo y desafía toda tentativa, incluso mágica, encaminada a sacarla. Ha trasportado a ese trotamundos hasta mi fortaleza, aunque no lo deseaba. Quiero saber qué anillo es ése, los poderes que posee, y cómo puedo apoderarme de él.
Los cuellos del demonio culebrearon.
—¿Me has llamado con el único propósito de que identifique un anillo?
—Así es —respondió con calma el mago.
Las cabezas gemelas se inclinaron para acercarse al hechicero.
—Describe la gema.
—Se trata de una esmeralda grande, del tamaño de mi pulgar. Está tallada en tabla, facetada en seis gradas, y es totalmente diáfana, sin imperfección alguna. En la cara superior aparece grabado un símbolo hexagonal, dentro del cual hay otro más pequeño, y un tercero dentro de ese último.
Un silencio denso y opresivo se adueñó de la sala. Tras una pausa, el leviatán se irguió y cada una de las cabezas giró en distintas direcciones. Una de ellas se volvió hacia el respiradero, y el kender reculó y se aplastó contra las sombras de la pared. La testa se detuvo de manera súbita al reparar en el hueco enrejado del conducto del aire. Los ojos despidieron unos destellos rojizos que traspasaron el cuerpo de Tas como lanzas ardientes.
El kender jamás había experimentado el miedo, a pesar de haber presenciado hechos que habrían estremecido de terror a los más avezados guerreros, pero, cuando la mirada del diabólico ser se posó en él, le recorrió por la espalda un prolongado escalofrío que lo dejó sin aliento, y su alma se conmovió con una singular sensación.
Un cruel remedo de sonrisa se dibujó en la faz del demonio, y la cabeza giró con lentitud hacia el hechicero.
—Mago, nada que esté relacionado con ese anillo te incumbe. Dirige tus intereses hacia otros asuntos. Indagas en los extensos confines de lo incógnito e incluso manipulas el destino de otros mundos; mas ni el anillo ni su portador serán de tu incumbencia una vez que se haya puesto hoy el sol.
Sobrevino un tenso y dilatado silencio durante el cual ninguno de los dos oponentes efectuó el menor movimiento. Por fin, fue el hechicero quien rompió el mutismo.
—No es ésa la respuesta que te he pedido.
Pasó un cierto tiempo antes de que se produjese reacción alguna por parte del demonio. Luego, sus cabezas prorrumpieron en una prolongada carcajada.
—He hablado —concluyó con tono cortante, cuando se extinguieron las carcajadas.
Acto seguido, se desvaneció como una sombra más en las tenebrosos tinieblas violáceas.
Mucho después de que hubo desaparecido el leviatán, el mago continuaba de pie frente al círculo con la cabeza inclinada en actitud meditabunda.
Tasslehoff ya había perdido la paciencia y había decidido que tenía que hacer cualquier cosa para romper la tensión o de otro modo iba a reventar, cuando el nigromante giró sobre sus talones y se encaminó hacia el muro del fondo, en el que se abrió una puerta disimulada que se cerró de inmediato a sus espaldas.
El kender, bañado en sudor, se reclinó contra la pared. Si el mago lo capturaba ahora, no tenía salvación. Bajó la vista hacia la esmeralda del anillo mientras se preguntaba cuánto tiempo sería capaz de eludir al hechicero antes de caer en sus garras.
Veinte minutos más tarde, Tas llegó hasta otro agujero enrejado; éste se abría a una biblioteca iluminada por las velas de unos candelabros dispuestos sobre una mesa. Conteniendo la respiración, y a fuerza de forcejear, el kender consiguió escurrirse entre los barrotes y se dejó caer sobre uno de los anaqueles de la librería por el que descendió hasta alcanzar el suelo.
Echó una ojeada curiosa a su alrededor mientras se sacudía el polvo de las manos. Las sombras danzaban de forma grotesca en los muros de piedra y en las altas hileras de estantes repletos de volúmenes patinados, todos ellos encuadernados en pieles exóticas sobre las que aparecían repujados unos símbolos extraños. Al fijarse con más detenimiento en los tomos, la curiosidad, una vez más, se impuso al sentido común.
Con cierta cautela, extrajo un grueso volumen de entre los varios apilados sobre la mesa. Un rápido vistazo a la cubierta le confirmó que la escritura era ilegible, y, con toda seguridad, de naturaleza mágica. Abrió el libro. A la luz temblorosa de las velas, las añejas páginas crujieron, como si se quejaran de la intromisión.
Tasslehoff dio un respingo y cerró de golpe el libro. Receloso, alargó la mano hacia otro tomo, con la esperanza de que no estuviera tan profusa y asquerosamente ilustrado como el anterior. Comprobó con gran alivio que éste estaba escrito en Común, y carecía de cualquier tipo de dibujo o grabado.
—«Compendio de Protecciones Místicas y Símbolos Mágicos para la Invocación de Criaturas de los Reinos Oscuros» —leyó en voz alta. Era evidente que el libro había sido utilizado hasta la saciedad, y ello le dio una idea. Pasó las páginas con rapidez buscando el nombre del ser que se había materializado en la Cámara de los Conjuros. Al final del volumen había un listado de las criaturas a las que se podía invocar, y entre ellas se encontraba el leviatán.
Leyó para sí el capítulo correspondiente, asimilando cada palabra. Las manos se le fueron empapando de sudor frío a medida que su vista recorría los párrafos y su cerebro registraba las implicaciones. Cuando terminó, cerró el volumen y lo colocó de nuevo con cuidado entre el montón de libros, de manera que pasara inadvertida su fisgona intromisión.
—Bien, bien —comentó en voz alta mientras enjugaba las sudorosas manos en los pantalones. Aunque había recuperado parte de su habitual seguridad, estaba todavía bastante tenso—. La invocación es más peligrosa de lo que imaginaba. Si el hechicero se equivoca… ¡puf!, allá va, atrapado en el Abismo para siempre. Los demonios no perdonan…
Sus ojos lanzaron un fugaz destello al considerar algunas variantes sobre tal posibilidad.
Tachó en su mente de manera definitiva la profesión de mago de la lista que había hecho con las que hasta entonces consideraba más excitantes y sugestivas. Mejor sería dejar tales menesteres para tipos como… Un ruido cortó sus reflexiones.
Desde su favorable posición tras los libros apilados, Tas escuchó abrirse una puerta y se echó al suelo con rapidez. Gateó hasta esconderse debajo de la mesa.
El suelo crujió seguido del roce susurrante de los gruesos pliegues de una túnica. Después, sobrevino un denso silencio que se prolongó lo que al kender le parecieron siglos.
—Tasslehoff —llamó una voz insidiosa, pero él no respondió—. Tú, infeliz y miserable tarambana, ¡no tienes escapatoria! —La puerta gimió y se cerró de golpe—. Estabas presente en la Cámara de los Conjuros cuando hablé con el Príncipe de los Demonios. Sabía que te encontrabas allí. Vamos, sal de una vez. Es inútil que te escondas, Tasslehoff.
Se oyó una vez más el roce de las vestiduras, susurrante y lento, detrás de uno de los anaqueles. El kender se apretó contra una de las patas de la mesa; un brillo de excitación le iluminaba las pupilas.
—Estás al otro lado del anaquel, debajo de mi mesa. ¡Sal de una vez! —El tono de voz se había endurecido.
Una sombra larga emergió de la parte posterior de la estantería y se proyectó en la pared opuesta.
—¡Tasslehoff! —El mago levantó una mano y le apuntó con el índice.
Estalló un fogonazo de luz verde que arrojó al kender contra el suelo, a la par que la habitación se desvanecía en un abrir y cerrar de ojos, y otra estancia se materializaba acto seguido. Era la Cámara de los Conjuros. Tasslehoff corrió hacia un rincón en un intento desesperado de escalar el muro, pero resbaló y cayó patas arriba. Entonces se dirigió hacia una puerta con la esperanza de que fuera la salida. A mitad de camino, el kender se frenó en seco y adoptó una postura agazapada, listo para huir de un salto en cualquier dirección.
—Me complace que te hayas reunido aquí conmigo —dijo el mago, desde el umbral de la puerta.
—He de confesar que no alcanzo a comprender el motivo por el que ese anillo te transporta de un sitio a otro. Estás a su merced, y, sin embargo, te protege y te pone fuera de mi alcance. Ha salvaguardado tu vida día tras día para traerte, por último, a mi fortaleza. No sé con qué propósito lo habrá hecho, pero sí sé que, sea el que sea, no me gusta.
Tasslehoff observó a su oponente con la fija atención de un halcón.
—A mí tampoco me hace ninguna gracia, te lo aseguro. Preferiría encontrarme en cualquier taberna de mi ciudad.
—No lo pongo en duda —replicó el hechicero mientras caminaba alrededor del kender con lentitud. Luego, frotándose la mejilla con un sarmentoso dedo, añadió—. No obstante, las circunstancias lo han dispuesto de otra manera. Quiero acabar con esta situación ahora mismo, antes de que el sol se ponga. Eres el primer ser vivo que irrumpe en mi ciudadela, y ello te hace merecedor de un trato muy, muy especial…
—¿Qué te parece si nos hacemos amigos y me permites volver a casa? —propuso Tas, aunque sin mucha esperanza.
El mago esbozó una sonrisa y la piel apergaminada de su enteco rostro se tensó.
—No —fue la seca respuesta.
El kender no esperó más y salió disparado hacia la puerta entreabierta, pero el hechicero efectuó un gesto veloz y Tas se dio de bruces contra la hoja de madera que se había cerrado de golpe. Comprobó, no sin cierta sorpresa, que no se le había roto la nariz, si bien los ojos le lloraban por el encontronazo.
Un resplandor a su espalda le hizo darse la vuelta. Los braseros del círculo mágico ardían y, frente a ellos, la figura oscura del mago, con los brazos en alto, entonaba en voz baja un canto incomprensible.
Como último recurso, el kender registró sus saquillos buscando cualquier cosa que le sirviera para salir de una situación tan peligrosa. Encontró un par de metros de cuerda, una moneda de plata perforada, un pastelillo, un botón de cristal, un yesquero que no era el suyo y que no recordaba cómo había ido a parar a su bolsa, una pluma azul de arrendajo y un canto de río, de unos cinco centímetros de diámetro.
Muchas cosas, pero nada que le proporcionara el milagro que necesitaba…
En ese mismo momento, retumbó el ya conocido rugido. Las vibraciones hicieron que los dientes del kender castañetearan. A continuación se sucedieron las oleadas de frío y calor, que lo alcanzaron de lleno.
Frenético, Tas pateó y aporreó la puerta hasta magullarse los puños y los pies, pero al oír al mago invocar el nombre del demonio, abandonó la lucha, dio la espalda a la puerta y se enfrentó al círculo para presenciar el espectáculo sin perderse detalle. Ya que no tenía escapatoria, al menos haría frente a la situación con el espíritu de un buen aventurero.
Si hubiese sido un simple escribiente, habría disfrutado de una vida más larga, pero tan aburrida que, en cierto modo, prefería que las cosas sucedieran así. Ese pensamiento le dio ánimos para afrontar la silueta escamosa del leviatán, que en ese momento emergía del tenebroso pozo de tinieblas y relámpagos violetas.
Los ojos del demonio lanzaron un destello al volver una de las cabezas hacia Tasslehoff y otra hacia el hechicero.
—¿Dos veces en un mismo día, mago? —Preguntaron sus voces siseantes—. Y, además, vienes acompañado. ¿Acaso me he convertido en una atracción de feria?
—¡Calla y escucha! —Gritó el nigromante—. Es una ofrenda que te hago. ¡Ahí tienes un alma que podrás devorar a tu placer! ¡Te conmino, bajo pena de eterno tormento y humillación, a que regreses al Abismo llevándote contigo a ese kender y lo retengas allí hasta el fin de los tiempos! ¡Obedece!
A Tas le quedó la mente en blanco. Su mano, metida en uno de los saquillos, se cerró sobre el canto rodado que había recogido mucho tiempo atrás por llamarle la atención su tersura. Con un movimiento reflejo y fulminante, sacó la mano y lanzó la piedra.
El hechicero se quedó sin aliento al recibir el impacto en la nuca. Perdido el equilibrio, se tambaleó y, llevándose las manos crispadas a la cabeza, dio un paso vacilante. Uno de sus pies se arrastró sobre los desvaídos dibujos de tiza que lo rodeaban y lo traspasó.
Acto seguido, las runas y símbolos que relucían en el suelo se apagaron como la llama de una vela al consumirse el pábilo.
Silencioso, ávido, uno de los viscosos tentáculos del demonio se extendió y atrapó en el aire al nigromante, que lanzó un espeluznante chillido.
Entonces, las voces del leviatán hablaron, temblorosas y conmovidas por una singular emoción:
—Hace miles de años, se me ocurrió que debería contar con alguna defensa contra quienes planearan abusar de mi rango como Príncipe de los Demonios, contra quienes quisieran utilizarme como un escabel en el que apoyar su arrogancia. Tenía que disponer de algo que, llegado el día, volviera las tornas a mi favor, si tal situación se presentaba.
El tentáculo alzó en el aire al hechicero y lo hizo girar con lentitud, como haría un hombre que tiene cogido un ratón por la cola.
—Fueron muchas las defensas que ideé con ese propósito —continuó el demonio—. Pero la que más me enorgullece es esa joya que llevas en el dedo, kender. —Tasslehoff miró de reojo la sortija. La esmeralda emitía un tenue fulgor—. El anillo se activó sólo en el caso de que precise sus servicios. Defiende al portador del peligro y la muerte, aunque admito que sus métodos resultan a veces un tanto incómodos. Lo transporta a pasos agigantados hacia mi ubicación y rechaza todo intento de extraerlo del dedo hasta que el portador lleve a cabo un acto que sea beneficioso para la consecución de mi más ferviente deseo. Tú has sido el instrumento del que me he servido; un instrumento involuntario, pero absolutamente eficaz.
Tas tenía la mirada prendida en el leviatán. La boca se le había quedado seca al comprender todo el alcance de su acción.
—Quítate el anillo —ordenó el demonio con sus voces roncas—. Serás transportado de vuelta a tu hogar. Ya no te necesito.
Aunque receloso, el kender sacó la sortija, que, al quedar libre, emitió un cegador y fiero destello verde. Acto seguido cayó al suelo y, en el mismo instante, Tas desapareció.
Las diabólicas cabezas se sacudieron, agitadas por unas carcajadas estentóreas. El mago gritó, gritó, gritó…
El kender acabó su bebida y apartó la jarra. Al otro lado de la mesa de la taberna, dos viejos amigos, un hombre y una mujer, parpadearon al interrumpirse la narración.
Kitiara movió la cabeza con gesto dubitativo.
—Es la historia más inverosímil de cuantas nos has contado, Tas. —Una sonrisa burlona se dibujó poco a poco en sus labios—. Estás en plena forma, amigo. Tu imaginación no ha menguado un ápice.
El kender dio un respingo y su rostro evidenció una gran decepción.
—Sabía que no me creeríais —dijo.
Los ojos de Sturm brillaron divertidos al observar al kender.
—¿Hemos de suponer que todo eso es cierto? —Preguntó el caballero—. ¿Quieres decir que conociste al Príncipe de los Demonios, que fuiste responsable de la destrucción de un nigromante, que encontraste y perdiste un anillo mágico, y que has recorrido medio mundo?
Tas asintió con un cabeceo a la vez que una mueca divertida retozaba en su semblante aniñado. Durante unos segundos, sus dos amigos guardaron silencio, intercambiaron una mirada, y después se volvieron hacia él.
—¡Por todos los dioses, Tas! —Resopló Kitiara mientras retiraba la silla y se incorporaba—. Conseguirías que un goblin creyera que los guijarros son piedras preciosas. Me voy a la cama, y soñaré con tu fantástica historieta. Es un buen cuento para dormir.
Sturm carraspeó, algo apurado. El relato era, sin duda, fantasioso, en efecto. Pero no era preciso restregárselo por las narices. Se volvió hacia Tas y esbozó una sonrisa, dispuesto a ofrecerle una disculpa que no llegó a articular.
Kitiara se dirigía hacia la puerta de la posada y el kender la observaba con una singular expresión pensativa.
Su mano izquierda reposaba sobre el tablero de la mesa, cerca de la vela medio consumida. A pesar de la mortecina luz, en su dedo corazón se distinguía sin dificultad una marca pálida y más ancha de la que dejaría cualquier anillo normal. En los bordes de la marca, la piel estaba escoriada y amoratada, como si hubiera intentado sacarse a la fuerza una sortija que hubiera llevado puesta.
Tas, ajeno al minucioso escrutinio del caballero, se volvió hacia Sturm y se encogió de hombros.
—Bueno, es posible que no sea una gran historia, después de todo. Además ya va siendo hora de retirarse. Te veré mañana. —Esbozó una breve sonrisa y retiró la silla.
Sturm se despidió de él con un ademán mientras el kender se dirigía a la puerta.
Tas salió de la posada dejando al caballero a solas con sus pensamientos, y sumido en una gran incertidumbre.