Capítulo 7

Palin entró despacio en el oscuro laboratorio; temblaba de excitación. Echó una rápida ojeada atrás para constatar que Dalamar lo seguía también, por qué no, para alardear ufano de su hazaña. Pero no tuvo oportunidad de disfrutar su triunfo. La puerta se cerró tras él con un golpe seco.

Al verse solo y atrapado en la oscuridad, un terror avasallador le atenazó las entrañas. Buscó desesperado la cerradura de plata e intentó introducir la llave, pero ésta se desvaneció entre sus dedos temblorosos.

—¡Palin! —El grito desgarrado de su padre le llegó amortiguado y lejano. Hubo un tumulto y se escuchó un fuerte golpe, como si algo pesado se hubiera estrellado contra la sólida hoja de madera. A continuación se oyó un cántico mágico.

La puerta tembló. Por los resquicios se colaba una luz brillante.

«Dalamar está lanzando un conjuro», comprendió el muchacho, que se retiró de la puerta como medida de precaución. El golpe que antes había escuchado había sido obra de su padre, sin duda, al arremeter contra la hoja de madera. La puerta, sin embargo, resistió a las embestidas tanto mágicas como físicas.

A espaldas de Palin surgió un brillo tenue. El joven se encogió de hombros y se dio media vuelta. Por mucho que lo intentaran, ni su padre ni Dalamar conseguirían entrar en el laboratorio.

Lo supo con certeza y, no obstante, sonrió tranquilo. Ya no estaba asustado.

Por primera vez en su vida, hacia algo por sí solo, sin tener a su alrededor ni a su padre, ni a sus hermanos, ni a su maestro para «ayudarlo». La idea era excitante. Palin suspiró complacido, se relajó y miró en derredor. Un estremecimiento de felicidad le recorrió el cuerpo.

Sólo en dos ocasiones le habían descrito este cuarto. La primera, Tanis el Semielfo. La segunda, su padre, que, aunque siempre se había negado a hablar de lo ocurrido en el laboratorio aquel día —el día que murió su gemelo—, por fin accedió a las constantes súplicas de su hijo pequeño, y le relató parte de los hecho. Aún entonces, lo hizo con escasas y entrecortadas frases. Tanis fue más explícito, pero hubo pasajes del agridulce relato de ambición, amor y sacrificio que el semielfo eludió, evitando incluso recordarlos.

Aún así, las descripciones de ambos habían sido bastante precisas. El laboratorio era tal como Palin lo había imaginado en sus sueños.

Sin atreverse casi a respirar, el joven se adentró poco a poco en el cuarto mientras examinaba cada detalle.

Nada ni nadie habían alterado la quietud de la estancia en veinticinco años. Como había dicho el elfo oscuro, ningún ser vivo había osado entrar en ella. Una gruesa capa de polvo gris cubría el suelo. Ni siquiera las huellas de ratones rompían la uniforme superficie, tan lisa y suave como nieve recién caída. El polvo revestía también los repechos de las ventanas y en los quicios ninguna araña había tejido su tela, ni ningún murciélago agitaba las correosas alas.

Era difícil determinar el tamaño del cuarto. Al principio le había parecido pequeño, pero, a medida que pasaban los minutos su tamaño parecía agrandarse.

—¿O soy yo quien ha empequeñecido? —Susurró el joven.

«Aún no eres mago. No perteneces a este lugar —clamó su mente, a lo que replicó su corazón—: La verdad es que perteneces a él, más que a ninguna otra parte».

El aire estaba cargado de olor a moho y polvo. Todavía flotaba en él un suave aroma picante que le resultaba familiar.

La luz lanzó destellos en unos tarros de cristal que se alineaban sobre un estante de la pared. Estaban llenos de hojas secas, pétalos de rosas y otras hierbas y especias. Eran componentes para los hechizos.

También se advertía otro olor, y éste no tan agradable: el tufo decadente de la muerte. Los esqueletos de unas extrañas e irreconocibles criaturas yacían enroscados en el fondo de pequeñas jaulas. Palin recordó los rumores acerca de los experimentos llevados a cabo por su tío con el propósito de crear vida, y apartó la vista con premura.

Examinó la enorme mesa de piedra, en cuya superficie pulida aparecían grabadas unas runas. ¿Sería cierto que había sido extraída del fondo del mar, como contaba la leyenda?, se preguntó el muchacho, mientras acariciaba la suave superficie con los dedos, que dejaron un rastro sutil sobre el polvo. Su mano se posó reverente en el alto taburete situado junto a la mesa. Palin se imaginó a su tío sentado en él cuando trabajaba o leía…

Su mirada se detuvo en las hileras de libros de hechizos que ocupaban estantería tras estantería, a todo lo largo de una de las paredes del laboratorio. Los latidos de su corazón se aceleraron. Reconocía los libros por la descripción que de ellos le había hecho su padre. Los de encuadernación azul oscuro y runas plateadas eran los del gran archimago Fistandantilus. Un halo helado irradiaba de los volúmenes. Palin, que tiritaba de pies a cabeza, se detuvo, sin atreverse a acercarse más, aunque sus manos se crisparon ansiosas. Mas resistió el impulso. Sólo un mago de alto rango habría podido tocarlos —únicamente tocarlos—; por lo tanto, era impensable leer los conjuros recopilados en sus páginas. De intentarlo, la encuadernación le abrasaría la piel, y las palabras arcanas destruirían su mente y lo conducirían a la locura.

Con un suspiro de amargo pesar, Palin volvió los ojos hacia otra hilera de volúmenes, los negros con runas plateadas: los de su tío.

Se preguntó qué le pasaría si intentara leerlos. Se adelantó para examinarlos más de cerca y entonces de pronto vio de dónde procedía la fuente de luz que alumbraba el laboratorio.

—¡El bastón! —Masculló entre dientes.

En un rincón, recostado contra la pared, estaba el Bastón de Mago. El mágico cristal de la bola emitía una luz fría y blanca; semejante a la de Solinari, se dijo el joven.

Unas lágrimas de añoranza arrasaron sus ojos, y se deslizaron silenciosas por sus mejillas. Parpadeando para contener el llanto que le nublaba la vista, se acercó al bastón, sin atreverse a respirar, temeroso de que la luz se extinguiera en cualquier momento.

Recordó que el cayado, que Par-Salian había entregado a su tío tras superar la Prueba con éxito, poseía el mágico don de iluminarse al pronunciar una palabra arcana. Pero, según la leyenda, sólo la mano de Raistlin podía tocarlo; de lo contrario, su luz se apagaba.

—Pero mi padre lo sostuvo —musitó el joven—. Y, con la ayuda de mi tío, cerró el Portal e impidió que la Reina de la Oscuridad penetrara en el mundo. Después, se apagó, y nada ni nadie habría conseguido que volviera a iluminarse.

Sin embargo, ahora…

Con un nudo en la garganta y el corazón palpitándole de una manera tan atropellada que le costaba trabajo respirar. Palin alargó una mano trémula hacia el bastón. Si se apagaba, quedaría atrapado en las tinieblas.

Las puntas de sus dedos rozaron la madera.

El resplandor se intensificó.

Los dedos helados del muchacho se cerraron en torno al cayado y lo sujetaron con firmeza.

La bola de cristal relució y derramó su fulgor sobre él, de manera que la blanca túnica resplandecía como si fuera plata fundida.

Al levantarlo, Palin observó extasiado que la fuente de luz crecía, se concentraba en un punto, y lanzaba un destello hacia un apartado rincón del laboratorio; un rincón que, hasta ese momento, había permanecido inmerso en la más profunda oscuridad.

El muchacho avanzó unos pasos y divisó una pesada cortina de terciopelo púrpura que colgaba desde el techo. Las lágrimas se le helaron en el rostro. Un escalofrío le estremeció el cuerpo. No era preciso tirar del dorado cordón de seda que colgaba a un lado del terciopelo, no era necesario correr las cortinas para saber lo que había detrás.

El Portal.

Creados hacía siglos por hechiceros hambrientos de poder y conocimiento, los Portales habían sido la causa de su perdición al abrirles el paso a los dominios de los dioses. Sabiendo las terribles consecuencias que tendrían si caían en manos de algún insensato, los sabios de las tres Órdenes se reunieron y los clausuraron del mejor y único modo que supieron: estableciendo la premisa de que sólo mediante la actuación conjunta de un poderoso archimago de los Túnicas Negras y un clérigo puro de Paladine se abriría el acceso de los Portales. Creyeron, y ése fue su error, que una asociación tan descabellada jamás tendría lugar. Pero olvidaron algo: el amor.

Valiéndose de tal sentimiento, Raistlin persuadió a Crysania, la Hija Venerable de Paladine, para que colaborara con él en la apertura del Portal. Así fue como logró entrar en el Abismo y desafiar a la Reina de la Oscuridad con el propósito de ocupar su puesto. La consecuencia de tamaña ambición en un ser humano habría sido nefasta: la destrucción total del mundo.

Conocedor de ello, Caramon, su hermano gemelo, se arriesgó a penetrar en el Abismo para impedírselo. Y lo hizo. Pero sólo con la colaboración del propio Raistlin.

Conforme a la leyenda, al comprender todo el alcance de su error, el archimago se había sacrificado a sí mismo a favor del mundo. Fue él quien cerró el Portal, frustrando así las ambiciones de Takhisis. Mas el precio que pagó fue terrible: quedó atrapado al otro lado del acceso.

Palin se acercó poco a poco a la cortina, como si una fuerza lo arrastrara en contra de su voluntad. ¿O lo hacía de buen grado? ¿Era el miedo el que hacía inciertos sus pasos, o era la excitación?

En ese instante se escuchó de nuevo la voz susurrante.

—Palin… ayúdame…

¡La voz parecía venir de detrás del cortinaje!

Palin vaciló, se le doblaron las rodillas y tuvo que sujetar al bastón. ¡No! ¡Era imposible! Su padre estaba seguro…

A través de los párpados entrecerrados, vislumbró otra luz al frente. Abrió los ojos sobrecogido y vio un destello multicolor que escapaba por detrás de la cortina.

—Palin… ayúdame…

La mano del joven agarró el dorado cordón con un gesto maquinal. No recordaba haberla movido y, sin embargo, sus dedos se cerraban alrededor de la seda trenzada. Indeciso, miró al bastón y luego volvió la vista hacia atrás, a la puerta del laboratorio.

El tumulto había cesado y ya no se distinguía luz bajo el umbral. Quizá Dalamar y su padre habían renunciado. O quizás el guardián los había…

Palin tembló de pies a cabeza. Debía regresar, renunciar a esta locura. Era demasiado peligroso. ¡Él ni siquiera era mago!

En el mismo instante en que tal idea le pasaba por la mente, la luz del cristal del bastón decreció; o, al menos, así se lo pareció a él.

«No —pensó con resolución—. He de seguir adelante. ¡Tengo que saber la verdad!».

Agarró el cordón de seda con la mano sudorosa y tiró con fuerza. Anhelante, sin respirar, vio cómo la cortina se izaba con lentitud y el resplandor se hacía más deslumbrante conforme el terciopelo se recogía en relucientes dobleces.

Levantó una mano para resguardarse los ojos, y contempló sobrecogido la magnífica, terrible visión. El Portal era un vacío negro al que rodeaban cinco cabezas de dragones metálicas. Talladas por la magia a semejanza de Takhisis, su Oscura Majestad, mostraban las fauces abiertas en un silencioso grito triunfal. Cada una de ellas irradiaba un color diferente: verde, azul, rojo, blanco y negro.

Palin parpadeó, cegado por el fulgor. Los ojos le ardían y tuvo que frotárselos. El brillo de las cabezas se hizo deslumbrante, y en el aire se alzaron unos cánticos.

La primera: De la oscuridad a la oscuridad, el eco de mi voz resuena en el vacío

La segunda: De este mundo al otro, mi voz clama exultante de vida

La tercera: De la oscuridad a las tinieblas, llamo. Bajo mis pies, el suelo es firme

La cuarta: Tiempo detén el curso de tu marcha

Y, por último, la quinta cabeza: Puesto que incluso los dioses se someten al destino, lamentadlo conmigo.

Palin dedujo que se trataba de un conjuro. Su visión se hizo borrosa, y las lágrimas corrieron a raudales por sus mejillas.

Las luces multicolores formaron un torbellino y giraron alrededor del vacío negro que vibraba palpitante.

Aturdido, Palin apretó de manera inconsciente el bastón. Se sentía incapaz de apartar los ojos del Portal ¡La propia oscuridad se movía, giraba en torno a un punto de mayor negrura en el centro del vacío, como el ojo de un huracán sin forma ni sustancia!

Giraba, giraba, giraba…

El tenebroso vórtice empezó a absorber hacia su centro al aire del laboratorio, el polvo, la luz del bastón…

Aterrado, Palin notó que lo arrastraba también a él.

—¡No! —Su alarido se perdió en las negras espirales.

Se debatió, luchó contra la titánica fuerza, pero la atracción era irresistible. Inerme como un bebé que intentara evitar su nacimiento, Palin atravesó la luz deslumbrante, y salió lanzado hacia la pulsante oscuridad.

Las cabezas de los dragones elevaron sus voces en un cántico de alabanza a su Oscura Majestad.

La presión comprimió el cuerpo de Palin, lo aplastó. Unas garras afiladas lo desgarraron en pedazos, miembro por miembro. Un chorro de fuego lo envolvió y socarró su carne hasta los huesos. Una avalancha de agua se precipitó sobre él, y lo arrastró a sus profundidades.

Exhaló un mudo alarido.

Aguardó anhelante la muerte que pondría fin a aquel sufrimiento insoportable.

Su corazón estalló.