Capítulo 15
En aquellos días de principios de verano era como si hubiéramos olvidado a los aldos, como si no importara que siguieran en la ciudad. Después de haber formado una especie de milicia, ciudadanos voluntarios y armados mantenían una estrecha vigilancia en los barracones y los establos de la Consejería de noche y de día, y se relevaban a la hora de montar guardia, mientras en la propia Consejería sólo se hablaba de Ansul, no de los aldos. Había reuniones diarias, importantes y tumultuosas, pero conducidas por personas experimentadas en labores de gobierno, decididas a reinstaurar en Ansul el poder de la política.
Per Actamo se encontraba en el epicentro de esos planes y esas reuniones. Aún no había cumplido los treinta años, pero aceptó el liderazgo como si hubiera nacido para ello. Su vigor e inteligencia impidió a los más veteranos acomodarse en el «modo en que siempre hicimos las cosas». Puso en duda el modo en que siempre se habían hecho las cosas, y preguntó si acaso no podían hacerse mejor; la constitución del Consejo empezó a tomar forma sin las trabas de los habituales prerrequisitos y reglamentaciones. Fui a menudo a escucharle hablar en las reuniones a puerta abierta, y tanto sus discursos como los de los demás me parecieron excitantes y esperanzadores. Per se acercaba a diario a Galvamand para reunirse con el Maestre. Sulsem Cam acudía con su hijo Sulter Cam, por lo general para insistir en que todo debía hacerse como se había hecho siempre; sin embargo, su esposa Ennulo apoyaba las propuestas de Per. Y también el Maestre, aunque de forma más indirecta, intentando siempre obtener un consenso e impedir que las decisiones se vieran lastradas por interminables debates y cruces de opiniones.
Hacían planes para el día de las elecciones cuando una soleada mañana, en apenas una hora, se extendió la noticia por toda la ciudad: un ejército aldo marchaba a través de las Colinas de Isma.
Al principio no fue más que un rumor al que no se prestó atención, el relato de un pastor que había visto a los soldados aldos; no obstante, al rato acudió un remero a la ciudad por el Sundis y lo confirmó. Se había avistado a una hueste de soldados que marchaban por la parte este de las Colinas de Isma, una hueste que con toda probabilidad se encontraba ya en el paso que había sobre las fuentes del río.
Entonces cundió el pánico. La gente echó a correr por la casa gritando: «¡Que vienen! ¡Que vienen los aldos!». El gentío en la Plaza de la Consejería rebullía incesantemente. Volvieron a asomar las armas. Los hombres se apresuraron en dirección a la antigua muralla de la ciudad que discurre por el Canal Este y la puerta donde muere el camino que proviene de las colinas. La muralla estaba medio derruida desde que los aldos conquistaron la ciudad, pero los ciudadanos improvisaron barricadas a lo largo del camino y en el Puente de Isma.
La gente que aquel día acudió a Galvamand estaba asustada y andaba en busca de consejo. Muchos recordaban la conquista de la ciudad, hecho que había sucedido hacía diecisiete años. Per y aquellos que podrían haberlos arengado se encontraban en la Consejería. El Maestre se esforzó por imponer la calma, y ellos atendieron sus palabras; sin embargo, no tardó en llamarme y hablarme a solas en el corredor.
—Memer —dijo—. Te necesito. Orrec no podría atravesar el gentío; lo detendrían y le pedirían que les dijera qué deben hacer. ¿Podrás tú hacerlo por él? ¿Ir a ver a Tirio, a Ioratth? ¿Podrás descubrir qué saben respecto a esa hueste de soldados, y si tienen noticia de que el Gand haya cambiado las órdenes que dio a las tropas? ¿Podrás hacer todo eso y volver aquí a mi lado para repetirme todo cuanto hayas oído?
—Sí. ¿Quieres que les diga algo? —pregunté.
Me miró igual que solía mirarme cuando daba con las palabras adecuadas para una traducción del aritano, no sorprendido, sino profundamente complacido, con admiración.
—No te preocupes, sabrás qué decirles —me aseguró.
Me puse la túnica de chico y me recogí el cabello. Después de lo sucedido, la gente sabía quién era, y no quería que nadie me reconociera y me detuviera para interrogarme, de modo que me disfracé de Mem el bastardo.
Recorrí la calle Galva sin problema alguno, esquivando y empujando a la gente, pero pasado el Puente de los Orfebres no hubo manera, pues la multitud se había convertido en una masa sólida. Bajé la escalera que habíamos tomado aquella noche, recordando el repiquetear de los cascos, el griterío y el olor a humo. Corrí por el canal hasta los diques, crucé por allí y descendí de nuevo la orilla este hasta el lugar desde el que se podía acceder al patio de armas y al hipódromo. Estaban vacíos, desiertos, aunque vi el cordón de soldados aldos de guardia, en lo alto de la Colina de la Consejería, tras los establos. Lo único que podía hacer era subir hasta ese lugar, con el corazón golpeándome en el pecho cada vez con mayor fuerza.
Los soldados permanecieron firmes sin decir una palabra. Me observaron. Un par de ballestas me apuntaron.
Me acerqué a tres metros, me detuve e intenté recuperar el aliento.
Aquellos hombres me parecieron más extraños aún de lo acostumbrado, mucho más de lo que me lo habían parecido en los años que llevaba viendo guardias aldos, o sea, toda la vida. Tenían el rostro cetrino, y el cabello rizado y corto asomaba con timidez bajo el casco, mientras sus ojos te miraban con un azul muy claro. Me observaron impávidos, sin decir una palabra.
—¿Hay un chico llamado Simme en los establos del Gand? —pregunté con un hilo de voz.
Ninguno de los seis o siete hombres que había más cerca de mí en la línea hizo ademán de responder, y el silencio se prolongó durante tanto rato que pensé que realmente no iban a hacerlo. Entonces, el que tenía enfrente, uno que no iba armado con ballesta sino con una espada envainada y en cuya empuñadura apoyaba la mano, dijo:
—¿Y si es así, jovenzuelo?
—Simme me conoce —aseguré.
Me miró como si me preguntara: «¿Y qué?».
—Traigo un mensaje de parte de mi señor el Maestre dirigido al Gand Ioratth. No puedo superar a la multitud. No puedo franquear las líneas. Es urgente. Simme dará fe de mí. Decidle que soy Mem.
Los soldados intercambiaron miradas y murmuraron unos instantes.
—Dejad pasar al chico —ordenó uno.
Los otros, sin embargo, dijeron que no, hasta que finalmente el espadachín que se encontraba cerca de mí se ofreció a escoltarme.
De modo que lo seguí y dimos la vuelta a los establos hasta llegar a la parte posterior. Lo ocurrido durante aquellos minutos prácticamente se me ha borrado de la memoria. Estaba tan concentrada en lo que tenía que hacer que no me pareció importante reparar en cómo había llegado allí, de modo que los detalles quedaron envueltos en una bruma levantada por la ansiedad y el apremio. Recuerdo algunos detalles con claridad. Pero recuerdo a Simme entrando en el cuartucho al que me había llevado el soldado a ver a su oficial. Simme saludó al oficial y permaneció firme.
—¿Conoces a este joven? —preguntó el oficial.
Simme me miró de reojo sin volver la cabeza. Le mudó totalmente la expresión del rostro. Se le ablandó, igual que cuando Sosta contemplaba a Orrec. Le temblaron los labios.
—Sí, señor —dijo.
—¿Y?
—Es Mem. Es un mozo.
—¿De quién es mozo?
—Pertenece al poeta y a la mujer de la leona. Acudió aquí acompañándolos. Vive en la casa endemoniada.
—Estupendo —dijo el oficial.
Simme siguió inmóvil. Volvió la mirada hacia mí, una mirada suplicante. Estaba pálido y no tan granujiento. Parecía cansado, tenía el mismo aspecto que mucha gente en Ansul, sencillamente porque estaba hambriento.
—¿Traes un mensaje que Caspro el poeta dirige al Gand Ioratth? —me dijo el oficial.
Asentí. El nombre de Caspro el poeta constituiría una contraseña más segura que el de Galva, el Maestre.
—Comunícamelo.
—No puedo. Es para el Gand. O para Tirio Actamo.
—¡Obatth! —exclamó el oficial. Al cabo de un instante, comprendí que era un juramento. Me miró de nuevo de arriba abajo—. Eres aldo —dijo.
No respondí.
—¿Qué es eso que se rumorea ahí fuera acerca de una hueste alda que se dispone a cruzar el paso?
—Aseguran que hay una hueste.
—¿Cuántos hombres?
Me encogí de hombros.
—¡Obatth! —exclamó de nuevo. Era un hombre bajito de piel curtida, no era joven y también él parecía hambriento—. Presta atención. No puedo llegar hasta los barracones. La gente de la ciudad ha formado una línea que nos separa. Si puedes atravesarla, adelante. Llevarás también un mensaje de mi parte. Di al Gand que aquí somos noventa hombres y todos los caballos. Nos sobra el forraje, pero andamos escasos de comida. Ahora, marchaos. ¿Has entendido el mensaje, cadete?
—Sí, señor —respondió Simme. Vi cómo se le hinchaba el pecho al contener el aliento. Saludó de nuevo, giró sobre los talones y salió caminando a buen paso. Lo seguí, y el oficial me siguió a su vez.
El oficial nos acompañó para que nos dejaran pasar, y luego nos acercó hasta la línea formada por los ciudadanos de Ansul. Busqué algún rostro conocido. Marid no estaba, pero sí su hermana Remi, y hablé con ella para que nos dejaran pasar.
—Traigo un mensaje del Maestre para lady Tirio. —Bastó con esas palabras.
En cuanto nos adentramos entre el gentío de ciudadanos que había en la plaza tuvimos que espabilarnos. Por suerte, Simme no llevaba uniforme, salvo un nudo azul en el hombro. Una vez alguien exclamó: «¿Esos de ahí son niños aldos?», pues el cabello nos delataba; sin embargo, logramos escabullimos entre el gentío. Empujamos, dimos algún que otro codazo y nos maldijeron al doblar el extremo este de los establos; salvamos los escalones que había al pie de la Plaza de la Consejería y, luego, tuvimos que enfrentarnos de nuevo al cordón de ciudadanos que se habían situado cerca de los barracones. Por suerte encontré de nuevo a un conocido, Chamer, uno de los viejos amigos de Gudit, aunque no recuerdo qué le dije para que nos dejara pasar. Chamer habló con el guardia aldo que tenía más cerca. Luego franqueamos ambas líneas, y otro guardia nos condujo a través del patio de armas hasta los barracones, llamando a voz en cuello al padre de Simme.
Vi que el padre se nos acercaba corriendo. Simme se detuvo ante él bien tieso e intentó saludarlo, pero no pudo porque su padre lo abrazó con fuerza.
—Victoria se encuentra bien, padre —dijo entre lágrimas Simme—. He procurado que hiciera todo el ejercicio posible.
—Estupendo —dijo su padre sin soltarlo—. Bien hecho.
Otros hombres y oficiales salieron de los barracones, de modo que nos acompañó una numerosa escolta a través de los edificios altos. Siempre que un oficial nos daba el alto, allí estaban Simme y su padre para dar fe de que yo acudía desde la casa endemoniada, donde se alojaba el poeta Orrec Caspro, con un mensaje de su parte. Luego cruzamos frente a los últimos edificios y los oficiales y soldados se apartaron. Vi a Simme observándome cuando me enviaron sola al interior. Pasé de largo al guardia de la puerta, y entré en una estancia alargada con amplios ventanales que miraban a la curva que trazaba el Canal Este. Tirio Actamo se acercó a saludarme.
Al principio no me reconoció, hasta tal punto que tuve que decirle mi nombre. Me tomó de las manos y luego me abrazó; tampoco yo estaba muy lejos de las lágrimas, de puro alivio. Sin embargo, antes debía entregar mi mensaje.
—Me ha enviado el Maestre. Necesita averiguar qué sabe el Gand acerca de la hueste alda procedente de Asudar.
—Será mejor que hables en persona con Ioratth, Memer —aseguró Tirio.
Aún tenía el rostro hinchado y macilento, y la cabeza parcialmente cubierta por una venda, aunque le sentaba bien, como si fuera una especie de sombrerito; no había nada en el mundo capaz de afearla, y la envolvía un aura de placidez y dulzura que bastaba para reconfortar los corazones sólo con escucharla. Quizá por ello estaba menos asustada de lo que habría estado cuando me llevó a través de la estancia hasta la cama donde yacía el Gand Ioratth.
Estaba medio incorporado bajo una pila de almohadas. Habían colgado una tela roja del techo alrededor de la cama, de modo que al acercarme tuve la sensación de entrar en una tienda. Asomaban de las sábanas los pies y las piernas del Gand, cubiertas de quemaduras y costras renegridas; bastaba con verlas para que a una le doliera todo el cuerpo. Me observó como un halcón en cautiverio.
—¿Y éste quién es? ¿Eres aldo o de Ansul, muchacho?
—Soy Memer Galva —me presenté—. Vengo a verte de parte del Maestre, Sulter Galva.
—¡Ajá! —exclamó el Gand. La mirada se volvió penetrante—. Te he visto antes.
—Acompañé a Orrec Caspro cuando recitó para ti.
—Eres alda.
—Si yo tuviera un hijo, también dirías que es aldo —intervino Tirio con suavidad.
Él compuso una mueca mientras encajaba aquellas palabras.
—¿Qué mensaje me traes, pues, si es que te envía el poeta?
—Fue el Maestre quien lo hizo —maticé.
—Si Ansul tiene un líder, Ioratth, ése es Galva el Maestre —dijo Tirio—. Orrec Caspro es un invitado en su casa. Sería conveniente que ambos os mantuvierais en contacto.
—¿Por qué te ha enviado? —me preguntó el Gand tras lanzar un gruñido.
—Para averiguar si sabes por qué acuden esos soldados de Asudar, cuántos son y si darás nuevas órdenes a tus hombres cuando lleguen.
—¿Nada más? —preguntó el Gand, que se volvió a Tirio—: ¡Por Dios que este joven tiene temple! Será familiar tuyo, sin duda.
—No, mi señor. Memer es hija de la familia de Galvamand.
—¡Hija! —exclamó el Gand, cuya mirada penetrante se convirtió en perpleja, para finalmente pestañear—. De modo que es una mujer —dijo, casi resignado. Rebulló incómodo y compuso una mueca, antes de frotarse la cabeza de pelo rizado y medio quemado—. ¿Y de veras crees que me dispongo a enviarla de vuelta a Galva con una lista de mis estrategias e intenciones?
—Memer, ¿los ciudadanos asaltarán los barracones? —me preguntó Tirio.
—Si la gente ve a una hueste descender por el Camino Oriental, creo que lo harán —respondí.
Aquella mañana había oído consignas en todas partes a ese respecto: acabar con los soldados presentes en la ciudad, antes de que llegasen los refuerzos. ¡Conquistar la ciudad antes de que la reconquisten!
—No es una hueste —dijo el Gand malhumorado—. No es más que un mensajero del Gand de Gands. Envié a buscarlo hace dos semanas.
—Creo que sería mejor que la gente de la ciudad lo supiera —opinó Tirio con la misma suavidad de siempre.
—¡Y pronto! —añadí.
—O sea que pensáis que mi rebaño anda alborotado, ¿no? —preguntó cáustico, con un sarcasmo dirigido en parte a sí mismo.
—Sí, lo está —aseguré.
—Se han vuelto leones, ¿eh? —preguntó con el mismo tono, dirigiéndome otra mirada. Permaneció ceñudo unos instantes y luego añadió—: Si eso es malo, querría que se acercara un ejército... Hasta donde yo sé lo es, aunque tengo dudas.
—Sería conveniente averiguarlo, mi señor —sugirió Tirio.
—¿Y cómo se supone que voy a hacerlo? Aquí estamos encerrados. Los idiotas que fortifican el puente de ahí abajo podrían enviar exploradores camino arriba, a caballo, para espiar el tamaño del ejército.
—Estoy segura de que así se ha hecho —dije, herida—. Puede que los soldados los hayan matado.
—Pues tendremos que arriesgarnos hasta que lo sepamos —dijo el Gand—. Yo me apuesto algo a que no es un ejército, sino un mensajero acompañado de una tropa de quince o veinte guardias. Dile eso a tu Maestre. Dile que contenga a sus ovejas leonadas antes de que marchen en estampida, si puede. Que venga aquí, a la plaza, con Caspro el poeta, si éste lo desea. Yo me haré llevar allí, y podremos hablarle a la gente. Calmarla. He oído que Caspro lo hizo el otro día, que los tranquilizó con el relato de Ura y Hamneda. ¡Por Dios que es un hombre valiente!
Recordé con cuanta corrección, incluso con cuantas florituras, había hablado el Gand en público con Orrec y sus oficiales. Ahora se mostraba duro y directo, sin duda por el dolor que sufría, puede que también porque hablaba con mujeres. Intenté responder con una educación distante, pero me encendí a medida que hablaba:
—El Maestre no cumple tus órdenes, señor, y es amo de su casa. Si quieres su ayuda para mantener la paz, lo mejor será que tú mismo acudas a verlo.
—Sulter Galva está tan malherido como tú, Ioratth —apuntó Tirio.
—¿De veras? ¿De veras?
—Como consecuencia de la tortura a la que fue sometido cuando fue preso de tu hijo —dije.
Al anciano le había exasperado mi insolencia, pero al escuchar aquello me miró, me dedicó una larga mirada que luego apartó. Al cabo de un rato, dijo:
—Muy bien, pues. Iré. Ordena que traigan el palanquín, una silla, algo. Diles que queremos un parlamento abierto en ese lugar, como se llame..., Galvamand. No tiene sentido echarlo todo a perder... Ya ha habido bastante... —No terminó la frase. Se recostó en las almohadas, el rostro desvaído, torvo.
Organizar un parlamento iba a requerir de otro parlamento, dada la confusión que reinaba en la ciudad. Ioratth conversaba con varios de sus oficiales, a quienes daba órdenes, cuando oímos la trompeta, dulce y aguda, lejos, al este, al otro lado del canal. A ella respondió otro toque de trompeta procedente de los barracones.
En cuestión de minutos, se informó de que se había avistado a la hueste de los aldos: tal como el Gand esperaba, no era más que una tropa compuesta por veinte jinetes, más o menos, que asomaba por las colinas con los estandartes al viento. Alcanzamos a oír el rumor de la multitud congregada tanto en la Colina de la Consejería como en las calles que conducían al Canal Este. Dado que ningún ejército seguía a esa tropa, al menos el rumor de la multitud no pasó de ser eso, un rumor.
Desde la ventana sureste del edificio principal de los barracones pudimos ver la Puerta del Río y el Puente de Isma. Tirio y yo vimos llegar a la tropa, detenerse frente a la muralla medio derruida, y hablar con los ciudadanos que protegían y fortificaban el puente. La cosa llevó su tiempo. Finalmente, se permitió cruzar la puerta a un aldo, a pie, escoltado por treinta o cuarenta ciudadanos. Cruzó el puente y se dirigió al cordón que protegía los barracones. Vi que llevaba una vara de madera blanca, que gracias a los libros sabía que identificaba al mensajero.
—Aquí llega tu mensajero, mi señor —anunció Tirio al Gand.
Y antes de que hubiera pasado mucho rato, el oficial cubierto por la capa azul entró a largos trancos en la estancia, vara en mano, escoltado esta vez por un tropel de soldados. Una vez dentro saludó al Gand.
—De parte del Gand de Gands e Hijo del Sol, sacerdote supremo y rey de Asudar, yo, lord Acray, traigo un mensaje dirigido al Gand de Ansul, lord Ioratth —dijo con aquella voz a la vez modulada y arrolladora que algunos aldos tienen al hablar en público.
El anciano Gand se incorporó más sobre las almohadas, apretando los dientes, se inclinó un poco a modo de saludo y dijo:
—Sea bienvenido el mensajero del Hijo del Sol, nuestro muy honrado lord Acray. Retírate, Polle —ordenó al capitán de la tropa que lo había escoltado al interior de la estancia. Miró en torno, buscando a Tirio, a mí y a Ialba, que también se hallaba presente, y dijo—: Fuera.
Estuve a punto de gruñir como Shetar, pero seguí a Tirio como una cordera.
—Nos contará qué le ha dicho ese hombre en cuanto se haya ido —me aseguró Tirio—. Ahora que tenemos un rato, dime ¿tienes hambre?
Estaba hambrienta y sedienta después de mi azarosa travesía por la ciudad. Me trajo lo poco que podía ofrecerme: agua, un pedazo de pan negro muy seco y un par de higos negros aún más secos.
—Raciones de asedio —me dijo Ialba con una sonrisa.
Me lo comí procurando prestarle la atención que merecía semejante muestra de generosidad por parte de quienes no tenían mucho que ofrecer, de modo que no dejé caer una sola miga de pan.
Oímos que el mensajero partía, y enseguida voceó el Gand desde el interior:
—¡Entrad!
«¿Qué somos? ¿Perros?», pensé. Pero obedecí, acompañando a Tirio y a Ialba.
Encontramos a Ioratth sentado en la cama, muy derecho, con el rostro cetrino como febril.
—Por Dios, Tirio, creo que vamos a librarnos de ésta —dijo—. ¡Alabado sea Dios! Escucha. Quiero que vayáis al palacio endemoniado, adonde quiera que esté el jefe, el que esté a cargo de la multitud, y que le digáis lo siguiente: no acudirán más tropas de Asudar. No vendrá ningún ejército de Asudar, siempre y cuando la ciudad mantenga la paz. Diles que el Gand de Gands ofrece a sus súbditos de Ansul librarlos por completo de las contribuciones desmedidas. En su lugar, Ansul sólo pagará impuestos al tesoro de Medron, en calidad de protectorado de Asudar. El Hijo del Sol me ha honrado con el título de príncipe legado del protectorado. Dentro de poco invitaré a los principales de Ansul a reunirse conmigo para disponer nuestras órdenes relativas al gobierno de la ciudad y a los tratados comerciales con Asudar. Cierto número de tropas permanecerá aquí, en calidad de guardia personal, para proteger la ciudad de elementos subversivos, así como de una posible invasión orquestada por Sundraman o cualquier otro lugar. La gran mayoría de nuestras tropas regresará a Medron cuando se tenga la seguridad de que Ansul acata nuestras órdenes. Y ahora, veamos: ¿hay alguien en esta condenada ciudad capaz de representarla y actuar en consecuencia?
—Yo podría llevar el mensaje al Maestre —me ofrecí.
—Pues hazlo. Será mejor que arrastrarme por toda la ciudad en un carro. Hazlo y regresa con la respuesta. Regresa con algunos hombres con quienes pueda parlamentar. ¿Por qué me envían niños, o niñas, por Dios?
—Porque aquí las niñas y las mujeres son ciudadanas de pleno derecho, en lugar de ser perros o esclavos —repliqué—. ¡Y si supieras escribir, podrías enviar tú mismo esas órdenes al Maestre y leer tú mismo su respuesta! —exclamé sacudida por la ira.
El Gand me dedicó una mirada acerada y me hizo un gesto para que me retirara.
—Tirio, ¿la acompañarás? —preguntó.
—Iré con Memer —dijo ésta—. Creo que será lo mejor.
Vaya si fue lo mejor. Todo cuanto alcancé a escuchar, lo único que escuché del mensaje del Gand, era que se nos ordenaba pagar impuestos a Asudar, someternos en calidad de protectorado al enemigo, en lugar de recuperar nuestra libertad, y que teníamos que seguir haciendo lo que dijeran los aldos.
Tuve que escuchar lo que Tirio comunicó al Maestre cuando regresamos a Galvamand, y lo que él dijo a la gente, y lo que la gente dijo al respecto durante todo el día, antes de ser capaz de comprender que, de hecho, Asudar nos ofrecía la libertad, aunque hubiera que pagar un precio; y eso mi gente lo consideró sencillamente una victoria.
Quizá pudieron verlo con tanta claridad porque comportaba un precio, en dinero y en acuerdos comerciales, asuntos que mis compatriotas entendían a la perfección.
Puede que yo experimentase tanta dificultad para entenderlo porque nadie moría con arrojo por ello. No había héroes luchando en Monte Sul. Ni discursos encendidos pronunciados en la plaza. Sólo dos hombres de mediana edad, ambos cojos y malheridos, enviándose mensajes de una punta a otra de la ciudad, cautos y diplomáticos, elaborando un acuerdo. Y riñas en la Consejería. Y un montón de conversaciones, discusiones y quejas en los mercados.
Y la fuente de la que surgía el agua en el antepatio de la Casa del Oráculo.
Y los templos de Ansul, las casitas de los dioses y los espíritus, los altares en las esquinas de las calles y en todos los puentes, reconstruidos por fin, puestos al descubierto, limpiados, vueltos a labrar, decorados con flores. La Piedra de Lero estaba tan cubierta de ofrendas que en ocasiones apenas podías verla. En la Festividad de Iene, el solsticio, hombres y muchachos entraban en procesión en la ciudad con guirnaldas de roble y sauce, guirnaldas que luego colgaban de las puertas de las casas, mientras las mujeres bailaban en los mercados y en las plazas, y cantaban las canciones de Iene. Las ancianas enseñaban a las jóvenes como yo, que no conocíamos los pasos de baile ni las canciones.
Durante todo aquel verano siguió acudiendo gente a la ciudad procedente de toda Ansul. A menudo lo hacían siguiendo a las tropas de soldados aldos que habían estado apostados en las poblaciones septentrionales, y que se reunían aquí antes de partir de nuevo a través de las colinas de vuelta a Asudar. Mis paisanos venían a ver qué había sucedido en la capital, y también para tomar parte en las elecciones; después acudieron los mercaderes y los vendedores. A principios de otoño, el Maestre de Tomer vino a pasar una temporada con el Maestre de Ansul. Ista vivió con una inquietud apasionada aquellas dos semanas, asegurándose de que no faltase de nada y de que todo estuviese a la altura de lo que la Casa de Galva podía ofrecer.
Por aquel entonces, el Consejo se reunía de forma regular, y Galvamand ya no era el epicentro de la planificación política y la toma de decisiones. Tan sólo era la residencia del Maestre, donde se hablaba largo y tendido del comercio, el transporte de heno y las ferias de ganado, y de lo que podías obtener en Medron o Dur a cambio de albérchigos u olivas en salmuera. La primera decisión que tomó el recién electo Consejo fue la del nombramiento del Maestre de Ansul, en la que se votó unánimemente a Sulter Galva; y con el puesto destinaron fondos para el mantenimiento de la Casa. Nada del otro mundo, aunque a nosotros, que habíamos cuidado del lugar, se nos antojó una suma inverosímil y una muestra alentadora de la diferencia existente entre pagar un tributo como Estado súbdito de Asudar y pagar impuestos como protectorado.
Me había equivocado totalmente acerca del mensaje del Gand. Lo había juzgado equivocadamente, y con el mensaje también lo había prejuzgado a él. Quise rechazar el paternalismo, la manipulación, el compromiso: la política. Quise liberarme de todas las ataduras, desafiar al tirano. Quise odiar a los aldos, expulsarlos lejos, destruirlos... Mi juramento, la promesa hecha cuando tenía ocho años ante los dioses y ante el alma de mi madre.
Había roto aquella promesa. Había roto mi juramento. Roto enmienda roto.
El mensajero del Gand de Gands regresó a Medron días después de que yo llevase el mensaje a Ioratth. Contaron con una escolta cercana al centenar de soldados, al mando del padre de Simme, y Simme cabalgó a su lado, de vuelta a casa. Había pedido a Ialba y a Tirio que me contaran lo que pudieran averiguar acerca de ambos, y eso es lo que me contaron. Nunca volví a ver a Simme después de que ambos atravesáramos juntos los cordones que formaban los ciudadanos en la Plaza de la Consejería.
Aquella tropa que escoltó al mensajero de vuelta a Medron también llevó un prisionero en uno de los carros de provisiones: Iddor, hijo de Ioratth. Viajó encadenado, o eso nos contaron, ataviado como un esclavo, con el cabello y la barba largos, lo que para los aldos constituye un símbolo de vergüenza y desgracia.
Tirio nos contó que Ioratth no había visto siquiera a su hijo desde que éste lo traicionara, no había permitido a nadie preguntar qué debía hacerse con él, ni pronunciar su nombre. Sin embargo, había ordenado que liberaran a los sacerdotes de prisión, incluso aquellos que fueron apresados junto a su hijo. En virtud de esta muestra de indulgencia, los sacerdotes habían intentado interceder en favor de Iddor, con el cuento de que ellos e Iddor habían ocultado a Ioratth en la sala de torturas para salvaguardarlo de la venganza de la muchedumbre. Ioratth les había ordenado guardar silencio y retirarse.
Desde que su Gand había sido víctima del incendio, desde que se había quemado y descarnado, sus soldados lo consideraban claramente favorecido por su Dios Ardiente, sagrado como cualquiera de los sacerdotes. Al caer en la cuenta de la desventaja que sufrían, la mayoría de los sacerdotes escogieron regresar a Asudar con aquel primer contingente de tropas. Así que los capitanes de Ioratth, pues éste se había desentendido totalmente del tema, decidieron que lo mejor que podían hacer con aquel prisionero que constituía un estorbo, su hijo, sería enviarlo también de vuelta a la capital, con la esperanza de que el Gand de Gands tomase una decisión al respecto.
Me decepcionó aquel desenlace torpe y ambiguo. Quería tener la certeza de que Iddor sería castigado tal como se merecía. Sabía que los aldos despreciaban la traición, y que aquella traición concreta de un hijo hacia su padre los había conmocionado. ¿Acaso lo torturarían, igual que habían torturado a Sulter Galva? ¿Lo enterrarían vivo, tal como habían hecho con tantas personas en Ansul, arrastradas a las marismas que había al sur de la ciudad, para ser sepultadas en el húmedo y salado fango hasta que se asfixiaran?
¿Quería que lo torturaran y lo enterraran vivo?
¿Qué era lo que quería? ¿Por qué fui tan infeliz aquel soleado verano, el primero en que vivíamos en libertad? ¿Por qué tenía la sensación de que nada se había resuelto, de que nada se había ganado?
Orrec conversaba en el Mercado del Puerto. Era una cobriza tarde de otoño, sin viento. Sul se alzaba blanca sobre el estrecho cubierto de azul oscuro. Todos los habitantes de la ciudad se habían congregado para escuchar al poeta. Recitó parte del Chamhan, y ellos pidieron más y no le permitieron retirarse. Yo estaba demasiado lejos para escucharlo bien, y me sentía inquieta. Abandoné al gentío. Caminé sola por la calle Oeste. No me crucé con nadie más. Había dejado atrás a todo el mundo, apiñado en el mercado, escuchando al poeta. Toqué la Piedra del Umbral y entré en casa. La crucé hasta más allá de las dependencias del Maestre, hasta la parte trasera, hasta los oscuros corredores. Dibujé las palabras en el aire ante la pared y la puerta se abrió, y entré en la habitación que comparten los libros y las sombras.
Llevaba meses sin entrar. Estaba como siempre: la luz tenue de las claraboyas, el ambiente silencioso, los libros en su paciente e imponente disposición y, si prestaba atención, el leve rumor del agua en la cueva que se abría en el extremo sombrío. No había libros en la mesa. No había nada que indicase la presencia de alguien allí. Sin embargo, sabía que la habitación estaba llena de presencias.
Tenía intención de leer el libro de Orrec; pero, cuando me situé ante las estanterías, se me disparó la mano hacia el libro en el que había estado trabajando la pasada primavera, la noche antes de la llegada de Gry y Orrec, un texto en aritano titulado Elegías. Son breves poemas de duelo y alabanza escritos en recuerdo de personas que murieron hace mil años. Por lo general no figuran los nombres de los autores, lo único que conocemos de las personas mencionadas en los poemas es lo que dice el poeta.
Uno de ellos reza: «Sullas mantuvo bien la casa, hasta tal punto que el empedrado relucía, y ahora ella habita esta morada de silencio, y yo escucho con la esperanza de oír sus pasos».
Otro, el que había intentado comprender cuando dejé de leer, trata de un adiestrador de caballos; el primer verso reza lo siguiente: «Seguro que donde esté, ellos lo rodean, sombras de largas crines».
Me senté a la mesa, en mi lugar de siempre, con ese libro y el diccionario de aritano, con sus notas en los márgenes escritas por tantas manos a lo largo de los siglos, e intenté descifrar qué decían aquellos versos.
Cuando comprendí el poema tan bien como pude, y lo hube memorizado, se estaba apagando la luz de las claraboyas. El Día de Lero, el equinoccio, había pasado ya, de modo que los días se volverían más y más cortos. Cerré el libro y permanecí sentada a la mesa, sin encender la vela; permanecí allí sentada, invadida por primera vez en mucho tiempo de una sensación de paz, de hallarme en el lugar adecuado. Me dejé invadir por ese sentimiento, dejé que me penetrara y se extendiera por todo mi cuerpo. A medida que lo hacía, fui capaz de pensar lenta y claramente, no tanto con palabras sino con la conciencia de lo que era importante, viendo qué debía hacerse, pues tal es el modo en el que discurro. Llevaba meses sin pensar de ese modo.
Por ello, cuando me levanté para salir de la habitación, me llevé un libro, algo que no había hecho antes. Me llevé el Rostan, aquél al que yo llamaba Rojo Reluciente cuando era una cría que levantaba muros y cuevas de osos con la ayuda de los libros.
Había oído a Orrec hablar largo y tendido de él, y no hacía mucho; decía que era una obra perdida de la poeta Regali. El Maestre no había respondido a sus palabras.
Nunca le había contado nada a Orrec acerca de los libros que había en la habitación secreta. Que yo supiera, tan sólo el Maestre y yo conocíamos la existencia de aquella estancia.
La gente no conocía más que vagamente lo que el oráculo decía por medio de los libros, y sólo gracias a la voz que habían escuchado; sin embargo, no pedían saber más acerca del misterio, no querían asomarse a él, sino que se mantenían al margen. Después de todo, durante años, los propios libros habían sido malditos y prohibidos, objetos cuya sola existencia era peligroso conocer. Y aunque nosotros en Ansul vivimos cómodamente entre las sombras de nuestros muertos, no es que tengamos un paladar muy fino para lo extraordinario. Hasta cierto punto, Sulter Galva, el Lector, era reverenciado, igual que yo, pero la gente quería tratar con Sulter Galva, el Maestre. El oráculo había hecho su trabajo, nos habíamos liberado y ahora ya podíamos volver a dedicarnos a nuestros asuntos.
Pero mis asuntos eran algo diferentes, algo que finalmente había comprendido, sentada a la mesa de lectura, con un libro cerrado en las manos.