Capítulo 8
Aquella noche, Ista preparó uno de sus platos especiales, lo que llamamos uffu, pastelillos rellenos con un poco de cordero o riñón, patata, verdura y hierbas, todo ello frito en aceite. Estaban crujientes, grasientos y deliciosos. Ista se mostraba agradecida con Orrec y Gry no sólo por haber proporcionado carne a la cocina, puesto que compartíamos la cena de Shetar, sino porque eran nuestros invitados y su sola presencia honraba y dignificaba nuestra casa; además, le encantaba que hubiera alguien para quien guisar. Alabaron el uffu mientras ella se encogía de hombros, mascullaba algo ininteligible y criticaba abiertamente el plato que acababa de preparar, acusándolo de estar demasiado hecho. También dijo que no había forma de conseguir aceite decente, como el que teníamos en los viejos tiempos.
Después de cenar, el Maestre nos llevó, a nuestros invitados y a mí, a la galería trasera, donde de nuevo nos sentamos a charlar. Tres de nosotros nos mostramos muy curiosos por saber qué había dicho el Gand Ioratth a Orrec bajo la palmera (helechos, en realidad, pues no teníamos palmeras). Orrec estaba más que dispuesto a satisfacer esa curiosidad, y es que tenía noticias.
Dorid, Gand de Gands, sacerdote supremo, rey de Asudar y comandante de todas las huestes de los aldos durante casi treinta años, había fallecido. La causa de su muerte se atribuyó a un ataque de corazón, y se había producido hacía un mes en su palacio de la ciudad desierto de Medron. Su sucesor era un hombre llamado Acray, su sobrino, o eso se decía. Puesto que los reyes de Asudar eran sacerdotes supremos, y los sacerdotes de Atth eran oficialmente célibes, también oficialmente un rey no podía tener hijos, únicamente sobrinos. Otros sobrinos o aspirantes al trono habían disputado el derecho de Acray de sucederlo en el trono, y habían sido asesinados en algún que otro levantamiento, cuando no discretamente. Medron había pasado algún tiempo sumida en los altercados, pero a esas alturas Acray había asido con firmeza las riendas del poder como Gand de Gands de toda Asudar.
Y ello agradaba mucho al Gand Ioratth. A juzgar por sus palabras, Orrec comprendió que el nuevo rey sacerdote era menos sacerdote y más rey de lo que había sido Dorid. Las facciones de palacio que habían intentado mantener a Acray apartado del trono eran, al igual que Dorid, seguidores del culto del Millar de Fieles, aquellos que habían declarado una guerra del bien contra el mal, llamando a la invasión de Ansul para encontrar y destruir la Boca de la Noche.
Por lo visto, los seguidores de Acray no creían demasiado en la existencia de la Boca de la Noche, sobre todo desde que el ejército invasor se había mostrado incapaz de encontrarla. Consideraban que la ocupación de Ansul, si bien había reportado ciertos beneficios y productos de lujo a Medron, suponía un serio menoscabo a los recursos del ejército aldo y además era una empresa espiritualmente cuestionable. Los aldos eran una raza aparte que moraba en el desierto y poseía el singular favor de su único dios. Siempre se habían mantenido apartados para no contaminarse en el trato con los no creyentes. Continuar viviendo entre paganos equivalía a poner en riesgo su alma.
Entonces, ¿qué debían hacer los aldos de Ansul?
Ioratth, que había reflexionado en voz alta en presencia de Orrec, había hablado sin tapujos. La cuestión, tal como él la veía, era qué resultaría más grato a Atth: ¿debía el nuevo Gand de Gands llamar de vuelta a Asudar a las tropas con todo el botín que fuesen capaces de llevar? ¿O debían traer colonos para que se establecieran definitivamente en Ansul?
—Lo expuso tal cual —dijo Orrec—. Evidentemente, el nuevo regente ha preguntado a Ioratth qué opinión le merecía este dilema, por tratarse de alguien que ha vivido estos últimos años aquí, entre paganos. Ioratth me considera un observador imparcial y desinteresado. Pero ¿por qué lo hace? ¿Y por qué confía en mí con sus condenadas indecisiones? ¡Yo también soy pagano!
—Porque eres un poeta —respondió el Maestre—. Por tanto, para los aldos, siempre dices la verdad y eres un vidente.
—Puede que no tenga a nadie más con quien hablar —dijo Gry—, Y seas o no un vidente, lo cierto es que sabes escuchar a los demás.
—Y guardar silencio —dijo Orrec con cierta amargura en el tono de voz—. ¿Qué debo responder?
—No sé qué puedes decir a Ioratth —dijo el Maestre—. Pero podría ayudarte conocer lo poco que sé acerca de él. En primer lugar, tomó a una mujer de Ansul como esclava, una concubina, aunque se dice que la trata honorablemente. Se llama Tirio Actamo y es miembro de una familia importante. La conocía de antes de la invasión. Es preciosa y muy lista, una joven con nervio. Lo único que sé ahora de ella son las habladurías que me llegan por terceros, y esos rumores afirman que Ioratth la trata como a su esposa, y que ella ejerce una gran influencia sobre él.
—¡Quisiera poder hablar con ella! —exclamó Gry.
—Yo también —admitió el Maestre, en cuya voz se filtró una nota a medio camino entre la ironía y la melancolía. Tras hacer una pausa, agregó—: La esposa del Gand, que reside en Asudar, es la madre de Iddor. Dicen que éste odia a Tirio Actamo. También dicen que odia a su padre.
—No deja de desafiarle, aunque parece obedecerle —admitió Orrec.
El Maestre guardó silencio un rato; luego se levantó, se dirigió al nicho del dios y permaneció de pie frente a él.
—Benditos espíritus de esta casa —murmuró—, ayudadme a revelar la verdad. —Inclinó la cabeza y tocó el borde del nicho antes de volver donde estábamos. Cuando habló, lo hizo de pie—. Fueron Iddor y los sacerdotes quienes condujeron a los soldados aquí para encontrar la Boca de la Noche. Torturaron a la gente de la casa para forzarlos a revelar la entrada a la cueva o alcantarilla o lo que quiera que sea la Boca de la Noche. Algunos murieron como consecuencia de las torturas a las que fueron sometidos. Los aldos me mantuvieron con vida. Conmigo... —calló unos instantes antes de proseguir—. Conmigo albergaban esperanzas, puesto que me consideraban un brujo. Un sacerdote, en sus términos, pero el sacerdote de un anti dios. Sin embargo, no pude contarles lo que querían saber. Ennu me puso la mano en la boca y no me permitió mentir. Sampa me mordió la lengua y no me dejó decir la verdad. Todas las almas de Galvamand se congregaron a mi alrededor, incluso mientras me... No me tenían miedo, temían lo sacro que había en mí, la unión de las almas reunidas en torno, la bendición de los dioses y de los espíritus de mi casa, mi ciudad, mi tierra.
»Al cabo de un tiempo, los sacerdotes no quisieron tener nada que ver conmigo, así que el propio Iddor fue el único capaz de seguir interrogándome. Creo que también me temía, aunque se vanagloriaba de su valentía, puesto que me creía un gran hechicero, a pesar de lo cual podía hacer conmigo lo que quisiera. Probé su poder al convertirme en víctima de su crueldad. Tuve que escucharle. Hablaba y hablaba, y me explicaba siempre cómo el demonio que se había apoderado de mí asomaría finalmente para contarle dónde hallar la Boca de la Noche. Cuando el demonio hablara se me permitiría morir. Todo lo maligno moriría. El bien tenía que regir la tierra, y él, Iddor, se sentaría en el trono del rey de reyes, ardiente en su gloria. Hablaba y hablaba sin parar. Intenté mentirle, e intenté decirle la verdad. Pero ellos no me dejaron.
No se había sentado mientras hablaba, y en ese momento se dirigió de nuevo al nicho del dios, puso las manos en el borde y permaneció allí en silencio un rato. Le oí susurrar una bendición a Ennu y a los dioses de la casa. Luego se volvió de nuevo hacia nosotros.
—Todo el tiempo, todo el tiempo Iddor me tuvo prisionero, y nunca vi a su padre. Ioratth se mantenía apartado de las celdas y no tomaba parte en la caza de brujas. Iddor se quejaba constantemente de su padre, arremetía contra él, acusándolo de impío, de despreciar a los sacerdotes y las profecías, y de burlarse de la orden emitida por el Gand de Gands de dar con la Boca de la Noche. «Obedezco a mi dios y a mi rey, pero él no», me decía. Pero al final, fuese o no por orden de Ioratth, me soltaron. Las búsquedas de cuevas y demonios cesaron. De vez en cuando, Iddor o los sacerdotes daban una señal de aviso, encontrando un libro que destruir o a un sabio al que torturar. Ioratth les permitió hacerlo, supongo que para satisfacer los deseos del Gand de Gands y darle a entender que la búsqueda seguía en marcha. Tenía que andarse con ojo, puesto que su hijo pertenecía al partido del rey, y él no.
»Pero ahora, parece que Ioratth tiene a un rey de los suyos, y el poder que Iddor y los sacerdotes ostentaban se verá drásticamente reducido. Puede convertirse en un momento peligroso.
Volvió a sentarse con nosotros. Aunque había hablado con cierta dificultad, ya no parecía preocupado, tan sólo serio y cansado; cuando nos miró, su expresión se tiñó de bondad, como si, tras regresar de un largo viaje, se reuniera por fin con la gente que amaba.
—Peligroso porque... —dijo Gry.
Orrec terminó su media pregunta:
—¿Porque Iddor, al ver que su facción cede poder, podría tratar de dar un golpe de fuerza?
El Maestre asintió.
—Me pregunto qué opinan al respecto de la situación los soldados aldos —dijo—. Sin duda querrán volver a casa, a Asudar. Pero respetan a sus sacerdotes. Si Iddor desafía a su padre, y los sacerdotes se alían con él, ¿a cuál de estas facciones apoyarán los soldados?
—Podríamos afinar el oído en palacio —propuso Gry. No supe por qué, pero se volvió hacia mí.
—Existe otro elemento de peligro, o de esperanza, o de ambas cosas —dijo el Maestre.
»Os lo explicaré, con la esperanza de poder contar con vuestra discreción. Existe un grupo de personas que ansían levantar a Ansul contra los aldos. Un grupo que durante largo tiempo ha estado trazando planes para orquestar una rebelión. Estoy al corriente de la existencia de este grupo gracias a unos amigos, pero no formo parte de él. Ni siquiera sé con seguridad cuán fuerte es; pero existir, existe. Al percibir una lucha de poder en palacio, dicho grupo podría actuar.
Por fin averiguaba a qué venía Desac, y por qué siempre me pedían que me retirara cuando se reunía con el Maestre. Eso me hizo sentir rabia. ¿Por qué no se me había permitido compartir los progresos de la rebelión, el levantamiento contra los aldos, los planes para combatirlos, para expulsarlos? ¿Creería Desac que tendría miedo? ¿O que iría por ahí a contarlo todo al primero que pasara? ¿Acaso creía que iba a traicionar a mi pueblo sólo porque tenía el pelo rizado?
Gry quiso saber más acerca de ese grupo, pero el Maestre no quiso o no supo decirle nada más. Orrec permaneció en silencio, ceñudo, hasta que preguntó finalmente:
—¿Cuántos aldos hay en Ansul, en la ciudad? ¿Un millar? ¿Dos mil?
—Cerca de dos millares —respondió el Maestre.
—Pues están en inferioridad numérica.
—Pero también están armados y son tropas disciplinadas.
—Soldados adiestrados —dijo Orrec—. Eso les da ventaja. Aun así... Todo estos años...
—¡Luchamos! —exclamé furiosa—. Los combatimos en todas las calles y aguantamos durante un año, hasta que enviaron a una hueste que era el doble de la anterior, y luego se dedicaron a matar y a matar. Ista me contó que en aquellos tiempos los canales estaban tan cubiertos de cadáveres y que el agua ni siquiera fluía.
—Memer, sé que tu gente se vio superada en número y en circunstancias —dijo Orrec—. En ningún momento quise poner en tela de juicio su coraje.
—Pero no somos guerreros —apuntó el Maestre.
—¡Adira y Marra! —protesté.
Recaló la mirada en mí un instante.
—No dije que no pudiéramos tener héroes —dijo—. Pero durante siglos resolvimos nuestros asuntos hablando, discutiendo, negociando y votando. Nuestras disputas se libraron con palabras en lugar de hacerlo con espadas. Habíamos perdido el hábito de mostrarnos brutales... Y los ejércitos aldos parecían infinitos. ¿Cuánto más iban a destruir? Perdimos el temple. Nuestra población estaba muy mermada.
Levantó las manos doloridas. Su voz me sonó extraña, irónica; sus ojos se me antojaron muy oscuros.
—Como dices, Orrec, tienen ventaja —admitió—. Tienen un rey, un dios y una creencia, así que pueden actuar como un único individuo. Son fuertes; sin embargo, es posible dividir la unidad. Nuestra fuerza abarca una multitud. Ésta es nuestra tierra sagrada. Convivimos aquí con sus dioses y espíritus, entre ellos, entre nosotros. Aguantamos con ellos. Hemos sido heridos, debilitados, esclavizados, mas sólo nos destruirán si logran acabar con nuestros conocimientos.
* * *
Dos días después, cuando acudimos de nuevo a la Plaza de la Consejería, descubrí por qué Gry me había dedicado aquella mirada cuando dijo que podríamos afinar el oído. Quería que Mem el aprendiz de mozo hablase con los mozos de establo aldos y los cadetes que se descolgaban para escuchar a Orrec recitar poesía.
—Estate atenta —me dijo—. Pregunta por el nuevo Gand de Medron. Pregunta por la Boca de la Noche. El otro día estuviste charlando un buen rato con uno de esos chicos.
—El granujiento —dije.
—Creo que le gustaste.
—Quería saber si le vendería a mi hermana para practicar el sexo —dije.
Gry lanzó un silbido, una nota suave, un fiu.
—Aguanta —dijo en un hilo de voz.
El Maestre había utilizado aquella palabra. Me aferré a ella como mi palabra de referencia, mis órdenes. Obedecería. Aguantaría.
En aquella ocasión, cuando el Gand salió de la magnífica tienda para escuchar a Orrec, Iddor y los sacerdotes no lo siguieron. A medio camino de la declamación se oyó un ruido procedente del interior de la tienda, unos cantos y el toque del tambor, lo que sin duda obedecía a que los sacerdotes llevaban a cabo algún tipo de ceremonia. Algunos de los cortesanos que rodeaban al Gand parecieron desconcertados, otros se encogieron de hombros y susurraron. Ioratth permaneció sentado e imperturbable. Orrec terminó la estrofa y guardó silencio.
El Gand le hizo un gesto para que continuara.
—No me mostraré irrespetuoso ante quienes practican una ceremonia religiosa —dijo Orrec.
—No es una ceremonia religiosa —dijo Ioratth—. Es una muestra de falta de respeto. Continúa, si eres tan amable, poeta.
Orrec inclinó la cabeza y prosiguió con la pieza, otro relato heroico aldo. Cuando hubo terminado, Ioratth ordenó que le sirvieran al poeta un vaso de agua y empezó a charlar con él, charla a la que se unieron varios cortesanos. Y yo, obedeciendo mis órdenes, me escabullí de vuelta al grupo de muchachos y hombres que se encontraban a la sombra del muro del establo.
Allí estaba Simme. Se me acercó nada más verme. Era mayor que yo, un chico alto y fuerte. Le asomaba una pelusilla entre los granos de la boca, porque los aldos son más peludos que mi gente, y muchos lucen barba. No obstante, cuando vi cómo me saludaba, casi con servilismo, con la esperanza de agradarme, pensé que era un crío pequeño.
Yo lo único que conocía era mi ciudad, mi casa y mis libros, mientras que él había viajado con un ejército y era un soldado en ciernes, aunque yo era consciente de que sabía mucho más que él y que era más dura. Él también lo sabía.
Era difícil odiarlo. Existe cierta virtud en odiar a aquellos que son más fuertes que uno, pero odiar a quienes son más débiles es despreciable e incómodo.
Simme no sabía de qué hablar, y al principio pensé que no podríamos hablar de nada, aunque entonces se me ocurrió preguntarle algo que realmente quería saber.
—¿Dónde has oído aquello que me contaste el otro día? Me refiero a todo eso de los templos y las prostitutas.
—De algunos hombres —respondió—. Dicen que vosotros los paganos teníais esos templos, donde disfrutabais de esas orgías con las sacerdotisas de esa diosa, la demonio, esa que empujaba a los hombres..., bueno, ya sabes, a practicar el sexo con las sacerdotisas. La demonio las poseía. Y tenían sexo con cualquiera. Con el primero que entrase por la puerta. Toda la noche.
El rostro se le había iluminado considerablemente por el sólo hecho de pensar qué podía suponer aquello.
—No tenemos sacerdotisas de ninguna clase —dije sin rodeos—. Ni sacerdotes, para el caso. Cada uno se encarga de su propia fe.
—Bueno, puede que fueran las mujeres las que acudían a ese templo, y que la demonio las empujase a mantener relaciones sexuales con cualquiera. Toda la noche.
—¿Cómo iba a meterse nadie en un templo?
En Ansul, la palabra «templo» suele identificar el pequeño nicho que hay en la calle o frente a un edificio o en un cruce: altares, lugares en los que orar. Muchos de ellos no son más que nichos para los dioses, como los que uno encuentra en el interior de las casas. Tocas el borde del templo para pronunciar una bendición, o para dejar una flor a modo de ofrenda. Muchos templos callejeros eran preciosos y pequeños edificios de mármol, que casi te llegaban a la cintura, esculpidos y adornados, con tejados de pan de oro. Pero los aldos no habían dejado uno solo en pie. Algunos templos colgaban de los árboles, y los aldos los dejaron ahí, pensando que eran nidos de aves. De hecho, si un pájaro anidaba en un templo se consideraba señal de bienaventuranza, una bendición, y muchos de los templos que había en los viejos árboles tenían por inquilinos palomas, tordos o golondrinas año tras año. Lo que se consideraba la mejor señal era la presencia de una lechuza, pues la lechuza es el ave del Sordo.
Era consciente de que para los aldos un templo equivalía a un edificio en toda regla, pero no me importó. Al menos, mi pregunta sirvió para que dejara de pensar en lo que él imaginaba como una noche de sexo ininterrumpido.
—¿A qué te refieres? —preguntó, ceñudo—. ¿Qué quieres decir? Todo el mundo entra en los templos.
—¿Para?
—¡Pues para orar!
—¿A qué te refieres con eso de «orar»?
—¡Para adorar a Atth! —exclamó Simme, los ojos muy abiertos.
—¿Cómo adoras a Atth?
—Pues vas a la ceremonia —respondió en tono inquisitivo, incrédulo ante la posibilidad de que yo no supiera de qué me estaba hablando—. Vas a la ceremonia y los sacerdotes cantan, tocan el tambor y bailan, y pronuncian la palabra de Atth. ¡Si ya lo sabes! Te pones de rodillas, con las palmas de las manos en el suelo, inclinado hacia adelante. Te golpeas la frente en el suelo cuatro veces y pronuncias las palabras a medida que lo hacen los sacerdotes.
—¿Para qué?
—Pues si quieres algo, le rezas a Atth, te golpeas la frente en el suelo y ruegas para que se cumpla.
—¿Ruegas por ello? ¿Cómo ruegas por algo? —Pasó a mirarme como si fuera una débil mental, y yo adopté la misma mirada que él—. Lo que dices no tiene sentido —afirmé. De hecho, me interesaba mucho comprender qué entendía él por rezar, pero no quería que se sintiera superior a mí por el hecho de preguntarle—. No se ruega por las cosas.
—¡Pues claro que sí! Oras a Atth para que te dé vida, salud y... ¡Y todo lo demás!
Le entendía. Todo el mundo le llora a Ennu cuando está asustado. Todo el mundo recurre a Suerte para las cosas que desea; por eso se lo conoce por el Sordo.
—Eso es lo mismo que mendigar —dije con desprecio—, no tiene nada que ver con orar. Nosotros rezamos por la bendición, no por cosas.
Estaba a un tiempo aturdido y perplejo. Decirle a alguien que no puede ser bendecido, eso era horrible. Simme no parecía el tipo de persona a la que se le pasa por la cabeza semejante crueldad.
—¿A qué te refieres cuando hablas de «creer»? —pregunté, al rato, con mayor cautela.
Me miró con los ojos abiertos desmesuradamente.
—Verás, creer en Atth es creer... que Atth es dios.
—Pues claro que lo es. Todos los dioses son dios. ¿Por qué no iba a serlo Atth?
—Lo que tú llamas dioses no son más que demonios.
Lo medité unos instantes.
—No sé si creo en la existencia de demonios, pero sé que los dioses existen. No comprendo por qué tenéis que creer en un único dios, despreciando a los demás.
—Porque si no crees en Atth estás condenado y cuando mueres te conviertes en demonio.
—¿Y quién dice eso?
—¡Los sacerdotes!
—¿Y tú los crees?
—¡Pues sí! ¡Los sacerdotes son quienes saben de esas cosas! —A medida que avanzaba la conversación se sentía más y más frustrado y enfadado.
—No creo que sepan mucho de Ansul —dije, comprendiendo un poco tarde que ponerlo en mi contra no sería el mejor modo de sonsacarle información—. Puede que lo sepan todo de Asudar. Pero aquí las cosas son distintas.
—¡Porque sois unos paganos!
—Sí —dije, asintiendo, mostrándome de acuerdo con él—. Somos paganos. Tenemos un montón de dioses, pero no tenemos demonios, ni sacerdotes, ni prostitutas en los templos. A menos que midan un palmo.
Guardó silencio, ceñudo.
—He oído que el ejército vino en busca de un lugar especialmente maligno —comenté tras unos instantes, intentando hablar en un tono más amistoso, sintiéndome a un tiempo desenmascarada y artera—. Una especie de agujero en el suelo de donde se supone que salen todos los demonios.
—Supongo.
—¿Para qué?
—No lo sé —respondió. Se mostraba hosco, se frotaba los ojos claros y seguía ceñudo.
Estábamos sentados en el suelo, a la sombra del muro. Empecé a dibujar rayas en el polvo que cubría el empedrado.
—Oí decir por ahí que vuestro rey murió en Medron —solté con toda la desenvoltura de que fui capaz. Utilicé nuestra antigua palabra, rey, en lugar de la suya, Gand.
Se limitó a asentir. Nuestra anterior discusión le había desanimado.
—Mekke dijo que quizá el nuevo Gand Supremo ordenaría al ejército regresar a Asudar. Supongo que eso os alegría —dijo al cabo de un buen rato, mirándome hosco.
Me encogí de hombros.
—¿Y a ti?
Simme imitó mi gesto. Quería que siguiera hablando, pero no tenía ni idea de cómo lograrlo.
—Eso es el «rellenagordos» —dijo.
Entonces fui yo quien puso cara de estar hablando con un loco, hasta que comprendí que se refería al dibujo que había trazado en la piedra polvorienta. Extendió la mano y dibujó una línea horizontal en uno de los cuadrados del tramado.
—Nosotros lo llamamos el «juego del idiota» —dije, trazando una línea en otro cuadrado. Jugamos hasta alcanzar el empate, como suele hacerse en el Juego del idiota, a menos que uno sea realmente eso, idiota. Después me enseñó un juego llamado «descubrir al emboscado», en el que cada jugador hace una marca en uno de los cuadrados (el emboscado), y tienes que aventurar por turnos dónde está oculto el emboscado del oponente; el primero en descubrir al emboscado del contrario gana. Simme me ganó dos de las tres partidas que hicimos, y eso le levantó el ánimo e hizo que recuperase las ganas de hablar.
—Espero que el ejército reciba órdenes de regresar a Asudar —dijo—. Quiero casarme. Aquí no puedo casarme.
—El Gand Ioratth lo hizo —le recordé, momento en que temí haber ido demasiado lejos; sin embargo, Simme se limitó a esbozar una sonrisa torcida y lanzó una risotada.
—¿La reina Tirio? —preguntó—. Para empezar, Mekke dice que fue una de las prostitutas del templo y que hechizó al Gand.
Ya estaba harta de él y de sus prostitutas del templo.
—Nunca hemos tenido templos —dije—. Celebrábamos festivales por toda la ciudad. Procesiones y bailes. Pero vosotros los aldos acabasteis con todo. Matasteis a todo aquel capaz de bailar. Teníais tanto miedo de vuestros absurdos demonios... —Me levanté, borré con el pie la trama cuadriculada y me alejé caminando en dirección al establo.
En cuanto llegué al establo no supe qué hacer. Estaba avergonzada de mí misma, avergonzada por no haberlo soportado. Había huido. Comprobé cómo andaba Branty, que me saludó con la cabeza. Estaba enfrascado con la avena, haciéndola durar. El mozo veterano estaba montado en un caballete, y observaba a nuestro caballo con una expresión que rayaba la veneración. Al verme entrar, inclinó la cabeza a modo de saludo. Branty siguió enfrascado en la avena. Recosté el hombro en un poste y doblé los brazos a la altura del pecho, con la esperanza de parecer distante e inabordable.
Simme entró en el establo, sonriendo relajado y servil como un perro al que acaban de regañar.
—Eh, Mem —dijo como si nos hubiéramos visto por última vez dos días antes, en lugar de hacía un par de minutos.
Hice un gesto con la cabeza para saludarlo. Me miró como el mozo veterano miraba a Branty.
—La yegua de mi padre está cerca de aquí —dijo—. Acompáñame a verla. Procede de los reales establos de Medron.
Dejé que me llevara por el patio hasta unos pesebres para mostrarme una yegua alazana de ojos relucientes, inquieta, de buena estampa y melena color claro, que enseguida me recordó al caballo que había arremetido sobre mí en el mercado. Quizá fuese el mismo. Me miró de lado y sacudió la cabeza.
—Se llama Victoria —dijo Simme, intentando darle una palmada en el cuello; la yegua apartó la cabeza y reculó hacia el establo. Cuando Simme volvió a intentarlo, el animal se volvió hacia él y le enseñó la larga dentadura de dientes amarillentos. El muchacho apartó rápidamente la mano—. Es un corcel de pura sangre —dijo.
Observé al caballo como si lo apreciara con el hondo conocimiento y experiencia que se suponía poseía un aprendiz de mozo sobre caballos. Asentí de nuevo con cierto paternalismo y eché a andar lentamente por el patio. Para mi alivio, Chy y Shetar asomaban por el portal. Varios caballos, al ver u oler a la leona, piafaron y cocearon en los establos. Me apresuré en dirección a Chy, mientras a mi espalda Simme preguntaba:
—¿Nos veremos mañana, Mem?
De vuelta a Galvamand les hablé de mis esfuerzos por interrogar a Simme, intentos que yo pensaba habían sido totalmente infructuosos y estúpidos, pero que ellos, y más tarde el mismísimo Maestre, escucharon con gran atención. Comentaron la aparente falta de conocimiento o interés cuando mencioné indirectamente la Boca de la Noche, o cuando dije haber oído que el nuevo Gand de Gands podía ordenar el regreso a Asudar del ejército.
—¿Mencionó algo acerca de Iddor? —preguntó Gry.
—No supe cómo preguntarle.
—¿Es un tipo listo? —quiso saber el Maestre.
—No. Es un idiota. —Pero enseguida me sentí avergonzada por haberlo dicho, aunque fuera cierto.
Había sido un día caluroso, y la noche fue templada. En lugar de sentarnos en la galería después de cenar, salimos al modesto patio exterior que surge de ella. Queda abrigado por las paredes de la casa a ambos lados, y también por sendos soportales. La colina a poniente se eleva de inmediato tras la casa, y el aroma de los arbustos en flor impregnaba el ambiente. Nos sentamos mirando al norte, al cielo abierto teñido de una leve luz verde.
—La casa se alza en la ladera de la colina, ¿verdad? —preguntó Orrec, levantando la mirada a los ventanales del norte de la habitación señorial, que daba a aquel patio, y a las paredes tras las paredes, y a los tejados que había más allá de los tejados del antiguo edificio.
—Sí —respondió el Maestre, y no sé qué percibí en el tono de su voz, pero sentí un escalofrío en la nuca. Al cabo, añadió—: Ansul es la ciudad más antigua de la Costa Occidental, y ésta es la casa más antigua de toda Ansul.
—¿Es verdad que los aritanos vinieron del desierto hace un millar de años, y encontraron despobladas todas estas tierras que ahora conocemos?
—Hace más de un millar de años, y vinieron de más allá del desierto —corrigió el Maestre—, Del Amanecer, dicen. Eran gentes del gran imperio que hay lejos, al este. Enviaron exploradores al desierto que bordeaba sus tierras a poniente, hasta que finalmente un grupo encontró el modo de cruzarlo. Dicen que el desierto tiene una extensión de cientos de millas. Llegaron a los verdes valles de la Costa Occidental. Taramon encabezó el grupo. Otros le siguieron. Los libros son muy antiguos, fragmentarios, difíciles de entender. Hemos perdido muchos de ellos, pero según parece decían que la gente que llegó aquí salió de las tierras del Amanecer. —Recitó un verso en aritano, y luego en nuestra propia lengua—: «El erial sin ríos que protege el manantial de los exiliados...». Nosotros descendemos de esos exiliados.
—¿Y desde entonces nadie más ha venido del este?
—Ni ha vuelto allí.
—Exceptuando a los aldos —dijo Gry.
—Volvieron al desierto, sí, o permanecieron allí, pero sólo en la frontera occidental del mismo, donde hay oasis y ríos. Al este de Asudar, dicen, por espacio de un millar de millas el sol es el Gand de Gands y la arena su pueblo.
—Vivimos en el extremo más alejado de un mundo del que lo desconocemos todo —reflexionó Orrec, contemplando el cielo.
—Algunos estudiosos creen que Taramon y los demás fueron expulsados porque eran hechiceros, gente que tenía poderes asombrosos. Piensan que dones como los vuestros de las Tierras Altas fueron habituales entre la gente que llegó procedente del Amanecer, poderes que se han ido extinguiendo con el paso de los siglos.
—¿Qué crees tú? —preguntó Gry.
—Ahora no tenemos tales dones —dijo el Maestre lentamente—. Pero los informes más antiguos de Ansul hablan de personas que acudían a que las sanaran las mujeres de la Casa de Actamo, capaces de devolver la vista a los ciegos y el oído a los sordos.
—¡Como los Cordemant! —exclamó Orrec a Gry.
—¡Hacia atrás, tal como yo pensaba! —exclamó a su vez ésta. Ambos se disponían a explicarse, cuando Desac irrumpió de pronto por una puerta de la galería al patio donde nos hallábamos sentados.
Como todos los visitantes habituales del Maestre, entraba por la parte antigua de la casa, que no estaba cerrada. A veces Ista protestaba por el riesgo que entrañaba tal medida, pero el Maestre decía: «No hay cerraduras en las puertas de Galvamand», y ahí quedaba todo. De modo que Desac apareció, asustando a la propia Shetar. La medioleona se incorporó con la cabeza gacha y las orejas pegadas, adoptando una pose agresiva, sin quitarle la vista de encima. Al verla, se detuvo en seco en el umbral de la puerta que se disponía a franquear.
Gry silbó a modo de reproche a Shetar, que gruñó y se sentó de nuevo, atenta aún a los movimientos del recién llegado.
—Bienvenido, amigo mío, ven y siéntate con nosotros —invitó el Maestre mientras yo me apresuraba a buscar una silla.
Entretanto, Desac tomó asiento en la mía, junto al señor de la casa. Así hacía él las cosas. No tenía malos modales, pero la gente que no le interesaba era como si no existiera. Para él yo era alguien que llevaba muebles de un lado a otro, y tenía la misma importancia que esos muebles que transportaba. Era egoísta, como los aldos. Quizá los soldados tengan que ser de ese modo.
Para cuando encontré una silla en la que poder sentarme y la llevé al patio, ya se había presentado a Orrec y a Gry, y el Maestre debía haberles contado que aquél era el líder de la resistencia, o puede que el propio Desac lo hubiese hecho, puesto que era de eso de lo que estaban hablando cuando volví. Me senté a escuchar.
Desac reparó entonces en mi presencia. Los muebles no deberían tener oídos. Me miró a mí y luego volvió la vista al Maestre con la abierta intención de lograr que me retirara, como siempre.
—Memer conoce al hijo de un soldado; le contó que algunos de los aldos comentan que el ejército podría regresar a Asudar por orden del Gand —explicó el Maestre a Desac—. Y el muchacho llamó a Tirio Actamo «reina Tirio», lo que por lo visto constituye una broma habitual. ¿Habías oído mencionar ese título?
—No —dijo Desac, envarado. Me dirigió otra mirada. Se parecía un poco a Shetar cuando abría los ojos desmesuradamente y encogía las orejas, aunque a esas alturas la leona había decidido ignorarle y se lamía con denuedo las zarpas—. Lo que hablemos aquí no debe salir de este patio —anunció entonces.
—Por supuesto —dijo el Maestre. Habló con la misma amabilidad y desenvoltura de costumbre, pero el efecto se pareció más al silbido suave de Gry a la leona. Desac apartó la mirada de mí, se aclaró la garganta, se acarició la barbilla y se dirigió a Orrec.
—La bendita Ennu te ha enviado aquí, Orrec Caspro —dijo—, o el Sordo te invocó a nuestro lado en esta hora de necesidad.
—¿Necesidad de mí? —preguntó Orrec.
—¿Quién mejor que un poeta para llamar a alzar las armas al pueblo?
Orrec permaneció impávido, tenso.
—Haré lo que esté en mi mano —dijo tras unos instantes de silencio—. Sin embargo, soy extranjero en estas tierras.
—Todos somos paisanos cuando nos enfrentamos al invasor.
—He pasado más tiempo en palacio que en el mercado. Siempre a disposición del Gand. ¿Por qué iba nadie a confiar en mí?
—Confían en ti. Dicen que tu llegada es una señal, un signo de que los grandes días de Ansul están a punto de regresar.
—No soy un portento, soy poeta —afirmó Orrec, cuyo rostro había adquirido la dureza de la piedra—. Una ciudad que se rebela contra la tiranía sabrá encontrar a sus propios portavoces.
—Tú hablarás por nosotros cuando te lo pidamos —dijo Desac con igual seguridad—. Hemos entonado tu Canto a la libertad durante diez años aquí en Ansul, a escondidas, tras las puertas. ¿Cómo llegó aquí ese canto, quién lo trajo? De voz en voz, de alma en alma, de tierra en tierra. Cuando finalmente lo entonemos en voz alta, frente al enemigo, ¿acaso crees que podrás permanecer en silencio?
Orrec no dijo nada.
—Soy soldado —continuó Desac—. Sé qué empuja a la gente a luchar. Sé lo que una voz como la tuya puede hacer. Y sé que es por eso por lo que viniste aquí.
—Vine porque el propio Gand me pidió que lo hiciera.
—Te lo pidió porque los dioses de Ansul le enturbiaron la mente. Porque nuestra hora ha llegado. ¡La balanza está a punto de inclinarse!
—Amigo mío, puede que la balanza esté a punto de inclinarse, pero ¿qué te hace pensar que va a hacerlo de nuestro lado? —preguntó el Maestre.
Desac mostró las palmas vacías de las manos con una sonrisa seca.
—No hay indicios de malestar entre los aldos que podamos aprovechar —dijo el Maestre—. No estamos seguros de si existe un cambio en la política de los aldos, e ignoramos qué está pasando entre Ioratth e Iddor.
—Ah, pero eso sí lo sabemos —dijo Desac—. Ioratth pretende enviar a Iddor de vuelta a Medron, acompañado por una comitiva de sacerdotes y soldados. Aparentemente, el objetivo es que Iddor busque guía en el nuevo Gand Acray, aunque en realidad Ioratth quiere que su hijo y los sacerdotes abandonen Ansul. La sirviente de Tirio Actamo, Ialba, comunicó estas nuevas esta mañana a los esclavos con quienes estamos en contacto en palacio. Ha demostrado ser una informadora leal.
—Entonces, ¿tenéis intención de aguardar a que Iddor se haya marchado para atacar?
—¿Por qué esperar? ¿Por qué permitir a la rata huir de la ratonera?
—¿Planeáis ejecutar un ataque? ¿Sobre los barracones?
—Se ha planeado un ataque. Pero no lo llevaremos a cabo en el lugar ni el momento en que ellos puedan esperárselo.
—Sé que tenéis algunas armas, pero ¿contáis con los hombres necesarios para empuñarlas?
—Tenemos armas y hombres suficientes. La gente se nos unirá. ¡Somos veinte a uno, Sulter! Todos estos años de tiranía, de esclavitud, de insultos y deshonras... La ira de todos estos años prenderá como el fuego en la paja por toda la ciudad. Lo único que necesitamos es darnos cuenta de que nosotros somos muchos y ellos muy pocos. ¡Todo cuanto necesitamos es una voz, una voz que nos llame a todos a las armas!
Su pasión me aturdió, y reparé en que también había aturdido a Orrec, a quien miraba en ese instante. Un levantamiento, una revuelta, arremeter sobre aquellos hombres arrogantes cubiertos con capas azules, arrastrarlos de los caballos, utilizarlos como nos habían utilizado a nosotros, intimidarlos como nos habían intimidado a nosotros, expulsarlos fuera, lejos de nuestra ciudad, lejos de nuestras vidas. ¡Ah! ¡Era lo que había ansiado durante tanto tiempo! Seguiría a Desac. Lo vi tal como era de verdad: un líder, un guerrero. Lo seguiría como seguía el pueblo a los héroes de antaño, a través del fuego y el agua, hasta la muerte.
Pero Orrec siguió ahí sentado, impávido, silencioso. Gry observaba a la leona, silenciosa también. En ese tenso silencio, el Maestre dijo:
—Desac, si pregunto a este respecto, y si me responden, ¿querrás escuchar la respuesta? —pronunció la palabra «pregunto» con un énfasis peculiar.
Desac lo miró, al principio sin comprender a qué se refería; luego, arrugó el entrecejo. Abrió la boca para formular una pregunta, pero la expresión del Maestre le hizo cambiar de parecer. El rostro duro, triste y arrugado de Desac cambió lentamente para adoptar una incertidumbre que antes no tenía.
—Sí —respondió, titubeando. Luego, con mayor énfasis, repitió—: ¡Sí!
—Entonces así lo haré —prometió el Maestre.
—¿Esta noche?
—¿Tan cerca está la hora?
—Sí.
—Muy bien.
—Vendré mañana por la mañana —dijo Desac al tiempo que se ponía en pie, lleno de energía—. Sulter, amigo mío, te doy gracias de todo corazón. Veremos..., veréis que vuestros espíritus hablan en nuestro favor. —Se volvió a Orrec—: Y tu voz nos llamará a todos y nos acompañarás, lo sé. Y volveremos a encontrarnos aquí mismo, ¡hombres libres en una ciudad libre! Que la bendición de Lero y de todos los dioses de Ansul os acompañe, así como a las almas y las sombras de Galvamand que nos escuchan en este instante. —Y salió caminando a grandes zancadas, como un soldado, exultante.
Orrec, Gry y yo nos miramos. Se había dicho algo importante, se había pronunciado una promesa que ninguno de nosotros tres éramos capaces de entender. El Maestre permaneció sentado sin mirar a nadie, el rostro sombrío. Finalmente, volvió la vista hacia nosotros y su mirada recaló en mí.
—Antes de que hubiera una ciudad aquí —dijo—, antes de que se construyese una casa en este lugar, aquí se hallaba el oráculo. —Entonces dijo en aritano—: Llegaron a través de los desiertos, la gente cansada, los exiliados. Remontaron las colinas hasta contemplar el Mar Occidental y vieron la blanca Sul alzarse a través de las aguas. En la ladera había una cueva, y de la cueva manaba un manantial. En la oscuridad del interior de la cueva leyeron las palabras grabadas: «Quedaos aquí». Y así bebieron del agua de aquel manantial y levantaron una ciudad en este lugar.