Capítulo 10
Cuando Desac volvió al día siguiente, yo no estaba con el Maestre, sino ayudando a Ista a lavar. Bomi, ella y yo habíamos puesto agua a hervir poco después del alba, colocamos el escurridor, pusimos las cuerdas para tender la ropa y, a mediodía, habíamos llenado el patio de la cocina de sábanas limpias y juegos de mesa de un blanco cegador que gualdrapeaban a la cálida luz del sol.
Por la tarde, paseando por el Parque Viejo en compañía de Shetar, Gry me contó qué había ocurrido aquella mañana.
El Maestre había acudido al dormitorio señorial para informarles de que Desac deseaba hablar con Orrec. Orrec pidió a Gry que lo acompañara.
—Dejé a Shetar en la habitación —dijo Gry—, porque parece no gustarle mucho Desac.
Descendieron a la galería, y allí Desac intentó de nuevo arrancar a Orrec la promesa de dirigirse a la gente de la ciudad, de sublevarla para expulsar a los aldos cuando llegase el momento.
Desac era elocuente y tenía cierto apremio, y Orrec estaba angustiado, dividido, sentía que aquélla no era su guerra, a pesar de lo cual otra parte de él le decía que cualquier batalla por la libertad tenía por fuerza que ser la suya. Si Ansul se levantaba contra la tiranía, ¿cómo iba él a quedarse al margen? Sin embargo, no le había sido concedida la elección del momento y el lugar, y tampoco tenía un conocimiento real de cómo debía hacerse esa rebelión. Desac se mostraba sabio al dar pocos detalles, puesto que el éxito de la empresa dependía del factor sorpresa; no obstante, Orrec contó a Gry que no le gustaba ser utilizado, que prefería saber más detalles.
Pregunté qué había dicho el Maestre.
—Casi nada —respondió Gry—. Anoche, ¿recuerdas que Sulter se ofreció a preguntar y Desac se mostró de acuerdo e insistió en ello? Bueno, pues como si no hubiera pasado nada. Estoy segura de que ya lo dejaron atado antes de irnos a buscar.
Odiaba no poder hablarle acerca del oráculo; no quería ocultar nada a Gry. Sin embargo, era consciente de que era un secreto que no me pertenecía, al menos por el momento.
—Creo que a Sulter le preocupan los números —continuó diciendo Gry—. Más de dos mil soldados aldos, dijo. La mayoría de ellos cerca de palacio y los barracones. Al menos, una tercera parte pertrechados y de servicio, y los demás con las armas a mano. ¿Cómo va Desac a mover un contingente lo bastante numeroso para neutralizarlos sin alertar a los guardias? Aunque lo haga de noche... Los guardias nocturnos van a caballo. Los caballos de Asudar son como perros, pues están entrenados para dar una señal si perciben que algo va mal. ¡Espero que ese viejo soldado sepa lo que se hace, más aún teniendo en cuenta que planea hacerlo en breve!
La mente me trabajaba deprisa. Pensaba en la lucha callejera. «¿Cómo podemos librarnos de los aldos?» Con espada, cuchillo, garrote y piedra. Con el puño, con la fuerza, con nuestra ira, por fin desatada. Acabaríamos con ellos, con su poder, con sus cabezas, sus espaldas, sus cuerpos... «Roto enmienda roto.»
Estaba de pie en un sendero que discurría entre unos matorrales altos. El sol me calentaba la cabeza. Tenía las manos secas, hinchadas y enrojecidas aún por el agua caliente y el trasiego de aquella mañana. Gry estaba cerca, observándome con preocupación en la mirada.
—¿Memer? —preguntó en voz baja—. ¿Dónde estás en este momento?
Negué con la cabeza. Shetar se nos acercó por el sendero. Se detuvo, levantando la cabeza con orgullo, segura de sí. Abrió las fauces y una mariposa azul surgió aleteando del interior, totalmente despreocupada.
Rompimos a reír, incapaces de controlarnos. La leona se mostró un poco avergonzada o confusa.
—¡Es como la chica a la que, al hablar, le salían capullos en flor, campanillas y mariposas de la boca! —exclamó Gry—. ¿Sabes de quién te hablo? Cuando Cumbelo era rey.
—Y las palabras de su hermana, por contra, iban acompañadas de pulgas, gusanos y fango.
—Oh, gatita, gatita —dijo Gry, acariciando el pelo que tenía Shetar tras las orejas, hasta que la leona empezó a mover la cabeza ronroneando complacida.
No pude conciliarlo todo. Luchar en las calles, la oscuridad de la cueva, el terror, la risa, la luz del sol en mi cabeza, la luz de las estrellas en mis ojos, una leona de cuya boca salían mariposas.
—Ay, Gry, querría comprender algo —confesé—. ¿Cómo puedes encontrarle sentido a lo que sucede?
—No lo sé, Memer. Lo intentas y a veces lo logras.
—El pensamiento racional y el misterio impenetrable —dije.
—Eres tan obstinada como Orrec —dijo—. Ven, volvamos a casa.
Aquella noche, Orrec y el Maestre conversaron acerca del Gand Ioratth, y descubrí que podía escucharlos sin enfurruñarme. Puede que se debiera a que había visto al Gand en dos ocasiones ya y, a pesar de la odiosa pompa que lo rodeaba y de los esclavos que le acompañaban, por no mencionar que podía enterrarnos a todos vivos si era eso lo que se le metía entre ceja y ceja, lo único que veía en él era a un hombre, no a un demonio. Un anciano duro, férreo incluso, que amaba la poesía por encima de todas las cosas.
Fue como si Orrec respondiera a mis pensamientos:
—Ese temor a los demonios, a lo demoníaco, es impropio de él. Me pregunto hasta qué punto cree de veras en ello.
—Puede que no tema mucho a los demonios —apuntó el Maestre—. Pero mientras no sepa leer, temerá la palabra escrita.
—Si pudiera llevar conmigo un libro, abrirlo y leer de sus páginas... Las mismas palabras que pronunciaría sin el libro en la mano...
—Abominación. —El Maestre negó con la cabeza—. Sacrilegio. No tendrá más remedio que entregarte a los sacerdotes de Atth.
—Pero si los aldos deciden seguir aquí, gobernar Ansul, tratar con los vecinos, con otras tierras y naciones, no podrán hacerlo abominando de aquello en lo que se basa el comercio: los contratos, los registros de cuentas. Y la diplomacia, ¡por no mencionar la historia y la poesía! ¿Sabías que en las Ciudades Estado aldo significa «idiota»? «No tiene sentido hablar con él, es un aldo», dicen. Seguro que loratth ha empezado a darse cuenta de hasta qué punto están en desventaja.
—Esperemos que así sea. Y que el nuevo rey en Medron comparta su opinión.
Aquella conversación empezó a impacientarme. Los aldos no iban a decidir quedarse, gobernarnos, tratar con nuestros vecinos. No dependía de ellos. De pronto, me encontré diciendo en voz alta:
—¿Acaso importa? —Todos se volvieron para mirarme, momento en que añadí—: Por mí en Asudar pueden seguir siendo todos unos analfabetos.
—Sí —dijo el Maestre—. Siempre y cuando se marchen.
—Los expulsaremos.
—¿Al campo?
—¡Sí! ¡Fuera de nuestra ciudad!
—¿Son nuestros labradores capaces de combatirlos? Y si los perseguimos hasta Asudar, ¿el Gand de Gands no lo considerará un insulto y amenazará con desatar sobre nosotros todo su poder, enviando a millares de soldados a combatirnos? Tiene un ejército. Nosotros, no.
No supe qué decir.
—Existen aspectos que Desac desestima —continuó diciendo el Maestre—. Puede que haga bien en hacerlo. «El pensamiento es enemigo de la acción.» Pero verás, Memer, ahora que las cosas están cambiando entre los propios aldos, albergo por primera vez la esperanza de que recuperemos nuestra libertad, convenciéndoles de que seríamos más provechosos para ellos en calidad de aliados que de esclavos. Eso llevará su tiempo. Terminaría en un acuerdo, no en una victoria. Pero si buscamos la victoria ahora y fracasamos, será difícil encontrar de nuevo la esperanza.
No pude decir nada. Tenía razón, y también Desac tenía razón. Había llegado el momento de actuar, pero ¿cómo debíamos hacerlo?
—Podría hablar con Ioratth en vuestro nombre, mejor de lo que podría hacerlo representando a Desac ante la multitud —dijo Orrec—. Dime, ¿hay gente en esta ciudad capaz de hablar en esos términos con Ioratth, si éste aceptara algún tipo de negociación?
—Sí, y también fuera de la ciudad. Con el paso de los años, nos hemos mantenido en contacto con todas las poblaciones importantes de la Costa de Ansul, con estudiosos y mercaderes, con otros maestres y alcaldes y representantes de los festivales y las ceremonias. Algunos muchachos llevan mensajes de ciudad en ciudad, y los conductores de los carros los llevan junto al cargamento de hortalizas. Los soldados rara vez buscan mensajes escritos, pues prefieren no tener nada que ver con sacrilegios y hechicerías.
—«Oh, señor Destructor, ¡enfréntame a un enemigo ignorante!» —citó Orrec.
—En la ciudad, algunos de los hombres con quienes he hablado acerca de esto a lo largo de los años ahora se decantan por Desac. Buscan cualquier modo de librarnos del yugo aldo. Están dispuestos a luchar, pero también podrían estarlo a parlamentar, siempre y cuando los aldos escucharan...
* * *
Orrec no fue llamado a palacio al día siguiente. Ya entrada la mañana se acercó al Mercado del Puerto a pie con Gry. No avisó de su visita a nadie, ni montó tienda alguna, pero en cuanto llegó a la plaza del mercado la gente lo reconoció y lo siguió. No se le acercaron mucho, en parte debido a Shetar, pero sí formaron un corrillo móvil a su alrededor, lo saludaron, le llamaron por su nombre y vocearon: «¡Recita, recita!». Un hombre incluso gritó: «¡Lee!».
No caminé con ellos. Iba vestido de chico, como solía hacer cuando salía a la calle, y no quería que me vieran disfrazada de Mem, el aprendiz de mozo, con Gry, que no iba disfrazada. Corrí alrededor del pavimento levantado frente a la Torre de los Almirantes y me encaramé al pedestal de la estatua ecuestre, desde donde pude disfrutar de una buena vista de todo el mercado. La estatua es obra del escultor Redam, tallada a partir de un enorme bloque de piedra; el caballo, fuerte y pesado, tiene levantada la cabeza vuelta al oeste, mirando al mar. Los aldos derruyeron muchas estatuas de la ciudad, pero aquélla la respetaron, quizá por el caballo; seguro que ignoraban que los dioses del mar, los Seunes, adoptan en el imaginario popular forma de caballo. Toqué la pezuña de la pata delantera izquierda del Seune y murmuré la bendición. El Seune respondió a ella proporcionándome sombra. Era un día caluroso, y la temperatura iría en aumento.
Orrec se situó donde había levantado la tienda el primer día que habló allí, y la gente se congregó a su alrededor. El pedestal donde yo me encontraba se llenó enseguida de hombres y muchachos, y yo seguí en mi lugar, justo entre ambas patas delanteras, empujando a los demás con la misma fuerza que ellos me dispensaron a mí. Muchas de las personas que atendían los puestos del mercado cubrieron con una tela sus productos y se unieron a la multitud para escuchar al poeta, o se subieron a un taburete junto al puesto para ver por encima del gentío. Distinguí cinco o seis capas azules entre la multitud, y pronto una tropa de soldados aldos a caballo descendió por el Camino de la Consejería hasta la esquina de la plaza, aunque allí se detuvieron sin intentar abrirse paso entre la multitud. Había una tremenda barahúnda, risas, voces y griterío, y fue asombroso cuando toda aquella conmoción humana cesó de pronto, a la vez, transformada en un silencio sepulcral al sonar la primera nota de la lira de Orrec.
Primero recitó un poema, el poema amoroso de Tetemer titulado Colinas de Dom, favorito entre favoritos en toda la Costa de Ansul. Cuando lo hubo recitado, cantó el estribillo acompañado por la lira, y la gente lo entonó con él, sonriendo y bamboleándose.
Entonces dijo:
—Ansul es una tierra pequeña, pero sus canciones se cantan y sus historias se cuentan en toda la Costa Occidental. La primera vez que las escuché fue lejos, en el norte, en Bendraman. Los poetas de Ansul son conocidos desde el lejano sur hasta el río Trond. Y aquí ha habido héroes, bravos guerreros, y los poetas han cantado sus hazañas. ¡Y ahora prestad atención al relato que tiene por protagonistas a Adira y Marra, en la montaña Sul!
Se alzó un extraordinario y extraño rumor de entre la multitud, una especie de gemido estruendoso en parte alegría y en parte lamento. Era horripilante. Si Orrec se sintió acobardado, si la respuesta que obtuvo fue superior a la esperada, no hizo nada por demostrarlo. Engallado, levantó la cabeza y proyectó la voz con fuerza y convicción:
—En los tiempos del viejo señor de Sul llegó un ejército de la tierra de Hish...
La muchedumbre permanecía totalmente inmóvil. Yo me esforcé todo el tiempo por contener las lágrimas. Aquella historia, con sus palabras, me era muy querida, y sólo la había conocido en silencio, en secreto, en la habitación oculta, a solas. Ahora la escuchaba recitada en voz alta, formando parte de una multitud de paisanos, en el centro de mi ciudad, bajo el cielo abierto. Al otro lado del estrecho, la montaña se erguía azul en la bruma azulada y su pico se recortaba blanco contra ese azul. Me aferré a la pezuña de piedra del Seune y seguí luchando por no llorar.
Concluyó la historia, y en medio del silencio uno de los caballos aldos profirió un audible relincho quejumbroso. El sollozo de ese corcel de guerra bastó para quebrar el hechizo. La multitud rompió a reír, se removió y empezó a dar voces. «¡Eo, eo! ¡Loa al poeta! ¡Eo!», voceaban algunos. «¡Loa a los héroes! ¡Loa a Adira!», voceaban otros. La tropa montada en el extremo oriental de la plaza formó como si se dispusiera a cargar sobre la multitud, pero la gente no le prestó atención y no se apartó de su camino. Orrec siguió de pie, tranquilo, la cabeza inclinada durante largo rato. El tumulto no cesó, pero finalmente Orrec habló, imponiéndose a él sin necesidad de alzar la voz, pues la proyectaba de forma asombrosa aunque hablara en un tono normal.
—Vamos, cantad conmigo. —Levantó la lira y, cuando el gentío empezó a callar, el poeta entonó el primer verso de su Canto a la libertad—: Como en la oscuridad de la noche invernal...
Y cantamos con él, millares de voces. Desac tenía razón. La gente de Ansul conocía esa canción. No la había leído en los libros, puesto que ya no teníamos libros. Pero se había transmitido por el aire, de boca en boca, de corazón en corazón por todas las tierras occidentales.
Cuando concluyó, cesó el silencio y volvió a alzarse el tumulto, vítores y peticiones de bises, pero también voces angustiadas, y en algún punto de la multitud un hombre de voz grave gritó tres veces el nombre de Lero, y otras voces se unieron como un canto al que dotaron de un compás rápido. Nunca lo había escuchado, pero sabía que debía de ser uno de los antiguos cantos, las canciones de los festivales, procesiones y ceremonias religiosas que se entonaban en las calles cuando éramos libres para venerar a nuestros dioses. Vi a la tropa montada abriéndose paso entre la multitud, lo cual provocó la conmoción suficiente para que el canto perdiera brío y muriera. Vi a Orrec y a Gry descender los escalones al este, no a través de la plaza, sino tras la tropa de soldados aldos. La muchedumbre seguía resistiéndose a los jinetes, aunque lentamente fue cediendo terreno, pues resulta muy difícil no apartarse de un caballo que se te echa encima. De eso doy fe. Me deslicé pedestal abajo y me escabullí entre la multitud hasta llegar al Camino de la Consejería, eché a correr calle arriba y atajé tras la Consejería, donde me reuní con mis amigos en la cuesta de la calle Oeste.
Una turba los seguía, pero no de cerca, y la mayoría de aquella gente no pasó del puente que atraviesa el Canal Septentrional. El poeta, el cantor, es sagrado, uno no debe estorbarlo. Mientras seguía en el pedestal vi gente tocando el lugar donde Orrec había estado en el pavimento, al final de la escalera del Almirantazgo, tocándolo por la bendición; nadie pasaría por allí en un tiempo. De igual modo, lo seguían a cierta distancia, loándolo y bromeando y entonando su Canto a la libertad. Y de nuevo, por un instante, se alzó el canto a Lero.
—¡Lero! ¡Lero! ¡Lero!
No dijimos nada mientras ascendíamos la ladera de la colina en dirección a Galvamand. El rostro moreno de Orrec parecía casi ceniciento de la fatiga, y caminaba a ciegas, sin fuerzas; Gry lo asía del brazo. Se fue derecho al dormitorio señorial. Ella explicó que descansaría allí un poco. Fue entonces cuando empecé a comprender el precio que pagaba por su don.
* * *
Aquella noche, temprano, me encontraba en el patio del establo, jugando con una nueva camada de gatitos. Los gatos de Bomi se habían mostrado bastante tímidos y se habían recluido desde la llegada de Shetar, pero los cachorros no tenían miedo. Los integrantes de aquella camada eran lo bastante mayores para resultar increíblemente divertidos, pues se perseguían unos a otros por toda la pila de leña, caían sobre la cola, se paraban a mirar a su alrededor con sus atentos ojos brillantes, redondos, antes de dar un nuevo brinco tan inaudito que parecían volar. Gudit había estado entrenando a Estrella en el patio. Estaba conmigo observando a los gatitos con cierto aire de desaprobación. Uno de ellos acababa de meterse en un lío: había escalado poste arriba y luego se había quedado allí clavado, llorando, sin saber cómo volver abajar; Gudit lo asió con suavidad para separarlo del poste, como si fuera un diente de león, y con la misma suavidad lo depositó de nuevo en la pila de leña, mascullando entre dientes:
—Bichos.
Oímos un repiqueteo de cascos, y un oficial cubierto con una capa azul entró al galope y frenó al caballo en el portal.
—¿Sí? —preguntó Gudit en el tono elevado y beligerante que solía emplear en esas situaciones, enderezando la espalda jorobada tanto como pudo, los ojos muy abiertos. Nadie entraba al galope en el patio de su establo sin previa invitación.
—Traigo un mensaje de palacio, de parte del Gand de Ansul, dirigido al poeta Orrec Caspro —respondió el oficial.
—¿Sí?
El oficial observó curioso al anciano un instante.
—El Gand recibirá al poeta en palacio mañana por la tarde —dijo con bastante corrección.
Gudit asintió y le dio la espalda. También yo aparté la mirada, aferrando uno de los gatitos a modo de excusa. Conocía a aquella elegante yegua alazana.
—Eh, Mem —dijo alguien.
Me quedé petrificada. Me volví a regañadientes, y allí estaba Simme, de pie en el interior del establo. El oficial reculaba la yegua fuera del portal. Cruzó unas palabras con Simme al volver el caballo, y Simme se despidió de él.
—Ése es mi padre —me informó Simme con visible orgullo—. Le pregunté si podía acompañarlo. Quería ver dónde vivías. —Su sonrisa se desvanecía a medida que yo permanecía allí, clavada, mirándole con los ojos desmesuradamente abiertos y sin decir palabra—. Es grande, muy muy grande —dijo—. Mayor que el palacio. Puede. —Seguí sin decir nada—. Es la casa más grande que he visto jamás —afirmó.
Asentí. No podía evitarlo.
—¿Qué es eso?
Se acercó y se puso de cuclillas para ver de cerca al gatito, que se me retorcía en las manos y me arañaba con fuerza.
—Un gatito —dije.
—Oh. ¿Es hijo de esa leona?
¿Cómo podía ser tan idiota?
—No, sólo es un gato casero. ¡Ten! —Le confié el gato.
—Guau —dijo, medio dejándolo caer. El gato se escabulló enseguida, sacudiendo la cola en el aire.
—Me ha arañado —dijo, chupándose la mano.
—Sí, es peligrosísimo —dije.
Parecía confundido. Siempre parecía confundido. Era impropio aprovecharse de alguien tan confundido. Pero también era irresistible.
—¿Puedo ver la casa? —preguntó.
Me levanté y me sacudí la tierra de las manos.
—No —dije—. Puedes verla desde el exterior, pero no puedes entrar. Ni siquiera deberías haber venido. Los extraños y los extranjeros se detienen en el antepatio hasta que son invitados a ir más allá. La gente bien educada desmonta en la calle y toca la Piedra del Umbral antes de entrar en el antepatio.
—Vaya, no lo sabía —confesó, retrocediendo un poco.
—Sé que no lo sabías. Los aldos no sabéis nada de nosotros. Lo único que sabéis es que no podéis ponernos bajo vuestro techo. Ni siquiera sabéis que tampoco vosotros podéis poneros bajo el nuestro. Sois unos ignorantes. —Intentaba contener la oleada de temblorosa ira triunfal que me invadía por momentos.
—Bueno, mira, esperaba que pudiéramos ser amigos —dijo Simme. Lo dijo en el tono servil que empleaba a menudo, aunque se necesitaba cierto valor para decirlo siquiera.
Caminé en dirección al portal, y él me siguió.
—¿Cómo íbamos a ser amigos? Soy un esclavo, ¿recuerdas?
—No, no lo eres. Los esclavos son... Los esclavos son eunucos, sabes, y mujeres, y... —Por lo visto se le acabaron las definiciones.
—Los esclavos son personas que tienen que hacer lo que ordena su amo. Si no lo hacen, se les golpea o mata. Dices que sois los amos de Ansul, lo cual nos convierte en vuestros esclavos.
—No haces nada de lo que te pido que hagas —dijo—. Por tanto, no eres mi esclavo.
Aquél fue un buen razonamiento.
Habíamos llegado al patio del establo y caminábamos bajo el muro norte de la casa principal. Estaba construido con enormes piedras rectangulares y se alzaba tres varas desde el suelo; encima había una planta de piedra con ventanales rematados en doble arco, y por encima de esa planta había una cornisa que servía de soporte a las tejas del tejado de pizarra. Levantó la mirada varias veces, rápidamente, por el rabillo del ojo, del modo en que los caballos vigilan con la vista aquello que los atemoriza.
Llegamos al antepatio, que es largo como toda la casa. Está un poco elevado sobre la calle, y separado de ésta por una hilera de columnas con arcada. El pavimento es de piedras lisas, negras y grises, colocadas de tal modo que dibujan una elaborada trama geométrica, un laberinto. Ista me contó cómo solían bailar en el laberinto el primer día del año y en el equinoccio de primavera en los viejos tiempos, cantando a Iene, quien bendice todo aquello que crece. El pavimento estaba sucio, cubierto por una capa de polvo y hojarasca. Barrerlo suponía un trabajo ingente. Yo lo había intentado alguna que otra vez, pero era incapaz de mantenerlo limpio. Simme echó a andar a través del laberinto.
—¡Apártate de ahí! —grité.
Él dio un brinco y me siguió por la escalera que descendía entre las columnas hasta la calle, mirándolo todo con cara inocente, como asombrado, casi como los gatitos.
—Demonios —dije con una sonrisa cruel, señalando con un gesto la trama negra y gris de las piedras. Él ni siquiera la vio.
—¿Qué es eso? —preguntó. Estaba mirando el tocón en que se había convertido la Fuente del Oráculo.
La fuente se encuentra a la derecha, mirando a las puertas principales. La pila es verde serpentino (piedra de Lero), y mide unas tres varas de ancho. En otros tiempos, el agua salía por un surtidor situado en medio; el surtidor de bronce asomaba de un trozo de mármol tan quebrado y desfigurado que apenas podía distinguirse que en el pasado había tenido forma de urna, con hojas de berro y lilas talladas en la superficie. En la pila había polvo y hojas muertas.
—Una fuente llena de agua demoníaca —dije—. Se secó hace siglos. Pero vuestros soldados la destrozaron igualmente para expulsar a los demonios.
—No hace falta que menciones continuamente a los demonios —dijo, hosco.
—Ah, pero mira —dije—, ¿ves las entalladuras alrededor de la base de la urna? Si son palabras... Eso es escritura. Magia negra escrita. Las palabras escritas son demonios, ¿verdad? ¿Quieres acercarte y leerlas? ¿Quieres ver un demonio de cerca?
—Vamos, Mem —protestó—. Olvídalo.
Me miró fijamente, molesto y resentido. Eso era lo que me había propuesto conseguir, ¿no?
—De acuerdo —dije al cabo de un rato—. Pero verás, Simme, no podemos ser amigos. No hasta que leas lo que dice la fuente. No hasta que puedas tocar esa piedra y pedir la bendición en mi casa.
Contempló la larga y marfileña Piedra del Umbral, situada en mitad de la escalera, desgastada por todas las manos que la habían tocado con el paso de los siglos. Me agaché entonces para tocarla.
No dijo nada. Finalmente se dio la vuelta y se alejó por la calle Galva. Lo vi marcharse. No me invadía una sensación de triunfo, sino de derrota.
* * *
Orrec se presentó a cenar aquella noche recuperado y hambriento. Al principio hablamos de su actuación, pues entre Gry, él y yo pusimos al corriente al Maestre de lo que había dicho y cómo había respondido la multitud.
Sosta se había acercado al mercado para escucharle y se la veía más pronta al desmayo que nunca. No le quitaba ojo desde el extremo opuesto de la mesa, y tenía el rostro flácido y como suelto, hasta que él decidió apiadarse de ella. Intentó bromear, pero no funcionó, así que se propuso lograr que pensara en otra cosa, en su futuro, y le preguntó dónde iba a vivir cuando contrajera matrimonio. Ella se las apañó para explicar que su prometido había escogido unirse a nuestra familia y convertirse en un Galva. Orrec y Gry, que compartían un gran interés por el modo en que hacen las cosas los demás, se interesaron por nuestras costumbres de matrimonio y parentesco. Sosta se limitó a mirarlo con los ojos muy abiertos, adorándolo en silencio, mientras el Maestre respondía; sin embargo, cuando Ista se sentó con nosotros a la mesa, tuvo oportunidad de alardear de su futuro yerno, lo cual le encantaba hacer.
—Me parece peculiar que Sosta y él no puedan verse todo este tiempo hasta que se celebre la boda —dijo Gry—. ¡Tres meses!
—Las parejas prometidas tenían ocasión de verse en las celebraciones públicas —explicó el Maestre—. Pero ahora ya no celebramos danzas ni festivales, así que los desdichados tienen que robarse miradas de lejos...
Sosta se puso roja como un tomate, mientras sus labios dibujaban una sonrisa afectada. Su prometido tenía la costumbre de pasar cada noche por allí, justo cuando Ista, Sosta y Bomi se sentaban en el patio lateral que daba a la calle Galva para tomar el aire.
Después de la cena, el resto de nosotros nos retiramos a nuestro patio particular. Allí encontramos a Desac esperándonos. Se adelantó para tomar las manos de Orrec y pedirle su bendición.
—¡Sabía que hablarías por nosotros! —dijo—. ¡La mecha está encendida!
—Veamos qué opina el Gand de mi actuación —dijo Orrec—. Quizá me dedique alguna que otra crítica.
—¿Te ha convocado? —preguntó Desac—. ¿Mañana? ¿A qué hora?
—A última hora de la tarde. ¿No es así, Memer?
Asentí.
—¿Acudirás? —preguntó el Maestre.
—Por supuesto —respondió Desac.
—No puedo negarme —dijo Orrec—. Aunque podría pedir que lo pospusiéramos. —Miró al Maestre, atento para ver si el otro caía en la cuenta del dilema que afrontaba.
—Tienes que ir —dijo Desac—. Es el momento perfecto. —Habló en tono brusco y militar.
Reparé en que a Orrec no le hizo ninguna gracia que le dijeran que no tenía otra opción. No apartó los ojos del Maestre.
—No creo ver ninguna ventaja en demorarlo —dijo el Maestre—. Pero tu visita no estará exenta de peligros.
—¿Debo acudir solo?
—Sí —dijo Desac.
—No —dijo Gry, la voz calmada, sin inflexiones.
Orrec se volvió hacia mí.
—Aquí todo el mundo ordena, exceptuándonos a nosotros, Memer.
—«Los dioses adoran a los poetas, porque obedecen las leyes que obedecen los dioses» —citó el Maestre.
—Sulter, amigo mío, existe cierto peligro en cualquier empresa —dijo Desac con una especie de compasión impaciente—. Tú estás a salvo aquí, lejos de la vida en las calles y de las preocupaciones mundanas. Vives a la sombra de los viejos tiempos y compartes su sabiduría, pero llega un momento en que lo más sabio es actuar, en que la precaución se convierte en destrucción.
—Llega un momento en que la voluntad de actuar derrota al pensamiento —dijo malhumorado el Maestre.
—¿Cuánto debo esperar? ¡No obtuvimos respuesta alguna!
—Al menos, yo no la obtuve. —El Maestre me miró de reojo, fugazmente.
Desac no reparó en ello. Se había enfadado.
—Tu oráculo no es el mío. Yo no nací aquí. Que los libros y los niños te digan qué hacer. Yo utilizaré la cabeza. Si desconfías de mí por ser extranjero debiste decírmelo hace años. La gente que me sigue confía plenamente en mí. Saben que nunca he buscado más que la libertad de Ansul y la restauración del lazo que nos une a Sundraman. Orrec Caspro es consciente de ello. Está de mi parte. Ahora me iré. Volveré aquí a Galvamand cuando la ciudad sea libre. ¡Seguro que entonces confiarás en mí!
Se dio la vuelta y se alejó caminando por el patio; no por la casa, sino por los escalones resquebrajados que daban al extremo norte. Dobló la esquina de la casa y desapareció. El Maestre permaneció de pie en silencio, observándole.
—¿He sido yo el insensato que ha encendido el fuego? —preguntó Orrec al cabo de un buen rato.
—No —respondió el Maestre—. Quizá has prendido una chispa, pero no tienes por qué culparte por ello.
—Si voy mañana, iré solo —aseguró Orrec, aunque el Maestre se sonrió un poco, pendiente de Gry.
—Si tú vas, yo voy —dijo ésta—. Eso ya lo sabes.
Orrec estuvo callado un rato. Al poco, dijo:
—Sí, lo haré. —Y volviéndose al Maestre, añadió—: Pero si resulta que hoy he ido demasiado lejos, el Gand podría verse obligado a castigarme, a demostrar su poder. ¿Es eso lo que temes?
El Maestre negó con la cabeza.
—Habría enviado soldados aquí. Es a Desac a quien temo. No esperará a Lero.
Lero es el alma sagrada y antigua del suelo donde se asienta nuestra ciudad; Lero es ese instante en que todo está en equilibrio; Lero es una gran piedra redonda que hay en el Mercado del Puerto, colocada de tal modo que podría moverse en cualquier instante, a pesar de que nunca se ha movido.
El Maestre no tardó en disculparse, aduciendo que estaba cansado. No me hizo seña alguna para que lo siguiera o me reuniera con él más tarde. Entró en la casa, lento y cojo, manteniéndose erguido.
Aquella noche desperté una y otra vez viendo las palabras del libro, «Roto enmienda roto», oyendo a la voz pronunciarlas, mi mente sobrevolándolas, por encima, por encima, intentando atribuirles algún significado.