Capítulo 13
Puedo explicar lo sucedido en la Consejería por lo que Orrec y Per Actamo nos contaron después. La tropa de sacerdotes que rodeaban a Iddor se abrió paso en la calle Galva a través de la multitud. Orrec y Per se las apañaron para pegarse a ellos. Cuando llegaron a la Plaza de la Consejería, los soldados que la guardaban vocearon: «¡Dejad paso al Gand Iddor!», y empezaron a despejar el camino para permitir la entrada a la tropa de sacerdotes. Sin embargo, Iddor y sus sombreros rojos pasaron al galope, ganando velocidad a medida que la multitud quedaba atrás. Orrec pensó que se dirigían al Puente Isma para huir de la ciudad, cuando en realidad tenían intención de rodear la Consejería para acceder a la puerta de entrada que había en el extremo opuesto, sobre los barracones de los aldos. Los soldados protegían el muro, alto como dos hombres, que separaba el patio posterior. A una orden dada por Iddor a voz en cuello, abrieron la puerta y la tropa de sacerdotes entró al galope.
Pero con ellos entró también una turba de ciudadanos, los que se habían unido a Orrec y Per, siguiendo a los sacerdotes más allá de la entrada a la plaza. Los soldados atacaron a los ciudadanos cuando se abalanzaron sobre el acceso y el muro, y los ciudadanos redujeron a los soldados como reduce una turba a un puñado de personas. Iddor y sus sombreros rojos aprovecharon la confusión para saltar de los caballos y dirigirse sin dilación a la puerta trasera de la Consejería. Orrec y Per se mantuvieron justo detrás de ellos, sin trabarse en la riña, como la cola de un cometa. Así, con esas palabras, lo describió Orrec.
Antes de que supieran qué había sucedido se encontraban en el interior de la Consejería, pisando aún los talones de Iddor y los sacerdotes, tan empeñados en llegar a donde se habían propuesto llegar que no prestaron atención a sus perseguidores. Todos corrieron por un salón de techo elevado y luego bajaron por una escalera. Al pie de la escalera surgía un corredor subterráneo en penumbras, iluminado por unos ventanucos que había en lo alto, a nivel del suelo. ¿Daba el corredor a una sala de guardia espaciosa, de techo bajo, donde Iddor y los sacerdotes se habían puesto a dar órdenes a gritos, a los guardias apostados allí? ¿O quizá habían topado con parte del gentío, que había logrado introducirse en ese lugar procedente de la plaza? Orrec nos contó que durante un rato todo fueron gritos y confusión. Los aldos chillaban a los aldos. Per y él retrocedieron y esperaron; luego, cuando lo juzgaron conveniente, siguieron adelante con gran cautela, hacia la entrada.
Los sacerdotes de rojo y una tropa de soldados se habían encarado; los oficiales exigían ver al Gand loratth, y los sacerdotes exclamaban: «¡El Gand ha muerto! ¡No podéis profanar el ritual del luto!». Los sacerdotes habían pegado la espalda a la pared y se mantenían firmes. Entre ellos, Iddor apenas se dejaba ver. Se había desecho por el camino del sombrero y la capa dorados. Un sacerdote dio un paso al frente hacia los oficiales, imponente con su sombrero y túnica rojos, los brazos en alto, advirtiendo a gritos que si no se dispersaban los maldeciría en el nombre de Atth. Los soldados, acobardados, se apartaron de él.
De pronto, Orrec se dirigió derecho al sacerdote, exclamando: «¡Ioratth está vivo! ¡Está en esa habitación! ¡El oráculo ha hablado! ¡Abrid la puerta de la prisión, sacerdotes!». Así nos repitió sus palabras Per. Orrec únicamente recordaba haber gritado que Ioratth no había muerto. Entonces, los oficiales gritaron: «¡Abrid la puerta! ¡Abridla!». Y, según nos contó Orrec, él se agachó, pues ambas partes habían desnudado los aceros; los soldados atacaron a los sacerdotes que defendían la puerta, empujándolos a la retirada corredor abajo. Un oficial abrió la puerta de par en par.
La habitación estaba a oscuras, ya que allí no había lumbre alguna. Al fulgor de la luz de un farol se dibujó la silueta de un espectro, una figura blanca salida de la negrura.
Llevaba la ropa hecha jirones de una esclava alda, manchada de tierra y sangre. Tenía el rostro contusionado, un ojo a la funerala, cerrado por la hinchazón, y el cuero cabelludo cubierto de heridas allá donde le habían arrancado el cabello a puñados. Empuñaba una estaca rota en la mano. Siguió allí de pie, nos contó Orrec, como la luz de una vela, luminosa, temblorosa.
Entonces vio al hombre que se hallaba junto a Orrec, Per Actamo, y el rostro se le transfiguró lentamente.
—Primo.
—Lady Tirio —dijo Per—. Hemos venido a liberar al Gand Ioratth.
—Entrad, pues —dijo ella.
Orrec nos explicó que había hablado con la elegancia y corrección que hubiera utilizado para dar la bienvenida a su casa a unos invitados.
La refriega del corredor se intensificó antes de cesar por completo al cabo de un rato. Uno de los soldados llevó un farol del cuarto de los guardias, y las luces y las sombras danzaron en torno a los oficiales a medida que fueron penetrando en la celda. Per y Orrec los siguieron. Era una habitación de techo bajo y suelo de tierra, con un fuerte olor a humedad. Ioratth yacía tumbado en una especie de arcón largo o mesa, encadenado de pies y manos. Tenía el pelo y la ropa requemados, renegridos, y las piernas y los pies mostraban costras de sangre y cicatrices de quemaduras. Levantó un poco la cabeza y dijo con una voz parecida a la de un zarzal al rozar la hierba:
—¡Soltadme!
Mientras sus oficiales se afanaban a librarlo de las cadenas, Ioratth reparó en la presencia de Orrec.
—¡Poeta! ¿Cómo has llegado aquí?
—Siguiendo a tu hijo —respondió Orrec.
Al oír aquello, Ioratth miró en torno y jadeó con su voz maltrecha por el humo:
—¿Dónde está? ¿Dónde?
Orrec, Per y los oficiales miraron a su alrededor y echaron a correr de vuelta a la sala de los guardias. Allí había cuatro sacerdotes vigilados por soldados. El resto había logrado huir, Iddor incluido.
—Lo encontraremos, mi señor Gand —prometió uno de los oficiales—. Pero si ahora... Si se mostrara en público ante las tropas, mi señor... Verá, es que ellos lo creen muerto.
—¡Aprisa, pues! —gruñó Ioratth.
En cuanto le hubieron liberado los brazos, extendió la mano para entrelazarla con la de la mujer que se hallaba de pie a su lado, en silencio.
Cuando le liberaron las piernas intentó incorporarse, pero tenía los pies quemados y éstos no pudieron soportar su peso; maldijo y se sentó con fuerza, aferrado aún a la mano de Tirio Actamo. Los oficiales se reunieron en torno a él, dispuestos a llevarlo en una silla.
—Con ella —dijo, señalando con gesto impaciente a la mujer—. ¡Con ellos! —Y con el gesto abarcó también a Orrec y a Per.
El grupo permaneció unido mientras subía la escalera a la galería superior que rodea la sala del Consejo, hasta llegar a la parte frontal del imponente edificio tras atravesar la antesala. Salieron al exterior, a la deslumbrante luz del sol bajo las columnas del soportal, en la terraza de los discursos, desde donde se domina toda la Plaza de la Consejería.
La plaza estaba llena de gente, a lo largo y a lo ancho, y no dejaban de llegar más personas procedentes de todos los accesos, una cantidad tan ingente de ciudadanos y soldados como Orrec jamás había visto, unos ciudadanos que superaban en millares a los guardias aldos.
Cuando Iddor, el hombre al que habían considerado su nuevo señor y general, había pasado por la entrada procedente del Camino de la Consejería sin reparar siquiera en su existencia, los asombrados soldados habían empezado a dar crédito al creciente rumor de que el Gand Ioratth seguía vivo. Confundidos, divididas las lealtades, algunos se encararon entre sí y se cruzaron mutuas acusaciones de traición a Ioratth o a Iddor, hasta tal punto que habían roto la formación. Los ciudadanos habían ganado así acceso a la plaza, armados con cualquier cosa que tuvieran a mano. Antes de que empezase la refriega, conscientes de en qué medida les superaban en número, los oficiales reagruparon a los soldados y los apartaron de la muchedumbre. La mayor parte de los aldos se encontraban en ese momento en la escalera de la Consejería y en el empedrado que había al pie de ésta. Cubiertos por las capas azules, formaban un sólido semicírculo vuelto al gentío de Ansul, la espada desnuda, en una pose que no amenazaba con emprender un ataque inmediato, pero que tampoco anunciaba precisamente la rendición.
La multitud, aunque tumultuosa, retrocedió un poco, dejando un trecho de tierra de nadie entre la vanguardia y los soldados.
—Hedía a quemado —nos contó Orrec—. Un hedor apestoso, tanto que costaba respirar. El ambiente estaba cargado de polvo, de fino polvo negro que llevaba el aire, la ceniza que la muchedumbre había arrastrado e impulsado para que el viento la arrastrase de nuevo. Vi algo raro que asomaba de la turba. Parecía la proa de un barco naufragado. Finalmente, caí en la cuenta de que formaba parte del armazón de la tienda, pues tenía restos de lona quemada. Había torbellinos en el mar de personas, puntos en los que yacían aquellos que habían sido asesinados o heridos en la carrera hacia la plaza, mientras los demás seguían avanzando y otros se paraban para protegerlos. Y el ruido... No sabía que un ser humano fuese capaz de producir un ruido semejante; era aterrador, incesante, una especie de aullido ensordecedor...
Pensó que no podía abrirse paso y plantarse ante la multitud. Sintió una sensación de mareo fruto del pánico. Los oficiales que lo acompañaban también estaban asustados y no sabían qué iba a pasar, a pesar de lo cual llevaron a cuestas al Gand sin pestañear.
—¡El Gand Ioratth! ¡Está vivo! —vocearon.
Los soldados volvieron la mirada y abrieron los ojos desmesuradamente al verlo.
—¡Está vivo! —corearon.
—¡Dejadme en el suelo! —ordenaba irritado Ioratth a la gente que lo llevaba a cuestas.
Finalmente, obedecieron. Se apoyó con fuerza en el brazo de uno de ellos y, con la otra mano, se apoyó en el hombro de Tirio. Se las apañó para dar un paso al frente, con una mueca de dolor, para situarse ante el gentío. El estruendo del saludo de los soldados se impuso unos instantes al rugido de la multitud, pero enseguida se invirtieron de nuevo las tornas y los «¡Está vivo!» quedaron sepultados bajo los gritos de «¡Muerte al tirano! ¡Muerte a los aldos!».
Ioratth levantó la mano. La autoridad de esa figura malherida, chamuscada y vestida con harapos impuso silencio.
—¡Soldados de Asudar, ciudadanos de Ansul! —exclamó.
Sin embargo, no pudo proyectar la voz maltrecha por el humo. Nadie oía sus palabras. Uno de los oficiales se le acercó, aunque Ioratth le apartó con un gesto.
—¡A él! ¡A él! —exclamó señalando a Orrec—. ¡A él le escucharán! Háblales, poeta. Tranquilízalos.
La multitud vio entonces a Orrec, y de ella se alzó un rugido.
—¡Lero! ¡Lero! —y, también—: ¡Libertad!
—Si les hablo hablaré en su nombre —dijo Orrec a Ioratth en pleno tumulto.
El Gand asintió impaciente.
Orrec levantó la mano para pedir silencio, y un silencio salpicado de rumores y palabras masculladas se impuso en la muchedumbre.
Nos contó que no tenía ni idea de lo que iba a decir de un momento a otro, y que era incapaz de recordar qué había dicho. Otros lo recordarían bien, y con el paso del tiempo transcribieron sus palabras:
—Gentes de Ansul, hemos visto manar el agua de la fuente reseca. Hemos escuchado hablar a la voz silenciosa. El oráculo nos ha pedido libertad, y eso hemos hecho este día. Hemos liberado al amo, y hemos liberado al esclavo. Que los hombres de Asudar sepan que no tienen esclavos, y que la gente de Ansul sepa que no tiene amo. Que los aldos sean en paz y que Ansul sea en paz con ellos. Que mendiguen una alianza y nosotros les concederemos una alianza. ¡En prueba viviente de esa paz y esa alianza, escuchad a Tirio Actamo, ciudadana de Ansul, esposa del Gand Ioratth!
Si el Gand se llevó una sorpresa, lo cierto es que su rostro tiznado de hollín no la delató; siguió allí de pie, incapaz de hacer gran cosa aparte de mantenerse derecho, aferrado a Tirio mientras ella hablaba. Ésta proyectó la voz clara y valiente, a la par que frágil, y toda la multitud presente en la plaza guardó silencio al escucharla, aunque se alzaba aún un ronco y continuo tumulto procedente de las calles cercanas.
—Que los dioses de Ansul sean benditos de nuevo, y que nos bendigan con la paz —dijo—. Ésta es nuestra ciudad. Mantengámosla como siempre lo hemos hecho, legítimamente. Seamos libres de nuevo. ¡Qué Suerte y Lero y todos nuestros dioses sean con nosotros!
El hondo canto de «¡Lero! ¡Lero!» se elevó del gentío al escuchar estas palabras. Entonces, un hombre se adelantó a la multitud, gritando:
—¡Dadnos nuestra ciudad! ¡Devolvednos nuestra Consejería!
Quienes estuvieron allí presentes aseguran que fue el momento más tenso y peligroso de todos: si el gentío avanzaba para ocupar la Consejería, enfrentándose al ejército que se interponía entre el edificio y ellos, hubieran luchado, y los soldados aldos hubiesen guerreado hasta la muerte. Fue Ioratth quien impidió la matanza al dar órdenes roncas a sus oficiales, quienes las repitieron a voz en cuello, acompañadas por las trompetas, reagrupando así a los soldados y trasladándolos rápidamente de los escalones de la Consejería a una zona situada al este de la entrada, despejando el acceso para la muchedumbre que había empezado a inundar el edificio. Fue la disciplina de los soldados, dijo Orrec, lo que los había salvado a ellos y a los cientos de ciudadanos que hubieran perdido la vida en semejante batalla. El Gand había dado la orden de enfundar las armas, y después ni un sólo soldado desnudó la suya a pesar de los empellones o los golpes que pudieron recibir por parte de la exultante y vengativa multitud.
Para huir de la arremetida del gentío, Orrec y Per permanecieron pegados a los oficiales, que de nuevo llevaron a cuestas a Ioratth y corrieron con él en dirección este, escalones abajo, para reunirse con los soldados que se reagrupaban allí. Tirio, Per y Orrec los siguieron. Se improvisó una camilla para el Gand. Cuando estuvo cómodamente tumbado, no tardó en convocar a Orrec.
—Bien dicho, poeta —dijo en un hilo de voz apenas audible, acompañando sus palabras por un gesto a modo de saludo—. Sin embargo, no tengo autoridad para establecer una alianza con Ansul.
—Será mejor que la obtengas, mi señor —dijo Tirio Actamo con su voz argéntea.
El anciano Gand levantó la vista para mirarla. Evidentemente contempló por primera vez los moretones, el ojo hinchado, el pelo enmarañado y el cuero cabelludo ensangrentado. Se sentó derecho, los ojos muy abiertos, gritando en un susurro:
—Maldito... Maldito traidor. ¡Así lo fulmine Atth! ¿Dónde está?
Los oficiales cruzaron miradas.
—¡Buscadlo! —gruñó el Gand antes de romper a toser.
Tirio Actamo se arrodilló junto a la litera y puso su mano en la del Gand.
—Ioratth, tendrías que descansar un poco —dijo.
Él rió a pesar de la tos y le tomó la mano. Al levantar la vista a Orrec, dijo:
—Entonces, ¿nos casarás?
* * *
Pareció que había pasado una eternidad antes de que Orrec regresara a Galvamand con nosotros, a pesar de que tan sólo era primera hora de la tarde de aquel día que ya se antojaba largo como un año.
Cuando insistí en que debía comer algo y descansar un poco, el Maestre entró en la casa, pero enseguida volvió al recibidor que discurría a lo largo de la parte frontal, llamado galería superior. Desde que yo vivía allí nunca se había utilizado, estaba desprovisto de muebles. Sus puertas, las amplias puertas frontales de Galvamand, estaban abiertas de par en par. Pidió que trajésemos sillas y bancos, no sólo de las demás habitaciones, sino de las casas próximas. Se sentó allí, disponible para atender a cualquiera que acudiese a la casa.
Y acudieron docenas, cientos de personas. Vinieron a contemplar el agua que manaba de la Fuente del Oráculo, y a escuchar a quienes habían estado presentes contar cómo se había pronunciado el oráculo y lo que había dicho; así fue como descubrí que no todo el mundo había escuchado las mismas palabras, o que a medida que éstas se repetían y transmitían cambiaban y volvían a cambiar. La gente vino a ver al Maestre, a Galva el Lector, a saludarlo, a pedirle consejo. Muchos de los que acudieron eran hombres y mujeres trabajadores, otros habían sido mercaderes, magistrados o concejales representantes de los barrios de la ciudad. Todos eran pobres porque todos lo éramos, hasta tal punto que a juzgar por la ropa era imposible distinguir al zapatero del armador. Alguna de la gente más humilde acudió únicamente para bendecir a los dioses de la casa y saludar al Lector del oráculo con veneración y un gozoso respeto antes de marcharse de nuevo, pero otros se quedaron más tiempo junto a los concejales, los mercaderes y los miembros de las principales familias, a sentarse y hablar acerca de lo que estaba pasando y pronunciar sus opiniones respecto a lo que podía y debía hacerse. Así fue como vi por primera vez lo que significaba ser un ciudadano, y también lo que suponía ser Maestre.
Me quedé con él para atender sus necesidades y porque requirió mi presencia. No me resultó fácil, pues la gente me miraba con una especie de temor reverencial. Algunos de ellos me hicieron un gesto de veneración. Me sentí falsa y absurda, y no tenía ni idea de qué decirle a nadie. No obstante, tenían a mano al Maestre para hablar. Por suerte, tuve que ir cada dos por tres a la cocina para echar una mano a Ista, que estaba como loca de los nervios y la ansiedad. Por fin había vuelto a llenarse la casa de gente. «¡Es como en los viejos tiempos!», decía una y otra vez. «Los buenos tiempos.» El caso era que no tenía comida que ofrecer a los invitados de la casa.
—¡Ni siquiera puedo ofrecerles agua! —decía mientras las lágrimas le asomaban a los ojos—. ¡No tengo suficientes tazas para que puedan beberla!
—Pues pídelas prestadas —sugirió Bomi.
—No, no —respondió Ista, ofendida ante la sugerencia.
—¿Por qué no? —pregunté yo, y Bomi echó a correr a pedir tazas o vasos a los vecinos.
Yo volví al recibidor y hablé con Ennulo Cam, esposa de Sulsem Cam; éste último había venido la noche anterior (¡parecía que había pasado un año de eso!), y había regresado acompañado de su esposa e hijo para hablar con el Maestre y los demás. La puse al corriente de nuestras necesidades, y enseguida un par de mozos de Cammand nos trajeron medio centenar de copas de cristal, diciéndole a Ista: «Un obsequio de nuestra familia a la bendita Casa de la Fuente». A Ista no pudo ofenderle semejante obsequio, aunque sí arrugó el entrecejo. Desde entonces, tuvo a Bomi y Sosta en constante actividad, llevando agua a todos los invitados, recuperando vasos y tazas y fregándolos. Seguía empeñada en ofrecer comida, por supuesto, a todo el mundo, pero ni siquiera yo estaba dispuesta a mendigar hasta ese punto. Le dije que la gente había venido a hablar, no a comer. Ella arrugó de nuevo el entrecejo, se mordió el labio y me dio la espalda. De pronto comprendí que acababa de darle una orden y que ella la había aceptado.
Me acerqué a ella y la rodeé con mis brazos. Hacía años que no me abrazaba, aunque lo cierto es que no era de las que dan abrazos.
—Madre adoptiva —dije—. ¡No te enfades! Comparte la felicidad de los espíritus y las sombras de nuestra casa. Nuestros invitados no quieren más que el agua de la Fuente del Oráculo.
—¡Ah, Memer! ¡No sé qué pensar! —exclamó, apartándose de mí con una fugaz palmadita en el hombro.
Aquel día, ninguno de nosotros sabía qué pensar.
Cuando finalmente regresó Orrec, era el cometa, no la cola: una hilera de personas lo seguían desde la Plaza de la Consejería. Era el héroe de la ciudad. Se detuvo en la Fuente del Oráculo y levantó la mirada al incesante chorro plateado con el mismo asombro alegre que se había dibujado en tantas y tantas caras. Gry lo recibió allí. Shetar estaba encerrada en el dormitorio señorial (donde, según me había contado Gry, se había empeñado en hacer jirones una alfombra vieja). Orrec y Gry se abrazaron largo rato antes de subir la escalera y entrar en el recibidor.
Todo el mundo los rodeó. En cuanto hubo saludado al Maestre, Orrec tuvo que contar toda la historia que acabo de relatar de los sucesos de aquella mañana en la Consejería. Parte de la historia la conocíamos gracias a las personas que habían ido y vuelto de Galvamand a la plaza, pero la persecución de Iddor y los sacerdotes hasta la celda, y el hallazgo de Ioratth y Tirio eran nuevos para nosotros, así como la desaparición de Iddor.
Si bien Orrec no pudo contarnos lo que había dicho ante la multitud, hubo mucha gente que sí fue capaz de hacerlo. «¡Que mendiguen una alianza y nosotros les concederemos una alianza!», citó un anciano a gritos. «¡Por la Grada de Sampa, que nos la mendiguen! ¡Qué se arrastren! Se la concederemos o no, cuando nos dé la gana!»
Aquél era el sentir de la ciudad en ese día: una alegría desbordante y combativa, beligerante, apenas contenida y a un paso de la venganza.
Ioratth había ordenado a sus soldados mantenerse lejos de las calles y permanecer en los barracones al sureste de la Consejería, que rodearon por un cordón de guardias. Como querían disfrutar de acceso a los establos de la Consejería, donde estaban sus caballos y algunos de sus hombres, los soldados intentaron acordonar un paso entre los barracones y los establos, pero la multitud presente en la plaza se opuso; se arrojaron piedras y el Gand ordenó a sus hombres permanecer donde estaban, ya fuera en los barracones o en los establos.
Los aldos procuraron no dar pie a provocación alguna ni mostrar temor. Su posición era insostenible, y puede que incluso entonces se les pudiese considerar en estado de sitio. En cuanto se quebró el hábito del temor, los ciudadanos comprendieron que los conquistadores que los habían dominado durante tanto tiempo dependían de ellos para comer y, por muy bien armados que estuvieran y disciplinados que fueran, el caso era que estaban en inferioridad numérica. Si el control que Ioratth había impuesto a sus hombres se tomaba por debilidad o una negativa a luchar, la situación podía desembocar en una matanza.
Se habló de ello en el recibidor. Y hablaron también acerca de Desac y su grupo, de cuál había sido su plan y en qué había fallado. Estaba presente el hombre que se había refugiado con nosotros, Cader Antro, y su relato fue confirmado y ampliado por muchos otros testigos. Los que provocaron el incendio fueron esclavos de Ansul, empleados como sirvientes y barrenderos por los cortesanos aldos; la idea de quemar la tienda la había propuesto uno de ellos. Habían introducido en secreto a otros conspiradores disfrazados de esclavos, pero armados, y con ellos habían preparado los fuegos de tal modo que se declarasen en varios puntos a la vez, envolviendo en llamas la tienda, mientras los hombres de Desac, irrumpiendo a la carrera en la plaza desde dos flancos, atacarían a los soldados de guardia. Todo ello debía coincidir con la ceremonia religiosa de la puesta de sol, de modo que Iddor e Ioratth y otros muchos oficiales y cortesanos estuvieran presentes en la tienda cuando se declarase el incendio.
Pero, debido a que Iddor había querido estorbar la recitación de Orrec, los sacerdotes empezaron la ceremonia antes de lo planeado, y por ello tuvo que cambiarse el momento del ataque, a pesar de que la noticia de tal cambio no llegó a oídos de todos los conspiradores. La ceremonia estaba terminando cuando se prendió fuego a la tienda. Ioratth había entrado tarde y seguía allí rezando, pero Iddor y los principales sacerdotes acababan de abandonarla. El fuego se extendió con una rapidez terrible, y toda la gente de Desac que estaba presente atacó, pero los soldados se reagruparon rápidamente y parecieron ignorar el fuego por tratarse del prometido abrazo de su Dios Ardiente. En medio de los combates, el humo y la confusión, tan sólo Iddor y los sacerdotes vieron a Ioratth librarse de las llamas. Lo alcanzaron y se lo llevaron a la Consejería, mientras los soldados empujaban a los conspiradores, a quienes intentaban huir y a aquellos que intentaron atacar, hacia las llamas, donde se quemaron vivos, Desac entre ellos.
Únicamente podía pensar en aquella nube de polvo y ceniza de la que nos había hablado Orrec, la misma a la que la multitud había dado alas de nuevo a fuerza de pisotones.
Quienes escuchamos la historia permanecimos en silencio un rato, antes de que retomaran el relato de lo sucedido.
—De modo que Iddor vio una oportunidad: si se deshacía del viejo Gand... —dijo un hombre.
—¿Por qué lo encerró en prisión? ¿Por qué no lo mató?
—Después de todo es su padre.
—¿Y qué supone eso para un aldo?
Pensé en Simme, en lo orgulloso que estaba de su padre, incluso del caballo de su padre.
—Iba a poder vengarse de su padre, ¡tras diecisiete años de espera!
—Por no mencionar a la amante que su padre se agenció en Ansul.
—Podría torturarlos a placer.
Siguió otro silencio. La gente miró incómoda al Maestre.
—¿Y adonde habrá ido ése con sus sombreros rojos? —preguntó una mujer. La gente odiaba a los sacerdotes aldos, mucho más de lo que odiaban a los soldados—. Yo digo que se habrán escondido. Ésos no habrían podido atravesar las calles y salir vivos de la ciudad.
Tenía razón. Más tarde, aquel mismo día, averiguamos algo al respecto, pues no dejaban de llegarnos noticias procedentes de la calle gracias a la gente polvorienta, exhausta e inquieta que volvía de la plaza. Los ciudadanos que inundaban la Consejería, reconquistándola para la ciudad, se deshacían de todos los objetos y los muebles de los cortesanos y oficiales aldos, quienes habían aprovechado el edificio para dormir, y por lo visto se habían topado con Iddor y tres sacerdotes ocultos en un diminuto ático situado en la base de la cúpula. Fueron conducidos abajo y encerrados en el sótano, en la sala de torturas donde ellos habían encerrado a Ioratth y Tirio durante la noche. Donde Sulter Galva había permanecido encerrado un año.
Aquella noticia alivió nuestros corazones. Habíamos sufrido mucho debido a la creencia de Iddor de que había sido enviado por su dios para expulsar a los demonios y destruir el mal, y todos sentíamos ahora que con él preso, caído en desgracia, el poder de esa creencia había quedado en nada. Aún teníamos que lidiar con un enemigo, pero era un enemigo humano, no un dios demente.
Y también supuso un alivio saber que la turba que había ocupado la Consejería no había despedazado a los sacerdotes a medida que los había ido encontrando, sino que los había encerrado a la espera de impartir algún tipo de justicia, fuera nuestra o de los aldos.
—Acabaremos tratando mejor a Iddor de lo que lo haría su padre —aseguró Sulsem Cam.
—Dudo que él tuviera piedad de su hijo —dijo Orrec.
—No más piadoso que tu señora y su leona —dijo Per Actamo, que se había reunido con Orrec para ayudarle a contar sus hazañas y aventuras a los recién llegados que, durante toda la tarde, expresaron su deseo de oír el relato de nuevo—. Ése fue el principio del final de Iddor, cuando pestañeó y retrocedió ante la multitud. ¿Dónde está tu leona, lady Gry? Debería recibir los aplausos de los presentes.
—Está de muy mal humor —respondió Gry—. No ha comido aún y he tenido que encerrarla. Me temo que ha devorado parte de la alfombra.
—¡En tal caso, deberíamos darle un festín y no hacerla ayunar! —bromeó Per.
Los presentes rieron y llamaron a la leona, así que Gry fue a buscar a Shetar, que en efecto estaba de muy mal humor. No había encajado muy bien el baño y el hecho de ser transportada en bote la noche anterior, ni lo sucedido con la multitud al día siguiente; percibía vividamente la tensión que se mascaba en la ciudad, y como todos los felinos detestaba los alborotos, los cambios y el bullicio. Entró andando en el recibidor con un gruñido monótono uarrauarrauarrauarra y los ojos entornados. Todos le cedieron un amplio espacio. Gry la llevó hacia el Maestre y la animó a que se desperezara e inclinara como solía hacer ante los desconocidos; la gente volvió a acoger el gesto con la alegría de costumbre y la felicitaron por ello. Luego le pidieron que lo repitiera, para Orrec, para Per, para un pequeñuelo de tres años que estaba ahí con sus padres, y así Shetar recibió más aplausos y empezó a animarse un poco.
Era de noche. La espaciosa estancia oscurecía. Ista, junto a Ialba, la compañera de Tirio que nos había traído noticias importantes al amanecer, llegó con lámparas encendidas. Ista me había contado que eso siempre había sido una señal para decir a los invitados que ya debían ir pensando en marcharse, al menos en los viejos tiempos. Y como si todas las costumbres y modos de nuestro pueblo nos hubieran sido devueltos aquel día, todos los presentes se levantaron, uno tras otro, y se despidieron del Maestre. Cruzaron unas palabras con Orrec y Gry, y también conmigo, y a medida que fueron franqueando la puerta dirigieron unas palabras a todas las almas y las sombras de la casa. Cuando pasaron junto a la fuente de la que brotaba el agua con fuerza al cielo nocturno bendijeron al Señor de los Manantiales y las Aguas, y cuando pasaron de largo la Piedra del Umbral se agacharon para tocarla.