Capítulo 1
Lo primero que recuerdo con claridad es haber escrito el modo de entrar en la habitación secreta.
Soy tan pequeña que tengo que levantar bien alto el brazo para trazar los signos en el lugar adecuado en la pared del corredor. Ésta está cubierta de yeso gris, resquebrajado en ciertas partes, tanto que la piedra asoma a través del yeso. En el corredor casi reina una oscuridad absoluta. Huele a tierra, a viejo, y todo está sumido en el silencio. Pero no tengo miedo; aquí nunca tengo miedo. Levanto el brazo y muevo el dedo con el que escribo, trazando los movimientos que conozco, en el lugar preciso, en el aire, sin llegar a tocar la superficie de yeso. Se dibuja una puerta en la pared, y yo entro.
En la estancia hay una luz clara y suave, proyectada por los innumerables y diminutos tragaluces de grueso cristal que hay en el techo elevado. Es una sala muy alargada, con estantes que recorren toda la pared y con libros en los estantes. Es mi habitación, y la conozco desde siempre. Ista, Sosta y Gudit no; ni siquiera saben que está ahí. Jamás se acercan a estos corredores tan apartados del centro de la casa. Paso por la puerta del Maestre para llegar hasta aquí, pero está enfermo y cojo y apenas sale de sus aposentos. La habitación es mi secreto, el lugar donde puedo estar a solas, sin que nadie me regañe, me moleste; un lugar donde nada temo.
El recuerdo no pertenece a una de las veces que entré ahí, a una concreta, sino a muchas. Recuerdo lo grande que me parecía entonces la mesa de lectura y lo altas que eran las estanterías. Me gustaba meterme bajo la mesa y construir una especie de muralla o refugio con la ayuda de algunos libros. Fingía ser un osezno en su guarida. Allí me sentía a salvo. Siempre devolvía los libros al lugar exacto de donde los había tomado; eso era importante. Permanecía en la parte más soleada de la habitación, cerca de la puerta que no es una puerta. No me gustaba el extremo lejano, donde la oscuridad era creciente y el techo se volvía más bajo. En mi mente llamaba a aquel rincón el extremo sombrío, y siempre me mantuve lejos de él. Pero incluso el temor que tenía al extremo sombrío formaba parte de mi secreto, mi reino de soledad. Y fue únicamente mío hasta el día en que cumplí los nueve años.
Sosta me había estado regañando por alguna tontería de la que ni siquiera era culpable, y cuando le repliqué me acusó de tener pelo de oveja, lo que me puso hecha una fiera. No podía pegarle porque ella tenía los brazos más largos y podía mantenerme a distancia, así que le mordí la mano. Luego su madre, mi madre adoptiva Ista, me regañó y me abofeteó. Estaba furiosa y eché a correr a la parte trasera de la casa, al corredor oscuro; abrí la puerta y entré en la habitación secreta. Había planeado quedarme ahí hasta que Ista y Sosta pensaran que me había marchado de la casa para siempre, para que se lamentaran por haberme regañado injustamente, por haberme abofeteado y haberme dicho todas esas cosas. Entré en la habitación secreta rabiosa y hecha un mar de lágrimas, y allí, a la extraña claridad de la luz, me topé con el Maestre, que llevaba un libro en las manos.
También él se llevó un buen susto. Se me acercó airado, con el brazo en alto como para golpearme. Yo me quedé de piedra, no podía ni respirar.
—¡Memer! —voceó tras detenerse a un paso de donde yo me encontraba—. ¿Cómo has entrado aquí?
Miró al lugar donde aparece la puerta cuando se abre, claro que allí no había nada aparte del muro.
Seguía siendo incapaz de hablar o respirar.
—La he dejado abierta —dijo, incapaz de creer lo que decía.
Negué con la cabeza.
—Sé cómo... —murmuré finalmente.
Su rostro adoptó una expresión sorprendida, una expresión que mudó al cabo de unos instantes.
—Decalo —dijo.
Asentí.
Mi madre se llamaba Decalo Galva.
Quiero hablar de ella, aunque no la recuerdo. O sí lo hago, pero los recuerdos son incapaces de transformarse en palabras. Recuerdo que me abrazaba con fuerza, los arrullos, lo bien que olía en la oscuridad de la cama, una tela áspera de color rojo, una voz que no puedo oír, pero que está cerca, casi al alcance del oído. Antes pensaba que si era capaz de mantenerme quieta y escuchar con la suficiente atención, oiría esa voz.
Era una Galva por nacimiento y familia. Fue ama de llaves de Sulter Galva, Maestre de Ansul, una posición honorable y de responsabilidad. Por aquel entonces, en Ansul no había siervos ni esclavos; éramos ciudadanos, propietarios, personas libres. Mi madre Decalo tenía a su cargo a todas las personas que trabajaban en Galvamand. Mi madre adoptiva Ista, la cocinera, disfrutaba contándonos lo grande que era la casa entonces, y la cantidad de personas de las tenía que cuidar Decalo. La propia Ista contaba a diario con dos ayudantes en la cocina, y tres más para las grandes ocasiones en las que acudían de visita personas importantes; había cuatro limpiadoras, un hombre que se encargaba de solucionar todo aquello que no recayera en los demás, un lacayo y un mozo de establo para los caballos; ocho monturas en el establo, algunas para montarlas y otras para tirar de los carros. En la casa vivían algunos familiares y ancianos. La madre de Ista vivía encima de las cocinas, la madre del Maestre vivía arriba, en las estancias señoriales. El propio Maestre siempre viajaba arriba y abajo de la costa de Ansul, de ciudad en ciudad, para reunirse con otros maestres notables, a veces a caballo, otras en carruaje con séquito. En aquellos tiempos había un herrero en la corte oeste, y el conductor y el mozo de la posta vivían en el piso que hay sobre el cobertizo del carruaje, siempre dispuestos a acompañar al Maestre en sus cuitas. «Oh, todo era ajetreo y bullicio en los viejos tiempos —decía Ista—. ¡En los viejos tiempos!»
Siempre que correteaba por los silenciosos pasillos y pasaba de largo por las habitaciones abandonadas intentaba imaginarme aquellos tiempos, los buenos tiempos. Al pasar bajo el quicio de las puertas, fingía estar preparándome para recibir a invitados que las habían franqueado llevando ropas y calzado de calidad. Solía subir a las habitaciones señoriales e imaginar qué aspecto tendrían limpias, cálidas y amuebladas. Me arrodillaba en el alféizar y contemplaba la montaña a través del ventanuco, más allá de los tejados de la ciudad.
El nombre de mi ciudad y el de toda la costa que se extiende al norte de ella, Ansul, significa «Mirando a Sul», la gran montaña, la última y la mayor de los cinco picos de Manva, la tierra que hay al otro lado del estrecho. Desde la orilla y desde todas las ventanas occidentales de la ciudad no sólo se aprecia la blanca Sul sobre las aguas, sino las nubes que reúne a su alrededor como si fueran sueños.
Sabía que la ciudad había sido conocida por el nombre de Ansul la Hermosa y Sabia, debido a su universidad y su biblioteca; a sus torres, sus patios y sus portales, a sus canales y los puentes en forma de arco, y al millar de templos de mármol de los dioses callejeros. Pero la Ansul de mi infancia era una ciudad en ruinas, sumida en el miedo y el hambre.
Ansul era un protectorado de Sundraman, pero esa gran nación estaba ocupada peleando por su frontera con Loaman y no había destacado tropas para defendernos. Aunque rica en bienes y tierras de cultivo, Ansul hacía tiempo que no libraba una guerra. Nuestra flota mercante, bien pertrechada, mantenía a raya a los piratas meridionales, y puesto que Sundraman había forzado una alianza con nosotros hacía mucho tiempo, no teníamos enemigos terrestres. De modo que cuando nos invadió el ejército de los aldos, moradores del desierto de Asudar, arrasaron las colinas de Ansul como un incendio. Sus huestes entraron en la ciudad y recorrieron las calles, asesinando, saqueando y violando. Mi madre Decalo, atrapada en una calle proveniente del mercado, fue apresada por unos soldados que abusaron de ella. Luego éstos fueron a su vez atacados por ciudadanos de Ansul y, en pleno fragor del combate, mi madre pudo huir y regresar a Galvamand.
Los habitantes de mi ciudad combatieron al invasor calle a calle hasta expulsarlo. El ejército acampó fuera, frente a las murallas. Por espacio de un año mantuvieron el asedio sobre Ansul. Yo nací en el año del asedio. Luego llegó otro ejército mayor, procedente de los desiertos orientales, que tomó la ciudad al asalto.
Los sacerdotes condujeron a los soldados a esta casa, que denominaban Casa Demoníaca. Hicieron prisionero al Maestre y se lo llevaron. Mataron a todo aquel miembro de la familia que opuso resistencia, y también a los ancianos. Ista logró salvarse y ocultarse en una casa del vecindario con su madre y su hija, pero la madre del Maestre fue asesinada y su cadáver arrojado al canal. Tomaron a las mujeres jóvenes como esclavas para servir a los soldados. Mi madre logró huir, ocultándose conmigo en la habitación secreta.
Es en esa habitación donde escribo esta historia.
No sé cuánto tiempo logró permanecer aquí escondida. Supongo que tendría comida, y que aquí habría agua. Los aldos registraron y saquearon la propiedad, y quemaron todo aquello que fuese susceptible de arder. Los soldados y los sacerdotes siguieron viniendo día tras día para destrozar las habitaciones de la casa, en busca de libros, botín o cosas demoníacas. Al final mi madre tuvo que salir de aquí. Se escabulló de noche y encontró refugio en el sótano de Cammand, junto a otras mujeres. Nos mantuvo con vida, no sé dónde ni cómo, hasta que los aldos dejaron de saquear y destruir y se acomodaron como dueños de la ciudad. Entonces volvió a su casa, a Galvamand.
Todas las dependencias habían sido incendiadas, el mobiliario destrozado o robado, incluso habían levantado en algunos puntos el suelo de madera; sin embargo, el núcleo principal de la casa es de piedra con techo de teja, así que había aguantado más o menos incólume. Aunque Galvamand es la casa más espléndida de la ciudad, ningún aldo se hubiera acomodado en ella, pues la creían habitada por demonios y espíritus malignos. Poco a poco, Decalo puso de nuevo en orden la casa tan bien como pudo. Ista salió de su escondrijo también, acompañada por su hija Sosta, y también volvió el viejo jorobado que se encargaba de hacer de todo, Gudit. Ésta era su casa, aquí servían y le debían tanta lealtad como se debían entre sí. Aquí tenían sus dioses, los ancestros que les concedieron sus sueños, y también las bendiciones.
Al cabo de un año, liberaron al Maestre de la prisión del Gand. Los aldos lo dejaron desnudo en la calle. No podía andar, porque al torturado le habían roto las piernas. Intentó arrastrarse por la calle Galva, desde la Consejería hasta Galvamand.
La gente de la ciudad le ayudó, lo trajeron aquí, a casa, donde encontró miembros del servicio que cuidaron de él.
Eran muy pobres. Todos los ciudadanos de Ansul lo eran, pues los aldos nos habían dejado sin nada. De algún modo, seguían adelante y, gracias a los cuidados de mi madre, el Maestre empezó a recuperar fuerzas. Pero con el frío y el hambre del tercer invierno tras el asedio, Decalo contrajo unas fiebres y no hubo medicina capaz de curarla. Y así murió.
Ista se nombró a sí misma mi madre adoptiva y atendió mis necesidades. Tiene unas manos muy fuertes y es temperamental, pero quería a mi madre e hizo lo que creyó mejor para mí. Aprendí muy pronto a ayudar en las tareas del hogar, y me gustaron. En aquellos años, el Maestre estaba enfermo la mayor parte del tiempo, dolorido por los daños sufridos durante las torturas que le habían dejado tan maltrecho, y yo me enorgullecía de poder servirle. Incluso cuando era muy, muy pequeña, prefería que yo le sirviera antes que lo hiciese Sosta, que odiaba cualquier clase de trabajo y lo derramaba todo.
Era consciente de que la habitación secreta era el motivo de que siguiera con vida, puesto que nos había salvado a mi madre y a mí de caer en manos del enemigo. Debió contármelo, y debió enseñarme el modo de abrir la puerta; o puede que la viera hacerlo y me quedara grabado en la memoria. Eso es lo que me pareció: era capaz de visualizar las formas de las letras escritas en el aire, aunque no podía ver la mano que las escribía. Mi mano trazaba esas formas, y de ese modo era capaz de abrir la puerta y acceder a este lugar, donde me creía la única capaz de entrar.
Hasta el día en que me encontré al Maestre, y ambos nos quedamos mirándonos mutuamente, él con el puño en alto, dispuesto a golpearme.
Bajó el brazo.
—¿Has entrado aquí antes? —preguntó.
Yo estaba aterrorizada, pero me las apañé para asentir con la cabeza.
No estaba enfadado; de hecho, había levantado el brazo para atacar a un intruso, a un enemigo, no a mí. Nunca se mostraba airado o impaciente conmigo, ni siquiera cuando estaba dolorido y yo me comportaba con torpeza o estulticia. Yo confiaba totalmente en él, y nunca le había tenido miedo, sino que lo tenía en un pedestal. En ese momento estaba furioso. Había fuego en sus ojos, el mismo fuego que le relucía al pronunciar la Alabanza a Sampa el Destructor. Eran oscuros, pero ese fuego aparecía en ellos como el que asoma a la llama del ópalo en la roca oscura. Me miró de hito en hito.
—¿Alguien más está al corriente de tu presencia aquí?
Negué con la cabeza.
—¿Le has hablado a alguien de la existencia de esta habitación?
Repetí el gesto.
—¿Eres consciente de que nunca debes mencionarla?
Asentí. Él aguardó en silencio. Comprendí que debía decirlo en voz alta. Aspiré con fuerza y dije:
—Nunca hablaré de esta habitación. Que los dioses de esta casa, y los dioses de esta ciudad, y el alma de mi madre y todas las almas que han morado en la Casa del Oráculo sirvan de testigos a esta promesa.
Al escuchar aquello volvió a poner cara de asombro. Al cabo de un instante, se me acercó y extendió el brazo para tocarme los labios con los dedos.
—Soy testigo de que esta promesa ha sido realizada por un corazón fiel —dijo, y se volvió para tocar con los dedos el umbral del pequeño nicho divino que mediaba entre las estanterías de libros. Yo lo imité. Entonces, me puso la mano suavemente en el hombro.
—¿Dónde aprendiste a formular semejante promesa?
—Es de cosecha propia —respondí—. La utilizo cuando juro que siempre odiaré a los aldos, y que los expulsaré de Ansul y los mataré a todos si puedo.
Cuando le hube contado aquello, cuando le hube revelado mi particular juramento secreto, el anhelo de mi corazón y la promesa que nunca había compartido con nadie, rompí a llorar. Las mías no fueron lágrimas de ira, sino sollozos tremendos que parecían despedazarme y sacudirme de arriba abajo.
El Maestre se las apañó de algún modo para flexionar sus maltrechas rodillas, con tal de rodearme con sus brazos. Lloré con el rostro apoyado en su pecho. No dijo nada, se limitó a abrazarme con fuerza hasta que finalmente dejé de llorar.
Estaba tan cansada y avergonzada que le di la espalda, me senté en el suelo, con las rodillas a la altura de la barbilla, y hundí el rostro entre los brazos.
Le oí incorporarse y cojear en dirección al extremo sombrío de la estancia. Regresó con un pañuelo humedecido en el agua del manantial que fluye allí en la oscuridad. Me puso la tela húmeda en la mano, y yo me sequé el rostro con él. Era agradable al tacto, agradable y refrescante. Lo sostuve en los ojos un rato, y luego me limpié la cara con él.
—Lo siento mucho, Maestre —dije.
Me avergonzaba el hecho de haberlo importunado con mi presencia y mis lágrimas. Lo quería y lo honraba con todo mi corazón y deseaba mostrarle mi amor, ayudarlo y servirle, no preocuparlo e incomodarlo.
—Hay motivos sobrados para llorar, Memer —aseguró con su voz suave.
Al mirarle, comprendí que también él había llorado al mismo tiempo que yo. Las lágrimas cambian los ojos y la boca de las personas. Lamenté haberle hecho llorar, aunque de algún modo también alivió un poco la sensación de vergüenza que me embargaba.
—Éste es un buen lugar para ello —dijo al cabo de un rato.
—En general aquí no lloro —dije.
—En general, no lloras —matizó él.
Me enorgulleció comprobar que se había percatado de ello.
—¿Qué es lo que haces en esta habitación? —preguntó.
Era difícil responder a esa pregunta.
—Vengo cuando no puedo soportar las cosas —respondí—. Y me gusta mirar los libros. ¿Hay algo malo en que los mire? ¿En que los mire por dentro?
—No —dijo arropado de una repentina seriedad, tras meditarlo unos instantes—. Dime, ¿qué es lo que ves en ellos?
—Busco las cosas que hago para lograr que se abra la puerta.
Entonces no conocía la palabra «letras».
—Muéstramelo —ordenó.
Hubiera podido trazar las formas en el aire con el dedo, tal como hacía cuando abría la puerta, pero en lugar de ello me levanté y saqué el libro encuadernado en cuero marrón oscuro de la estantería inferior, libro al que yo había apodado Oso. Lo abrí por la primera página en la que había palabras. Creo que ignoraba que fuesen palabras, o puede que no. Señalé las formas que eran idénticas a las que trazaba en el aire para abrir la puerta.
—Ésta, y ésta otra —dije, susurrando.
Había colocado el libro en la mesa con sumo cuidado, como siempre hacía con los libros cuando quería mirarlos por dentro. Él permanecía de pie a mi lado, y me observaba mientras señalaba las letras que era capaz de reconocer, aunque no supiera cómo se llamaban o cómo sonaban.
—¿Qué son, Memer?
—Escritura.
—¿Y es la escritura lo que abre la puerta?
—Creo que sí. Aunque para ello tienes que escribir en el aire, en el lugar especial.
—¿Sabes qué son las palabras?
No comprendía muy bien aquella pregunta. No creo que supiera entonces que las palabras escritas son las mismas que las que pronunciamos en voz alta, y que la escritura y el habla son formas distintas de hacer la misma cosa. Negué con la cabeza.
—¿Qué haces con un libro? —preguntó.
No dije nada. No sabía qué responder.
—Lo lees —me aclaró, y en esa ocasión me sonrió al hablar, y el rostro se le iluminó como rara vez lo había visto iluminarse.
Ista siempre me contaba lo feliz, hospitalario y cordial que era el Maestre en los viejos tiempos, lo felices que eran sus invitados en el gran salón y cómo se había divertido con los jueguecitos de Sosta cuando era un bebé. Pero mi Maestre era un hombre a quien le habían partido las rodillas a fuerza de golpearlas con barras de hierro y le habían dislocado los brazos, a cuya familia habían asesinado y a cuyo pueblo habían derrotado, un hombre pobre, doblegado y vencido.
—No sé leer —dije. Entonces, al ver que la sonrisa desaparecía a pasos agigantados, que de nuevo regresaba a la sombra, añadí—: ¿Puedo aprender?
Eso le salvó la vida a la sonrisa durante un instante. Luego apartó la mirada.
—Es peligroso, Memer —dijo sin hablarme como si hablara a un niño.
—Porque los aldos lo temen —dije.
Me observó fijamente.
—Así es. Y tienen motivos para hacerlo.
—No es magia demoníaca o negra —dije—. Esas cosas no existen.
No respondió directamente. Me miró a los ojos, no como un hombre de cuarenta años mira a un niño de nueve, sino como el alma que juzga otra alma.
—Si quieres te enseñaré —propuso.