Capítulo 12

Eché un vistazo al establo. Gudit paseaba ceñudo a Branty por el patio; me hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo. Había dejado a mano las horquillas y otros utensilios, por si era necesario armarse. Moriría defendiendo el establo, los caballos, Galvamand. Cuando crucé el antepatio, oculto aún por la casa y la colina de la luz del sol, se me hizo un nudo en el estómago al imaginarme al anciano con su calva, la espalda jorobada y la horquilla empuñada con ambas manos, enfrentándose a una tropa de caballería con lanzas y espadas desnudas. Lo vi atravesado por el acero enemigo, lo vi morir como los héroes de antaño, como los guerreros de Sul.

La calle Galva estaba completamente desierta cuando crucé el Puente del Canal Norte. La ciudad estaba sumida en un silencio absoluto. De nuevo se me encogió el estómago: ¿sería un silencio mortal, a pesar de la agradable luz del sol y el aroma de los árboles en flor? ¿Dónde estaba mi gente?

Me volví para atajar por calles secundarias y pasé de largo Gelbmand hasta llegar a la calle Vieja, en dirección al Mercado del Puerto. No me atrevía a ir hacia la Colina de la Consejería. Casi había llegado al mercado, y seguía asustada por el silencio que se respiraba en la ciudad, cuando oí unos gritos lejanos, procedentes del Camino de la Consejería, seguidos de la aguda llamada de una trompeta alda. Enfilé a la carrera la calle Oeste sin preocuparme mucho de mantenerme oculta, puesto que no había nadie a la vista, hasta que llegué de nuevo a la calle Gelb. Por ella descendían un par de jinetes aldos, justo como los había descrito Bomi, cabalgando al galope corto, esgrimiendo en alto la espada, voceando:

—¡Despejad las calles! ¡Meteos en casa!

Me agazapé detrás del pedestal de una estatua derruida de Ennu, y no me vieron. Pasaron al galope, y enseguida escuché los cascos de los caballos y los lejanos gritos en la Bajada del Puerto, pasado el Mercado de la Falda. Toqué el borde del altar, pronuncié la bendición y fui por calles secundarias y los huecos que mediaban entre las casas de vuelta a Galvamand. Había contado con unirme a la multitud, ser invisible y descubrir qué estaba pasando, pero no había multitudes. Sólo soldados. Eso era todo cuanto había descubierto, y como noticias tenían su importancia.

Gry y Shetar me esperaban en la puerta principal de Galvamand. Habían acudido cuatro hombres por la parte trasera de la casa, me dijo, todos ellos conocidos del Maestre, todos ellos miembros de la conspiración de Desac. Habían sido apostados el día anterior en el Canal Este, al mando de un contingente que debía atacar a los aldos en el patio de la Consejería, cuando se prendiera fuego a la tienda, antes de lo planeado. Los guardias aldos habían sido tan rápidos en cohesionarse y defenderse que no tardaron nada en pasar a la ofensiva. La fuerza rebelde fue hecha trizas y los hombres asesinados cuando intentaron escapar. Se habían dispersado por toda la ciudad. Estos cuatro hombres pasaron la noche ocultos en las ruinas de la universidad, y luego llevaron a cabo una serie de ataques de guerrilla sobre las tropas aldas. Se abrieron paso hasta Galvamand porque se decía en la ciudad que todo aquel que quisiese luchar por Ansul debía acudir allí, a la casa del Maestre, a la Casa del Oráculo.

—¿En busca de refugio? ¿O para preparar una defensa? —pregunté a Gry.

—No lo sé. Tampoco ellos lo saben con certeza —respondió—. Mira.

Una tropa compuesta por siete u ocho hombres dobló corriendo la esquina de la calle Oeste en dirección a nosotras. Eran ciudadanos, no aldos. Uno de ellos llevaba el brazo en cabestrillo y todos tenían aspecto de estar muy desesperados. Bajé la escalera y los encaré.

—¿Venís aquí? —pregunté.

—¡Se acercan los aldos! —exclamó el que iba en cabeza. Se detuvo en la Piedra del Umbral y la tocó—. Benditas sean todas las almas de esta familia, las vivas y las que lo estuvieron. Los soldados de la Consejería... no tardarán en llegar. Eso nos han dicho. ¡Decidle al Maestre que atranque las puertas!

—Dudo que haga tal cosa —dije—. ¿Nos ayudaréis a defenderlas?

—A eso venimos —aseguró. Los demás, al acercarse, iban tocando la Piedra del Umbral.

—Mirad, ahí está la leona —dijo uno.

—¿Entraréis? —pregunté.

—No. Nos quedaremos aquí a esperarlos, creo —dijo el líder. Era un tipo de tez morena; había perdido el lazo del pelo y la melena negra y suelta le confería un aspecto fiero, aunque habló con mesura—. Vendrán más. Pero si tenéis agua... —Miró la pila seca de la fuente quebrada.

—Id por el costado, por allí, a los establos —dije—. Hay un grifo de agua. Pedid a Gudit que os deje entrar.

—Conozco a Gudit —dijo uno de ellos—. Es amigo de mi padre. Venid.

Se marcharon en dirección a los establos. Otro grupo más numeroso enfilaba la calle procedente de la dirección opuesta, de la Bajada del Puerto. Eran unos veinte hombres o más, algunos de ellos armados con armas de filo, uno empuñaba incluso un sable aldo. Les dimos la bienvenida, y resultó que también ellos estaban sedientos, después de lo que uno denominó la «ardua labor de una noche muy calurosa», así que los enviamos a beber a los establos.

Al menos, Gudit no tendría que plantar cara a los soldados solo y armado con la horquilla, tal como había imaginado que haría.

Eché a correr para hacer saber al Maestre que había vuelto a salvo, así como para informarle de que la ciudad parecía vacía, pero que el patio de Galvamand se estaba llenando de gente, y que se rumoreaba que los soldados aldos se dirigían hacia la casa.

Esto se vio confirmado por todas las personas que acudieron. No dejaron de llegar, de puñado en puñado, miembros de la conspiración de Desac, u hombres y jóvenes que se les habían unido tras el intento de golpe frustrado en la Plaza de la Consejería. Todos dijeron que Desac y el Gand habían perecido en el incendio. Algunos aseguraron que cientos de soldados habían perdido la vida en la plaza, y otros que casi todos los muertos eran ciudadanos y que los aldos eran más fuertes que nunca.

A medida que transcurrió la mañana, contamos más y más mujeres entre quienes acudían a Galvamand en busca de refugio. Caminaban en grupos, algunas con un bastón en la mano, otras con un bebé a la espalda. Llegó un grupo de cinco ancianas, armadas todas ellas con recios palos, mirando a su alrededor con cara de muy pocos amigos. Cuatro se agacharon para tocar la Piedra del Umbral; la quinta, que caminaba con dificultad debido a la artritis, se limitó a pasar la vara por delante y pronunciar una breve y quisquillosa bendición que se pareció más a un juramento.

Me quedé de pie en la puerta de la casa, en lo alto de la escalera, pensando que aquello se parecía a la feria del mercado, a una anunciación o a un festival (ceremonia sacra de los viejos tiempos que yo ni siquiera conocía de primera mano) en el que la gente de la ciudad se hubiera congregado para charlar, haraganear y aguardar, inquieta pero paciente... Claro que, en ese caso, habrían acudido con mejores galas; habrían venido con ramos de flores, en lugar de hacerlo con espadas, cuchillos, dagas, guadañas y bastones.

Dos hombres con sendas ballestas se habían apostado a ambos lados de la puerta.

Se oyó un estruendo en la calle Galva, procedente de la Consejería: trompetas, y hornos bramando, el golpeteo del tambor, el rugido de las voces. La barahúnda duró un rato, cesó, y luego estalló de nuevo.

Un niño de siete u ocho años llegó corriendo por la calle, tan rápido que le volaban los pies y le ondeaba el pelo.

—¡Es el nuevo Gand! —voceó—. ¡Está allí con todos los soldados! ¡Y hay sombreros rojos pronunciando discursos!

Todos se reunieron en torno a él. Un hombre lo levantó en hombros y el crío repitió como un loro el mensaje que había oído, un mensaje que en su voz dulce y aflautada se antojó extraño.

—El Gand Ioratth ha muerto, ¡viva el Gand Iddor! ¡Qué todos saluden al Hijo del Sol, a la Espada de Atth, a mi señor Iddor, que ha venido a subyugar a los enemigos de Atth y destruir a los demonios de Ansul!

Como un eco, a lo lejos, en la calle, las trompetas y los cuernos volvieron a bramar, se oyó el rugido de las voces, el estampido de los tambores.

Se alzó un murmullo de protesta por parte de la muchedumbre que se había congregado en Galvamand. La gente estaba inquieta. Vi a varios grupos trepar el muro bajo hasta los jardines abandonados que había al cruzar la calle, poniéndose así fuera de peligro.

Me di la vuelta y eché a correr de nuevo al interior de la casa, pasé por el patio y el corredor hasta las antiguas dependencias, donde Orrec y el Maestre hablaban con Per Actamo y otros hombres miembros de la familia Actamo. Al verme entrar se volvieron hacia mí.

—Orrec, quizá podrías dirigir unas palabras a la gente —propuse.

Se me quedaron mirando con los ojos muy abiertos.

—El nuevo Gand y el ejército se dirigen hacia aquí —dije—. La gente no sabe qué hacer.

—Deberías irte —dijo el Maestre a Orrec; no se refería a ir a hablar a la gente, sino a que huyera a las colinas—. Ahora.

—No, no —dijo Orrec, que puso la mano en el brazo del Maestre.

Ambos permanecieron unos instantes inmóviles, silenciosos. Entonces, el Maestre se dio la vuelta.

—Todo desaparecerá —dijo en voz alta, apesadumbrado, desesperado—. Los libros se perderán, los poetas morirán. —Hundió el rostro entre sus manos contrahechas.

Guardamos silencio, sacudidos por la tragedia. Finalmente, el Maestre levantó la mirada, que posó en mí.

—¿Vendrás conmigo, Memer? ¿Puedo salvarte a ti, al menos?

No pude responder. Era incapaz de seguirle, y él lo comprendió. Se me acercó y me dio un beso en la frente antes de bendecirme. Luego salió de la estancia cojeando, en dirección a la parte posterior de la casa, a la habitación oculta.

—¿Estará a salvo? —me preguntó Orrec.

—Sí —respondí.

Incluso en el interior de Galvamand, aislados por las paredes de la casa, alcanzábamos a oír el sonido de las trompetas.

Sin decir nada más, atravesamos todos el patio interior y la galería en dirección a la puerta principal de la casa, donde Gry y Shetar aguardaban de pie como la estatua de una mujer y una leona.

Me acerqué a Gry y la rodeé con el brazo, sencillamente porque necesitaba a alguien a quien aferrarme. Había dejado marchar a mi señor, no le había servido de sostén, lo había dejado marchar solo para ponerse a salvo y evitar que pudieran volver a hacerle daño. Sin embargo, necesitaba a alguien a quien poder aferrarme.

Gry me abrazó también, y así nos quedamos en la entrada de la casa. Per Actamo y los demás salieron, pero Orrec se quedó con nosotras, detrás. Sabía que si salía y la multitud lo veía allí tendría que actuar, tendría que hablar, y no estaba preparado para actuar o hablar. Aún no había llegado el momento de hacerlo.

Seguía llegando gente. Atestaba la calle y los jardines que había alrededor, ciudadanos de Ansul, más y más cada vez. Ni siquiera podía ver el laberinto negro y gris del antepatio; era un empedrado en movimiento compuesto de personas, un mosaico tan vivo como no lo había estado desde que yo había nacido. El gentío se hizo más y más abultado. Hasta donde me alcanzaba la vista, la calle Galva estaba que no cabía un alfiler tanto al norte como al sur.

Sonaron de nuevo las trompetas con un estruendo que te hervía la sangre; a juzgar por los tambores, cada vez estaban más cerca.

Se produjo una oleada entre la multitud que ocupaba la calle al sur de nuestra posición; fue como si una marea empujase a todo el mundo canal arriba; la gente chilló, gritó, se aplastó contra las paredes y los arcenes, abriendo paso a la fuerza que la empujaba, que la expulsaba de la calle, que la hacía a un lado: eran guardias aldos a caballo; esgrimían los aceros al tajo, rasgando el aire, y los caballos reculaban y atacaban con los cascos por delante. Atravesaron la multitud agolpada en la calle y se detuvieron frente a Galvamand, una tropa compacta compuesta por cincuenta jinetes o más. Con ellos, entre ellos, defendidos por ellos, ocho o diez sacerdotes de sombrero rojo y vestimenta de ese mismo color cabalgaban alrededor de un hombre tocado con el amplio sombrero puntiagudo de la nobleza alda, cubierto por una capa de oro que flameaba al viento.

Tras la tropa a caballo había mucha gente presa del pánico, intentando apartarse del camino, mientras otros se esforzaban en prestar auxilio a quienes se habían visto atrapados o arrollados. Reinaba una gran confusión y un gran temor. Sin embargo, toda la gente que alcancé a ver en la calle eran hombres y mujeres de Ansul. Si había más soldados que acudían tras la avanzadilla de caballería, aún no se habían abierto paso entre el gentío.

Un círculo de vacuidad se había formado alrededor de la tropa de caballería en el antepatio, como el espacio que se había abierto alrededor de Gry y Shetar aquella primera mañana en el mercado, pero mucho mayor. Vi las figuras del laberinto en el empedrado, dentro del círculo de caballos que resoplaban y rebullían.

El grupo de sacerdotes cabalgó al frente hasta el pie de la escalera de la casa, encabezados por el hombre de la capa dorada. Era el hijo del Gand, Iddor, el hombretón atractivo. La capa que llevaba relucía como la mismísima luz del sol. Se incorporó en los estribos y levantó la espada. Voceó unas palabras que no alcancé a escuchar debido al griterío de los soldados y al extraño rumor que surgía de la multitud, aquel rumor compuesto de gruñidos.

De pronto cesaron todos los sonidos cercanos, exceptuando el lejano ruido de la muchedumbre, que no podía ver qué estaba pasando.

Lo que vi, lo que los soldados, lo que el gentío más próximo a la casa, lo que Iddor vio, fue a Gry, que salió por la puerta con Shetar, desatada a su lado. Mujer y leona anduvieron hasta la escalera, que descendieron lentamente, derechas hacia Iddor.

Y éste reculó.

Puede que no pudiese impedir que el caballo se asustara, o quizá tiró de las riendas: el caballo blanco y su deslumbrante jinete envuelto en la capa recularon un paso, y luego recularon otro más.

Gry permaneció inmóvil, y la leona se quedó quieta tras ella, gruñendo.

—No puedes entrar en esta casa —dijo Gry.

Iddor guardó silencio. Un suave susurro burlón estalló en la multitud.

Calle abajo, muy abajo, se oyó una trompeta que vino a quebrar la parálisis. El caballo de Iddor reculó de nuevo y entonces se irguió firme. Iddor se puso de pie en los estribos y voceó con voz retumbante:

—¡El Gand lorrath ha muerto, asesinado por rebeldes y traidores! Yo, su heredero, Iddor, Gand de Ansul, pido venganza. Declaro esta casa maldita. Será destruida, sus piedras derruidas, y todos los demonios que la habitan perecerán en ella. La Boca del Mal será silenciada para siempre. ¡El único Dios reinará en Ansul! ¡Dios está de nuestra parte! ¡Dios está de nuestro lado! ¡Dios nos acompaña!

Los soldados corearon estas últimas consignas. Pero entonces los gritos se les quebraron en la garganta cuando estalló otro sonido, un murmullo que se extendió y extendió entre la multitud:

—¡Mirad! ¡Mirad! ¡Mirad la fuente!

Yo seguía de pie en el umbral, entre los ballesteros que protegían la puerta de Galvamand, las armas prestas a abrir fuego, ambas apuntando a Iddor. Se me había acercado un hombre para situarse allí a mi lado. Pensé que era Orrec, pero entonces reparé en que no sabía quién era; era alto, tenía la mano extendida, señalando directamente a la Fuente del Oráculo. La pila con el surtidor roto se encontraba justo en el interior del círculo que formaban los soldados.

Lo vi entonces. Lo vi, por una vez, tal como había sido, tal como mi corazón lo había visto siempre: un hombre maravilloso, alto, erguido, sonriente y con fuego en los ojos. Seguí con la mirada hacia donde señalaba con la mano y vi lo que la gente contemplaba desde abajo, en la calle, un chorro de agua que saltaba hacia la luz. Permanecía allí un instante, flotando, y luego se precipitaba con argénteo alboroto en la superficie seca de la pila. Se hundía, volvía a saltar, más alto y más fuerte, y la voz del agua que caía lo llenaba todo.

—La fuente —exclamó la muchedumbre—. ¡La Fuente del Oráculo!

Se produjo un movimiento hacia delante, presionando a los jinetes, pues el gentío quería verla mejor, cuando no tocar la propia fuente. Un oficial dio una orden, y los jinetes empezaron a girar las monturas para encararse a la multitud. Pero la fila cerrada que habían formado se había roto, y la voz del oficial se perdió en un nuevo estruendo que lo sacudió todo.

El Maestre me puso la mano en el hombro y dijo:

—Acompáñame, Memer.

Gry y Shetar se habían apartado a un lado en la escalera que daba al patio de la fuente. Seguí al Maestre hacia el escalón superior, donde se detuvo a pronunciar estas palabras:

—Iddor de Medron, hijo de Ioratth —La voz del Maestre se parecía a la de Orrec, pues llenaba el ambiente, atraía poderosamente el oído y reclamaba para sí toda tu atención. La multitud permaneció en silencio, inmóvil, expectante—. Mientes. Tu padre sigue vivo. Lo has hecho prisionero y has reclamado en falso su poder. Traicionas a tu padre, traicionas a tus soldados, que te sirven con lealtad, y traicionas también a tu dios. Atth no está de tu lado, pues aborrece a los traidores. Y esta casa no caerá. Ésta es la Casa de la Fuente, y el Señor de los Manantiales la protege, pues escancia su bendición en sus aguas. Ésta es la Casa del Oráculo, ¡y en los libros que aquí moran está escrito tu destino y el nuestro!

Tenía un libro en la mano izquierda, un libro pequeño, que levantó entonces al tiempo que bajaba la escalera. No cojeaba, era ágil y rápido. Me puse a su lado. Vi la sonrisa gruñona de Shetar cuando pasamos junto a ella. Paramos a unos peldaños del empedrado, de modo que estuviésemos a la misma altura que Iddor, sentado a horcajadas en el inquieto corcel. El Maestre levantó el libro y lo abrió ante Iddor. Vi al hombre de la reluciente capa hacer un esfuerzo por controlarse, todo ello con tal de evitar dar un respingo.

—¿Puedes leerlo, hijo de Ioratth? ¿No? ¡En ese caso te será leído!

Entonces un zumbido lo invadió todo. No puedo decir con seguridad qué fue lo que oí; nadie de los que estuvieron presentes aquella mañana en la casa pudo, pero tuve la impresión de que una voz gritaba, una extraña voz que zumbaba a nuestro alrededor, sobre el antepatio donde saltaba el agua de la fuente, una voz cuyo eco reverberaba en las paredes de Galvamand. Algunos dicen que fue el propio libro el que gritó, y creo que es cierto. Otros afirman que fui yo, que aquélla era mi voz. Sé que no leí palabras en ese libro, pues no veía las páginas. No sé qué voz fue la que chilló. Tampoco sé si fue o no la mía.

Las palabras que oí fueron: «¡Dejadlos en libertad!».

Sin embargo, otros oyeron otras palabras. Y algunos tan sólo escucharon el borboteo de la fuente en el silencio que se impuso entre los presentes.

No sé qué oyó Iddor, pero el caso es que se apartó del libro, se encorvó en la silla y encogió los hombros como si algo le hubiera alcanzado. Debía tener bien aferradas las riendas, porque espoleó al caballo o tiró de ellas, pero lo hizo sin convicción, de tal modo que el caballo reculó y corcoveó hasta desmontarlo. La reluciente figura en tela dorada sufrió una sacudida y se deslizó de la silla hasta estamparse en el suelo, mientras el caballo reculaba y reculaba cada vez más lejos, medio arrastrándolo consigo. Permanecimos inmóviles en la escalera; Gry y Shetar se habían situado a nuestra altura, así como Orrec.

Los sacerdotes se cerraron en torno a Iddor, algunos para intentar ayudarlo a recuperar el pie y sentarse en el caballo. En medio de semejante embrollo, se impuso la voz del Maestre:

—Hombres de Asudar, soldados del Gand Ioratth, vuestro señor está preso en palacio. ¿Acudiréis a liberarlo?

Entonces fue la voz de Orrec la que pronunció con claridad las siguientes palabras:

—¡Gentes de Ansul! ¿Se hará justicia? ¿Iremos a liberar al prisionero y a los esclavos? ¿Nos comportaremos como las personas libres que somos?

Un estruendo increíble se alzó al escucharse aquellas palabras, y la multitud echó a andar por la calle en dirección a la Consejería.

—¡Lero! ¡Lero! ¡Lero! —entonó la muchedumbre.

Rodearon a los jinetes como el mar fluye en torno a las rocas. El oficial voceó las órdenes, la trompeta restalló fugazmente, y los jinetes, algunos en el cuerpo principal, y rezagados otros, acompañaron al gentío, mezclándose con él, por la calle Galva abajo, hacia la Consejería.

Los sacerdotes de rojo habían devuelto a Iddor a lo alto de la silla. Se gritaban entre sí y siguieron a la multitud. Ninguno de los soldados que los habían escoltado hicieron ademán de esperarlos.

Orrec cruzó unas breves palabras con Gry y se reunió con Per Actamo y el grupillo de hombres que se habían situado con el Maestre y conmigo en la escalera.

—¡Id! ¡Seguidlos! —ordenó con apremio el Maestre; y Orrec y los demás se dispusieron a seguir a Iddor y los sacerdotes.

No toda la muchedumbre emprendió el camino en dirección a palacio. Hubo gente que se quedó en la calle, en el antepatio, principalmente mujeres y ancianos. Todos parecían sentirse atraídos y maravillados por el chorro de agua que se alzaba en lo alto y el hombre contrahecho que descendía la escalera con dificultad hasta llegar a la pila, en cuyo amplio borde se sentaba con torpeza.

Era el mismo de siempre, ni alto ni erguido, sino jorobado y cojo. Era, también, el dueño de mi corazón, lo era entonces y lo fue siempre.

Levantó la vista hacia el chorro de agua, cuyas gotas atrapaban las primeras luces de la mañana que superaban la sombra proyectada por la casa. Su rostro se iluminó cubierto de agua y de lágrimas. Extendió la mano hasta posarla en el agua, que ascendía y ascendía en la amplia pila de piedra. Yo lo había seguido y me encontraba cerca de él. Estaba susurrando una alabanza a Lero y al Señor de los Manantiales, alabanza que repetía una y otra vez. La gente se reunió en torno a la fuente con cierto recato, y también ellos tocaron el agua y levantaron la vista al chorro iluminado por el sol y dirigieron la palabra a los dioses de Ansul.

Gry se me acercó, manteniendo a Shetar sujeta ya por la correa, poniéndole a menudo la mano en la cabeza; la leona seguía gruñendo y bostezando, inquieta y rabiosa por el ruido y por la multitud. Comprendí la razón de que Gry no hubiera intentado seguir a Orrec, aunque era consciente de cuánto debía querer hacerlo.

—Gry, ya me encargo yo de Shetar —me ofrecí.

—Deberías ir —me dijo.

Negué con la cabeza.

—Yo me quedo aquí —dije. Esas palabras me salieron del corazón, las dije con mi propia voz, y sonreí de gozo al pronunciarlas.

Levanté la mirada hacia la columna de agua que surgía del cilindro de bronce y se alzaba en lo alto, rompiendo para caer en un reluciente regazo. El estampido argénteo de la caída me pareció maravilloso. Me senté en el amplio labio verde de la pila, tal como había hecho el Maestre: puse las manos en ella y dejé que el agua me rociara el rostro, di las gracias y entoné una alabanza a los dioses y las sombras y los espíritus de mi casa y de mi ciudad.

Gudit dobló la esquina del patio. Empuñaba una horquilla en las manos. Paró en seco y miró en torno, a la gente dispersa y callada que nos hacía compañía.

—¿Ya se han ido todos?

—A palacio. A la Consejería —le informó Gry desde cierta distancia.

—Es lo razonable —dijo el anciano. Se volvió y echó a andar de vuelta a los establos; luego, se volvió de nuevo y contempló la fuente—. Ennu el Piadoso —exclamó, al cabo—. ¡Si ha vuelto a manar! —Se rascó la mejilla, siguió unos instantes contemplando atento el agua, y finalmente regresó junto a sus caballos.