Capítulo 2
Así fue como el Maestre empezó a enseñarme y aprendí a leer rápidamente, como si eso fuera lo que había esperado hacer toda la vida, como un hambriento cuando le dan de comer.
Enseguida entendí qué eran las letras, las memoricé y empecé a formar palabras, y no recuerdo haberme atascado o haber dudado mucho tiempo, excepto en una ocasión. Tomé de la estantería el libro alto y rojo con motivos dorados en la cubierta, que siempre había sido uno de mis favoritos antes de saber leer; entonces lo llamaba Rojo Reluciente. Tan sólo quería descubrir de qué trataba, probarlo, pero cuando intenté leerlo descubrí que no tenía el menor sentido. Había letras, y éstas formaban palabras, pero eran palabras absurdas. Fui incapaz de entender una sola de ellas. Era un sinsentido, un absurdo, basura. Me sentía furiosa con el libro y conmigo misma cuando entró el Maestre.
—¡Qué le pasa a este estúpido libro! —protesté.
—No le pasa nada —respondió tras asegurarse de qué libro era—. Es un libro precioso. —Y a continuación leyó en voz alta un pasaje del que no entendí una palabra. Sonaba muy bien, como si significara algo de verdad. Arrugué el entrecejo—. Está escrito en aritano —dijo—, la lengua que se hablaba en el mundo hace mucho tiempo. La nuestra deriva de ella. Algunas de las palabras no han cambiado mucho. Mira, ¿lo ves? Aquí... ¿Y ésta? —Reconocí algunas partículas de las palabras que me fue señalando.
—¿Puedo aprenderlo? —pregunté.
Me miró como solía hacerlo a menudo, lenta y pacientemente, juzgándome aprobador.
—Sí —respondió.
Así empecé a aprender la lengua antigua, al mismo tiempo que empezaba a leer el Chamban en nuestra propia lengua.
Por supuesto, no podíamos sacar libros de la habitación secreta. Eso nos habría puesto en peligro, y no sólo a nosotros, sino a todos los que vivíamos en Galvamand. Los sacerdotes de sombrero rojo de los aldos se personaban en aquellas casas en las que se encontraba un libro. No le ponían la mano encima porque decían que eran demoníacos, pero ordenaban a los esclavos llevarlos y arrojarlos al canal o al mar, envueltos en sacas y lastrados con piedras para sepultarlos bien bajo las aguas. Le hacían lo mismo a los propietarios. No quemaban los libros ni a quienes los leían. El dios de los aldos es Atth, el Dios Ardiente, y para ellos la muerte por combustión es una gran cosa, así que sepultaban libros y personas, o los llevaban a las marismas que había junto al mar y los mantenían sumergidos con palas y postes para impedirles asomar la cabeza hasta que se ahogaban, hundidos en el cieno.
Había gente que traía a menudo libros a Galvamand, de noche, a hurtadillas. Ninguno de ellos estaba al tanto de la existencia de la habitación secreta; después de todo, había personas que llevaban en la casa toda la vida y ni siquiera habían oído hablar de esa estancia. Sin embargo, incluso allende las murallas de la ciudad, la gente sabía que el Maestre Sulter Galva era el hombre a quien uno debía llevar los libros, ahora que tan peligroso era tenerlos en propiedad, y la Casa del Oráculo era el lugar para mantenerlos a salvo.
Nadie de la familia entraba jamás en las habitaciones del Maestre sin llamar y esperar una respuesta, y puesto que ya no estaba enfermo, si no respondía, no le incordiábamos. Ista y Sosta nunca le preguntaron qué hacía con su tiempo ni dónde lo pasaba. Siempre lo creyeron en sus habitaciones o en los patios internos, supongo, que era lo mismo que solía pensar yo antes. Galvamand es tan grande que es fácil que la gente se pierda en sus confines. Nunca abandonaba la casa, pues estaba demasiado lisiado para caminar siquiera una manzana, pero la gente acudía a verlo, mucha, mucha gente. Pasaban horas conversando con él en la galería trasera o, en verano, en alguno de los patios. Llegaban y se marchaban sin hacer ruido, a cualquier hora del día o de la noche, sin levantar sospechas, usando las entradas de la parte posterior de la casa, donde nadie residía y cuyas estancias estaban vacías o en ruinas.
Yo servía el agua cuando tenía visitas de día, o el té cuando disponíamos de él, y a veces me quedaba con ellos y prestaba atención a lo que decían. A algunos los conocía de toda la vida: Desac el sundramano, y gentes de las Cuatro Casas, como los Cam de Cammand, y Per Actamo. Per tenía apenas diez o doce años cuando los aldos tomaron la ciudad. Las gentes de Actamand opusieron resistencia, y cuando los soldados tomaron la propiedad mataron a todos los hombres y se llevaron consigo a las mujeres como esclavas. Per permaneció oculto tres días en un pozo seco que había en un patio. Ahora vivía como nosotros, con algunas otras personas en una casa en ruinas. Pero bromeaba conmigo y era amable, y también era más joven que la mayoría de quienes visitaban al Maestre. Siempre me alegraba cuando aparecía Per. Desac fue el único visitante que dejó claro desde el principio que yo no debía estar presente y escuchar las conversaciones.
Las personas que yo no conocía que llegaban a la casa para visitar al Maestre eran principalmente mercaderes y gente por el estilo de la propia ciudad; algunos de ellos vestían aún buenos ropajes. A menudo, venían hombres cuyo aspecto hacía pensar que llevaban largo tiempo en el camino, visitantes o mensajeros de otras poblaciones de Ansul, puede que enviados por otros maestres. Al caer la noche, en invierno, a veces acudían mujeres, aunque a esas horas era peligroso moverse sin compañía por la ciudad. Una que visitaba la casa a menudo tenía el pelo largo y gris; a mí me parecía un poco loca, pero él la recibía con respeto. Siempre le traía libros. No llegué a averiguar cómo se llamaba. A menudo habitantes de otras poblaciones también traían libros, ocultos en la ropa o en paquetes que contenían alimentos. En cuanto supo que era capaz de entrar en la habitación, me los fue entregando para que yo misma los llevase allí.
Tenía por costumbre ir de noche a la habitación, razón por la que no nos habíamos encontrado allí antes. Yo no había ido a menudo, y nunca había ido de noche. Compartía dormitorio en la parte delantera de la casa con Ista y Sosta, y no podía marcharme por las buenas. Además había trabajo que hacer; yo cargaba con mi parte, y también con la veneración y la mayoría de las compras, puesto que me gustaba hacerlo y obtenía mejores precios que Sosta.
Ista temía que Sosta pudiese encontrarse con soldados que la raptasen y la violasen si salía sola. No temía por mí. Decía que los aldos ni me miraban. Quería decir que no les gustaba mi cara pálida de rasgos angulosos ni el cabello rizado como el de ellos, porque querían a muchachas de Ansul de mejillas llenas, morenas y cabello liso y negro como el de Sosta. «Tienes suerte de tener ese aspecto», solía decirme. Tardé bastante en dar el estirón, lo que sin duda fue una suerte. Por orden del Gand de los aldos, las mujeres podían salir a la calle y acudir a los mercados únicamente si iban acompañadas por un hombre. Una mujer que saliera sola a la calle era una puta, un demonio de la tentación, y cualquier soldado que se la cruzara tenía derecho a violarla, esclavizarla o asesinarla. Sin embargo, los aldos no consideraban que las mujeres mayores fuesen mujeres, y a los niños solían ignorarlos, aunque no siempre fuera así. De modo que quienes se encargaban de la mayoría de las compras eran las ancianas y los niños, muchos de ellos «hijos del asedio», mestizos como yo, y las chicas nos disfrazábamos de niño, y entre todos resolvíamos buena parte de las compras y los trueques en los mercados.
Todo el dinero que teníamos procedía de lo que había escondido hacía mucho tiempo un antepasado, de cuando una flota pirata amenazó Ansul; los piratas fueron rechazados, pero la familia dejó el tesoro escondido, tal como lo llamaba el Maestre, enterrado en el bosque que había tras la casa; y de eso vivíamos entonces. Tenía que encargarme de encontrar las mejores gangas que pudiera, lo cual llevaba su tiempo, tanto como el que llevaban la veneración y las labores domésticas. Ista se levantaba muy temprano para amasar el pan. Por lo general, el único momento en que podía acercarme a la habitación secreta sin que me echaran de menos o mi ausencia despertase la curiosidad de nadie era de noche, cuando los demás se habían ido a la cama. Así que le dije a Ista que quería trasladar mi cama a la habitación de mi madre, al fondo del corredor que daba a la habitación que ocupábamos en ese momento. A ella le pareció bien. Sosta y su madre roncaban apaciblemente poco después de terminar la cena; no era probable que reparasen en mi ausencia, sobre todo si no compartíamos dormitorio.
Y así cada noche me dirigía con sigilo en la oscuridad hacia la puerta secreta, y luego entraba en la estancia, y leía y aprendía de mi querido profesor.
Las noches en que teníamos visita no podía acercarse a enseñarme aritano o ayudarme con la lectura, pero yo me las apañaba bien sola. A menudo me quedaba leyendo, absorta en la narración o el relato histórico, hasta mucho más tarde de la hora a la que él me hubiese enviado a dormir.
Cuando empecé a crecer un poco y dejé atrás la infancia para convertirme en una mujer, a veces me entraba un sueño terrible, no de noche, sino por la mañana. Era incapaz de levantarme del catre, y me sentía densa como el plomo y tonta como un marrano todo el día. El Maestre habló con Ista, aunque le rogué que no lo hiciera, y le pidió que contratase a la chica de la calle Bomi para que se encargara de toda la faena de barrer y limpiar que yo no haría.
—¡No me importa barrer y limpiar! —protesté—. Lo que me lleva una eternidad son los altares. Podríamos contratar a una chica para que se encargara de atenderlos, y así yo dispondría de mucho más tiempo.
Fue un error. Se volvió hacia mí lentamente y me observó con una mirada cargada de paciencia; pareció juzgarme con ella, pero sin un atisbo de aprobación.
—La sombra de tu madre mora en este lugar, con las sombras de nuestros antepasados —dijo—. Los dioses de esta casa son sus dioses. Ella los bendijo a diario. Yo los honro como hombre. —Y era verdad, pues nunca pasaba un día sin que hiciera una ofrenda—. Tú deberías honrarlos y recibir sus bendiciones como la hija de nuestras abuelas. —Y ahí quedó todo.
Me avergoncé de mi comportamiento, y también me enfadé un poco. Se me había metido en la cabeza que quizá podría librarme de la hora entera que me llevaba a veces repasar todos los nichos de los dioses, sacarles el polvo, ofrendar hojas frescas a Iene, encender el incienso de los Custodios del Hogar, dar y pedir la bendición a las almas y las sombras de quienes moraron antiguamente en la casa, dar las gracias a Ennu y ponerle comida y agua en el altar, detenerme en los umbrales para alabar a Aquel que Mira a Ambos Lados, recordar cuándo debía encender las lámparas de aceite para Deori, y todo lo demás.
Creo que tenemos más dioses en Ansul que todos los demás tienen en otras partes. Más dioses, y más próximos a nosotros, que los dioses de nuestra tierra y nuestros días, nuestra sangre y huesos. Por supuesto, era consciente de que la casa estaba plagada de ellos, y que hacía lo que había hecho mi madre al responder a sus bendiciones, y que el espíritu de mi habitación moraba en un nicho pequeño y vacío en la pared, junto a la puerta, que esperaba mi regreso y velaba mi sueño. De pequeña me enorgullecía de llevar a cabo las tareas relacionadas con el culto a los dioses, pero llevaba mucho tiempo haciéndolas. Me había cansado de ellos, quizá por la de cuidados que exigían.
Sin embargo, lo único que necesitaba para desempeñar mi labor con alegría, de todo corazón, con todo el alma, era recordar que los aldos habían llamado espíritus malignos a nuestros dioses, y también demonios, y que les tenían miedo.
Y era bueno que me recordasen que mi madre había sido la mujer que había desempeñado la labor de adorar a los dioses de la casa. El Maestre le había confiado esa tarea, igual que le había confiado la existencia de la habitación secreta, consciente de que ella pertenecía a su propio linaje. Al recordar aquel detalle, comprendí con claridad y por primera vez que él y yo éramos los únicos supervivientes de nuestro linaje; las demás personas que quedaban en la casa eran Galva por elección, no por sangre. Hasta ese momento no me había detenido a pensar en ello.
—¿Mi madre sabía leer? —le pregunté una noche al dar por terminada la lección de aritano.
—Por supuesto —respondió; de pronto, recordó algo que le empujó a matizar—. Claro que entonces no estaba prohibido.
Recostó la espalda y se frotó los ojos. Los torturadores le habían estirado y roto los dedos, de modo que los tenía nudosos y retorcidos, aunque yo me había acostumbrado a la forma de sus manos. Me parecía que en el pasado las había tenido muy bonitas.
—¿Venía aquí a leer? —pregunté, mirando en torno a la habitación, contenta de verme allí. De noche era cuando más me gustaba, cuando las cálidas sombras se estiraban desde la amarillenta cúpula de luz que proyectaban las lámparas, y las letras de pan de oro en el lomo de los libros titilaban como las estrellas que en ocasiones era posible atisbar a través de los altos y diminutos tragaluces.
—No tenía mucho tiempo para leer —dijo—. Aquí era la encargada de todo, o sea que tenía mucho trabajo. Un maestre tenía que gastarse mucho dinero en dar fiestas y todo lo demás. Los libros que manejaba en su mayoría eran los de contabilidad. —Me observó como si mirara atrás en el tiempo, comparándome mentalmente con mi madre—. Le mostré la puerta de esta habitación en cuanto supimos que los aldos habían despachado a un ejército a las Colinas de Isma. Mi madre me apremió a hacerlo: «Decalo es de nuestra sangre y tiene derecho a conocer nuestros secretos», me dijo. Decalo lo guardaría celosamente si las cosas acababan torciéndose. Además, la habitación podría servirle de refugio.
—Y así fue.
Recitó un verso de La torre, el poema aritano que habíamos estado traduciendo: «Áspera es la compasión de los dioses».
Yo contraataqué con otro verso que figuraba casi al final del poema: «El verdadero sacrificio sirve de loa al corazón fiel». Le gustaba que me demostrase capaz de responder a sus citas con otras.
—Quizá cuando estuvo aquí escondida conmigo, cuando yo era muy pequeña... Quizá leyó algunos de los libros —aventuré.
Había pensado en ello antes. Cuando leía algo que me regocijaba, que me llenaba de fuerza, a menudo me preguntaba si mi madre también lo habría leído cuando estuvo en la habitación secreta. Sabía que él sí. Él había leído todos los libros.
—Es posible —dijo mientras su rostro adoptaba una expresión triste. Luego me miró como si estuviera pensando en algo relacionado conmigo; finalmente, tomó una decisión y dijo—. Dime, Memer, la primera vez que entraste aquí por tus propios medios, antes de que pudieras leerlos, ¿qué eran los libros para ti?
Me llevó un rato contestar a esa pregunta.
—Puse nombre a algunos. —Señalé uno grande, encuadernado en cuero, titulado Anales del cuadragésimo consulado de Sundraman—. A ése lo llamé Oso. Y Rostan era Rojo Reluciente. Me gustaba por el pan de oro de la cubierta... Y construía casas con algunos de ellos, aunque siempre los devolvía exactamente al lugar del que los había tomado.
Él asintió.
—Algunos también... —No había querido decir aquello, pero las palabras me surgieron sin más—. También me causaban pavor.
—Pavor. ¿Por qué?
No quería responder, a pesar de lo cual dije:
—Porque hacían ruidos.
También él hizo un ruidito al oír aquello: «Ah».
—¿Y a qué libros te refieres? —preguntó.
Era uno de ésos. Los del... fondo. Gruñía.
¿Por qué hablaba de ese libro? Nunca había pensado en ello, no quería pensar en ello y, menos aún, hablar de ello.
Por mucho que me gustase estar en la habitación secreta, leyendo con el Maestre, regocijándome del descubrimiento que suponía para mí el tesoro de la narrativa, la poesía y la historia, seguía sin acercarme al extremo de la habitación donde el suelo se volvía áspero, de piedra gris, y el techo más bajo, sin tragaluces, de tal forma que la luz agonizaba lentamente en la oscuridad. Conocía la existencia de un manantial o fuente allí porque alcanzaba a oír el leve murmullo que emitía el agua, pero nunca me había acercado lo suficiente para verla. A veces tenía la impresión de que la habitación se agrandaba allí, en el extremo sombrío, y otras que se encogía, como una cueva o un túnel. Nunca había ido más allá de las estanterías donde descansaba el libro que gruñía.
—¿Puedes mostrarme ese libro?
Por unos instantes permanecí inmóvil, sentada a la mesa de lectura, y luego respondí:
—Era muy pequeña. Me inventaba cosas así continuamente. Fingía que los Anales era un oso. Tonterías.
—No tienes nada que temer, Memer —dijo en un murmullo—. Los hay que sí, pero tú no.
No dije nada. Me había puesto enferma y tenía frío. Estaba aterrada. Lo único que sabía era que iba a mantener la boca cerrada para que nada más que no quisiese decir se me escapase por ella.
De nuevo permanecía sentado, mirándome como si me calibrara antes de tomar una decisión.
—Ya habrá tiempo de sobras para eso. Ahora, ¿diez versos más o a la cama?
—Diez versos más —respondí. Ambos nos inclinamos sobre el texto. La torre, de nuevo.
Incluso ahora me cuesta admitir, me cuesta escribir acerca de mi temor. Entonces, a los catorce o los quince años, simplemente procuraba mantener mis pensamientos al margen de ello, igual que procuraba mantenerme lejos del extremo de la estancia sumido en sombras. ¿No era la habitación secreta el único lugar donde tenía la libertad de temer? Quería que sólo fuera eso. No comprendía mi temor y no quería saber qué era. Se parecía mucho a cuando los aldos hablaban de espíritus malvados y demoníacos y magia negra. No eran más que palabras ignorantes y odiosas con las que etiquetar todo aquello que no entendían: nuestros dioses, nuestros libros, nuestras costumbres. Estaba convencida de que los demonios no existían y de que el Maestre no tenía poderes malignos. ¿Acaso no le habían torturado un año para que confesara sus artes diabólicas, y al final no habían tenido más remedio que soltarlo cuando se aseguraron de que no tenía nada que confesar?
¿Qué era lo que temía?
Sabía que el libro había emitido un gruñido cuando lo toqué. Entonces sólo tenía seis años, pero lo recordaba perfectamente. Quería fortalecerme, hacerme más valiente. Me desafié a recorrer el camino que me separaba del extremo sombrío. Eché a andar, clavando la mirada en el suelo que pisaba, hasta que las losas dieron paso a la piedra áspera. Entonces me moví de lado hasta el estante, todo ello sin levantar la vista, hasta que lo vi. Era bajo y estaba excavado en una pared de roca. Extendí la mano para tocar un libro encuadernado en un cuero marrón muy rozado. Cuando lo toqué, lanzó un gruñido audible.
Aparté la mano y me quedé ahí de pie. Me dije a mí misma que no había oído nada. Quería ser valiente, tanto que pudiese matar a los aldos cuando fuera mayor. Tenía que serlo.
Di cinco pasos más hasta llegar a otra librería, y levanté rápidamente la vista. Vi un estante con un solo libro. Era pequeño y tenía la cubierta lisa de un blanco perla. Crispé la mano derecha y extendí la izquierda para sacarlo de la estantería, diciéndome que no había peligro porque tenía una cubierta preciosa. Dejé caer el libro al suelo, y éste se abrió. Había gotas de sangre que manaban de la página. La sangre no estaba precisamente seca. Sabía qué sangre era. Lo cerré, lo devolví al estante y eché a correr para ocultarme en mi cueva de oso debajo de la mesa.
No le conté lo sucedido al Maestre. Llegó un punto en que quise convencerme de que no había pasado, de modo que nunca volví a acercarme a esos estantes del extremo sombrío.
Ahora me entristece aquella joven quinceañera que poseía el mismo valor que había tenido de niña, a los seis años, por mucho que entonces deseara más que nunca imbuirse de coraje, fuerza y poder para enfrentarse a todo aquello que temía. El temor engendra silencio, y luego el silencio engendra temor, y permití que me condicionara la existencia. Incluso entonces, en aquella habitación, el único lugar en el mundo donde sabía quién era, no permitiría que nadie pudiese entrever en quién podía convertirme.